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El sol alto sobre la montaña.

El bebé grita a mi derecha mientras su madre sigue sin poder


calmarlo. Ya se logra escuchar la desesperación surgiendo en el canto de esta. El payaso está
sentado junto a mí contando los pesos que le quedan para el viaje a su destino. Su peluca luce ya
polvorienta y el maquillaje comienza a correr con el sudor. Una joven se encuentra recargada en el
poste de la parada. En el hombro el bolso y en los brazos sus libros. Aún no termina el maquillaje
de su ojo izquierdo por lo que carga en mano el polvo y el delineador. Una parejita emo a mis
espaldas no deja de hablar del concierto que la estación de radio dará esta noche en barrio.
Suenan emocionados, aunque por la voz de ella puedo adivinar que es él quien en verdad se
muere por ir. El bebé calló y la mujer se seca el sudor de la frente al tiempo que suelta un
profundo suspiro. Vaya guerra que le dio la pequeña bestia. Los carros comienzan a fluir más
aprisa y el de las quesadillas de la banqueta de enfrente ya comienza a calentar las tortillas. Un par
de albañiles se suma al grupo y uno de ellos suelta un piropo a la joven de los libros. Ella no los
nota o por lo menos eso intenta aparentar al mirar fijamente al frente. Él no le presta más
atención y se voltea para hablar con el otro sobre el partido de ayer. México dos, Francia cero.
Nadie lo cree, o al menos eso dicen. En lo personal tampoco lo creo, pero el Cuau sigue
impresionándome. Ahora seré un fan suyo. Entonces entre los carros se divisa el camión. Me
enfoco en mi meta. Mis músculos se tensan y mis sentidos se agudizan. No hay más sonido y veo al
camión acercarse como en una película muda. Se detiene en la parada y todos en el grupo se
apresuran a subir. Se siente el alivio que trae el final de la espera. Soy el último en la fila de subida.
Entonces aprieto la culata del revólver y apunto al conductor.

“Buenos días, señor. Baje del camión.”

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