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Casiopea

Por Adolfus Bannon


Dicen que hay un destino predeterminado, que cada cosa que hacemos es
consecuencia de otra, en una cadena interminable que, como un camino de dominós,
nos arrastra fatal y vertiginosamente por la vida. Algunos lo atribuyen a Dios, y otros a
las leyes naturales, pero yo no creo en eso. Yo pienso que son nuestras pasiones las que
nos atan a ciertas personas y lugares, y nuestras limitadas mentes las que nos
condenan a actuar de cierta manera. Por muy bien que conozcamos el mundo, siempre
hay algún factor que se nos escapa, y que termina siendo crucial, estropeando nuestras
mejores predicciones. Creo que se parece a la afamada “profecía autocumplida”, en la
cual alguien con poder sobre otro predice lo que ocurrirá en su futuro, y éste último
hace todo lo posible, de manera inconsciente, por alcanzar tal destino. Sin embargo,
esta teoría me parece insuficiente para explicar esa fuerza irresistible que llamamos
“sino”. Por cada profeta que predestina a sus seguidores, hay otro que influye a
cientos de profetas. Estas fuerzas son circulares, y han de chocar entre ellas, sin duda,
como las ondas sobre un charco. ¿O será que todos estamos tan sincronizados, tan en
armonía con los deseos del resto, que las hacemos funcionar en un solo sentido, en una
dirección?
Nota hallada en la casa de Ectorius Perletti, XI Gran Maestro del Espacio,
después de su muerte. Autor desconocido.

Ilya caminaba tranquilamente por la única y polvorienta calle de la aldea,


mirando en rededor con expresión nostálgica. Sus ojos se paseaban por cada casa, y
cada árbol, comparando aquellas imágenes con otras grabadas en su memoria. Se
preguntaba por aquel decir, muy propio de la gente, que oía incesantemente: No ha
cambiado nada. No atinaba a comprenderlo. Le bastaba con dirigir su atención a su
agudísima memoria para notar las diferencias. “Ese pino lo han podado al menos unas
quince veces, muchas más de las necesarias. Esa casa no tenía tejas de madera;
seguramente hubo que cambiarlas durante un periodo de pobreza para esa familia. Y ya
no hay parras cubriendo cada patio… Hm, gozaba con la fragancia de las uvas maduras.
La guerra los debe haber golpeado duramente.”
Se detuvo en frente de una casona de adobe, pintada de blanco, con un cobertizo
abierto hacia la calle. Un hombre maduro, vestido con unos pantalones bastos de lana, y
una camisa de lino, estaba sentado en aquel lugar, fumando pausada y relajadamente de
su pipa. Ilya notó que se había convertido en un pasatiempo común en Stretto, y que en
todas partes se estaba plantando tabaco. Probablemente el de esa pipa era local, quizá de
la propia cosecha del hombre, pero no tenía manera de estar seguro; al fin y al cabo, se
trataba de un mercader, y el único que quedaba en el pueblo, según parecía.
Se acercó al hombre, un tipo de cabello oscuro, surcado por blancas canas; el
poblado bigote disfrazaba la delgadez de sus labios. Cuando se percató de la presencia
de Ilya, le miró a la cara y le saludó. – Buenos días, señor. ¿Qué se le ofrece? No es
mucho lo que tengo en estos momentos, pero si de todos modos le sirve… – Ilya sonrió
con afabilidad. – Buen día. Es mucho el tiempo que ha pasado, y lo que ha cambiado,
pero me preguntaba si todavía la famosa Casa Gandolfini vendía sus preciados vinos.
El hombre se sobresaltó durante un instante, para pasar inmediatamente después
a observar fijamente a su cliente. – Recuerdo haber visto una vez a alguien como usted.
Se la pasaba mirando un bellísimo reloj de platino, con tres perillas, las cuales
constantemente ajustaba de una u otra forma. Harán más de diez años desde aquello. –
El mercader puso una expresión de ensueño, añorando ese pasado perdido. Ilya extrajo
el mentado reloj, un círculo plateado y brillante, que colgaba de una cadena del mismo
material. – ¿Era cómo este, no? Se llama Casiopea, y es el reloj más preciso del mundo.
Y a ese que vio… pues era efectivamente yo. Sólo como dato curioso, yo pasé a
comprar en su puesto hace doce años, cuarenta y cinco días, veintiocho minutos, y diez,
once, doce, trece, catorce… Bueno, supongo que se imagina de qué hablo. – El hombre
no cabía en sí de la sorpresa. Ilya no había envejecido ni un ápice en todo ese tiempo. –
¡Sabía que mi memoria no fallaba! Dios mío, ¿qué hace usted para engañar al tiempo de
manera tan flagrante? – El extranjero rió suavemente, con una risa seca y algo
arrogante. De hecho, todos sus gestos demostraban una ligera arrogancia, por lo cual su
risa calzaba a la perfección con el resto de su imagen. – Supongo que soy un tipo con
mucha suerte. ¿Sabe usted? El tiempo es mi mayor fascinación, es casi mi vida. Quizá,
al estar tan pendiente de él, este se ha olvidado de hacer su trabajo en mí. Tal vez le dé
vergüenza pasarse por mi cara. – Ambos personajes rieron de buena gana con la broma.
El mercader le respondió. – Pero qué dice, ¡si es usted muy apuesto! O no me irá a decir
que tiene un romance secreto con Cronos. – El extranjero se llevó los dedos a la boca,
haciendo una mueca exagerada y teatral de pudor. Una vez más, soltaron unas cuantas
carcajadas. Una vez recuperada la compostura, el hombre mayor decidió volver al tema
inicial. – Si no me equivoco, estaba usted preguntando por los vinos de la Casa
Gandolfini. Déjeme decirle que, a pesar de todas las tragedias por las que hemos
pasado, el bueno de Mario sigue haciendo los mejores tintos de la región. Ya no puede
vender la misma cantidad que antes, pero es tan bueno como el que le recomendé hace
doce años. – Ilya volvió a sonreír. – Veo que usted también posee una excelente
memoria. En ese caso, me llevaré un ánfora. – dijo. El mercader asintió, y partió a
buscar una vasija ocre, un poco más larga que una daga, de una pila que tenía contra una
pared del cobertizo. Llevándola en sus manos con mucha delicadeza, como si de un
bebé se tratase, la entregó al extranjero, y le dijo: Son doce cuartos. – Ilya extrajo una
pequeña bolsa de su chaqueta, sacó dos monedas de oro, y las depositó en la mano del
mercader. Éste le miró con cierta desesperación, pues no tenía calderilla para devolverle
a su cliente. El extranjero, sin embargo, alzó una mano e hizo un gesto despreocupado.
– Por favor, quédese con el cambio. Tómelo como un premio por su excelente
recomendación, una que me hizo volver una década más tarde a su cobertizo. A todo
esto, ¿cómo es que no tiene barriles? – El hombre hizo una mueca de desaprobación,
sacudiendo la cabeza de lado a lado. – ¡Yo no entiendo cómo es que en el norte los
usan! Según he oído, apenas duran un par de temporadas, porque después se pudren y
apestan a vinagrillo. En cambio, ¡yo todavía uso las ánforas de mi abuelo! – Ilya sonrió,
sacó su reloj de platino, abrió la tapa, movió una de las tres perillas, y asintió con la
cabeza. – Bueno, me he divertido bastante charlando con usted, pero me temo que debo
irme. Mi secreto enamorado me está apurando, pidiéndome que me ponga en marcha
una vez más.
Mientras el mercader le miraba caminar por aquella polvorienta calle, Ilya pensó
que era posible que algunas cosas nunca cambiaran.

Tras haber subido por una suave colina, Ilya pudo ver de nuevo aquella antigua
pero hermosa casona, instalada en la mitad de un predio cubierto por olivos. Se sintió
invadido por los recuerdos, y la nostalgia se mezcló con la expectación por su
reencuentro con “él”. Él, ese que recordaba tan bien. Él, con quien estaba atado por el
destino.
Frente al edificio había una media docena de jóvenes, todos ataviados con
uniformes de entrenamiento. El mayor de todos ellos, que debía tener unos veinticinco
años, era un hombre alto, fornido, y de cabello castaño. Ilya trató de recordar su
nombre: Ogdan, sí, así debía llamarse. Era uno de esos bárbaros de Caernach, la isla
más grande al oeste del continente. Ogdan estaba enseñando a los otros el arte de
moverse instantáneamente de un lugar a otro, la famosa “teletransportación”. El viajero
se quedó observando un rato, viendo con ojos divertidos los diversos grados de éxito
que tenían los estudiantes. Había una chica, que probablemente no pasaba de los veinte,
que parecía hacerlo incluso mejor que el propio Ogdan. Éste, por su parte, iba
corrigiendo a sus alumnos, diciéndoles cosas como “No, debes quedarte quieto cuando
lo intentes” o “¡Vamos, concéntrate, estas pensando en cualquier cosa!”. Una vez
satisfecha su curiosidad, Ilya decidió avanzar hacia el grupo. El primero en verle, un
chiquillo adolescente, palideció de horror y, en su nerviosismo, cayó sentado al suelo.
Pronto los demás notaron su presencia también, y se pusieron en guardia. Ogdan salió al
frente. Con voz decidida, exclamó: Tú, bastardo infeliz, ¿cómo te atreves a aparecer por
aquí? Ten por hecho que no saldrás con vida de este encuentro. – Ilya sencillamente
sonrió, con una expresión oscura torciendo su rostro. Avanzó lentamente hacia su rival,
quien inmediatamente abrió los brazos e hizo aparecer un círculo de luz en torno al
grupo. El viajero, que estaba a unos veinte metros del instructor, comenzó a caminar
alrededor del círculo con la mano en la barbilla. Parecía genuinamente interesado en lo
que veía. – Has mejorado, Ogdan. Veo que ya puedes hacer una zona de control
perfectamente esférica. Sin embargo, tu peor falencia, que es tu tendencia a actuar sin
pensar, sigue sin estar corregida. – El hombre fornido se mantuvo en silencio, con una
expresión de enojo en la cara y con los brazos extendidos. Su ceño estaba muy fruncido,
dibujando una serie de surcos sobre su alta frente, y sus ojos brillaban de ira. Ilya
completó su primera vuelta alrededor del conjuro, y prosiguió con su exposición. –
Verás, mi querido bárbaro, aunque tu zona de control sea impenetrable para mis
poderes, no has ponderado otros factores aún más importantes. Por ejemplo, el que
ninguno de tus compañeros pueda atacarme ahora. El que toda tu atención quede
encadenada a una simple barrera. Peor aún, el que te hayas quedado inmovilizado, lo
cual abre todo tipo de posibilidades interesantes para mí. ¿Has pensado alguna vez,
Ogdan, en que hoy podría ser el día de tu muerte? ¿Que podrías estar condenado a
perder tu patética vida en unos momentos más? Supongo que sabrás que aquellos como
yo, los maestros del Tiempo, podemos atisbar el futuro. Pero que este poder tiene una
condición: todo lo que vemos es algo que está destinado a ocurrir, es algo sencillamente
inevitable. Imaginarás, entonces, que yo traté de buscar la respuesta a este conflicto con
anterioridad a nuestro encuentro. Y que sé perfectamente lo que va a ocurrir. – Ilya
observó con agrado que su estrategia ya estaba rindiendo frutos, pues los alumnos más
jóvenes temblaban de miedo ante este inesperado personaje, sacando conclusiones
apresuradas y aterradoras en sus pueriles mentes. Mientras seguía caminando alrededor
del círculo luminoso, pensó que su propia situación debía de ser altamente graciosa: con
un ánfora de vino en una mano, y la otra en la barbilla, mientras dictaba cátedra a un
puñado de seres temblorosos y asustados. Pensó que parecía un profesor que había
realizado un examen sorpresa, y había pillado a toda la clase desprevenida. O más bien
un profesor que se había ido de juerga, y había encontrado a sus alumnos frente a un
burdel. Estos estaban aterrados ante la posibilidad de que su maestro los castigara por su
accionar, pero éste en realidad no se había percatado en un comienzo de su situación.
Sólo cuando su propio temor y sentimiento de culpabilidad los delató fue que el
profesor se dio cuenta de lo que estaba pasando. Y ahora él, Ilya Seminovich Orlov, iba
a hacer lo que todo buen maestro haría: en vez de sencillamente castigarlos,
aprovecharía la oportunidad para darles una lección.
Sonrió una vez más, la maldad dejándose ver por todo su rostro. – Piénsalo bien,
Ogdan; ¿crees realmente que vine hasta aquí sin conocer el resultado exacto de nuestro
encuentro? ¿O lo que es más, sin haberlo determinado previamente? Ya sabes, no son
pocos los que piensan que, en vez de conocer el futuro, lo que los maestros del Tiempo
hacemos en realidad es alterarlo. Y, por supuesto, esto se aplica a todos ustedes
también, seguidores del Espacio. – Las últimas palabras del viajero bastaron para sacar
a los estudiantes del temor, y arrojarlos directamente al pánico. Tres de ellos corrían
desesperadamente dentro del círculo, golpeándose brutalmente contra la esfera invisible
que los rodeaba, mientras una cuarta aullaba del terror. Sólo Ogdan y la joven de la
teletransportación parecían mantener la calma, pero pronto se vieron obligados a tratar
de controlar al resto, cuyos movimientos frenéticos estaban desconcentrando al hombre
de Caernach. Ilya, al ver esto, se llenó de satisfacción, pues comprobó que su estrategia
había funcionado espectacularmente. En vez de poner toda su atención en la zona de
control, que era lo que debía hacer, Ogdan estaba gritando órdenes a sus pupilos, con lo
cual creó, de forma inconsciente, una brecha en el círculo. El maestro del Tiempo no
desperdició la oportunidad. Se movió a una velocidad imposible, y en un instante estaba
mirando a Ogdan directamente a los ojos, a menos de medio metro de distancia. Éste
retrocedió espantado al verle tan cerca. Ilya preparó un conjuro. Pensó que si le
arrancaba un dedo, o dos, el bárbaro nunca más olvidaría la lección. No obstante, no
pudo realizar su deseo, pues una potente voz de barítono rasgó el aire, paralizando a
todos los presentes. - ¿Qué demonios pasa? – De la casona había salido un hombre de
estatura mediana, con un cuerpo anguloso pero bien proporcionado. Negros rizos le
cubrían la cabeza, acompañados por un par de ojos igualmente negros, sobre una nariz
aguileña. Su rostro era armónico, y a pesar de sus cuarenta y tantos años, todavía lucía
joven.
Apenas sus ojos se posaron sobre Ilya, lo entendió todo. Aquel demonio seguía
persiguiéndole, cruzándose en su camino para destruir sus preciosos momentos de paz y
tranquilidad. Por supuesto, él no había cambiado en nada; su pelo rubio estaba
perfectamente cortado, sus ojos grises seguían siendo igualmente misteriosos, y sus
dientes brillaban como perlas. El alto y delgado extranjero le miraba con afabilidad, con
su típica cara de aquí-no-pasa-nada que tanto le desesperaba, pues casi todos caían en la
trampa. “Pero no yo”, se dijo el hombre de la nariz aguileña.
El rubio viajero se le acercó, y levantó el ánfora que llevaba en la mano
izquierda. – ¡Salve, Ectorius! Verás, venía a hacerte una visita amistosa, pero supongo
que tus alumnos se lo tomaron de la manera equivocada. Si me lo permites, te lo puedo
explicar todo… - Ectorius no dejó terminar a su interlocutor. La tensión que sentía era
evidente en todo su cuerpo. – Ya calla, no soporto tus excusas. Te atreves a venir
después de haber destruido mi laboratorio en Eumona, ¿y querías que además te
recibiéramos con los brazos abiertos? Sigues siendo el mismo estúpido pedante de
siempre. – Ilya se encogió de hombros, y le contestó. – Oye, lo del laboratorio también
fue culpa tuya, recuerda que mis conjuros no son particularmente buenos para romper
cosas. Los tuyos sí. Pero bueno, no es eso de lo que quería hablar. Cuando supe que te
habías mudado a la antigua casa de tus padres, no pude evitar venir. Pensé que habías
vendido la propiedad, y ya me lamentaba… – Dio una vuelta sobre sí mismo,
observando el paisaje con admiración. – Sabes que siempre me gustó este lugar. Aquí
fue donde nos conocimos. Y por ello sé que es un lugar muy importante para los dos. –
Ilya le dedicó una sonrisa seductora, pero Ectorius seguía observándole con muchísimo
cuidado.
Sus alumnos, por otra parte, no entendían nada. Aquel tipo fue el responsable de
la destrucción de su taller, y de gran parte de las investigaciones de su maestro. Se había
dedicado en cuerpo y alma a hacerle miserable. Primero le había engañado, sacándole
información vital de cierto proyecto para entregarla a otro investigador, que la directiva
del Instituto consideraba “más acorde con los lineamientos de la organización”.
Después, consiguió que lo expulsaran de la Casa Central, con el pretexto de que sus
obras no eran lo suficientemente buenas, y que desprestigiaban al Instituto. Sólo pudo
regresar tras pasar por un largo y extenuante proceso de apelación. Finalmente, lideró
personalmente un allanamiento al laboratorio de Ectorius, buscando, según decían, “una
aberración humana” que supuestamente ellos estaban creando. Por supuesto, aquella
“aberración” nunca apareció, pero dado que Ectorius resistió ferozmente el asalto de
Ilya, hiriendo a varios de sus acompañantes, el Instituto lo expulsó definitivamente de
Eumona. El combate redujo el bonito taller a un montón de escombros y cenizas, del
que no se pudo rescatar nada. No tenían pruebas concluyentes en contra del viajero,
pero sabían perfectamente que él había estado detrás de todos esos infortunios. Le
odiaban y le temían con toda su alma, en partes iguales.
Ogdan protestó. – Gran Maestro, ¿por qué le permitís hablar así? ¡Dejadme
mostraros mis habilidades, reteniéndole para que vos mismo lo matéis de una vez por
todas! – En ese momento, por alguna extraña coincidencia, Ilya y Ectorius sonrieron. –
Habla igual que el tarado de Lorax antes de que lo tomaran prisionero. ¿Lo recuerdas? –
dijo el primero. El segundo miró al cielo, suspiró, y dijo a sus pupilos que se marchasen
al pueblo. El hombre de Caernach trató de protestar una vez más, y se desesperó al ver
que su maestro hablaba muy en serio, y que no cambiaría de opinión. Antes de partir,
escupió a los pies del viajero, y le dedicó una mirada fulminante. Ilya respondió con su
reacción típica, y casi mecánica: sonreír.
Los dos hombres entraron a la casa. Apenas hubo cerrado la puerta, Ectorius se
volvió hacia Ilya, y le preguntó con voz helada: ¿Qué quieres? Sabes que somos
enemigos. No tienes nada que hacer aquí. – El maestro del tiempo suspiró de manera
melancólica, y le dedicó una profunda mirada antes de responder. – Hemos peleado
durante todo este tiempo, lo sé, pero quería tener una última conversación contigo en
plan de amistad. Aprovechando este escenario idílico, y tan lleno de recuerdos, quiero
que resolvamos los asuntos pendientes que hay entre nosotros. – El hombre de la nariz
aguileña le miró con desprecio. – Entre nosotros no queda nada excepto un río de sangre
y lágrimas, Ilya. Ya has hecho suficiente para ganarte mi odio. Ándate, antes de que
esto evolucione en otra pelea sin sentido. Ya te mataré otro día. – dijo él. “Y ahora
sonreirá y tratará de hacer como si no supiera nada”, pensó. Sin embargo, se
equivocaba, pues el viajero adoptó una expresión muy seria. – Ya no puedo llamarte
amigo, eso es cierto, pero no puedes negar que fueron circunstancias ajenas a nosotros
dos las que nos empujaron a esto. Tuvimos algo muy valioso, y quiero rescatarlo, antes
de que las llamas de tu ira terminen de convertirlo en cenizas. Tú sabes de qué hablo,
Ectorius. – Este se sintió sacudido por el dolor, mientras un remolino de emociones
atenazaba sus entrañas: la pequeña victoria que suponía ver serio a Ilya (aunque era
simplemente un truco, y Ectorius lo sabía), el odio que sentía ante su comportamiento y
motivaciones, y la enorme tristeza que le provocaba el recuerdo de “eso tan valioso”. Se
sintió acorralado y perdido, derrotado antes de combatir. Recordó lo que dijera en su
tiempo un sabio oriental: “Ganar una batalla sin necesidad de combatir es la
demostración máxima de pericia militar”. Por supuesto, Ilya era magistral en ese
aspecto. Pero ese pensamiento no le ayudaba, notó, así que lo apartó de su mente.
“Circunstancias ajenas, eso dices, pero sabes que es mentira” se dijo. “No sé la razón,
pero estás decidido a destruir mi vida. Y no pienso dejar que lo hagas”. Trató de
recuperar la compostura. Quería saber que nueva gamberrada trataría de jugarle, así que
le dijo: Tú ganas. Te concedo quince minutos para que expongas tus razones; después
de eso te largas.

Como es natural, los quince minutos se convertirían en una hora, y la hora en


medio día. Se sentaron afuera, al lado del granero, y bebieron del magnífico vino de la
Casa Gandolfini. Bebían directamente del ánfora, tal como hicieran hace doce años. –
Efectivamente, el mercader no mentía, está tan bueno como cuando lo probé por
primera vez, aquí mismo. – dijo el viajero. Las dulces notas a bayas se paseaban por su
nariz y lengua, llenándolo de bellos recuerdos. Ilya se deleitaba con la experiencia. –
Sin querer ser indiscreto, ¿por qué hemos venido aquí? Tenía la impresión de que
querías dejar atrás lo que pasó entre nosotros. – dijo. Ectorius le miró fijamente a los
ojos antes de responder. – Eres tú el que quiere hablar del pasado. Imaginé que te
gustaría venir de nuevo a este lugar. Aunque no necesite refrescarte la memoria, porque
sé que la tuya es tan buena como la de una biblioteca, pensé que sería poético que la
muerte de una cosa ocurra en el lugar de su concepción. – El viajero sonrió, por primera
vez en lo que va de este relato, con absoluta sinceridad. Lamentablemente, su
interlocutor no captó este detalle, cosa que le habría provocado una gran alegría en el
futuro. - ¡Lo sabía, tú tampoco piensas que la cosa esté muerta! Te has delatado tú
mismo, Ectorius. – Éste último hizo una mueca de desprecio. – Eres tú el que se ha
empeñado en sacar a los cadáveres de sus criptas. Mi intención es darles una sepultura
digna y definitiva. – dijo. Ilya se recostó sobre un fardo de paja, y suspiró. – Me
pregunto, ¿por qué estás siempre tratando de definir todo? ¿Por qué no puedes relajarte
y aceptar que el mundo es infinitamente más complejo de lo que tú y yo pensamos?
¿Recuerdas aquel tiempo en el cual, recostados en este mismo lugar, mirábamos las
estrellas? Tú conocías todas las constelaciones. Llamabas a cada astro por su nombre. Y
yo me entretuve tratando de contradecirte. Con tu soberbia voz de sabelotodo, decías
“Esa es la constelación del caballo”. – Ilya hizo una imitación jocosa del tono de
Ectorius. – Entonces te respondía que no, que esa era la constelación del burro. ¡Te
enojaste de una manera! Alegabas que eso era imposible, que una bestia tan vulgar
como el burro jamás tendría un lugar en el firmamento. Me señalabas las conexiones
entre las estrellas, me mostrabas las patas, el rabo, la cabeza, e incluso el jinete.
Recuerdo que, entre risas, te dije que los burros y los caballos tenían las mismas partes,
así que mi teoría era perfectamente plausible. Pero no, tú siempre fuiste obstinado, y
terminaste por decir que sencillamente era un estúpido por pensar así. – El maestro del
Espacio respondió secamente. – Y lo sigo pensando. Esas estrellas allá arriba no
significan nada por sí mismas. Fueron otros hombres quienes les dieron un nombre. El
valor de nuestras experiencias no puede ser medido por los demás. Tú te estabas riendo
de eso, y yo lo consideré inadmisible. – dijo. – ¡Menuda explicación que te inventaste! –
Ilya se reía a carcajadas. – Pero bueno, supongo que tuviste años de sobra para eso. Para
serte honesto, nunca conseguí ver las constelaciones que me mostrabas. Sólo pude
entenderlas años después, al ver unos mapas astrales que había tirados en la biblioteca
de papá. – Ambos hombres, después de este comentario, se quedaron callados durante
un buen rato.
Mientras el sol se tomaba su tradicional descanso veraniego, a eso de las cuatro
de la tarde, las alondras revoloteaban alocadamente sobre las cabezas de los dos
hombres. Ambos contemplaban el paisaje, las praderas amarillentas, resecadas por el
astro rey, contrastadas por el verde de los olivos. Se oía el ligero rumor del arroyo que
pasaba a los pies de la colina, y la brisa susurraba en sus oídos. Por un momento, se
volvieron a sentir jóvenes, igual que aquella vez, cuando se habían conocido, doce años
atrás. Más que jóvenes, quizá, se sintieron atemporales, perdidos en una pequeña isla de
paz, donde el futuro no existía, y sus vivencias flotaban al alcance de la mano. Después
de un rato, Ectorius decidió romper el hechizo. – ¿Cómo está tu hermana? Cuando
hablaste de tu padre, me acordé de ella. – Ilya contestó con desgano. – ¿Irina? Supongo
que bien. Está trabajando bajo la tutela del zar Mikhail. Pronto me superará en
habilidad, si es que no lo ha hecho ya. Y bueno, sigue sin olvidarse de ti. – Esta vez fue
Ectorius el que habló sin mucho entusiasmo. – La pobre nunca se enteró entonces.
Asumo que no le has dicho nada. – El viajero sacudió la cabeza. – No, y tampoco
pienso contarle. No hay razón alguna para que lo sepa. – dijo. Su interlocutor se rió de
buena gana. – Incluso tú tienes debilidades. Lo único que quieres es protegerla. Si las
cosas fuesen distintas, si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias, quien sabe,
tal vez hasta sería mi esposa. – ¿Y ser tu cuñado? Maldición Ectorius, te estás poniendo
viejo. Sabes que ni tú ni yo lo soportaríamos. Piénsalo, los tres tomando té en el jodido
palacio, hablando de banalidades, y tratando de comportarnos de forma amistosa para
no preocupar a Irina. Es la viva imagen del infierno, a mi juicio. – respondió Ilya,
fingiendo irritación. Ambos rieron. El hombre de la nariz aguileña interpeló al otro. –
¿Pero entonces la sigues visitando con frecuencia, no es así? – El hombre rubio se dejó
poseer por la tristeza durante una fracción de segundo. El detalle no escapó a su
compañero. – Ya no. Digamos que ahora la distancia es demasiado grande, y ambos
tenemos demasiadas obligaciones. – dijo. Ectorius súbitamente cambió su actitud,
mirando con ojos inquisitivos al otro. – ¿Y dónde diablos estás viviendo entonces?

Cabe destacar que, hasta este punto, ambos hombres habían sostenido una
conversación bastante amena, y exacerbadamente nostálgica. No obstante, un solo
comentario bastó para cambiar todo eso.
Ilya hizo un gesto de despreocupación. – En el palacio de la duquesa de Alfieri,
ella es mi nuevo mecenas. – Tras escuchar aquellas palabras, toda la buena voluntad de
Ectorius se esfumó. “Este maldito desgraciado no dejará de perseguirme hasta que uno
de los dos muera”, se dijo. Alfieri era una ciudad costera, en pleno auge comercial, que
quedaba a menos de un día de jornada de allí. La mente del maestro del Espacio se
rebeló contra la idea de tener a ese monstruo tan cerca de nuevo. No tardó en expresar
sus sentimientos. – ¡Maldita sea, yo quería creer que todas las atrocidades por las que
me has hecho pasar eran solo un problema de circunstancias, tal como dijiste! ¡Yo
quería creer en nuestra amistad! ¡Eres un condenado hijo de puta! – dijo, resoplando de
rabia. Ilya ni siquiera se inmutó. Se esperaba semejante reacción. Ectorius continuó con
su arranque de ira, cada vez más al borde de las lágrimas. – ¿Hasta cuando vas a abusar
de mí? ¿Cuántas vidas más tienes que dejar en la miseria para satisfacer tu maldita
hambre de destrucción? ¿Por qué no puedes simplemente alejarte de mí, y de aquellos a
quienes quiero? No sé en que estaba pensando cuando te dejé pasar. – dijo. El viajero le
respondió con mucha calma. – Mira, no fue más que una buena oportunidad para mí.
Ella me ofreció su patrocinio, y yo, que lo único que deseaba era alejarme de mi país
natal, acepté encantado. Y si me has dejado pasar, es por lo que todavía sientes,
Ectorius. – expuso Ilya, y volvió a dedicarle una de esas sonrisas seductoras que el
hombre de la nariz aguileña no podía resistir. Éste último sintió que su paciencia se
estaba agotando, así que habló sin pensar. – Sí, claro, como que la duquesa quisiera
mantener a un tipo de tu calaña. No eres más que un asesino a sueldo, Ilya, y uno
demasiado costoso para ser rentable. Nada sabes hacer excepto destruir vidas humanas.
El viajero había conseguido mantener su mente despejada y clara durante gran
parte de la discusión, pero llegó al punto en que no pudo más. Se levantó y miró al otro
con una expresión demoníaca, casi resoplando. Soltó una serie de carcajadas fingidas. –
Mira como me río de tu ingenuidad, Ectorius. ¿Sabes qué? Es verdad, tuve que hacer lo
imposible por conseguir esa posición. Maté al imbécil que la estaba ocupando antes,
pagué una fortuna al Rector de la Academia de Alfieri para que me diera su aprobación,
y me acosté con la perra de su hija para llegar hasta aquí. ¿Y sabes qué más? Ahora soy
el amante de ese sapo reventado que es la duquesa, de su dama de compañía, y de su
hijo también. ¡Y tengo que verles las caras todos los días! ¡Todo esto para poder estar
cerca de ti! – El rostro de Ilya estaba completamente desfigurado, y denotaba una cierta
demencia. El hombre de la nariz aguileña se mordió el labio, y le lanzó un potente
puñetazo a la cara. El viajero aterrizó de espaldas sobre el heno. – Te has vuelto loco.
¿Tanto quieres torturarme? No te entiendo. ¡Sabes que te amo, que te he amado desde
esa vez! ¿Tanto te molesta que mantenga un lugar secreto en mi corazón, sólo para ti?
Disfrutas inmensamente con el dolor que me causas, no tienes pudor alguno en
contarme como das tu afecto a otros, en como matas a gente inocente, ¡y todo con el fin
de poder seguir alimentando mi desesperación! – dijo Ectorius, mientras las lágrimas le
rodaban por las mejillas. Ilya se incorporó, y se limpió la sangre del labio. – No
entiendes nada. Mientras tú sigas vivo, amándome, hay una parte de mí que jamás podrá
ser libre. ¡Estás atrapado en el pasado! Y me estás arrastrando a mí también a ese
pantano que es la memoria. El dolor que te causo es sólo para que entiendas mi infierno
personal. – dijo el viajero. Una risa amarga brotó de los labios del maestro del Espacio.
Habló con desprecio. – Dices que te estoy reteniendo, pero eres tú el que está atrapado.
No puedes amarme, no puedes odiarme, así que vives en un estado de perpetua
indecisión que te empuja a destruir a todo aquel que te muestre un ápice de afecto.
Decías que no puedo dejar de asignar valores precisos a las cosas, pero tú, en cambio,
eres incapaz de distinguirlas. Le tienes miedo a tu corazón, le temes al amor, le temes a
todo, porque no hay nada claro y distinto en tu mundo. – Esta vez fue el turno de Ilya
para carcajearse con desprecio, emitiendo una risa falsa, exasperante. – Entonces,
“señor paz y amor”, ¿debería abrir las puertas de mi corazón, y amar a mi prójimo?
¿Debería ser como tú, constantemente creyendo que las cosas son de una sola manera?
– Su actuación era patética y febril, demasiado exagerada para siquiera ser cómica.
Súbitamente se calmó, y habló con una voz fatalmente fría. – Sólo me queda una cosa
por decirte, Ectorius: Un día te enseñaré a odiarme, cueste lo que me cueste, y entonces
nos enfrentaremos en un verdadero duelo a muerte. Antes de eso, nada podrá matarnos
ni sacarnos de esta miseria. Lo he visto en el futuro. Así está escrito. Si quieres salvar a
los que te rodean, mas te vale cambiar tu mentalidad. La próxima vez que nos veamos
será seguramente la última. ¿Tienes algo más que decir, antes de que sea demasiado
tarde? – Ectorius se conformó con escupir a los pies de Ilya. Éste se encogió de
hombros, y suspiró. Había regresado a terreno firme. – Si así lo quieres, entonces vale.
Pero te arrepentirás. Es muy difícil hacer confesiones cuando tu cuerpo está hecho
jirones, y probablemente no alcanzarás a decírmelo todo. Hasta la próxima, Ectorius. –
Se volvió, y comenzó a bajar por la ladera, mientras el otro hombre sollozaba, de
rodillas sobre el piso. Se sentía fatal; aquel hermoso lugar, donde había sido besado por
primera vez, donde había conocido el amor, estaba ahora indeleblemente manchado por
la tragedia. Efectivamente, los muertos habían regresado a la tumba, pero de manera
brutal, arrojados de cabeza a una fosa común.

Se hizo de noche mientras Ilya recorría el camino de regreso a Alfieri. Iba


caminando con la mente en blanco, para evitar pensar en todo lo que había ocurrido. De
pronto, una figura salió de entre unos árboles cercanos. Cuando pudo verla bien, el
viajero se sorprendió. Era la chica de antes, aquella que había superado a Ogdan en la
teletransportación. Sin perder la calma, comenzó a reunir energía en su mano derecha,
preparándose para el ataque. Sin embargo, ella se detuvo a unos diez metros, y con voz
pausada le dijo: Vos sois el amor perdido del maestro Ectorius, ¿no es así? – Ilya se
sintió divertido por la perspicacia de la joven. – ¿Cuál es tu nombre? Si fueras una
persona común y corriente, diría que nos has estado espiando, pero tú dejas una huella
energética demasiado fuerte. Te habríamos notado. – dijo él. Ella respondió, sin
inmutarse, que se llamaba Varda. Después dijo: No, no tuve necesidad. Lo intuí porque
el maestro Ectorius, siempre que se le pregunta por alguna posible amante, responde
que sólo tuvo un amor, y que murió hace mucho tiempo. Pero, al ver la relación que
tenéis vosotros dos, no pude hacer menos que especular con algunas cosas, en particular
porque vuestro encuentro fue hace doce años, y mi maestro suele decir que hace doce
años fue su periodo de mayor felicidad. Como podéis ver, es sólo una cuestión de
cálculo. – Su interlocutor la miró con ojos curiosos. – Le conoces bastante bien, según
parece. Sospechosamente bien. Si no fuera Ectorius de quien hablamos, diría que se
acuesta contigo. Pero bueno, tuve suficiente cotilleo por hoy. ¿Qué diablos quieres? –
Ella le observaba con una expresión casi vacía, sus ojos desprovistos de cualquier lustre.
– Señor, tengo la sospecha de que mi maestro perderá la vida en un futuro no muy
lejano. Como es lógico, esa intuición está fuertemente ligada a vos. – Ilya puso una cara
de exasperación. – Sí, ¿y? ¿Vas a tratar de detenerme? Ya fui suficientemente
compasivo en nuestro encuentro anterior, esta vez iré en serio. – dijo él. Varda sacudió
lentamente la cabeza, haciendo un gesto de negación. – Ese asunto es entre vos y el
maestro Ectorius, es parte de vuestro destino. Pero, una vez muerto él, quien termine
con vuestra vida seré yo. – El viajero iba a protestar, pero ella le detuvo. Su tono era
increíblemente firme y seguro; era como si la mismísima parca estuviera hablando, o así
lo sintió Ilya. – No, esto no es una amenaza, o una bravata. Es un hecho. – Él estaba
cada vez más confuso, y sólo atinó a reírse de la imprudente alumna. – ¿Tan segura
estás de que vas a ser tú la siguiente Gran Maestra? Porque si no llegas por lo menos
hasta ese punto, ni sueñes con tratar de luchar contra mí. – Varda volvió a negar con la
cabeza. – No es necesario, ni siquiera relevante. Vos, Gran Maestro del Tiempo, Ilya
Seminovich Orlov, tenéis el don de la memoria: nada olvidáis, excepto por aquello que
deseáis borrar de vuestra mente. Y cometeréis el fatal error de desechar esta
conversación en favor de otro recuerdo, uno banal e inútil. Tan segura estoy de todo
esto, que os lo puedo decir directamente a la cara. Adiós. – fue lo último que dijo, antes
de desvanecerse en el aire. Ilya todavía no entendía bien de que iba todo eso, así que
decidió dejarlo de lado. Tras sacar de su bolsillo a Casiopea, el reloj más preciso del
mundo, resopló con hastío. Había perdido veinticinco valiosos minutos escuchando a
aquella mujer delirante, y ahora tendría que reajustar todos sus planes. Odiaba eso con
pasión; ¿por qué las cosas nunca podían ocurrir exactamente como él las proyectaba?

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