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∗
Eduardo Subirats
Pantallas nos informan; pantallas nos ponen en contacto con el mundo; pantallas nos vigilan;
pantallas formulan nuestros deseos y extienden nuestros sentidos; pantallas registran,
reproducen, producen, crean; pantallas nos sitian; pantallas trazan las señas de nuestra
identidad subjetiva y nuestro inconsciente colectivo; pantallas dan cuenta de nuestra
felicidad y nuestra desesperación... Todo, desde nuestros sueños hasta las grandes decisiones
que afectan al porvenir de la humanidad parece haberse convertido en un prodigioso efecto
de pantalla. La definición de una cultura y una sociedad como espectáculo a gran escala, y la
complementaria concepción de la existencia reducida a un efecto de pantalla supone, al mismo
tiempo, aceptar que nada puede escapar a una concepto extendido y universal de diseño. El
mundo como espectáculo virtual es una obra de arte total. La sociología posmoderna ha
comprendido las expresiones cotidianas de la mediación electrónica de la intersubjetividad a
una categoría general y abstracta de comunicación, de acción comunicativa. Pero en
términos existenciales y cotidianos esta acción comunicativa se traduce en el
diseño formal de las pantallas virtuales de la aldea global. Lo mismo el gran mundo de las
decisiones políticas o las guerras, que las decisiones pequeñas sobre un desodorante o un
detergente, todo se manifiesta, se programa y se cumple como el resultado de un diseño virtual
del espectáculo de la realidad: un diseño de la existencia, idéntico con su administración
integral.
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o Breton, y, a partir de la Segunda Guerra Mundial, se ha convertido en el lugar común de
la comunicación social a gran escala.
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El poeta Paul Scheerbart, uno de los pioneros de la estética de los modernos rascacielos,
y el arquitecto Bruno Taut concibieron una futura metrópoli de inmensas y relucientes torres
cristalinas sobre la noche de la ciudad histórica y sus irresolubles dilemas. Según su fan-
tasía futurista, formulada en el contexto de la Primera Guerra Mundial, la ciudad de los
rascacielos de acero y vidrio sería lumino inmaterial y geométrica, y sus
transverberaciones, sus vibrantes transparencias y especularidades estaban llamadas a
anunciar una nueva era apocalíptica de profundas convulsiones y transformaciones, exaltada
como la epifanía de un nuevo orden místico de la felicidad humana. Un mundo se venía
abajo: el de las ciudades históricas con sus insuperables conflictos sociales, las guerras y su
anhelo metafísico de muerte, como lo había formulado la filosofía de la cultura a finales del siglo
XIX. Otro resurgía de sus cenizas: la ciudad cristalina, la arquitectura cartesiana y funcional,
la nueva metrópoli virtual.
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transformación cultural apunta a dimensiones plenamente contemporáneas de los medios de
comunicación, considerados como sistemas de uniformización global. No se trata en modo
alguno de la perspectiva simbólica e ideológica de los "lenguajes totalitarios", cuya impor-
tancia no pretendo menospreciar. Pero lo nuevo, en la teoría programática de los
medios de comunicación esbozada por Goebbels, residía más bien en el proyecto global de
una nueva cultura política, organizada a través de los medios técnicos de comunicación más
adelantados de la época, o sea, la radio y el cine, como una gran obra de arte total. La síntesis
de Krup y Wagner, que Kracauer atribuyó a la película Metrópolis de Fritz Lang, en realidad
solamente llegó a cumplirse de manera efectiva en las estrategias de la nueva política cons-
truida como una creación mediática a escala global, según la anticipó el nazismo.
Esta triple perspectiva histórica (la construcción de la realidad como simulacro a la vez
tecnológico y comercial, la utopía vanguardista de la obra de arte total y la transformación
mediática de las culturas históricas) define la noción contemporánea de espectáculo. Este
comprende la destrucción de la experiencia individual de la realidad, la escenificación
y estetización de la existencia individual, desde el vídeo hasta el diseño de los espacios
cotidianos, y, por ende, la formulación global de la realidad como una obra de arte a gran
escala.
Este carácter virtual o quimérico de la existencia como un sueño ha sido un viejo motivo
literario del barroco, y de la represiva concepción de la vida debida al catolicismo
contrarreformista que lo sostenía. Lo real era un "gran teatro del mundo" y la vida era
degradada a la virtualidad de una ficción. El mismo ideario de una existencia transfigurada en
un universo de delirios y quimeras, y una experiencia de la realidad distorsionada, fragmentada
o simplemente destruida, fue el motivo central y propagandístico de los programas surrealistas
de una nueva edad de oro anunciados por Dalí y Buñuel alrededor de 1930. No es diferente
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la condición existencial del espectador normal de un golpe de Estado, teatralmente
escenificado, o de una guerra total conducida como un video-game real.
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Se reprochó a menudo en los años ochenta que el error de los autores de la Dialektik der
Aufklárung residía en su presupuesto: el ideal de un sujeto consciente en un sentido afín al de
la Aufklárung. Semejante crítica, aparte de ser filológicamente falsa, resulta enteramente
irrelevante en el mundo de hoy, cuando la liquidación del sujeto, en aquel sentido ideal de
libertad y autonomía ligado a los padres de la Ilustración y las democracias modernas, no es
ya una bella construcción revolucionaria postestructuralista, sino que se ha convertido una
trivialidad administrativa, a menudo cínicamente programada. La limitación histórica
verdaderamente relevante del análisis de los medios de reproducción y comunicación de
Horkheimer y Adorno, así como de Benjamin, reside más bien en el hecho de omitir lo que hoy
podemos contemplar como la última consecuencia de su desarrollo: la transformación entera
de la constitución subjetiva del humano allí donde sus tareas de percepción, experiencia e
interpretación de la realidad le son arrebatadas y suplantadas enteramente por la producción
técnica masiva de la realidad misma.