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MATIAS GONZALEZ GARCIA Nacié en Naguabo, Puerto Rico, en 1866 y fallecié en Gurabo, en 1938. Inicié en Espafia estudios de Medicina que no pudo concluir, por razones de salud. Regresé a Puerto Rico y se desempené, durante veinte afios, como maestro. Participé activamente en la vida politica de su tiempo. Fue autor de muchas obras literarias, entre ellas la novela Carmela (1903) y los cuentos de Cosas de antafto y cosas de ogaiio (1922). : a 67 El convite del compadre Baltasar Cierto dia me tropecé en la calle con el compadre Baltasar. —Compadre Matias... —Compadre Baltasar... —2Y la comae? —Buena. —2Y los nifios? —También. —Que Dios se los conserve. —Muchas gracias, compadre Baltasar. ahijado... ? —Toftos buenos, mi compadre Matias. —2Y a qué ha bajado usted hoy al pueblo? —Pues na, compae; que tenia que pagar la contrebusién, y como mi mujer me encarg6 que comprara algtin lienso para los muchachos... —Caramba, compadre... Y el ahijado debe estar ya hecho un hombre... —Usted no sabe, compae...: le digo a usté que eso es un finémino... 2Y cuando piensa usté dir por allé...? —Cualquier dia, compadre Baltasar. —Pues convidese a un amigo, y el domingo entrante nos comeremos una lichona... Precisamente tengo una tan buena y tan buena, que es un mesmo finémeno... —Perfectamente: pues entonces, espérenos usted el domingo, compa- dre Baltasar. —Pa nojotros ser4 de gran satisfaccién, compae Matias. e¥ la comadre Rosa... ? z¥ el ¥ el domingo por la mafiana, a eso de las ocho, ya estébamos mi amigo y yo montados en nuestros respectivos jamelgos y en disposicién de em- prender el camino de la cuchilla. Y que no era cualquier cosa, pues el compadre Baltasar vivia en el ba- rrio de Masas, a tres horas de la poblacién y con unos caminos infernales. Pero, de todos modos, la idea de pasar un alegre dfa en aquellas altu- ras, y més que nada, la de saborear un trozo del clasico lechén asado, comido en yagua,! con sus correspondientes platanos, bajo un cielo azul y } yagua: base de la rama de la palma de yagua o real. Se usé en el pasado como petaca para cargar frutos y el lavado de ropa en los rios, por su condicién impermeable, y también para el techado y construccién de bohios. Is sobre la verde alfombra de nuestra hermosa campifia, halagaba nuestro coraz6n, por no decir nuestro apetito, que ya empezaba a manifestarse con s6lo pensar en tan agradable convite. Repechamos, pues, por la cuesta del Pimiento, y anda que te anda, es- curriéndonos en ciertas ocasiones por la grupa del animal, cuando no apedndonos por las orejas del mismo; besando el santo suelo con frecuen- cia y déndonos al propio Satanés, pudimos distinguir por fin la morada del compadre Baltasar, allé sobre una elevada loma y casi oculta por unos guayabales. Lo primero que se me ocurrié observar fue si salfa algiin humo de la citada casa o de sus cercanias, pues es ya probado que el consabido lech6n, si no se asa en la cocina, por lo regular se asa en el batey? Pero nada divisébase, como no fuese alguna nubecilla que alla a lo lejos corrfa impulsada por el viento, cuando no alguna paloma o alguna t6rtola que cruzaba el espacio, internandose en la espesura. —Antonio —le dije yo a mi amigo—, paréceme que mi compadre Bal- tasar no tiene mucha prisa y que el almuerzo estaré tarde, pues ni humo veo por estos alrededores. —wNo digas eso, hombre, que con el apetito que tengo serfa capaz de comerme hasta a tu propio compadre... Lo que hay es que la lechona esta- r4 ya asada y debemos avanzar para que no se pasme. Y como obedeciendo a un mismo impulso, ambos clavamos las espue- las a nuestros jamelgos que, como ya estébamos en una loma y el camino hasta la casa era facil, echaron a correr, ansiosos también de llegar a su destino. Y al poco rato entrabamos en el batey. Lo primero que se presenté a nuestra vista fue un chiquillo como de diez o doce afios, sucio de pies a cabeza, medio desnudo y que saliendo del guayabal préximo, corrié a esconderse dentro de la casa. Por lo demés, tanto fuera, como en el interior de la misma reinaba un silencio, tan profundo, tan sélo interrumpido por el cacarear de las galli- nas y el ladrido de un perro flaco y tifioso que nos salié al encuentro, aunque terminando por esconder el rabo entre las patas y meterse también en la vivienda. Tal recibimiento nos produjo un efecto terrible. —jCompadre Baltasar...! —grité con todos mis pulmones. 2 vatey: explanada frente a las casas campesinas. 2 iS lt st— Nadie contest6. —iCompadre Baltasar...! —volvi a repetir. Esta vez nos respondié el aullido del perro. —jiCompadre Baltasar...! Entonces se entreabrié la puerta de la casa, apareciendo nuevamente el muchacho sucio y haraposo, que miréndonos con sus ojillos de pillastre, nos dijo: —Les manda a isir mamé, que papé no esté aqui. —2Y en dénde esta? —En el sercao. —Pues vete al cercado y avisale que aqui est4 su compadre. Al ofr esta tiltima palabra, el chiquillo se acercé a mi Y quitandose la gorra, me salud6é humildemente. —iLa bendicién, pailino...! Mi amigo Antonio solt6 una carcajada y yo iba también a correspon- derle, cuando a la puerta de la casa se present6 una mujer, que si no fea, pues atin demostraba en su rostro cierta juventud, aparecia pélida y oje- Tosa, mostrando al sonrefr, unos dientes sucios y amarillos. Detrés de ella, dos nifios de corta edad se agarraban a su saya, tra- tando de ocultarse como si les infundiéramos miedo. —Dentren, sefiores, dentren... —dijo la dofia, con voz dulce, aunque no exenta de temor—, dentren, que aunque mi mario no est en la casa, ya Casimo lo fue a buscar. Y entramos. Después de los saludos de costumbre, ella se sent6, siempre sonrién- dose, y tratando de calmar a los nifios, uno de los cuales se le habia subido a la falda, lorando estrepitosamente, mientras que el otro pataleaba en mitad del piso, chillando de un modo horroroso. Como habra comprendido el lector, esta entrada no podia ser menos La idea del lech6n se habia esfumado en nuestras mentes. No hay que decir que ni la sefiora ni nosotros podiamos hablar una sola palabra con el pataleo de los chiquillos. Por fortuna, al poco rato, se presenté el compadre Baltasar. Venia seguido del ahijado, quien antes de entrar, se detuvo en el batey y dio tres vueltas de carnero. Vestia unos pantalones anchos y sucios, sujetos a la cintura por un pedazo de emajagua; unos zapatos Ilenos de barro, en camiseta, con un espadin en las manos y cubierta la cabeza con un sombrero enorme. Me salud6 con la mayor frescura, y dejando el espadin sobre una caja, que al par de mesa servia de granero, se atus6 el bigote para decirme: —jJuro a nengtin Dios, compae Matias...! ¢Y qué finémeno le ha echao por esta casa? Mi amigo y yo nos miramos con la expresién que ya ustedes podrén figurarse. —Pues venia a cumplirle lo ofrecido... —le contesté. — Como lo ofresio? —2Pero usted no me invit6 a comernos una lechona...? —jCompae...! —exclamé el jibaro, déndose una palmada en la frente— jtie usted ras6n...! Pero esto ha sio un finémeno y me he equivo- cao, creyendo que fuese el otro domingo. Ahora bien, compae, si no una lichona, seré otra cosa... —Y dirigiéndose a su mujer, continué: —A ver, jRosa, hay que matar una gallina y jaser un arrés para estos sefiores; pero de esos arroses que tti sabes... que sea to un finémeno... La mujer dio un suspiro y se levanté, llevandose a los dos muchachos, que no cesaban de loriquear. —Casimo... —dijo mi compadre al ahijado—, vete con tu mae para que le jagas los encargos. Y seguimos hablando de mil cosas: del tiempo, del tabaco, del majz, de la cosecha del café... Pero ni mi amigo ni yo vefamos movimiento alguno dentro de la casa. Por de pronto, las gallinas continuaban muy tranquilas, picoteando en el batey, sin temor a que nadie las molestara. A mi compaiiero se le iban y venian los colores del rostro y a cada rato consultaba el reloj, sin disimular su impaciencia. Como que era la una de la tarde. No habria transcurrido media hora, cuando se present6 el ahijado, y dirigiéndose al compadre, le dijo: —Dise sifio Roman que en la tienda se le acabé el arrés y que le mande a pagar los seis riales? que le debe. riales: real, moneda equivalente a doce y medio centavos. (s Se UlUlUlmlml— Me figuré yo que mi compadre se iba a enfurecer, pero concluy6 por sonreir, diciendo: —Ese sifio Roman es un finémeno... y un sinvergiienza... Pero, no hay que apurarse... tomaran ustedes un poco de café. —2Y el asticar...? —pregunts el ahijado. —Si no la hay, que la vayan a buscar. —Sifio Roman dise que no fia. Mi compadre, sin disimular ya su enojo, levantése para castigar al muchacho; pero yo me interpuse, y sacando una peseta, le dije: —Anda y no te detengas, galopin;* cOmprate el azticar. Pero el ahijado se qued6 miréndome, y sacando Ia cuenta con los de- dos, concluyé por decirme: —Oiga, pailino, el asticar cuesta sinco chavos... ¥ pa quién es lo que sobre de la peseta? —jPara ti, bribon...! El gran tuno peg6 un salto y salié corriendo que se las pelaba. El compadre Baltasar, ya completamente tranquilo y riéndose con las ocurrencias del muchacho, concluyé por decir: —zCompae Matias, no le desia a usté que su ahijao era un finémino...! Como a eso de la media hora nos sirvieron el café. Pero mi amigo Antonio no podia conformarse y pregunt6 al muchacho: —Dime Casimo, y en esa tienda no habra galletas o alguna lata de iCémo no...! —se apresuré a responder mi compadre, antes de que el chiquillo lo hiciera —hay latas de sardinas y de las bue- nas... jle digo a usté que son un finémino...! —Pues tréete dos latas y una docena de galletas. Y le entreg6 medio peso. —2Y qué hago con la vuelta? —pregunts el ahijado. —Pues cégela para ti—respondié mi amigo, no de muy buenas ganas. Y Iegaron las sardinas con las galletas, y el ahijado, haciendo sonar el dinero en el bolsillo, repetia: —jAhora si que voy a comer mucho pan sobao...! 4 galopin: muchacho mal vestido, sucio y desharrapado. 72 Con un cuchillo viejo, el tinico que, al parecer, se encontraba en la casa, se procedié a la apertura de las consabidas latas. Pero cuando conclui esta operacién y levanté la cabeza, tropecé con toda la familia que se agrupaba a mi alrededor, esperando el convite. Mi compadre Baltasar, sin consultarme tan siquiera, habia repartido todas las galletas dandole dos a su mujer y otra a cada uno de sus hijos. Y no bien se hubieron abierto las dos latas, cuando él, sacando la jusillaS de partir la mascatira,§ comenz6 a pinchar sardina tras sardina, Mevéndoselas a la boca y distribuyéndolas entre los suyos mientras repetia: —Le aseguro a usté, compae, que esto es un finémino. Al observar tal desastre, el amigo Antonio no pudo reprimir un gesto de indignaci6n, y yo solté una carcajada. Riése también el compadre Baltasar, y pinchando la ultima sardina que quedaba en la lata, exclamé muy satisfecho: —jCuando le digo usté, compae, que esta familia mia es un find- mino...! Come como una Haga mala... Y era la verdad, pues a pesar de haberse terminado el convite, el galo- pin de mi ahijado metia atin el dedo en una de las latas, para chuprselo después, mientras que en mitad del piso los otros dos muchachos pelea- ban por la posesién de la otra lata vacia. Y como a eso de las seis de la tarde, bajabamos por aquellas cuchillas, renegando el amigo Antonio de cuanto jibaro pudiera existir en el mundo, y riéndome yo de la aventura, porque, a la verdad, que aquel convite, como decia el compadre Baltasar, habia resultado un verdadero “finémino". 5 jusilla: cuchilla, navaja ‘mascatira: pedazo de tabaco que mastican los aficionados a ese hébito muy popular entre los campesinos de antafio.

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