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Etnografía de la XXXII Marcha del orgullo lésbico-gay, 26 de junio de 2010

Por Daniel Cortés

Glorieta de Insurgentes, 10 horas.

A las 9:45 de la mañana, la glorieta de Insurgentes luce como cualquier otro día a esta hora.
Concurrida, sí, con gente sentada en las pequeñas bardas dispersas por la explanada, esperando o
platicando entre ellos. El cielo está nublado, aunque parece que el sol está haciendo un enorme esfuerzo
por dar la cara. El metro, en dirección a Observatorio, también tenía el aspecto de todos los días. Fue
hasta que me detuve al pie de la escalera del metrobús, en la salida de la calle Génova, que empecé a
notar la presencia peculiar de algunos jóvenes en pequeños grupos que empezaban a sacar su
parafernalia multicolor: listones, pinturas y banderitas, pero aún parecían aislados y pocos. Desde la
salida del metro emergieron un grupo de jóvenes, los primeros que vi, con un par de bolsas de basura
llenas de collares de arcoiris que empezaron a vender a 10 pesos. Como todavía tenía tiempo, según yo,
y tenía que esperar a algunos compañeros, decidí fumar un cigarro mientras daban las 10 y cuarto.
Justo frente a mí, en la barda de la jardinera, estaba una niña, de unos seis años, con la ropita sucia y la
cara chorreada, morena, de rasgos indígenas, con un pequeño puesto de cigarros, dulces y chicles.
Cuando me le acerqué a comprar el cigarro, otro señor también se acercó, pero sólo le dijo, “Hazte más
para allá”, la niña asintió y después que le pagué, tomó su pequeño puestecito y se cambió de lugar; yo
me distraje buscando al hombre que le había dado esa indicación: era otro señor, con otro puesto
portátil de chicles y cigarros, pero en la entrada del túnel que da hacia Génova. Cinco minutos después,
cuando terminé mi cigarro, la niña ya estaba otra vez instalada en el mismo lugar, pero esta vez
acompañada de una señora adulta.
Primero, empecé a tomar fotografías. Me quedé debajo de la sombra de un árbol, del lado
derecho de la salida a Génova, observando cómo, poco a poco, la glorieta empezaba a llenarse de
personas, muchos jóvenes; detrás de mí, un grupo de cuatro muchachas y un joven estaban sacando
listones y pinturas para el rostro, todos llevaban pulseras de arcoiris, o aretes, o prendedores. Por aquí y
por allá se veían parejas de mujeres tomadas de las manos, esperando; o grupos de jovencitos gritando
y haciendo ademanes con sus amigos. Vi a un hombre, de unos 30 años, vestido de manta, con el
cuerpo pintado de naranja y el pecho al descubierto, y un pañuelo rojo en la cabeza; y a otro joven, de
unos 20 años, con los músculos marcados y sin camisa, lentes oscuros y peinado de salón, esperando
junto con sus amigos en la otra subida del metrobús. Cuando vi, justo a mitad de la explanada, a un
señor de unos 35 ó 40 años, vestido de algo parecido a un revolucionario, decidí que era el tiempo de
empezar las entrevistas. Eran las 10 y veinte minutos. Así que me guardé la cámara de fotos en la bolsa
del pantalón y saqué de mi mochila la de video, el cuestionario y una pluma. Lo abordé de forma
directa y sin sutilezas; y él accedió sin ningún problema a ayudarme con la entrevista. No había
necesidad de que yo me esmerara en profundizar siempre, pues la mayor parte del tiempo él mismo
abundaba en detalles sobre lo que le preguntaba, y su acompañante, más o menos de la misma edad,
pero él sin ningún disfraz evidente, complementaba algunas respuestas o hacía comentarios al respecto;
por ejemplo, cuando le pregunté su opinión sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo, y el
cristero (como después me aclaró que era su personificación) me dijo que era justo, aunque él no
tuviera planeado ejercer ese derecho, el compañero hizo una mueca con los ojos, “Eso dice, pero sí
quiere”.
Fue una entrevista, desde mi punto de vista, con un buen nivel de confianza establecida, al ser el
entrevistado un activista retirado. A continuación abordé a otra persona que iba disfrazado como la
Catrina, con un sombrero de ala ancha y un vestido, negros, y la cara pintada. Tenía los ojos de un azul
muy intenso, que le resaltaban por la pintura blanca del rostro. Iba acompañado de dos mujeres,
jóvenes, que en cierto punto de la entrevista, cuando pasamos los cinco minutos, lo presionaron para
que se fuera; aunque él estaba respondiendo las preguntas con bastante empeño. Ante esta presión,
decidí apurar la entrevista y dejarlo ir, aunque creí haber obtenido ya información suficiente, sin
profundizar demasiado. Justo después, llegó el compañero David. El sol había vuelto a perder fuerza y
las nubes, amenazantes, se expandían sobre nuestras cabezas. Hicimos una entrevista más, a una chica
que iba acompañada de sus amigos, muy jovencita, y como ya pasaban algunos minutos después de las
once, nos fuimos por Génova hasta Paseo de la Reforma.

Ángel de la independencia, 11 horas.

Durante nuestro recorrido por la calle Génova pudimos observar todo un montaje desplegado, tanto por
los comerciantes ambulantes como por los negocios establecidos: decoraciones con globos y
serpentinas de colores en un seven eleven y en subway, música, vendedores de banderas y paraguas
multicolores, alitas de mariposa, antifaces con plumas y brillantina, pulseras, gorros, cinturones, y todo
para la demostración efectiva de la diversidad que no sólo se vendía como pan caliente, sino que se
respiraba en el aire. Las personas, contentas y relajadas, avanzaban en una sola dirección: el ángel de la
independencia. Caminaban despreocupados y seguros, la mayoría en grupos que se detenían, de cuando
en cuando, a comprar una nieve en mcdonalds o en burguer king; otros, los más grandes de edad y
pudientes económicamente, se sentaban en los restaurantes con terraza a desayunar y a tomarse algo
antes de empezar a marchar. Algunos que vivían por ahí, o no, paseaban a sus perros, como cualquier
día. A medida que nos acercábamos a Reforma, esta sensación de despreocupación y festividad se iba
volviendo cada vez más sólida. ¿O sería que yo, como gay, así lo imaginaba?
Al fin llegamos a los andadores peatonales sobre Reforma, donde desembocaba Génova, y
después de pasar el embudo que se formaba en este punto, pudimos respirar más aliviados. La calle ya
estaba cerrada, aunque sólo en el sentido de circulación que va hacia Insurgentes; del lado contrario y
por la lateral, los coches seguían circulando aunque con serias dificultades. La banqueta estaba muy
concurrida, entre los vendedores que se extendían hasta acá y los individuos exhibiendo sus disfraces
con orgullo: alas enormes, antifaces brillantes, pelucas, tacones, maquillaje. La glorieta del ángel de la
independencia lucía abarrotada de gente, rostros sonrientes, hablando en voz alta, hombres tomados de
las manos de otros hombres, mujeres besando mujeres, banderas de arcoiris por todas partes y una
sensación de festividad y de disfrute que se contagiaba con sólo estar ahí, con abrirse paso por entre la
multitud efusiva y alegre.
Antes de llegar al ángel, David y yo hicimos dos entrevistas bastante buenas: una a una pareja
de mujeres, estadounidendes, que nos regalaron un panorama muy interesante de la marcha, comparada
con otras a las que han asistido en su país de origen, y un análisis concienzudo sobre la importancia de
salir a las calles, de trabajar en conjunto y de exigir derechos, desde su punto de vista de estudiantes de
doctorado. Tuvimos unas ciertas dificultades por la barrera del idioma, pues aunque su español era
bastante bueno, una de ellas no se sentía segura para contestar y frecuentemente pausaba y le
preguntaba a la otra sobre cómo decir tal cosa; al final quedamos muy satisfechos con la información
que nos brindaron. Unos metros más adelante, me encontré con Ricardo, el chico mariposa que un año
antes nos había ayudado a filmar un video sobre este mismo evento; nos saludamos, le di una copia del
video y, esperando encontrarlo después, nos despedimos con efusividad. Pero ya no nos encontramos,
fue imposible debido a la multitud que se desató.
Unos cuantos pasos más y descubrí, sobresaliendo entre la mayoría por la altura, a un travesti
que caminaba un poco desorientada de un lado al otro maniobrando los altísimos tacones con maestría,
con una peluca café, maquillaje impecable y una malla de cuerpo completo color piel, con un brassiere
y un calzón encima. También la entrevistamos, aunque ella no demostró mucho interés en responder a
las preguntas, sus respuestas fueron lo suficientemente interesante como para dar la entrevista por
buena. Seguimos caminando hasta por fin llegar al circuito de la glorieta del ángel; donde nos bajamos
de la banqueta para hacer un poco de observación entre los allí reunidos. La mayoría seguían
preparándose con mantas y banderas, esperando a que sus amigos los alcanzaran tomando como
referencia el condomóvil de Colectivo Sol, o los jinetes de apariencia revolucionaria que ya estaban
formados, bajo el sol inclemente, sudando, inmóviles, sólo esperando a que el recorrido empezara.
Por todos lados desfilaban personajes increíbles, espectaculares: enfermeras de cabellos
amarillos, modelos de músculos definidos y grandes pectorales semidesnudos, parejas con disfraces
coordinados, como los chip'n'dales con tangas y sombreros de cuero y lentes oscuros, señoras con
hieleras vendiendo paletas de pene con y sin condón, y el majestuoso guerrero azteca con su imponente
penacho multicolor y su pulsera de arcoiris. Alrededor de un 50 polícías rodeaban la columna de la
independencia para evitar el paso a los manifestantes. Durante nuestro recorrido por el área, que
concluyó al pie del templete improvisado sobre uno de los carros que desfilaría, pudimos observar
todos estos performances y percibir un aire de expectación y de inquietud ante la tardanza del
comienzo. Hicimos un par de entrevistas más hasta que notamos que los contingentes de las
universidades (UNAM, IPN y UAM) empezaron a avanzar, con dificultades, abriéndose paso entre el
mar de gente que desbordaba la glorieta, que se apretujaba y se preparaba, eufórico, para iniciar el
recorrido. David y yo avanzamos con ellos, con serios problemas para seguirle el paso al contingente,
menos aún para adelantarnos.

Paseo de la Reforma, 13 horas.


Unos metros más adelante, decidimos avanzar por la banqueta de la lateral, mucho más despejada y con
libertad de tránsito que el estrecho carril al que habían sido confinados los participantes de la marcha.
Después de abrirnos paso entre los manifestantes, avanzamos con paso veloz por el andador, evitando
los coches que rodaban más lentos que las gentes; y atravesando subversivamente las jardineras para
adelantarnos todavía más. Cuando llegamos a la calle de Niza, unos minutos después, encontramos a
Azucena y nos detuvimos con ella unos instantes, a esperar que la vanguardia apareciera. Se tardó
bastante más de lo que esperábamos. El sol ya había recuperado su fuerza y su vigor usual de los días
ardientes del verano, y era difícil soportarlo sobre las cabezas y bajo los pies, quemando el pavimento.
Había bastante gente en esta glorieta también, simplemente esperando. Algunos, impacientes, se habían
adelantado a la vanguardia y ya enfilaban sus pasos rumbo a Bellas Artes. Lo que más me sorprendía
de ver a mamás y papás con niños en carreolas no era la apertura de los tutores, sino la inconsciencia de
traerlos así, a pesar del calor infernal y de la potencia de los rayos del sol.

Mientras esperábamos, entrevistamos a una señora y a su sobrina, quienes no eran


homosexuales, pero estaban esperando a su hija y a su prima, respectivamente, quien sí lo era, además
de actriz. Fue interesante obtener un punto de vista, tal vez un tanto escueto por la necesidad de
improvisar las preguntas y ante la cercanía de los contingentes que abrían la marcha, no queríamos
quedarnos demasiado atrás. Cuando al fin lograron superar el embudo que se había formado en este
primer tramo, encontrándose con un enorme espacio abierto en la glorieta de Niza, los manifestantes se
dispersaron y se expandieron con mayor facilidad. En este punto un hombre, totalmente desnudo,
pintado el cuerpo de morado, acaparaba la atención de todos con solicitudes para la foto, saludos y
muestras de apoyo. Dejamos que pasaran los estudiantes, quienes encabezaban la enorme fila humana
que venía detrás, y continuamos nuestro recorrido, tomando fotografías y a la expectativa.
Pero la marcha no lo era tal. Después de lo que habíamos visto en el ángel (una total falta de
orden para dar el banderazo de salida, que pasó sin que muchos nos diéramos cuenta; y los carros y
camiones quedándose atrás, retrasados), comprobamos en este punto la total falta de organización, y en
muchos otros más adelante. No había nadie poniendo orden a los contingentes, ni abriéndoles paso
entre la multitud de observadores que se arremolinaban en la banqueta (las famosas “banqueteras”), si
acaso hasta llegar a la avenida Insurgentes pudimos ver a unos oficiales desviando el tráfico, pero nada
más. En el camellón también estaban detenidos algunos manifestantes ataviados con alas de plata o
caracterizados como antiguos romanos, esperando pacientemente a sus admiradores y posando,
gustosos, para la foto, donde daban su mejor pose y su mejor sonrisa.
Entre los contingentes que destacaron en esta etapa, por sus mantas y sus performances, o por
sus consignas, fueron los de Amnistía Internacional, quienes llevaban una hilera de cuatro personas con
bodypainting amarillo y blanco, con un arcoiris en el pecho, y cada uno con una palabra: “Amar”,
“Libre”, “Derecho” y “Humano” en el abdomen. Otro grupo de jóvenes, quizá amigos o conocidos,
llevaban pancartas en cartulinas escritas a mano, repudiando la discriminación y manifestando su apoyo
a la diversidad con consignas como “Todos somos vih+”, y “Vive homosexualmente, ama a tu
semejante”. En Insurgentes, seguían ondeando las mantas del SME, que por un momento fueron
opacadas por los vivos colores del arcoiris de la diversidad, pero que permanecieron, como los
huelguistas, a la vista de todos y sin que nadie les prestara atención.

Un grupo de “osos” (hombres homosexuales con abundante vello, en la cara y en el cuerpo,


altos y anchos, ya sea por gorditos o por musculosos), vestidos como revolucionarios, agitaban con
vigor sus banderas características, con tonos más oscuros (café, marrón, amarillo, crema, blanco, gris y
negro) mientras lanzaban curiosas consignas: “Si Zapata viviera, con nosotros se cogiera”. Nos
detuvimos un momento en el monumento de Cuitláhuac, donde otra compañera, antropóloga, de la
UAM Iztapalapa nos esperaba. Acá vimos pasar a otros pocos contingentes, entre ellos el de Diversidad
Sexual Incluyente, A.C., que llevaban a unos sujetos con máscaras de Peña Nieta y Calderón con
mantas que decían “Guapo y homofóbico” para el primero, y “prefiero ser homofóbico, respétame”,
para el segundo, en referencia al decreto del día de la tolerancia y el respeto a las preferencias del 17 de
mayo. Acá entrevistamos a otro chico, con ropas estilo punk, que observaba la marcha desde un rincón
alejado junto con sus compañeros de trabajo, y que resultó ser un tanto homofóbico, pues nos respondía
que estaba mal lo que hacían y que no lo deberían hacer.

En el tramo entre las calles General Prim y Milán, los contingentes se dispersaron y se
espaciaron mucho más de lo que ya lo estaban. Pequeños grupos de amigos, o individuos solos,
avanzaban pesadamente bajo el intenso calor que cada vez aumentaba más. En las sombras de los
árboles, los espectadores aguardaban el arribo de los manifestantes, un tanto impacientes y cansados.
Nos volvimos a detener en el monumento a Cristobal Colón, a la espera de que los contingentes se
reagruparan y la marcha continuara. Estuvimos alrededor de media hora, esperando, viendo cómo
pasaban lentamente, pausadamente, deteniéndose los travestis para las fotos, los osos sin camisa eran
un blanco fácil, iban dos, sudorosos, altos, seguramente pareja, con shorts a la cadera y abundante
vello, que tenían que detenerse cada dos metros a volver a tomarse otra foto, ante la cara de angustia y
cansancio que ya ambos llevaban. Entrevistamos en este punto a otra pareja, que iban vestidos de
músicos, aunque no me quedó claro de cuáles, habían asistido a todas las marchas desde la primera,
aunque no consecutivamente, y que hacían trabajo de difusión de información con pares sobre derechos
sexuales y prevención de vih. Igual que la mayoría de las entrevistas realizadas, la información que nos
proporcionaron fue sumamente interesante y abundante. Al final, luego de pedirles la foto, ellos nos
pidieron también una a nosotros, y esa fue la única foto que nos tomaron en todo el recorrido.
En esa esquina, aislado y en silencio, un joven de labios gruesos, sin camisa y con el semblante
serio, alzaba sobre su cabeza una cartulina arrugada y sudada que rezaba “Justicia, 1656 crímenes por
odio, 1995-2009”. A su lado, un hombre vestido de novia sostenía orgulloso su ramo de alcatraces y
lucía su peluca rubia junto a un chacal (hombres muy masculinos, machos, con apariencia “de barrio” y
generalmente pertenecientes a sectores populares) con lentes oscuros y playera sin mangas, moreno
posaban para todas las cámaras. Poco a poco los grupos y contingentes iban apareciendo, un grupo
vestidos de jerarcas de la iglesia católica lanzaban frases irónicas y se abanicaban con plumas de
colores. Detrás hizo su aparición el legendario condomóvil, icono del Colectivo Sol, con dos sujetos
encima lanzando condones al público. Luego de un rato, seguimos nuestro camino en dirección a la
torre del Caballito. En el tramo, sólo avanzaba gente que iba vestida “normalmente”, solos o en grupos,
deteniéndose de vez en cuando para la foto con aquellos que sí llevaban performance.
Ya en el Caballito, alcanzamos a un Jesucristo que arrastraba una pesada cruz de madera, con la
túnica blanca manchada de rojo, la corona de espinas en la cabeza y el cabello y la barba, de un negro
intenso, alborotados, como un auténtico Cristo de Iztapalapa que había perdido el rumbo. Los
tradicionales policías custodiando la torre esta vez estaban imperceptibles o totalmente ausentes; en
cambio, los fotógrafos y reporteros montados en la glorieta cumplían con su papel, sofocados por el
sol. David se nos había perdido unos minutos antes. Era poca la gente que estaba bajo el rayo desnudo
del día, la mayoría se refugiaban en la sombra, en las banquetas, con sonrisas en las caras, saludando,
pidiendo fotos. Una señora, cuando pasó frente a las cámaras, jaló a sus tres acompañantes, un trío de
osos enormes y musculosos, anunciando “¿Quieres foto? Sí, foto, foto, los presto para la foto, vengan,
vengan”. Otra vez, en la curva que daba a la calle de Juárez, se iba formando un embudo con la
multitud. Otra vez se hacía difícil avanzar, se volvía el paso lento y el calor, tal vez por las cercanías de
los cuerpos y de los sudores, arreciaba.

Calle Juárez y Hemiciclo, 15 horas.

A pesar de la gran cantidad de gente que ya se encontraba en este punto, y de la caminata exhaustiva
bajo el sol abrasador, las personas, y nosotros también, desembocaban sobre la calle Juárez
entusiasmados, gritando y bailando al ritmo de las batucadas, los tambores y las consignas. Un grupo
de osos chubies (gordos) iban vestidos de Batman, Robin y sus principales enemigos: el Guasón y el
Pingüino, y posaban para las fotos, sudorosos bajo las máscaras y el maquillaje. Las personas en las
banquetas observaban, divertidos, el espectáculo que los manifestantes ofrecían, algunos de ellos
incluso preferían ir por la banqueta para refugiarse, aunque fuera un poco, en la sombra de los edificios.
Al llegar a la Plaza de la Alegría encontré a Eugenia López, miembro de la asociación civil Balance
(encargada de promover la prevención del vih/sida en mujeres), con quien crucé algunas palabras y me
presentó a Tamil Kendal, otra importante autoridad en el tema de mujeres y vih. Intercambiamos datos
y teléfonos, y nos despedimos esperando encontrarnos más tarde otra vez. En la esquina de la Alameda
había un condón gigantesco, inflable, que servía para que la gente se tomara fotografías en poses
chuscas y burlonas: abrazados de la punta, con los ojos y la boca bien abiertos, y las risas y bromas por
todos lados.

En el Hemiciclo, llamaron mi atención unas mantas enormes y llamativas, cuatro en total, muy
juntas unas de otras y a la vista de todos, con mensajes cristianos: “Jesús puede sanar cualquier herida y
cualquier enfermedad. Él te ama y te está esperando”, de un grupo de religiosos que, según algunos
informantes, ya habían tenido un altercado verbal con algunos de los manifestantes. Su presencia
generó en mí una evidente molestia, pues no sólo consideré una ofensa el tratamiento de la
homosexualidad como una enfermedad, que anunciaban en sus mantas, sino su pretensión de mover
sentimientos de culpabilidad el día que, precisamente, se salía a la calle a liberarse. Los cristianos se
limitaban a sostener las grandes mantas y tenerlas a la vista de todos; otros repartían volantes a los que
iban pasando, pero sin decir una sola palabra. La mayoría de las personas ni siquiera los tomaban en
cuenta. En este punto me encontré con Michael, totalmente quemado de la cara y los brazos, sudando,
con su cámara de fotos lista. Cruzamos algunas palabras y algunas impresiones sobre la marcha, y
continué mi camino hacia el templete, donde se estaba desarrollando ya el evento político y cultural.
Desde esta distancia, se veía más bien como una tarima muy alta: sin techo, ni luces, con sólo unas
bocinas y unos micrófonos que le restaban espectacularidad al evento. Me pareció lamentable y mis
compañeros y yo nos sentamos en las jardineras del lado de la Alameda a descansar unos instantes,
tomarnos una coca cola helada y a comer una torta vegetariana de unas muchachas hippies que iban
pasando, muy ricas por cierto.
Los papás del novio de mi compañera antropóloga nos dieron aviso, por celular, de que los
carros que acompañaban a los manifestantes apenas venían por el monumento de Cuitláhuac. Después
de recuperar un poco fuerzas y ánimos, mis acompañantes y yo volvimos sobre nuestros pasos, otra vez
por Juárez y Reforma, encontrándonos a poca gente que venía todavía desfilando, la mayoría vestidos
casuales; otros como payasos sin camisa de sonrisa grande, o como pinochos sexies abrazándose con
sus compañeros de pose que pedían fotos y acercándole la lengua a la oreja a un extranjero rubio que,
divertidísimo, le pedía a alguien más que le sacara una foto con ellos. El sol ya empezaba a descender,
por momentos las nubes hacían su labor y nos daban un respiro, pero el calor no menguaba. Volví a ver
al par de osos musculosos y sin camisa que iban deteniéndose cada minuto para sacarse fotos con los
admiradores, que iban en la misma dirección de nosotros (la contraria a la mayoría) con paso veloz y
apurado. Al llegar a la esquina de Donato Guerra ya pudimos ver, a lo lejos, que los carros de los
antros, tráilers con cajas atrás donde las personas bailaban y se exhibían frente a los transeúntes, se
salían por la lateral de Reforma a la altura del monumento a Colón y se desviaban por la calle Versalles.

De vuelta en el monumento a Colón, 16 horas.

Nos pusimos en la cuchilla, justo antes del punto en que los tráilers empezaban a dar la vuelta (Punto X
del mapa), desviándose del trayecto normal de la marcha, a la sombra refrescante de unos árboles que
nos permitieron disfrutar del espectáculo. Acá, con una multitud alocada y entusiasta, que avanzaba en
grupo, con música y alcohol, el ambiente era totalmente distinto al de la pesadez y frustración de la
gente de a pie que hasta entonces habíamos encontrado. Cada tráiler llevaba un animador que
provocaba el escándalo y hacía preguntas a la gente, “¿Ya se cansaron?”, “¡Arriba esas manos!”,
mientras las personas que iban detrás, en las cajas, bailaban al compás de las canciones que ponían,
dependiendo del estilo del antro (pop y electrónica dominaban, pero había incluso grupera y norteña), y
lucían francamente emocionados y en el disfrute total, exhibiendo sus cuerpos, ondeando sus banderas,
y ejecutando sus mejores pasos. El ambiente de diversión y festividad se acentuaba por los papeles de
colores que algunos de los carros lanzaban, o de los globos y regalos que de vez en vez regalaban,
causando la euforia de quienes observábamos.

De repente, después de que habían pasado bastantes carros, uno de los animadores empezó a
llamar la atención, “¡Seguimos por Reforma!”, gritaba, anunciando que los carros ya no se desviarían.
El público tuvo que cambiar de posición, reacomodándose del otro lado del camellón, aunque muchos,
como yo, nos fuimos hasta el borde del espacio que ocuparían los carros, en pleno asfalto ardiente y
cuasi humeante, para tener una mejor vista del show. A partir de aquí los carros también empezaron a
pasar espaciados, con grandes huecos entre unos y otros, pero cada uno con el mismo ambiente: uno,
con una bandera gigantesca de arcoiris cubriendo del sol las cabezas de sus ocupantes; otro, con
hombres atractivos, musculosos, en ropa interior, bailando y provocando al público, enseñando el pubis
o pedazos de nalga; llamó mucho la atención un convertible significativamente más pequeño que los
enormes trailers publicitarios, que llevaba montados a dos hombres, atractivos y musculosos,
caracterizados como los Mario Brothers, personajes famosos de los videojuegos, identificándolos sólo
por las gorras y los guantes, pues además de estas prendas sólo llevaban unas tangas y nada más.
La euforia renació entre los que venían detrás de los carros, regresando a la calle de Juárez. En
el embudo de la curva del Caballito ahora sí se había vuelto difícil caminar. La música, el escándalo, el
entusiasmo se expandían por la masa entera, provocando gran expectación entre los que apenas
llegaban por primera vez a la Alameda. Una Chilindrina, probablemente borracha, chacoteaba y echaba
relajo con otros gays que la rodeaban, “Yo por eso prefiero a Tatiana”, le decían, en tono de burla,
“Porque tiene a Pimpón, que es un muñeco muy guapo y maricón”. Me puso nervioso cuando, al
apuntarla con la cámara de video, me amenazó, “Ay vas a ver, ¿me lo saco? ¿me lo saco?”, pero la
multitud se revolvió por alguna razón y nos separó.

Últimos momentos, 17:30 horas.

Otra vez exhaustos, regresamos al Hemiciclo, o como es conocido en estas manifestaciones, el


Homociclo, de donde ya se habían retirado los cristianos, dejando el espacio libre y visiblemente más
relajado. La gente caminaba de un lado a otro por esta calle, por la Alameda, descansaban o se reunían
en el Hemiciclo, iban de aquí para allá sin ton ni son. Más pancartas para Monsi: “Carlos Monsiváis
renace en nosotros tus hijos”, de otro joven silencioso y discreto que se limitaba a sostenerla sobre su
cabeza. Dimos una última vuelta, buscando a una víctima final para aplicarle una entrevista, y la
encontré justo frente al Hemiciclo: un homosexual de provincia militante del PAN, porque “ya quería
ver caras nuevas en el gobierno”. Datos muy interesantes, aunque un poco reticente, y sin posibilidad
de profundizar en la entrevista por su lugar de origen.

El ambiente era de completo caos. En el escenario el espectáculo continuaba, con esporádicas


menciones a causas sociales y políticas que, francamente, no alcancé a registrar. Días después
aparecería en las noticias la molestia del comité organizador por no haber obtenido suficiente apoyo del
gobierno para la logística y organización de la marcha, en la que se reportaron casi 500 mil
participantes. La gente no paraba de llegar, muchos de ellos se arremolinaban bajo el escenario para
escuchar al cantante que en ese momento comenzaría su espectáculo. Todavía salpicaban el paisaje
urbano algunos individuos en tacones, con altas y llamativas pelucas, o con enormes, pesadas y
estorbosas alas. Todos parecían tener pila para un rato más, excepto yo. Con los pies, la cabeza y la piel
ardiendo, decidí, junto a mis acompañantes, abrirme paso entre la gente que se apretujaba en el andador
de la Alameda, unos queriendo llegar a Bellas Artes, otros intentando ir hacia el lado contrario, en un
espacio demasiado pequeño para tanta gente, pues a los que avanzábamos para uno u otro lado, habría
que añadirle los que nada más no avanzaban, mirando desde lejos el show del cantante que interpretaba
canciones de Amanda Miguel.
Las nubes ya estaban amenazando con dejar caer la lluvia sobre las calles de la ciudad cuando al
fin pudimos llegar a la entrada del metro. Por todas partes, rodeando el Palacio de Bellas Artes, se
veían evidencias de que este era un día especial: hombres con zapatillas y pestañas postizas charlaban
animados en las jardineras y en las esquinas, vendedores de banderas y pulseras de colores, mujeres
tomadas de las manos y hablándose al oído; osos panzones y calvos buscando cazador. Es decir, la
diversidad desbordaba la calle Juárez y se expandía en dirección al Zócalo, a Garibaldi o de vuelta a
Zona Rosa, para seguir la fiesta. Entre mis planes originales se encontraban regresar también a Zona
Rosa a observar las calles de los bares y observar un poco el ambiente post marcha, pero debido al
cansancio que ya estaba haciendo estragos en mi cuerpo tuve que parar.
Satisfecho con la experiencia y todavía con reminiscencias de la euforia que me habían
contagiado los manifestantes, pero que ya no le hacía efectos a mis reservas de energía, bajé las
escaleras de la estación del metro Bellas Artes, de la línea 8, y partí con rumbo a mi casa, esperando
que no me sorprendiera la lluvia en el camino; aunque el paraguas seguía en mi mochila: lo había
estado cargando todo el día sin tener la posibilidad de aprovecharlo, y eso, en estas circunstancias,
resultó un tanto irónico.

Ciudad de México, 30 de junio de 2010

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