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L A S A M I B A S , E N E M I G O S I N V I S I B L E S

Autor: ADOLFO MARTÍNEZ PALOMO

COMITÉ DE SELECCIÓN
EDICIONES
DEDICATORIA
PREFACIO
I. CRÓNICA DE UNA POLÉMICA CENTENARIA
II. ¿SON TODAS LAS AMIBAS INVASORAS?
III. LA AMIBA, UNA CÉLULA RUDIMENTARIA
....PERO TEMIBLE
IV. LOS MECANISMOS DE AGRESIÓN
V. LOS ESTRAGOS DE LAS AMIBAS
VI. ¿QUÉ HACER?
BIBLIOGRAFÍA
CONTRAPORTADA

C O M I T É D E S E L E C C I Ó N

Dr. Antonio Alonso

Dr. Juan Ramón de la Fuente

Dr. Jorge Flores

Dr. Leopoldo García-Colín

Dr. Tomás Garza

Dr. Gonzalo Halffter

Dr. Guillermo Haro †

Dr. Jaime Martuscelli

Dr. Héctor Nava Jaimes

Dr. Manuel Peimbert

Dr. Juan José Rivaud

Dr. Emilio Rosenblueth †

Dr. José Sarukhán


Dr. Guillermo Soberón

Coordinadora Fundadora:

Física Alejandra Jaidar †

Coordinadora:

María del Carmen Farías

E D I C I O N E S

Primera edición, 1987

Sexta reimpresión, 1996

La Ciencia para todos es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica, al que
pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la Subsecretaría de
Educación Superior e Investigación Científica de la SEP y del Consejo Nacional de Ciencia
y Tecnología.

D.R. © 1987, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, S. A. DE C. V.

D.R. © 1995, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Carretera Picacho-Ajusco 227; 14200 México, D.F.

ISBN 968-16-2713-X

Impreso en México

P R E F A C I O

A lo largo de las tres últimas décadas, un numeroso grupo de investigadores mexicanos —


médicos clínicos, epidemiólogos, patólogos, inmunólogos y biólogos celulares y
moleculares— ha impulsado vigorosamente el estudio de la amibiasis, en buena medida
gracias al estímulo y la coordinación infatigables que proporcionara el doctor Bernardo
Sepúlveda al crear, junto con el doctor Luis Landa, el Centro de Estudios sobre Amibiasis.

Nuestro grupo de investigación de la Sección de Patología Experimental del Centro de


Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, en México, ha
contribuido a lo largo de tres lustros al estudio de la biología y de la patología
experimental de la amibiasis. Ello ha sido posible gracias a la colaboración infatigable, a lo
largo de los años, de Víctor Tsutsumi, Arturo González Robles, Bibiana Chávez y Verónica
Dueñas. Deseo, asimismo, agradecer la invaluable colaboración del señor Abel Quezada,
intérprete excepcional de nuestra realidad, quien accedió gentilmente a elaborar el dibujo
de la portada del libro y con ello contribuyó a poner de relieve una de las principales
fuentes de transmisión de la infección amibiana en nuestro medio.
Este breve recuento pretende ofrecer al lector no especializado una visión personal y, por
ello parcial, del desarrollo de algunas de las contribuciones que han permitido consolidar
el conocimiento de la enfermedad producida por las amibas parásitas que,
tradicionalmente, ha causado estragos entre la población mexicana, probablemente a lo
largo de varios siglos. El análisis detallado de la contribución mexicana al estudio de la
amibiasis queda fuera de la concepción general de esta obra y deberá ser objeto de un
trabajo posterior.

I . C R Ó N I C A D E U N A P O L É M I C A C E N T E N A R I A

LA AMIBIASIS, infección de los humanos debida al protozoario intestinal Entamoeba


histolytica, se localiza en todo el mundo, pero afecta de manera principal a países en
desarrollo, entre ellos México. Si bien el conocimiento de la amibiasis se inició hace
apenas poco más de una centuria, los estragos que causa la amiba en el ser humano,
particularmente en el hígado bajo la forma del llamado absceso hepático, generalmente
de fatal evolución a menos que sea tratado adecuadamente, ya eran bien conocidos desde
hace varios siglos por los mexicanos; sobre todo por los habitantes de la capital del país.

ANTECEDENTES EN MÉXICO

En la nota preliminar a la Bibliografía mexicana del absceso hepático, que publicara


Fournier en 1956, Fernández del Castillo relata la llegada, en el año 1611, del austero don
fray García Guerra, arzobispo de México y virrey de la Nueva España, quien falleció poco
tiempo después de llegar a México, cuando estaban aún frescos los recuerdos de los
festejos con los que se le recibió. El sevillano Mateo Alemán, autor del Guzmán de
Alfarache, novela picaresca de los últimos años del Siglo de Oro de la literatura española e
introductor del Quijote a la Nueva España, hizo recuento detallado del mal del virrey,
quien padeció de "flaqueza de ánimo, congojas y algún poco de calor demasiado". Para
huir del trajín de la capital se refugió en Tacubaya, donde fue tratado por varios médicos,
a pesar de lo cual la fiebre, el dolor en el hígado y el hecho de "haberse corrompido por la
parte interior, espontáneamente aquel absceso", obligaron a que un domingo a las cuatro
de la tarde —hora muy taurina—, abrieran a Su Ilustrísima, quien sobrevivió escasas dos
semanas. En la autopsia "hallaron por la parte cóncava de la punta del hígado cantidad
como de medio huevo, por donde se aliga con las costillas, por las materias que le
acudían de aquel lado, ya podrido".

En el siglo siguiente, el XVIII, el absceso hepático, muy probablemente amibiano, siguió


haciendo estragos entre la población de la ciudad de México, a tal grado que, en 1790, el
Real Tribunal del Protomedicato, para celebrar la coronación de Carlos IV, rey de España,
convocó a todos los facultativos a un concurso sobre las "obstrucciones inflamatorias del
hígado... horrorosa y tenasísima (sic) enfermedad que de algunos años a esta parte se
experimenta". Once disertaciones fueron presentadas y de ellas se escogieron dos. Una
fue la de don Joaquín Pío Eguía y Muro, "catedrático regente que fue de Vísperas de
Medicina en esa Real Universidad, médico del Hospital General de San Andrés, y Proto-
Fiscal del Real Tribunal del Protomedicato". La segunda disertación premiada fue la de don
Manuel Moreno, "profesor público de cirugía y primer cirujano en los Reales Hospitales de
Naturales y en el referido de San Andrés, y Director del Real Anfiteatro Anatómico"
(Figura 1).
Figura 1. Portada de la obra del doctor Manuel Moreno sobre las "Obstrucciones inflamatorias del
hígado".

Eguía habla de una epidemia de "fiebres malignas biliosas" que en 1783 hizo imposible la
explicación de la anatomía normal del hígado a los estudiantes de anatomía práctica, ya
que todos los cadáveres proporcionados (siete) "presentaban esta entraña
ensangrentada". Después de mencionar algunos de los síntomas característicos del
absceso hepático, relata que los recursos dietéticos y farmacéuticos eran insuficientes,
por lo que era necesario echar mano de la operación quirúrgica. Concluye, sin embargo:
"Muy raro o casi ninguno ha escapado y esta generalidad de verlos perecer
miserablemente, es la causa de la común consternación y de la entrañable aflicción de los
profesores."

Ya en el siglo XIX el tratamiento quirúrgico del absceso hepático recibió en México gran
impulso gracias a la labor del doctor Miguel Jiménez (Figura 2). En sus Lecciones dadas
en las escuelas de medicina de México, de 1856, dice: ".... Creo haber demostrado que
una vez obtenida la certeza de la supuración por los medios diagnósticos que procuro
puntualizar desde aquella época, ofrecían una gran ventaja las punciones hechas con
trocar por los espacios intercostales para satisfacer la indicación de dar salida al pus del
absceso." Jiménez inició, con ello, la punción y canalización del absceso hepático como
forma eficaz de terapéutica, con lo cual obtuvo apreciable reducción de la mortalidad por
ese padecimiento.
Figura 2. Portada del trabajo del doctor Manuel Jiménez sobre los abscesos hepáticos.

La interpretación que Jiménez hizo de las causas del absceso hepático fue la siguiente:

Lo que a ello conduce son los desórdenes de una orgía o de una


francachela donde se come hasta el hartazgo substancias indigestas,
como las que usa nuestro pueblo en tales ocasiones y se beben hasta
la embriaguez licores alcóholicos, algunos, como el pulque, de difícil
digestión... las substancias indigestas que por vía porta llegan al
hígado ayudan a que esto se realice.

Figura 3. El doctor Bernardo Sepúlveda Gutiérrez.

En el presente siglo, muchos son los investigadores que, en nuestro medio, se han
interesado por la amibiasis. Entre ellos destaca, sin duda, el doctor Bernardo Sepúlveda
(Figura 3), quien dedicó buena parte de su inteligencia y entusiasmo a la promoción del
estudio de esta infección desde los mismos principios de su carrera profesional. Ya desde
1936, coordinó la publicación de un número especial de la revista del Centro de Asistencia
Médica para Enfermos Pobres, dedicado íntegramente a la amibiasis, que fuera ilustrado
por un dramático boceto de Diego Rivera (Figura 4).

Fig. 4. Boceto de Diego Rivera con que se ilustró un número especial de la revista del Centro de
Asistencia Médica para Enfermos Pobres, dedicado a la amibiasis (1937).

LAS AMIBAS Y EL ÁRTICO

El descubrimiento del agente causal de la amibiasis que inició la historia del conocimiento
científico de esta infección, considerada propia de los países cálidos, se realizó en una
región muy lejana de la franja tropical. Esa infección humana, común en países pobres,
donde produce cerca de 50 000 muertes anuales, fue descubierta por vez primera en una
ciudad rusa que tiene temperaturas inferiores a los 7º C durante tres cuartas partes del
año: Leningrado. En la entonces orgullosa San Petersburgo, Fedor Aleksandrovich Lesh
(Figura 5), profesor asistente de clínica médica, inicia, a los 33 años, en 1873, el estudio
del caso clínico que lo llevaría a la inmortalidad.

Figura 5. Retrato del doctor Lesh. (Cortesía del doctor Enrique Beltrán.)
El paciente provenía del distrito de Arcángel, cerca del Círculo Polar Ártico, lo que acentúa
la ironía del descubrimiento de una enfermedad "tropical" en localización tan lejana del
ecuador. Un joven campesino, J. Markow, emigrado a la gran ciudad en busca de mejor
fortuna, sobrevivía malamente acarreando troncos a una maderería. Su trabajo le
obligaba a permanecer con los pies mojados durante todo el día y la insuficiente morada
lo protegía, por las noches, sólo parcialmente, del viento y de la lluvia. En esas
condiciones enfermó con diarrea, malestar general y molestias rectales. Los síntomas
empeoraron y obligaron a su internamiento en el Hospital Manen, en donde al cabo de
varias semanas de tratamiento sólo obtuvo alivio parcial de su dolencia. El
recrudecimiento de la enfermedad obligó a trasladarlo a la clínica del profesor Eichwald,
donde el doctor Lesh entró en contacto con Markow.

La curiosidad movió a Lesh a examinar las heces del paciente diarréico; encontró en ellas
numerosas formaciones microscópicas que por su forma y movilidad consideró, sin duda,
como amibas. La descripción de la apariencia microscópica de las amibas tomadas del
material intestinal es extraordinaria: la forma precisa, el tamaño exacto, las
características bien definidas del movimiento de las células, la formación de seudópodos;
todo indica, según sus propias palabras, "que no se pueden confundir, ni siquiera
momentáneamente, con nada que no sean células amibianas". Lesh describió, con
precisión que envidiaría hoy día más de un microscopista de reputación, detalles precisos
de la anatomía microscópica de las amibas. Entre éstos, menciona la presencia de
nucleolos refráctiles, o sea, los cuerpos intranucleares de naturaleza desconocida, que
fueron redescubiertos cien años después. Durante el siglo, sobrado, que ha transcurrido
desde el descubrimiento de Lesh, nada ha sido añadido a la perfecta descripción
microscópica de las amibas realizada por el médico ruso, de quien se ignora casi todo
sobre su vida.

La habilidad de Lesh como microscopista fue sólo superada por su gran sagacidad como
clínico; el tratamiento del padecimiento de Markow se inició entusiasta: tanino, nitrato de
bismuto, acetato de plomo —compuestos comunes hoy día no en la práctica
gastroenterológica, sino, curiosamente, en los laboratorios de microscopía electrónica,
donde se emplean como colorantes— a lo que se añadieron nuez vómica, bicarbonato de
sodio, vino... todo fue en vano. Las semanas transcurrieron y apenas iniciada la mejoría
del cuadro clínico, aumentó el número de amibas en las heces y el paciente empeoro.
Lesh, convencido de que el enfermo no mejoraría en tanto no se eliminaran las amibas,
probó en el laboratorio el efecto del sulfato de quinina y constató que los parásitos morían
en presencia de la droga. Se inició el tratamiento con ésta, y a medida que avanzaba el
invierno y empezaba el año de 1874, el paciente mejoraba. Por primera vez en la historia
de la humanidad se reconocían las amibas como agentes de un padecimiento y se les
combatía para salvar la vida de un paciente. Los parásitos reaparecieron, sin embargo, y
se inició una recaída progresiva; recién entrada la primavera, Markow murió. En la
autopsia, Lesh encontró numerosas ulceraciones en el colon, que al examen microscópico
reveló contener muy diversas células redondeadas del tamaño de los glóbulos blancos, a
las que inexplicablemente no se atrevió a identificar como amibas.

La experiencia del clínico se unió a la mente analítica del investigador; fue preciso
introducir experimentalmente esas amibas en animales y reproducir en ellos la infección
intestinal. De cuatro perros a los que Lesh introdujo pequeñas cantidades de contenido
intestinal de Markow, sólo uno enfermó con diarrea y evacuaciones con abundantes
amibas. Según el autor, el experimento probó que las amibas eran capaces de producir
irritación intensa que progresaba hacia la ulceración.

EL TRASPIÉS DE LESH
Hasta ese momento, Lesh llevó a cabo su investigación en forma impecable; el hallazgo y
magistral descripción de las amibas, la identificación de la relación entre el número de
éstas y la severidad de los síntomas, la reproducción del cuadro disentérico en un perro
con material intestinal del paciente; todo apuntaba en favor de concluir que esa amiba,
llamada por su descubridor Amoeba coli, o amiba del colon —más como término
descriptivo que como nombre científico— era la causante de la disentería con pujo y
sangre. Pero un prurito excesivo en aras del rigorismo científico hizo que Lesh diera el
primer gran traspiés, que inició una larga cadena de errores e interpretaciones confusas
en relación a la amibiasis humana. En vez de concluir que las amibas originaban la
enfermedad, consideró que contribuían tan sólo a sostener la inflamación y a retardar la
ulceración del intestino grueso. "Persiste la duda —dice él— de si la enfermedad fue
producida por las amibas o bien resultó de otras causas y las amibas sólo llegaron al
intestino posteriormente y sostuvieron la enfermedad." Dudó en afirmar que las amibas
eran el agente causal de esa forma de disentería porque el perro que logró infectar con
amibas no presentó un cuadro semejante al de Markow. Por ello concluyó sin ambages:
"Debo asumir que Markow enfermó de disentería primero y que las amibas llegaron al
intestino después, aumentaron en número y sostuvieron la inflamación.

OTRAS AMIBAS

Ésta no era la primera ocasión en la que se definía con precisión la existencia de amibas
parásitas del hombre; otro ruso, G. Gros (o rusa, puesto que casi nada se sabe de este
investigador, ni siquiera su primer nombre) había descrito en 1849 amibas en las encías.
Estas amibas fueron llamadas por dicho investigador Amoebea gengivalis (sic) en un largo
artículo publicado en francés en el Boletín de la Sociedad Imperial de Naturalistas de
Moscú artículo que lleva el raro título de "Fragmentos de helmintología y de fisiología
microscópica".

A su vez, la primera mención de la existencia de las amibas fue realizada por un


miniaturista de Nuremberg, Rosel van Rosenhof, quien en 1755 describió lo que llamó el
pequeño Proteo, haciendo alusión a la forma cambiante de las células, indicadas también
en el nombre adjudicado posteriormente de amibas, del griego amoibe, que significa
cambio.

El afán que, al parecer, tenían los rusos de adjudicarse prioridades en descubrimientos


estaba pues ampliamente justificado en el caso de las amibas parásitas del hombre. Este
hábito ha llevado a historiadores recientes, como Svanidtse, a considerar que Lesh no
solamente había descrito acertadamente las amibas en el caso de disentería al que
aludimos anteriormente, sino que también había afirmado el papel que dichos parásitos
desempeñaban en la génesis del padecimiento ulcerativo del intestino. Ese autor dice en
su Historia de la investigación sobre amibiasis y lucha contra la enfermedad en la URSS:
"Durante esos años, a pesar de las duras condiciones de trabajo que imponía el régimen
zarista a los científicos, el desarrollo de la ciencia en Rusia fue hacia adelante a pasos
gigantescos." Sobre esto, D. A. Timiriasev dijo con orgullo en la IX Sesión de Naturalistas
y Médicos Rusos, en el año 1894: "Los investigadores rusos no sólo han alcanzado, sino
han superado en algunos aspectos a sus compañeros europeos, que iniciaron mucho
antes estas investigaciones superiores."

Los resabios de ese curioso nacionalismo científico decimonónico persisten en Svanitdse al


analizar la obra de Lesh, ya que interpreta el texto del médico de San Petersburgo como
si señalara el papel patógeno de la amiba, lo cual, como hemos visto, no se ajusta
exactamente a la realidad.
Después del descubrimiento de Lesh persistieron muchas dudas sobre si las amibas eran
la causa real de la disentería con lo que se inició así nuestra polémica centenaria. La
confusión surgió, en parte, por la inseguridad del mismo Lesh de atribuir poder patógeno
a la amiba, pero sobre todo por el hecho de que paulatinamente fueron descubriéndose
diferentes géneros de amibas en el intestino del hombre y de que existen formas variadas
de disentería, unas atribuibles a acción bacteriana y otras a las amibas.

EL INICIO DEL ENREDO

Según Dobell, protozoólogo inglés a quien aludiremos con frecuencia por haber sido, sin
duda, el investigador más autorizado sobre los aspectos parasitológicos de la amibiasis
durante la primera mitad de este siglo, la primera observación de amibas parásitas del
intestino del hombre fue realizada por Timothy Richards Lewis, cirujano de las Fuerzas
Británicas de su Majestad asignado a la Comisión Sanitaria del gobierno de la India. En
una comunicación realizada en 1870, informó de la presencia de amibas en las
deyecciones de enfermos que padecían el cólera.

Hoy sabemos que hay dos amibas intestinales humanas: una no patógena, que vió Lewis
(Entamoeba coli), y otra patógena (Entamoeba histolytica), que definió Lesh. Pero esa
diferenciación tomó varias décadas en establecerse.

Entre 1880 y 1895 varios investigadores italianos, entre ellos Grassi, consideraron que las
amibas del intestino humano no eran patógenas, mientras que Kartulis y Koch en Egipto,
y Hlava, en Praga, encontraban amibas en pacientes con disentería.

El caso de Hlava nos permite hacer un paréntesis para indicar una de las muchas
confusiones ocurridas en la historia del estudio de la amibiasis y que, al mismo tiempo,
señala un mal común entre los investigadores que aún no se ha logrado erradicar: el de
citar en los trabajos científicos referencias de artículos que no han sido consultados
directamente por el autor. Jaroslav Hlava informó del hallazgo de amibas en sesenta
casos de disentería y señaló la semejanza de esos parásitos con las amibas descritas por
Lesh. Logró además reproducir la enfermedad al inocular material disentérico en animales
de diferentes especies. Sus resultados fueron publicados en checo —idioma desconocido
por la mayoría de los investigadores—, lo que produjo una lamentable confusión. El
trabajo de Hlava, titulado O uplavici, que en checo significa "sobre la disentería" fue
interpretado erróneamente como el nombre del autor en un resumen que, en alemán,
hiciera Kartulis. Así, el fantasmagórico profesor Uplavici, O. se paseó por las bibliografías
de numerosos trabajos de la especialidad, hasta que en 1938 Dobell desentrañó el
enredo. La imaginación de Kartulis llegó, al parecer, al extremo de relatar una supuesta
correspondencia científica con ese inexistente investigador de escatológico nombre.

LAS AMIBAS EN AMÉRICA

Correspondió a la más grande figura de la medicina norteamericana de fines del siglo XIX,
el canadiense William Osler, hacer la descripción detallada del primer caso de absceso
hepático estudiado en América, en el que encontraron abundantes amibas (Figura 6).
Osler trató a un médico de 29 años, antiguo residente de Panamá, donde había sufrido
varios ataques de disentería que culminaron con fiebre, malestar general y dolor en la
región del hígado. A pesar de que Osler observara numerosas amibas en el material
líquido obtenido al aspirar quirúrgicamente el contenido del absceso del hígado y de
encontrarlas también en las heces del paciente, concluyó que "es imposible hablar con
seguridad de la relación de estos organismos con la enfermedad" y terminó su trabajo con
el estribillo habitual, aún empleado en nuestros días como salida poco airosa del autor
que no sabe cómo rematar un manuscrito: "Se requieren más estudios sobre el tema." No
hay duda de que en aquel entonces las publicaciones científicas se realizaban con
celeridad: el paciente de Osler murió el 5 de abril de 1890 y el artículo sobre la causa de
su muerte apareció en el Boletín del Hospital Johns Hopkins al siguiente mes.

Figura 6. Portada del trabajo del doctor W. Osler sobre disentería amibiana.

Uno de los médicos que encontraron las amibas en el contenido del absceso hepático del
infortunado médico que visitó Panamá, fue el doctor Councilman; el interés que el caso
debe haber despertado en él seguramente fue grande, ya que un año después publicó,
junto con Lafleur, la hoy clásica monografía sobre patología de la amibiasis en la que
introdujeron los términos de disentería amibiana y absceso hepático amibiano. Llama
poderosamente la atención que en un plazo tan corto, después de la primera descripción
de Osler, sus discípulos fueran capaces de analizar quince casos de amibiasis invasora en
un hospital de Baltimore; varios enfermos eran estibadores de los muelles de ese puerto.
Además de la estupenda descripción de las lesiones producidas por el parásito, sugirieron
que el intestino del hombre puede contener especies diferentes de amibas, unas
patógenas y otras no. Pero el mérito mayor de los autores fue el definir a la amibiasis
hepática e intestinal como padecimientos específicos. Councilman, médico norteamericano
egresado de la Universidad de Maryland, terminó su carrera como profesor Shattuck de la
Universidad de Harvard, mientras que su colega Lafleur, canadiense, fue nombrado
profesor de clínica médica de la Universidad McGill, en Montreal.

LAS AMIBAS EN ALEMANIA

La diferenciación entre Entamoeba coli y E. histolytica fue iniciada por dos médicos
alemanes, Quincke y Roos, en 1893. Ellos descubrieron además la forma de resistencia de
la amiba, el quiste. De Quincke sabemos que fue una gran eminencia en la Universidad de
Kiel, en la que realizó importantes contribuciones, entre ellas la introducción de la punción
lumbar a la práctica médica. Menos suerte corrió su colega Roos en cuanto a guardar un
lugar en la posteridad, ya que de él no se conoce siquiera la fecha de su muerte.

Fritz Schaudinn concluyó la diferenciación entre las entamoebas coli e histolytica con base
en interpretaciones erróneas y observaciones incorrectas. Con su gran peso académico —
como protozoólogo— logró imponer el nombre científico de Entamoeba histolytica —feliz
designación— para la amiba parásita. Schaudinn, quien murió a los 35 años debido a
complicaciones por amibiasis que se produjo él mismo, identificó erróneamente las
amibas no patógenas con las caracterizadas por Lesh. Los errores de Schaudinn y su
prematura muerte no impidieron que hiciera —a pesar de ser zoólogo, o tal vez por ello
mismo— grandes contribuciones a la medicina, entre las que destaca el descubrimiento
del agente causal de la sífilis, el Treponema pallidum, y varios descubrimientos
importantes en el campo del paludismo. Las confusiones posteriores de nomenclatura, de
interés sobre todo para los protozoólogos, han sido relatadas con autoridad por el doctor
Enrique Beltrán, quien ha dedicado buena parte de su fecunda labor a esclarecer estos
temas. Schaudinn retrasó el conocimiento en amibiasis al describir un supuesto ciclo de
vida de las amibas patógenas totalmente ficticio, que incluía un proceso de esporulación,
obviamente inexistente, hasta que en 1909 Huber mostró sin dudas que las amibas se
propagan de un huésped a otro en forma de quistes.

La autoridad científica de Schaudinn era tal que varios investigadores confirmaron —


supuestamente— la presencia del inexistente fenómeno de esporulación de las amibas
parásitas. Entre ellos se cuenta al norteamericano Craig, bien conocido posteriormente
como gran autoridad en amibiasis quien, en 1908, "demostró", mediante ilustraciones
cuidadosas, la inexistente esporulación.

LOS PRISIONEROS FILIPINOS

En 1913, Walker y Sellards realizaron uno de los experimentos más importantes de la


parasitología médica y aclararon el confuso panorama del conocimiento sobre la
amibiasis. Con la ayuda de voluntarios filipinos recluidos en la prisión de Bilibid,
demostraron que las amibas de vida libre, cultivadas de agua, no son capaces de producir
disentería; para ello realizaron veinte experimentos usando ocho especies de amibas.
Demostraron, además, que la Entamoeba coli no es capaz de producir disentería. De los
veinte hombres que ingirieron el parásito, diecisiete fueron infectados, pero ninguno
desarrolló síntomas, por lo que concluyeron en forma contundente que esta amiba no
tiene ningún papel en la etiología de la disentería amibiana. Finalmente, administraron
cápsulas con E. histolytica a otros veinte voluntarios; diecisiete fueron infectados con la
primera dosis y uno más después de tres inoculaciones. Solamente cuatro de los dieciocho
parasitados padecieron disentería. El experimento demostró que el mismo organismo
puede ser patógeno en algunos individuos y no causar enfermedad en otros; también
permitió concluir que un portador asintomático puede ser responsable de la transmisión
de un parásito patógeno en otros individuos.

Walker y Sellards no pecaban de modestos; en su trabajo comentan:

Por medio de esos experimentos creemos que se ha determinado en


forma definitiva la entamoeba relacionada con la etiología de la
disentería tropical endémica, que la "endemología" de la enfermedad ha
sido dilucidada y que se ha obtenido información del mayor interés para
el diagnóstico, tratamiento y prevención de esta importante
enfermedad tropical.

El artículo en cuestión requirió ochenta páginas de texto, extensión inimaginable hoy en


día, dadas las rígidas modas burocráticas, que exigen ciencia en comprimidos.

Llama la atención las condiciones bajo las cuales Walker y Sellards realizaron los
experimentos; entre otras, por la obtención de lo que hoy se llama en ética médica
consentimiento informado:

La naturaleza del experimento y la posibilidad de desarrollar disentería


como resultado del mismo fueron cuidadosamente explicados a cada
uno de los hombres en su dialecto nativo y cada uno firmó un acuerdo
sobre las condiciones del experimento. No se otorgaron promesas de
inmunidad a la disciplina de la prisión, conmutación de sentencias, ni
recompensas financieras para influenciar a un hombre a ofrecerse
como voluntario.

El material administrado oralmente incluía quistes de E. coli obtenidos de heces de


humanos, o bien quistes o trofozoítos de E. histolytica; estos últimos provenientes de
casos de disentería amibiana o, incluso, de absceso hepático amibiano. Los trofozoítos se
colocaban en una pequeña cápsula de gelatina, localizada dentro de otra cápsula de
mayor tamaño que contenía óxido de magnesio (para proteger a los parásitos del
contenido ácido del estómago). En uno de los experimentos, las amibas fueron obtenidas
de la necropsia de un paciente muerto de absceso hepático amibiano; se tomaron las
amibas a las once de la mañana y tres horas y media después fueron ingeridos por dos
voluntarios (!), uno de los cuales desarrolló infección, pero no disentería.

LA ESCUELA ANGLOSAJONA ACENTÚA LA POLÉMICA

Walker y Sellards sugirieron que la E. histolytica puede actuar como comensal: la escuela
anglosajona representada en Estados Unidos por Craig, D'Antoni y Faust, y por Dobell en
Inglaterra, se opuso violentamente a dicha suposición, perpetuando con ello nuestra
polémica centenaria.

Dobell publicó en 1919 su libro clásico Las amibas que viven en el hombre, en el que se
lamentaba de los casi doce años de caos producido en buena parte por las enseñanzas de
Schaudinn. Sin embargo, como veremos, fue él uno de los causantes de la confusión que
aún existe en muchos medios en relación a la amibiasis. Según Dobell :

...hay muy poca duda de que la E. histolytica, aún cuando no cause


disentería u otros síntomas reconocibles, debe siempre vivir a
expensas de los tejidos del huésped. Todo portador sano tiene el
recubrimiento del intestino grueso más o menos ulcerado; si bien la
ulceración puede ser, y probablemente lo es frecuentemente,
superficial y casi invisible post mortem.

Según esta teoría, los casi 500 millones de seres humanos infectados con E. histolytica
tienen un cierto grado de alteración de la mucosa intestinal. Sin embargo, es bien sabido
que sólo un pequeño porcentaje de esas infecciones generan lesiones por invasión
amibiana.

La polémica se agudizó. Al cabo de muchas décadas la concepción unicista, según la cual


todas las amibas son patógenas y siempre producen daño, ha resultado ser falsa; nos
tomaremos un capítulo entero, el próximo, en demostrarlo.

I I . ¿ S O N T O D A S L A S A M I B A S I N V A S O R A S ?

A PRINCIPIOS de este siglo, predominó en la protozoolgía médica la teoría de la unicidad


de las amibas, propugnada por la escuela anglosajona. Según esta teoría, todo paciente
que presentara infección intestinal con E. histolytica, tendría un grado mayor o menor de
lesión en la mucosa del intestino grueso, pero siempre las amibas vivirían a costa de
ulcerar el epitelio del huésped. Las diferentes modalidades clínicas de la infección, poco
aparente en la mayoría de los casos y de evolución fatal en una pequeña proporción de
ellos, a menos de administrar terapia adecuada, serían tan sólo el resultado de las
reacciones diversas del organismo humano frente a la infección amibiana. Así, la exitosa
defensa del organismo, en el caso de los portadores, daría por resultado escasos
síntomas, mientras que la ineficacia de dichas defensas en los pacientes con formas
graves de amibiasis invasora, produciría complicaciones tales como la colitis fulminante y
el absceso hepático. Otra posibilidad dentro de la teoría unicista es que la amiba sea sólo
potencialmente patógena en todos los portadores, pero su virulencia o su poder invasor
permanecen latentes, en tanto que no actúan factores externos (como bacterias,
alteraciones de la función gastrointestinal, alimentación o clima), que disminuyen la
resistencia del huésped y afectan la integridad de la pared intestinal.

LA AMIBA ES UNA

Esta concepción unicista fue sostenida, entre otros, por Clifford Dobell, uno de los
protozoólogos más eminentes del siglo XX, quien mucho influyó para que la escuela
norteamericana, representada por Faust, Craig y D'Antoni, adoptaran la misma teoría
según la cual el poder patógeno de la E. histolytica es el mismo en amibas aisladas de
cualquier región del mundo. La escuela de Dobell pensaba que las amibas viven en y de
su huésped:

Figura 7. Retrato del doctor Dobell. (Cortesía del doctor Enrique Beltrán.)

Un parásito que se alimenta de su huésped puede hacerlo en mayor o menor grado. La


condición ideal para el huésped y el parásito es un estado de equilibrio como el que se
encuentra entre Prometeo y el Águila; donde el primero regenera suficiente tejido cada
día para compensar los destrozos producidos por el ave.

Por ello, la teoría de Dobell recibió el nombre de "prometeica". Recordemos de la


mitología griega cómo Prometeo robó el fuego a Zeus, quien en venganza lo mandó
encadenar y envió un águila para que comiera su hígado inmortal, constantemente
regenerado, hasta que fue liberado del tormento por Hércules.

Dobell (Figura 7), considerado por sus colegas británicos como el más grande
protozoólogo de su tiempo, inició estudios de medicina a principios del siglo, pero, según
sus propias palabras, "prefería los animales a los humanos"; derivó por ello sus estudios
hacia la zoología. Fue lo que hoy día se llamaría un distinguido estudiante "fósil", ya que
no obtuvo su doctorado sino hasta los 56 años, y esto, solamente obligado por "motivos
de trabajo". Durante la primera Guerra Mundial, realizó, durante cuatro años, estudios
sobre disentería en militares ingleses y fue en esa época cuando adquirió gran experiencia
en el estudio de los protozoarios del intestino humano, al examinar más de 10 000
muestras de materia fecal. Era, al parecer, una persona singularmente individualista, que
rechazaba el contacto social con sus semejantes. Realizaba él mismo sus cultivos, sus
preparaciones histológicas y la experimentación en animales, sin aceptar nunca la
posibilidad de contar con ayuda técnica. Consideraba —con cierta razón— que los
congresos científicos no son sino pérdida de tiempo. Luchó denodadamente para lograr
cultivos de amibas parásitas, y cuando las circunstancias lo requirieron, se inoculó a sí
mismo parásitos para completar sus investigaciones. A lo largo de varias décadas publicó
doce artículos con el titulo genérico de "Investigaciones sobre los protozoarios intestinales
de los monos y el hombre" —primero los monos y después el hombre—, que sin duda
constituyen la más importante contribución a la amibiasis experimental durante la primera
mitad del siglo XX; entre otras observaciones, logró por vez primera analizar el ciclo
completo de la E. histolytica.

Igual mérito tuvo su actividad como biógrafo de científicos; su texto clásico Antonie van
Leeuwenhoek y sus "animalitos", publicado en 1932, contribuyó a revalorizar la gran
importancia de la obra del microscopista holandés, a quien se han adjudicado varias
paternidades científicas, entre otras, el ser el iniciador de la bacteriología, de la
protozoología y, muy recientemente, de la microtomía.

El doctor Enrique Beltrán es uno de los pocos mexicanos que trató con Dobell. En 1948,
envió al protozoólogo inglés un ejemplar del libro que acababa de editar con el nombre de
Los protozoarios parásitos del hombre; recibió comentarios aparentemente poco
favorables de Dobell. El propio Beltrán relata la experiencia de la siguiente forma:

Como un intento de mostrar facetas amables de la personalidad del


ilustre protozoólogo, al que solía hacérsele el cargo de ser
demasiado agresivo en sus críticas y a veces realmente intratable,
transcribo el último párrafo de su carta que no puede ser más
cordial: "le ruego no tome mis críticas y correcciones como
agresivas. Estoy muy complacido de poseer su libro, y orgulloso de
tener un ejemplar enviado por su distinguido autor. Sé que usted,
como yo, sólo ansía el progreso de nuestra ciencia de la
protozoología."

Lamentablemente, este misántropo genial cometió el error de considerar que la amiba


histolítica es siempre un parásito que vive a costa de los tejidos de su huésped, en los
que produce lesiones sangrantes que lo proveen de los eritrocitos de que se alimenta.
Esta vampiresca afirmación fue hecha por Dobell en 1919, cuando aún no se lograba
cultivar en el laboratorio amibas en ausencia de eritrocitos. A medida que se generalizó el
cultivo en esas condiciones, pero en presencia de bacterias, Dobell se vio obligado a
cambiar su posición inicial irreductible y en 1931 aceptó, seguramente muy a su pesar,
tener que rectificarse a sí mismo: "La E. histolytica vive a veces en el hombre como
comensal inofensivo." Sin embargo, esta apreciación pasó inadvertida, al grado tal que
todavía en 1970, en la Parasitología clínica de Faust y Craig, texto habitual en muchas
escuelas de medicina, se dice:

"Aún las amibas de menor virulencia producen erosión de la mucosa intestinal."


La observación pionera de Walker y Sellards en 1913 sobre el posible papel de la E.
histolytica como comensal fue ignorada bajo el peso abrumador de la sapiencia de Dobell.
Ignorados también fueron los resultados de Kuenen y Swellengrebel en 1913 y de Mathis
y Mercier, en 1916. Ellos mostraron cómo vive la amiba, en los portadores de parásitos,
libres de síntomas, como comensal en la luz del intestino bajo la forma llamada minuta,
subsistiendo a base de bacterias y transformándose en quistes. Esta forma de minuta y
sus quistes representarían los estadios esenciales del ciclo evolutivo normal de la amiba,
mientras que la forma magna, histolítica o eritrofagocítica (que ingiere glóbulos rojos de
la sangre), representaría un estadio transitorio, de aparición sólo ocasional en el
transcurso de la infección. Años más tarde, la forma minuta de la amiba histolítica resultó
ser, en realidad, una especie diferente de amiba, la E. hartmanni.

A medida que se aplicaban métodos diagnósticos más precisos con el fin de poder
identificar las diferentes amibas en los estudios coproparasitoscópicos, resultaba evidente
que la E. histolytica se encontraba en proporción muy elevada aun en regiones en las que
las manifestaciones de la amibiasis invasora eran verdaderamente excepcionales.
Reichenow, en 1926, consideró imposible que un parásito capaz de producir cantidades
tan grandes de quistes como las que frecuentemente se encuentran en el hombre, tuviera
necesariamente que vivir a expensas de la destrucción de los tejidos del huésped.

SON DOS LAS AMIBAS

Fue en 1925 cuando el gran parasitólogo francés Émile Brumpt (Figura 8) emitió la
hipótesis de la dualidad de las amibas. Basado en consideraciones epidemiológicas,
Brumpt recalcó que la amiba de distribución cosmopolita es un parásito no patógeno al
que llamó Entamoeba dispar, mientras que la localizada en ciertos países tropicales en los
que la disentería y el absceso hepático son frecuentes, es otra amiba, a la que dio el
nombre de E. dysenteriae. Insistió que no era posible precisar diferencias morfológicas
entre ambas, pero, según Brumpt, los datos epidemiológicos eran incontestables y sólo
podían fundamentarse en la existencia de dos especies diferentes de amibas, unas
patógenas y otras no patógenas.

Figura 8. Retrato del doctor Emile Brumpt.

El propio Brumpt dijo, veinticuatro años después de haber enunciado su teoría dual:
Si bien nuestra descripción de la Entamoeba dispar fue hecha en 1925
y desde esa época llamamos la atención de los médicos sobre la
epidemiología muy particular de la disentería amibiana y del absceso
del hígado; a pesar de que defendimos,nuevamente, el mismo punto
de vista en la cuarta edición de nuestro Tratado de parasitología
(1927), en diversas publicaciones realizadas en Buenos Aires (1927),
en Londres (1928), en Nanking (1935) así como en la quinta edición
de nuestro Tratado de parasitología (1936), pocos autores han
adoptado nuestros conceptos. Sin embargo, nuestra opinión, lejos de
cambiar, no ha hecho más que reforzarse en vista de todas las nuevas
estadísticas publicadas sobre la frecuencia de quistes de amibas
tetranucleados en diversas partes del globo y, en particular, en las
regiones en las que la disentería amibiana no existe. La falta de acción
patógena para el hombre constituye un carácter suficiente y de gran
importancia teórica y práctica para aceptar la existencia de la E. dispar
y poder comprender la epidemiología, inexplicable sin ello, de la
amibiasis intestinal y de sus complicaciones.

SE OLVIDA A BRUMPT

El predominio de la ciencia médica anglosajona hizo que las observaciones de Brumpt


fueran relegadas al olvido, tal vez como una simple manifestación de inquietud latina, o,
más probablemente, como resultado de la notoria deficiencia de algunos investigadores
norteamericanos, quienes, ya desde esa época, mostraban el lado débil de su sólida
formación profesional: el desconocimiento, en general, de otras lenguas que no fuera la
propia.

Al parecer, pues, la polémica había sido ganada por los promotores de la concepción
prometeica.

El tema de nuestra centenaria polémica dista mucho de tener interés puramente


académico. Si en realidad sólo existe un tipo de amiba y ésta es siempre patógena, todo
individuo que presente quistes o trofozoítos en las heces tendrá amibiasis invasora. Esto
produjo enorme confusión entre los médicos clínicos, que al asociar la presencia de
amibas en el intestino con una gran variedad de síntomas, adscribieron a la amibiasis
todas las condiciones que se pueden encontrar en la clínica.., ¡menos el embarazo!, según
dice el incisivo doctor Elsdon Dew, gran experto sudafricano en amibiasis,
lamentablemente fallecido en fecha reciente. También comenta Elsdon Dew que "la
amibiasis se había convertido en el cesto de los casos clínicos huérfanos de diagnóstico".

Más ponderado, Adams comenta en su excelente libro sobre amibiasis:

Me parece totalmente injustificado adscribir a una infección intestinal


con E. histolytica un número indeterminado de síntomas muy alejados
del abdomen. La credibilidad se lleva más allá de los límites aceptables
cuando cualquier cosa, desde un dolor de cabeza, un trastorno visual,
hasta alteraciones sexuales y artritis reumatoide, han sido atribuidas a
una infección, en realidad asintomática, por E. histolytica.
D'Antoni, todavía en 1952, agrega a esta lista: fatiga, dolor de cabeza, nerviosismo,
trastornos urinarios, en la memoria y en el estado de ánimo (!). A riesgo de incurrir en la
incredulidad de ustedes, transcribiré algunos de los argumentos seudocientíficos en los
que la escuela norteamericana basaba sus tajantes concepciones sobre la amibiasis:
Es dudoso —dice D'Antoni— que exista ningún otro médico en el mundo
que sepa más de amibiasis que el coronel Charles Franklin
Craig...Mucha de la confusión que oscurece la comprensión de la
enfermedad puede ser aclarada si se pone más atención a los principios
enunciados por él.

Pero en el mismo artículo dice: "La amibiasis es una enfermedad confusa,


incompletamente entendida y muy mal comprendida"; ¿dónde queda pues el vasto
conocimiento de su maestro y jefe, el sapientísimo coronel Craig?

LOS INGLESES RECTIFICAN

Fueron, curiosamente, investigadores ingleses como Hoare y Neal los que pusieron en tela
de duda la concepción anglosajona,al recapacitar sobre los datos epidemiológicos en los
que insistía Brumpt y al verificar en el laboratorio que las amibas obtenidas de portadores
sin síntomas no producen lesiones al ser inoculadas en ratas, mientras que las
provenientes de pacientes con disentería amibiana si generan ulceración. Asimismo, se
demostró que las propiedades de las cepas amibianas eran relativamente estables, que no
podían ser modificadas drásticamente por el intercambio de flora bacteriana, por el
régimen alimentario ni por pasos sucesivos en el animal ya que, después de todas las
tentativas, las cepas mostraban sus caracteres originales. La ausencia de virulencia de las
cepas obtenidas de portadores asintomáticos ha sido confirmada en nuestro medio por
Tanimoto y colaboradores. Asimismo, el seguimiento por varios meses de portadores de
quistes amibianos realizados en 1984 en la India por Nanda ha mostrado que al cabo de
un promedio de ocho meses la infección intestinal es eliminada espontáneamente, sin que
se llegue a presentar en estos individuos ningún síntoma producido por lesión intestinal.

Hoare afirmó en 1961 la existencia de dos tipos diferentes de amiba histolítica: "Es seguro
que al lado de las cepas activamente patógenas, en los países cálidos, existen en todas
las regiones del globo, cepas constantemente avirulentas que son totalmente inofensivas
para el hombre en regiones templadas."

Estas observaciones fueron publicadas en revistas especializadas, normalmente no


consultadas por los médicos, quienes siguieron aprendiendo de los textos de parasitología
el erróneo concepto de la unicidad. Se desarrolló por ello, particularmente en las
poblaciones donde la amibiasis invasora es común, una amibofobia, que hacia que
cualquier trastorno coincidente con una infección amibiana fuera inmediatamente
adjudicado a las amibas, con el resultante florecimiento de laboratorios clínicos y
farmacias. Aún hoy día existe discusión entre los clínicos sobre la conducta a seguir en los
casos de portadores asintomáticos. Parte de la confusión ha sido aclarada gracias a los
criterios establecidos por el Centro de Estudios sobre Amibiasis de México, que considera
un portador asintomático al individuo que además de tener quistes de E. histolytica en sus
heces, no tiene síntomas atribuibles a la infección, ni anticuerpos antiamibianos en suero
y, además, no presenta lesiones macroscópicas en la rectosigmoidoscopía.

La polémica entró en estado de letargo durante los años sesenta; unicistas y dualistas
reposaban pensando que cada uno tenía la razón, mientras millones de pacientes
descubrían aterrados que su intestino albergaba voraces amibas alimentadas a cuenta de
su propio intestino y los médicos empleaban con gran entusiasmo drogas antiamibianas
para aliviar el mal humor o para eliminar el cansancio.

SE DESPEJA LA INCÓGNITA
Se inició la década de los años setenta con la noción vaga de que Brumpt tenía razón,
pero que no había forma de demostrarlo, como no fuera mediante el recurso de la
experimentación en animales. Por aquel entonces estaba en boga el estudio de las
diferencias en ciertas propiedades de la superficie celular entre células normales y células
cancerosas en cultivo. Llamaba poderosamente la atención de los investigadores el
descubrimiento de Burger en Estados Unidos y Sachs en Israel, sobre la susceptibilidad de
células cancerosas a aglutinar en presencia de varias lectinas (proteínas, en su mayoría
parte de origen vegetal, con la propiedad de reconocer específicamente ciertos
carbohidratos). Muchos tipos de células cancerosas en cultivo aglutinan con algunas
lectinas, mientras que las células normales correspondientes lo hacen en menor grado.

Interesados en hallar explicación a este fenómeno, analizamos, en colaboración con el


Instituto de Investigaciones del Cáncer de Francia, la localización en la superficie celular
de las moléculas —receptoras— que interaccionan con las lectinas. Al mismo tiempo que
Nicolson, describimos en 1971 que las diferencias entre las células normales y las
cancerosas radican no en el número de receptores, sino en la movilidad de los mismos. La
mayor movilidad de éstos, en las células tumorales, facilita su aglutinación.

Por mera curiosidad solicitamos en 1972 un cultivo de amibas patógenas al doctor


Bernardo Sepúlveda y, a través de Margarita de la Torre, obtuvimos un tubo con esos
fascinantes parásitos. Interesados como estábamos en el efecto de una lectina, la
concanavalina A, sobre las células cancerosas, añadimos ésta al cultivo amibiano y para
nuestra sorpresa, el resultado fue aglutinación masiva de las amibas; no la formación de
discretos cúmulos, como en el caso de las células tumorales, sino la producción de
grandes aglomerados visibles macroscópicamente. Desde entonces, las amibas se
convirtieron en residentes perpetuos de nuestro laboratorio. Acudimos nuevamente a
Margarita de la Torre y analizamos cuanta cepa tenía disponible, con la colaboración de
Arturo González. A la sorpresa inicial de la aglutinación masiva de una cepa patógena,
siguió otra, igualmente interesante; las cepas provenientes de portadores asintomáticos
presentaron muy escasa aglutinación. La comunicación de estos resultados, aparecida en
1973 en la revista Nature, mostró por vez primera la posibilidad de distinguir, en el
laboratorio, diferencias entre cepas invasoras y cepas provenientes de portadores. Los
resultados mencionados fueron corroborados por diversos investigadores en Canadá,
India y Holanda.

Las causas de la diferente susceptibilidad a aglutinar en presencia de la lectina parece


radicar en diferencias en el número de receptores de superficie expuestos al medio.
Independientemente de la explicación bioquímica del fenómeno, el interés de la
observación radicó en demostrar la existencia de diferencias en propiedades de superficie
entre cepas patógenas y no patógenas. A la demostración de la diferente susceptibilidad a
la aglutinación, siguió la comprobación de la mayor eficiencia en la incorporación de
glóbulos rojos humanos —eritrofagocitosis— en cepas patógenas, realizada en
colaboración con Dorothea Trissl; el hallazgo de la modificación paralela de la virulencia
de una cepa y de su capacidad fagocítica, realizada con Esther Orozco; la demostración de
diferencias en carga eléctrica de superficie entre cepas patógenas y no patógenas,
demostrada junto con Carlos Argüello y Arturo González Robles y la diferencia en la
capacidad de dañar células. Una limitación, aún insalvable, de este tipo de estudios es la
imposibilidad de cultivar, libres de bacterias (axénicas) las amibas de portadores.
Nuestras observaciones demostraron claramente diferencias funcionales entre cepas
patógenas y no patógenas, pero los métodos no eran adecuados para un análisis
epidemiológico extenso que permitiera comprobar, en gran número de muestras, que las
amibas de portadores son diferentes de las productoras de amibiasis invasora. Se
explicaría con ello la existencia de las dos formas clínicas fundamentales de amibiasis: la
luminal, en la que los parásitos actúan como comensales sin producir daño en el huésped,
y la amibiasis invasora, que produce daños en intestino, hígado o en otros órganos.
Elsdon Dew fue el promotor de esta diferenciación clínica de gran importancia en la
práctica y que empieza ya a adquirir aceptación universal.

Peter Sargeaunt, investigador de la Escuela Londinense de Higiene y Medicina Tropical,


tuvo la feliz ocurrencia de aplicar la técnica del análisis de isoenzimas para resolver el
problema de la diferenciación entre amibas patógenas y no patógenas. Los primeros en
emplear las isoenzimas para el estudio de las amibas patógenas fueron Reeves y Bischoff
en 1968. Esta técnica detecta sutiles diferencias en algunas enzimas, basadas en la carga,
la configuración y el peso molecular de las proteínas. Las enzimas estudiadas participan
en la vía glicolítica del parásito, pero no parecen tener un papel definido en la virulencia.
Sargeaunt inició una larga serie de estudios realizados entusiastamente en Europa,
América, Asia y África. Los resultados obtenidos por él y sus colaboradores pueden
resumirse como sigue:

a) Todas las especies de amibas del intestino humano pueden ser diferenciadas por
patrones isoenzimáticos. Este resultado incluye la importante verificación de la existencia
de la E. hartmanni, antes llamada forma minuta de la E. histolytica, como especie
distintiva.

b) Más de veinte patrones isoenzimáticos de E. histolytica han sido encontrados en


cuatro continentes.

c) Las amibas cultivadas de muestras obtenidas de casos bien definidos de amibiasis


invasora (disentería amibiana o absceso hepático) se agrupan en siete diferentes patrones
de isoenzimas, caracterizados por la presencia de bandas específicas en la enzima
fosfoglucomutasa, y por bandas "rápidas" en la enzima hexoquinasa.

d) Todos los patrones restantes fueron encontrados en amibas aisladas de posibles


portadores.

Estas observaciones apoyan la hipótesis de Brumpt: la amibiasis invasora es producida


por una especie de amiba biológicamente distinta a las no patógenas que tienen
distribución cosmopolita.

Los estudios de Sargeaunt tenían dos deficiencias fundamentales: la inexplicable ausencia


de isoenzimas con patrón invasor en, al menos una proporción pequeña de portadores.
Durante varios años, todos los portadores examinados por Sargeaunt tenían isoenzimas
con patrón no patógeno; él estaba muy entusiasmado con lo "perfecto" de los resultados,
pero no había tomado en cuenta que, de ser ciertos, la amibiasis invasora no debería
existir, puesto que no habría individuos que expulsaran quistes de amibas patógenas y,
por ello, no sería posible transmitir la infección (!). Después de que le presentáramos esta
objeción, empezó —seguramente por coincidencia— a informar de la presencia de
patrones isoenzimáticos patógenos en una pequeña proporción de los portadores por él
analizados.

La segunda deficiencia de los estudios de Sargeaunt ha sido la inadecuada caracterización


clínica de los portadores. Muy recientemente, junto con Isaura Meza y sus colaboradores
hemos estudiado cultivos de portadores definidos como tales por Tanimoto, bajo los
estrictos criterios del Centro de Estudios sobre Amibiasis. Siete de los portadores
mostraron patrones no patógenos, pero en uno, tanto la fosfoglucomutasa, como la
hexoquinasa, mostraron patrón de amibas patógenas. Es claro, pues, que la mayoría de
los portadores asintomáticos albergan en su intestino amibas no virulentas, pero que una
proporción que en nuestro medio parece ser pequeña y mayor en Sudáfrica, muestra
infección asintomática con amibas patógenas y por ello diseminan quistes de parásitos
que pueden producir lesiones invasoras en otros huéspedes humanos.

Los próximos años verán, sin duda, la aplicación extensa de estudios isoenzimáticos para
la mejor comprensión de la epidemiología de la enfermedad, de la que derivarán datos
importantes para el mejor control del padecimiento. En principio, los portadores de
quistes podrían dividirse en dos grupos: aquéllos infectados con amibas patógenas
deberán ser tratados hasta erradicar las amibas, mientras que los que tengan infección
con amibas no patógenas no requerirán tratamiento. Por otro lado, la identificación y
tratamiento de sujetos infectados con amibas patógenas, en comunidades con alta
incidencia de amibiasis invasora, podría ser un nuevo medio de control de la amibiasis.

La polémica parece haberse aclarado. Brumpt tenía razón. Queda ahora a los
protozoólogos la tarea de definir si las diferentes cepas son en realidad especies
diferentes. El entusiasmo provocado por la aplicación de las nuevas y revolucionarias
técnicas de la biología celular y molecular a la parasitología médica ha relegado a la
taxonomía a un segundo plano. Es preciso, sin embargo, que este problema taxonómico,
decisivo para el conocimiento y control de una importante enfermedad, sea resuelto cabal
y totalmente.

El problema parecía aclarado, pero hace poco Mirelman, en Israel, ha logrado hacer
variar, al parecer, los patrones isoenzimáticos de amibas patógenas añadiendo o
eliminando bacterias asociadas a los cultivos amibianos. Es pronto aún para saber si esas
observaciones son artificios de laboratorio, o si, en realidad, dichos cambios ocurren en el
ser humano infectado con el protozoario cosmopolita.

La historia de la amibiasis nos ha mostrado cómo la historia toda del avance del
conocimiento científico, cómo el camino que lleva a la reducción de nuestra ignorancia
está hecho de observaciones y experimentos cuidadosos, pero, también, cómo se alarga
esa ruta por los muchos vericuetos que forman el error, la prepotencia y la ligereza de
criterio. Nos enseña, sobre todo, que en ciencia no podemos limitarnos tan solo a mirar
hacia adelante; repasar lo hecho por otros, aprender de aciertos y de errores nos pone,
de entrada, en situación de ventaja sobre los que deciden ignorar la historia.

I I I . L A A M I B A , U N A C É L U L A R U D I M E N T A R I A
P E R O T E M I B L E

EL PROTOZOARIO Entamoeba histolytica es una de las más primitivas células eucariontes. La


forma móvil, o trofozoíto, se diferencia de los procariontes —como las bacterias,
organismos sin núcleo, con organización citoplásmica mal definida, genoma pequeño y
superficie celular estratificada— por tener núcleo organizado, genoma complejo y
superficie constituida por una sola membrana plasmática. Si bien estas últimas son
características de los eucariontes, las amibas se distinguen también de éstos por su
organización citoplásmica rudimentaria y división nuclear sin cromosomas evidentes. Nos
encontramos pues ante un eucarionte rudimentario.

La actividad dinámica y el pleomorfismo de los trofozoítos están basados en una


configuración citoplásmica más fácil de definir por sus carencias que por sus semejanzas,
en comparación a las células eucariónticas típicas. Así, las amibas no tienen citoesqueleto
estructurado (el sistema de delicados microfilamentos y microtúbulos responsable del
mantenimiento de la forma y la movilidad de las células eucariónticas); no disponen
tampoco de un sistema membranal equivalente al complejo de Golgi y al retículo
endoplásmico (sistemas encargados de la síntesis, movilización, empaquetamiento y
liberación de proteínas y glucoproteínas); las mitocondrias (productoras de compuestos
ricos en energía, necesarios para el metabolismo de las células eucariontes) brillan por su
ausencia en las amibas y, finalmente, éstas carecen de un sistema de lisosomas primarios
y secundarios (organillos celulares encargados de la degradación de componentes intra o
extracelulares de los eucariontes típicos).

LA AMIBA: PEQUEÑA PERO TEMIBLE

A pesar de esta simplicidad —o gracias a ella— estos pequeños protozoarios, apenas


cuatro o cinco veces mayores que un glóbulo rojo; extremadamente frágiles y sumamente
sensibles a cambios de temperatura, son capaces de colonizar el intestino grueso de una
buena proporción de la población mundial. Además, bajo circunstancias que aún no
conocemos, pueden invadir la mucosa intestinal y, eventualmente, destruir todos los
tejidos del cuerpo humano; desde los recubrimientos epiteliales y los órganos sólidos,
hasta tejidos como el cartílago y el hueso. Al mismo tiempo, el parásito invasor evade
exitosamente los mecanismos moleculares y celulares de defensa del huésped humano y
encuentra las condiciones necesarias para su multiplicación. En esos casos, a menos de
que sean eliminadas por drogas eficientes, las frágiles amibas continuarán su efecto
destructor, hasta que el huésped muera, junto con los parásitos. Los trofozoítos tienen
capacidad invasora, pero no logran sobrevivir fuera del organismo humano, por lo que no
tienen capacidad de transmitir la enfermedad. Por ello, una infección invasora es, desde el
punto de vista biológico, un suicidio colectivo para las amibas.

Como parte del interés renovado en la biología de las enfermedades parasitarias, y


gracias a la disponibilidad de cultivos axénicos, esto es, cultivos en los que las amibas
crecen sin asociación con bacterias o con otros protozoarios, numerosos laboratorios han
analizado amibas bajo el microscopio electrónico, han desmenuzado al parásito en
múltiples fracciones para caracterizar sus componentes químicos y han estudiado la
naturaleza de sus componentes antigénicos.

Esta actividad febril ha producido, hasta ahora, resultados que podemos calificar de
discretos. Los neófitos en la experimentación con amibas deben superar —en ocasiones
sólo lo intentan infructuosamente— algunos de los siguientes problemas:

La aparente simplicidad estructural de la organización citoplásmica de las amibas hace


que el sólido conocimiento de que disponemos sobre la biología celular de eucariontes
típicos sea casi inutilizable para la comprensión de la biología del parásito; los
componentes amibianos aislados se degradan por sus componentes proteasas; algunas
moléculas del suero se adsorben a la superficie de las células y complican por ello la
caracterización bioquímica; la fragilidad de las amibas limita de forma sensible su
manipulación y, finalmente, los cultivos son muy susceptibles a variaciones en los
componentes del medio de cultivo.

La consecuencia de esos problemas es que a pesar de haber transcurrido una década de


estudios intensos, el conocimiento de la biología celular del parásito es todavía incipiente.
No se han explorado las bases moleculares y celulares de procesos como la diferenciación
de trofozoíto a quiste, el cambio de comensal inocuo a invasor dañino, los mecanismos de
evasión de la respuesta inmune del huésped y los cambios celulares que ocurren durante
la división nuclear. Sin embargo, la información adquirida durante la última década nos
permite, no tan sólo tener idea más precisa de la estructura, organización y funciones del
parásito, sino también empezar a comprender mejor la amibiasis.

Así como la organización del citoplasma es sencilla, el ciclo de vida de la Entamoeba


histolytica es igualmente simple. Los trofozoítos viven, se alimentan y se multiplican en el
intestino grueso del hombre, actuando como respetuosos comensales; se diferencian en
quistes al cubrirse con gruesa y resistente pared, misma que les permite sobrevivir en el
exterior. Cuando una persona ingiere alimentos o agua contaminados con quistes, éstos
penetran al tubo digestivo y al llegar al colon se liberan de la pared quística para adoptar
de nueva cuenta la forma de trofozoíto. No se requieren huéspedes intermediarios y, al
parecer, el único huésped definitivo es el ser humano (Figuras 9, 10).

Figura 9. Fotomicrografía electrónica de barrido de quistes de Entamoeba histolytica.

Figura 10. Esquema simplificado del ciclo de vida de la Entamoeba histolytica.

La simplicidad estructural resalta al examinar trofozoítos con el microscopio de luz, ya sea


de parásitos obtenidos de pacientes con disentería, o bien de amibas cultivadas. En los
parásitos teñidos con colorantes, destacan, sobre todo, el núcleo y numerosas vacuolas
citoplásmicas. El núcleo, en cambio, no es aparente en amibas vivas examinadas sin
teñir; en estas condiciones son la movilidad de las células y la formación de
prolongaciones o seudópodos de apariencia lisa y homogénea, lo que se aprecia al
examen microscópico.

RETRATO HABLADO DEL AGRESOR

La movilidad de los componentes citoplásmicos de la amiba, su desplazamiento


relativamente rápido sobre el substrato, la explosiva formación de seudópodos y la voraz
capacidad de ingerir partículas y células de todo tipo que se encuentren en su camino,
constituyen los atributos más llamativos de las amibas patógenas al escudriñarlas bajo el
microscopio. Ese conjunto de funciones, dependientes todas de la movilidad del parásito,
ha estimulado el estudio de los componentes moleculares responsables de la notable
actividad dinámica. Bajo el microscopio electrónico, la simplicidad estructural de las
amibas (Figura 11) se refleja en la ausencia de microfilamentos y microtúbulos; en
regiones como los seudópodos o las zonas de fagocitosis, donde se concentra la actina —
proteína contráctil presente en todas las células animales— el examen ultramicroscópico
sólo muestra ausencia de vacuolas y, cuando las condiciones de fijación son adecuadas, la
concentración en esas áreas de material fibrogranular. Ha sido motivo de sorpresa y
frustración a la vez, averiguar la falta de organización estructural de las proteínas
contráctiles de una de las células dotadas de mayor movilidad y plasticidad.

Figura 11. Fotomicrografía electrónica de transmisión de un trofozoíto de Entamoeba histolytica.

Los filamentos estructurados, fácilmente visibles en las células eucariónticas mejor


desarrolladas, sólo aparecen excepcionalmente en las amibas; la actina de éstas ha sido
caracterizada bioquímicamente hasta hace poco por Meza y colaboradores. Han
encontrado que, en general, esta proteína es semejante a la actina de otros eucariontes,
excepto por variaciones pequeñas en la composición de polipéptidos; la actina amibiana
tiene propiedades que la diferencian de la mayoría de las actinas y la hacen
particularmente interesante en estudios de movilidad en eucariontes.

Desconocemos la naturaleza de otras moléculas que seguramente intervienen en el


movimiento de las amibas; asimismo, ignoramos los mecanismos que disparan en un
momento dado la acumulación de moléculas contráctiles en una región de la célula y
determinan el resultado como la formación de un seudópodo, requerido para la traslación,
o de regiones especializadas de la superficie celular que permiten la captación de material
extracelular hacia el citoplasma amibiano, durante el proceso de fagocitosis. Estos
procesos, en apariencia simples, requieren en realidad la sucesión de fenómenos tales
como: reconocimiento en la membrana plasmática, paso de la señal recibida en la
superficie al citoplasma, acumulación y polimerización focal de moléculas contráctiles,
contracción de estas últimas en forma coordinada y con direccionalidad específica y, por
último, vuelta a la organización citoplásmica local previa a la realización del fenómeno.

Figura 12. Fotomicrografía electrónica de barrido de amibas patógenas en cultivo.

Además de la movilidad, es el pleomorfismo de las amibas una de las características más


llamativas del parásito. Ninguna técnica muestra mejor esta variación en la forma que la
microscopía electrónica de barrido (Figura 12). Con ella, se aprecian diferencias no
solamente entre especies, sino también, entre amibas de la misma especie. La siempre
cambiante superficie amibiana puede presentar seudópodos, estomas de fagocitosis,
prolongaciones filiformes que las unen al substrato, y un uroide o extremo caudal. La
superficie basal de los trofozoítos en contacto con células blanco, a través de la cual se
realiza tanto la adhesión como la lisis de estas últimas, no muestra diferenciaciones
notables, excepto por la presencia de filópodos cortos en el margen externo del parásito,
posiblemente involucrados en la adhesión. La microscopía electrónica de barrido podrá, tal
vez, ofrecer información valiosa respecto a las diferencias estructurales entre amibas
patógenas y no patógenas; la imposibilidad de cultivar en condiciones axénicas amibas de
portadores asintomáticos ha retrasado ese estudio, de posible utilidad taxonómica.

LAS AMIBAS SE ADHIEREN

La ingestión de células o de material particulado por las amibas se inicia con el fenómeno
de adhesión (Figura 13). Los trofozoítos se adhieren a casi todas las células en cultivo y a
la gran mayoría de los substratos naturales o inertes empleados, entre los que se cuentan
plástico, vidrio, colágena y albúmina. La adhesión a un substrato plano provoca
modificación en la forma de las células, en lo que parece un intento fallido de ingerir al
substrato; se forma en las regiones de adhesión una banda de material fibrogranular, rico
en actina; drogas como la citocalasina B, que alteran la polimerización de las moléculas
de actina, interfieren considerablemente con el fenómeno de adhesión, que tampoco
puede llevarse a cabo en frío. Al parecer, la adhesión involucra tanto mecanismos
inespecíficos como específicos. Los primeros intervienen en la adhesión a superficies
inertes, mientras que los segundos participan en la adhesión de las amibas a células del
huésped, a través de la interacción de moléculas presentes tanto en la superficie del
parásito como en las células del huésped. A diferencia de las bacterias productoras de
alteraciones de la mucosa intestinal en las que ciertas moléculas, al facilitar la adhesión —
adhesinas— determinan en buena parte la virulencia de esos organismos, en las amibas
no parece haber diferencias en la capacidad de adhesión en cepas con virulencia
diferente. Los estudios bioquímicos han mostrado la existencia de una lectina amibiana, o
sea, una proteína que reconoce carbohidratos específicos en la superficie de las células
blanco; ésta, sin embargo, es la misma y se encuentra en concentraciones iguales en
amibas patógenas y no patógenas.

Figura 13. Una amiba en contacto con una célula epitelial, vista con el microscopio electrónico de
transmisión.

LAS AMIBAS INGIEREN

Una excelente forma de analizar tanto la adhesión como la fagocitosis (Figura 14) de las
amibas patógenas, es ponerlas en contacto con glóbulos rojos humanos. Es bien sabido
que, en el laboratorio clínico, la prueba más contundente de la culpabilidad amibiana en
un caso de disentería es la presencia de amibas hematófagas en heces, es decir, amibas
que han ingerido glóbulos rojos del huésped a través del fenómeno de fagocitosis. Se
trata de un modelo experimental muy sencillo pero útil para comprender algunas de las
funciones de las que depende la acción patógena del protozoario. Al entrar en contacto
con los glóbulos rojos, algunos son internalizados sin dilación, pero otros muchos forman
cúmulos en el extremo posterior de la amiba, posiblemente como resultado de la
liberación de la lectina amibiana. No parece haber un sitio específico en el que se lleve a
cabo la ingestión; cualquier región de la superficie de la amiba puede, en un momento
dado, formar un estoma (boca) de fagocitosis e iniciar el proceso de ingestión de
eritrocitos. Otras células fagocíticas, tales como los glóbulos blancos (leucocitos
polimorfonucleares) y los macrófagos, realizan la fagocitosis a través de la formación de
grandes prolongaciones citoplásmicas que rodean a la célula por ingerir hasta envolverla
por completo; al tocarse los bordes de las prolongaciones la célula queda en el interior del
fagocito. En cambio, en el caso de las amibas patógenas, la fagocitosis ocurre mediante
un curioso fenómeno de succión: las células, en el caso que comentamos los glóbulos
rojos, entran por succión al interior de la amiba a través de estrechos canales, lo que
produce una deformación considerable de la célula blanco durante la ingestión. En
ocasiones, las amibas succionan toda una célula; en otra, es sólo una porción la que es
fagocitada; en este último caso, al cerrarse el canal la célula blanco se rompe, por lo que
queda una porción dentro y permanece fuera el resto.

Figura 14. Una amiba fagocitando simultáneamiente media docena de células epiteliales, vistas al
microscopio electrónico de barrido.

UN VISTAZO BIOQUÍMICO A LAS AMIBAS

Ya hemos mencionado que la fagocitosis debe, necesariamente, llevarse a cabo por


concentración y ordenación de moléculas contráctiles, entre ellas la actina, pero que nada
sabemos sobre los mecanismos que regulan el fenómeno, del que, como veremos más
adelante, depende en buena medida la virulencia de las amibas patógenas.

La superficie de las amibas contiene una membrana plasmática, con la clásica apariencia
trilaminar, pero más gruesa que las membranas plasmáticas de mamíferos. Los lípidos
que la constituyen son también diferentes cualitativa y cuantitativamente de los presentes
en células de mamífero, lo que podría explicar dos propiedades coexistentes y
aparentemente contradictorias: la gran plasticidad y la notable estabilidad de las
membranas amibianas. Además, esa composición peculiar podría hacer que las amibas
sean más resistentes a la acción tanto de la enzimas del tubo digestivo, como de las que
libera el parásito para producir la muerte de las células que destruye, cuando deja de ser
plácido comensal.

La mayor parte de las proteínas de la membrana plasmática son glucoproteínas; de ellas


se han podido diferenciar más de una docena. Los carbohidratos de superficie forman una
delicada cubierta de superficie, visible en el microscopio electrónico de transmisión. Esta
técnica nos permitió revelar la propiedad de las amibas de dejar una capa fina de esa
cubierta superficial a medida que se desplaza sobre un substrato; esa huella azucarada
del paso de los trofozoítos llega a cubrir totalmente la superficie de los recipientes en los
que se multiplica el parásito, a manera de finísimo tapete o microexudado. Esta es, tal
vez, una de las argucias de las que echa mano el parásito para evadir la respuesta
inmune del huésped, si ésta se dirige, inútilmente, hacia las trazas dejadas por el intruso
más que hacia el invasor mismo.
Nuestros parásitos en cuestión no sólo pueden confundir al huésped dejando estelas a su
paso, sino también movilizando rápidamente los inoportunos anticuerpos que lleguen
hasta su cambiante superficie. Hace ya diez años describimos, junto con Trissl, lo que
acontece cuando una molécula —la lectina concanavalina A— reacciona con la superficie
de amibas vivas. Inicialmente, las moléculas capaces de reconocer componentes de la
membrana plasmática del parásito —o ligandos— se unen uniformemente a toda la
superficie celular. La interacción despierta, al parecer, un mecanismo de movilización de
los componentes de la superficie celular de tal suerte que al cabo de pocos minutos los
agregados formados por el ligando y el receptor —o por anticuerpos con los antígenos de
membrana correspondientes— se desplazan hacia el polo posterior de la amiba y forman
un casquete (Figura 15). Una vez que las amibas concentran los agregados en un punto
de su superficie, éstos pueden ser liberados hacia el exterior, o bien pueden ser
incorporados por el parásito para su degradación posterior. Es pues un segundo posible
mecanismo de evasión de la respuesta inmune humoral.

Figura 15. Dos amibas después de haber estado en contacto con concanavalina A. Al cabo de 15
minutos la mayor parte de las moléculas se acumulan en el polo posterior de las amibas.
Fotomicrografía electrónica de transmisión.

La superficie de las amibas patógenas muestra otro fenómeno, hallado recientemente en


nuestro laboratorio. El contacto del parásito con substratos naturales, como la colágena o
la albúmina, provoca la formación y liberación de cuerpos densos. Pocas horas después de
ese contacto se concentran por debajo de la membrana plasmática abundantes cuerpos
de alta densidad a los electrones. Éstos se separan del cuerpo de la amiba mediante un
proceso que recuerda la gemación de los virus. Finalmente, los cuerpos densos pierden la
membrana que los rodea y entran en contacto con el substrato, al que aparentemente
degradan. Se trata, al parecer, de un mecanismo de liberación de compuestos amibianos,
entre los que bien pueden estar algunas de las toxinas y enzimas caracterizadas
recientemente como amibas virulentas, en lo que sería un mecanismo de concentración y
liberación de sustancias tóxicas en forma condensada. Los estudios futuros deberán
aclarar con precisión la naturaleza y significado de esta reacción de la superficie amibiana
ante la presencia de proteínas del huésped.

El metabolismo de las amibas patógenas, tal como podría esperarse, está adaptado al
ambiente bajo en oxígeno del colon humano. Los trofozoítos no son organismos
anaerobios absolutos, como se les consideraba tradicionalmente; son capaces de
consumir oxígeno a pesar de la ausencia de mitocondrias y pueden crecer en atmósferas
que contienen hasta 5% de oxígeno. Son aerobios facultativos, que además poseen
enzimas glucolíticas peculiares, sólo encontradas previamente en ciertas bacterias. Este
metabolismo peculiar puede representar una ventaja a las amibas, al permitir que el
parásito cambie de la luz intestinal, con presión baja de oxígeno, al ambiente más rico en
oxígeno que encuentra cuando invade órganos sólidos con vascularización abundante.

La principal fuente de energía del parásito son los carbohidratos. Esto ha hecho que
numerosos autores hayan considerado en el pasado que la mayor virulencia de las amibas
en ciertas poblaciones pobres se debe, precisamente, a que se nutren fundamentalmente
de carbohidratos; ello exaltaría la virulencia amibiana. Experimentalmente sólo se ha
podido comprobar a satisfacción que en la amibiasis experimental de animales de
laboratorio, la deficiencia de proteínas agrava la intensidad de las lesiones; en cambio, el
aumento en los carbohidratos de la dieta tiene efecto protector; éstas son condiciones
artificiales, que probablemente poco tienen que ver con las prevalecientes en cada ser
humano.

La glucosa entra al citoplasma mediante un proceso de transporte específico; éste


proporciona aproximadamente cien veces la cantidad de carbohidrato que el parásito
incorpora por endocitosis, es decir, por los medios inespecíficos empleados para
internalizar líquidos y partículas sólidas. El catabolismo de la glucosa difiere
considerablemente del de células de mamíferos, ya que los parásitos poseen enzimas
glucolíticas poco usuales, que suplen la carencia de mitocondrias, de citocromos y de ciclo
del ácido cítrico.

LO PEQUEÑO VISTO EN GRANDE

Visto al microscopio electrónico de transmisión, el citoplasma de las amibas aparece como


un conjunto de vacuolas dispuestas en una matriz granular. En amibas obtenidas de casos
de disentería, muchas de esas vacuolas contienen glóbulos rojos; en las amibas
provenientes de cultivos mixtos se encuentran llenas de almidón o de fragmentos de
bacterias. Así pues, parte del aparato vacuolar constituye el aparato digestivo de este
protozoario. Sin embargo, la naturaleza y función del sistema vacuolar no ha sido
explorado en detalle. En particular, se ha discutido si existen o no lisosomas en las
amibas. En células de mamífero, los lisosomas son saquitos envueltos por membrana, con
gran diversidad de potentes enzimas hidrolíticas disueltas en el interior, capaces en
conjunto de degradar todos los componentes celulares. En las amibas, en cambio, las
enzimas hidrolíticas estudiadas están asociadas a la pared interna de la membrana de las
vacuolas lisosomales.

Llama la atención la ausencia de mitondrias y de sistemas membranales, semejantes a los


que en células eucariónticas típicas integran el complejo de Golgi y el retículo
endoplásmico. En vez de ello, se pueden encontrar redes de túbulo y finas vesículas, pero
no sabemos si la función de éstos es semejante a la de su contrapartida, mejor
estructurada en células diferenciadas.

Los ribosomas —corpúsculos citoplásmicos encargados de la síntesis de proteínas— están


agrupados con frecuencia en cúmulos helicoidales; a su vez, éstos forman grandes
inclusiones cristalinas de varios micrómetros de longitud, que constituyen los cuerpos
cromatoides fácilmente visibles bajo el microscopio ordinario. Estos cúmulos ribosomales,
muy poco frecuentes en otros eucariontes, pueden ser reflejo de periodos de actividad
metabólica reducida, previa a la diferenciación de trofozoítos a quistes.

Además de los componentes mencionados, el citoplasma de las amibas muestra, al


examen ultramicroscópico, un confuso conglomerado de inclusiones de naturaleza
desconocida. Los más frecuentes y regulares son las llamadas rosetas, estudiadas por
Feria y Treviño, en las que partículas, en todo semejantes a los rabdovirus —uno de ellos
es el virus de la rabia—, rodean un agregado de material granular. Estos posibles virus,
así como otros que se han logrado identificar con cierta precisión, ocupan el papel de
huéspedes inocuos; todos los esfuerzos realizados por demostrar que alguno de los
diversos virus amibianos tienen relación con la virulencia del parásito han sido, hasta
ahora, infructuosos.

EL NÚCLEO DESCONOCIDO

Aunque casi nada se sabe acerca de la organización estructural y funcional del núcleo de
la E. histolytica, su morfología ha servido de base para la identificación de esta especie
durante muchas décadas de trabajo en los laboratorios clínicos. Los microscopistas han
puesto tal atención en estas estructuras nucleares que han llegado a analizar
componentes inexistentes, por la sencilla razón de que sus dimensiones están por debajo
del límite de resolución de la microscopía de luz; ello no impide que sigan apareciendo en
forma prominente en libros de texto y de consulta de parasitología.

El mecanismo de la división celular es uno de los fenómenos menos estudiados de la


biología del parásito; sólo conocemos con seguridad que la división nuclear se realiza sin
pérdida de la membrana nuclear. Dobell estaba en duda en 1928 sobre el origen y el
número de los cromosomas amibianos. En este asunto no hemos superado a nuestro
misántropo investigador inglés; seguimos exactamente en las mismas.

Como si la naturaleza se hubiera empeñado en hacer de la amiba una célula aberrante, la


disposición de los componentes nucleares es verdaderamente insólita. Lo que en
eucariontes típicos es cromatina periférica, rica en ADN, en las amibas representa sitios
de condensación de ARN. De la misma forma, lo que parece ser el nucleolo de las células
eucariontes, rico en ARN, en los trofozoítos es un sitio de condensación de ADN, en el
que, al parecer, se forman los cromosomas "funcionales", ya que no se diferencian
morfológicamente como tales en las amibas. La doble membrana nuclear es distinta de la
usual en eucariontes, porque posee una gran cantidad de poros nucleares, reflejo
probable de un intercambio muy activo entre núcleo y citoplasma.

Durante la división nuclear aparecen microtúbulos, únicos componentes bien definidos en


esta fase de la multiplicación celular. Por último, con gran frecuencia se observan en el
núcleo los cuerpos birrefringentes que llamaran la atención de Lesh hace más de cien
años y de los cuales sabemos tanto como el famoso ruso, es decir, nada, aparte de que
existen.

Uno de los secretos más celosamente guardados de la amibiasis es que el ciclo de vida de
la E. histolytica en el ser humano no ha sido estudiado, ya que el único análisis detallado
sobre el tema fue llevado a cabo por Dobell, en 1928, mediante cultivos de una cepa
amibiana obtenida de un mono. Nada ha sido añadido a la descripción de Dobell; él
analizó el ciclo de vida con base en cuatro formas sucesivas: el trofozoíto, el prequiste, el
quiste y la amiba metacística. Los trofozoítos se multiplican en la luz intestinal por división
binaria y se enquistan, produciendo a su vez quistes cuadrinucleados después de dos
divisiones sucesivas del quiste uninucleado. De cada quiste maduro escapa, al parecer,
una amiba cuadrinucleada, que después de dividirse forma ocho trofozoítos uninucleados.

¡CUIDADO CON LOS QUISTES!

Uno de los campos en los que nuestra ignorancia es más evidente en relación a la biología
de la amibiasis es el proceso de diferenciación de trofozoítos a quistes. El quiste es la
forma de resistencia responsable de la transmisión de la infección; por ello es
sorprendente y frustrante considerar la poca atención dedicada al estudio de este asunto.
Buena parte de ello se debe a nuestra incapacidad para producir enquistamiento de E.
histolytica en cultivo, lo que puede lograrse con otra amiba, la E. invadens, parásito de
reptiles, entre los que, curiosamente, provoca epidemias de disentería y absceso hepático
que diezman de cuando en cuando a reptiles de zoológicos. Lo poco que sabemos del
proceso de enquistamiento ha sido estudiado en esta amiba de reptiles.

La pared de los quistes de la E. invadens, a diferencia de la de los quistes de amibas de


vida libre, constituidos principalmente de celulosa, están estructuradas a base de quitina,
tal como lo ha demostrado Arroyo-Begovich y Cárabez-Trejo. La quitina es un polímero de
acetilglucosamina comúnmente encontrado en hongos, crustáceos e insectos, pero
ausente en el hombre; por ello, la inhibición específica de las síntesis de la pared del
quiste con agentes químicos que interfieran con la formación de la pared, sin alterar el
metabolismo del huésped, podría representar un método alterno de control biológico. En
este sentido, los resultados iniciales de Avron en Israel son promisorios.

En cuanto a la fase final de la maduración de los quistes, el excistamiento o salida de las


amibas del quiste maduro, nada se sabe excepto por la descripción morfológica del
proceso hecha por algunos microscopistas acuciosos.

En conclusión, los diez últimos años han sido testigos de una verdadera explosión en el
conocimiento de la biología de la E. histolytica. Algunos de esos resultados han servido
para aclarar temas básicos de la epidemiología de la enfermedad, como la diferenciación
entre cepas patógenas y no patógenas; otros han mejorado la comprensión del parásito
como un eucarionte rudimentario en su organización, pero eficaz en su capacidad de
sobrevivir.

La amibiasis, enfermedad que a fin de cuentas padecen sobre todo los pobres, había sido
relegada al olvido y, con ella, las amibas que la producen. Ese inusual parásito ha
resultado ser una célula excepcionalmente interesante; al mismo tiempo que el biólogo
celular indaga su estructura, su metabolismo y su funcionamiento, aprende no sólo
nuevos hechos que permiten comprender mejor la enfermedad, sino que descubre
asimismo el misterio de una nueva y más primitiva organización celular eucarióntica, que
permite abordar con precisión el estudio de procesos celulares fundamentales, como la
movilidad celular y la fagocitosis.

I V . L O S M E C A N I S M O S D E A G R E S I Ó N

LAS SEMILLAS DEL MAL

LA CAPACIDAD de un microorganismo para producir enfermedad en el ser humano depende


de tres factores primordiales. En primer lugar, el parásito debe propagarse de un huésped
a otro; es ésta la propiedad de comunicabilidad. Debe, en segundo término, tener la
habilidad de invadir el organismo huésped; ello implica la presencia de un conjunto de
factores que determinan la penetración del parásito, la resistencia de éste a los
mecanismos de defensa del huésped, así como la posibilidad de sobrevivir y multiplicarse
en el seno de los tejidos invadidos. El tercero de los factores requeridos para que un
agente produzca enfermedad es su capacidad de dañar los tejidos del organismo que
invade. No basta, pues, que un microorganismo produzca daño; debe contar con un
medio eficaz para propagarse de un huésped a otro; debe poder colonizar, invadir y ser
inmune a la respuesta inmune del huésped; encontrar en él los medios requeridos para su
supervivencia y, por último, producir lesión en el huésped.

La notoria capacidad de la Entamoeba histolytica de producir daño extenso en los tejidos


del ser humano durante el transcurso de la amibiasis invasora ha sido bien conocida por
largo tiempo. Recordemos tan sólo las vastas lesiones encontradas en la colitis amibiana
fulminante, en las que casi la totalidad de la mucosa del intestino grueso se encuentra
alterada, o bien los grandes abscesos hepáticos amibianos, que llegan a destruir buena
parte del órgano (Figuras 16 y 17).

Figura 16. Lesiones intestinales producidas en humanos por la Entamoeba histolytica. (Cortesía del
doctor Ruy Pérez Tamayo.)

Figura 17. Abscesos hepáticos amibianos. (Cortesía del doctor Ruy Pérez Tamayo.)

Por algo, según vimos en el primer capitulo, Schaudinn decidió llamar a la amiba
histolítica, es decir, productora de lisis de tejidos; el gran acierto de la denominación de
Schaudinn ha hecho que desde 1903 esta amiba "en su nombre lleve la fama".
Fue esto, sin embargo, lo único que durante largo tiempo hicieron los investigadores en
relación al problema de determinar la capacidad patógena de la amiba: adjudicarle un
nombre descriptivo.

LAS ARMAS DEL AGRESOR

Tal vez sea el conocimiento de los mecanismos de agresión de la amiba histolítica el


campo más explorado de la amibiasis experimental durante los últimos diez años. El tema
interesa por igual a los biólogos celulares, quienes indagan las moléculas y los procesos
celulares involucrados en el efecto citopático, a los inmunólogos, atraídos por el reto de
descubrir los medios de que se valen las amibas patógenas para burlar las defensas del
huésped, a los patólogos, que analizan en animales de experimentación o en material de
biopsias y necropsias de casos de amibiasis invasora, las complejas interacciones
celulares que dan por resultado la necrosis de un tejido invadido por las amibas. Del
concurso de todas las observaciones ha emergido en años recientes una idea, cada vez
más precisa, de la complejidad del fenómeno de la patogenia de la amibiasis.

Durante casi medio siglo, el conocimiento de la patogenia de la amibiasis se estancó,


adormilado por falsos dogmas que satisfacían la escasa curiosidad de contados
investigadores interesados en esta "Cenicienta" de las enfermedades parasitarias. Se
aceptaba, sin discusión, la capacidad de las amibas de destruir al huésped infectado en la
ausencia de respuesta inmune: no hay inflamación, se decía; "las amibas liberan enzimas
—no importaba mucho cuáles, ni el hecho de que no hubieran demostrado— capaces de
destruir los tejidos que invaden; al mismo tiempo se multiplican y cada generación de
amibas resultante renueva la necesidad nunca satisfecha de alimentarse a expensas del
huésped".

¿Cómo era posible que un microorganismo, sin duda poseedor de antígenos diferentes a
los del organismo humano, no despertara reacción inflamatoria alguna? ¿Cuáles son las
supuestas enzimas, que lo mismo destruyen tejidos epiteliales que armazones
conjuntivos? ¿Cómo vence la frágil amiba la formidable muralla de la mucosa intestinal y
la compleja estrategia defensiva de células y moléculas encargadas de la inmunidad local?
¿Por qué es sólo el hombre y no otros mamíferos, víctima frecuente de la actividad
agresora de la amiba?

Estas y muchas otras preguntas de interés para el conocimiento de la amibiasis invasora


languidecieron durante décadas. Sin duda, el hecho más importante, responsable del
resurgimiento de dicho interés, fue la obtención de un procedimiento para el cultivo de
amibas libres de bacterias ideado por Diamond en 1961 (Figura 18) que permitió analizar
el parásito sin ningún otro microorganismo asociado y emplearlo en intentos de reproducir
la enfermedad humana en animales de experimentación. Hasta entonces, el
experimentador se veía obligado a emplear muestras que, más que amibas, contenían,
sobre todo, sinnúmero de bacterias indefinidas y gran cantidad de partículas, como arroz
o glóbulos rojos, requeridas para satisfacer el voraz apetito de los minúsculos predadores.
Figura 18. Retrato del doctor Louis Diamond.

Estas mezclas malolientes eran inyectadas en el intestino o en el hígado de sufridos


roedores, al cabo de semanas o meses se extraían los órganos afectados para que, a
través del examen histopatológico de esas lesiones, el experimentador diera rienda suelta
a su imaginación y describiera, a partir de los restos de la batalla, los prolegómenos y el
desarrollo de la confrontación entre las amibas y su caldo, por un lado, y las defensas del
roedor en cuestión, por otro. Mal parados quedaban en esos análisis postreros los
defensores, los leucocitos, a los que se les adjudicaba la culpabilidad de no haber siquiera
advertido la llegada de los protozoarios intrusos.

El cultivo axénico cambió el panorama y dotó al experimentador de condiciones


adecuadas para analizar el efecto devastador de las amibas patógenas, tanto en modelos
de laboratorio, in vitro, como en modelos animales en los que ahora solamente se
inoculan amibas.

Los sistemas in vitro han confrontado amibas patógenas con células humanas libres como
glóbulos rojos, leucocitos polimorfonucleares y macrófagos, o bien con células
fibroblásticas o epiteliales de mamífero, a los que se les añaden los parásitos. El tiempo
de experimentación se reduce drásticamente en estos sistemas; la acción letal de las
amibas se estudia, no en semanas o meses, como era tradicional en los modelos de
animales de experimentación, sino en horas o aún en minutos.

A continuación se relata en forma resumida, la secuencia —no siempre uniforme, pues la


amiba no sabe de formalismos— del efecto lítico de la amiba cuando se pone en contacto
con células de mamífero.

EL BESO DE LA MUERTE

El paso primero es la adhesión de los trofozoítos a las células blanco. La superficie de


unos y otras entra en estrecho contacto sin llegar no obstante a la fusión de las
membranas plasmáticas en interacción. A diferencia de lo que piensan muchos
investigadores de mente molecular, pero de ignorancia microscópica —porque nunca
observan al microscopio las células que estudian— el contacto no debe necesariamente
ser prolongado. La microcinematografía revela cómo las amibas tocan a sus víctimas pero
no se aferran a ellas; es el efecto que llaman los anglosajones de hit and run, "golpear y
huir". Hay consenso general de que ese contacto estrecho, aunque fugaz, es necesario;
de no ocurrir, no se inicia la fase siguiente, la del daño de la célula blanco. Esto significa
que, o bien las amibas patógenas no liberan al medio los componentes que afectan las
células, o estas toxinas son inactivadas rápidamente en el medio extracelular; se
requerirá por ello contacto estrecho para crear un espacio cerrado en el que las toxinas
amibianas se concentren y ejerzan su acción lítica, libres ya del efecto neutralizador o
diluyente del líquido extracelular.

Movidos por la moda, sin duda plausible en su intento de interpretar toda relación entre
parásito y huésped en términos moleculares, varios investigadores han buscado
afanosamente compuestos amibianos que faciliten la adhesión. Se han descrito lectinas en
la superficie de las amibas y se ha demostrado que al añadir azúcares específicos (si bien
en concentraciones tales que más que endulzar el medio lo que se hace es convertirlo en
verdadero jarabe) se impide la adhesión y se elimina parcialmente el efecto citopático.
Seguramente existen ciertos mecanismos de reconocimiento molecular que facilitan la
interacción entre parásitos y células víctimas, pero parece lógico pensar que la adhesión
amibiana no es un fenómeno puramente químico que depende de la interacción de una
especie molecular con otra.

Al cabo de pocos minutos, después del contacto con las amibas, las células blanco
empiezan a dar señales de alteración; las delicadas microvellosidades que recubren la
porción externa de las células epiteliales desaparecen o se engruesan grotescamente y las
zonas de contacto entre células vecinas, o uniones celulares, pierden cohesión. Las capas
celulares empiezan a fragmentarse; al retraerse las células individuales, se crean espacios
cada vez mayores entre las células. Este daño incipiente sólo puede ser demostrado
mediante microscopía electrónica o registros electrofisiológicos que analizan la estructura
o la integridad funcional, respectivamente, de la superficie de las células empleadas como
blanco de los parásitos. La microscopía electrónica de barrido muestra con claridad las
deformaciones morfológicas de las microvellosidades de la superficie epitelial y la pérdida
de continuidad de las monocapas celulares como resultado de la apertura de las uniones
celulares (Figura 19). A su vez, la resistencia al paso de la corriente eléctrica de un lado a
otro de la monocapa en cultivo, índice fiel de la integridad de la capa celular, se abate casi
por completo, tan sólo cinco minutos después del inicio del enfrentamiento entre amibas
patógenas y células epiteliales. Aun cuando no se han identificado con seguridad las
moléculas responsables de las alteraciones descritas, existe, sin embargo, la posibilidad
de que intervenga en el daño una proteína liberada por la amiba, llamada proteína
formadora de poros, descubierta simultáneamente en la Universidad Rockefeller y en el
Instituto Weizmann de Israel, en 1981. Dicha proteína tiene la particularidad de insertarse
en las membranas de las células blanco y crear canales a través de los cuales entran y
salen los iones, lo que rompe el gradiente iónico entre citoplasma y núcleo, requerido
para funciones vitales de las células. No hay duda del interés del hallazgo de la proteína
formadora de poros, o amiboporo, pero su papel en la génesis de las lesiones amibianas
no ha sido demostrado; por ello, y por el hecho de que el efecto citopático es, como
veremos, multifactorial, los intentos de reducir la amibiasis invasora a una enfermedad
producida por la liberación de esa proteína resultan, en el mejor de los casos, ingenuos.
Figura 19. Región de contacto entre una amiba y una célula epitelial. En la porción superior ha
penetrado parcialmente un colorante en la célula epitelial, a consecuencia de una lesión en la
membrana plasmática.

El daño a las células blanco continúa progresivamente hasta llegar a producir


degeneración del núcleo y del citoplasma y pérdida de la continuidad de la membrana
plasmática; las células se redondean, se despegan del substrato y mueren (Figura 20).
Además del efecto de la proteína formadora de poros, la lisis celular puede ser producida
por la acción de proteasas, glucosidasas y toxinas amibianas descritas por numerosos
investigadores en años recientes. Cada grupo proclama la preminencia de la toxina o de la
enzima descrita por ellos; no es remoto que, a fin de cuentas, todos tengan razón, y la
acción patógena de las amibas, después del contacto, se lleve a cabo por liberación de
más de una toxina y más de una enzima.

Figura 20. Fagocitosis de una célula epitelial muerta por un trofozoíto de Entamoeba histolytica.

Lo que hemos calificado de ignorancia microscópica ha hecho que los investigadores


moleculares se olviden de la necesidad de tomar en cuenta la posible participación de
fenómenos mecánicos en la realización del efecto citopático de las amibas patógenas. Las
evidencias morfológicas muestran, sin embargo, que la movilidad de las amibas, al
desplazar células alteradas e invadir activamente resquicios intercelulares, contribuye a la
destrucción de las capas celulares. A ello se unen dos fenómenos, también dependientes
de la motilidad del parásito: uno es el pinzamiento por parte de la amiba de pequeñas
porciones de la célula blanco, seguido de la retracción del parásito; esto crea una solución
de continuidad en la superficie y el inicio de la muerte de la célula. El otro proceso, la
fagocitosis, ya ha sido mencionado anteriormente; las amibas incorporan al citoplasma,
mediante succión, células generalmente dañadas previamente por contacto con el
parásito.

La fase final del efecto citopático es la degradación intracelular de las células o del
material extracelular ingerido. La fagocitosis juega un papel crucial en la realización de
ese efecto citopático. Además de las pruebas citológicas, casi palpables, de la existencia
de este fenómeno, Esther Orozco ha logrado demostrar cómo las variaciones en la
virulencia de una cepa amibiana van acompañadas de modificaciones concomitantes en su
fagocitosis; si se eliminan de una población heterogénea los elementos más fagocíticos,
disminuye la virulencia; si, por el contrario, se recupera la virulencia de una cepa a través
de pases sucesivos por el hígado de animales, el resultado será, junto con el incremento
en la virulencia, el aumento en la capacidad fagocítica de esa cepa.

Así pues, las voraces amibas destruyen las células en sistemas in vitro por una
combinación de factores que incluyen la lisis por contacto, la fagocitosis y la degradación
intracelular; el resultado es la total destrucción del cultivo. A esto se aúna la capacidad de
las amibas para liberar enzimas como la colagenasa, descrita por Lourdes Muñoz; al
actuar esta enzima sobre la matriz conjuntiva de los tejidos, permite seguramente la
invasión del parásito a través de los componentes extracelulares.

Recordemos que la acción patógena de un microorganismo no depende tan sólo de su


capacidad para liberar moléculas que dañen las células del huésped o debiliten el tejido
conjuntivo que mantiene la cohesión de los tejidos; debe, también, ser capaz de eliminar,
o al menos atenuar, los efectos de las defensas del huésped. Este aspecto crucial de la
interrelación huésped-parásito había sido muy poco estudiado. Se aceptaba, simplemente,
que las amibas despertaban muy poca reacción inmunológica en el huésped; si acaso, se
mencionaba la producción de anticuerpos ineficientes; prevalecía el dogma de la total
ausencia de inflamación en la amibiasis invasora.

La experimentación in vitro dio información de gran interés para comprender los medios
de los que se valen las amibas patógenas para reducir la eficacia de la reacción molecular
y celular despertada por la presencia del invasor en los tejidos. del organismo humano. Se
sabe ahora que las amibas son capaces de contender exitosamente con leucocitos
polimorfonucleares y con macrófagos. En este asunto es particularmente difícil realizar en
el laboratorio experimentos que tengan relevancia para la situación presente en la
amibiasis invasora. ¿Cómo remedar la confrontación entre leucocitos y amibas?; sobre
todo, ¿cuáles son las proporciones que se presentan durante el inicio de las lesiones?
Sabemos ahora que una sola amiba patógena es capaz de eliminar varios cientos de
polimorfonucleares; esa sola amiba puede producir la muerte de cerca de un centenar de
macrófagos activados; es difícil decidir si la proporción es la correcta; en todo caso las
observaciones atestiguan la formidable capacidad de las amibas para resistir y vencer las
defensas celulares del organismo.

Estos parásitos han logrado también, a través de largo periodo de selección, adoptar
mecanismos que les permiten evadir componentes moleculares de la reacción de defensa;
las amibas patógenas resisten concentraciones elevadas de complemento o bien
desarrollan gradualmente resistencia al mismo y, por otro lado, son capaces, como hemos
visto anteriormente, de movilizar los complejos antígeno-anticuerpo localizados en la
superficie del parásito, además de eliminar antígenos solubles que pueden realizar una
labor de "distracción" al actuar sobre ellos los anticuerpos producidos contra las amibas.

Del conjunto de estudios realizados hasta la fecha sobre la acción patógena de la amiba,
podemos concluir que se trata de un fenómeno complejo, multifactorial, no
necesariamente ordenado en una secuencia definida. No existía duda alguna de que la
amiba estuviese dotada de un armamento espeluznante capaz de desintegrar a la mayoría
de los tejidos del cuerpo humano; pero ha sido sólo en los últimos años en los que se han
empezado a conocer estas armas: moléculas agresoras y fenómenos dependientes de
movilidad —adhesión, pinzamiento, fagocitosis— que, en conjunto, hacen que nuestro
parásito tenga bien ganada la fama de su nombre.

Una cuestión relevante, aún no resuelta, es el aumento en la virulencia de las amibas


producida por asociación con bacterias no patógenas. Durante muchos años después de la
obtención de cultivos axénicos, se consideraban éstos como curiosidad de laboratorio,
pues se pensaba que no tenían capacidad de producir lesiones. Fue gracias a la
perseverancia de Miguel Tanimoto, en el hoy destruido Centro Médico Nacional, que se
logró demostrar la patogenicidad de estas amibas; no se requiere en forma absoluta la
asociación bacteriana para que las amibas ejerzan papel patógeno. La reiterada
observación de la ausencia de bacterias en los abscesos hepáticos amibianos no había
sido tomada en cuenta, a pesar de que indica en forma clara la virulencia de las amibas
per se. Sin duda, es difícil ser profeta en su tierra; este hallazgo ha pasado casi
desapercibido en el conocimiento de la amibiasis, pero ha sido mucho más importante que
cualquiera de las complejas caracterizaciones de moléculas amibianas a las que nos
hemos referido. Antes de que se demostrara la patogenicidad de las amibas axénicas, el
problema de la virulencia amibiana se reducía a comprender cómo eran las bacterias
capaces de impartir malévolas propiedades a las inocentes amibas; ahora sabemos que
las amibas por sí mismas dañan animales de experimentación, la asociación con las
bacterias se plantea en términos diferentes: entender por qué esta asociación exalta la
virulencia del parásito. David Mirelman, en Israel, ha abordado el problema y encuentra
que son sólo unos cuantos tipos de bacterias los que producen este aumento en la
virulencia: pero nada sabemos aún sobre el mecanismo de la inducción.

Armados de un mejor conocimiento del efecto citopático producido por los trofozoítos y
sabiendo que las amibas axénicas, por sí mismas, pueden provocar lesiones, iniciamos la
indagación de la génesis de las lesiones en el absceso hepático y la ulceración intestinal
amibiana.

Después de que Tanimoto demostró la formación de abscesos hepáticos en el hámster con


inoculación directa de amibas axénicas, Víctor Tsutsumi perfeccionó el modelo al emplear
la vía portal, más natural, como vía de inoculación. Logró la reproducción constante de
lesiones que evolucionan hacia abscesos en todo semejantes a los encontrados en las
fases finales de la amibiasis hepática en el humano. El modelo descrito ha permitido a
Tsutsumi derribar, al menos en el caso de la amibiasis experimental, el dogma de la
ausencia de reacción inflamatoria en la amibiasis invasora, y hacerlo, además, de forma
contundente. Según sus observaciones, esta reacción no sólo está presente en los
estadios iniciales del establecimiento de la lesión hepática, sino que es la misma lisis de
las células inflamatorias la que provoca la extensa destrucción del hígado. Seis horas
después de llegar las amibas al hígado, la reacción inflamatoria aguda alrededor de los
trofozoítos es notable; a este tiempo empieza ya a observarse lisis de las células
inflamatorias, ésta se acentúa rápidamente en el transcurso de las siguientes horas. Poco
tiempo después, los leucocitos muertos son sustituidos por macrófagos, que
experimentan la misma suerte que los primeros, a pesar de utilizar sus mejores tácticas
de defensa, como es la formación de empalizadas, en un vano intento por contener la
extensión de la infección. Esta inflamación granulomatosa evoluciona rápidamente hacia
la necrosis; áreas cada vez más grandes del hígado se necrosan, las lesiones confluyen
entre sí y producen al cabo de una semana uno o varios abscesos. Ignoramos si la
secuencia de eventos aquí descrita ocurre en el humano durante el desarrollo del absceso
hepático. Resulta evidente la dificultad de analizar en el humano, en el curso de los
primeros días, lo que ocurre después de la llegada al hígado.

La amibiasis intestinal experimental era el último reducto de los que consideraban a las
amibas axénicas como artificios de laboratorio, debido a que varios trabajos habían
mostrado la imposibilidad de producir lesiones ulcerativas en el intestino de animales de
laboratorio inoculados con tales parásitos. Fernando Anaya produjo esas lesiones en
hámster o en cobayo, a condición de liberar, en la medida de lo posible, a las amibas de
la influencia nociva del material intestinal normalmente presente en esos animales.
Cuando esto se lleva a cabo, las amibas producen en menos de dos días úlceras visibles
macroscópicamente en el ciego de los animales. El análisis aún inconcluso de este modelo
sugiere también la participación de las células inflamatorias en la génesis de las lesiones
intestinales.

A pesar de los grandes avances en cuanto al conocimiento de la patogenia de la amibiasis,


aún queda mucho por saber; sobre todo, si recordamos que lo ya descrito es válido sólo
para la amibiasis experimental en animales de laboratorio. Así, queda por demostrar
cuáles de los fenómenos descritos tienen realmente un papel en la formación de las
lesiones amibianas en el hombre. Creer que nuestros modelos son representativos de la
enfermedad en el hombre tranquiliza nuestras conciencias, justifica nuestro trabajo y
promueve la canalización de fondos para la investigación, pero al fin y al cabo debemos
recordar que los resultados ofrecen tan sólo una posibilidad, pendiente de demostración
final.

V . L O S E S T R A G O S D E L A S A M I B A S

LA DISTRIBUCIÓN de la infección luminal con E. histolytica estimada por la presencia de


quistes en las heces, es cosmopolita. Esas infecciones asintomáticas pueden encontrarse
en proporción que varía del 5% a más del 50% de una población determinada. Se ha
calculado que, en 1981, 480 millones de seres humanos tuvieron infección intestinal por
E. histolytica.

LA AMIBIASIS EN EL MUNDO

De la enorme población de individuos que presentan infección intestinal, solamente un


pequeño porcentaje desarrolla amibiasis invasora, manifestada generalmente por
disentería o absceso hepático. Las encuestas serológicas en busca de anticuerpos
antiamibianos, empleados para medir la proporción de la población con enfermedad
invasora presente o pasada, sugieren que aproximadamente un décimo del total de
personas infectadas, esto es, alrededor de 48 millones, presentan anualmente síntomas
de amibiasis invasora, sobre todo de disentería amibiana. A su vez, la disentería
producida por amibas es 5 a 50 veces más frecuente que el absceso hepático.
La amibiasis invasora es un importante problema médico y social en China, México, la
porción oriental de América del Sur, el sudeste y el Oeste de África, y en todo el sudeste
de Asia, incluyendo el subcontinente indio. En estas regiones, las condiciones sanitarias
inadecuadas y la presencia de cepas virulentas de amibas se combinan para sostener una
incidencia elevada de amibiasis intestinal y de absceso hepático amibiano.

Las formas potencialmente mortales de amibiasis invasora son fundamentalmente el


absceso hepático y la colitis fulminante; del 2 al 10% de las personas con absceso
hepático mueren; en cambio, la mortalidad por colitis amibiana grave es hasta del 70%.
Es probable que la amibiasis invasora produzca anualmente entre 40 000 y 110 000
muertes en el mundo. Por ello, la amibiasis ocupa, a nivel mundial, el tercer lugar como
causa de muerte en la lista de las principales enfermedades parasitarias, después del
paludismo y la esquistosomiasis.

LA AMIBIASIS Y LA POLÍTICA

Vale la pena hacer un breve paréntesis para relatar cómo, a pesar de la importancia de
esta enfermedad, expresada por el elevado número de individuos infectados, la
considerable incidencia de personas con síntomas de amibiasis invasora y la alta
mortalidad del padecimiento, las agencias internacionales de salud ignoraron a la
amibiasis durante varias décadas. Ni la Organización Mundial de la Salud (OMS), ni la
Oficina Sanitaria Panamericana mostraron, a lo largo de mucho tiempo, interés alguno no
digamos en definir medidas de control o estimular la investigación sobre la amibiasis, ni
siquiera fomentaron estudios para el mejor conocimiento de la magnitud del problema
que representa esa infección en ciertos países en desarrollo. Esa falta de interés quedó
claramente expresada cuando el Programa Especial de Entrenamiento e Investigación en
Enfermedades Tropicales de la OMS definió seis prioridades, de las que quedó excluida la
amibiasis. Ello originó un retraso considerable en el conocimiento del padecimiento,
puesto que otras agencias internacionales, fundaciones privadas y gobiernos de países
involucrados no consideraron necesario estudiar un padecimiento que la OMS había
declarado, así fuera sólo por eliminación, como no prioritario.

Las razones que explican este desinterés oficial no son del todo claras pero, al parecer,
influyó en buena medida que, para el tratamiento de las formas invasoras de la amibiasis
se cuente con una droga eficaz y relativamente inocua, el metronidazol. Sin embargo, la
práctica ha mostrado que un medicamento útil en el arsenal médico no constituye en sí
una medida de control definitiva. El Centro de Estudios sobre Amibiasis de México
presentó hace varios años un documento a la OMS en el que pedía se reconsiderara la
falta de interés de esa organización en relación a la amibiasis. Nada ocurrió durante varios
años. Sin embargo, muy recientemente, en 1984, la OMS decidió modificar esa actitud
indiferente y reunió a un grupo de investigadores interesados en la infección, entre los
que se contó al que esto relata, para revisar el estado actual de la amibiasis y recomendar
medidas de prevención. Del trabajo de ese comité ha surgido un documento, titulado "La
amibiasis y su control", publicado en 1985 en el Boletín de la OMS. Además, esa
organización ha incluido a la amibiasis dentro del programa de control de las
enfermedades diarreicas y ha iniciado el financiamiento de estudios sobre el
padecimiento. Dicho reconocimiento ha sido una de las contribuciones importantes,
aunque poco conocidas, del Centro de Estudios sobre Amibiasis. De no haber sido por la
insistencia de los médicos mexicanos, encabezados por el doctor Bernardo Sepúveda, la
amibiasis, para fines de las organizaciones de salud internacionales, seguiría siendo "la
Cenicienta" de las enfermedades parasitarias.

LOS COSTOS SOCIALES


Además de ser una enfermedad potencialmente letal, la amibiasis invasora tiene
consecuencias económicas y sociales de importancia. El absceso hepático amibiano
frecuentemente ocurre en varones adultos durante la época de mayor productividad
económica y puede requerir varias semanas de hospitalización y varios meses para lograr
la recuperación total. Onofre Muñoz ha calculado los gastos por hospitalización y
ausentismo producidos por el padecimiento en nuestro medio; éstos llegan a constituir un
porcentaje considerable de los recursos de las instituciones de salud. Existe, además, la
posibilidad no comprobada de que la infección aumente en frecuencia como resultado de
la migración de poblaciones rurales a zonas urbanas carentes de servicios, donde los
individuos están constantemente expuestos a la contaminación fecal. Por otro lado, en los
países desarrollados, a pesar de que el número de casos de amibiasis invasora es
reducido, es importante tener en cuenta al padecimiento ya que en varias ocasiones la
falta de capacidad para identificar un caso de amibiasis invasora ha resultado en la
muerte del paciente, por ejemplo, en casos de amibiasis intestinal tratados erróneamente
como colitis ulcerosa. Además, pueden encontrarse elevados índices de infección entre
ciertos grupos de inmigrantes y ocurrir brotes epidémicos en instituciones cerradas como
escuelas, cuarteles u hospitales para enfermos mentales. Por otro lado, la elevada
incidencia de amibiasis luminal entre los homosexuales de algunas ciudades
norteamericanas ha llegado en años recientes a alcanzar niveles hiperendémicos.

Vale la pena destacar, además de estas consideraciones, que existen muy pocos
padecimientos en la práctica médica que respondan tan dramáticamente al tratamiento
adecuado y que, sin embargo, si dejan de ser reconocidos y tratados adecuadamente,
pueden producir estragos y mortalidad tan considerable como la amibiasis.

V I . ¿ Q U É H A C E R ?

NO HAY duda que los medios más eficaces para erradicar la amibiasis son el aumento de
los niveles de vida y el establecimiento de condiciones sanitarias adecuadas en las
regiones en que la enfermedad prevalece. Dichas acciones requieren, sin embargo,
cambios sociales y económicos radicales de sociedades sobrepobladas y debilitadas
económicamente; en ellas la población susceptible se halla limitada por las condiciones de
pobreza e ignorancia. Por esto, los medios para la erradicación de la amibiasis,
lamentablemente, se encuentran más en cambios políticos a nivel gubernamental que en
acciones técnicas y recomendaciones explícitas al personal médico y paramédico. Las
dificultades existentes a fin de implantar un programa efectivo a corto plazo para control
de la infección son enormes y tan costosas que tal vez resulten prohibitivas; es por ello
que el control de la amibiasis ha sido considerado como una de las últimas prioridades en
programas generales para el control de las enfermedades infecciosas del hombre.

LAS AMIBAS Y LA POBREZA

La enfermedad está claramente relacionada con el grado de sanidad y el nivel


socioeconómico de una población, más que con el clima. Esto lo ha revelado el estudio
serológico de Gonzalo Gutiérrez, quien comparó la prevalencia de la amibiasis en
diferentes estratos socioeconómicos en una área endémica. En la ciudad de México, el
porcentaje de individuos con anticuerpos antiamibianos fue del 1.68% en San Ángel y de
7.52% en Nezahualcóyotl. La rectocolitis amibiana se encontró en el 13.7% de pacientes
pobres que asistían a consulta proctológica y solamente en el 0.5% de los que asistían a
la consulta privada. A su vez, el absceso hepático amibiano se encontró en 1.7 a 2.1% de
pacientes internados en hospitales generales para personas de escasos ingresos, mientras
que en los registros de pacientes hospitalizados en instituciones privadas, el absceso
hepático amibiano solamente se encontró en el 0.8%, en un estudio, mientras que, en el
otro, no se informó de caso alguno.

Como ocurre con otras mal llamadas enfermedades "tropicales", la elevada incidencia de
la amibiasis se relaciona con la pobreza, reflejada en varios aspectos de la vida de los
individuos y de las poblaciones que viven en climas cálidos; hay pobreza en el alimento,
que es escaso en cantidad y deficiente en calidad; hay pobreza en la habitación, que casi
siempre es inadecuada; hay pobreza en el conocimiento, en la educación y la cultura.
Finalmente, hay pobreza, que llega a la miseria absoluta en relación a la higiene de los
individuos, de las habitaciones y de la comunidad.

Una estimación cuidadosa de las cifras reales de morbilidad y mortalidad de la amibiasis


invasora, sobre todo en las poblaciones de nivel socioeconómico más bajo, debería ser
prioridad para las autoridades de salud en países con alta incidencia de amibiasis. De otra
forma, los países en desarrollo y las organizaciones internacionales seguirán ignorando o
minimizando el problema; las poblaciones con alto riesgo seguirán sufriendo los efectos
de una enfermedad que puede —y por ello debe— ser controlada.

La presencia de la amibiasis en forma endémica en áreas de alta prevalencia se debe


probablemente a un proceso de reinfección frecuente. Los brotes epidémicos de la
infección son poco comunes y cuando se presentan se deben al uso de agua contaminada.

El diseño y la puesta en marcha de medidas de salud pública destinadas a prevenir la


amibiasis, deberán tomar en consideración algunos de los aspectos más importantes de la
biología de la infección, que hemos revisado anteriormente. Entre ellos se incluye eliminar
la diseminación de quistes por la vía fecal-oral, para lo que se debe tener en cuenta la
sobrevida de los quistes en el ambiente, la pequeña cantidad de quistes requeridos para
producir la infección y la ausencia de huéspedes animales. El hallazgo reciente de cepas
patógenas y no patógenas de Entamoeba histolytica seguramente será de importancia
para el diseño de futuras medidas de control, pero en la actualidad desconocemos la
epidemiología y las características de transmisión diferenciales de ambos tipos de cepas.

MEDIDAS DE CONTROL

Las medidas para el control de la amibiasis deben incluir, en primer lugar, las dirigidas a
la prevención de la infección fecal-oral. En la mayoría de los casos, la transmisión de la
infección resulta probablemente de la ingestión de alimentos manipulados por individuos
con infección asintomática, los portadores de quistes. Estos pueden eliminar diariamente
millones de quistes resistentes a las condiciones ambientales durante periodos de tiempo
relativamente largos; por ello, las medidas de control deben estar dirigidas a la reducción
de la contaminación de los alimentos con heces de portadores. Teóricamente, las medidas
más efectivas son la eliminación adecuada de las materias fecales, junto con
procedimientos elementales de higiene, tales como el lavado de manos y el cepillado de
las uñas. Sin embargo, a corto plazo, estas medidas sólo tienen efecto reducido sobre la
prevalencia de la enfermedad. Los resultados de un estudio comparativo entre dos
pueblos de Egipto sirven de ejemplo. Entre 1948 y 1951 se instalaron fosas sépticas y
fuentes de agua potable en la población de Sindbis; además, se proporcionó educación
higiénica a sus habitantes. En cambio, otro pueblo, Aghour El Kubra, no recibió mejora
alguna. Después de dos años de haber introducido las medidas sanitarias, Chandler
examinó 140 personas de cada pueblo y encontró que la prevalencia de amibas y giardias
era la misma en ambos.
La dificultad para obtener una rápida disminución en la incidencia de parasitosis
intestinales transmitidas por vía fecal tiene varias explicaciones. No basta con instalar
fosas sépticas; adultos y niños rechazan el uso de un sistema que no forma parte de sus
hábitos tradicionales. Este y otros problemas culturales, como la falta de mantenimiento y
limpieza de las letrinas y de hábitos personales de higiene, reducen o anulan la eficacia de
ciertas medidas. Se trata pues de una tarea a muy largo plazo, que requiere modificación
de hábitos establecidos por largo tiempo entre las comunidades.

La protección y esterilización del agua para consumo humano es de gran importancia a fin
de prevenir la amibiasis, ya que los quistes pueden vivir días o semanas en el agua. La
desecación de las materias fecales a consecuencia de la exposición al Sol o a
temperaturas elevadas, disminuye considerablemente la viabilidad de los quistes. Estos
mueren en menos de 10 minutos en la superficie de las manos, pero permanecen viables
durante tres cuartos de hora cuando se encuentran bajo las uñas.

Con frecuencia las heces humanas son usadas como fertilizante, tambien el agua
contaminada con éstas se emplea para regar o "refrescar" verduras y frutas. Por ello es
importante lavar cuidadosamente esos alimentos con agua potable que fluya de una llave
y no con agua almacenada en un recipiente. El tratamiento con soluciones de yodo, cloro
o plata proporciona resultados variables, lo mismo que la inmersión de los vegetales en
agua caliente, vinagre o aderezo que contenga mas de 5% de ácido acético.

El costo requerido para proporcionar mejoras en la higiene de la población general es


seguramente demasiado elevado como para diseñar un programa destinado
exclusivamente al control de la amibiasis; esas medidas, sin embargo, reducen también la
morbilidad y la mortalidad producidas por otras enfermedades diarreicas. Por ello, es
probable que los programas de control no deban ser específicos para la amibiasis, sino
integrados a planes nacionales e internacionales de salubridad y control de enfermedades
infecciosas gastrointestinales.

En resumen, los métodos para la eliminación segura de las heces humanas son
probablemente las medidas preventivas más eficaces contra la amibiasis, pero su
aplicación puede tener efecto muy reducido a corto plazo. Entre los problemas más
importantes se encuentran los económicos, los técnicos, los educativos y los culturales;
deben ser abordados con medidas generales dentro de programas nacionales de atención
a la salud de países en desarrollo. Lamentablemente, hasta la actualidad la mayoría de los
países no han adoptado medidas adecuadas para el control de la amibiasis en particular, y
las infecciones intestinales en general.

¡CUIDADO CON EL AGUA!

Tanto la calidad como la cantidad de agua son importantes para la prevención de la


transmisión de la amibiasis. La pureza del agua mejora cuando se protegen las reservas
de la polución fecal y/o son tratadas para remover los quistes; igualmente importante es
la cantidad de agua que se proporciona a cada individuo de una comunidad, incluyendo
las facilidades de acceso y costo. Aun cuando el agua esté purificada, los niveles de
transmisión no se reducirán si el agua se encuentra disponible sólo en cantidades
pequeñas o si ésta es costosa en términos de tiempo o dinero. Es imposible sostener
niveles adecuados de higiene personal con agua escasa para el baño, para la elaboración
de alimentos y para el lavado de utensilios y ropa.

Deben revisarse cuidadosamente los procedimientos para la esterilización del agua, ya


sea que se empleen métodos físicos como precipitación y filtración, o químicos como la
clorinación. Esta última no es práctica para usos domésticos pues requiere
concentraciones muy elevadas de cloro, pH bajo, así como calentar el agua y prolongar
por varias horas el tiempo de contacto con el agente químico. No sólo se requiere que las
medidas de esterilización sean adecuadas, sino que el agua purificada sea, asimismo,
protegida de contaminación subsecuente una vez que se deposita en recipientes de
almacenamiento. Como medida individual, el único método seguro y práctico para
asegurar la potabilidad del agua es hervirla durante 10 minutos; ello requiere, como es
lógico, pero no siempre accesible, tener agua y el combustible requeridos.

LA HIGIENE Y LAS AMIBAS

El segundo grupo de medidas para el control de la amibiasis se relaciona con la higiene


personal y la educación para la salud. Aun cuando no se han realizado estudios para
determinar el efecto de las medidas higiénicas individuales sobre la frecuencia de la
amibiasis, se sabe el efecto de éstas en la shigelosis, infección intestinal bacteriana que
también requiere dosis infectiva pequeña y depende, como la amibiasis, de transmisión de
persona a persona. En el caso de la shigelosis se han logrado hasta ahora reducciones del
14 al 18% en el índice de diarrea como consecuencia de una mejoría en la higiene
personal y doméstica.

Dichas medidas son de gran interés por su posible eficacia y por ser menos costosas que
otras que pueden también disminuir la morbilidad de las diarreas, tales como la provisión
de agua potable y las medidas sanitarias generales. Sin embargo, se requiere aún
identificar las formas más efectivas de educación higiénica, así como la evaluación de sus
costos.

LOS ANTOJITOS CALLEJEROS

En la mayoría de los países desarrollados en los que la amibiasis es frecuente, los


vendedores ambulantes son usualmente una fuente importante de infección, ya que una
proporción elevada de la población está habituada a consumir frutas, verduras, dulces y
otros alimentos vendidos en la calle y expuestos constantemente a manos y a agua
contaminadas. El resultado de los esfuerzos por modificar estos hábitos culturales
profundamente enraizados es difícil de predecir, pero seguramente requiere afanes
publicitarios tan eficaces —y seguramente tan costosos— como los empleados por los
medios de difusión masiva para aumentar las ventas de bebidas gaseosas, bebidas
alcohólicas y cigarrillos.

Las prácticas higiénicas deben ser introducidas y reforzadas constantemente en las


escuelas, las unidades de salud y en los hogares. En las áreas endémicas, el personal de
salud deberá recibir adiestramiento mediante procedimientos diagnósticos y terapéuticos
así como participar activamente en medidas preventivas.

Y... TAMBIÉN LAS MOSCAS

Las moscas y las cucarachas pueden desempeñar un papel en la transmisión de la


amibiasis al transportar quistes mecánicamente. Sin embargo, la importancia
epidemiológica de los insectos no ha sido determinada con exactitud. Una de las pocas
epidemias de amibiasis invasora relacionada con la presencia de moscas fue estudiada por
Craig en 1916. Las tropas norteamericanas fueron concentradas un año en la frontera con
México en El Paso, Texas, en un intento —totalmente infructuoso— de capturar a Pancho
Villa. Esas tropas sufrieron una epidemia de disentería, al parecer asociada a la enorme
cantidad de moscas presentes en los campos militares, particularmente en los establos de
las compañías montadas.
A pesar de este antecedente, es posible que la importancia de la transmisión de quistes
de amibas por medio de insectos sea mínima; por ello, se ha concluido que el control de
insectos no debe ser prioridad en un programa de control de la amibiasis.

TRATARSE A TIEMPO

El blanco del tercer grupo de medidas de control está encaminado a reducir la morbilidad
y la mortalidad por amibiasis. El tratamiento médico mediante drogas antiamibianas de
los pacientes sintomáticos abrevia el curso del padecimiento y disminuye en forma
considerable el riesgo de muerte. Idealmente, la identificación y quimioterapia de los
portadores debería reducir la excreción de quistes y la contaminación subsecuente del
ambiente. En las circunstancias actuales, y con las drogas con las que se cuenta para el
control de la amibiasis luminal, el tratamiento masivo de los portadores, particularmente
en países endémicos, no solamente es difícil, sino impráctico. Por un lado, las drogas
antiamibianas luminales requieren tratamientos prolongados. Por otro, las posibilidades
de reinfección son muy altas; esto hace que el tratamiento de los portadores sea una
empresa inútil. Tal vez la detección futura de incidencias elevadas de infección con cepas
potencialmente patógenas en ciertas regiones, o la identificación de portadores que
manipulan alimentos, ya sea profesionalmente o en las familias, pueda proporcionar
mejores blancos de ataque. Mucho se ganaría, en todo caso, con el desarrollo de
amebicidas luminales efectivos en una sola dosis.

En las áreas no endémicas, los portadores asintomáticos deben ser tratados mientras no
se encuentre una forma eficaz y simple de diferenciar entre cepas patógenas y no
patógenas. El tratamiento preventivo con drogas antiamibianas no está indicado para
viajeros a zonas en que la amibiasis invasora es frecuente, ya que para ellos la
probabilidad de adquirir la infección durante una estadía corta es muy baja. Por ejemplo,
en un estudio realizado entre voluntarios norteamericanos que visitaron la ciudad de
México, menos de 1% se infectó con amibas después de una estancia de varios días. Las
posibilidades de infección disminuyen aún más si los turistas beben solamente líquidos
embotellados y evitan ingerir ensaladas, o consumir frutas que no puedan ser peladas
antes de su ingestión.

¿UNA VACUNA?

El cuarto grupo de medidas relacionadas con el control de la amibiasis incluye aquellas


destinadas a mejorar la resistencia del huésped a la infección amibiana. La inmunización
podría prevenir las formas invasoras severas y disminuir tal vez la frecuencia de
portadores. En el futuro ésta puede ser la medida más efectiva y de menor costo para
prevenir la infección invasora. El desarrollo de una vacuna eficaz, por el momento, se
encuentra en la etapa experimental.

No se ha llegado a conclusiones definitivas sobre el papel del estado nutricional de los


pacientes que desarrollan amibiasis invasora, por lo que no es posible hacer
recomendaciones específicas sobre la nutrición en la prevención o control de amibiasis. La
única recomendación práctica relacionada con la nutrición puede ser el estimular la
práctica de la alimentación al pecho materno, pues disminuye la incidencia de diarreas en
infantes. Además, se ha demostrado experimentalmente que la leche materna contiene
un factor que mata a las amibas patógenas y las giardias en cultivo; se desconoce,
empero, si tiene algún papel en cuanto a impedir el establecimiento de la infección
humana.

Las medidas gubernamentales son decisivas para el control de la infección. Por desgracia,
aún no se reconocen en los altos índices de prevalencia de amibiasis indicadores de
salubridad inadecuada y desarrollo insuficiente. Debe insistirse en que la incidencia de
amibiasis invasora puede ser reducida si los trabajadores de los servicios de salud y los
gobiernos se organizan teniendo en cuenta los siguientes objetivos: promoción de la salud
ambiental, educación para la salud y detección y tratamiento de casos de amibiasis
invasora. Para ser eficaz, todo programa debe tomar en cuenta los siguientes aspectos:
decisión política, participación activa de la comunidad, alcance de las medidas a las
poblaciones de mayor riesgo, como los cinturones de miseria urbanos y las áreas rurales
más pobres. Además, deben realizarse procedimientos periódicos de vigilancia, evaluación
y control.

La ciencia tiene aún un largo trecho que recorrer antes de agotar sus posibilidades de
ofrecer más eficaces medidas de control. Un aspecto tan importante como el diagnóstico
de la infección se encuentra aún en una fase primitiva. Requiere un examen cuidadoso al
microscopio de luz de las materias fecales de los individuos potencialmente infectados.
Son pocos los laboratorios clínicos que cuentan con la experiencia, la disciplina, el
equipo... y el tiempo requerido para hacer esas indagaciones microscópicas. Se requieren
pues, con urgencia, métodos más precisos, rápidos y objetivos de identificación de las
amibas. Dichas técnicas, idealmente, deberían además poder diferenciar entre cepas
patógenas y no patógenas.

Otro campo de investigación potencialmente fértil es la investigación de mejores drogas.


Los antiamibianos actuales, si bien eficaces, no están desprovistos de efectos colaterales
que obligan a muchos pacientes a interrumpir su administración. Muy poco se han
utilizado los recientes conocimientos sobre el metabolismo del parásito para diseñar
drogas que interfieran con alguna vía metabólica del parásito, no presente en el huésped
humano.

Mucho queda, en fin, por aprender en el campo de la inmunología, la patología y la


biología molecular de este parásito. El futuro nos depara sorpresas interesantes y nuevas
armas que nos permitan enfrentar estos enemigos invisibles.

Por último, deben estimularse investigaciones destinadas a obtener mejores y más


sencillos procedimientos diagnósticos, métodos para diferenciar amibas patógenas y no
patógenas, procedimientos para proteger al huésped mediante inducción de inmunidad,
así como drogas luminales y tisulares más efectivas con menor número de tomas. Deben
también hacerse estudios con objeto de identificar diferencias en la epidemiología, sobre
vida ambiental y transmisión de cepas virulentas y no virulentas y para aclarar más aún lo
que se sabe en torno a la participación de las bacterias en el aumento de la virulencia.
Esto requiere el patrocinio de investigadores e instituciones en países en desarrollo
capaces de realizar investigaciones de campo y biomédica.

MORALEJA

En resumen, se cuenta en la actualidad con estrategias adecuadas para el control de la


amibiasis. La infección puede ser prevenida y controlada a través de medidas específicas
y no específicas. Entre las últimas se encuentran el mejoramiento del agua y la
eliminación adecuada de desechos, la adopción de prácticas higiénicas cuidadosas y el
desarrollo social y económico general. Debe tomarse en cuenta, sin embargo, que
medidas tales como la mejora en el acceso al agua potable y el saneamiento son costosas
y sólo actúan a largo plazo.

Las medidas específicas que deben implementarse siempre que sea posible, incluyen:
estudios comunitarios y de control de condiciones locales en relación a la amibiasis,
tratamiento médico adecuado de la amibiasis invasora en todos los niveles de los servicios
de salud y, por último, la vigilancia y control de situaciones que puedan favorecer la
diseminación de la amibiasis, tales como la contaminación de las redes de distribución o
depósitos de agua para consumo directo. Finalmente, las catástrofes naturales o las
inducidas por el hombre, en las que por desgracia estamos adquiriendo dolorosa
experiencia, pueden originar asimismo epidemias de amibiasis. La erupción del volcán
Chichonal, en el estado de Chiapas, por ejemplo, hizo que numerosos damnificados fueran
concentrados en condiciones inadecuadas de higiene, lo que produjo un brote disentérico
imputable en buena medida a la E. histolytica.

Con esas consideraciones concluimos. He intentado, primero, exponer un tema de interés


en el que tengo cierta experiencia. He procurado, después, hacerlo en forma que fuese
accesible no sólo a los expertos que, por otro lado, conocen de sobra el tema. Finalmente,
he creído conveniente presentarlo desde una perspectiva personal, con algunos de los
matices subjetivos que reducen el tedio de la lectura de un libro docto. Espero haberlo
logrado.

B I B L I O G R A F Í A

E. Beltrán, Notas de historia protozoológica. IV. "Las amibas parásitas", Anales de la


Sociedad Mexicana de Historia de la Ciencia y de la Tecnología (México) 4: 259-308,
1974.

H. Brandt, R. Pérez-Tamayo, Amibiasis, La Prensa Médica Mexicana, México, 1970.

C. Dobell, The Amoebae Living in Man. A Zoological Monograph, John Bale, Sons &
Danielsson, Londres, 1919.

A. Martínez-Palomo, The Biology of "Entamoeba histolytica", Research Studies Press/John


Wiley, Chichester, 1982.

A. Martínez-Palomo (editor), Amibiasis, Editorial Médica Panamericana, México, 1989.

C O N T R A P O R T A D A

Fray García Guerra, arzobispo de México y virrey de la Nueva España, llegó a nuestro país
para tomar posesión de sus cargos en 1611. Aún estaba fresco el recuerdo de los festejos
con que se conmemoró su arribo cuando murió. Mateo Alemán, el novelista español que
residió y falleció en México, narró en Los sucesos de don fray García Guerra, arzobispo de
México (1613) la sorpresiva muerte del virrey quien padeció "flaqueza de ánimo, congojas
y algún poco de calor demasiado". Al hacérsele la autopsia los médicos encontraron "por
la parte cóncava de la punta del hígado cantidad como de medio huevo, por donde se
aliga con las costillas [formada], por las materias que le acudían de aquel lado".

Ahora se sabe que el mal que fulminó a García Guerra fue un absceso hepático amibiano,
enfermedad mortal si no se atiende a tiempo y que a la fecha continúa haciendo estragos
en todo el mundo, en especial en los países no industrializados.

Considerada la amibiasis como una enfermedad tropical, curiosamente fue en una ciudad
situada muy al norte, San Petersburgo, Rusia, en 1873, donde el doctor Fedor
Aleksandrovich Lesh al hacer el análisis de las heces de un paciente descubrió y describió
al causante de la enfermedad, la amiba (Entamoeba histolytica) que es un protozoario
pequeño, cuatro o cinco veces mayor que un glóbulo rojo, muy frágil y sensible a los
cambios de temperatura. Sin embargo, es capaz de colonizar el intestino grueso y bajo
circunstancias aún desconocidas, invadir la mucosa intestinal y, con el tiempo, destruir
todos los tejidos del cuerpo humano. A esta última propiedad debe su nombre de
histolítica, esto es, que produce la lisis (destrucción) de los tejidos.

La amibiasis invasora es un problema médico grave en nuestro país, China la porción


oriental de América del Sur, en todo el sureste asiático y la India.

El doctor Adolfo Martínez Palomo es hijo y nieto de científicos. Es medico cirujano de la


Facultad de Medicina de la UNAM, maestro en ciencias de la Universidad Queen's de
Canadá y doctor en ciencias por la Facultad de Medicina de la UNAM. Su bibliografía en
artículos y libros publicados en México y el extranjero es abundante y, además de su
preocupación por las amibas, se dedica a estudiar la patología del cáncer y la biología
celular del corazón entre otros muchos intereses. En 1986 se le concedió el Premio
Nacional de Ciencias El doctor Adolfo Martínez Palomo es miembro de El Colegio Nacional
y actualmente es presidente de la Academia de la Investigación Científica.

En la portada: Dibujo de Abel Quezada / Diseño: Carlos Haces

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