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Tras haber subido por una suave colina, Ilya pudo ver de nuevo aquella antigua
pero hermosa casona, instalada en la mitad de un predio cubierto por olivos. Se sintió
invadido por los recuerdos, y la nostalgia se mezcló con la expectación por su
reencuentro con “él”. Él, ese que recordaba tan bien. Él, con quien estaba atado por el
destino.
Frente al edificio había una media docena de jóvenes, todos ataviados con
uniformes de entrenamiento. El mayor de todos ellos, que debía tener unos veinticinco
años, era un hombre alto, fornido, y de cabello castaño. Ilya trató de recordar su
nombre: Ogdan, sí, así debía llamarse. Era uno de esos bárbaros de Caernach, la isla
más grande al oeste del continente. Ogdan estaba enseñando a los otros el arte de
moverse instantáneamente de un lugar a otro, la famosa “teletransportación”. El viajero
se quedó observando un rato, viendo con ojos divertidos los diversos grados de éxito
que tenían los estudiantes. Había una chica, que probablemente no pasaba de los veinte,
que parecía hacerlo incluso mejor que el propio Ogdan. Éste, por su parte, iba
corrigiendo a sus alumnos, diciéndoles cosas como “No, debes quedarte quieto cuando
lo intentes” o “¡Vamos, concéntrate, estas pensando en cualquier cosa!”. Una vez
satisfecha su curiosidad, Ilya decidió avanzar hacia el grupo. El primero en verle, un
chiquillo adolescente, palideció de horror y, en su nerviosismo, cayó sentado al suelo.
Pronto los demás notaron su presencia también, y se pusieron en guardia. Ogdan salió al
frente. Con voz decidida, exclamó: Tú, bastardo infeliz, ¿cómo te atreves a aparecer por
aquí? Ten por hecho que no saldrás con vida de este encuentro. – Ilya sencillamente
sonrió, con una expresión oscura torciendo su rostro. Avanzó lentamente hacia su rival,
quien inmediatamente abrió los brazos e hizo aparecer un círculo de luz en torno al
grupo. El viajero, que estaba a unos veinte metros del instructor, comenzó a caminar
alrededor del círculo con la mano en la barbilla. Parecía genuinamente interesado en lo
que veía. – Has mejorado, Ogdan. Veo que ya puedes hacer una zona de control
perfectamente esférica. Sin embargo, tu peor falencia, que es tu tendencia a actuar sin
pensar, sigue sin estar corregida. – El hombre fornido se mantuvo en silencio, con una
expresión de enojo en la cara y con los brazos extendidos. Su ceño estaba muy fruncido,
dibujando una serie de surcos sobre su alta frente, y sus ojos brillaban de ira. Ilya
completó su primera vuelta alrededor del conjuro, y prosiguió con su exposición. –
Verás, mi querido bárbaro, aunque tu zona de control sea impenetrable para mis
poderes, no has ponderado otros factores aún más importantes. Por ejemplo, el que
ninguno de tus compañeros pueda atacarme ahora. El que toda tu atención quede
encadenada a una simple barrera. Peor aún, el que te hayas quedado inmovilizado, lo
cual abre todo tipo de posibilidades interesantes para mí. ¿Has pensado alguna vez,
Ogdan, en que hoy podría ser el día de tu muerte? ¿Que podrías estar condenado a
perder tu patética vida en unos momentos más? Supongo que sabrás que aquellos como
yo, los maestros del Tiempo, podemos atisbar el futuro. Pero que este poder tiene una
condición: todo lo que vemos es algo que está destinado a ocurrir, es algo sencillamente
inevitable. Imaginarás, entonces, que yo traté de buscar la respuesta a este conflicto con
anterioridad a nuestro encuentro. Y que sé perfectamente lo que va a ocurrir. – Ilya
observó con agrado que su estrategia ya estaba rindiendo frutos, pues los alumnos más
jóvenes temblaban de miedo ante este inesperado personaje, sacando conclusiones
apresuradas y aterradoras en sus pueriles mentes. Mientras seguía caminando alrededor
del círculo luminoso, pensó que su propia situación debía de ser altamente graciosa: con
un ánfora de vino en una mano, y la otra en la barbilla, mientras dictaba cátedra a un
puñado de seres temblorosos y asustados. Pensó que parecía un profesor que había
realizado un examen sorpresa, y había pillado a toda la clase desprevenida. O más bien
un profesor que se había ido de juerga, y había encontrado a sus alumnos frente a un
burdel. Estos estaban aterrados ante la posibilidad de que su maestro los castigara por su
accionar, pero éste en realidad no se había percatado en un comienzo de su situación.
Sólo cuando su propio temor y sentimiento de culpabilidad los delató fue que el
profesor se dio cuenta de lo que estaba pasando. Y ahora él, Ilya Seminovich Orlov, iba
a hacer lo que todo buen maestro haría: en vez de sencillamente castigarlos,
aprovecharía la oportunidad para darles una lección.
Sonrió una vez más, la maldad dejándose ver por todo su rostro. – Piénsalo bien,
Ogdan; ¿crees realmente que vine hasta aquí sin conocer el resultado exacto de nuestro
encuentro? ¿O lo que es más, sin haberlo determinado previamente? Ya sabes, no son
pocos los que piensan que, en vez de conocer el futuro, lo que los maestros del Tiempo
hacemos en realidad es alterarlo. Y, por supuesto, esto se aplica a todos ustedes
también, seguidores del Espacio. – Las últimas palabras del viajero bastaron para sacar
a los estudiantes del temor, y arrojarlos directamente al pánico. Tres de ellos corrían
desesperadamente dentro del círculo, golpeándose brutalmente contra la esfera invisible
que los rodeaba, mientras una cuarta aullaba del terror. Sólo Ogdan y la joven de la
teletransportación parecían mantener la calma, pero pronto se vieron obligados a tratar
de controlar al resto, cuyos movimientos frenéticos estaban desconcentrando al hombre
de Caernach. Ilya, al ver esto, se llenó de satisfacción, pues comprobó que su estrategia
había funcionado espectacularmente. En vez de poner toda su atención en la zona de
control, que era lo que debía hacer, Ogdan estaba gritando órdenes a sus pupilos, con lo
cual creó, de forma inconsciente, una brecha en el círculo. El maestro del Tiempo no
desperdició la oportunidad. Se movió a una velocidad imposible, y en un instante estaba
mirando a Ogdan directamente a los ojos, a menos de medio metro de distancia. Éste
retrocedió espantado al verle tan cerca. Ilya preparó un conjuro. Pensó que si le
arrancaba un dedo, o dos, el bárbaro nunca más olvidaría la lección. No obstante, no
pudo realizar su deseo, pues una potente voz de barítono rasgó el aire, paralizando a
todos los presentes. - ¿Qué demonios pasa? – De la casona había salido un hombre de
estatura mediana, con un cuerpo anguloso pero bien proporcionado. Negros rizos le
cubrían la cabeza, acompañados por un par de ojos igualmente negros, sobre una nariz
aguileña. Su rostro era armónico, y a pesar de sus cuarenta y tantos años, todavía lucía
joven.
Apenas sus ojos se posaron sobre Ilya, lo entendió todo. Aquel demonio seguía
persiguiéndole, cruzándose en su camino para destruir sus preciosos momentos de paz y
tranquilidad. Por supuesto, él no había cambiado en nada; su pelo rubio estaba
perfectamente cortado, sus ojos grises seguían siendo igualmente misteriosos, y sus
dientes brillaban como perlas. El alto y delgado extranjero le miraba con afabilidad, con
su típica cara de aquí-no-pasa-nada que tanto le desesperaba, pues casi todos caían en la
trampa. “Pero no yo”, se dijo el hombre de la nariz aguileña.
El rubio viajero se le acercó, y levantó el ánfora que llevaba en la mano
izquierda. – ¡Salve, Ectorius! Verás, venía a hacerte una visita amistosa, pero supongo
que tus alumnos se lo tomaron de la manera equivocada. Si me lo permites, te lo puedo
explicar todo… - Ectorius no dejó terminar a su interlocutor. La tensión que sentía era
evidente en todo su cuerpo. – Ya calla, no soporto tus excusas. Te atreves a venir
después de haber destruido mi laboratorio en Eumona, ¿y querías que además te
recibiéramos con los brazos abiertos? Sigues siendo el mismo estúpido pedante de
siempre. – Ilya se encogió de hombros, y le contestó. – Oye, lo del laboratorio también
fue culpa tuya, recuerda que mis conjuros no son particularmente buenos para romper
cosas. Los tuyos sí. Pero bueno, no es eso de lo que quería hablar. Cuando supe que te
habías mudado a la antigua casa de tus padres, no pude evitar venir. Pensé que habías
vendido la propiedad, y ya me lamentaba… – Dio una vuelta sobre sí mismo,
observando el paisaje con admiración. – Sabes que siempre me gustó este lugar. Aquí
fue donde nos conocimos. Y por ello sé que es un lugar muy importante para los dos. –
Ilya le dedicó una sonrisa seductora, pero Ectorius seguía observándole con muchísimo
cuidado.
Sus alumnos, por otra parte, no entendían nada. Aquel tipo fue el responsable de
la destrucción de su taller, y de gran parte de las investigaciones de su maestro. Se había
dedicado en cuerpo y alma a hacerle miserable. Primero le había engañado, sacándole
información vital de cierto proyecto para entregarla a otro investigador, que la directiva
del Instituto consideraba “más acorde con los lineamientos de la organización”.
Después, consiguió que lo expulsaran de la Casa Central, con el pretexto de que sus
obras no eran lo suficientemente buenas, y que desprestigiaban al Instituto. Sólo pudo
regresar tras pasar por un largo y extenuante proceso de apelación. Finalmente, lideró
personalmente un allanamiento al laboratorio de Ectorius, buscando, según decían, “una
aberración humana” que supuestamente ellos estaban creando. Por supuesto, aquella
“aberración” nunca apareció, pero dado que Ectorius resistió ferozmente el asalto de
Ilya, hiriendo a varios de sus acompañantes, el Instituto lo expulsó definitivamente de
Eumona. El combate redujo el bonito taller a un montón de escombros y cenizas, del
que no se pudo rescatar nada. No tenían pruebas concluyentes en contra del viajero,
pero sabían perfectamente que él había estado detrás de todos esos infortunios. Le
odiaban y le temían con toda su alma, en partes iguales.
Ogdan protestó. – Gran Maestro, ¿por qué le permitís hablar así? ¡Dejadme
mostraros mis habilidades, reteniéndole para que vos mismo lo matéis de una vez por
todas! – En ese momento, por alguna extraña coincidencia, Ilya y Ectorius sonrieron. –
Habla igual que el tarado de Lorax antes de que lo tomaran prisionero. ¿Lo recuerdas? –
dijo el primero. El segundo miró al cielo, suspiró, y dijo a sus pupilos que se marchasen
al pueblo. El hombre de Caernach trató de protestar una vez más, y se desesperó al ver
que su maestro hablaba muy en serio, y que no cambiaría de opinión. Antes de partir,
escupió a los pies del viajero, y le dedicó una mirada fulminante. Ilya respondió con su
reacción típica, y casi mecánica: sonreír.
Los dos hombres entraron a la casa. Apenas hubo cerrado la puerta, Ectorius se
volvió hacia Ilya, y le preguntó con voz helada: ¿Qué quieres? Sabes que somos
enemigos. No tienes nada que hacer aquí. – El maestro del tiempo suspiró de manera
melancólica, y le dedicó una profunda mirada antes de responder. – Hemos peleado
durante todo este tiempo, lo sé, pero quería tener una última conversación contigo en
plan de amistad. Aprovechando este escenario idílico, y tan lleno de recuerdos, quiero
que resolvamos los asuntos pendientes que hay entre nosotros. – El hombre de la nariz
aguileña le miró con desprecio. – Entre nosotros no queda nada excepto un río de sangre
y lágrimas, Ilya. Ya has hecho suficiente para ganarte mi odio. Ándate, antes de que
esto evolucione en otra pelea sin sentido. Ya te mataré otro día. – dijo él. “Y ahora
sonreirá y tratará de hacer como si no supiera nada”, pensó. Sin embargo, se
equivocaba, pues el viajero adoptó una expresión muy seria. – Ya no puedo llamarte
amigo, eso es cierto, pero no puedes negar que fueron circunstancias ajenas a nosotros
dos las que nos empujaron a esto. Tuvimos algo muy valioso, y quiero rescatarlo, antes
de que las llamas de tu ira terminen de convertirlo en cenizas. Tú sabes de qué hablo,
Ectorius. – Este se sintió sacudido por el dolor, mientras un remolino de emociones
atenazaba sus entrañas: la pequeña victoria que suponía ver serio a Ilya (aunque era
simplemente un truco, y Ectorius lo sabía), el odio que sentía ante su comportamiento y
motivaciones, y la enorme tristeza que le provocaba el recuerdo de “eso tan valioso”. Se
sintió acorralado y perdido, derrotado antes de combatir. Recordó lo que dijera en su
tiempo un sabio oriental: “Ganar una batalla sin necesidad de combatir es la
demostración máxima de pericia militar”. Por supuesto, Ilya era magistral en ese
aspecto. Pero ese pensamiento no le ayudaba, notó, así que lo apartó de su mente.
“Circunstancias ajenas, eso dices, pero sabes que es mentira” se dijo. “No sé la razón,
pero estás decidido a destruir mi vida. Y no pienso dejar que lo hagas”. Trató de
recuperar la compostura. Quería saber que nueva gamberrada trataría de jugarle, así que
le dijo: Tú ganas. Te concedo quince minutos para que expongas tus razones; después
de eso te largas.
Cabe destacar que, hasta este punto, ambos hombres habían sostenido una
conversación bastante amena, y exacerbadamente nostálgica. No obstante, un solo
comentario bastó para cambiar todo eso.
Ilya hizo un gesto de despreocupación. – En el palacio de la duquesa de Alfieri,
ella es mi nuevo mecenas. – Tras escuchar aquellas palabras, toda la buena voluntad de
Ectorius se esfumó. “Este maldito desgraciado no dejará de perseguirme hasta que uno
de los dos muera”, se dijo. Alfieri era una ciudad costera, en pleno auge comercial, que
quedaba a menos de un día de jornada de allí. La mente del maestro del Espacio se
rebeló contra la idea de tener a ese monstruo tan cerca de nuevo. No tardó en expresar
sus sentimientos. – ¡Maldita sea, yo quería creer que todas las atrocidades por las que
me has hecho pasar eran solo un problema de circunstancias, tal como dijiste! ¡Yo
quería creer en nuestra amistad! ¡Eres un condenado hijo de puta! – dijo, resoplando de
rabia. Ilya ni siquiera se inmutó. Se esperaba semejante reacción. Ectorius continuó con
su arranque de ira, cada vez más al borde de las lágrimas. – ¿Hasta cuando vas a abusar
de mí? ¿Cuántas vidas más tienes que dejar en la miseria para satisfacer tu maldita
hambre de destrucción? ¿Por qué no puedes simplemente alejarte de mí, y de aquellos a
quienes quiero? No sé en que estaba pensando cuando te dejé pasar. – dijo. El viajero le
respondió con mucha calma. – Mira, no fue más que una buena oportunidad para mí.
Ella me ofreció su patrocinio, y yo, que lo único que deseaba era alejarme de mi país
natal, acepté encantado. Y si me has dejado pasar, es por lo que todavía sientes,
Ectorius. – expuso Ilya, y volvió a dedicarle una de esas sonrisas seductoras que el
hombre de la nariz aguileña no podía resistir. Éste último sintió que su paciencia se
estaba agotando, así que habló sin pensar. – Sí, claro, como que la duquesa quisiera
mantener a un tipo de tu calaña. No eres más que un asesino a sueldo, Ilya, y uno
demasiado costoso para ser rentable. Nada sabes hacer excepto destruir vidas humanas.
El viajero había conseguido mantener su mente despejada y clara durante gran
parte de la discusión, pero llegó al punto en que no pudo más. Se levantó y miró al otro
con una expresión demoníaca, casi resoplando. Soltó una serie de carcajadas fingidas. –
Mira como me río de tu ingenuidad, Ectorius. ¿Sabes qué? Es verdad, tuve que hacer lo
imposible por conseguir esa posición. Maté al imbécil que la estaba ocupando antes,
pagué una fortuna al Rector de la Academia de Alfieri para que me diera su aprobación,
y me acosté con la perra de su hija para llegar hasta aquí. ¿Y sabes qué más? Ahora soy
el amante de ese sapo reventado que es la duquesa, de su dama de compañía, y de su
hijo también. ¡Y tengo que verles las caras todos los días! ¡Todo esto para poder estar
cerca de ti! – El rostro de Ilya estaba completamente desfigurado, y denotaba una cierta
demencia. El hombre de la nariz aguileña se mordió el labio, y le lanzó un potente
puñetazo a la cara. El viajero aterrizó de espaldas sobre el heno. – Te has vuelto loco.
¿Tanto quieres torturarme? No te entiendo. ¡Sabes que te amo, que te he amado desde
esa vez! ¿Tanto te molesta que mantenga un lugar secreto en mi corazón, sólo para ti?
Disfrutas inmensamente con el dolor que me causas, no tienes pudor alguno en
contarme como das tu afecto a otros, en como matas a gente inocente, ¡y todo con el fin
de poder seguir alimentando mi desesperación! – dijo Ectorius, mientras las lágrimas le
rodaban por las mejillas. Ilya se incorporó, y se limpió la sangre del labio. – No
entiendes nada. Mientras tú sigas vivo, amándome, hay una parte de mí que jamás podrá
ser libre. ¡Estás atrapado en el pasado! Y me estás arrastrando a mí también a ese
pantano que es la memoria. El dolor que te causo es sólo para que entiendas mi infierno
personal. – dijo el viajero. Una risa amarga brotó de los labios del maestro del Espacio.
Habló con desprecio. – Dices que te estoy reteniendo, pero eres tú el que está atrapado.
No puedes amarme, no puedes odiarme, así que vives en un estado de perpetua
indecisión que te empuja a destruir a todo aquel que te muestre un ápice de afecto.
Decías que no puedo dejar de asignar valores precisos a las cosas, pero tú, en cambio,
eres incapaz de distinguirlas. Le tienes miedo a tu corazón, le temes al amor, le temes a
todo, porque no hay nada claro y distinto en tu mundo. – Esta vez fue el turno de Ilya
para carcajearse con desprecio, emitiendo una risa falsa, exasperante. – Entonces,
“señor paz y amor”, ¿debería abrir las puertas de mi corazón, y amar a mi prójimo?
¿Debería ser como tú, constantemente creyendo que las cosas son de una sola manera?
– Su actuación era patética y febril, demasiado exagerada para siquiera ser cómica.
Súbitamente se calmó, y habló con una voz fatalmente fría. – Sólo me queda una cosa
por decirte, Ectorius: Un día te enseñaré a odiarme, cueste lo que me cueste, y entonces
nos enfrentaremos en un verdadero duelo a muerte. Antes de eso, nada podrá matarnos
ni sacarnos de esta miseria. Lo he visto en el futuro. Así está escrito. Si quieres salvar a
los que te rodean, mas te vale cambiar tu mentalidad. La próxima vez que nos veamos
será seguramente la última. ¿Tienes algo más que decir, antes de que sea demasiado
tarde? – Ectorius se conformó con escupir a los pies de Ilya. Éste se encogió de
hombros, y suspiró. Había regresado a terreno firme. – Si así lo quieres, entonces vale.
Pero te arrepentirás. Es muy difícil hacer confesiones cuando tu cuerpo está hecho
jirones, y probablemente no alcanzarás a decírmelo todo. Hasta la próxima, Ectorius. –
Se volvió, y comenzó a bajar por la ladera, mientras el otro hombre sollozaba, de
rodillas sobre el piso. Se sentía fatal; aquel hermoso lugar, donde había sido besado por
primera vez, donde había conocido el amor, estaba ahora indeleblemente manchado por
la tragedia. Efectivamente, los muertos habían regresado a la tumba, pero de manera
brutal, arrojados de cabeza a una fosa común.