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Herbie Brennan
2003, Faerie Wars
Traducción: Raquel Vázquez Ramil
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Lo que más apreciaba Pyrgus Malvae en el mundo era su cuchillo
halek. Desde el enfrentamiento con su padre, había tenido que
trabajar para conseguir hasta las cosas más insignificantes, y para
lograr el cuchillo de hoja de cristal se había jugado la paga de seis
meses en una apuesta.
La culpa de un gasto tan tremendo la tenían los halek. Se
empeñaban en hacer sólo diez cuchillos al año, ocho de los cuales eran
reparaciones de viejas hojas rotas o en mal estado. Las hojas nuevas
se obtenían tallando frías agujas de cristal de roca en el país de los
halek, y luego se bruñían hasta que despedían un brillo azul y
transparente. Tras lijar al máximo las estrías de cada lado, la hoja se
insertaba en un mango con incrustaciones. Por último, un mago halek
cargaba de energía el cuchillo y lo consagraba.
El resultado era un arma con la que se tenía la garantía de matar.
No había nada parecido a una pequeña herida producida por el filo
de un cuchillo halek. Cuando penetraba en un cuerpo vivo (y era capaz
de atravesar todo tipo de pieles, cueros o armaduras), feroces
energías se apoderaban de la víctima y provocaban que su corazón se
detuviera. Nadie sobrevivía a su impacto: ni los hombres ni los
animales. Pero existía la posibilidad de que la hoja se rompiese, y
cuando ocurría tal cosa, las energías retrocedían y mataban a quien
empuñaba el cuchillo. Por eso, estas armas se utilizaban más para
amenazar que para atacar, aunque siempre resultaba reconfortante
tener una de ellas cuando las cosas se ponían difíciles.
Pyrgus acarició el mango de su cuchillo. Tenía la impresión de que
alguien perverso lo observaba.
Era raro tener semejante impresión en un lugar como aquél.
Estaba en el puente de Loman, la inmensa y chirriante construcción
que, con sus casas y tiendas antiguas, se extendía sobre el río, al
norte de Highgrove. La multitud atestaba día y noche el puente, que
atraía a los campesinos como si fuese un imán. Mientras éstos
merodeaban boquiabiertos ante las tiendas y las casas, los abordaban
prostitutas, ladrones, carteristas, alborotadores, trileros y todo el
despliegue de individuos de los bajos fondos, por no hablar de las
manadas de codiciosos mercaderes, que eran los peores. Allí se
vendían productos de todo tipo, pero había que saber regatear... y
distinguir lo que no tenía valor. Los mercaderes eran tan hábiles como
los ladrones a la hora de sustraer el oro de las bolsas.
--¡Cuidado! -gritó alguien desde arriba.
Pyrgus se apartó ágilmente para esquivar el contenido sólido de
un orinal que alguien vació desde una ventana, y Pyrgus se refugió
bajo el toldo del carro de un boticario. Entonces la sensación de que lo
vigilaban se agudizó. Pyrgus echó un cauteloso vistazo a su alrededor:
lo rodeaban cientos de caras, casi todas sucias y ninguna conocida.
--¿Un pequeño cuerno del caos? -susurró el dueño de la botica.
Pyrgus le lanzó una mirada tan feroz que el hombre retrocedió-. Lo
siento -dijo-, disculpa mi intromisión. -Pero la avaricia lo dominó y
suavizó su expresión-. ¿Alguna otra cosa? ¿Captadores de oro? ¿Un
homúnculo de color morado?
Pyrgus no le hizo caso y volvió a entremezclarse con la multitud.
Su instinto lo arrastraba y confiaba en él, así que apretó el paso y se
abrió camino a codazos. Un hombre robusto, con la cabeza afeitada,
soltó una maldición e intentó agarrarlo por el chaleco, pero Pyrgus lo
esquivó. Siguió adelante a empujones, sin prestar atención a las
protestas, hasta que llegó al extremo opuesto del puente y abandonó
el río. Allí había menos gente, pero aun así se sentía vigilado. Se
dirigió hacia Cheapside, con los pelos de punta esperando que una
mano se posase en su hombro.
Naturalmente, sabía lo que pasaba. A Pyrgus lo habían pillado
saliendo de la mansión de lord Hairstreak a horas intempestivas.
Bueno, no lo habían capturado exactamente, pero lo habían visto. Lo
que hizo sospechar a los guardias fue que escapara por una ventana
del piso superior. O tal vez fuese porque se había llevado el fénix
dorado de lord Hairstreak. Éste no era de los que consienten que
alguien quede impune sin más, pero tampoco era partidario de acudir
a los tribunales. Si sus hombres encontraban a Pyrgus, el chico
pagaría con su vida por haberse llevado el fénix.
Pyrgus no sabía si estaba más seguro entre la gente o solo. En
medio de la multitud no se distingue al amigo del enemigo, al menos
hasta que ya es demasiado tarde. Y los hombres de Hairstreak lo
aplastarían antes de que alguien tuviese el valor de intervenir.
Cheapside estaba abarrotado: era un laberinto de burdeles y guaridas
de músicos que atraían a lo mejor y a lo peor de la ciudad. El instinto
le dijo a Pyrgus que estaría más seguro en un lugar donde pudiese ver
si se acercaba un atacante, de modo que avanzó como un cangrejo
hasta Seething Lane, que a aquella hora estaba casi vacía por culpa de
los olores. Recorrió a toda prisa la callejuela, se apostó en un portal y
esperó.
Desde allí divisaba la entrada del callejón y a las apiñadas
muchedumbres de Cheapside. No lo había seguido nadie, pero,
mientras estaba recuperando la calma, una enorme silueta se recortó
en el cruce. El hombre parecía gigantesco, y lo acompañaban otros
tres de mayor tamaño aún. Entonces los cuatro empezaron a recorrer
el callejón.
Existía la posibilidad de que no estuviesen buscándolo, pero
Pyrgus no estaba dispuesto a arriesgar su vida. Se preguntó si había
sido buena idea meterse en Seething Lane porque no tenía forma de
esquivar a los cuatro hombres y volver a Cheapside, y si escapaba
hacia el sur, iría a parar a una calle sin salida. En tiempos no muy
lejanos, la callejuela conducía a Wildmoor Broads, pero desde que
Chalkhill y Brimstone habían construido la nueva fábrica de
pegamento, el camino estaba cortado.
A Pyrgus lo asaltó un pensamiento: en las mejores novelas de
aventuras, los protagonistas atrapados en los portales empujaban una
puerta, que siempre se abría. Entonces entraban, cautivaban con su
encanto a la hermosa hija del dueño de la casa, y la convencían para
que los ocultase hasta que el peligro hubiera pasado. Podía intentarlo.
Empujó la puerta, pero estaba cerrada.
Los cuatro hombres, que caminaban hombro con hombro,
ocupaban Seething Lane de lado a lado. Sus movimientos parecían
fortuitos, pero registraban cuidadosamente los portales ante los que
pasaban. Llegarían al suyo al cabo de unos minutos. Pyrgus llamó a la
puerta con suavidad, rezando en silencio para que la hermosa hija del
dueño tuviese buen oído. Tras unos momentos, llamó de nuevo un
poco más fuerte. Los cuatro hombres estaban tan cerca que podía oír
su respiración, lo cual significaba que ellos también oirían sus
llamadas. Cuando apretaron el paso, Pyrgus le dio una violenta patada
a la puerta, pero como no consiguió astillarla, se volvió y echó a
correr.
--¡Es él! -gritó uno de los hombres, y los cuatro emprendieron
una torpe carrera.
Pyrgus era veloz, pero eso sólo le serviría para llegar antes a la
calle sin salida. Desde que Chalkhill y Brimstone habían construido su
apestosa fábrica, Seething Lane moría ante las elevadas verjas
metálicas, profusamente decoradas con terribles letreros que alertaban
sobre los guardias y las fuerzas letales que allí había. Pyrgus no tenía
ni idea de por qué necesitaban semejantes medidas de seguridad en
una asquerosa fábrica de pegamento, aunque sabía que Chalkhill y
Brimstone eran elfos de la noche, una estirpe tremendamente
desconfiada. Aparte de esa particularidad, armaban mucho jaleo con el
procedimiento secreto de fabricación del pegamento. Pyrgus agarró la
cancela, que estaba cerrada, mientras pasos apresurados se acercaban
a su espalda.
Sobre la cerradura de la verja había un cuerno acústico, pero a
Pyrgus se le ocurrió algo mejor que entablar conversación con uno de
los guardias de la fábrica. Sin molestarse en mirar atrás, trepó por la
verja y saltó. La camisa que llevaba bajo el chaleco y los pantalones
militares le daban un aspecto de gran insecto verde.
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Era casi de día cuando Henry salió de casa; había neblina y hacía
bastante frío. Llegó al final de la calle cinco minutos antes de la hora
prevista, pero ya lo esperaba un viejo Ford azul con dos ruedas sobre
el bordillo. Las ventanillas tenían cristales negros para que no se viera
el interior, pero una de ellas se bajó cuando se acercó Henry.
--¿Eres Henry Alison?
--Atherton -corrigió Henry.
--Sí, eso es. -El hombre que estaba al volante era de la edad del
señor Fogarty, aunque más bajo y con aspecto de pájaro. Tal vez se
había teñido el pelo o llevaba una peluca, porque su cabello era
totalmente negro, como el de los asiáticos, y no encajaba con las
múltiples y finas arrugas que le surcaban el rostro. Vestía un traje gris
arrugado-. Me ha enviado Alan -explicó.
--¿Alan?
--Alan Fogarty. Te llamas Henry, ¿no?
--Sí, señor... -confirmó Henry.
--Bernie -dijo el hombre a modo de presentación-. Sube.
El coche olía a polvo y a excrementos de ratón. Bernie conducía
bien, sin sobrepasar el límite de velocidad, y comprobaba
continuamente el espejo retrovisor.
--Lo que tienen los Ford es la fiabilidad -dijo-. Fiabilidad y piezas.
Pero no te fíes nunca de los coches extranjeros porque son como las
mujeres extranjeras; tienen muy buen aspecto, pero cuando algo se
estropea tienes que esperar más de un mes a que lleguen las piezas.
Pero el viejo Ford inglés, fabricado en Dagenham, es otra cosa porque
se encuentran piezas en todas partes, desde el extremo sur del país
hasta la punta de Escocia. Y, además, no hay que ir a un garaje de
moda para que lo reparen. Hasta un mono amaestrado podría arreglar
un Ford en la mismísima cuneta de una carretera. Alan siempre utilizó
coches de esta marca en los viejos tiempos. Decía que tenía plena
confianza en ellos, y me pegó el hábito. Siempre he conducido un
Ford, incluso después de que nos jubilásemos. Ahora bien, reconozco
que traga un montón de gasolina, pero él sólito te lleva a las
gasolineras. Es casi una antigüedad, pero todavía funciona. Y haga el
tiempo que haga, sea de día o de noche, nunca falla. ¿Se le puede
pedir algo más? Sin embargo, el típico coche continental...
Al principio, Henry intentó meter baza en la conversación, pero
enseguida se dio cuenta de que no hacía falta. Así que se arrellanó en
el asiento y cerró los ojos, mientras las palabras de Bernie flotaban
sobre él como si fueran humo. Estaba nervioso, pero no tanto como
había creído. Tal vez tuviese algo que ver con la luz del amanecer y
con las carreteras vacías. Nada parecía real.
--Has llegado -dijo Bernie cuando el coche frenó discretamente
ante la casa del señor Fogarty.
El hombre permaneció en el coche mirando al frente, con las
manos sobre el volante, mientras Henry bajaba del vehículo.
En esa ocasión el señor Fogarty respondió enseguida a la llamada
de la puerta. Vestía un traje de sarga azul que no estaba en su mejor
momento, pero que encajaba bien con la idea de que era domingo.
Henry se preguntó si iría a la iglesia. Pyrgus estaba detrás del viejo,
con una expresión de gran expectación en el rostro.
--¿Tienes que hacer pis o algo por el estilo? -le preguntó Fogarty.
--No -respondió Henry.
--Muy bien, chicos, marchaos. Mantened los ojos abiertos y no
perdáis la calma. Después volved aquí directamente. Y buena suerte.
--¿Y cómo vamos a ir al colegio? -le preguntó Henry.
Fogarty lo miró sorprendido.
--Os llevará Bernie. Eso es lo que hará.
Henry miró a Pyrgus, y luego se volvió hacia el señor Fogarty.
--Él, bueno... Quiero decir que no sabe lo que vamos a hacer, ya
me entiende... ¿Cómo vamos a explicarle que... que tiene que traernos
de vuelta después?
--Pues claro que lo sabe -dijo Fogarty con impaciencia-. ¿De qué
sirve tener un conductor si no está al tanto?
--Pero... pero... -protestó Henry. Miró a Pyrgus en busca de
apoyo, pero no lo encontró-. ¿No le... en fin, no le parece mal?
Fogarty esbozó una sonrisa.
--¿De qué hablas, Henry? ¿Bernie? -La sonrisa desapareció-.
Bernie y yo trabajábamos juntos.
--Sí, pero entonces se trataba de temas de ingeniería -repuso
Henry-. Y eso es muy diferente.
--Yo no era ingeniero -explicó Fogarty mirándolo con perplejidad.
Henry le devolvió la mirada de desconcierto. El señor Fogarty
podía trabajar en lo que quisiera: en cuestiones mecánicas o
eléctricas. Fue lo primero que Henry observó en él; y a pesar de que
era un anciano, tenía manos mágicas. Henry siempre había creído que
se había dedicado a alguna especialidad de ingeniería cuando era
joven.
--¿Pues a qué se dedicaba? -le preguntó Henry.
--A atracar bancos -le respondió Fogarty sin dudarlo ni un
segundo.
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Pyrgus
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Henry
Dpsub dm dftqfe
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Henry / h- / h-----
Dpsub dm dftqfe
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Corta el césped
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--Sólo cuesta siete groats a la semana. -La vieja soltó una risita
aguda-. No encontrará nada mejor por ese precio en ningún lugar del
reino, joven. -Esbozó una sonrisa desdentada, mientras una astuta
expresión le iluminaba el rostro-. Ni más independiente.
Brimstone contempló su nuevo alojamiento con disgusto.
Consistía en una asquerosa habitación con una ventana de postigos.
La cama se reducía a un montón de paja, llena de bichos y apilada en
un rincón, y los únicos muebles eran una mesa tambaleante y una silla
de madera. A partir de entonces, dormiría y comería allí...
--La comida es aparte -anunció la anciana, como si le leyese el
pensamiento.
...Y sólo podría salir de noche.
--Me la quedo -le dijo Brimstone a la bruja, y le lanzó unas
monedas-. Ahí tiene un mes de adelanto, y ahora vayáse al cuerno.
La vieja comprobó dos monedas con las encías y le parecieron
buenas.
--Gracias, señor -le dijo con renovada expresión de astucia-.
Puede estar tranquilo, señor, que nadie sabrá que está usted aquí, al
menos mientras me quede aliento en el cuerpo. Garantizo la intimidad
de mis inquilinos, eso sí. La garantizo de verdad. -Al llegar a la puerta
dudó un instante-: Hay caldo de huesos para cenar -le informó-. Es
muy nutritivo.
En cuanto la mujer cerró la puerta, Brimstone abrió un poco la
contraventana. La habitación daba a una cloaca descubierta, así que la
cerró otra vez. Al menos, no era probable que entrase nadie por la
ventana. Se dirigid hacia la mesa, se sentó en la silla, que era
horriblemente incómoda, y contó las monedas de oro que le quedaban.
Podía quedarse allí bastante tiempo por siete groats a la semana, si el
caldo no lo mataba, pero tenía que salir del escondrijo de vez en
cuando.
Cuando saliera, confiaba en que Beleth habría dejado de buscarlo.
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