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Razones para la Alegría

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 18: Los ojos abiertos y limpios

Entre las muchas cartas con las que algunos amigos comentan, discuten o apostillan estos apuntes de mi
cuaderno, llegan a veces algunas que me ayudan a mí mucho más de cuanto pudiera ayudar yo a mis lectores.
Quiero citar hoy un fragmento de una que-me parece un pequeño tesoro.

Es la de una madre que me habla de la muerte de uno de sus hijos. Describe el «dolor irracional, salvaje» que
sintió al enterrarle, cómo tuvo «que apretar los labios hasta hacerlos sangrar para no soltar un aullido de dolor
como un animal cualquiera. Pero me dice, a continuación, que es cierto que el dolor puede convertirse en
resurrección. Y me explica cómo aquella espantosa experiencia -lejos de envenenarla- ha servido para descorrer
una cortina en su vida y ensanchar su alma:

«Verá: mi hijo murió en la Seguridad Social, donde jamás había entrado y donde, con la boca abierta, pude
comprobar el trato que recibían muchas madres angustiadas: la frialdad, el anonimato y la indiferencia, cuando
no la mala educación, con que se rellenaban las actas de ingreso, cuando muchas veces era (y se sabía) un
ingreso definitivo. Mis hijos han nacido todos en la clínica de su abuelo; y para mí el dar a luz era un mal rato
que en seguida se cubría de flores, lazos y bombones; mimada por un personal reducido que se desvivía por
atenderme, porque me quería.

Aquel contacto con ese aparato monstruoso de la burocracia y ser tratada como un número ¡me hizo comprender
tantas cosas! No sé cómo se llegará allí a la vida, pero sí sé en qué convierten allí la muerte de los que allí
mueren. Las cámaras, el número morado sobre el sudario, las risas de los que buscaban en el fichero, la brutal
indiferencia... ¡ fue alucinante! Pero ahora entiendo mejor a ´la gente´, como dicen mis amigas, sus rebeldías,
sus amarguras. He visto el dolor maltratado y he descubierto otras maneras de vivir bastante más duras de lo
que yo creía.

Después de todo eso nació Mercedes, que es una pura alegría. ¡Si viese el respeto con que acogí su cuerpecito
recién nacido! ¡Si viese con qué agradecimiento bauticé a mi niña y me sentí responsable de su existencia!
¡Cómo desde que mi pequeño murió agradezco, con una humildad hasta ahora desconocida, a Dios la vida de
cada día! Veo que la muerte de mi niño, que yo quería que Dios evitase (porque no dudaba de que, si podía crear
un universo, sería para él pan comido arreglar una pequeña venita de mi niño), ha servido para que yo pudiese
conocer unas existencias ´reales´ que sólo conocía de referencias y para agradecer a Dios cada minuto de mi
vida y de la de los míos.»

Dije que la carta era un tesoro, y no me arrepiento. Y me gustaría que se leyese con atención: esta mujer, en un
momento especialmente duro, en esas horas en las que todo tiende a que nos encerremos en nosotros mismos y
veamos sólo nuestro propio dolor, supo permanecer con los ojos abiertos. Vio el espanto del «dolor maltratado»,
pero supo no quedarse con él, sino ir más allá. Y aprender. ¿Se han fijado que no hay un solo adjetivo contra una
sola de las «personas» de la Seguridad Social? Cuenta los hechos y a nadie condena. Nada dice de cómo trataron
a su Ojo, cuenta cómo trataban a los demás.

Y no se detiene siquiera en lamentar ese maltrato. Aprende a descubrir, a través de él, las rebeldías y amarguras
de la gente. Y saca de ello un torrente de nueva luz para su vida personal.

Creo que si queremos entender el mundo y nuestras vidas, hay que empezar por partir de una premisa: que
todos somos ciegos, o semiciegos o, por lo menos, daltónicos. Vemos lo que queremos ver. Sin que nadie nos
coloque forzosas orejeras, vemos todos parcelándonos la mirada, reduciéndonos a ciertas zonas de la realidad,
eligiendo nuestros trozos de mundo para vivir más cómodos, hasta que terminamos por creer «sinceramente»
que nuestro mundillo es el mundo. Pero desconocemos ocho de sus décimas partes. El creyente acaba por creer
que todos o casi todos creen. El incrédulo se auto- convence de que eso de la fe es cosa de siglos pasados. El
rico se autoasegura que «ahora la gente vive mejor». El pobre se inventa una caricatura de la vida de los ricos,
que a lo mejor tiene que ver con los maharajás, pero no con el acomodado español medio. El hombre de
derechas te asegura que «todos están que bufan con el Gobierno» y el de izquierdas que «las cosas empiezan a
marchar». ¿Es que todos mienten? No. Es que todos terminamos por elegirnos unas cuantas docenas de amigos,
que al fin son los únicos con los
que verdaderamente hablamos, y concluimos que todos deben de pensar como nuestro circulito.

Es curioso: nos creemos libres e informados. Y todos vivimos dentro de campanas de cristal. Y, desde lejos,
condenamos a cuantos no encajarían dentro del aire de nuestra campana. Todos -y no sólo los exquisitos- vivimos
en nuestras torres de marfil y, desde ellas, disparamos a lo que nos rodea. Tienen que venir algunas experiencias
dramáticas para que abramos los ojos y empecemos a en- tender. Y, cuando se ha empezado a entender, ya se
está dispuesto a comprender y aceptar a los demás.

Los inquisidores no eran unos señores raros. Eran lo mismo que nosotros, sólo que con más poder. El poder hace
que resplandezca nuestra verdad. Haz a un demócrata director de algo, y a los tres meses actuará como un
dictador. Concede fuerza a un liberal, y obrará como un autoritario. Dale mando a quien más haya hablado de
respeto y pluralismo, y le verán imponiendo como auténticas y exclusivas sus opiniones.

Supongo que no hace falta que citemos ejemplos. Comprender es otra cosa. Y empieza por salirse de sí mismo y
entrar en la piel del vecino antes de juzgar. Y sigue por la aceptación de un principio que diría algo así: «Mi
prójimo es bueno mientras no se demuestre lo contrario. Lo que mi prójimo dice es cierto, o al menos
razonable, mientras no se demuestre lo contrarios. Dos principios que ninguno seguimos, porque hemos
entronizado los contrarios.

San Ignacio lo dijo hace muchos siglos: «Se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de estar más dispuesto
a salvar las opiniones del prójimo que a condenarlas. Si no puede salvarlas y aceptarlas, esfuércese en
entenderlas. Y si, cuando las ha entendido, las sigue viendo malas, corríjale con amor. Y si esto no basta, busque
de todas las maneras el modo de que esas opiniones, bien entendi- das, se salven.»

Hacemos lo contrario: si en lo que nuestro adversario dice hay dos interpretaciones posibles, elegimos la peor. Si
hay un diez por ciento torcido y el resto es salvable, nos empozamos en ese diez por ciento. Y sufrimos cuando
no encontramos nada que atacar.

¿Cómo podrán los hombres entenderse así? ¿Cómo aprovecha- rán las muchas cosas duras de la vida para
encontrar en ellas algo que les ayude a ellos a despertar y mejorar?
Gracias, querida amiga, por su carta.

Gracias por haberme dado un ejemplo visible de cómo hasta en el dolor maltratado puede ha- ber resurrección
cuando se vive con los ojos abiertos y limpios.

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