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Carmen Laforet Nada Premio Nadal [04-4 Comentado. por Rosa Navarro Duran yeos Comentados Por dificultades en el ultimo momento para adqui- rir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un. tren distinto del que habia anunciado y no me espe- raba nadie. Era la primera vez que viajaba sola, pero no esta ba asustada; por el contrario, me parecia una aven- tura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y can- sado, me empezaba a circular en las piernas entu- mecidas y con una sonrisa de asombro miraba la fan estacion de Francia y los grupos que se forma: an entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegdbamos con tres horas de re- traso. El olor especial, e] gran rumor de la gente, las lu- ces siempre tristes, tenfan para mf un gran encanto, ya que envolvia todas mis impresiones en la maravi- la de haber Iegado por fin a una ciudad grande, ado- rada en mis ensuefios por desconocida. Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de Ja masa humana que, cargada de male- tas, se volcaba en la salida, Mi equipaje era un ma- B leton muy pesado —porque estaba casi Ileno de libros— y lo Hevaba yo misma con toda la fuerza de mi juveritud y de mi ansiosa expectacién. Un aire marino, pesado y fresco, entré en mis pul mones con la primera sensacién confusa de la ciu- dad: una masa de casas dormidas; de establecimien- tos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiracién grande, dificultosa, ve nia con el cuchicheo de la madrugada, Muy cerca, ami espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazén excitado, estaba el mar. _Debia parecer una figura extrafia con mi aspecto risuefio y mi viejo abrigo que, a impulsos de la bri- sa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos «camalics». Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en Ja gran acera, porque la gente corria a coger los ¢s- 50s taxis o luchaba por arracimarse en el tranvia. ‘Uno de es0s viejos coches de caballos que han vuel- toa surgir después de la guerra se detuvo delante de mi y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un sefior que se lanzaba detrés de él desesperado, agitando el sombrero, Corri aquella noche en el desvencijado vehiculo, por anchas calles vacias y atravesé el corazén de la ciudad Ileno de luz a toda hora, como yo queria que estuviese, en un viaje que me parecié corto y que para mi se cargaba de belleza. Elcoche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovié como uun grave saludo de bienvenida. Enfilamos lacalle de Aribau, donde vivian mis p- rientes, con sus platanos llenos aquel octubre de es- peso verdor y su silencio vivido de la respiracion de mil almas detrds de los balcones apagados, Las rue- das del coche levantaban una estela de ruido, que re- percutia en mi cerebro. De improviso sent{ crujir y ba- 4 lancearse todo el armatoste. Luego quedé inmévil. —Aqui es —dijo el cochero. té la cabeza hacia la casa frente a la cual es- tabamos. Filas de balcones se sucedian iguales con suhierro oscuro, guardando el secreto de las vivien- das. Los miré y no pude adivinar cuales serfan aque- Hos a los que en adelante yo me asomarfa. Con la ‘mano un poco temblorosa di unas monedas al vigi- lante y cuando él cerré el portal detras de mi, con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta. ‘Todo empezaba a ser extrafio a mi imaginaci6n; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, ilu- minados por la luz elgctrica, no tentan eabida en i recuerdo, Ante la puerta del piso me acometi6 un stibito te- mor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mi, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una timi- da llamada a Ja que nadie contest6. Se empezaron a apretar los latidos de mi coraz6n y oprimf de nue- vo el timbre, Of una voz temblona: «(Ya va! {Ya val» Unos pies arrastréndose y unas manos torpes des- corriendo cerrojos. Luego me parecié todo una pesadilla, Lo que estaba delante de mf era un recibidor alum- brado por la tinica y débil bombilla que quedaba su- jeta a uno de los brazos de la lampara, magnifica y sucia de telarafias, que colgaba del techo. Un fondo ‘oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las mudanzas. Y en primer término Ia mancha Dblanquinegra de una viejecita decrépita, en camis6n, con una toquilla echada sobre los hombros. Quise ensar que me habia equivocado de piso, pero aque- Tsinielte viejecilla conservaba una sontisa de bon- dad tan dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela. 15 ~éEres ti, Gloria? —dijo cuchicheando. Yonegué con la cabeza, incapaz de hablar, pero ella no podia verme en Ja sombra, —Pasa, pasa, hija mia. Qué haces ahi? ;Por Dios! iQue no se dé cuenta Angustias de que vuelves a es tas horas! Intrigada, arrastré la maleta y cerré la puerta de- tras de mi, Entonces la pobre vieja empez6 a balbu- cear algo, desconcertada. —¢No me conoces, abuela? Soy Andrea. —¢Andrea? Vacilaba. Hacia esfuerzos por recordar. Aquello era lastimoso, —St, querida, tuniet na como habfa escrito. La anciana segufa sin comprender gran cosa, cual do de una de las puertas del recibidor salié en pije- ma un tipo descarnado y alto que se hizo cargo de la situacién. Era uno de iis tfos, Juan. Tenfa la cara lena de concavidades, como una calavera ala huz de la tinica bombilla de la lémpara En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me llamé sobrina, la abuelita me eché los brazos al cuello con los ojos claros llenos de lagrimas y dijo «pobrecita» muchas veces... En toda aquella escena habfa algo angustioso, y enel piso un calor sofocante como si el aire estuvie- ra estancado y podrido. Al levantar los ojos vi que habian aparecido varias mujeres fantasmales. Casi senti erizarse mi piel al vishumbrar a una de ellas, vestida con un traje negro que tenia trazas de cami son de dormir. Todo en aquella mujer parecia horri- bley desastrado, hasta la verdosa dentadura que me sonrefa. La seguta un perro, que bostezaba ruidosa- mente, negro también el animal, como una prolon- gacién de su luto, Luego me dijeron que era la cria- da, pero nunca otra criatura me ha producido impresion més desagradable. no pude llegar esta mafis- 16 Detrds de tio Juan habfa aparecido otra mujer fla- cay joven con los cabellos revueltos, rojizos, sobre Ja aguda cara blanca y una languidez de sabanas col- gada, que aumentaba la penosa sensacién del con- junto, Yo estaba atin, sintiendo la cabeza de la abuela so- bre mi hombro, apretada por su abrazo y todas aque- llas figuras me parecian igualmente alargadas y som- brias. Alargadas, quietas y tristes, como luces de un velatorio de pueblo. —Bueno, ya est bien, mama, ya esta bien —dijo luna voz seca y como resentida. Entonces supe que atin habfa otra mujer a mi es- palda. Sentf una mano sobre mi hombro y otra en mibarbilla. Yo soy alta, pero mi tia Angustias lo era mas y me obligé a mirarla asi. Ella manifest cierto desprecio en su gesto. Tenfa los cabellos entrecanos que le bajaban a los hombres y cierta belleza en su cara oscura y estrecha. —iVaya un plantén que me hiciste dar esta mafia- na, hijal... ¢Cmo me podia yo imaginar que ibas a llegar de madrugada? Habia soltado mi barbilla y estaba delante de mi con toda la altura de su camisén blanco y de su bata, azul. —Seiior, Sefior, qué trastorno! Una criatura asi, sola.. Of grufir a Juan. agit est la bruja de Angustias estropedndolo todo! ‘Angustias aparenté no ofrlo. Bueno, ttt estards cansada. Antonia —ahora se dirigia a la mujer enfundada de negro, tiene usted que preparar una cama para la sefiorita. Yo estaba cansada y, ademés, en aquel momento, me sentia espantosamente sucia. Aquellas gentes mo- viéndose o mirandome en un ambiente que la aglo- meracién de cosas ensombrecfa, parecfan haberme 17 ‘argado con todo el calor y el hollin del viaje, de que antes me habia olvidada, Ademés, deseaba angustio- samente respirar un soplo de aire puro. _ Observé que la mujer desgrefiada me miraba son- riendo, abobada por el suefio, y miraba también mi maleta con la misma sonrisa. Me oblig6 a volver la vista en aquella direccién y mi compaiera de viaje me parecié un poco conmovedora en su desamparo de pueblerina. Parduzca, amarrada con cuerdas, siet- do, a mi lado, el centro de aquella extraia reunién. Juan se acercé a mi: —{No conoces a mi mujer, Andrea? ‘Y empujé por los hombros a la mujer despeinads. =Me llamo Gloria —dijo ella. Vique laabuelita nos estaba mirando con una an- siosa sonrisa. —iBah, bah. gqué es eso de daros la mano? Abra- za0s, nifjas... jasi, asi! Gloria me susurré al ofdo: —¢Tienes miedo? Y entonces casi lo senti, porque vi la cara de Jua que hacia muecas nerviosas mordiéndose las meji llas. Era que trataba de sonrefr. Volvié tia Angustias autoritaria. —jVamos!, a dormir, que es tarde. —Ouisiera lavarme un poco —dije. —¢Cémo? jHabla més fuerte! ¢Lavarte? Los ojos se abrian asombrados sobre mi. Los ojos de Angustias y de todos los demas. Aqui no hay agua caliente —dijo al fin Angustias. =No importa... ~ fle atreverds a tomar una ducha a estas horas? Si —dije—, si. jQué alivio el agua helada sobre mi cuerpo! {Qué alivio estar fuera de las miradas de aquellos seres originales! Pensé que alli, el cuarto de bafio no se debia utilizar nunca. En el manchado espejo del la- vvabo —jqué luces macilentas, verdosas, habja en toda 18 lacasal—se reflejaba el bajo techo cargado de telas dearafias, y mi propio cuerpo entre los hilos brillan- tes del agua, procurando no tocar aquellas paredes sucias, de puntillas sobre la roilosa bafiera de por- celana. Parecia una casa de brujas aquel cuarto de bafio. Las paredes tiznadas conservaban la huella de ma- nos ganchudas, de gritos de desesperanza. Por todas partes los desconchados abrian sus bocas desden- tadas rezumantes de humedad. Sobre el espejo, por- que no cabfa en otro sitio, habfan colocado un bode- gon macabro de besugos pilidos y cebollas sobre fondo negro. La locura sonreia en los grifos torcidos. Empecé a ver cosas extrafias como los que estén borrachos. Bruscamente cerré la ducha, el cristali- no y protector hechizo, y quedé sola entre la sucie- dad de las cosas. No sé cémo pude llegar a dormir aquella noche. En la habitacion que me habian destinado se veia un gran piano con las teclas al descubierto. Numerosas cornucopias —algunas de gran valor— en las pare- des, Un escritorio chino, cuadros, muebles abigarra- dos. Parecia la buhardilla de un palacio abandona- do, y era, segtin supe, el salén de la casa. En el centro, como un timulo funerario rodeado por dolientes seres —aquella doble fila de sillones destripados—, una cama turca, cubierta por una ‘manta negra, donde yo debia dormir. Sobre el piano habjan colocado una vela, porque la gran lémpara del techo no tenfa bombillas. ‘Angustias se despidié de mi haciendo en mi fren- tela sefial de la cruz, y la abuela me abraz6 con ter- nura. Sent{ palpitar su corazén como un animalillo contra mi pecho. e despiertas asustada, llémame, —dijo con su vocecilla temblona. Y luego, en un misterioso susurro a mi ofdo: Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy hacien- 19 2 do algo en la casa por las noches. Nunca, nunc: Mere ALfin se fueron dejéndome con la sombre dels muebles que la luz de la vela hinchaba Ilenat ead Palpitaciones y profunda vida. El hedor que se ad Yertia en toda la casa llegé en una rafage mis fuer te Er un olor a porqueria de gato. Sentt guemeaie gaba y trepé en peligroso alpinismno sobre reapal de un sillon para abrir una puerta que aparecia ex {recortinas de terciopelo y polve, Pude legta ae Vigo @ medida que los muebles lo permitia van en la suave negrura de aes inas ganas stibitas de llorar, com intiguos, bruscamente recobrado: Aquel iltminade € un tropel toda mi asta el momento de tes y de muebles en terme en aquella cama estuve temblando d @pagué la vela, i que Parecida aun atatid. Creo le indefinibles terrores cuando 20 1 Alamanecer, las ropas de la cama, revueltas, esta- ban en el suelo. Tuve frio y las atraje sobre mi cuerpo. Los primeros tranvias empezaban a cruzar la ciu- dad, y amortiguado por la casa cerrada, llegé hasta ‘mi el tintineo de uno de ellos, como en aquel verano de mis siete afios, cuando mi iltima visita a los abue- los, Inmediatamente tuve una percepcion nebulosa, Pero tan vivida y fresca como si me la trajera el olor de una fruta recién cogida, de lo que era Barcelona en mi recuerdo: este ruido de los primeros tranvias, cuando tia Angustias cruzaba ante mi camita impro- visada para cerrar las persianas que dejaban pasar ya demasiada luz. O por las noches, cuando el calor no me dejaba dormir y el traqueteo subja la cuesta de la calle de Aribau, mientras la brisa traia olor a las ramas de los platanos, verdes y polvorientos, bajo el balcén abierto. Barcelona era también unas ace- ras anchas hiimedas de riego, y mucha gente bebien- do refrescos en un café... Todo lo demés, las grandes tiendas iluminadas, los autos, el bullicio, y hasta el mismo paseo del dia anterior desde la estacién, que yo anadia a mi idea de la ciudad, era algo palido y a falso, construido artificialmente como lo que dema- ado trabajado y manoseado pierde su frescura otk nal. Sin abrir los ojos sentf otra vez una oleada ventu: rosa y célida. Estaba en Barcelona. Habia amonto- nado demasiados suefios sobre este hecho concreto ara no parecerme un milagro aquel primer rumor dela ciudad diciéndome tan claro que era una reali dad verdadera como mi cuerpo, como el roce 4spero de la manta sobre mi mejilla. Me parecia haber so- fiado cosas malas, pero ahora descansaba en esta ale: aria, Cuando abri los ojos vi a mi abuela miréndome. Noa la viejecita de la noche anterior, pequefia y con- sumida, sino a una mujer de cara ovalada bajo el ve- lillo de tul de un sombrero a Ia moda del siglo pasa- do. Sonrefa muy suavemente, y la seda azul de su traje tenia una tierna palpitacion. Junto a ella, en la sombra, mi abuelo, muy guapo, con la espesa barba castaiia y los ojos azules bajo las cejas rectas. Nunca les habia visto juntos en aquella época de su vida, y tuve curiosidad por conocer el nombre del artista que firmaba los cuadros. Asi eran los dos cuando vinieron a Barcelona hacia cincuenta afios. Habia una larga y dificil historia de sus amores —n0 recordaba ya bien qué... uizés algo relacionado con In pérdida de una fortuna Pero en aquel tiempo el mundo era optimista y ellos se querfan mucho. Es trenaron este piso de la calle de Aribau, que enton- ‘ces empezaba a formarse. Habfa muchos solares atin, y quizds el olor a tierra trajera a mi abuela reminis- ‘cencias de algin jardin de otros sitios. Me la ima né con ese mismo traje azul, con el mismo gracioso sombrero, entrando por primera vez en el piso vacio, ‘que olfa atin a pintura. «Me gustar4 vivir aqui —pen- sarfa al ver a través de los cristales el descampado—, es casien las afueras, jtan tranquilol, y esta casa es tan limpia, tan nueva...» Porque ellos vinieron a Bar- a celona con una ilusién opuesta a la que a mi me tra- jo:el descanso, en un trabajo seguro y metédico. Fue su puerto de refugio la ciudad que a mi se me anto- Jaba como palanca de mi vida. Aquel piso de ocho balcones se llené de cortinas —encajes, terciopelos, azos—; los batiles volcaron su contenido de fruslerfas, algunas valiosas. Relojes toriados dieron a la casa su latido vital. Un piano écomo podfa faltar?— sus linguidos aires cuba- nos en el atardecer. Aunque no eran muy jévenes tuvieron muchos fios, como en los cuentos... Mientras tanto, la calle de Aribau crecfa. Casas tan altas como aquélla y mas altas aun formaron las espesas y anchas manzanas. Los Arboles estiraron sus ramas y vino el primer tranvia eléctrico para darle su peculiaridad, La casa fue envejeciendo, se le hicieron reformas, cambié de duefios y de porteros varias veces, y ellos siguieron como una institucién inmutable en aquel primer piso. Cuando yo era la tinica nieta pasé allf las tempo- radas més excitantes de mi vida infantil. La casa ya no era tranquila. Se habia quedado encerrada en el corazén de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero dela vida rompfa contra aquellos balcones con cor- tinas de terciopelo. Dentro también desbordaba; ha- bia demasiada gente. Para mi aquel bullicio era en- cantador. Todos los tios me compraban golosinas y ‘me premiaban las picardias que hacia a los otros. Los abuelos tenian ya el pelo blanco, pero eran atin fuer- tes y refan todas mis gracias. Todo esto podia estar tan lejano?. Tenia una sensacién de inseguridad frente a todo lo que alli habfa cambiado, y esta sensacién se agu- dizé mucho cuando tuve que pensar en enfrentarme con los personajes que habia entrevisto la noche an- tes, «gCémo seran?s, pensaba yo. ¥ estaba, allf, en la cama, vacilando, sin atreverme a afrontarlos. 23 La habitacién con Ia luz del dia habia perdido su horror, pero no su desarreglo espantoso, su absolt to abandono. Los retratos de los abuelos colgaban torcidos y sin marco de una pared empapelada de oscuro con manchas de humedad, y un rayo de sol subfa hasta ellos. Me complaci en pensar en que los dos estaban muertos hacfa afios. Me complaci en pensar que nada tenfa que ver la joven del velo de tul con la pequefia momia irreconocible que me habia abierto la pue ta, La verdad era, sin embargo, que ella vivia, aur que fuera lamentable, entre la cargazon de trastos indtiles que con el tiempo se habfan ido acumulan- do en su casa. ‘Tres afios hacia que, al morir el abuelo, la familia habia decidido quedarse s6lo con la mitad del piso Las viejas chucherfas y los muebles sobrantes fue- ron una verdadera avalancha, que los trabajadores encargados de tapiar la puerta de comunicacion amontonaron sin método unos sobre otros. Y ya se quedé la casa en el desorden provisional que ellos dejaron, Vi, sobre el sillén al que yo me habia subido la no- che antes, un gato despeluzado que lamia sus patas al sol. El bicho parecia ruinoso, como todo lo que le rodeaba. Me miré con sus grandes ojos al parecet dotados de individualidad propia; algo asi como si fueran unos lentes verdes y brillantes colocados s- bre el hociquillo y sobre los bigotes canosos. Me res- tregué los parpados y volvi a mirarle. El enareé el lomoy se le marcé el espinazo en su flaquisimo cuer- po. No pude menos de pensar que tenia un singular aire de familia con los demés personajes de la casa: como ellos, presentaba un aspecto excéntrico y Te sultaba espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quiz por las cavilacio nes. Le sonref y empecé a vestirme. Al abrir la puerta de mi cuarto me encontré en el Fy sombrio y cargado recibidor hacia el que convergian casi todas las habitaciones de la casa. Enfrente apa- recfa el comedor, con un balcén abierto al sol. Tro- pecé, en mi camino hacia allf, con un hueso, pelado seguramente por el perro. No habfa nadie en aque- lla habitaci6n, a excepcién de un loro que rumiaba cosas suyas, casi riendo. Yo siempre cref que aquel animal estaba loco. En los momentos menos opor- tunos chillaba de un modo espeluznante, Habia una ‘mesa grande con un azucarero vacio abandonado en- cima. Sobre una silla, un mufieco de goma desteniido. Yo tenia hambre, pero no habia nada comestible que no estuviera pintado en los abundantes bodego- nes que llenaban las paredes, y los estaba mirando, cuando me Ilamé tia Angustias. El cuarto de mi tia comunicaba con el comedor ytenfa un balcén a la calle. Ella estaba de espaldas, sentada frente al pequefio escritorio. Me paré, asom- brada, a mirar la habitacién porque aparecia limpia yen orden como si fuera un mundo aparte en aque- la casa. Habfa un armario de luna y un gran cruci- fijo tapiando otra puerta que comunicaba con el re- ibidor; al lado de la cabecera de la cama, un telefono. La tia volvia la cabeza para mirar mi asombro con cierta complacencia, Estuvimos un rato calladas y yo inicié desde la puerta una sonrisa amistosa. —Ven, Andrea —me dijo ella—. Siéntate. Observé que con Ia luz del dia Angustias parecfa haberse hinchado, adquiriendo bultos y formas bajo su guardapolvo verde, y me sonrei pensando que mi imaginacién me jugaba malas pasadas en las prime- ras impresiones. —Hija mia, no sé cémo te han educado.. (Desde los primeros momentos, Angustias estaba empezando a hablar como si se preparase para ha- cer un discurso) 25 Yo abri la boca para contestarle, pero me interrum Pi6 con un gesto de su dedo. —Ya sé que has hecho parte de tu Bachillerato en un colegio de monjas y que has permanecido alli du- ante casi toda la guerra. Eso, para mi, es una g- antia, Pero... esos dos afios junto a tu prima —lafe- milia de tu padre ha sido siempre muy rara— en el ambiente de un pueblo pequetio, ccémo habran sido? No te negaré, Andrea, que he pasado la noche preo- ‘cupada por ti, pensando... Es muy dificil la tarea que se me ha venido a las manos. La tarea de cuidar de ti, de moldearte en la obediencia... Lo conseguiré? Creo que si. De ti depende facilitarmelo. No me dejaba decir nada y yo tragaba sus pala bras por sorpresa, sin comprenderlas bien. —La ciudad, hija mfa, es un infierno. Y en toda Es Pea no hay una ciudad que se parezea més al ix fierno que Barcelona... Estoy preocupada con que anoche vinieras sola desde la estaci6n. Te podia hax ber pasado algo. Aqui vive Ia gente agiomerada, et acecho unos contra otros. Toda prudencia en la com ducta es poca, pues el diablo reviste tentadoras for- ‘mas... Una joven en Barcelona debe ser como una for taleza. {Me entiendes? No, tfa, Angustias me mir. —No eres muy inteligente, nenita. Otra vez nos quedamos calladas. Te lo dité de otra forma: eres mi sobri tanto, una nifia de buena familia, modosa, cristian® ¢ inocente. Si yo no me ocupara de ti para todo, tt en Barcelona encontrarias multitud de peligros. Pot lo tanto, quiero decirte que no te dejaré dar un paso sin mi permis ¢Entiendes ahora? Si. —Bueno, pues pasemos a otra cuestién. ¢Por qué has venido? Yo contesté rapidamente: %6 —Para estudiar. (Por dentro, todo mi ser estaba agitado con la pre- gunta,) —Para estudiar Letras, ¢eh?... Si, ya he recibido una. carta de tu prima Isabel. Bueno, yo no me opongo, Pero siempre que sepas que todo nos lo deberas a nosotros, los parientes de tu madre. Y¥ que gracias 4 nuestra caridad lograras tus aspiraciones. —Yo no sé si tt sabes... —Si; tienes una pensién de doscientas pesetas al Mes, que en esta época no alcanzaré ni para la mi- tad de tu manutencién... ¢No has merecido una beca para la Universidad? —No, pero tengo matriculas gratuitas. Eso no es mérito tuyo, sino de tu orfandad. Otra vez estaba ya confusa, cuando Angustias rea- rnudé la conversacién de un’ modo insospechado. —Tengo que advertirte algunas cosas. Sino me do- lira hablar mal de mis hermanos te diria que des- pués de la guerra han quedado un poco mal de los nervios... Sufrieron mucho los dos, hija mia, y con ellos sufrié mi corazén... Me lo pagan con ingratitu- des, pero yo les perdono y rezo a Dios por ellos. Sin embargo, tengo que ponerte en guardia. ’Bajé la voz hasta terminar en un susurro casi tierno: —Tu tio Juan se ha casado con una mujer nada con- veniente. Una mujer que est estropeando su vida.. Andrea; si yo algin dia supiera que tt eras amiga de lla cuenta.con que me darias un gran disgusto, con que yo me quedaria muy apenada.. Yo estaba sentada frente a Angustias en una silla dura que se me iba clavando en los muslos bajo la falda, Estaba ademas desesperada porque me habia dicho que no podria moverme sin su voluntad. Y la juzgaba, sin ninguna compasién, corta de luces y autoritaria. He hecho tantos juicios equivocados en mi vida, que atin no sé si éste era verdadero, Lo cier- 27 fo es que cuando se puso blanda al hablarme ml de Gloria, mi tia me fue muy antipética. Creo qe Bensé que tal ver no me iba a resultar desagradabe disgustarla un poco, y la empecé a observar de re Je. Vi que sus facciones, en conjunto, no eran feas} sus manos tenfan, incluso, una gran belleza de less Yo le buscaba un detalle repugnante mientras elt continuaba su mondlogo de érdenes y consejos, ¥2! fin, cuando ya me dejaba marchar, vi sus dientes color sucio... —Dame un beso, Andrea —me pedia ella en est momento, Rocé su pelo con mis labios y corrf al comedor a tes de que pudiera atraparme y besarme a su Enel comedor habia gente ya. Inmediatamente¥ Gloria que, envuelta en un quimono viejo, dabat cucharadas un plato de papilla espesa a un nitio pe quefio. Al verme, me saludo sonrfente. Yo me sentia oprimida como bajo un cielo pesado de tormenta, pero al parecer no era la tinica que se" tia en la garganta el sabor a polvo que da la tensioa nerviosa. Un hombre con el pelo rizado y la cara agradable e inteligente ‘se ocupaba de engrasar una pistola al otro lado de la mesa. Yo sabia que era otro de mis tios: Roman. Vino en seguida a abrazarme con mir cho carifio. El perro negro que yo habia visto la no che anterior, detras de la criada, le seguia a cada paso. Me explicé que se llamaba Trueno y que ef suyo; los animales parectan tener por é] un afectO instintivo. Yo misma me senti alcanzada por una ol de agrado ante su exuberancia afectuosa. En hono! mio, él sacé el loro de la jaula y le hizo hacer algu- nas gracias. El animalejo seguia murmurando algo como para si; entonces me di cuenta de que eran p® labrotas. Roman se refa con expresién feliz. —Estd muy acostumbrado a oirlas el pobre biche. Gloria, mientras tanto, nos miraba embobada, o! 28 Vidando la papilla de su hijo. Roman tuvo un cam- bio brusco que me desconcert6. —Pero ghas visto qué estapida esa mujer? —me dijo casi gritando y sin mirarla a ella para nada— ¢Has visto cémo me mira «ésa»? Yo estaba asombrada. Gloria, nerviosa, grité: =No te miro para nada, chico. —éle fijas? —sigui diciéndome Romén—. Ahora tiene la desvergiienza de hablarme esa basura... Cref que mi tio se habia vuelto loco y miré, aterra- da, hacia la puerta. Juan habia venido al ofr las voces. —iMe estas provocando, Roman! —grité. —iTii, a sujetarte los pantalones y a callar! —dijo Roman, volviéndose hacia él. Juan’se acercé con la cara contraida y se queda- ron los dos en actitud, al mismo tiempo ridfcula y siniestra, de gallos de pelea. —jPégame, hombre, si te atreves! —dijo Roman—, iMe gustaria que te atrevieras! —

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