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CALDO LOCO

A mis jefes les gustaba decirme que yo era imprescindible y a mi gustaba escucharlo. Y me
esforzaba más. Lo mismo me iba con una grabadora a entrevistar pescadores en alta mar que a
cortar caña durante una zafra completa. Lo que más hacía era acudir a una empresa de cultivos
varios cercana a la cual las autoridades de la provincia le habían “asignado” varios centros de
trabajo. Ya era costumbre que yo fuera movilizado, y si no daba el paso al frente, me empujaban,
al son de mi condición vanguardista y de militante de la UJC.
Curiosamente, cuando pasaban la lista yo debía decir que era representante del núcleo
cero no recuerdo cuanto. Esto, empero, no sirvió de nada cuando me tocó ingresar a las filas del
Partido. El secretario del núcleo dijo que yo no podía porque tenía problemas de carácter. Si me
hubieran dado la oportunidad hubiera explicado que se trataba de una vulgar vendetta, porque
una vez a ese propio personaje lo había descubierto reportándose, descaradamente, más trabajo
que el que realmente hacía. Lo peor fue que el resto de los militantes fueron callados cómplices.
Por cierto, al poco tiempo el “ejemplar” compañero pidió permiso para ir de visita al exterior, y ojos
que te vieron ir…
¿Yo? Tranquilo. Después de todo, la no militancia tiene sus ventajas. Además de la
cotización, uno se ahorra las reuniones, los regaños, los reclamos y los cohetes al son de la
ejemplaridad que tiene que caracterizar al comunista. Así que seguí como si tal cosa, yendo a
sacar la cara por el núcleo del partido, mientras los verdaderos militantes esgrimían cualquier
pretexto para no salir de la sombrita. Podían ser problemas con la presión arterial, malestar en la
columna, alergia al sol y al polvo… El colmo fue el argumento de mi jefa inmediata, militante
también, por supuesto. Con su típica voz de hilito tuvo el descaro de comentarme un día:
—Yo no puedo ir a esas movilizaciones porque esos caldos locos que dan por ahí me caen
mal. (Caldo loco: versión aguada de la caldosa)
Pensé en contestarle. Pero como las penas de la canción, que son tantas que se
atropellan, las ideas se agolparon y terminaron por dejarme sin palabras. Me prometí, eso sí, no ir
más nunca a una movilización hasta que el último militante partidista hubiera pasado por esa
tarea. Como todos siguieron atrincherados en sus oportunistas padecimientos, yo más nunca
acudí al campo a otra cosa que no fuera de excursión.
Ahora, ya no soy militante, ni vanguardia, ni nada. Pero sí tengo en mi poder decenas de
reconocimientos, títulos, diplomas y certificados. Tantos, que alguna vez tuve que recogerlos
porque ya no cabían en el expediente laboral. Y ahí están, de recuerdo. Ojalá me sirvieran para
algo. Por ejemplo, cuando voy a la bodega.

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