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El lobisón

Nunca conocí a alguien tan bueno como Fefo, y quizás por eso me chocó tanto cuando
incendiaron su casa. Aquellos salvajes, que andan por las calles como dueños de la
verdad, pero no son capaces de cultivar un único sentimiento libre de odio o maldad…

Era un muchacho sencillo, bastante más joven de lo que aparentaba, pero avejentado por
las muchas tragedias que tuvo que superar en su corta vida.

Vivía en una casa chica, con más agujeros que madera, por la calle España. Desde lejos
se veía aquel viejo sauce que vertía su llanto sobre el techo de chapa... y el pozo que
regalaba el frescor de sus aguas tranquilas aún después de que el ranchito fuera
destruido con toda su historia.

No me sorprendió cuando me dijo que iba a partir, que ya estaba harto de las miradas y
de tanto sufrir.

Aún sabiendo que el barrio siempre viviría en sus recuerdos más dulces, junto a las
tardes de verano bajo el ombú y los paseos de bicicleta hasta la Virgencita… su corazón
no podía ignorar que Pueblo Nuevo jamás sería lo mismo sin Don Chico. Y la casa
ahora no era más que una tumba vacía que lo sofocaría hasta la propia muerte.

Pensé que eran sólo palabras, y que verdaderamente nada en el mundo podría
separarnos, tal como juraban nuestras iniciales incrustadas en el tronco añejo…

Llorando le dije que lo amaba más que a todo, y que no me importaban las miradas, ni
el desdén de los vecinos, ni mucho menos la maldita maldición que constantemente
amenazaba con separarnos…

Jamás le hizo daño a nadie, jamás… De eso estoy segura, sin la duda más mínima…
pero la muerte de su padre hizo que el animal despertara… No era rabia, y mucho
menos maldad; nada de eso. Era más bien una indiferencia por todo lo “humano”, todas
las convenciones que lo aprisionaban a él con más ahínco que a cualquiera de los
demás.

Ya no soportaba la hipocresía ni el juego de apariencias, ya no quería vivir de mentiras


ni desayunar ilusiones ni promesas rotas…

Y fue así que un día desapareció sin dejar otro rastro que un dolor rancio y una casa
olvidada…

Dicen que se entregó al espíritu que llevaba dentro, el que clamaba a la luna por libertad
y que lo atormentaba en luchas estériles por interminables madrugadas.

Hay quienes aseguran que ronda por el barrio de vez en cuando, oculto entre las
sombras; y el único indicio que delata su presencia es un lamento profundo y lastimero
que desgarra la noche.

Mercedes Ortiz

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