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Historia, lenguaje y teoría

de la sociedad
Colección dirigida por:
Pedro Ruiz Torres, Sergio Sevilla y Jenaro Talens
Miguel Ángel Cabrera

Historia, lenguaje y teoría


de la sociedad
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© Miguel Ángel Cabrera


© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2001
Juan Ignacio Luca dc Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 38.569-2001
I. S. B. N.: 84-376-1929-7
Printed in Spain
Impreso en Anzos, S. L.
Fuenlabrada (Madrid)
Índice

AGRADECIMIENTOS .............................................................................................. 9

INTRODUCCIÓN ................................................................................................................11

CAPÍTULO 1. Los antecedentes: de la historia social a la nueva historia


cultural...............................................................................................................................21
CAPÍTULO 2. La nueva historia: realidad, discurso, diferencia ................................47
CAPÍTULO 3. Discurso, experiencia y construcción significativa de la rea-
lidad....................................................................................................................................77
CAPÍTULO 4. Intereses e identidades............................................................................................................................................101
CAPÍTULO 5. Mediación discursiva, acción social y construcción efectiva
de la sociedad........................................................................................................................................................................................................143
CONCLUSIÓN. Un nuevo orden del día para la investigación histórica..........................177

BIBLIOGRAFÍA .......................................................................................................183

7
Agradecimientos
En la elaboración de esta obra he contado con la ayuda inestimable
de algunas personas a las que deseo hacer patente mi agradecimiento. En
primer lugar, a los muchos colegas de la Universidad de La Laguna que
me han acompañado, celosamente, durante la travesía y en particular a
Blanca Divassón, Jesús de Felipe, José M. López-Molina, Máximo Mar-
tín, Jorge Sánchez, Álvaro Santana y Javier Soler. En segundo lugar, a los
colegas de diferentes universidades que me han dedicado generosa-
mente su tiempo y han realizado perspicaces y fructíferos comentarios,
bien al manuscrito bien a las ideas y conclusiones contenidas en él.
Entre ellos se encuentran Manuel Ferraz, John R. Hall, Justo Serna, Jay
M. Smith, Gabrielle M. Spiegel, Francisco Vázquez y James Vernon. Hay
dos personas, en tercer lugar, con las que he contraído una deuda
realmente impagable. La primera de ellas es Pedro Ruiz Torres, sin cuya
confianza y personal empeño esta obra no hubiera podido llegar a su
culminación. La segunda es Patrick Joyce, quien no sólo me ha abierto
muchas puertas al mundo académico anglosajón, sino que, además, me
ha brindado largas horas de atención y de provechosa conversación y
me ha infundido ánimos en los ratos de desaliento.
He de dejar constancia, finalmente, de que, durante los últimos
años, he tenido el privilegio de poder contar con la estrecha y perma-
nente colaboración de la profesora Marie McMahon. A ella le debo una
gratitud inmensa. Sin su camaradería intelectual, su complicidad teórica y
su apoyo material esta obra no se hubiera podido escribir. Además, sus
ideas, observaciones, sugerencias e intuiciones, que he ido cosechando a
lo largo de ese tiempo, impregnan, sin duda, cada una de las páginas que
vienen a continuación. A Marie McMahon está dedicado este libro.
Por supuesto, los errores, omisiones o limitaciones que esta obra
pueda contener son de mi entera responsabilidad.

9
Introducción

Este libro es un ensayo de historiografía. El tema del que trata es la


evolución teórica experimentada por el campo de los estudios históri-
cos durante aproximadamente las dos últimas décadas. A este respecto
debo hacer constar, desde el principio, cuál es la conclusión primordial
a la que he llegado en el examen de dicha evolución (y, por tanto, cuál
es la tesis central que se mantiene en este ensayo). Esa conclusión es
la de que, como consecuencia de la creciente reconsideración crítica a la
que han sido sometidos algunos de los principales supuestos teóricos
en los que se había basado hasta el momento la investigación históri-
ca, se ha ido gestando una nueva teoría de la sociedad, esencialmente dife-
rente de las existentes con anterioridad. Es decir, ha ido tomando cuerpo,
entre los historiadores, una forma cualitativamente distinta de entender
el funcionamiento de la sociedad, de explicar la conciencia y las
acciones de los individuos y de concebir la naturaleza, la génesis y el
mecanismo de transformación de las relaciones e instituciones sociales.
Como consecuencia de esta mutación teórica, la disciplina histórica
parece estar experimentando en la actualidad un nuevo cambio de pa-
radigma, de envergadura similar al provocado, en su momento, por el
surgimiento y expansión de la denominada historia social. También
ahora, como entonces, lo más preciado del sentido común historiográ-
fico establecido ha comenzado a desmoronarse a nuestro alrededor, al
mismo tiempo que las interpretaciones históricas heredadas, incluidas
las más sólidamente asentadas, han empezado a ser revisadas, sustan-
cialmente rectificadas o simplemente abandonadas y reemplazadas por
otras. Aunque esta mutación historiográfica se encuentra aún en una
fase inicial, es ya visible para cualquier observador mínimamente aten-
11
to y su impronta es patente en numerosos campos de estudio, sean és-
tos de eclosión reciente, como la historia del género, o de más larga tra-
dición, como la historia del movimiento obrero o la de las revoluciones
liberales. Este libro ha sido escrito, por consiguiente, con el propósito
de exponer los términos en que se está llevando a cabo esta nueva
reconstrucción historiográfica de la teoría social, de calibrar sus impli-
caciones prácticas para el análisis histórico y de ofrecer una primera y
sumaria descripción de la emergente teoría de la sociedad1.
Como es bien sabido, las dos últimas décadas han sido también
testigos de una animada, concurrida y fructífera discusión sobre la na-
turaleza del conocimiento histórico. De hecho, la mayor parte del de-
bate historiográfico ha girado, durante ese tiempo, en tomo a la cues-
tión del estatuto epistemológico de la escritura histórica, y la bibliogra-
fia que ha generado es tan abundante y diversa, que resulta casi
inabarcable para cualquier lector. Ésta es, no obstante, una faceta del
debate de la que aquí no voy a ocuparme. Aunque sin duda se trata de
un asunto de la mayor importancia historiográfica, en esta ocasión lo
que me mueve es la finalidad eminentemente práctica de buscar res-
puesta a los problemas inmediatos de explicación histórica con los que
se enfrentan cotidianamente los historiadores. Por esta vez, por tanto,
me atendré al criterio de autores como Anthony Giddens, para quien
aunque las cuestiones epistemológicas tienen, sin duda, una enorme
importancia, no deberían distraer nuestra atención de lo que es más
importante aún, la reflexión sobre la teoría social. Y, por tanto, me
atendré a su criterio de que aunque como estudiosos de la sociedad de-
bamos estar siempre muy atentos a las discusiones epistemológicas que
tienen lugar en nuestro campo, deberíamos interesamos, antes que
nada y por encima de todo, por la permanente reelaboración de las
concepciones sobre el ser y el hacer humanos y sobre la reproducción y
las transformaciones de la sociedad2.
El origen inmediato de la nueva modalidad de historia y de su teoría
de la sociedad se encuentra en la crisis sufrida por la historia social y
por el modelo teórico dicotómico y objetivista en el que ésta se basa. Es
decir, en la creciente y resuelta puesta en cuestión, por parte de algunos
historiadores, de la premisa, tan firmemente arraigada en la profesión
histórica, de quedas sociedades humanas están compuestas por

1 Por supuesto, esta mutación teórica no es un fenómeno aislado ni exclusivo de la his-

toria, sino que está afectando también, de manera paralela, a las demás ciencias sociales.
2 Anthony Giddens, La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Buenos Aires,

Amorrortu, 1995, pág. 21.

12
una esfera objetiva (identificada, de manera general, con la instancia
socioeconómica), que ostenta la primacía causal, y por una esfera sub-
jetiva o cultural, que deriva de aquélla, y de que, por consiguiente, la
conciencia y las acciones de los individuos están determinadas causal-
mente por sus condiciones sociales de existencia. Como expondré en el
capítulo primero, los historiadores sociales se vieron obligados, casi
desde el principio, a crear diversos suplementos conceptuales ad hoc
con los que hacer frente a las anomalías y contrarrestar las insuficien-
cias explicativas de dicho modelo teórico, así como para hacer inteligi-
bles nuevos fenómenos y situaciones sociales (tanto del pasado como
del presente). A esta circunstancia se debe la notable evolución interna
experimentada por el paradigma de la historia social, evolución que
continúa aún en nuestros días.
A partir, sin embargo, de un determinado momento, algunos histo-
riadores comenzaron a sugerir que, para subsanar esas anomalías e insu-
ficiencias, quizás ya no era suficiente con reformular la premisa teórica
central de la historia social, sino que era preciso someterla a un profun-
do escrutinio crítico, pues se estaba convirtiendo en una herramienta de
análisis social cada vez más estéril. Al mismo tiempo, según dichos his-
toriadores, se hacía preciso trascender el secular dilema entre materialis-
mo e idealismo, entre objetivismo y subjetivismo o entre explicación so-
cial y explicación intencional en el que la disciplina histórica había esta-
do atrapada durante decenios, pues también se estaba convirtiendo en
un serio obstáculo para la exploración de nuevas posibilidades explicati-
vas. De este modo, lo que se había iniciado, años atrás, como una em-
presa de flexibilización y complejización de la conexión causal entre es-
tructura social y acción subjetiva, acabaría desembocando, pasado el
tiempo, en una puesta en duda de la existencia no sólo de dicha cone-
xión causal, sino incluso de las dos instancias involucradas en ella. La
consecuencia de esta reacción crítica será el surgimiento de esa nueva
imagen de la sociedad en la que ésta aparece gobernada por una lógica
causal diferente y de la que me ocuparé a partir del capítulo segundo.
Por supuesto, en cuanto levantamos la vista y ampliamos nuestro
campo de observación, se hace patente que la crisis de la historia so-
cial y la consiguiente reorientación teórica de los estudios históricos
forman parte de un proceso más general de cambio cultural, científi-
co e intelectual, comúnmente denominado crisis de la modernidad. De
hecho, las recientes vicisitudes de la escritura histórica, así como la in-
tensidad, las pautas y los términos del debate historiográfico de los úl-
timos años, sólo se nos hacen plenamente inteligibles si los contempla-
mos a la luz de este marco general de referencia. Al menos en cierto

13
sentido, pues, el surgimiento de la nueva concepción de la sociedad no
es más que un capítulo relevante de ese proceso general de cambio y,
por tanto, se podría decir que de lo que este ensayo trata, en buena me-
dida, es de los efectos que el impacto de la crisis de la modernidad está
teniendo sobre la disciplina histórica. Ello no quiere decir, sin embar-
go, en modo alguno, que la nueva forma de historia sea un reflejo o un
efecto mimético de la llamada filosofía «posmoderna» y que, por tanto,
los historiadores debamos afrontar la actual situación en términos de
defensa frente a una «amenaza» exterior que se cierne sobre la historia
y que pone en riesgo su supervivencia3. Este parece ser un diagnóstico
poco atinado, aunque sólo sea porque, en este trance, los historiadores
no han sido simples receptores pasivos, sino, por el contrario,
participantes activos, y porque, de hecho, la historia —así como las
ciencias sociales en general— es uno de los escenarios en los que se está
dirimiendo una parte sustancial del futuro de la concepción moderna
del mundo, de la sociedad o de la práctica política. Por eso la referida
actitud defensiva parece ser más bien estrecha de miras y francamente
infructuosa, pues reduce nuestras posibilidades de tomar parte, activa y
eficazmente, en el debate y, por consiguiente, de contribuir a superar el
impasse historiográfico motivado por el declive de la historia social.
Las razones por las que la crisis de la modernidad ha afectado de un
modo tan intenso a la historia son fáciles de identificar. Puesto que
tanto la ciencia histórica como los marcos conceptuales con los que ha
operado se forjaron en el interior de —o, mejor dicho, son componen-
tes esenciales de— la tradición moderna, la crisis de ésta tenía que pro-
vocar, necesariamente, una quiebra de los paradigmas historiográficos
establecidos y una desnaturalización de los conceptos analíticos tanto
de la historia tradicional como de la historia social. A este respecto, lo
que dicha crisis ha puesto de manifiesto es que tales conceptos, así
como las teorías de la sociedad a las que sirven de basamento, no son
meras representaciones o etiquetas de fenómenos o procesos sociales
realmente existentes, sino más bien formas históricamente específicas
de hacer inteligible o significativa a la propia realidad social. Una cir-
cunstancia de la que, desde luego, los historiadores no se habían perca-
tado antes porque ellos mismos operaban dentro del universo concep-
tual moderno. De este modo, la crisis de la modernidad ha provocado
una especie de desencantamiento conceptual y de pérdida de la ino-

3 En estos términos se han expresado algunos autores. Véase, por ejemplo, Lawrence

Stone, «History and Post-Modernism», Past and Present, 135 (1991), pág. 217. [Trad. esp.:
«Historia y posmodemismo», Taller D'História, 1 (1993), pág. 59.]

14
cencia teórica que parecen irreversibles, pues, como sentencia aguda-
mente Patrick Joyce, una vez que la inocencia se pierde, ya no puede ser
recuperada4. Es decir, que una vez que tales conceptos han perdido su es-
tatuto representacional y, consiguientemente, su aura teórica, nociones
capitales del análisis social como, por ejemplo, las de individuo, socie-
dad, clase, nación, revolución o política no pueden seguir siendo em-
pleadas en el mismo sentido, con la misma seguridad epistemológica y
con idéntica función analítica que en el pasado. Pero no sólo eso; ade-
más de la quiebra de un particular cuerpo de conceptos, la crisis de la
modernidad ha supuesto también la quiebra de los propios cimientos
epistemológicos que lo sustentaban. Y ello porque si las categorías mo-
dernas han resultado ser no representaciones objetivas de la realidad so-
cial, sino sólo efectos de una cierta organización significativa de ésta, en-
tonces su eficacia práctica —esto es, su poder para guiar, durante tanto
tiempo, la práctica social de los individuos— no se ha debido (según el
caso) a que reflejen la naturaleza humana o a que reproduzcan las leyes
objetivas de la sociedad, sino más bien a la capacidad de las propias ca-
tegorías para encamarse en prácticas, relaciones e instituciones sociales.
Y si esto ha sido realmente así, entonces la ciencia histórica ha de asumir
inmediatamente las consecuencias que de ello se derivan para el estudio
de la sociedad. Para empezar, el proceso de formación histórica de los
conceptos debería convertirse no sólo en un objeto prioritario de inves-
tigación, sino, aún más, en el fundamento mismo de la teoría social5.
Hasta aquí me he expresado, con respecto tanto a la situación de la
historia social como a la aparición de una nueva teoría de la sociedad, con
una rotundidad y una certidumbre que a muchos lectores les parecerán
no sólo excesivas sino incluso totalmente infundadas. Pues, ¿realmente la
crisis de la historia social es tan profunda como para que se pueda afirmar
que estamos asistiendo a un cambio de paradigma? Es bien sabido, por
otra parte, que los postulados de la historia social nunca han dejado de
ser objeto de crítica por parte de los historiadores idealistas y que incluso,
4 Patrick Joyce, «The End of Social History?», Social History, 20, 1 (1995), pág. 74.
5 Los efectos de la desnaturalización de las categorías modernas sobre la ciencia so-
cial han sido objeto de un atento y perspicaz tratamiento por parte de autoras como
Margaret R. Somers. Es ella misma la que insiste en la necesidad de una «sociología his-
tórica de la formación de los conceptos» y la que atribuye a ésta un papel crucial en la
renovación teórica y epistemológica de la ciencia social. (Véase, especialmente, «What's
Political or Cultural about Political Culture and the Public Sphere? Toward an Histori-
cal Sociology of Concept Formation», Sociological Theory, 13, 2 [1995], págs. 113-144, y
«Narrating and Naturalizing Civil Society and. Citizenship Theory: The Place of Political
Culture and the Public Sphere», ibíd., 13, 3 [1.995], págs. 229-274.)

15
durante los últimos años, esa crítica se ha recrudecido y el denominado
revisionismo se ha hecho cada vez más vigoroso. ¿Se puede afirmar, sin
embargo, que el actual debate historiográfico no es un mero episodio
más de la vieja disputa entre historia materialista e historia idealista, sino
que ha trascendido los límites de dicha disputa y ha sentado las bases de
una nueva modalidad de historia que se opone tanto a la explicación so-
cial como a la intencional? Dado que éstas son cuestiones cruciales en
cualquier diagnóstico sobre el estado actual de los estudios históricos, tra-
taré de precisar un poco más, antes de entrar en materia, cuál es el senti-
do exacto en el que deben entenderse mis palabras.
Permítaseme decir, antes que nada, que, por supuesto, este diagnós-
tico sobre la evolución teórica reciente de la disciplina histórica no se
formula aquí por primera vez; al contrario, no sólo ha sido enunciado
con anterioridad, de manera más o menos explícita, por numerosos au-
tores, sino que incluso ha venido siendo objeto desde hace tiempo de
reflexión y de controversia para una parte significativa de la profesión
histórica. Por citar solamente un ejemplo, hace ya varios años que Geoff
Eley no sólo sostuvo que la crisis de la historia social estaba propician-
do la apertura de «un espacio imaginativo y epistemológico» del que
estaban brotando formas inéditas de análisis histórico, sino que in-
cluso definió expresamente la ruptura historiográfica en curso como un
movimiento irreversible desde una historia basada en la noción de
causalidad social a otra basada en la de «discurso»6. Es cierto, no obs-
tante, que la nueva teoría de la sociedad no se encuentra aún plena-
mente consolidada y que sus perfiles no están tan definidos como pue-
den estarlo los de la historia social o los del historicismo tradicional y
que ello hace que su existencia no sea tan inmediatamente perceptible
para el observador. De hecho, una gran parte de los autores que se han
ocupado del desarrollo reciente de los estudios históricos o bien conside-

6 Según sus propias palabras, «las dos últimas décadas han sido testigos de una vertiginosa
historia intelectual. Hemos pasado de una época en que la historia social y el análisis social
parecían ocupar el centro de la profesión y el poder de la determinación social parecía
axiomático, a una nueva coyuntura en la que "lo social" ha pasado a parecer mucho menos
definido y la determinación social ha perdido su anterior predominio. El camino desde la
"autonomía relativa" y la "causalidad estructural" (las difíciles conquistas de los anos 1970)
al "carácter discursivo de todas las prácticas" (el axioma posestructuralista de los anos 1980) ha
sido rápido y desconcertante y la atracción de la lógica antirreduccionista ha sido
extraordinariamente difícil de resistir (como si de una escalada que no tiene vuelta atrás se
tratara)» (Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two
Decades Later», en Terrence J. McDonald [ed.], The Historic Turn in the Human Sciences, Ann Arbor,
University of Michigan Press, 1996, págs. 213-214). Las traducciones del inglés son siempre
mías.
ra que las nuevas propuestas historiográficas constituyen una prolonga-
ción, algo más sofisticada, de la historia social o bien simplemente las en-
globan dentro del movimiento revisionista de retorno al subjetivismo. Es
cierto, asimismo, que las fronteras de la nueva forma de historia son aún
inestables y que su armazón teórica presenta numerosas lagunas, ambi-
güedades e indefiniciones. Particularmente en el terreno de la práctica in-
vestigadora, la ruptura con las concepciones precedentes es parcial y titu-
beante y la línea divisoria entre ellas es con frecuencia borrosa. De hecho,
en la mayoría de las ocasiones, los componentes de la nueva concepción
de la sociedad aparecen entremezclados con los de concepciones anterio-
res, formando un híbrido del que no siempre resulta fácil entresacar aque-
llos elementos que, al entrar en abierto conflicto con los viejos paradig-
mas, entrañan una discontinuidad historiográfica. Es igualmente cierto,
por último, que la presencia de la nueva teoría de la sociedad no siempre
es reconocida, de manera explícita, en las obras y por los autores que le
han dado vida y, desde luego, no existe ninguna obra histórica o autor
particulares en que dicha teoría se encuentre plenamente encarnada.
Por tanto, quien busque una exposición sistemática y global, una es-
pecie de manual, de la nueva modalidad de historia, no la va a encon-
trar, pues, que yo sepa, aún no existe, y ni siquiera encontrará un nom-
bre, unánimemente aceptado, con que designarla, aunque desde hace
años circulan algunos rótulos, más o menos afortunados, que se refieren,
inequívocamente, a ella. Es más, incluso muchos de los historiadores
que han protagonizado esta empresa de renovación historiográfica no
parecen apreciar ninguna discontinuidad significativa entre su concep-
ción de la sociedad y la de la historia social. Y, de hecho, lo más proba-
ble es que muchos de los autores citados más adelante no se identifiquen
con ni se reconozcan en la teoría de la sociedad descrita en este ensayo
e, incluso, que consideren que mi interpretación de sus obras no es la
adecuada, está sesgada o es excesivamente forzada y que, en consecuen-
cia, las conclusiones a las que he llegado carecen del mínimo fundamento
y son demasiado aventuradas.
Ahora bien, ello no quiere decir que la nueva teoría de la sociedad
no tenga existencia real o que sea un mero espejismo pasajero; lo único
que quiere decir, a mi entender, es que dicha teoría se encuentra aún,
como dije, en una fase inicial de desarrollo. Lo que un detenido examen
historiográfico pone de manifiesto es que la erosión sufrida por el
modelo explicativo de la historia social es tan profunda y global y la
cristalización de un modelo alternativo ha alcanzado el grado suficiente
de desarrollo, madurez y consistencia como para que se pueda afirmar
que, efectivamente, la disciplina histórica dispone, en la actua-

17
lidad, de una nueva teoría de la sociedad. Pese a las debilidades señala-
das y a las objeciones que, con base en ellas, puedan presentarse, parece
evidente que a lo largo de los últimos años se ha ido acumulando, en el
campo de los estudios históricos, una serie de elementos que,
contemplados en su conjunto y puestos en relación o ensamblados,
como si de las piezas de un puzzle se tratara, dibujan claramente una
nueva tendencia historiográfica y conforman un nuevo marco inter-
pretativo de los procesos históricos. En esa serie de elementos se inclu-
yen desde síntomas de insatisfacción, intuiciones y sugerencias hasta
reconsideraciones críticas, conceptos inéditos y asertos empíricos; desde
reflexiones teóricas, controversias y rebeliones localizadas hasta reinter-
pretaciones de fenómenos históricos y propuestas expresamente alterna-
tivas. De todos ellos se encontrarán numerosos ejemplos en este ensayo.
Lo realmente relevante, por tanto, desde un punto de vista historio-
gráfico, es que la aparición de ese conjunto de elementos —dispersos en
multitud de obras y de autores- ha creado las condiciones mínimas para
trascender los limites de los paradigmas precedentes, para superar la secu-
lar disyuntiva entre objetivismo y subjetivismo que ha atenazado a los
historiadores y para erigir una alternativa a la historia social que no sea la
de una vuelta, más o menos remozada, a la historia idealista. De modo
que bien se podría concluir que las obras y los autores examinados en este
ensayo han conducido a la disciplina histórica a un territorio hasta ahora
inexplorado y han establecido un nuevo orden del día para la investiga-
ción histórica. Entre los autores cuyas obras contienen elementos que
trascienden los límites de los paradigmas precedentes figuran, en mi opi-
nión, historiadores como Keith M. Baker, Patrick Joyce, Zachary Lock-
man, Joan W. Scott, William H. Sewell o James Vernon y sociólogos his-
tóricos como Margaret K. Somers o Richard Biernacki. A la nueva forma
de historia que sus obras han traído a la vida la denominaré en este ensa-
yo, a la espera de un término mejor, simplemente como Nueva Historia7.
7 Este término ha sido empleado ya en un sentido similar, por ejemplo, por Judith New-

ton en «Famiy Fortunes: New History and "New Historicism"», Radical History Review, 43
(1989), págs. 5-22. Soy plenamente consciente, por supuesto, de que este término no es el
más apropiado, pues no sólo es excesivamente tópico, sino que puede prestarse a múltiples y
enojosos equívocos. Por razones que se entenderán más adelante, esta nueva modalidad de
historia podría ser denominada, por ejemplo, como Historia Discursiva. Asimismo, Patrick
Joyce ha acuñado, para referirse a ella, un término sumamente expresivo, el de Historia Post-
social (aunque éste quizás sea más idóneo como calificativo que como nombre). Todas estas
denominaciones serán utilizadas indistintamente en este ensayo. En cualquier caso, si la ten-
dencia historiográfica que es aquí objeto de atención se consolida y acaba arraigando en la
profesión histórica, será a esta última a quien corresponda encontrar la etiqueta adecuada.

18
El cuerpo central de este ensayo estará consagrado, por consiguien-
te, a la descripción de los rasgos fundamentales de la nueva historia.
Por las razones expuestas, en muchas ocasiones sólo se podrán ofrecer
esbozos generales o fugaces aproximaciones, e incluso en otras me li-
mitaré a señalar las lagunas que sólo el desarrollo futuro de los estudios
históricos podría colmar. Es posible, asimismo, que la presentación de
la nueva concepción de la historia parezca excesivamente esquemática,
brusca, carente de matices y poco atenta a las complejidades y modu-
laciones de la vida social. Aparte de a la existencia de las referidas lagu-
nas, ello se debe también a que mi propósito al escribir este breve
ensayo ha sido, esencialmente, el de destacar las premisas teóricas subs-
tanciales de dicha concepción y subrayar su contraste con los paradig-
mas precedentes, con el fin de llamar la atención sobre la mutación
historiográfica que actualmente se está produciendo y de estimular la
reflexión e incitar a la discusión sobre ella. Si finalmente el camino
abierto por la nueva historia resulta ser fructífero para el análisis social,
ya habrá ocasión de sobra para recubrir de carne, sangre y latidos al
cuerpo que aquí aparece meramente en esqueleto, en su desnuda arma-
zón, en su estructura conceptual básica. Sería inútil negar, por otra par-
te, que, como todo ensayo de historiografía, éste también entraña, aun-
que sea en un grado ínfimo, una empresa de elaboración teórica. El
simple hecho de identificar, seleccionar y poner en relación un conjunto
de fragmentos que hasta ahora permanecían dispersos y no siempre
expresamente emparentados, implica, en sí mismo, un acto de cons-
trucción teórica. Además, será inevitable, que, en ciertos momentos,
tenga que hacer referencia a algunas de las implicaciones aún no explo-
radas de la crisis de la historia social y de la simultánea resistencia a re-
caer en la historia tradicional y que, por tanto, tenga que llevar hasta
su conclusión lógica algunas de las tendencias ya presentes en el terre-
no de la práctica histórica. En todo caso, trataré de que esa tarea de ela-
boración teórica quede reducida al mínimo imprescindible para garan-
tizar la coherencia argumental de mi exposición y de que sea realizada
siempre con la máxima cautela, esto es, sin aventurarme más allá de
donde el estado real de la investigación histórica autoriza y permite.

19
CAPÍTULO 1

Los antecedentes: de la historia social


a la nueva historia cultural
I
Al alborear la década de 1960, la historia social se encuentra ya fir-
memente establecida, tanto en el plano científico como en el terreno
académico, en países pioneros como Francia y Gran Bretaña, al tiempo
que se abre camino rápidamente en otros lugares. Es cierto, por su-
puesto, que la historia tradicional continúa siendo hegemónica, en tér-
minos cuantitativos, en el seno de la profesión, pero también lo es que
el nuevo paradigma historiográfico ha conquistado ya un espacio con-
siderable y que se ha consagrado como el área más dinámica e innova-
dora de la disciplina. En esos momentos, la historia social está consti-
tuida por dos corrientes o tendencias predominantes: el materialismo
histórico y la escuela de Annales, aunque, por supuesto, son muchos
los historiadores sociales que no se encuadran en ninguna de ellas.
La manifestación externa de la reorientación disciplinar hacia la
historia social fue el paulatino abandono de la política institucional
como objeto primordial de estudio y el desplazamiento del interés ana-
lítico hacia los fenómenos sociales y económicos. Esta renovación del
objeto de estudio no fue, sin embargo, más que la consecuencia lógica
de la adopción, por parte de los historiadores sociales, de una nueva
teoría de la sociedad. En abierto combate contra el subjetivismo y el
factualismo de la historia tradicional, la historia social esgrime una teo-
ría de la sociedad de carácter objetivista, basada en la noción de causa-

21
lidad social, provocando de este modo una franca transición desde un
paradigma explicativo fundado en el concepto de sujeto, a otro fundado
en el de sociedad. En el primer caso, se concibe a la subjetividad como
un centro preconstituido en el que se asienta la práctica social, y, por
tanto, los agentes históricos son considerados como individuos
dotados de una conciencia racional autónoma cuyas acciones se expli-
can por las intenciones explícitas que las motivan. Desde este punto de
vista, la sociedad no es una entidad cualitativamente distinta de la
suma de los individuos que la componen y las intenciones no sólo po-
seen el rango de causas, sino que son la base de la ciencia social, por lo
que la investigación histórica consiste primordialmente en una empresa
comprensiva o interpretativa, cuyo propósito es el de reconstruir el
pensamiento y el universo mental de los actores sociales. Para la histo-
ria social, por el contrario, la subjetividad no es una creación racional,
sino el reflejo o expresión del contexto social en el que los individuos es-
tán insertos y, por tanto, las causas de las acciones no sólo trascienden
la voluntad de los agentes sino que, dada su naturaleza social, hasta
suelen serles desconocidas. Esta noción de sujeto social y este esquema
teórico dicotómico y objetivista, que otorga la preeminencia, en la pro-
ducción de significados, a lo social frente a lo individual, han goberna-
do, durante décadas, una parte sustancial de la investigación histórica
y continúan vigentes, aunque sea con modificaciones, hasta la ac-
tualidad.
Efectivamente, la premisa teórica básica de la historia social es que la
esfera socioeconómica constituye una estructura objetiva, en el doble sentido
de que posee una autonomía irreductible y está dotada de un
mecanismo interno de funcionamiento y de cambio y de que es porta-
dora de significados intrínsecos. En razón de ello, la subjetividad de los
individuos —y, en general, la esfera cultural— no es más que una re-
presentación de su ser social y, en consecuencia, sus acciones están
causalmente determinadas por sus condiciones materiales de existencia
y por la posición que ocupan en las relaciones sociales. Es, asimismo,
la naturaleza estructural de las condiciones económicas y de las re-
laciones sociales enraizadas en ellas la que capacita a éstas para mode-
lar el conjunto del edificio social. En algunas ocasiones, esa cualidad
estructural es atribuida también a otros factores, como ocurre en algu-
nas fases de la escuela de Anuales con las fluctuaciones demográficas .o la
geografía, pero el principio teórico continúa siendo el mismo: en todos
los casos se concibe a la sociedad como una unidad sistémica cons-
tituida por una serie de estratos dispuestos verticalmente y regidos por
una jerarquía causal que garantiza una correspondencia básica de los

22
estratos superiores con respecto a los inferiores. A este esquema dualis-
ta obedecen las familiares distinciones entre base y superestructura, en-
tre estructura y acción o, en el caso annalista, entre niveles o tempora-
lidades. Un esquema teórico que justifica, asimismo, la ambición de es-
cribir una historia total es decir, una historia que estudie los diversos
ámbitos de la sociedad como piezas de un conjunto cuya inteligibili-
dad le es otorgada por una de ellas.
El mecanismo causal a través del cual la esfera socioeconómica
ejerce su determinación sobre la esfera cultural es definido por la his-
toria social en los siguientes términos. De manera general, las diferen-
tes posiciones que los individuos ocupan en el terreno económico se
traducen en divisiones sociales que, a su vez, cristalizan en formas
de conciencia, en identidades, individuales o colectivas, en sistemas de
creencias y valores, en cuerpos legales o en instituciones políticas.
De manera concreta, las relaciones que se entablan en el ámbito socio-
económico definen los intereses objetivos de los individuos y, por tanto,
las acciones que éstos emprenden obedecen, de manera más o menos
consciente, al propósito de satisfacer dichos intereses. Este anclaje so-
cial de los intereses es lo que permite, precisamente, distinguir entre
unas conductas objetivamente adecuadas y otras desviadas o anóma-
las, que son fruto de la falsa conciencia, es decir, que tienen su origen
en una imagen ideológicamente distorsionada de la realidad.
Por supuesto, esta breve y selectiva caracterización de la teoría de la
sociedad de la historia social no hace justicia a su riqueza, a su com-
plejidad y a su heterogeneidad; pero no es ese mi propósito. Para ello
disponemos de múltiples, excelentes y documentados estudios. Mi
pretensión es otra. Por un lado, la de descomponer el armazón teórico
de la historia social en sus componentes más básicos; por otro lado, la de
subrayar aquéllos de dichos componentes que serán objeto preferente
de discusión y de reconsideración crítica a partir de la década de 1980.
Es preciso tener en cuenta, además, como he dicho, que el paradigma
de la historia social ha experimentado una considerable evolución
interna. Dado que los historiadores sociales operan dentro de un es-
quema dicotómico, esta evolución ha consistido en una paulatina
flexibilización del vínculo de determinación entre contexto social y
conciencia, en una rectificación parcial de su unilateralidad objetivista,
en la consiguiente concesión de una autonomía relativa a la esfera cul-
tural (o política), en la atribución a los individuos de un papel activo
en la producción de significados y, finalmente, en la reconceptualiza-
ción de las relaciones sociales mediante nociones como la thompso-
niana de experiencia o la chartieriana de representación. El resultado de

23
este giro subjetivista o «culturalista» de la historia social fue la apari-
ción de la denominada historia sociocultural o nueva historia cultural, portadora de
una teoría de la sociedad que, aunque en ningún momento trasciende
el paradigma dicotómico y objetivista, sí que lo reformula en
profundidad. Por tanto, antes de exponer los términos de la crisis
sufrida por dicho paradigma y de aquilatar sus implicaciones para el
análisis social, parece imprescindible que prestemos atención a esa evo-
lución interna de la historia social, pues ésta constituye el punto de
partida de la actual mutación teórica de la que ha emergido la nueva
historia1.
Ya durante la década de 1960 y, sobre todo, a partir de la de 1970,
el modelo explicativo de la historia social se vio sometido a una revi-
sión crítica que lo hizo transformarse de manera apreciable, al tiempo
que, como consecuencia de ello, los historiadores sociales, tanto mate-
rialistas históricos como annalistas, se interesaban cada vez más por el
estudio de la cultura. Este cambio de orientación, que bien se podría
denominar como transición desde la historia social clásica a la historia
sociocultural (o, como le gusta decir a Roger Chartier, desde la historia
social de la cultura a la historia cultural de lo social), fue suscitado por
la creciente insatisfacción con respecto al patrón teórico de la primera.
Como escriben Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, fue el
«desencanto» con la explicación de todo en términos económicos y so-
ciales lo que impulsó a numerosos historiadores a reconsiderar la natu-
raleza y el papel de la cultura, entendida como repertorio de mecanis-
mos interpretativos y sistema de valores de la sociedad. Por supuesto,
este énfasis sobre la cultura estuvo acompañado desde el principio por
la convicción de que lo cultural no era una simple función de lo mate-
rial, sino que «las creencias y las actividades rituales de las personas in-
teractuaban con sus expectativas socioeconómicas»2, y que, por tanto,
1 También en este caso remito a la abundante bibliografía existente, de la que aquí

sólo se podrá citar una pequeña muestra. Para una introducción general a la evolución
interna de la historia social, puede verse, por ejemplo, Lynn Hunt, «Introduction: His-
tory, Culture, and Text», en Lynn Hunt (ed.), The New Cultural History, Berkeley/Los An-
geles, University of California Press, 1989.
2 Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about History, Nueva

York, W. W. Norton and Company, 1994, págs. 218 y 220. En términos similares se
había expresado ya, en su conocido artículo de 1979, Lawrence Stone. Según Stone,
dicha reorientación historiográfica tenía su origen en la «desilusión con respecto al
modelo económico determinista de explicación histórica y a la organización jerárquica
tripartita a que éste dio lugar». Y añadía, asimismo, más adelante: «actualmente,
muchos historiadores creen que la cultura del grupo, e incluso la voluntad del indivi-

24
era en los efectos de dicha interacción donde había que buscar la expli-
cación de la conducta de los individuos y, en general, el origen de las
relaciones sociales. De este modo, como había escrito con anterioridad
la propia Lynn Hunt, al centrarse cada vez más en la cultura, esos his-
toriadores comenzaron a desafiar «el supuesto, virtualmente de sentido
común, de que existe una clara jerarquía en la historia (es decir, en toda
realidad social) que va desde la biología y la topografia, a través de la
demografia y la economía, hasta la estructura social y, finalmente, hasta
la política y sus primas pobres, las vidas cultural e intelectual»3.
Por esta razón, como ha observado con irónica perspicacia Raphael
Samuel, los historiadores comenzaron a consagrar cada vez más tiempo
a unos temas que una generación anterior de estudiosos hubiera reserva-
do para las rentas, los precios y los salarios. Es decir, desplazaron su aten-
ción desde las estructuras sociales a las prácticas culturales, desde la rea-
lidad «objetiva» a las categorías a través de las cuales ésta es percibida,
desde la conciencia colectiva a los códigos cognitivos, desde el ser so-
cial al orden simbólico4. Fruto de esta reorientación teórica será, asimis-
mo, el enfriamiento de las relaciones con la Sociología y el subsiguiente
acercamiento entusiasta a la Antropología, de la que los historiadores co-
mienzan a tomar prestados métodos, temas, vocabulario y conceptos.
Yes que mientras la Sociología había proporcionado parte del instrumen-
tal conceptual y metodológico para el estudio de las estructuras sociales y
económicas, que constituían el objeto preferente de la historia social
clásica, la Antropología devino punto de referencia y disciplina de apoyo
primordial cuando de lo que se trataba era de desentrañar los términos
de la contribución de las prácticas culturales a la configuración de las re-
laciones sociales. Recordemos, asimismo, que esta apertura hacia la cul-
tura suscitó de inmediato una acalorada discusión teórica y metodológi-
ca. La «tendencia inherentemente centrífuga»5 que aquejaba a la historia
duo, son agentes causales de cambio tan importantes, al menos potencialmente, como
las fuerzas impersonales de la producción material y el crecimiento demográfico» («The
Revival of Narrative: Reflections on a New Old History», Past and Present, 85 [1979], págs.
8 y 9 [trad. esp.: «El resurgimiento de la narrativa: reflexiones acerca de una nueva y vieja
historia», en Lawrence Stone, El pasado y el presente, México, FCE, 1986, págs. 95-120]).
3 Lynn Hunt, «History Beyond Social Theory», en David Carroll (ed.), The States of

«Theory». History, Art and Critical Discourse, Nueva York, Columbia University Press, 1990,
pág. 102.
4 Raphael Samuel, «Reading the Signs», History Workshop, 32 (1991), págs. 90 y 92.
5 La expresión es de Peter N. Steams, «Toward a Wider Vision: Trends in Social His-

tory», en Michael Kamen (ed.), The Past Before Us: Contemporary Historical Writing in the United States,
Ithaca y Londres, Cornell University Press, 1980, pág. 224.

25
parecía difuminar los vínculos causales entre la base socioeconómica y
las manifestaciones culturales, con lo que el tema de la fragmentación se
convirtió en objeto omnipresente no sólo de discusión sino, sobre todo,
de honda preocupación. De hecho, este «desmigajamiento» de la histo-
ria acabó provocando incluso, para algunos, una auténtica- «crisis disci-
plinan»6, fruto de la excesiva dispersión temática y de la consiguiente im-
posibilidad de elaborar síntesis integradoras7.
De esta discusión, hoy bastante apagada, me interesa subrayar que
las nociones de fragmentación o desmigajamiento no hacen alusión
simplemente a la dispersión temática de la investigación histórica; si
así fuera, supondrían una mera descripción formal de la situación de la
disciplina. A lo que hacen referencia, por el contrario, es a la pérdida
de cohesión teórica que resulta de la reformulación, en un sentido sub-
jetivista, del modelo dicotómico de la historia social y, de manera es-
pecífica, a los efectos teóricamente disgregadores de la progresiva auto-
nomización de la esfera cultural. Se trata, por tanto, de nociones esgri-
midas por los historiadores sociales para llamar la atención sobre el
creciente debilitamiento del causalismo social y para deplorar la consi-
guiente renuncia a elaborar una historia total, entendida como aquélla
que piensa la sociedad en función de la existencia de una instancia bási-
ca que contiene implícitamente a la totalidad social. Como dice Lynn
Hunt, refiriéndose a la escuela de Annales, «los temas parecían proliferar
indefinidamente sin generar ninguna nueva idea sobre las estructuras o
relaciones dentro de esta noción, reconocidamente vaga, de “historia
total”». Dichos temas, añade, se multiplicaban como «bloques de una
6 Ésta es la expresión utilizada, por ejemplo, por Karin J. MacHardy, «Crisis in His-

tory, or: Hermes Unbounded», Storia della Storiografia, 17 (1990), pág. 6. En cuanto al término
«desmigajamiento», fue popularizado por la obra de Francois Dosse L'histoire en miettes. Des
«Annales» á la «nouvelle histoire» (París, La Découverte, 1987 [trad. esp.: La historia en migajas,
Valencia, Alfons el Magnánim, 1988]), consagrada, precisamente, al análisis de la referida
apertura temática y al debilitamiento del patrón teórico de la historia social clásica que
ésta conlleva.
7 Por supuesto, la actitud de una parte de los historiadores sociales fue la de atrinche-

rarse frente al avance del denominado «culturalismo», lo que produjo una temprana di-
visión entre «los historiadores sociales duros, que continúan ocupados en analizar las es-
tructuras impersonales», y «los historiadores de la mentalité, actualmente persiguiendo
ideales, valores, actitudes mentales y patrones de conducta personal íntima —cuanto
más íntima mejor» (Lawrence Stone, «The Revival of Narrative», pág. 21). Una buena
muestra de los primeros está constituida, por ejemplo, por los críticos estructuralistas del
«culturalismo» thompsoniano (véase el correspondiente debate en History Workshop, 6, 7 y 8
[1978 y 1979] [trad. esp.: en R. Aracil y M. García Bonafé, Hacia una historia socialista,
Barcelona, Ediciones del Serbal, 1983]).
26
construcción sin plan o forma clara»8. Porque, en efecto, la expansión
del interés investigador hacia la esfera cultural opera como un factor
acelerador de la propia transformación teórica, pues a medida que se
diversifican y amplían los campos de estudio, que éstos son acotados
como objetos particulares de indagación y que se concentra la aten-
ción en las prácticas subjetivas, resulta cada vez más incómodo operar
con un modelo teórico basado en una noción restrictiva de causalidad
social. De hecho, la aparición de nuevas orientaciones historiográficas
como la microhistoria o la historia de la vida cotidiana está íntima-
mente relacionada con ello. Lo que éstas sostienen, justamente, es que
cuando se analizan las prácticas sociales en su especificidad individual
o grupal, la cadena de determinación objetiva aparece refractada por la
capacidad de los individuos para tomar decisiones y adoptar estrategias
vitales que no se pueden inferir inmediatamente de su posición social
y, en general, por la capacidad de la esfera cultural para operar sobre las
condiciones socioeconómicas y recrearlas.
Así pues, la reformulación crítica de la historia social clásica efec-
tuada por los historiadores socioculturales ha consistido, esencialmen-
te, en. una redefinición del vínculo existente entre los diferentes com-
ponentes de la sociedad. Mientras que para la historia social la cone-
xión entre estructura social y acción consciente era de determinación
unívoca de la segunda por parte de la primera, para la nueva historia
cultural la relación entre ambas es de interacción mutua o dialéctica.
Este nuevo modelo teórico preserva intacta la división dicotómica an-
terior y continúa otorgando la primacía causal al contexto social, pero
atribuye a la esfera subjetiva o cultural una función activa en la consti-
tución de la identidad y en la configuración de la práctica y de las rela-
ciones sociales. De hecho, la nueva historia cultural es el resultado de
un proceso de renovación historiográfica en el que los historiadores
implicadas han estado permanentemente movidos por la ambición
—si no la obsesión— de superar la oposición entre objetivismo y sub-
jetivismo, entre física social y fenomenología social, entre fisicalismo y
psicologismo9. Aunque, para ser exactos, habría que decir que lo que
8 Lynn Hunt, «History Beyond Social Theory», pág. 97.
9 Estostérminos están tomados de Pierre Bourdieu, un sociólogo que no resulta su-
perfluo evocar aquí, pues es un punto de referencia explícito para numerosos historiadores
socioculturales. (Véase Pierre Bourdieu, El sentido práctico, Madrid, Taurus, 1991, Libro 1.)
En la terminología de Anthony Giddens (otro sociólogo de referencia ineludible en este
capítulo), se trataría de escapar tanto del «imperialismo del sujeto» como del
«imperialismo del objeto social» (La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración,
Buenos Aires, Amorrortu, 1995, pág. 40).

27
dichos historiadores han pretendido es encontrar un punto de equili-
brio, una combinación armónica, entre ambos, entre constricción de
lo social y autonomía de la conciencia.
En efecto, el objetivismo explica la vida social en términos de las
condiciones de existencia independientes del agente; el subjetivismo,
por el contrario, lo hace apelando a las concepciones y las creencias de
los sujetos. Sin embargo, arguyen los historiadores socioculturales, am-
bos modos de pensamiento son unilaterales e incapaces de captar la
naturaleza dual de los fenómenos sociales. El subjetivismo, porque no
tiene en cuenta los constreñimientos externos de la acción y, por tanto,
la dimensión social de los sujetos; el objetivismo, porque no tiene en
cuenta que las representaciones tienen un efecto constitutivo sobre la
propia realidad social. Ciertamente, prosigue el argumento, la vida
social está materialmente condicionada, pero las condiciones materia-
les no afectan a la conducta de una manera directa o mecánica, sino
por mediación de las disposiciones culturales y la experiencia de los in-
dividuos. De hecho, la vida social sólo existe en y a través de unas ac-
ciones que están simbólicamente mediadas. En este sentido, las propie-
dades estructurales de los sistemas sociales son tanto el medio como el
resultado de las prácticas significativas, pues la acción reproduce la es-
tructura, pero a la vez la crea. En virtud de ello, concluyen los historia-
dores socioculturales, sólo una teoría de la sociedad que se base en la
interacción entre atributos materiales y propiedades simbólicas, entre
la presión de la realidad y la capacidad generativa de la cultura, entre
coacción externa e iniciativa individual, podrá dar cuenta del funcio-
namiento y del cambio de las sociedades humanas.
Desde esta perspectiva teórica, la conciencia no es un reflejo pasivo
de las condiciones sociales, sino el resultado de un desvelamiento
activo de las propiedades de éstas. Pues aunque los significados sean
un atributo de la realidad, sólo adquieren vida al ser activados por la
práctica social y culturalmente formulados. Por tanto, la producción
de significados tiene lugar en el espacio de cruce, de tensión o de ne-
gociación entre estructura social y representaciones. Para la historia so-
ciocultural, lo social establece las condiciones de posibilidad de la con-
ciencia (y, en tal sentido, es objetivo), pero la constitución histórica
concreta de las identidades se produce en la esfera subjetiva. Y lo mis-
mo ocurre con los intereses; éstos continúan teniendo, como para la
historia social, un carácter objetivo, pero, según la historia sociocultu-
ral, sólo se hacen manifiestos y se traducen en acción cuando los suje-
tos los disciernen o reconocen en el curso de la práctica. Ello impli-
ca no sólo que los intereses no afloran por sí mismos a la conciencia,

28
sino a través de las disposiciones culturales de los individuos; también
que el ajuste entre intereses y conducta no se produce de manera es-
pontánea ni es inexorable, sino que depende de la existencia de un
adecuado espacio de experiencia. En otras palabras, que, a diferencia
de la historia social, para la que la relación entre estructura y acción es
no mediada, la historia sociocultural sostiene que entre ambas existe
una mediación simbólica. En este esquema, por tanto, la cultura deja de
ser considerada como un epifenómeno, como una derivación funcional
de las condiciones sociales o como un mero receptáculo de ideas, y
deviene práctica, es decir, una instancia dinámica, que suministra los
principios generadores de prácticas distintivas y que, en consecuencia,
es un factor coproductor de las relaciones sociales. En la historia socio-
cultural, la cultura conserva su carácter subjetivo, pero desborda los lí-
mites en los que la recluía la historia social e invade al conjunto de la
sociedad, impregnando incluso a aquellos ámbitos considerados ante-
riormente como dominios exclusivos de la objetividad y regidos por
un mecanismo autónomo e impersonal. Lo ideal invade lo material o,
para ser más precisos, lo ideal y lo material se interpenetran, dado que
todas las prácticas, incluidas las económicas, están constituidas por ac-
ciones significativas y dependen, por tanto, de las representaciones que
los individuos tienen del mundo10.
Lo que confiere a la cultura esa independencia relativa y su capaci-
dad para mediar entre las posiciones sociales y las tomas de decisión de
los individuos es el hecho de que la realidad es siempre aprehendida
mediante las tradiciones culturales establecidas. Los cambios sociales y
económicos no impactan sobre una materia prima humana inerte o so-
bre una mente en blanco, sino sobre unos individuos portadores de va-
lores culturales y provistos de un patrimonio simbólico acumulado.
Las disposiciones culturales conforman una estructura cognitiva gene-
rada por experiencias anteriores y es por medio de este dispositivo sim-
bólico heredado que los individuos aprehenden significativamente
toda nueva realidad. Aunque, a la vez, el encuentro entre tradición cul-
tural y nuevas situaciones sociales se resuelve siempre con un ajuste pro-
gresivo de la conciencia al nuevo contexto objetivo. Ésta es, por ejem-
plo, la relación que establece E. P. Thompson entre la Revolución In-
10 Como sostiene Roger Chartier, todas las relaciones, incluidas aquéllas que desig-

namos como relaciones económicas o sociales, se organizan según lógicas que ponen en
juego los esquemas de percepción y de apreciación de los distintos sujetos sociales y, por
consiguiente, las representaciones constitutivas de lo que podemos denominar una «cul-
tura» (Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación,
Barcelona, Gedisa, 1992, pág. 43).
dustrial y la tradición radical, en la que ésta última opera como un vo-
cabulario disponible, como un medio a través del cual se expresan
unos intereses que están previamente contenidos en la esfera de las re-
laciones de producción. De un lado, los cambios socioeconómicos no
actúan sobre un ser humano en bruto, sino sobre unos grupos sociales
subjetivamente forjados por el radicalismo, esto es, sobre el inglés nacido
libre. De ahí que, según Thompson, la constitución de la identidad de
clase sea tanto un fenómeno social y económico como un acto cultural
y político y que, por tanto, sea preciso distinguir cuidadosamente entre
situación de clase y formación de clase11. Pero, de otro lado, sin
embargo, la tradición radical es el medio de transmisión de las nuevas
condiciones sociales, pues la clase se abre paso a través de ella hasta
emerger a la conciencia, haciendo que la esfera cultural acabe some-
tiéndose y ajustándose a las transformaciones de la estructura social.
Lo que los historiadores socioculturales sostienen, por tanto, es
que aunque las relaciones sociales están implícitas en las condiciones
objetivas, no se realizan en toda su plenitud hasta que se hacen explí-
citas en la esfera de las representaciones. Las relaciones sociales no que-
dan establecidas de una vez por todas, sino que están abiertas y some-
tidas a una recreación continua por parte de los miembros de la comu-
nidad. Y de ahí que para que las identidades sociales se constituyan y
devengan agentes históricos no basta con que existan en el plano de la
estructura socioeconómica (un requisito del que, por supuesto, los
historiadores socioculturales jamás prescinden), sino que han de co-
brar vida consciente mediante un acto de autoidentificación en el que
sus miembros reconocen los intereses que su posición social entraña y
comienzan a actuar en consecuencia. Es decir, que aunque las propie-
dades identitarias son socialmente intrínsecas, las identidades son his-
tóricamente concretas y, por tanto, no son esencias sociales, sino reali-
zaciones culturales. La posición social es, sin duda, una potencialidad
11 Recordemos, una vez más, al respecto, el conocido y reiteradamente citado pasaje

de The Making of the English Working Class: «La formación de la clase obrera es un hecho de
historia política y cultural tanto como económica. No nació por generación espontánea
del sistema fabril. Tampoco debemos pensar en una fuerza externa —la "Revolución
Industrial"— que opera sobre alguna materia prima de la humanidad, indeterminada y
uniforme, y la transforma, finalmente, en una "nueva estirpe de seres". Las cambiantes
relaciones de producción y condiciones de trabajo de la Revolución Industrial se
impusieron, no sobre una materia prima, sino sobre el inglés nacido libre —y el inglés
nacido libre tal como Paine lo había legado o los metodistas lo habían moldeado... La
clase obrera se hizo a sí misma tanto como fue hecha» (Harmondsworth, Penguin, 1991, pág.
213 [trad. esp.: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, 1989]).

30
objetiva de unidad, una identidad probable, pero dicha potencialidad
puede o no cristalizar en sujeto, pues es en el curso de la práctica so-
cial, que es siempre significativa, donde los individuos establecen los
lazos y trazan los contornos identitarios que los convierten en agentes
y donde el sentido objetivo de las condiciones sociales se transmuta en
sentido vivido. De ahí la importancia concedida al denominado efecto de
teoría, pues es a través de la aplicación de un determinado sistema de
categorías clasificatorias que la identidad potencial se transforma en
identidad real y los agrupamientos sociales devienen sujetos históricos.
Aquí se encuentra la razón de que la historia sociocultural recuse abier-
tamente el valor explicativo del concepto de falsa conciencia, con el
que la historia social aludía al efecto perturbador de los factores ideo-
lógicos que impedían, coyunturalmente, la consumación de las identi-
dades. Sin embargo, si la identidad es una entidad simbólica, y no una
esencia social, entonces la conciencia no puede ser ni verdadera ni fal-
sa, sino simplemente la que es12. Sin que olvidemos el hecho, además,
en este punto, de que para los historiadores socioculturales las condi-
ciones objetivas no se reducen a las relaciones de producción o a la po-
sición en la estructura social, sino que incluyen todas las formas de di-
ferenciación, como el sexo, la raza, la generación o la comunidad, así
como los recursos (sean materiales o culturales) de los que disponen
los sujetos en el curso de la acción.
Desde este punto de vista, el ser social es el ser percibido, pues es en éste,
y no en el primero, donde están inmediatamente enraizadas la
identidad y las acciones de los individuos. De ahí que para los historia-
dores socioculturales el estudio de los procesos históricos haya de pres-
tar atención no sólo a la posición real, sino, sobre todo, a la percepción
de ésta, pues ambas constituyen un todo indisoluble. Un postulado
teórico que obliga a los historiadores, obviamente, a restaurar parcial-
mente el método comprensivo o interpretativo, relegado en su día por
la historia social. Pues si, en efecto, la acción remite, en lo inmediato, al
ser percibido, entonces, además de atender a las condiciones sociales
de existencia, se hace imprescindible reconstruir las creencias, las in-
tenciones y el universo mental de los sujetos, única manera de calibrar
los efectos de la mediación simbólica sobre su práctica. Ésta es la con-
cepción de la sociedad que los historiadores socioculturales aplican,
por ejemplo, como acabo de indicar, al estudio de las clases. Aunque

12 Véase, por ejemplo, la argumentación de Edward P. Thompson en «Alcune osserva-


zioni su classe e "falsa coscienza"», Quaderni Storici, 36 (1977), pág. 907. [Trad. esp.: «Algunas
observaciones sobre clase y "falsa conciencia"», Historia Social, 10 (1991), págs. 27-32.]

31
la clase exista socialmente, su constitución como agente histórico se
produce en la esfera de la subjetividad. La única clase es la clase reali-
zada, hecha consciente y movilizada por una lucha de clasificaciones
que es específicamente simbólica. Al contrario, pues, que la historia so-
cial (para la que la clase es sujeto con independencia de la conciencia de
clase de sus miembros), la historia sociocultural establece una nítida
separación entre clase social y clase real y concede la primacía his-
toriográfica a la segunda. Ésta es la razón de que en los últimos años se
haya prestado una creciente atención, en la historia del movimiento
obrero, al concepto de pueblo, pues, en buena parte del siglo XIX, fue
éste, y no la clase, el ser percibido y, por tanto, el que operó como de-
finidor de la identidad y como organizador de la práctica de los indi-
viduos implicados13.
Y lo mismo podría decirse de la concepción sociocultural del poder.
A este respecto, también el postulado básico de la historia sociocultural
es que las relaciones de poder no son un epifenómeno de las divisiones
sociales, sino que, por el contrario, puesto que las representaciones
funcionan como unos auténticos mecanismos de fabricación de respeto
y sumisión, la dominación política se realiza y se hace efectiva en el
terreno simbólico. En este sentido, el lugar que se ocupa en las
relaciones de dominación no depende exclusivamente de la posición
social, sino de la lucha por imponer una determinada definición de las
propiedades sociales, es decir, del ser percibido, del crédito otorgado a
las representaciones que los individuos o grupos involucrados ofrecen
de sí mismos y de los demás. Como argumenta Roger Chartier, el poder
no implica sólo relaciones de fuerza económicas y sociales, sino,
además, relaciones de fuerza simbólicas y, por consiguiente, no sólo la
dominación política depende del proceso «por el que los dominados
aceptan o rechazan las identidades que se les imponen con vistas a
asegurar y perpetuar su sometimiento», sino que los conflictos entre
grupos son luchas entre representaciones, en las que lo que está en
juego es siempre la capacidad de los grupos o individuos para ase-
gurarse el reconocimiento de su identidad14. Por supuesto, el hecho de
que el poder no sea una mera proyección de las propiedades sociales
objetivas, sino una apropiación simbólica de éstas, no significa que las
13 Una muestra de este «giro populista», como lo ha denominado James Epstein, es,

por ejemplo, la obra de Patrick Joyce Visions of the People. Industrial England and the Question of Class, 1848-
1914, Cambridge, Cambridge University Press, 1991. Véase James Epstein, «The Populist
Turn», Journal of British Studies, 32 (1993), págs. 177-189.
14 Roger Chartier, On the Edge of the Cliff. History, Language, and Practices, Baltimore y Londres,

Johns Hopkins University Press, 1997, págs. 4 y 5.

32
relaciones de poder sean una convención intersubjetiva, sin correla-
ción alguna con las divisiones sociales. Lo único que significa es que la
lucha por imponer una imagen particular del mundo y fundar en ella
unas determinadas relaciones de dominación es un proceso histórico
que trasciende el funcionamiento de la estructura social y requiere de la
participación significante de los individuos. Es esta circunstancia,
precisamente, la que hace posible la resistencia de los dominados, pues
no sólo éstos aprovechan la dimensión simbólica del poder para tratar
de imponer representaciones alternativas, sino que las propias formas
de dependencia proporcionan recursos de los que los dominados se
apropian creativamente para influir sobre la actividad de sus superiores.
Y así, por ejemplo, según el propio Chartier, en el caso del género,
aunque las representaciones de la inferioridad femenina se inscriben
en los pensamientos de las propias mujeres, ello no excluye la posibili-
dad de desviaciones y manipulaciones que pueden transformar en ins-
trumentos de resistencia y de afirmación de identidad unas representa-
ciones que han sido forjadas para asegurar la dependencia y la sumi-
sión15.
La nueva historia cultural entraña, por consiguiente, una nueva
concepción de la acción social. Si, como he dicho, el flujo causal que
parte de lo objetivo está en interacción permanente con otro proce-
dente de la subjetividad, entonces la acción remite en última instancia a
la estructura social, pero en primera instancia lo hace a la experiencia
significativa, circunstancia que le confiere un elevado grado de contin-
gencia. Dicho llanamente, según la historia sociocultural, la posición
social predispone a los individuos a comportarse de una cierta manera y
éstos tienden, efectivamente, a hacerlo así, pero no prescribe exactamente
su conducta: entre posición social y acción existe un espacio de
indeterminación que hace que aunque los individuos estén constreñidos
por unas condiciones sociales no elegidas, los procesos sociales sean el
resultado de las elecciones que los propios individuos realizan. Los in-
dividuos disponen, en su práctica social, de un amplio margen de li-
bertad para diseñar y efectuar sus estrategias vitales, para hacer un
uso inventivo de las normas sociales y, en general, para recrear los sig-
nificados recibidos y las condiciones sociales de existencia. De igual
modo que lo individual nunca es borrado del todo por lo colectivo,
pues la pertenencia grupal no impide la existencia de trayectorias per-
sonales. Como dice Giovanni Levi, «ningún sistema normativo está de

15 Roger Chartier, «Différences entre les sexes et domination symbolique», Annales

ESC, 4 (1993), pág. 1007.

33
facto lo suficientemente estructurado como para eliminar toda posibili-
dad de elección consciente, de manipulación o interpretación de las re-
glas, de negociación»16.

II

Es lógico, por tanto, que la primera imagen que acuda a nuestros


ojos cuando contemplamos la nueva historia cultural sea la de un am-
plio y decidido movimiento de rehabilitación de la acción humana.
Frente al ostracismo y la subsunción estructural a los que le había con-
denado la historia social, los historiadores socioculturales rescatan al
individuo, le atribuyen un papel activo en la configuración de la práctica
social y lo toman como punto de partida de la indagación histórica. Esta
imagen, sin embargo, ha de ser completada y equilibrada para evitar
interpretaciones unilaterales, en las que con frecuencia incurren tanto
los comentadores como los detractores de la nueva historia cultural. El
denodado empeño de los historiadores socioculturales por impedir que
la estructura social ahogue a los sujetos no llega nunca al punto de
hacerles prescindir de la causalidad social, de dejar de otorgar a ésta la
primacía explicativa y de conferir a la esfera cultural, o política, una
autonomía absoluta con respecto a la base social. Aunque la historia
sociocultural somete a una severa crítica al modelo dicotómico y
objetivista y lo reformula en profundidad, nunca lo abandona y, por
tanto, en ningún caso deja de dar por supuesto que sociedad e in-
dividuo, estructura y acción o, simplemente, realidad e ideas son los
componentes primarios de los procesos históricos y que, en conse-
cuencia, es en la relación entre ambos en donde radica la explicación de
la acción. Como ha remarcado al respecto Patrick Joyce, «por muy
"culturalista" que esta teoría deviniera, la idea básica continuaba siendo
la de que la clase y la política estaban enraizadas en las realidades de la
vida material»17. Y por eso, precisamente, no resulta sorprendente que
los historiadores sociales más abiertos hayan podido seguir afirmando
confiadamente que, en lo esencial, la apertura disciplinar hacia la
cultura, hacia las emociones y hacia lo simbólico no es más que una
16 Y de ahí, según Levi, la importancia de la biografía, pues ésta es un lugar ideal para

verificar la naturaleza intersticial —pero importante— de la libertad de la que disponen los


agentes y para observar el funcionamiento concreto de los sistemas normativos, que nunca
están totalmente libres de contradicciones» (Giovanni Levi, «Les usages de la bio-
graphie», Annales ESC, 6 [1989], págs. 1333-1334).
17 Patrick Joyce, «The End of Social History?», Social History, 20, 1 (1995), pág. 75.

34
empresa complementaria de los estudios socioeconómicos predominantes en
la fase anterior18.
Así pues, los historiadores socioculturales se desmarcan del objeti-
vismo (que reduce las acciones a estructura), pero también del interac-
cionismo simbólico (que reduce la estructura a acciones), y de ahí que se
opongan con ahínco a cualquier tentativa de restauración del concepto
de sujeto natural y de la historia comprensiva inherente a él. Por
consiguiente, si tuviéramos que caracterizar con precisión a la teoría de la
sociedad de la nueva historia cultural, diríamos que ésta se basa en un
causalismo social débil o de segundo grado, según el cual la acción remite
causalmente a la experiencia y a las representaciones del mundo, pero
éstas lo hacen, a su vez, al propio mundo. Es decir, que la realidad social
se aprehende y se transmuta en acción mediante los recursos culturales
disponibles, pero dicha realidad impone unos limites estructurales o
significativos que los sujetos no pueden trascender. La historia
sociocultural concede a la subjetividad y a la creatividad individual un
espacio propio para que puedan desplegarse, pero continúa afirmando
que las categorías cognitivas mediante las cuales los individuos
aprehenden y organizan significativamente la realidad social son una
interiorización, aunque sea simbólica, de esa misma realidad. Y, por tanto,
que el arraigo social y la capacidad de dichas categorías para generar
prácticas sociales dependen, en última instancia, de su eficacia teórica, esto es,
de su correspondencia con las propiedades y leyes intrínsecas de la
propia realidad social. De este modo, si aplicáramos los criterios
clasificatorios de Peter Schóttler, diríamos que los historiadores
socioculturales recusan la noción de mentalidad, propia de la historia
social, pero siguen siendo fieles a la de ideología, incluida la connota-
ción que ésta tiene de imagen distorsionada de la realidad19.
Como diría Roger Chartier, ciertamente las representaciones son
«matrices que conforman las prácticas a partir de las cuales el propio
mundo social es construido» y los «patrones de los que surgen los sis-
temas clasificatorios y perceptuales» son verdaderas «instituciones socia-
les», pero tales matrices y patrones incorporan, a su vez, «en forma de re-

18 La noción de complementariedad fue empleada, por ejemplo, por Eric J. Hobsbawm


en su réplica al artículo de Lawrence Stone («The Revival of Narrative: Some
Comments», Past and Present, 86 [1980], págs. 3-8).
19 Peter Schóttler, «Mentalities, Ideologies, Discourses: On the "Third Level" as a

Theme in Social-Historical Research», en Alf Lüdtke (ed.), The History of Everyday Life.
Reconstructing Historical Experiences and Ways of Life, Princeton, Princeton University Press, 1995,
págs. 72-115.

35
presentaciones colectivas», «las divisiones de la organización social»20.
Lo que quiere decir que los principios de visión y de división y las ca-
tegorías organizadoras de la vida social son el producto de una estruc-
tura de diferencias que es objetiva. La construcción cultural de lo social
es un ingrediente específico de los procesos históricos, pero dicha
construcción está socialmente arraigada y constreñida por los recursos
de los que disponen los individuos en razón de su posición social. A este
respecto, es cierto que los sujetos realizan una captación activa del
mundo y, en tal sentido, lo construyen, pero dicha captación se realiza
siempre bajo coacciones estructurales. De hecho, los sistemas clasifica-
torios simbólicos son eficaces en la estructuración de la sociedad por-
que ellos mismos han sido a su vez previamente estructurados por ésta.
Esto implica, como he dicho, que los significados que se hacen explí-
citos y adquieren existencia histórica en la esfera cultural, están ya im-
plícitos en el dominio de lo social y que, por tanto, el hecho de que lo
objetivo tenga que realizarse en y a través de lo cultural sólo afecta a la
forma histórica concreta que adoptan las identidades, pero no a su na-
turaleza, que es siempre objetiva. Desde este punto de vista, las relacio-
nes sociales son algo que los agentes crean y construyen, pero no en el
vacío social, como sostienen los subjetivistas, sino dentro de un espacio
social que distribuye a los individuos y condiciona sus representaciones
y decisiones. Las personas aprehenden el espacio social desde una
determinada perspectiva, pero ésta depende del lugar que dichas
personas ocupan en el propio espacio social. En esto consiste, ni más
ni menos, la mediación simbólica, y es en este sentido en el que debe en-
tenderse la capacidad de la acción para recrear las condiciones sociales.
En este modelo teórico no existe una ecuación simple y directa,
inmediatamente sociológica, entre los atributos sociales y las disposi-
ciones culturales, pero la posición social impone sus constricciones a la
creatividad subjetiva. Diríamos que la base social no determina las
prácticas, pero sí establece sus condiciones de posibilidad. Los agentes
son libres de inventar, hacer, pensar o actuar, pero sólo dentro de esos
límites y en función de los recursos que les proporciona su posición so-
cial. La cultura tiene una libertad infinita de generación, pero una liber-
tad constreñida por unas condiciones sociales históricamente específi-
cas. Es esta circunstancia la que explica que la cultura tienda siempre a
engendrar conductas o ideas que son razonables dentro de un determi-
nado sistema de regularidades objetivas y que, por tanto, la creatividad
20 Roger Chartier, «Le monde comme représentation», Annales ESC, 44, 6 (1989),
pág. 1513. En este punto, Chartier sigue a Emile Durkheim y Marcel Mauss.

36
esté limitada en su diversidad, y sólo sea relativamente —y no plena-
mente— imprevisible. De acuerdo con este objetivismo débil o simbó-
licamente mediado, las identidades se realizan —como ya dije— en la
esfera subjetiva, pero ello no significa que sean entidades socialmente
arbitrarias. Las formas de conciencia no pueden deducirse de la estruc-
tura social, pero entre ambas existe un vínculo de afinidad o adecuación
que se hace evidente en el hecho de que las ideas surgen o se encarnan
en ciertos grupos sociales y no en otros. Y así, por ejemplo, Lynn Hunt
argumenta enérgicamente, con respecto a la Revolución Francesa, que
no existe, en términos causales, un «arriba» y un «abajo» permanentes,
sino más bien una interacción entre ideas y realidad, entre intención y
circunstancias y entre prácticas colectivas y contexto social. Hunt
sostiene, incluso, que la esfera subjetiva (o política) puede
independizarse temporalmente, en determinadas coyunturas, de su
base social. No obstante, el que no exista una relación de determina-
ción no implica que no haya un «ajuste o afinidad» entre posición social
y conducta, pues ciertas ideas son «abrazadas de manera más entusiasta
en algunos lugares que en otros y por algunos grupos más que otros».
Lo que le lleva a concluir que aunque «la política revolucionaria no
puede deducirse de la identidad social de los revolucionarios, tampoco
puede divorciarse de ella: la Revolución fue hecha por personas, y
algunas personas fueron más atraídas que otras a la política de la.
revolución»21.
La adopción de este nuevo marco teórico ha afectado, lógicamente,
al perfil del objeto de estudio de la historia y ha obligado a redefinir los
términos, los procedimientos metodológicos y el utillaje conceptual del
análisis histórico. Al dejar de dar por supuesto que el estudio del
contexto proporciona por sí mismo lo esencial de la explicación de las
acciones, la mirada investigadora se desplaza, cada vez más, de la esfera
social y económica a la de la experiencia y las representaciones, de los
sistemas de posiciones a las situaciones vividas, de las normas colectivas
a las estrategias singulares. Por consiguiente, una vez llegados al
horizonte de la historia sociocultural, la investigación histórica, como
diría Hans Media, «se enfrenta con un problema metodológico
fundamental, a saber, cómo comprender y mostrar la constitución dual
de los procesos históricos, el carácter simultáneo de las relaciones
dadas y producidas, la compleja y mutua interdependencia entre las
estructuras abarcadoras y la práctica concreta de los "sujetos",

21 Lynn Hunt, Politics, Culture, and Class in the French Revolution, Berkeley/Los Angeles,

University of California Press, 1984, pág. 13.

37
entre, por un lado, las circunstancias vitales, las relaciones de produc-
ción y la autoridad, y, por otro, las experiencias y modos de conducta
de los afectados»22. A partir de ahora, por tanto, las prácticas (y no la
estructura) son el punto de partida del análisis social, pues las prácticas
son el espacio en el que tiene lugar la imbricación significativa entre
coerción social e iniciativa individual. La investigación tiene que partir
de las actitudes, vivencias, sentimientos y comportamientos manifies-
tos, pues la conceptualización que los agentes hacen de la realidad y de
sus acciones y las formas de vida que resultan de ella son el marco in-
mediato de la acción y el lugar en el que se realizan las relaciones socia-
les. Ésta es la razón no sólo de que los historiadores socioculturales se
consagren cada vez más, como dije, al estudio de la lógica específica de lo
cultural, sino, además, de que atribuyan una gran relevancia a los
dispositivos u objetos culturales que, en su opinión, han tenido una
participación activa en la configuración de las identidades y en la
modelación de las conductas. Éste es el caso, por ejemplo, de Judith
R. Walkowitz y el melodrama (en su estudio sobre la política sexual en la
Inglaterra victoriana) o el de Michael Sonenscher y el teatro, en su
investigación sobre la constitución de la identidad y de la práctica de los
sans-culottes23.
En suma, que a un momento objetivista, en el que las representacio-
nes son puestas en relación causal con las condiciones sociales que son
su fundamento, el historiador ha de añadir un momento subjetivista, en
el cual debe examinar cómo y hasta qué punto las representaciones
conservan o modifican dichas condiciones, pues son los sujetos los
que convierten a los significados en ingredientes positivos de la vida
social. Dado que la realidad social es también, ella misma, un objeto
de percepción, toda investigación histórica ha de tomar en considera-
ción tanto a la realidad como a la percepción de la misma, pues las vi-
siones del mundo no sólo forman parte del mundo, sino que contribu-
yen activamente a su construcción. Esto es lo que significa el familiar
22 Hans Medick, «"Missionaries in the Rowboat?" Ethnological Ways of Knowing

as a Challenge to Social History», en Alf Lüdtke (ed.), The History of Everyday Life, pág.
43.
23 Judith R Walkowitz, City of Dreadful Deligth. Narratives of Sexual Danger in Late-Victorian

London, Londres, Virago Press, 1994, esp. págs. 85-86 y ss. [trad. esp.: La ciudad de las pasiones
terribles. Narraciones sobre peligro sexual en el Londres victoriano, Madrid, Cátedra/ Universitat de Valencia,
1995]; Michael Sonenscher, “The Sans-Culottes of the Year II: Rethinking the Language
of Labour in Revolutionary France», Social History, 9 (1984), págs. 301-328, y Work and Wages.
Natural Law, Politics and the Eighteenth-Century French Trades, Cambridge, Cambridge University
Press, 1989, esp. págs. 354-355 y 356-358.

38
aserto chartieriano de que el mundo es representación o lo que implica
la equiparación thompsoniana entre clase y conciencia de clase.
Así pues, si tuviera que recapitular lo expuesto hasta aquí —y
hacerlo, a la vez, en una terminología más actual—, yo diría que la
evolución historiográfica descrita supuso el paso desde una concep-
ción del lenguaje como exclusivamente mimético, a otra en la que éste
es tanto mimético como generativo. Desde este punto de vista, aunque
las ideas y las prácticas simbólicas son un producto de las condiciones
sociales, operan a su vez sobre dichas condiciones, reforzando, cohe-
sionando o reconfigurando los intereses, las identidades y las divisiones
sociales. Un postulado teórico que, por decirlo con la concisa precisión
de Carroll Smith-Rosenberg, implica que la sociedad es el resultado de
«la dialéctica entre lenguaje como espejo social y lenguaje como
agente social»24. Esta caracterización del lenguaje como una entidad
mixta es el punto más avanzado al que llega la nueva historia cultural en
su alejamiento del núcleo original de la historia social. En cualquier caso,
se trata de una formulación que reafirma y prosigue un camino iniciado
tiempo atrás por teorías del lenguaje como la de Mijail Bajtin, rescatada
y revitalizada, precisamente, por los historiadores socioculturales o por
autores que, como Raymond Williams, son afines a ellos25. En los
últimos años, como se sabe, esta vuelta a Bajtin no sólo se ha
intensificado, sino que el autor ruso se ha convertido en un punto de
apoyo primordial para aquellos historiadores que se oponen a quienes
desafían el modelo teórico dicotómico.
24 Carroll Smith-Rosenberg, Disorderly Conduct: Visions of Gender in Victorian America, Nueva

York, Oxford University Press, 1985, pág. 45. En otro lugar escribe: «Mientras que las
diferencias lingüísticas estructuran la sociedad, las diferencias sociales estructuran el
lenguaje» («The Body Politic», en Elizabeth Weed [ed.], Coming to Terms: Feminism, Theory,
Politics, Nueva York, 1989, pág. 101).
25 Véase, por ejemplo, Raymond Williams, Marxism and Literature, Oxford, Oxford

University Press, 1977, esp. capítulo 2. [Trad. esp.: Marxismo y literatura, Barcelona, Pe-
nínsula, 1980.] En esta concepción mixta del lenguaje se basa, por ejemplo, la conocida
propuesta historiográfica de Gabrielle M. Spiegel. La aplicación de su concepto de «lógica
social del texto» implica que, como ella escribe, «los textos reflejan y a la vez generan
realidades sociales, son constituidos por y constituyen las formaciones sociales y discur-
sivas que pueden sostener, resistir, contestar o intentar transformar, dependiendo del
caso en cuestión» (Gabrielle M. Spiegel, «History, Historicism, and the Social Logic of
the Text in the Middle Ages», Speculum, 65, 1 [1990], pág. 77, e «History and Post-Mo-
dernism, IV», Past and Present, 135 [1992], págs. 203 y 206 [trad. esp.: «Historia y pos-
modernismo», Taller D'História, 1 [1993], págs. 67-73]). Spiegel ha puesto en práctica su
concepción teórica en Romancing the Past. The Rise of Vernacular Prose Historiography in Thirteenth-
Century France, Berkeley/Los Angeles, University of California Press, 1993.

39
Por supuesto, como es bien sabido, en el curso de este movimiento
de alejamiento de la historia social clásica y de rehabilitación de la
acción humana, algunos historiadores han dado un paso más, han tras-
pasado los límites del paradigma materialista, han abandonado todo
rastro de causalidad social y han vuelto a conceder una autonomía ab-
soluta a la subjetividad humana y a la cultura (así como a la política).
Es decir, han restaurado el concepto de sujeto racional y la explicación
intencional de las acciones, aunque enriquecida y sofisticada, en oca-
siones, con una concepción intersubjetiva, y no meramente indivi-
dual, de los universos culturales. El resultado ha sido su conversión en
meros historiadores revisionistas26. No obstante, de este episodio histo-
riográfico y del denominado revisionismo no voy a tratar en este ensa-
yo, pues apenas comportan ninguna novedad o innovación teóricas.
La evolución teórica descrita hasta aquí ha afectado por igual a las
dos principales corrientes de la historia social, el materialismo histórico y
la escuela de Annales. En cuanto al materialismo histórico, éste experi-
mentó un idéntico proceso de distanciamiento del objetivismo y de pau-
latina atribución de un papel activo a la subjetividad y a la cultura en la
constitución de las identidades y de la práctica social. También en su
caso, ésta fue la respuesta a la existencia de hiatos entre posición social y
conciencia o, más exactamente, entre lo que la teoría social prescribía
como comportamiento natural y la conducta real de los individuos, un
hecho particularmente perturbador en campos como el del movimiento
obrero, que constituía uno de sus objetos primordiales de estudio y que
había sido profusamente utilizado como terreno de verificación empírica
de dicha teoría social. Para tratar de superar y, a la vez, de explicar dichos
hiatos, algunos historiadores marxistas, en sintonía con el resto de
historiadores sociales, recurrirán cada vez más a la noción de mediación
subjetiva o simbólica, adoptarán una noción mixta de lenguaje y comen-
zarán a conceder una creciente autonomía relativa a la cultura y a la po-
lítica. En cuanto a la tradición de Annales, también ha seguido una tra-
yectoria similar. También los historiadores de su cuarta generación han
reaccionado contra la tiránica preeminencia de lo social, contra la no-
ción de cultura como epifenómeno y, en particular, contra una historia
26 Éste es el caso, en mi opinión, de historiadores como Gareth Stedman Jones

(véase su «The Determinist Fix: Some Obstacles to the Further Development of the Lin-
guistic Approach to History in the 1990s», History Workshop Journal 42 [1996], págs. 19-35).
He discutido y tratado de caracterizar la postura de Jones en Miguel A. Cabrera, «Lin-
guistic Approach or Return to Subjectivism? In Search of an Alternative to Social His-
tory», Social History, 24, 1 (1999), págs. 76-78.

40
de las mentalidades basada en la noción de «tercer nivel». Frente a su ob-
jetivismo unívoco y a su metodología cuantitativa y serial, incapaz de
dar cuenta de la producción individual de significados, los historiadores
socioculturales annalistas proclaman la naturaleza creativa de la subjeti-
vidad, la soberanía relativa de lo cultural y la capacidad de los individuos
para generar vínculos sociales e implementar estrategias vitales que tras-
cienden las coacciones estructurales. En el ámbito annalista, esta concep-
ción de la sociedad alcanza su cenit en la obra, tanto de investigación
como teórica, de autores como Roger Chartier o Bernard Lepetit27.
Pero además de propiciar la evolución interna de las tradiciones ya
establecidas, la historia sociocultural ha generado nuevas modalidades
de práctica histórica, que se han convertido ya en personajes familiares
del paisaje historiográfico. Como resultado de la aplicación de la nueva
teoría de la sociedad, los historiadores se han visto impulsados no sólo
a analizar los procesos históricos en términos de interacción entre
estructura y acción, sino, además, a reducir la escala de observación,
con el propósito de captar dicha interacción en su funcionamiento es-
pecífico. Pues, de hecho, la nueva teoría de la sociedad exige, como re-
quisito primordial, que se delimite con la mayor precisión posible el
espacio que, en los procesos históricos, corresponde a la determinación
estructural con respecto a aquél que corresponde a la libertad de los
sujetos para diseñar y poner en práctica sus estrategias particulares de
acción. Con este propósito explícito de captar en su especificidad el
juego de fuerzas entre lo estructural y lo subjetivo, nacieron dos de las
modalidades más características de la historia sociocultural, la Micro-
historia y la historia de la vida cotidiana alemana (Alltagsgeschichte).
Por lo que a la microhistoria se refiere, ésta surgió, en efecto, con el
propósito de captar, en su expresión histórica concreta, individual y coti-
diana, la interrelación entre estructura social y acción, entre sistemas de
normas y estrategias personales, y de poder calibrar, de este modo, la con-
tribución de las segundas a la constitución de las relaciones sociales. Para-
fraseando a Natalie Z. Davies, se podría decir que su objetivo es ver y hur-
gar en las pequeñas y a menudo invisibles interacciones entre constreñi-
miento estructural y singularidad individual, con el fin de reconstruir
la dinámica de la experiencia28. Es, precisamente, para lograr este objetivo
27 Con respecto al segundo, véase Bernard Lepetit (dir.), Les formes de l'experience. Une autre
histoire sociale, París, Albin Michel, 1995, especialmente las dos contribuciones del propio
Lepetit.
28 Natalie Z. Davies, «The Shapes of Social History», Storia della Storiografic, 17 (1990),

pág. 30. [Trad. esp.: «Las formas de la historia social»', Historia Social, 10 (1991), págs. 177-
182.]

41
que se hace necesario reducir la escala de observación y realizar un estu-
dio intensivo de las fuentes. Sólo de esta forma es posible examinar, de
manera inmediata, el proceso de formación de la conciencia, es decir, la
forma en que las personas, aunque inscritas en estructuras sociales y
normativas, crean los significados en los que fundan sus acciones. De ahí
que, por una parte, los microhistoriadores concentren su atención en las
contradicciones de los sistemas normativos y en la fragmentación y
pluralidad de los puntos de vista que hacen que las sociedades sean
fluidas y abiertas y que cambien por medio de elecciones mínimas y
constantes que operan en los intersticios de las complejas incoherencias
de todo sistema. Y que, por otra parte, los microhistoriadores desvíen su
mirada indagadora desde los procesos socioeconómicos, las
instituciones estatales y las elites sociales, hacia los usos inventivos y
los recursos desplegados por individuos, pequeños grupos o comuni-
dades tradicionalmente anónimos. Como argumenta al respecto Gio-
vanni Levi, si buscamos una descripción más realista de la conducta
humana, hemos de reconocer la libertad relativa más allá, aunque no al
margen, de los constreñimientos de los sistemas normativos pres-
criptivos y opresivos. Desde este punto de vista, «toda acción social es
considerada como el resultado de una constante negociación y mani-
pulación del individuo, de sus elecciones y decisiones frente a una rea-
lidad normativa que, aunque omnipresente, ofrece, sin embargo, muchas
posibilidades para las interpretaciones y la libertad personales»29.
Algo similar puede decirse de la Alltagsgeschichte, que nació, igual-
mente, como reacción frente a la denominada ciencia social histórica
alemana. Su propósito es, como proclaman sus teóricos y practicantes,
analizar las formas concretas en que los individuos se apropian, activa y
creativamente, de sus condiciones sociales y las transforman en práctica.
Como arguye Alf Lüdtke, la ubicación de los individuos y de los

29 Giovanni Levi, «On Microhistory», en Peter Burke, New Perspective on Historical Writing

Cambridge, Polity Press, 1991, págs. 94-95. [Trad. esp.: Formas de hacer Historia, Madrid,
Alianza Ed., 1993.] La bibliografía sobre la Microhistoria es ya enorme; para una
primera aproximación teórica, me atrevo a sugerir las siguientes obras: Edoardo
Grendi, «Micro-analisi e Storia Sociale», Quaderni Storici, 35 (1977), págs. 506-520; Edward
Muir and G. Ruggiero, Microhistory and the Lost Peoples of Europe, Baltimore, The Johns Hopkins
University Press, 1991; Carlo Ginzburg, «Microhistory: Two or Three Things that I
Know about it», Critical Inquiry, 20, 1 (1993), págs. 10-35; Jacques Revel, «Micro-analyse et
construction du social», en Jacques Revel (dir.), Jeux d'écheles. La micro-analyse á l'experiénce, París,
Gallimard/Le Seuil, 1996, págs. 15-36; Justo Sema y Anaclet Pons, «El ojo de la aguja.
Me qué hablamos cuando hablamos de microhistoria?», Ayer, 12 (1993), págs. 93-133, y
Cómo se escribe la microhistoria. Ensayo sobre Carlo Ginzburg, Madrid, Cátedra/Universitat de Valencia,
2000.
42
grupos viene determinada por los sistemas de relaciones de producción,
pero éstos por sí solos no explican la «actividad particular» y el «modo de
vivir», pues las condiciones para la acción son a la vez algo dado y un
producto de la propia acción30. De este modo, lo que el análisis histórico
ha de captar es el juego de diferencias entre la situación social y la
conducta, la forma en que los actores sociales interpretan, presionan
sobre o rechazan aquélla, pues, como gustan decir los historiadores de
esta tendencia parafraseando la conocida sentencia de Karl Marx, los
«hombres» hacen la historia en unas condiciones dadas, ipero la
hacen! Es decir, que frente a una historia social que pone el acento en lo
primero, la Alltagsgeschichte lo pone en lo segundo, pues aunque los intereses
sean objetivos, no son, en tanto que ingredientes positivos de la acción,
anteriores a la práctica, sino parte integrante de ella. Condiciones e
interpretaciones forman un todo indisoluble. Es este propósito de
reconstruir las formas de la práctica en que los individuos se apropian de
sus condiciones sociales lo que ha llevado a la Alltagsgeschichte, como escribe
Geoff Eley, a desplazar la atención de los procesos sociales impersonales a
las experiencias de los actores históricos, aunque, como él advierte, esto
no significa «suplantar, sino especificar y enriquecer, la comprensión de
los procesos estructurales de cambio social». Simplemente, también en
este caso la ambición de los historiadores es trascender cualquier
dicotomía que oponga los factores objetivos y los subjetivos31. Como
consecuencia de ello, la Alltagsgeschichte concentra también su atención,
como la microhistoria, sobre pequeñas unidades, en las que la densidad de
las situaciones vitales y los contextos de acción pueden ser hechos
visibles, así como sobre las acciones de la gente corriente y de las
multitudes anónimas tradicionalmente olvidadas por la historia.

30 Alf Lüdtke, «Sui concetti di vita quotidiana, articolazione dei bisogni e "coscienza

proletaria"», Quaderni Storici, 36 (1977), págs. 916-917. [Trad. esp.: «Sobre los conceptos de
vida cotidiana, articulación de las necesidades y "conciencia proletaria"», Historia Social, 10
(1991), págs. 41-61.]
31 Geoff Eley, «Labor History, Social History, Alltagsgeschichte: Experience, Culture, and

the Politics of the Everyday —a New Direction for German Social History?», Journal of
Modern History, 61 (1989), pág. 317. También la bibliografia sobre este tema es muy
amplia; para una introducción general, véase, por ejemplo, David F. Crew, «Alltagsgeschichte:
A New Social History "From Below"?», Central European History, 22, 3/4 (1989), págs. 394-407;
Carola Lipp, «Writing History as Political Culture. Social History Versus
"Alltagsgeschichte" —A German Debate», Storia delta Storiografia, 17 (1990), págs. 67-100; Alf
Lüdtke (ed.), The History of Everyday Life o Mathieu Lepetit, «Un regard sur l'historiographie
allemande: les mondes de l’Alltagsgeschichte», Revue d'Histoire Moderne et Contemporaine, 42, 2 (1998),
págs. 466-486.

43
III

Sin embargo, como he sugerido, el propósito de este primer capítulo


no es simplemente el de ofrecer una descripción de la evolución de la
disciplina histórica a lo largo del último siglo o el de caracterizar a las for-
mas precedentes de historia con el fin de que se pueda apreciar con ma-
yor nitidez su contraste con la nueva historia o historia postsocial. Ade-
más de ello, este capítulo ha sido escrito con el propósito de subrayar
cuáles han sido las pautas teóricas y la lógica conceptual que han regido
la referida evolución. Y, a este respecto, la conclusión parece obvia: durante
todo ese tiempo, el debate historiográfico ha consistido en y ha adoptado
la forma de una tensión o confrontación permanente entre objetivismo
y subjetivismo, entre materialismo e idealismo, entre coerción social y
libertad individual. Tanto en el caso de la disputa entre historia social e
historia tradicional-revisionismo como en el de la evolución interna de
la propia historia social, ha sido esa tensión o confrontación la que ha
gobernado el proceso de renovación de los estudios históricos. El
predominio de este marco conceptual dicotómico ha tenido una
doble consecuencia. Por un lado, ha implicado que todo debilitamiento
de uno de los términos del binomio sólo podía tener como efecto el
fortalecimiento del otro, y viceversa, sometiendo de este modo a los
historiadores a una especie de círculo vicioso o de eterno movimiento
pendular de los que era imposible escapar. Por otro lado, ha implicado
la acotación de un campo de interés disciplinar y la definición de una
cierta gama de problemas relevantes y, por consiguiente, que toda
reflexión teórica y toda indagación empírica estuvieran orientadas a
determinar cuál era la relación exacta entre los dos componentes del
binomio, es decir, a determinar el grado de dependencia de la
conciencia y de la acción con respecto al contexto social. La gama
de respuestas dadas a esta cuestión por los historiadores va, como
sabemos, desde quienes conceden a la subjetividad una autonomía
absoluta a quienes la consideran una expresión de la esfera social,
pasando por aquéllos que propugnan algún tipo de combinación en-
tre ambas posturas.
En los últimos años, sin embargo, el debate historiográfico parece
haber entrado en una nueva etapa. La causa de ello es que algunos his-
toriadores han dejado de plantear la discusión y de afrontar el análisis
en los términos dicotómicos convencionales y, en consecuencia, han
comenzado a escapar, por vez primera, de ese dilema entre explicación

44
social y explicación intencional en el que había estado secularmente
atrapado el análisis histórico. En lugar de seguir combinando y re-
combinando, como hasta entonces, los mismos ingredientes, esos
historiadores han puesto en duda que estructura social o acción humana
sean componentes primarios de los procesos históricos y, por tanto, que
la explicación de la acción se encuentre en la relación, sea cual sea ésta,
entre ambas instancias. Por el contrario, éstas no son instancias
primarias, sino derivadas y, por tanto, no pueden ser tomadas como
base de la teoría social, razón por la cual, precisamente, pese a la
profunda reformulación teórica efectuada por la historia sociocultural y
al notable grado de sofisticación conceptual alcanzado por ésta, las
anomalías del paradigma social clásico continúan sin resolverse
satisfactoriamente. Y es que, arguyen dichos historiadores, no se trata
de reducir los dominios de la causalidad social y ensanchar los de la
acción racional (o viceversa), sino de atribuir una génesis y una
naturaleza diferentes a la práctica de los individuos y a las relaciones
sociales resultantes de ella. La consecuencia de ello ha sido el
surgimiento de una nueva concepción de la sociedad que se opone
por igual tanto a la de la historia social-sociocultural como a la de la
historia tradicional, haciendo posible que, en el momento actual, no
sean ya sólo dos, sino tres, los paradigmas historiográficos en pugna y,
por tanto, que la restauración (sea completa o parcial) del subjetivismo
no sea la única alternativa posible a la historia social, sino que exista
otra bien distinta.
Si este diagnóstico es conecto y si el referido dilema entre materia-
lismo e idealismo está siendo trascendido, realmente, en la práctica, por la
investigación histórica, entonces no parece haber ninguna razón de peso
para situar la frontera del debate historiográfico en la fase precedente,
para detener en ella la revisión crítica de la historia social y para
atrincherarse teóricamente en ese punto32. Por el contrario, más que la
meta, la historia sociocultural parece haber sido sólo una fase, especial-
mente fructífera, en la perseverante búsqueda de una respuesta a la

32 No otra cosa parece ser lo que proponen historiadores como, por ejemplo, Bryan D.

Palmer («Critical Theory, Historical Materialism, and the Ostensible End of Marxism: The
Poverty of Theory Revisited», International Review of Social History, 38 [1993], págs. 133-162, o Descent
into Discourse. The Reification of Language and the Writing of Social History, Philadelphia, Temple University
Press, 1990) o Neville Kirk («In Defence of Class. A critique of Recent Revisionist
Writing upon the Nineteenth-Century English Working Class», International Review Of Social
History, 28 [ 1987], págs. 2-42, y «History, Language, Ideas, and Post-Modernism: A Materialist
View», Social History, 19, 2 [1994], págs. 221-240).

45
pregunta de por qué las personas se comportan de la manera en que
lo hacen. A fin de cuentas, se podría decir, parafraseando a Jon Law-
rence y Miles Taylor, que la emergente teoría de la sociedad no es
más que un nuevo intento de resolver los mismos «problemas» que
ya intentaron resolver los debates que rodearon a La miseria de la teoría
de E. P. Thompson33.

33 Jon Lawrence y Miles Taylor, «The Poverty of Protest: Gareth Stedman Jones and

the Politics of Language. A Reply», Social History, 18, 1 (1993), pág. 5.

46
CAPÍTULO 2
La nueva historia:
realidad, discurso, diferencia

Tras este necesario preámbulo, podré pasar a exponer los términos


concretos en los que, durante los últimos años, ha sido críticamente re-
considerado el modelo dicotómico y objetivista y a dar a conocer las
premisas esenciales de la teoría de la sociedad resultante de dicha re-
consideración crítica. Para comenzar, realizaré una presentación general
del armazón teórico de la nueva historia y, a continuación, en los
restantes capítulos, procederé a describir de manera más pormenoriza-
da cada una de las piezas que componen dicha armazón, así como a
ilustrarlas con ejemplos tomados de algunas obras históricas recientes.
Cuando uno examina con cierto detenimiento la evolución seguida
por los estudios históricos a partir de la década de 1980 y, sobre todo,
de la de 1990, se pone inmediatamente de manifiesto que el principal
rasgo distintivo, y, a la vez, auténtico factor desencadenante y motor
teórico de dicha evolución ha sido la creciente, cada vez más profunda
crisis experimentada por el concepto de realidad objetiva (y,
consiguientemente, por el de causalidad social). Es decir, la creciente
y cada vez más decidida puesta en cuestión, por parte de un grupo de
historiadores, del supuesto de que la realidad social constituye una es-
tructura, en el sentido de que posee significados intrínsecos y de que,
en virtud de ello, las condiciones sociales de existencia de los indivi-
duos se proyectan representacionalmente en su conciencia y determi-
47
nan su conducta. Y no me estoy refiriendo, por supuesto, como acabo
de decir, a los historiadores de raigambre tradicional o a los denomina-
dos revisionistas, sino a historiadores que ejercen su crítica desde una
perspectiva teórica nueva y con el propósito, más o menos expreso, de
encontrar una alternativa a la historia social que no sea el retorno al
modelo explicativo idealista y a su noción de sujeto racional. A este
respecto, la idea fundamental que se ha ido abriendo paso entre esos
historiadores es la de que, a tenor de los resultados obtenidos por la in-
vestigación histórica, la esfera social no es una entidad de carácter ob-
jetivo o estructural y, por tanto, no existe semejante conexión causal
entre la posición social de los individuos y su práctica significativa. Por
el contrario, lo que esa investigación estaría mostrando es que los sig-
nificados que los individuos otorgan al contexto social y al lugar que
ocupan en él, y en función de los cuales organizan, orientan y dan sen-
tido a su práctica, tienen un origen diferente y se constituyen mediante
un proceso histórico básicamente distinto del supuesto por los histo-
riadores sociales. Un proceso que no había sido identificado y tomado
en consideración hasta hace poco tiempo, que, desde luego, es impo-
sible de captar, comprender y analizar mediante un esquema teórico
dicotómico y cuya existencia nos obliga a otorgar una nueva explica-
ción a las acciones de los agentes históricos y, por tanto, a la génesis de
las relaciones sociales. De modo que al igual que la crisis del concepto
de individuo o sujeto racional provocó, en su día, el declive del histo-
ricismo y sentó las bases de la historia social, así la erosión del concep-
to de estructura social ha propiciado el surgimiento de la nueva histo-
ria, y, con ella, de una visión de la sociedad no sólo más compleja, di-
námica y multirrelacional, sino, lo que es más importante, gobernada
por una lógica causal diferente.
La razón fundamental en la que se basan esos historiadores para po-
ner en duda el carácter objetivo de la realidad social es la de que, según
muestra el análisis histórico, dicha realidad no se incorpora nunca por
sí misma a la conciencia, sino que lo hace siempre a través de su con-
ceptualización. Es decir, que el contexto social sólo comienza a condi-
cionar la conducta de los individuos una vez que éstos lo han concep-
tualizado o hecho significativo de alguna manera, pero no antes y, por
tanto, que las condiciones sociales sólo devienen estructurales y empie-
zan a operar como un factor causal de la práctica una vez que han al-
canzado algún tipo de existencia significativa, y no por su mera exis-
tencia material. A primera vista, puede parecer que esta afirmación no
entraña novedad alguna con respecto a la historia sociocultural. Al fin y
al cabo, como sabemos, ésta se había rebelado ya contra el postula-

48
do de la historia social clásica de que las acciones están socialmente de-
terminadas con independencia de la conciencia que los agentes mues-
tren de ello y había pasado a sostener que la posición social sólo se tra-
duce en acción una vez que su significado es experiencial y cultural-
mente discernido por los individuos en el curso de la práctica. En esta
inicial afinidad se basan, precisamente, aquellos autores que creen po-
sible, y propugnan, una conciliación entre nueva historia cultural y
nueva historia. Sin embargo, en cuanto profundizamos un poco en el
examen historiográfico, se pone de manifiesto que, en su reconsidera-
ción crítica del paradigma objetivista, los nuevos historiadores van más
allá de donde la historia sociocultural, inserta aún en el esquema dico-
tómico, podría jamás llegar. Pues dichos historiadores no se limitan a
afirmar que el contexto social sólo deviene un factor causal de los pro-
cesos históricos una vez que ha sido conceptualizado, sino que, ade-
más, han redefinido por completo la génesis y la naturaleza de las ca-
tegorías mediante las cuales se lleva a cabo dicha conceptualización.
Y, ciertamente, una vez que la nueva historia ha dado este paso, lo que
surge, bajo la inicial y aparente afinidad, es una marcada discontinuidad
entre dos tipos diferentes de historia. Una vez efectuada dicha re-
definición, la conceptualización de la realidad social ya no puede se-
guir concibiéndose como un acto de toma de conciencia o de discer-
nimiento experiencial de las propiedades intrínsecas (significados,
intereses, identidades) de dicha realidad, sino como un acto de una na-
turaleza completamente distinta.
Recordemos brevemente que, en efecto, tanto para la historia social
como para la sociocultural, las categorías, conceptos o esquemas
cognitivos de percepción mediante los cuales los individuos aprehen-
den y organizan significativamente la realidad social son un reflejo, re-
presentación o interiorización de la propia realidad social. Bien porque
dichas categorías son simples etiquetas designativas de fenómenos so-
ciales reales, como las de sociedad, clase, género, propiedad, trabajo,
esfera pública o mercado; bien porque son expresiones culturales,
ideológicas o simbólicas del contexto o de las divisiones sociales,
como ocurre con las de individuo, derechos naturales, libertad, sexua-
lidad, nación, burguesía, proletariado o revolución social. Sea como
sea, lo esencial es que, en ambos casos, las categorías son concebidas
como medios de transmisión de los atributos de una estructura social
que existe previamente a su categorización y que, por tanto, toda ac-
ción fundada en dichas categorías ha de ser considerada como social-
mente determinada (y, a la vez, que es el origen social de las categorías el
que garantiza y explica su eficacia práctica).

49
En este punto se ha producido, sin embargo, en las dos últimas dé-
cadas, una profunda y trascendental ruptura teórica. Durante ese tiem-
po ha ido tomando cuerpo, en el seno de la investigación histórica y
de la simultánea reflexión historiográfica, la premisa de que el cuerpo
de categorías mediante el cual, en toda situación histórica, los indivi-
duos aprehenden y ordenan significativamente la realidad social (y
que, en consecuencia, opera como organizador básico de su práctica),
no es el reflejo subjetivo de una estructura social objetiva, sino que
constituye una esfera social específica, dotada de una lógica histórica pro-
pia. Es decir, que ni los conceptos que los individuos aplican a su en-
torno social son meras reproducciones mentales de éste ni las catego-
rías o principios en los que los individuos basan su práctica tienen su ori-
gen en la esfera social (ni tampoco, por supuesto, son creaciones
intelectuales, puramente racionales, de unos sujetos autónomos, origi-
nales y ahistóricos). Por el contrario, según los nuevos historiadores,
los conceptos y las categorías fundantes de la práctica y de las relacio-
nes sociales constituyen una compleja red relacional cuya naturaleza
no es ni objetiva ni subjetiva y cuyo origen es diferente y externo, en
términos causales, a las dos instancias (referente real y subjetividad)
que ponen en relación. Del mismo modo que los cambios conceptuales
o categoriales no son simplemente una consecuencia de los cambios
del contexto social, sino que tienen lugar a través de un mecanismo
específico de reproducción. En suma, que, como diría a este respecto
Margaret R. Somers, las referidas categorías no son ni valores
interiorizados ni intereses exteriorizados, sino que conforman una es-
tructura relacional independiente que se desarrolla y cambia sobre la
base de reglas y procesos internos propios, así como en interacción his-
tórica con otros dominios de la vida social1.
Para designar a esta esfera social de carácter específico, los histo-
riadores han acuñado o tomado de otras disciplinas, durante los úl-
timos años, algunos conceptos, poblando así sus obras de nuevos
términos que nos resultan cada vez más familiares. En algunos ca-
sos, se trata de conceptos, como el de discurso, que poseían una lar-
ga vida anterior y que habían sido utilizados ya en un sentido simi-
lar. En otros casos, se trata de términos más recientes, como los de

1 Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural about Political Culture and the

Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept Formation», Sociological


Theory, 13, 2 (1995), págs. 131-132. Las obras que son relevantes para el conocimiento
de la nueva historia están recogidas en la bibliografía final. Esta incluye las referencias de
sus traducciones españolas, en los casos en que éstas existen.

50
metanarrativa o incluso narrativa a secas. Finalmente, en otras oca-
siones, los historiadores se han limitado a usar denominaciones me-
ramente descriptivas, como las de categorial/conceptual matriz,
cuerpo, red, código o marco. Todos estos términos serán considerados,
en este ensayo, como sinónimos y serán empleados, por tanto,
indistintamente, aunque su mayor arraigo y expresividad me inclina-
rán, sin duda, a hacer un uso más frecuente del término discurso. Lo
realmente esencial, en todo caso, es que, al margen de la diversidad
terminológica, todos los conceptos enumerados hacen referencia,
como expondré enseguida, al hecho de que en toda situación histó-
rica existe un sistema establecido de reglas de significación que me-
dia activamente entre los individuos y la realidad social, que es ina-
prensible mediante el esquema dualista convencional (de hecho, lo
niega) y que es el que crea el espacio en el que se gestan tanto los ob-
jetos como los sujetos.
La lógica expositiva exigiría que, a continuación, diera a conocer
las razones y evidencias históricas que han llevado a los historiadores
postsociales a formular su premisa teórica sobre la génesis y naturaleza
de los conceptos y categorías. He preferido, no obstante, por razones de
prioridad práctica, mantener en suspenso por un momento este asunto
y proseguir con la exploración preliminar de las implicaciones que
dicha premisa tiene para la teoría de la sociedad y para el análisis histó-
rico. En todo caso, quien lo desee puede alterar la secuencia y leer pre-
viamente el último apartado del capítulo.
II

En el plano puramente descriptivo, lo que el término discurso de-


signa es el cuerpo coherente de categorías mediante el cual, en una si-
tuación histórica dada, los individuos aprehenden y conceptualizan la
realidad (y, en particular, la realidad social) y en función del cual desa-
rrollan su práctica. Dicho de otro modo, un discurso es una rejilla
conceptual de visibilidad, especificación y clasificación mediante la
cual los individuos dotan de significado al contexto social y confieren
sentido a su relación con él, mediante el cual se conciben y conforman a
sí mismos como sujetos y agentes y mediante el cual, en consecuencia,
regulan su práctica social. Ahora bien, lo que convierte a la formulación
del concepto de discurso en una novedad teórica y analítica es la
afirmación subsiguiente de que ese cuerpo categorial constituye una
esfera social específica. Porque si esto es así, si, efectivamente, los discur-

51
sos no son ni representaciones sociales ni creaciones racionales, enton-
ces ello implica, al menos, dos cosas. La primera, que el discurso opera,
históricamente, como un auténtico sistema de significados, en el sentido de
que no es un medio de transmisión de los significados de la realidad,
sino, por el contrario, un componente activo del proceso de
constitución de dichos significados. O lo que es lo mismo, que los sig-
nificados que la realidad adquiere al ser conceptualizada no están pre-
viamente inscritos en o están determinados por la realidad misma, sino
que dependen del cuerpo categorial aplicado en cada caso. La segunda
implicación es que si el discurso no es ni un medio a través del cual la
esfera social ejerce su determinación ni es un instrumento en manos
de sujetos racionales, entonces el discurso opera, en la configuración de
los procesos históricos, como una auténtica variable independiente.
De hecho, esta doble afirmación representa la piedra angular de la
emergente teoría de la sociedad y del nuevo paradigma historiográfico
al que ésta sirve de fundamento.
Desde este punto de vista, un discurso es, como diría Joan W. Scott,
una estructura específica de sentencias, términos y categorías, histórica,
social e institucionalmente establecida, que opera como un auténtico
sistema constituyente de significados mediante el cual los significados
son construidos y las prácticas culturales organizadas y mediante el
cual, por consiguiente, las personas representan y comprenden su
mundo, incluyendo quiénes son y cómo se relacionan con los demás2.
Es en el «discurso social», como escribe James Vernon, donde los acon-
tecimientos (tanto reales como imaginarios) son dotados de un signifi-
cado y de una coherencia de los que de otra forma carecerían y, por
tanto, es dicho discurso el que permite a los sujetos dotar de sentido
moral al mundo e imaginarse a sí mismos como agentes dentro de él3. Si
seguimos, por su parte, a Margaret R. Somers, ésta define la metana-
rrativa como una «trama causal» que proporciona el marco y la secuen-
cia conceptuales que otorgan significado a los casos individuales y
transforman los acontecimientos en episodios. Según Somers, es esta
red conceptual, al hacer una apropiación selectiva de la ilimitada serie
de acontecimientos sociales, la que determina cómo son procesados
esos acontecimientos y qué criterio será el utilizado para darles priori-
2 Joan W. Scott, «Deconstructing Equality-versus-Difference: or, The Uses of Post-

structuralist Theory for Feminism», Feminist Studies, 14, 1 (1988), págs. 35 y 34.
3 James Vernon, «Who's Afraid of the "Linguistic Turn"? The Politics of Social History

and its Discontents», Social History, 19, 1 (1994), pág. 91.

52
dad y conferirles significado4. Si a ello unimos, asimismo, que todo
discurso contiene o entraña una concepción general de la sociedad, un
imaginario social5, ello implica que posee la capacidad de proyectarse y
de encarnarse en prácticas y de operar como un principio estructuran-
te de las relaciones e instituciones sociales6.
Bien se podría concluir, por tanto, diciendo que lo que los nuevos
historiadores pretenden con la formulación y aplicación del concepto
de discurso es dar cuenta del hecho de que las personas experimentan
el mundo, entablan relaciones entre sí y emprenden sus acciones siem-
pre desde el interior de una matriz categorial que no pueden trascender
y que condiciona efectivamente su actividad vital. O, como dirían
Trevor Purvis y Alan Hunt, lo que el concepto de discurso intenta cap-
tar es el hecho de que las personas viven y experimentan dentro de un
discurso, en el sentido de que los discursos imponen marcos que limi-
tan lo que puede experimentarse o el significado que la experiencia
puede abarcar y, de este modo, influyen en, permiten o impiden lo que
puede decirse y hacerse7. Un ejemplo, que ya se ha hecho tópico, de dis-
curso es el llamado discurso moderno, cuya trama de categorías ha ejer-
cido, durante los dos últimos siglos, como un poderoso generador de
buena parte de la práctica social, política, científica o ética, primero
en Occidente y luego en el resto del mundo. Como escribe Margaret
R. Somers con respecto a su variante liberal (la «teoría anglo-norteame-
4 Y así, por ejemplo, como señala la propia Somers a continuación, categorías como la

de «marido ganador del pan», «unión solidaria» o «las mujeres deben ser por encima de
todo independientes», se apropian selectivamente de los acontecimientos del mundo
social, los disponen en algún orden y evalúan normativamente esa disposición. (Margaret
R. Somers, «Narrativity, Narrative Identity, and Social Action: Rethinking English
Working-Class Formation», Social Science History, 16, 4 (1992), págs. 601 y 602.)
5 El término imaginario social es utilizado, en un sentido muy similar, por autores
como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radi-
cal Democratic Politics, Londres, Verso, 1985) o Patrick Joyce, en este caso inspirándose en
Cornelius Castoriadis (Democratic Subjects. The Self and the Social in Nineteenth-Century En-
gland, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, pág. 4).
6 Como es evidente, este concepto de discurso no tiene nada que ver (ni debe con-

fundirse) con el utilizado convencionalmente para designar al lenguaje en uso, esto es, a
las expresiones, textos, actos de habla, eventos comunicacionales o conversacionales o
vocabularios disciplinares o profesionales. Asimismo, aunque esté ligeramente emparen-
tado con ella, tampoco debe confundirse con la noción de discurso propia del denomi-
nado «análisis histórico del discurso», desarrollado a partir de la década de 1970, sobre
todo en Francia, por algunos historiadores sociales, pues en este caso el concepto de dis-
curso es esencialmente sinónimo de ideología.
7 Trevor Purvis y Alan Hunt, «Discourse, Ideology, Discourse, Ideology, Discourse,

Ideology…», British Journal of Sociology, 44, 3 (1993), pág. 485.

53
ricana de la ciudadanía»), ésta constituye una auténtica matriz relacional
de supuestos epistemológicos, con capacidad no sólo para fijar las
reglas de inclusión y exclusión de los hechos reales y las divisiones y
demarcaciones y los modos de estructuración de los patrones tempo-
rales y espaciales y para establecer los criterios de definición de lo pri-
vado y lo público, del mercado y el Estado, de lo social o lo político,
sino también, en razón de ello, para configurar la conducta de los in-
dividuos y sus relaciones sociales y políticas8. Asimismo, el hecho de
que el discurso constituya una configuración estructurada de relaciones
entre conceptos que están conectados entre sí en virtud de su per-
tenencia a una misma red conceptual implica, por un lado, que todo
concepto sólo puede ser descifrado en términos del «lugar» que ocu-
pa en relación con los otros conceptos de la red9 (y no, se entiende,
en términos de su vínculo referencial) y, por otro lado, que la activa-
ción de un concepto con el fin de dotar de sentido bien a la realidad
bien a la práctica social moviliza a toda la red categorial a la que éste
pertenece, y, por tanto, esta última ha de ser tomada en cuenta como
un factor explicativo capital de las reacciones significativas de los in-
dividuos frente a su contexto social y, en particular, frente a los cam-
bios de éste.
Así pues, la aparición y adopción del concepto de discurso ha su-
puesto, esencialmente, el establecimiento de una marcada distinción y
una nítida separación entre concepto y significado, con la consiguiente ads-
cripción de uno y otro a esferas sociales diferentes. Es decir, la distinción y
separación (tanto teórica como empírica) entre, por un lado, las cate-
gorías mediante las cuales los individuos perciben y hacen significativa la
realidad social y, por otro, los significados y formas de conciencia (in-
terpretaciones, ideas, creencias, sistemas de valores) resultantes de esa
operación de percepción y dotación de significado. De ambos, según la
nueva historia, sólo los significados son entidades subjetivas, en el senti-
do de que los sujetos no sólo tienen conciencia plena de su existencia,
sino que los manejan a voluntad en el curso de su práctica e interacción
sociales. No ocurre así en el caso de los conceptos, pues éstos les vienen
dados a los sujetos por un determinado discurso o imaginario social de
8 Margaret R. Somers, «Narrating and Naturalizing Civil Society and Citizenship

Theory: The Place of Political Culture and the Public Sphere», Sociological Theory, 13, 3
(1995), págs. 237 y 234.
9 Las expresiones son de Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural about

Political Culture and the Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept
Formation», págs. 135 y 136.

54
cuya existencia y mediación son generalmente inconscientes y que,
por tanto, no sólo se impone y trasciende a los propios sujetos, sino que
escapa por completo a su control intencional. Por ilustrarlo con un
ejemplo trivial, una cosa serían los conceptos de libertad, igualdad,
individuo, ciudadanía o clase y otra bien distinta las ideas de libertad,
igualdad, individualidad, ciudadanía o clase que las personas se forjan
como consecuencia de la puesta en juego de dichos conceptos en el
curso de su desenvolvimiento vital. De lo que se sigue, a su vez, que si
las personas pueden aspirar a ser libres e iguales, a sentirse individuos
racionales o ciudadanos con derechos o a identificarse como miembros
de una clase es porque previamente existen los respectivos conceptos. Si
lo expresáramos con una terminología algo más técnica y actual, diríamos
que lo que la historia discursiva ha hecho, en esencia, es adoptar un
nuevo concepto de lenguaje; o, para ser más exactos, distinguir
operativamente entre la noción convencional de lenguaje como medio de
comunicación y la noción de lenguaje como patrón de significados y basar
también en esta última, y no sólo en la primera, su teoría de la
sociedad. Esta distinción entre lenguaje como mero vocabulario o
nomenclatura designativa de hechos, cosas o ideas y lenguaje como
generador activo de los significados con que dichos hechos, cosas e
ideas son dotados, constituye el motor teórico primordial de la actual
reorientación de los estudios históricos y, en consecuencia, su mayor o
menor aceptación ha devenido, en los últimos tiempos, auténtica piedra
de toque para caracterizar y clasificar a los historiadores.
Por supuesto, ésta es una distinción que los anteriores paradigmas
historiográficos, dado que se basaban en una concepción dicotómica de
la sociedad, no hacían, ni podían hacer. Para ellos, no existe tal di-
ferencia ontológica entre categorías y significados, pues al no reconocer
a las primeras en tanto que instancias específicas, ambos aparecen
englobados dentro del capítulo de las entidades subjetivas. Bien sean
creaciones racionales o representaciones sociales, conceptos e ideas, ca-
tegorías y palabras, son la misma cosa y su naturaleza y su función son
similares. De modo que hasta la formulación del concepto de discurso,
la investigación histórica sólo había hecho uso de la noción de lenguaje
como vocabulario o medio de comunicación. Para el historicismo, el
lenguaje, al ser una creación subjetiva o intersubjetiva, es un medio de
transmisión del pensamiento y un instrumento a través del cual los
sujetos despliegan su acción en el mundo. En variantes más modernas de
la historia idealista, como el denominado contextualismo, el lenguaje es
concebido como un recurso cultural, como un menú de conceptos
disponibles que los sujetos utilizan y manejan a voluntad,

55
confiriéndoles los significados que deseen. Los contextualistas admiten
que los individuos están siempre insertos en universos conceptuales,
pero dado que continúan basándose en la noción de sujeto racional o
agente intencional, niegan la posibilidad de que los propios conceptos
tengan la capacidad de imponerse a sus usuarios y desempeñar, de ese
modo, una función activa en la producción de significados. Para los
contextualistas, como diría David Harlan, el individuo es un agente
creativo que manipula de manera autoconsciente un sistema de lenguaje
«polivalente». Y así, por ejemplo, un escritor está situado antes y fuera de
ese sistema y, por tanto, se enfrenta a él como a un conjunto de
posibilidades verbales que hay que manipular y explotar con el fin de
realizar sus intenciones. Y de ahí que el texto resultante sea, como para
J. G. A. Pocock, una expresión de la conciencia del autor, y no una
construcción significativa10. Para la historia materialista, por su parte, el
lenguaje es también un medio de comunicación, pero no de un sujeto
racional, sino del sujeto social y, por tanto, es el medio a través del cual
el contexto y las divisiones sociales se traducen en subjetividad y en
acción. En cuanto a la historia sociocultural, ésta otorga, por
supuesto, una función generativa al lenguaje, pero sólo en tanto que
medio simbólico, no en tanto que patrón de significados (y, por tanto,
para ella, los significados continúan teniendo una existencia previa a e
independiente de los conceptos, limitándose éstos a proporcionarles una
forma verbal).
Sin embargo, frente a ambos tipos de historia, basados en una con-
cepción, instrumental y constatativa del lenguaje, la nueva historia se basa en
una concepción constitutiva o realizativa. Según ésta, el lenguaje no se
limita a trasmitir el pensamiento o a reflejar los significados del contexto
social, sino que participa en la constitución de ambos. De hecho, arguyen
los historiadores postsociales, la única manera de superar las insu-
ficiencias explicativas del esquema dicotómico es dejar de concebir al
lenguaje sólo como vocabulario y comenzar a tratarlo también como un
patrón de significados que toma parte activa en la constitución de
los objetos de los que habla y de los sujetos que lo encarnan y lo

10 David Harlan, «Intellectual History and the Return of Literature», American Historical

Review, 94, 3 (1989), págs. 591-592. Se refiere a J. G. A. Pocock, Virtue, Commerce, and History.
Essays on Political Thought and History, Chief y in the Eighteenth Century, Nueva York, Cambridge
University Press, 1985. De hecho, el contextualismo es el punto más avanzado al que la
vieja historia hermenéutica y comprensiva puede llegar sin abandonar el concepto de
sujeto racional y, por tanto, es una de las principales trincheras desde la que muchos
historiadores se oponen actualmente al nuevo concepto de lenguaje que se ha
desarrollado a lo largo de los últimos años.

56
traducen en acción. Y ello porque, como le gusta repetir a Joan W Scott,
el lenguaje no es sólo palabras o expresiones, sino formas globales de
pensamiento, de comprensión de cómo opera el mundo y qué lugar
ocupa uno en él y, por tanto, si continuamos utilizando el término len-
guaje solamente en el sentido de vocabulario, de palabras, entonces lo
reduciríamos a expresiones literales, a un dato más que recolectar, y
perderíamos toda noción de cómo se construyen los significados11.
Porque, en efecto, la irrupción del concepto de lenguaje como pa-
trón categorial y su distinción del lenguaje como medio de comunica-
ción, vocabulario o etiqueta factual han tenido como consecuencia
primordial la formulación de una nueva teoría de la producción de significados y, por
tanto, de la formación de la conciencia. A este respecto, como ya
indiqué, lo que la investigación histórica está poniendo de manifiesto es
que, dado que los marcos categoriales de conceptualización de la
realidad social tienen una naturaleza específica, los significados que los
individuos otorgan a los fenómenos sociales (incluida su posición en las
relaciones socioeconómicas) no son atributos que éstos poseen y que el
lenguaje se limita a designar, trasmitir o hacer conscientes, sino que
son atributos que esos fenómenos sociales adquieren al serles
aplicado el correspondiente patrón discursivo de significados. Es decir,
que los significados (y las formas de subjetividad a las que dan lugar) no
son representaciones o expresiones de sus referentes sociales, sino
efectos de la propia mediación discursiva. De modo que lo que un
hecho, situación o posición social significa para un agente
histórico —y que lo induce a actuar de una cierta manera—no es
algo que dependa de ese hecho, situación o posición, como si éstos
poseyeran una especie de ser esencial, sino que depende de la trama
categorial mediante la cual, en cada caso, han sido hechos sig-
nificativos.
Es por esta razón que la nueva historia sostiene que los significados de
la realidad social se constituyen mediante una operación de diferenciación (y
no, como pensaban los historiadores sociales, de reflejo). Lo que ello
quiere decir, básicamente, es que si todo nuevo fenómeno social
11 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», International Labor and Working-Class His-

tog, 32 (1987), pág. 40, y «On Language, Gender, and Working-Class History», ibíd., 31
(1987), pág. 1. De ahí, precisamente, que, como glosa Mariana Valverde, la principal cri-
tica de Joan W. Scott a Gareth Stedman Jones y a su concepción idealista de la sociedad
sea la de que Jones no entiende el concepto de lenguaje, pues piensa que se refiere a «pa-
labras», como algo opuesto a cosas. (Mariana Valverde, «Poststructuralist Gender Histo-
rians: Are We Those Names?», Labour/Le Travail 25 [1990], pág. 231.)

57
es siempre aprehendido mediante un sistema de significados previa-
mente existente, entonces el significado con que ese fenómeno es do-
tado nace de la relación diferencial o de contraste entre los significados ya
existentes y a partir de los parámetros de distinción que éstos han
establecido. Es decir, que si todo fenómeno social es siempre recono-
cido y hecho inteligible en términos de los fenómenos significativos que
lo han precedido, entonces el significado que se le confiere emana de la
reorganización, actualización, adaptación o ampliación que los
individuos realizan de la trama de significados precedente para incor-
porar, dar cabida al nuevo fenómeno12. Desde este punto de vista, los
significados continúan teniendo, como en la historia social, un vínculo
con el contexto social que es su referente, pero no se trata ya de un
vínculo representacional u objetivo, sino meramente material. Y de ahí
que los nuevos historiadores hayan dejado de concebir a la conciencia
como una expresión, del tipo que sea, de la posición social, pues la
conciencia no brota de un acto de toma de conciencia o de discerni-
miento experiencial de los significados de dicha posición social, sino,
por el contrario, de una operación de construcción significativa de
ésta.
De modo que, con el advenimiento de la nueva historia, los signifi-
cados han perdido su antigua condición de expresiones subjetivas y se
han convertido en conjuntos de relaciones históricamente cambiantes
que están contingentemente estabilizados en un punto del devenir histórico13.
Dado que los referentes sociales no pueden fijar sus significados, pues
éstos dependen de la mediación de las condiciones discursivas, esos
significados están siempre en un estado de equilibrio precario y amena-
zados permanentemente por la presencia acechante de otros significados,
prestos a invadir su territorio y expulsarlos de él, a hacerlos desaparecer.
Como diría Keith M. Baker14, los significados están «siempre im-
plícitamente en riesgo», pues a medida que surgen nuevos marcos ca-
12 Stuart Hall lo ha expresado con mucha mayor propiedad y precisión: «Los signi-

ficados no son un reflejo transparente del mundo, sino que surgen a través de la diferen-
cia entre los términos y categorías, los sistemas de referencia, que clasifican el mundo y de
ese modo permiten que sea apropiado por el pensamiento social, por el sentido común.»
(Stuart Hall, «Signification, Representation, Ideology: Althusser and the Post-
Structuralist Debates», Critical Studies in Mass Communication, 2, 2 [1985], pág. 108.)
13 La expresión está tomada de Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural

about Political Culture and the Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Con-
cept Formation», pág. 136.
14 Keith Michael Baker, Inventing the French Revolution. Essays on French Political Culture in the

Eighteenth Century, Nueva York, Cambridge University Press, 1990, pág. 6.

58
tegoriales, los mismos fenómenos reales, a veces súbitamente, adquie-
ren nuevos significados y pierden o ven alterados los anteriores y, en
consecuencia, dejan de ser interpretados, enunciados, caracterizados o
clasificados como hasta ese momento. Es aquí, por tanto, y no en los
cambios del contexto social de percepción o en la evolución del pen-
samiento humano, donde parece encontrarse la respuesta a la pertinente
y crucial pregunta de John E. Toews de «por qué ciertos significados
surgen, persisten y desaparecen en momentos particulares y en situa-
ciones socioculturales específicas»15.
La formulación de esta nueva teoría de la producción de significa-
dos está teniendo profundas repercusiones sobre el estudio histórico de
la sociedad, y algunas de ellas han sido ya señaladas o sugeridas en las
páginas anteriores. Como mínimo, dicha teoría entraña una completa
redefinición de las nociones convencionales de objetividad y sub-
jetividad y nos obliga a adoptar un nuevo concepto de acción, diferente
tanto del intencional como del social o estructural. Por lo que a la
noción de objetividad respecta, dicha teoría implica, como he dicho,
que los objetos sociales no están implícitos en los fenómenos sociales
que son su soporte material, sino que se constituyen como tales en el
proceso mismo de conceptualización discursiva de éstos. Si los signifi-
cados no son representaciones de objetos sociales con atributos que
pueden ser categorizados conceptualmente, entonces los propios obje-
tos sociales emergen de la mediación discursiva y a través de un proce-
so de diferenciación de otros objetos. Desde este punto de vista, sólo
los fenómenos sociales tienen existencia previa, pero no los objetos a
los que dan lugar. Éstos pueden o no emerger (y convertir a dichos fe-
nómenos en factores relevantes de la práctica social) o pueden adoptar
las más diversas fisonomías, todo ello dependiendo de que se den unas
u otras condiciones discursivas. Y así, por ejemplo, la raza, el lugar de
nacimiento, la lengua, la clase, la pobreza, el hambre, la homosexuali-
dad, la locura, las desigualdades sociales o las crisis económicas aunque
tienen, en tanto que fenómenos reales, una existencia incontestable,
sólo devienen objetos (y comienzan, en virtud de ello, a condicionar
las conductas) una vez que han sido dotados de significado dentro de
un cierto régimen discursivo y, por tanto, dependiendo del significado
adquirido. Y, por supuesto, si todo ser, como algo distinto de la mera
existencia, se constituye dentro de un discurso, entonces ello implica

15 John E. Toews, «Intellectual History after the Linguistic Turn: The Autonomy of

Meaning and the Irreducibility of Experience», American Historical Review, 92, 4 (1987),
pág. 882.

59
que no es posible diferenciar lo discursivo, en términos de ser, de cual-
quier otra área de la realidad social16. De modo que la nueva historia
no se limita a historizar los objetos; si así fuera, no supondría nove-
dad alguna con respecto a la historia social. Es decir, que lo que pro-
pugna no es una especie de relativismo histórico, según el cual un mis-
mo objeto es percibido de maneras distintas dependiendo del momen-
to histórico. Lo que la nueva historia supone es una redefinición de la
propia naturaleza de los objetos, que deja de ser social y pasa a ser dis-
cursiva.
Algo similar ha ocurrido con la noción de subjetividad. A la luz de
la referida teoría, ésta no puede seguir siendo considerada ni como una
esfera racional autónoma ni como la expresión del contexto social,
sino, más bien, como la depositaria del cúmulo de significados, discur-
sivamente forjados, con que los individuos dotan al mundo social y a
su lugar en él y, en particular, de las formas de identidad propias de un
determinado imaginario social. El hecho de que la subjetividad haya
sido separada tanto de la acción racional como de la estructura social
es lo que explica, precisamente, que la nueva historia haya puesto en
entredicho y abandonado el concepto de cultura, así como el de ideo-
logía. Pues aunque el término cultura puede poseer múltiples acepcio-
nes, alguna de las cuales se aproxima incluso al concepto de discurso
(como cuando designa a un patrón conceptual), lo cierto es que en su
uso historiográfico predominante la cultura ha sido concebida siempre
como una esfera subjetiva, bien racional bien representacional17. Y, por
supuesto, en lo que atañe, particularmente, a la noción de ideología
como falsa conciencia, ésta tendría que ser erradicada de la investiga-
ción histórica, pues implica la existencia de un ser social que, aunque
pueda estar velado o activarse sólo simbólicamente, es discernible en
última instancia y tiene la capacidad de encarnarse en conciencia y de
proyectarse en acción. Como arguye, a este respecto, Anson Rabin-
bach, si es el lenguaje el que «naturaliza» a la realidad social y el que,
de este modo, proporciona a los individuos la certidumbre necesaria
para emprender sus acciones, entonces hemos de desterrar del análisis
social toda noción de ideología, con su propósito de iluminar la ver-
16La expresión es de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, «Post-Marxism without
Apologies», New Left Review, 166 (1987), pág. 86.
17 Sobre las diversas acepciones del concepto de cultura en ciencias sociales, véase,

por ejemplo, William H. Sewell Jr., «The Concept(s) of Culture», en Victoria E. Bonnell y
Lynn Hunt, Beyond the Cultural Turn. New Directions in the Study of Society and Culture, Berkeley/Los
Ángeles, University of California Press, 1999, págs. 35-61.

60
dad social real mistificada por el velo de los intereses de clase. De
modo que en la nueva historia, como diría el propio Rabinbach, el
problema de la falsa conciencia ha dado paso al problema de cómo se
organiza la representación y, por consiguiente, la cuestión ya no es «de-
senmascarar» la falsedad ideológica con la blanca luz de la verdad, sino
analizar el proceso, «antinatural» y lingüístico, de construcción de la
propia conciencia18.
Esta quiebra de las nociones convencionales de objetividad y
subjetividad ha supuesto la invalidación-, como herramienta de análi-
sis social, del modelo teórico dicotómico en cualquiera de sus formu-
laciones. Ello se ha debido, en primera instancia, a que el dualismo
realidad-conciencia ha sido reemplazado por la tríada realidad-discurso-
conciencia, pero, sobre todo, se ha debido, como adelanté en el
capítulo anterior, a que, con la introducción de ese tercer factor, ob-
jetos y sujetos (estructura y acción) han perdido su condición previa
de componentes primarios de los procesos sociales y han devenido
entidades derivadas, secundarias. Es decir, porque tanto la estructura
social como la esfera cultural han resultado ser, según muestra el aná-
lisis histórico, efectos del mismo proceso de construcción significati-
va19. En particular, durante las dos últimas décadas, se han desmoro-
nado los conceptos de base y superestructura y, junto con ellos, la
imagen de la sociedad como una totalidad sistémica que está implí-
cita en una base social objetiva, y de la que la superestructura es un
reflejo o función. Ésta es la razón, precisamente, por la que el secu-
lar y absorbente debate sobre el grado de autonomía de la esfera cul-
tural (o política) con respecto al contexto social ha quedado obsoleto
y por la que el propósito de la investigación histórica ha pasado de ser
el de determinar el grado de adecuación entre ambas instancias (como
si entre ellas existiera una conexión causal) a ser el de desentrañar el
proceso de mediación categorial en virtud del cual una ha dado
lugar a la otra.
La formulación del concepto de discurso y de la consiguiente teoría
de la producción de significados ha traído consigo, finalmente, una
nueva concepción de la acción social. La novedad primordial, a este
18 Anson Rabinbach, «Rationalism and Utopia as Language of Nature: A Note»,
International Labor and Working-Class History, 31 (1987), pág. 31.
19 Como diría Mariana Valverde, el efecto fundamental de la introducción del con-

cepto de discurso ha sido el de escapar de la dicotomía palabras/cosas mediante la com-


prensión de las relaciones sociales como sistemas de significado. («Poststructuralism
Gender Historians: Are We Those Names?», pág. 231.)

61
respecto, es que la práctica social ha dejado de ser explicada en térmi-
nos tanto de acción humana como de determinación social (así como
de algún tipo de combinación entre ambas) y ha comenzado a expli-
carse en términos completamente distintos. Y es que si, efectivamente,
tanto los significados como las correspondientes formas de conciencia y
de identidad no son expresiones subjetivas de la posición social sino
efectos de su construcción significativa, entonces las acciones que los
individuos emprenden en función de ellos no están determinadas por la
posición social misma, sino que dependen de la forma en que ésta ha
sido discursivamente conceptualizada. Y, por tanto, es a la propia
mediación categorial a donde remiten causalmente dichas acciones.
Desde este punto de vista, toda acción es, sin duda, como sostiene la
historia social, una respuesta a la presión o a los requerimientos del
contexto social, pero se trata de una respuesta discursivamente media-
da, no estructuralmente determinada. Como recapitula perspicazmente
Patrick Joyce, no sólo identificar una cosa en términos de otra es
siempre reinterpretar y reconstruir, comenzar de nuevo, realmente
«constituir» o «prefigurar» el mundo, sino que, además, si todo lo nue-
vo es siempre afrontado en términos de lo viejo, entonces ello implica
«que la "acción" se construye en la naturaleza del lenguaje»»20. De lo
que se sigue, a su vez, que si la acción no es un efecto estructural, sino
un efecto del despliegue práctico del discurso, entonces la eficacia
práctica de las acciones no tiene una base teórica, sino más bien retóri-
ca, en el sentido de que no depende de la mayor o menor correspon-
dencia entre conciencia y realidad, sino del grado de implantación y de
vigencia histórica del régimen discursivo subyacente.
Llegados a este punto, por tanto, estaríamos en condiciones de po-
der ofrecer una primera enunciación de la premisa teórica central de la
teoría de la sociedad que ha ido tomando cuerpo durante las dos últi-
mas décadas en el campo de los estudios históricos. Lo que dicha pre-
misa afirma, básicamente, es que en toda situación histórica existe una
matriz categorial o patrón establecido de significados de naturaleza es-
pecífica, al que se denomina discurso o metanarrativa, que es mediante
el cual los individuos entran en relación significativa con sus condi-
ciones sociales de existencia y mediante el cual organizan y confieren
sentido a su práctica. Dicha matriz o patrón contribuye activamente,
con su mediación, a la constitución de los significados que se otorgan al
contexto y a la posición sociales, así como de las correspondientes
20 Patrick Joyce, Democratic Subjects, págs. 12-13 y 14.

62
formas de conciencia y de identidad, y opera como marco causal de las
acciones y, en consecuencia, de las relaciones e instituciones sociales a
las que éstas dan vida. Desde esta perspectiva, por tanto, la mediación
discursiva es no sólo un componente esencial, sino además un factor
explicativo capital de los procesos sociales.
Dado, sin embargo, que el estatuto teórico asignado a la realidad
por la emergente teoría de la sociedad viene siendo una de las cuestio-
nes primordiales de controversia y de crítica, convendría que, para evitar
conclusiones precipitadas y malinterpretaciones paralizantes, precisara
un poco más cuál es el papel exacto que la historia discursiva atribuye a
la realidad social en la configuración de la conciencia y de la práctica y
las relaciones sociales.
Como debe haber quedado claro, la nueva historia es antiobjetivista,
no antirrealista y, por tanto, lo que pone en duda no es la existencia de
la realidad social, sino el hecho de que ésta sea objetiva, en el sentido
básico ya señalado de que posea significados intrínsecos y tenga, en
virtud de ello, la capacidad de determinar las acciones significativas de
los individuos. A pesar de la insistencia de algunas críticas en imputar a
la nueva historia el cargo, absurdo e incomprensible, de pretender
borrar toda distinción entre hecho y ficción, lo que los historiadores
postsociales han hecho simplemente es distinguir entre hecho y objeto,
esto es, entre fenómeno real y fenómeno significativo, y afirmar que el
segundo no es un efecto causal del primero, sino un efecto de la
interacción entre éste y un determinado patrón categorial. Desde este
punto de vista, el carácter discursivo de los objetos no afecta para nada
a la existencia real del fenómeno a partir del cual el objeto es producido,
pues una cosa es ser real y otra bien distinta ser objetivo: lo primero lo
da la mera existencia, lo segundo el poseer significado21. Por
consiguiente, la nueva historia no niega el hecho, empíricamente obvio,
de que entre contexto social y conciencia existe siempre un vínculo y de
que, por tanto, toda acción está socialmente condicionada; lo que niega
es que ese vínculo sea de determinación significativa y que, por tanto, el
referido condicionamiento tenga un carácter estructural, en el sentido
de que una cierta posición o situación social implique, aunque sólo sea
potencial o tendencialmente, una cierta reacción, actitud o conducta por
parte de los individuos involucrados y, por tanto, que

21 Como dirían Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, el hecho de que los objetos sean

construcciones significativas no tiene nada que ver con el hecho de que exista un mundo
externo al pensamiento o con la oposición realismo-idealismo (Hegemony and Socialist
Strategy, pág. 108).

63
existan unas conductas socialmente naturales y otras desviadas o anómalas.
Y ello ni siquiera, como veremos, en aquellas situaciones, propias de las
sociedades modernas, en las que la posición social es considerada, de
manera explícita, por los propios agentes, como el fundamento causal de
sus acciones. Por el contrario, lo que determina, como dije, la conducta de
los individuos es el significado que esa posición social adquiere al ser hecha
significativa mediante las categorías de un discurso dado.
No se trata, por consiguiente, de que la nueva historia —a la manera
del historicismo y de su renacimiento revisionista— prescinda del
contexto social o minimice su importancia a la hora de explicar las ac-
ciones de los individuos; lo que la nueva historia hace es afirmar que
dicho contexto realiza su contribución a la configuración de la práctica
no en calidad de instancia objetiva o estructural, sino simplemente en
calidad de referente material. Es decir, que aunque las condiciones
sociales imponen, sin duda, límites a los significados que pueden crearse y
atribuírsele y, por tanto, a las acciones que los individuos pueden
emprender, se trata de límites puramente materiales (fisicos, espaciales, de
recursos), no de límites estructurales. O, dicho de otro modo, que las
condiciones sociales proporcionan a los individuos los medios materiales
de sus acciones, pero no las categorías y los significados en los que
dichas acciones se fundan (pues éstos tienen otra procedencia). Y, por
tanto, el contexto social puede determinar las acciones puramente
materiales de los individuos, pero no sus acciones significativas, es decir,
aquéllas que entrañan o movilizan algún tipo de significado o sistema de
significados. Por utilizar un ejemplo elemental, la escasez de recursos
económicos impone, sin duda, restricciones al consumo de bienes, pero
no sólo esa escasez puede ser concebida de múltiples formas (castigo
divino, orden natural de las cosas, injusticia social) y, en consecuencia,
generar actitudes y respuestas muy diferentes, sino que, además, puede ir
asociada a las más diversas prácticas de consumo, desde aquéllas que
dan prioridad a la satisfacción de las necesidades fisiológicas básicas a
aquéllas que se la dan a la ostentación pública, todo ello dependiendo
del imaginario social operante en cada caso.
Esta es la razón por la que los nuevos historiadores consideran que la
principal insuficiencia teórica de la historia social radica en que da por
supuesto que todo constreñimiento del contexto social es de carácter
estructural y que, por tanto, la posición social prefigura, prescribe o dicta,
en alguna medida, las acciones significativas de los individuos. Sin
embargo, argumentan esos historiadores, una cosa es que toda acción
esté inscrita en circunstancias no elegidas y que sus consecuencias

64
escapen al control de los agentes, y otra bien distinta que sea un efecto
causal de esas circunstancias. Al menos, lo segundo no debería
deducirse de lo primero, pues, como argumenta Patrick Joyce, siguiendo
a Geoff Eley, el hecho de que las acciones estén siempre inscritas en
contextos sociales que son esenciales para su significado no implica
que exista una estructura subyacente a la que significados y acciones
puedan ser referidos como expresiones o efectos22. Por el contrario,
según los nuevos historiadores, lo que ha de ser explicado, en cada
caso, es por qué unas circunstancias sociales concretas han generado
una cierta forma de conducta, en lugar de dar por sentado que entre
ambas instancias existe un vinculó natural de causalidad. O, mejor
dicho, lo que ha de ser explicado es cómo y por qué dicho vínculo se
ha constituido y ha adquirido tal condición de naturalidad. Por eso
el argumento de la historia sociocultural del que hemos de retener
alguna noción de estructura social si queremos dar cuenta de las causas
inconscientes y de las consecuencias no buscadas de la acción deviene
irrelevante una vez que la objetividad deja de ser una propiedad
intrínseca y deviene una propiedad discursivamente adquirida. Pues ello
implica que aunque las acciones puedan estar condicionadas por
factores desconocidos (una crisis económica, una fluctuación
demográfica, un acontecimiento lejano...), éstos ejercen siempre su
influencia no por sí mismos, sino a través de la conceptualización
específica que de sus efectos materiales realizan los propios agentes.
La nueva teoría de la producción de significados y la consiguiente
puesta en cuestión de las nociones de estructura social y de causalidad
social están en la base, por ejemplo, de la reinterpretación de fenómenos
históricos relevantes como el movimiento obrero o las revoluciones
liberales emprendida por algunos historiadores desde la década de
1980. Aunque más adelante volveré sobre ello, habría que decir que la
principal conclusión que se desprende de dicha reinterpretación es que
las formas de conciencia y de práctica que conforman ambos procesos
históricos no pueden seguir siendo consideradas como expresiones o
efectos de las condiciones o cambios socioeconómicos, sino más bien
como el resultado de una cierta construcción significativa de éstos.
22 Patrick Joyce, «History and Post-Modernism, I», Past and Present, 133 (1991), pág.

208. Véase Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of
Society Two Decades Later», en Terrence J. McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human
Sciences, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1996, pág. 213.

65
En el caso del movimiento obrero, ello implica que éste habría surgido
como consecuencia de la interacción entre la matriz discursiva liberal-
radical y la situación social, económica y política de las primeras décadas
del siglo XIX.
Como expone William H. Sewell, con ocasión de su lectura crítica
de Edward P. Thompson, la conciencia de clase obrera no surgió como
consecuencia de las transformaciones sociales y económicas o de las
condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera, sino, por el contra-
rio, como consecuencia de la organización significativa del nuevo en-
torno social mediante las categorías básicas del mencionado discurso.
Según sus palabras, el «discurso» de clase obrera o de conciencia de cla-
se no surgió simplemente «como un reflejo de y una reflexión sobre la
explotación de los trabajadores en las relaciones de producción capita-
listas», sino que es «una transformación de discursos preexistentes». El
discurso radical contenía nociones que, al interactuar con la nueva si-
tuación socioeconómica y ser «transformadas», en el terreno de la prác-
tica y de la agitación política, fueron las que generaron, en la década
de 1830, la nueva identidad de clase obrera. Y si el movimiento obrero
y la conciencia de clase no son un efecto, en términos causales, de las
transformaciones sociales y económicas, sino de la conceptualización
de éstas mediante el patrón discursivo liberal-radical, entonces es en la
mediación de este último donde hemos de buscar el origen de la nueva
forma de identidad y la explicación de su práctica. O, como dice el
propio Sewell, «el hecho de que el discurso de clase sea una
transformación de un discurso previamente existente tiene una im-
portante implicación teórica: significa que para explicar la emergencia
del discurso de clase, debemos comprender la naturaleza, la estructura
y las contradicciones potenciales de los discursos previamente exis-
tentes de los que es una transformación»23. Y ello porque dicho patrón
conceptual (vigorizado e institucionalizado por la Revolución France-
sa), al constituir «un mundo lingüístico complejo y plenamente articu-
lado, repleto de figuras retóricas estándar, de debates y dilemas caracte-
rísticos, de silencios y supuestos incuestionados», es el que establece
los términos en los que los individuos pasan a concebir la sociedad y
su posición en ella y en los que «las reclamaciones públicas de todo
tipo pueden ser expresadas —un lenguaje de ciudadanos individua-
23 William H. Sewell Jr., «How Classes are Made: Critical Reflections on E. P. Thomp-
son's Theory of Working-Class Formation», en Harvey J. Kaye y Keith McLelland (eds.),
E. P. Thompson. Critical Perspectives, Londres, Polity Press, 1990, pág. 69.

66
les, de derechos naturales, de soberanía popular y de contrato so-
cial»24.
En el caso de la Revolución Francesa, la función constitutiva del
discurso ha sido subrayada por autores como Keith M. Baker. Según
Baker, a medida que se ha ido debilitando la explicación social, que
concebía la práctica política como una expresión subjetiva de intereses
sociales objetivos y explicaba, por tanto, la Revolución como la encar-
nación del ascenso social, económico e ideológico de la burguesía, se ha
hecho necesario prestar atención a las categorías en cuyo seno se forjó la
práctica revolucionaria. Se trate de categorías que operaban ya como
elementos organizadores del propio sistema político absolutista o de
categorías creadas a partir de éstas (sea confirmándolas, reformu-
lándolas o negándolas, ello carece de importancia), lo cierto es que su
mediación activa constituye un factor explicativo crucial del proceso re-
volucionario. Y ello porque es mediante dichas categorías como los indi-
viduos elaboran el diagnóstico de su situación, se clasifican a sí mis-
mos como sujetos y confeccionan el programa de alternativas mediante
el cual resuelven la crisis revolucionaria e implantan un nuevo orden
político, legal e institucional. De ahí, precisamente, que, como argu-
menta Baker, la crisis del supuesto de que la Revolución es la expresión
de intereses sociales haya obligado a los historiadores a prestar atención
a la dinámica política del Antiguo Régimen y a los procesos por los
cuales se crearon los principios y las prácticas revolucionarios en el
contexto de una monarquía absoluta. Pues, efectivamente, el espacio
conceptual en el que se forjó la Revolución Francesa y la estructura de
significados en relación con la cual adquirieron coherencia y fuerza po-
lítica las acciones bastante dispares de 1789, procedían del Antiguo Ré-
gimen. Y ello, como se ha sugerido, aunque la filiación de las nuevas
categorías fuera negativa, en el sentido de que el nuevo imaginario so-
cial fuera erigido a partir del contraste con el anterior; es decir, que in-
cluso cuando los patrones discursivos anteriores parecen haber sido
abandonados y completamente transformados, sus huellas, como es-
cribe Baker, permanecen para dar significado a lo nuevo. Y así, por
ejemplo, cuando los revolucionarios acuñaron el término «antiguo régi-
men» para describir el orden social y político que estaban repudiando,

24 William H. Sewell Jr., «Artisans, Factory Workers, and the Formation of the

French Working Class, 1789-1848», en Ira Katznelson y Aristide Zolberg (eds.), Working
Class Formation: Nineteenth Century Patterns in Western Europe and the United States, Princeton, Princeton
University Press, 1986, pág. 59.

67
estaban, de hecho, reconociendo que su nuevo orden sólo podía ser
definido en contraste con lo que había habido antes y, por tanto, puede
decirse que, efectivamente, «el Antiguo Régimen inventó, estructuró y
limitó la Revolución, pues los revolucionarios inventaron —lo mejor
para destruirlo— el Antiguo Régimen»25.

III

Éste es el momento de retomar el asunto dejado en suspenso más


arriba y, por lo tanto, de aclarar el sentido exacto de la afirmación de
que las categorías organizadoras de la vida social constituyen una esfera
histórica específica y de explicar mediante qué proceso se constituyen y
transforman los discursos y cuál es su relación con las condiciones y
cambios sociales. Esta es, por supuesto, una cuestión que aún requiere
de una investigación histórica más profunda y minuciosa, que debería
acometerse cuanto antes, pues, hasta ahora, los nuevos historiadores
han dedicado su esfuerzo más al estudio sincrónico de los efectos
constitutivos de los discursos que al análisis diacrónico de la génesis y
mecanismos de cambio de los discursos mismos26. No obstante, ya
disponemos de elementos suficientes como para realizar un primer
esbozo de una teoría de la formación histórica de los conceptos (por parafrasear la
expresión de Margaret R. Somers). La formulación de dicha teoría es un
requisito imprescindible para dotar de una base lo suficientemente
sólida a la nueva historia, pues de no demostrarse, de manera
fehaciente, que las categorías fundantes de la práctica social constituyen
una esfera social específica, todo el edificio argumental de la nueva
historia se desmoronaría y todo su esfuerzo de renovación
historiográfica sería en vano, ya que, en ese caso, el armazón básico
de los paradigmas anteriores quedaría intacta. De hecho, la ausencia de
una explicación más precisa de la génesis de las categorías no sólo resta
consistencia y capacidad innovadora a muchas de las obras que han
contribuido a la gestación de la nueva teoría de la historia, sino que
25 KeithMichael Baker, Inventing the French Revolution, págs. 3-4 y 10-11.
Esta debilidad ha sido señalada, por ejemplo, por una autora critica como Laura
26

Lee Downs, quien reprocha, precisamente, a Joan W. Scott que aunque estudia cómo
operan los discursos, sin embargo no explica cómo cambian en el tiempo. (Laura Lee
Downs, «If "Woman" is Just an Empty Category, Then Why Am I Afraid to Walk Alone
at Nigth? Identity Politics Meets the Postmodern Subject., Comparative Studies in Society and
History, 35, 3 [1993], pág. 422.)

68
deja la puerta abierta a las interpretaciones precedentes de los fenóme-
nos históricos que en ellas son objeto de estudio. Y, en particular, esa
ausencia ha dado pie a que esas obras hayan podido ser calificadas de
simples propuestas revisionistas. Y es que, en efecto, si el rechazo de la ex-
plicación social del origen de las categorías no va acompañado de una
explicación alternativa claramente formulada, se corre el riesgo de caer
en una mera autonomización de la subjetividad y de que, en conse-
cuencia, la empresa quede reducida a una simple restauración de la ex-
plicación idealista27. Aunque, por supuesto, esta circunstancia no debe
hacernos perder de vista que la línea divisoria y el contraste entre el re-
visionismo idealista y la nueva historia son lo suficientemente marcados
como para que no quepa confusión alguna entre ambos.
En lo que respecta a la formación histórica de los discursos, la con-
clusión primordial que se desprende de la investigación histórica de
los últimos años es que toda nueva situación social es siempre aprehen-
dida y conceptualizada mediante las categorías heredadas de la situa-
ción anterior y que, por lo tanto, ello implica que la realidad social no
genera las categorías o conceptos que se le aplican por sí misma y par-
tiendo de cero, sino al interactuar con un sistema categorial preexistente.
Por supuesto, también en esta ocasión se podría pensar que esta afir-
mación no entraña novedad alguna, pues la idea de que los cambios
sociales son hechos significativos mediante los conceptos heredados
goza de un antiguo y amplio predicamento no sólo en historia, sino en
la ciencia social en general. Por citar sólo un ejemplo, ya Marshall Sah-
lins sostuvo, hace tiempo, partiendo del principio de Franz Boas de
que el ojo que ve es el órgano de la tradición, que toda experiencia del
mundo y toda apropiación de los acontecimientos se realiza en térmi-
nos de conceptos a priori y que, por tanto, es mediante su inserción en
una categoría preexistente como dichos acontecimientos se hacen inte-
ligibles. Lo que implica, según Sahlins, que el presente, por muy real
que sea, es siempre reconocido como pasado28.

27 Esta carencia es patente, por ejemplo, en la obra de autores como Keith M. Baker y,

en concreto, en sus estudios sobre la aparición de conceptos como los de opinión pública
o representación, estudios que a menudo quedan reducidos a una mera constatación
descriptiva de las mutaciones conceptuales acaecidas. (Keith Michael Baker, Inventing the
French Revolution, caps. 8 y 10.)
28 Marshall Sahlins, Islands of History, Chicago, University of Chicago Press, 1985, págs.

144-146 y 148. [Trad. esp.: Islas de historia, Barcelona, Gedisa, 1988.] Por supuesto, como
comprobaremos enseguida, las afinidades entre Marshall Sahlins y la nueva historia
acaban en este punto, pues Sahlins rescata a continuación el concepto de sujeto ra-
cional, al considerar que los individuos pueden manejar a voluntad las categorías he-

69
Sin embargo, tampoco en este caso la argumentación de la historia
discursiva se detiene aquí; además de constatar el hecho señalado, la nueva
historia sostiene que en esa interacción entre realidad social y matriz
categorial heredada, es la segunda, y no la primera, la que desempeña la
función activa y, por tanto, la que establece las condiciones de
posibilidad de los conceptos que dicha realidad genera. Es decir, que la
matriz categorial previa impone unas reglas de conceptualización a las
que la nueva situación social ha de someterse y mediante las cuales ha de
alcanzar, necesariamente, su existencia consciente. De modo que lo que
los individuos hacen, al afrontar y conceptualizar una realidad social
siempre cambiante, siempre inédita, no es simplemente interiorizarla y
etiquetarla, sino incorporarla a e imponerle el patrón conceptual
vigente en cada caso. Según la nueva historia, en contra de lo supuesto
durante tanto tiempo, las nuevas situaciones o fenómenos sociales
no contienen, son portadores de o constituyen el origen causal de los
conceptos que se les aplican, sino que éstos nacen como resultado de
un proceso de naturalización, es decir, de la incorporación de dichas
situaciones y fenómenos a un lenguaje familiar. Dicho de manera más
precisa, las nuevas categorías no son reflejos de los cambios sociales,
sino que son también el resultado de una operación de diferenciación,
esto es, del juego de diferencias o relación de contraste entre las
categorías ya existentes. Y, por tanto, en este caso también se podría
decir que el lenguaje heredado no es simplemente, como la historia
sociocultural cree, el cauce o medio de comunicación a través del cual los
cambios sociales afloran a la conciencia, es decir, la forma verbal o el
ropaje cultural que el ser social adopta, sino que es el espacio en el que
ese ser social se constituye como tal.
Desde este punto de vista, la conciencia reacciona frente a los nuevos
fenómenos no a partir de cero, como tabula rasa, sino en la medida y en
los términos de su propia estructura conceptual y, por tanto, aunque el re-
ferente sea el que active empíricamente la emergencia de los conceptos,
éstos nacen de la apertura de un nuevo espacio en la trama conceptual
preexistente. En este proceso, la realidad social opera, sin duda, como re-
ferente material de los conceptos, pero no como referente objetivo, pues
dichos conceptos no son más que la consecuencia del reajuste, transfor-
mación, reorganización o reconfiguración conceptual a los que se ve so-

redadas y que, por tanto, la acción intencional o racional es el motor de transformación de


éstas. Sin embargo, esta posición parece entrañar una contradicción, pues si la subjetividad
se constituye como tal en el interior de un marco categorial heredado, difícilmente podrá
trascenderlo para manejarlo a voluntad.

70
metido el viejo discurso con el fin de integrar y conferir sentido a esos
nuevos fenómenos. Y, por tanto, aunque todo discurso está materialmente
vinculado a las condiciones sociales que le dan vida, está causalmente
vinculado, sin embargo, al discurso precedente.
El hecho de que la conexión entre concepto y realidad social sea
diferencial, y no referencial, y de que, por tanto, toda metanarrativa se
geste siempre a partir y desde dentro de otra metanarrativa y como
consecuencia del desarrollo de las potencialidades conceptuales de
ésta, implica que los discursos son entidades de naturaleza intertextual, y
no representacional ni racional. Y, por tanto, el hecho de que todo
nuevo concepto o discurso sea una reconfiguración de otro(s) pre-
vio(s), incluso cuando este último es negado, y que, en consecuencia,
todo discurso contenga potencialmente al discurso que habrá de reem-
plazarlo, es lo que permite afirmar que las categorías organizadoras de
la práctica social constituyen, efectivamente, una esfera social específi-
ca, pues dichas categorías son eslabones de una cadena conceptual que
nunca se rompe y que no está causalmente sometida ni a la realidad so-
cial ni a la acción racional. De igual modo que es la existencia de este
mecanismo interno de encadenamiento y de sucesión, ordenado por
reglas propias de transformación, lo que permite a los discursos, como
dije, operar como una variable histórica independiente en la configu-
ración de los procesos sociales.
El proceso genealógico descrito es el que se observa, por ejemplo,
en el caso del discurso moderno. El surgimiento de éste no fue, como
ya han subrayado numerosos autores, un efecto de la aparición de nue-
vas condiciones socioeconómicas, sino de la interacción de éstas con
el legado discursivo anterior y de la consiguiente transvaloración con-
ceptual de éste. Un proceso comúnmente denominado como «secula-
rización»29. Aunque no sea exactamente una sucesión entre discursos,
sino entre variantes discursivas, la misma relación de intertextualidad
parece estar en la base, como expone William H. Sewell, del surgimiento
del socialismo y del concepto socialista de trabajo. Según Sewell, dicho
concepto es un desarrollo lógico y una reelaboración de ciertos
conceptos ilustrados, sintetizados en la idea de Diderot del hombre
como ser natural que aporta orden y utilidad a la naturaleza al trans-
formarla. Conceptos que, al ser aplicados, por mediación de autores
como Sieyés, a la vida política y social, tendrán como efecto establecer el
29 Véase, por ejemplo, Giacomo Marramao, Poder y secularización, Barcelona, Península,

1989, y Cielo y tierra. Genealogía de la secularización, Barcelona, Paidós, 1998.

71
trabajo útil como criterio de pertenencia a la nación (con la consiguiente
definición de ésta como asociación de ciudadanos productivos que
viven bajo un cuerpo de leyes comunes) y la propiedad, entendida
como fruto legítimo del trabajo, como requisito para el ejercicio de la
ciudadanía. Lo que el socialismo hará es desarrollar este substrato con-
ceptual y propugnar que la base de la representación política sea el trabajo
mismo, y no su encarnación indirecta, la propiedad, instaurando así una
ecuación entre ciudadanía y trabajo que será, a partir de la década de
1830, el fundamento del programa y la práctica socialistas30. Aunque,
para ser exactos, habría que puntualizar, como hace el propio Sewell,
que esta mutación discursiva no es sólo un desarrollo intelectual de una
determinada lógica conceptual, sino más bien el resultado de la
interacción entre ese substrato categorial heredado y las nuevas cir-
cunstancias sociales y políticas. En palabras de Sewell, la emergencia del
socialismo a partir de la reelaboración o extensión de los viejos
conceptos ilustrados fue un proceso social y político tanto como lógico,
pues las innovaciones intelectuales que culminaron en el socialismo
fueron formuladas en respuesta a las cambiantes experiencias sociales en
general y a las luchas y vicisitudes de la vida política en particular (278).
A lo que habría que añadir, por supuesto, que dado que dichas
condiciones sociales y políticas fueron generadas por el propio
despliegue histórico del discurso ilustrado, tanto el nuevo concepto de
trabajo como la práctica que entraña son, a su vez, una respuesta a los
efectos prácticos de la aplicación de las ideas ilustradas a los detalles de la
vida social y política (280).
Con lo dicho hasta aquí queda respondida, al menos de manera
implícita, la cuestión de por qué los discursos se transforman, declinan y
desaparecen y qué responsabilidad cabe en ello a los cambios del
contexto social. Veamos el asunto, sin embargo, algo más de cerca.
Aunque los discursos disfrutan de prolongados períodos de vigencia,
ningún discurso permanece fijo, estable, sino que está siempre en mo-
vimiento, en ebullición, en eterna reconfiguración. Ello se debe, como he
dicho, a que los individuos se ven obligados a producir permanen-
temente suplementos conceptuales ad hoc con los que hacer significativa
una realidad social en constante cambio, de modo que cada nueva in-
corporación factual altera la estructura conceptual inicial. Como con-
30 William H. Sewell Jr., Work and Revolution in France. The Language of Labor from the Old Regime to

1848, Nueva York, Cambridge University Press, 1980, pág. 277. En lo que sigue, indico las
páginas entre paréntesis.

72
secuencia de este proceso, las formaciones discursivas evolucionan y
sufren mutaciones internas y, cuando éstas llegan al grado de modificar
el núcleo conceptual básico del propio discurso, entonces éste pierde
eficacia práctica, es abandonado por los individuos y es reemplazado
por otro. Es decir, tiene lugar una ruptura discursiva. Aunque, para ser
exactos, habría que decir que lo que ocurre es que el discurso, en su
evolución, genera el nuevo discurso que le disputa la hegemonía y que
habrá de sustituirlo.
Desde este punto de vista, los cambios discursivos no son ni el
fruto de la creatividad cultural humana ni el efecto causal de las
transformaciones sociales. Lo primero sería cierto, desde luego, si los
individuos fueran sujetos racionales autónomos, pero no si la subje-
tividad se conforma mediante un proceso de mediación discursiva.
Es decir, que si los sujetos se constituyen como tales dentro de una
determinada matriz categorial, entonces lo que hacen no es manejar
dicha matriz a voluntad, sino más bien movilizar, desarrollar y desplegar
prácticamente sus posibilidades significativas. Y, por tanto, aunque los
discursos se transforman a través del uso que los individuos hacen de
él, ello no quiere decir que sean transformados por los propios
individuos. El hecho puramente formal de que los individuos hacen
uso de las categorías y las traducen en práctica no debe confundirse
con el mecanismo real de transformación categorial, pues aunque el
discurso se renueva en el habla, ésta es, a su vez, el resultado de la
proyección de las reglas de significación del propio discurso. Por el
contrario, el origen de los cambios discursivos parece encontrarse, más
bien, en la descrita interacción entre matriz categorial heredada y
nuevos fenómenos sociales, sin que ello quiera decir tampoco que entre
ambos existe una conexión causal. Como he expuesto, lo que las nuevas
situaciones sociales hacen no es aportar un discurso inédito, sino
provocar una mutación diferencial en el discurso precedente y, por
tanto, aunque los cambios del contexto social desestabilizan los
discursos, no lo hacen por sí mismos, sino a través de su integración
diferencial en el propio discurso, es decir, una vez que éste los ha
objetivado o dotado de una existencia significativa. De modo que lo que
desafía a los discursos no es el mundo, sino otro discurso o, más
exactamente, como dirían Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la infinitud
del campo de la discursividad. Según estos autores, la lógica relacional
del discurso está limitada desde el «exterior», pero este «exterior» no es
algo extradiscursivo; el exterior está constituido por otros discursos y,
por tanto, «es la naturaleza discursiva de este exterior la que crea las
condiciones de vulnerabilidad de

73
todo discurso, pues nada lo protege finalmente contra la deforma-
ción y desestabilización de su sistema de diferencias por otras articu-
laciones discursivas que actúan desde fuera de él»31.
Desde este punto de vista, lo que socava la vigencia histórica de un
discurso —y, por tanto, su eficacia como guía de la práctica social—
no es el impacto de la realidad, sino más bien el surgimiento de otro
discurso. Como argumenta Margaret R. Somers, dado que las metana-
rrativas son esquemas de reglas y procedimientos que están naturaliza-
dos, no son desestabilizadas por las evidencias empíricas en sí mismas,
sino por la emergencia de otra metanarrativa que desafía sus reglas cla-
sificatorias de inclusión-exclusión. Por consiguiente, la pervivencia his-
tórica de una metanarrativa no depende de su correspondencia con la
realidad social, como si ésta fuera una entidad objetiva de la que la me-
tanarrativa no es más que un reflejo cultural o ideológico; depende de la
eficacia retórica que se deriva del hecho de que no existe otra meta-
narrativa competidora que le dispute la hegemonía. Como diría la propia
Somers, la pervivencia y eficacia práctica de una metanarrativa dependen
de su integridad, su lógica y su predominio retórico, no de su
verificación empírica. Es lo que ocurre, según ella, con la denominada
«teoría anglo-norteamericana de la ciudadanía», que ha operado autó-
nomamente de cualquier correspondencia directa con su referente em-
pírico durante trescientos años y cuya durabilidad y validez se han de-
bido a su coherencia interna, y no a la bondad de su adecuación al
mundo empírico32.
Es por ello, precisamente, que los cambios discursivos no deben ser
interpretados en términos de progreso epistemológico, esto es, de
creciente adecuación teórica o representacional a la realidad, sino, por el
contrario, en términos de ajuste intertextual, pues esos cambios no
implican que la mencionada cadena conceptual se haya roto o que la
mediación discursiva haya quedado en suspenso, permitiendo así a la
realidad hacerse más transparente y revelarse por fin a los sujetos tal cual
es. Lo que ocurre, en tales casos, es, simplemente, que la realidad pasa a
ser hecha significativa mediante otro discurso (o variante discursiva) y,
por tanto, el espacio dejado por el discurso en retirada no es ocupado,
como supondría la historia social, por la realidad en sí, sino
31 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, págs. 110 y 146

(nota 20).
32 Margaret R. Somers, «Narrating and Naturalizing Civil Society and Citizenship

Theory: The Place of Political Culture and the Public Sphere», págs. 234 y 236.

74
por otro discurso. Así ocurrió en la transición a la modernidad y así pa-
rece estar ocurriendo actualmente con ocasión de la crisis del discurso
moderno.
Permítaseme aclarar que, por supuesto, el hecho de que el discurso
sea una entidad diferencial y se reproduzca intertextualmente no quiere
decir, en modo alguno, que constituya una especie de instancia au-
torreferencial, situada al margen de la práctica social e inmune al im-
pacto de la realidad. Desde luego, el discurso no es un fenómeno social
en el sentido objetivista convencional de que refleja una estructura social
subyacente, pero sí lo es en el sentido de que es una entidad his-
tóricamente específica que se gesta y se transforma en el seno de la
práctica social, pues aunque el discurso heredado se impone a los indi-
viduos como una matriz cognitiva ineludible, como consecuencia del
despliegue práctico que los individuos hacen de él, el discurso se mo-
difica, produce nuevas categorías y abandona otras y, finalmente, declina
y deviene otro discurso. En la nueva historia, el origen de los sistemas
de significación que ordenan la cultura y los significados no se en-
cuentra, a la manera del estructuralismo, en una estructura previa e
inconsciente arraigada en la mente humana, sino en la permanente in-
teracción significativa entre los individuos y el mundo y, por tanto, el
discurso no es una entidad natural, sincrónica y estática, sino, por el
contrario, un fenómeno diacrónico, dinámico y discontinuo.
Creo, por consiguiente, que autoras como Christine Stansell ye-
rran en su diagnóstico cuando imputan a la nueva teoría de la sociedad el
cargo de concebir al lenguaje como «una estructura fija —a veces
congelada—, con sus leyes e imperativos independientes», como un
«sistema situado por encima y más allá del esfuerzo humano» y cuyos
cambios son el resultado de una «dinámica interna»33, pues no parece
ser ésta, en absoluto, la concepción del lenguaje que está emer-
giendo de la crisis de la historia social y de la simultánea resistencia al
retorno al idealismo. Del mismo modo que la afirmación de que el
discurso opera como una variable histórica independiente no implica,
en absoluto, que el causalismo social haya sido reemplazado por una
suerte de determinismo lingüístico o de exclusivismo semiótico, sino
únicamente que el discurso, dado que no está causalmente gobernado
por ninguno de los dominios que pone en relación, desempeña una
función constitutiva (y no meramente instrumental) en

33 Christine Stansell, «A Response to Joan Scott», International Labor and Working-Class


History, 31 (1987), pág. 28.

75
la conformación de la práctica y de las relaciones sociales. Como he
reiterado, según la nueva historia, quien genera los significados y las
formas de conciencia que subyacen a las diversas modalidades de
práctica no es el discurso, sino la mediación discursiva, esto es, la in-
teracción entre referente real y matriz categorial y, por tanto, el concurso
de ambos es imprescindible.

76
CAPÍTULO 3

Discurso, experiencia
y construcción significativa de la realidad

I
Una vez efectuada la presentación general de la teoría de la sociedad
de la nueva historia, procederé, como había prometido, a describir de
manera más pormenorizada y a ilustrar convenientemente las piezas
constitutivas esenciales del nuevo paradigma historiográfico. Según reza
la premisa teórica que ha sido enunciada, toda relación significativa entre
los individuos y el contexto social, toda experiencia del mundo, está
siempre mediada por una cierta matriz categorial o discurso y, por tanto,
ello implica que los significados que los individuos otorgan a dicho
contexto no son una propiedad intrínseca de éste, sino una propiedad
que el contexto adquiere en el proceso mismo de mediación
discursiva. Es decir, que el significado, la relevancia o las implicaciones
prácticas que los individuos atribuyen a los hechos, acontecimientos o
situaciones sociales con los que se encuentran cotidianamente y frente a
los cuales reaccionan, dependen no de esos propios hechos,
acontecimientos o situaciones, sino del marco categorial o imaginario
social con que, en cada caso, son conceptualizados. Expresado en una
terminología más formal, dicha premisa implica que la objetividad no
es un atributo que ese referente social posee y que el lenguaje trasmite y
la conciencia refleja, sino que es una cualidad que el referente adquiere
en virtud de la aplicación de un determinado patrón discursivo de
significados (y de ahí, como vimos, que la realidad
77
social haya perdido su antiguo estatuto estructural y haya devenido un
mero conglomerado de hechos carentes de significado propio y sin ca-
pacidad para entablar de manera autónoma relaciones significativas o de
causa efecto entre sí). De este modo, la distinción entre concepto y
significado ha conducido a la otra distinción igualmente crucial, la que se
ha de establecer entre fenómeno y objeto (aunque más bien habría que
decir que ambas distinciones se implican mutuamente). De ser, en el
paradigma de la historia social, entidades ontológicamente equivalentes e
indistinguibles, fenómenos sociales y objetos sociales se han convertido
en entidades no sólo cualitativamente diferentes, sino contingentemente
conectadas, en el sentido de que un fenómeno social puede poseer
significados diferentes —esto es, dar lugar a objetos diversos—
dependiendo del régimen discursivo en que sea inserto.
Así pues, en lo que respecta a la conexión entre fenómenos sociales
y objetos (o, simplemente, entre circunstancias sociales y formas de
conciencia), lo que la nueva historia sostiene, en esencia, es que aunque
el referente existe independientemente del lenguaje y su concurso es
imprescindible para la creación de los significados, la referencialidad (esto
es, las reglas de significación) es una atribución del lenguaje, no del
referente. Y que, por tanto, los significados de la sociedad no pueden ser
pensados únicamente en términos de sus relaciones con los referentes,
pues lo que hace posible dichas relaciones no es el referente mismo, sino
esa tercera variable histórica que es el discurso. Por supuesto, como bien
glosa David Mayfield, el que el lenguaje sea no referencia) no quiere
decir que no exista un vínculo material entre el nombre y la cosa
nombrada; lo que quiere decir es que la autoridad del vínculo, la
verdadera materialidad de la conexión, no está determinada por la
fenomenalidad de la cosa nombrada, sino por un poder externo a ambos,
el poder de las categorías mediante la cual es nombrada1. Si se me
permite el símil, diría que, en el proceso de producción de los objetos,
la realidad proporciona la materia prima (los «ladrillos») con la que éstos
son construidos, pero es el discurso el que suministra los «planos» (o
parámetros de significación) de acuerdo con los cuales se realiza la
construcción. Y de ahí, precisamente, que, como diría Joan W. Scott, una
vez que se pone de manifiesto que existe una profunda conexión entre
cómo las relaciones sociales son hechas significativas y cómo son
desarrolladas (y que, por tanto, aunque los individuos no sean
conscientes de ello, toda acción tiene lugar siempre dentro de un
1 David Mayfield, «Language and Social History», Social History, 16, 3 (1991),
pág. 357.

78
marco discursivo), deje de tener sentido y desaparezca toda oposición
analítica entre concepto y práctica, entre lenguaje y realidad2.
En efecto, según la nueva historia, es el discurso —y no una su-
puesta estructura social— el que, al delimitar un determinado espacio de
enunciación, establece las condiciones históricas de emergencia de los
objetos. Son las categorías discursivas, y no las condiciones sociales, las
que acotan una determinada área real como ámbito de objetivación, las
que especifican los criterios (sociales, materiales o de otro tipo) de
identificación y las que, en consecuencia, configuran a los objetos en
tanto que entidades conscientes. En nuestra interacción con el mundo,
los objetos no nos son nunca dados, como si fueran entidades
existenciales, sino que nos son siempre dados dentro de configuraciones
discursivas3 y, por tanto, lo que el lenguaje hace no es sacar a la luz o
designar a los objetos, sino tomar parte activa en su constitución me-
diante el despliegue de un sistema clasificatorio que los distingue de
otros objetos. Y, por tanto, es mediante la aplicación de ese sistema cla-
sificatorio (con sus criterios de inclusión y exclusión), establecido en
cada caso por la matriz discursiva, como los individuos convierten lo
meramente sensible en significante. Según los historiadores postsociales,
las relaciones de causalidad social (y, en menor medida, las de causalidad
intencional) son incapaces de dar cuenta adecuadamente de la aparición y
formación de los objetos (así como de los sujetos y de sus modalidades de
acción). Y ello porque, como he expuesto, lo que el discurso hace no es
reflejar la realidad social, sino preestructurarla de manera cognitiva;
porque el discurso no es algo que la realidad impone a la conciencia,
sino el espacio en que la propia realidad alcanza, necesariamente,
existencia significativa. Dada la especificidad de su naturaleza y de su
lógica histórica, el discurso posee, como diría Joan W. Scott4, una
autoridad, una suerte de estatuto axiomático o hegemónico que le per-
mite establecer un régimen de naturalidad, de «sentido común» o de
«verdad» que es difícil de deshacer y al cual los individuos no pueden
sustraerse en su relación con la realidad. De ahí que sea el discurso, en
tanto que régimen de visibilidad, el que establezca, en cada momento,
las definiciones autorizadas y los criterios de relevancia que los indivi-
duos aplican a la realidad y, por tanto, el que determine no sólo qué se

2 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», International Labor and Working-Class History, 32

(1987), págs. 40-41.


3 Aquí parafraseo en parte a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, «Post-Marxism

without Apologies», New Left Review, 166 (1987), pág. 85.


4 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», pág. 41.

79
ve, sino, sobre todo, cómo se ve. Diríamos, en suma, parafraseando a
Margaret R. Somers, que el discurso es un esquema epistemológico que
hace posible que los individuos no sólo vean algunas cosas y no otras,
sino, además, que vean esas cosas de una determinada maneras5.
Así pues, si lo expresara en términos de resonancia foucaultiana,
podría decir que lo que la nueva historia hace es negar que existan objetos
naturales. Lo que ello quiere decir, básicamente, es que los fenómenos
sociales no poseen uno u otro grado o tipo de relevancia significativa al
margen del régimen discursivo al que son incorporados y que, por tanto,
los objetos no son algo que se descubre o discierne experiencialmente o
de lo que los individuos toman conciencia, sino que son algo que
emerge, adquiere vida, como consecuencia de su interacción, en los
términos expuestos, con una determinada formación discursiva. Por eso,
como he indicado ya, la locura, la homosexualidad, la prostitución o la
pobreza —por tomar ejemplos de igual talante foucaultiano— no son
objetos existentes desde siempre frente a los cuales cada sociedad adopta
una actitud diferente (represión, tolerancia, indiferencia, intervención
gubernamental, regulación legal...), sino que, por el contrario, aunque
los fenómenos reales que los sustentan existan con anterioridad, los
objetos como tales no emergen hasta el momento en que les son
aplicadas categorías como las de enfermedad mental, sexualidad o
cuestión social. Son estas categorías las que dictaminaron que unos
fenómenos, a los que antes se otorgaba otro significado, devinieran
componentes relevantes de la fisonomía social o rasgos definitorios de la
identidad de los individuos, generando de ese modo las
correspondientes pautas conductuales. En el caso particular de la
homosexualidad, por ejemplo, lo que la investigación histórica ha
puesto de manifiesto es que ésta, en tanto que objeto, sólo existe a partir
del momento en que la aparición de la categoría de sexualidad determina
que las prácticas o preferencias sexuales se conviertan en un criterio
relevante de individuación o de definición de la personalidad6. Y lo
mismo se podría decir, en general, del género. Como Joan W. Scott ha
puntualizado, el género no es una diferencia sociológica
5 Margaret R Somers, «Narrating and Naturalizing Civil Society and Citizenship

Theory: The Place of Political Culture and the Public Sphere», Sociological Theory, 13, 3
(1995), pág. 237.
6 Aunque aquí no puedo tratar la cuestión, digamos que la historia de la sexualidad

ha sido uno de los campos en los que más se ha desarrollado la historia postsocial, lo
que ha hecho que su papel en la renovación historiográfica de la teoría de la sociedad
haya sido destacado.

80
entre hombres y mujeres, sino un sistema de significado que construye
esa diferencia7.
En fin, se podrían aducir innumerables ejemplos de objetos. Nos
viene a la memoria, sin embargo, uno cuya proximidad y súbita apari-
ción lo hacen particularmente elocuente. Me refiero al caso, estudiado
por autores como Ian Hacking, del abuso de menores. Como Hacking
subraya, el abuso de menores es una magnífica y clara muestra de objeto
constituido ante nuestros propios ojos, pues aunque el abuso de
menores, en tanto que fenómeno o práctica social, ha existido siem-
pre, sólo fue objetivado como tal y dotado del significado que hoy posee
en fecha reciente8. Como él expone, la objetivación del abuso de
menores (como hecho relevante y moralmente negativo) no ha sido el
resultado del descubrimiento de un hecho horrible, sino de la aplicación
a éste de una serie de categorías, analíticas y valorativas. Fueron esas
categorías las que convirtieron en abuso algunos hechos que antes no
habían sido tenidos en cuenta y, por tanto, las que provocaron que,
aunque los hechos fueran similares, la experiencia significativa de los
mismos comenzara a ser muy diferente (254). Es decir, que éste es un
caso patente en el que no estamos ante un objeto que se descubre o del
que se toma conciencia, sino simplemente ante un hecho que, a partir de
determinado momento, es objetivado como moral y legalmente
condenable. Ello no quiere decir, insiste Hacking, que el abuso de me-
nores no sea un hecho real; pero es el caso, argumenta, que en 1960 nadie
tomaba en cuenta lo que en 1990 es considerado como abuso de
menores. O, si se prefiere, que muchas de las prácticas que hoy son
consideradas como abuso de menores, no eran consideradas como tales
tres décadas atrás (257). Por eso, concluye Hacking, el abuso de menores
no es una cosa fija, no es una verdad que está «ahí fuera», que es nuestra
tarea descubrir y utilizar, sino que es un objeto históricamente específico
(259).
El hecho de que los significados y, por tanto, los objetos no estén
implícitos en su referente social, sino que se constituyan en la esfera de

7 Abelson Elaine, David Abraham y Marjorie Murphy, «Interview with Joan Scott»,

Radical History Review, 45 (1989), pág. 47.


8 Ian Hacking, «The Making and Molding of Child Abuse», Critical Inquiry, 17

(1991), pág. 253. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis. Por supuesto, Hac-
king apenas analiza el proceso histórico de constitución del abuso de menores como objeto,
de modo que también en este caso queda la puerta abierta a una explicación basada bien
en los cambios socioeconómicos de la sociedad norteamericana bien en la noción de
progreso moral del pensamiento humano. Pero aquí aduzco simplemente un ejemplo de
objeto, no de nueva historia.

81
la mediación discursiva, es lo que permite a la nueva historia afirmar que
la sociedad —o el contexto social— es una construcción discursiva. Como es
obvio, ello no quiere decir que el discurso construya, en un sentido
literal, a la sociedad en tanto que conjunto de fenómenos y relaciones
materiales, sino que la construye en tanto que entidad significativa. Es decir,
que construye la imagen que los individuos tienen de ella y en función
de la cual actúan. A la operación de construcción significativa de la
sociedad mediante la aplicación de una matriz categorial de naturaleza
discursiva la designaré aquí con el concepto de articulación, de uso cada
vez más frecuente entre los historiadores. Este concepto ha sido
formulado en franca oposición a los de reflejo, representación o
expresión y, por tanto, tiene el propósito expreso de denotar la función
constitutiva del lenguaje en la configuración de los objetos, de los sujetos
y de las prácticas, así como de subrayar el carácter retórico de la relación
entre los individuos y su posición social9.
II

En este marco de profunda reconsideración teórica de la conexión


existente entre objeto y referente se inscribe la crítica a la que los nuevos
historiadores han sometido al concepto de experiencia. Pues si, en efecto, los
fenómenos sociales no poseen significados intrínsecos y, por tanto, los
objetos nacen de una operación de construcción discursiva, entonces
hemos de redefinir por completo la naturaleza de la relación cognitiva
entre los individuos y la realidad social. Recordemos que en el
paradigma causalista social el concepto de experiencia entraña la
existencia de una estructura social que impone sus significados a los su-
jetos y genera a éstos como tales (y de ahí, precisamente, que el término
experiencia designe también el medio a través del cual dicha estructura
aflora a la conciencia). Mientras que en la historia sociocultural, en
particular, la noción de experiencia designa el espacio resultante de la
interacción entre condiciones sociales y disposiciones culturales de
los sujetos. Sin embargo, la existencia de la mediación discursiva implica
que la experiencia (entendida, genéricamente, como aprehensión
significativa de la realidad) no es algo dado, no es una representación de
dicha realidad ni tiene su fundamento causal en ella y, en con-
9 Sobre el concepto de articulación, véase, por ejemplo, Trevor Purvis y Alan Hunt,
«Discourse, Ideology, Discourse, Ideology, Discourse, Ideology…», British Journal of So-
ciology, 44, 3 (1993), pág. 492.

82
secuencia, implica que el concepto de experiencia, en cualquiera de sus
acepciones, se disuelve como tal y pierde toda utilidad como instru-
mento analítico. Por el contrario, desde la perspectiva de la nueva his-
toria, toda experiencia del mundo es el efecto de una articulación de éste
y, por consiguiente, los individuos no experimentan, como creía la
historia social, sus condiciones sociales de existencia, sino que más bien
las construyen significativamente. Si, como he dicho, es el lenguaje, y no
el referente, el que establece las reglas de significación, y si, por tanto,
tenemos mundo porque tenemos lenguaje que lo significa (y no
meramente lo nombra), entonces la experiencia no es algo que está ahí ni
son los individuos quienes tienen experiencia, sino que es la propia
mediación discursiva la que se la proporciona al insuflar significado a su
entorno y transformar, de este modo, los hechos brutos en objetos. En
otras palabras, que si es el discurso el que proporciona su rostro objetivo
a la realidad, entonces es también el que forja la experiencia que los
individuos tienen de ella. Como argumenta Geoff Eley, quien constituye
las categorías básicas de comprensión y, por tanto, el entorno social,
cultural y político en el que las personas actúan y piensan, no es la
experiencia o lo social, sino las formaciones discursivas específicas cuya
emergencia y elaboración pueden ser cuidadosamente reconstruidas
históricamente10. De modo que, una vez que se ha producido este
auténtico «colapso de la inmediatez de lo dado», los historiadores no
pueden seguir considerando a la experiencia como algo «no problemá-
ticamente disponible», sino que, por el contrario, se hace necesario
desvelar el proceso discursivo mediante el cual la propia experiencia se ha
configurado como tal11.
De este modo, la crítica al concepto de experiencia no sólo ha sido
uno de los motores primordiales de la actual reorientación teórica de los
estudios históricos, sino que constituye uno de los pilares fundamentales
de la nueva teoría de la sociedad. En su búsqueda de una ex-
10 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society

Two Decades Later», en Terrence J. McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human Sciences, Ann
Arbor, University of Michigan Press, 1996, pág. 222. Según Eley, «el discurso de la ciudadanía
del siglo XIX, no menos que las concepciones afines de identidad colectiva de clase, fueron
formaciones, inmensamente complejas y poderosas, de este tipo, que ordenaron sutilmente
el mundo social y político y estructuraron las posibilidades de lo que podía ser o no
pensado».
11 Las expresiones entrecomilladas están tomadas, respectivamente, de Ernesto La-

clau, «Politics and the Limits of Modernity»», en Andrew Ross (ed.), Universal Abandon? The
Politics of Postmodernism, Edimburgo, Edinburgh University Press, 1989, pág. 67, y de Mariana
Valverde, «Poststructuralist Gender Historians: Are We Those Names?», Labour/Le
Travail, 25 (1990), pág. 229.

83
plicación más satisfactoria del comportamiento de los actores históricos
y de la conexión entre éste y el contexto social, los nuevos historiadores
se han visto obligados a consagrar a dicha crítica una parte sustancial de
sus esfuerzos, tanto de indagación empírica como de elaboración teórica.
Éste es el caso de Joan W. Scott, cuya revisión crítica del concepto de
experiencia merece que se le preste una generosa atención, pues se ha
convertido, por su sistematicidad, energía e influencia, en un auténtico
hito del actual proceso de reconstrucción historiográfica de la teoría de
la sociedad.
La argumentación de Scott se basa en una doble premisa. En primer
lugar, en que la realidad no está constituida por «objetos transparentes»,
de los que la conciencia sería una representación obtenida mediante la
experiencia12. En segundo lugar, en que, por consiguiente, lenguaje y
experiencia están tan inextricablemente unidos que no pueden separarse.
Según ella, no existe experiencia social al margen del lenguaje y, por
tanto, una y otro no pueden ser analizados por separado. No sólo, dice
ella, la vida social consta de lenguaje tanto como de hechos sociales
(como trabajo, nacimientos, estrategias de subsistencia o marchas
políticas), sino que es el lenguaje el que hace inteligibles dichos hechos.
«"El lenguaje" no sólo hace posible la práctica social; es práctica social»;
acciones, organizaciones, instituciones o conductas, continúa, son «a la
vez conceptos y prácticas y deben ser analizadas simultáneamente como
tales». Razón por la cual, precisamente, concluye Scott, es absurdo
plantear, como hace Christine Stansell, una antítesis entre «texto
retórico» y «experiencia social», pues al hacerlo se reduce el lenguaje a
palabras o a documento escrito y se empobrece, consiguientemente, el
marco teórico de la historia13.
El ejemplo del que se vale Joan W. Scott en su revisión crítica del
concepto de experiencia es el de aquellos historiadores del género o de la
homosexualidad que se han limitado a rescatar a sus respectivos objetos
de estudio del silencio al que los había condenado anteriormente la
investigación histórica, pero sin llegar a poner nunca en entredicho las
bases conceptuales de ésta. Historiadores que se proponen am-
12 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», Critical Inquiry, 17 (1991), páginas

773-797. La cita en págs. 775-776. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis.
Publicado, posteriormente, con algunas modificaciones: «Experience», en Judith Butler y
Joan W. Scott (eds.), Feminists Theorize the Political, Londres, Routledge, 1992, págs. 22-40.
13 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», pág. 40. Se refiere a Christine Stansell, «A Res-

ponse to Joan Scott», International Labor and Working-Class History, 31(1987), págs. 24-29.

84
pliar el cuadro y enmendar la visión simplificada e incompleta de la so-
ciedad, pero que continúan basándose «en la autoridad de la experien-
cia» y concibiendo a ésta —y, por tanto, a la conciencia y a la identi-
dad— como una expresión de la realidad social (776).
Es esta circunstancia, arguye Scott, la que explica que los resultados
de este tipo de historia sean tan contradictorios: por un lado, con-
tribuyen a la renovación de la disciplina, pero, por otro, consolidan los
supuestos establecidos. Por un lado, esta historia de la vida de los omi-
tidos u olvidados por los relatos del pasado ha producido, sin duda, un
cúmulo de nuevos datos sobre esos otros previamente ignorados y ha
atraído la atención hacia dimensiones de la vida y actividad humanas
normalmente consideradas como no dignas de mención por parte de
las historias convencionales. Esto ha provocado «una crisis de la histo-
ria ortodoxa, al multiplicar no sólo las historias, sino los sujetos y al in-
sistir en que la historia es escrita desde perspectivas o puntos de vista
fundamentalmente diferentes —de hecho, irreconciliables—, ninguno
de los cuales está completo o es enteramente "verdadero"». Es decir,
que dichas historias han proporcionado la evidencia de un mundo de
valores y prácticas alternativos que ponen en cuestión las construccio-
nes hegemónicas de los mundos sociales, ya sean la superioridad del
hombre blanco, la coherencia y la unidad del yo, la naturalidad de la
monogamia heterosexual o la inevitabilidad del progreso científico y del
desarrollo económico (776).
Por otro lado, sin embargo —y esto es lo esencial—, este desafío a
la historia normativa se ha realizado en el marco de una concepción
histórica convencional de la realidad y la experiencia (que Scott deno-
mina «positivismo») según la cual la realidad se impone por sí misma a
la conciencia. De ahí su conclusión de que documentar la experiencia
de los otros de esta manera ha sido una estrategia de los historiadores de
la diferencia a la vez exitosa y limitadora. «Ha sido exitosa porque
permanece confortablemente dentro del marco disciplinar de la
historia, operando según reglas que permiten poner en cuestión las vie-
jas narrativas cuando se descubren nuevos datos.» Ha sido limitadora,
porque continúa dependiendo de «una noción referencial de los datos
que sostiene que éstos no son más que un reflejo de lo real» (776). Y es
precisamente esta noción de referencialidad, «es esta especie de ape-
lación a la experiencia como dato incontestable y como base de la ex-
plicación —como fundamento en que se basa el análisis— lo que de-
bilita el impulso crítico de las historias de la diferencia». Al permanecer
dentro del marco epistemológico de la «historia ortodoxa, esos estudios
pierden la posibilidad de examinar aquellos supuestos y prác-

85
ticas que excluían de entrada toda consideración de las diferencias»
(777), es decir, pierden la posibilidad de examinar críticamente los su-
puestos teóricos que propiciaron la exclusión de tales objetos de estudio
y, por consiguiente, de contribuir a renovar teóricamente la historia. Y
así, por ejemplo, las historias que documentan el mundo «oculto» de la
homosexualidad, muestran el impacto del silencio y de la represión
sobre las vidas de los afectados y sacan a la luz la historia de su
supresión y explotación, pero el proyecto de hacer visible la experiencia
impide un examen crítico de la forma en que operan las propias
categorías de representación (homosexual/heterosexual, hombre/mujer,
negro/blanco), así como de sus nociones de sujeto, origen y causa (778).
De hecho, argumenta la historiadora norteamericana, la principal
carencia de este tipo de historia es que toma como autoevidentes las
identidades de aquéllos cuya experiencia está siendo documentada,
con lo que naturaliza su diferencia. Y, de este modo, al localizar la re-
sistencia al margen de su construcción discursiva y descontextualizarla y
al tomar la experiencia como la fuente del conocimiento, cualquier cuestión
concerniente a la naturaleza construida de la experiencia, a cómo los
sujetos son constituidos de entrada como diferentes y, por supuesto, a
cómo la visión de uno mismo es estructurada por el discurso, es dejada
de lado (777). Como consecuencia de ello, «la prueba de la experiencia
deviene la prueba del hecho de la diferencia, más que una forma de
explorar cómo se establece la diferencia, cómo opera, cómo y de qué
manera constituye a los sujetos que contemplan el mundo y actúan en
él» (777). Y, por tanto, esta «prueba de la experiencia, sea concebida
mediante la metáfora de la visibilidad o de cualquier otra forma que
tome a los significados como transparentes», asume que las mencionadas
oposiciones son objetos naturales y que los hechos históricos hablan por
sí mismos (778).
En el caso de la homosexualidad, por ejemplo, ésta es presentada
por dicha historia como el resultado del deseo, como una fuerza natural
que opera al margen de y en oposición a las regulaciones sociales, es
decir, como un deseo reprimido, una experiencia negada, silenciada por
una sociedad que legisla la heterosexualidad como la única práctica
normal. Según esta visión, cuando esta especie de deseo homosexual no
puede ser reprimido, «porque la experiencia está ahí», inventa
instituciones para acomodarse, instituciones no reconocidas, pero no
invisibles y que, por tanto, cuando son vistas, amenazan el orden esta-
blecido y, finalmente, superan la represión. Desde este punto de vista, la
emancipación es una historia teleológica en la que el deseo finalmente

86
vence al control social y deviene visible y, por tanto, la historia queda
reducida a una cronología que hace visible la experiencia, pero en la que
las categorías (deseo, homosexualidad, heterosexualidad, feminidad,
masculinidad o sexo) aparecen como etiquetas de entidades ahistóricas y
socialmente objetivas (778). Con la consecuencia, además, de que al
concebir los objetos y las prácticas de este modo, excluye, o al menos
subestima, no sólo la relación históricamente variable entre los
significados «homosexual» y «heterosexual» y la fuerza constitutiva que
cada uno tiene para el otro (pues ambos se definen mutuamente espe-
cificando sus límites negativos), sino también la naturaleza disputada y
cambiante del terreno que ambos ocupan simultáneamente (778-779).
Además, al reducir la indagación histórica a un proyecto de hacer visible
la experiencia, se pueden apreciar las conductas alternativas y las acciones
represivas, pero se es incapaz de comprender el marco de los patrones de
sexualidad (históricamente contingentes) dentro de los cuales se
inscriben esas conductas y acciones. Es decir, se descubre que estas
últimas existen, pero no cómo han sido construidas y a qué lógica
obedecen (779).
Una concepción similar de la experiencia y de la conexión entre
realidad y conciencia se observa, asimismo, según Joan W. Scott, en la
historia del género. También en este caso, la relación entre pensamiento
y experiencia es concebida como transparente y, por tanto, la expe-
riencia vital de las mujeres es considerada como conduciendo directa-
mente a la resistencia a la opresión, es decir, al feminismo. En otras pa-
labras, que la identidad consciente y la posibilidad de la política se
basarían en, se seguirían de «una experiencia preexistente de las mujeres»
(786-787), por lo que deja intacto el armazón objetivista y teleológico de
la historia social-sociocultural.
De ahí, por ejemplo, la crítica que Joan W. Scott hace a Laura Lee
Downs. Según Scott, la debilidad del argumento de Downs radica, pre-
cisamente, en que ésta se limita a aplicar, en su análisis de la situación de
las mujeres, las categorías de diferencia como si éstas fueran expresiones
transparentes de la realidad y de la experiencia, sin detenerse a analizar el
proceso mediante el cual dichas categorías se han constituido y han
tomado parte activa en la construcción de la identidad femenina. Sin
embargo, la experiencia del mundo no es transparente, sino discursiva, y,
por tanto, los significados y las acciones basados en la experiencia no
están anclados en la realidad, sino en el propio proceso de construcción
discursiva de esa experiencia. En consecuencia, no se puede, como hace
Downs, estructurar la argumentación en términos de oposición entre
lenguaje y experiencia, ideas y realidad, textos y

87
contextos, lo textual y lo social, como si esta división dicotómica fuera
un hecho obvio que no necesita justificación; al contrario, esa oposición
no es más que el efecto de una operación, «tanto excluyente como
productiva», de constitución textual, es decir, el efecto de un de-
terminado patrón discursivo de selección14.
A partir de esta afirmación de la historicidad y discursividad de la
experiencia y tras abogar, como conclusión lógica, por que el objeto
prioritario del análisis histórico sean los dispositivos discursivos que ar-
ticulan los objetos y las identidades, Joan W. Scott procede a una recu-
sación crítica más específica del concepto de experiencia y, en particular,
de su acepción sociocultural (o thompsoniana). Scott sostiene, en este
punto, que, en el caso de los historiadores más abiertos a la historia
interpretativa, a las determinaciones culturales de la conducta y a la
influencia de las motivaciones inconscientes, el concepto de experiencia
adquiere connotaciones más variadas y elusivas. Sin embargo, considera
que dichos historiadores, al continuar dando por supuesto que la
experiencia es algo que las personas tienen, no llegan nunca a pre-
guntarse cómo se produce la identidad de los sujetos. En el caso concreto
de E. P. Thompson, la experiencia es el elemento mediador entre es-
tructura social y conciencia, entre lo individual y lo estructural, con lo
que este historiador separa «lo afectivo y lo simbólico de lo económico y
lo racional» (784-785). No obstante, Thompson continúa considerando
que la experiencia está configurada, en última instancia, por las
relaciones de producción y, por consiguiente, toma las posiciones de
hombres y mujeres y sus diferentes relaciones con la política «como re-
flejos de la organización material y social» y como parte de la «expe-
riencia» del capitalismo. Es decir, que en lugar de preguntarse cómo se
han constituido las experiencias, Thompson definía la experiencia
como algo acumulativo y homogeneizador, que proporciona el co-
mún denominador sobre el que se erige la conciencia de clase (785). Por
eso, para él, la clase es en última instancia una identidad enraizada en las
relaciones estructurales (785-786).
En efecto, como ya arguyó en su discusión con Bryan D. Palmer
sobre la misma cuestión, no se puede afirmar, dice Scott, como hace
Palmer, que la experiencia de la lucha de clases es directamente cono-

14 Joan W. Scott, «The Tip of the Volcano», Comparative Studies in Society and History, 35, 3
(1993), págs. 439 y 442. Este artículo es una réplica a Laura Lee Downs, «If "Woman" is
Just an Empty Category, Then Why Am I Afraid to Walk Alone at Night? Identity Politics
Meets the Postmodern Subject», ibíd., págs. 414-437. Véase además Laura Lee Downs,
«Reply to Joan Scott», ibíd., págs. 444-451.

88
cible, excepto para aquellos que tienen una conciencia falsa o que ca-
recen en absoluto de ella15. Y no se puede hacer porque no hay oposi-
ción entre discurso y lucha de clases, pues «la lucha de clases es produ-
cida en el discurso» (siempre, claro está, que se entienda éste, como dije,
no como palabras o expresiones, sino como formas globales de concebir
y comprender cómo funciona la sociedad)16. De hecho, afirmar que los
grupos sociales poseen conciencias particulares no pasa de ser una
obviedad descriptiva si no se añade acto seguido que es el marco discursivo
el que permite a dichos grupos articular sus intereses, darle significado a su
acción y construir su identidad como agentes sociales.
En el caso del movimiento obrero, ello significa, como insiste
Scott, que conceptos como el de clase han de existir antes de que los
individuos puedan identificarse a sí mismos como miembros de dicho
grupo y antes de que puedan actuar colectivamente como tal17. De lo que
se sigue, como discutiré en su momento, que los obreros decimonónicos
no actúan como lo hacen porque pertenezcan a la clase obrera
(comoquiera que entendamos ésta), sino, en todo caso, porque están
insertos en un universo discursivo que confiere un determinado
significado a esa pertenencia. Es decir, que no se trata de que los obre-
ros hayan discernido, en el curso de la lucha de clases, el significado de su
posición social y hayan actuado en consecuencia (y que cuando no lo
hacen es porque están presos de una falsa conciencia); lo que ocurre, más
bien, es que esos obreros atribuyeron un determinado significado a dicha
posición y actuaron en función de él. De ahí la aseveración de la nueva
historia de que la clase obrera no es una entidad objetiva (y mucho
menos ontológica), sino discursiva. Es el discurso moderno, y no las
relaciones de producción (o más exactamente, la interacción significativa
entre ambos), el que forja la convicción subjetiva de que el proletariado es
una clase destinada a realizar el cambio social.
Así pues, sea en el caso de la homosexualidad, del género o de la
clase, lo que los mencionados historiadores hacen, en esencia, arguye
Scott, es enmascarar el carácter «necesariamente discursivo» de la expe-
riencia (787). Pues la experiencia no es el fruto del impacto de la realidad
sobre la subjetividad de los individuos y, en consecuencia, no puede ser
ni el fundamento causal de la conciencia ni la que defina los intereses,
fije la identidad o dicte la acción consciente. Lo que llamamos

15 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», pág. 39. Se refiere a Bryan D. Palmer, «Res-
ponse to Joan Scott», International Labor and Working-Class History, 31 (1987), págs. 14-23.
16 Joan W. Scott, ibíd., pág. 40.
17 Joan W. Scott, ibíd., pág. 41.

89
experiencia no es, por el contrario, más que el resultado de la aprehen-
sión discursiva de la realidad, y por eso las condiciones sociales, por sí
mismas, no pueden prescribir las conductas; sólo lo hacen al ser consi-
deradas, pensadas, clasificadas, dotadas o privadas de relevancia, silen-
ciadas o enarboladas, en suma, articuladas, mediante un determinado
patrón de significados o imaginario social. Por tanto, el que toda con-
ciencia aparezca vinculada a un contexto histórico, no significa que
éste la haya generado mediante la experiencia. Al contrario; como
dice Scott, la propia experiencia «es un acontecimiento lingüístico
(no ocurre al margen de los significados establecidos)» (793). De lo
que se sigue algo fundamental, a saber, que la experiencia no puede
ser el origen de nuestra explicación, ni la prueba autorizada (por vista
o sentida) que sirve de base a lo que se conoce, sino que es la propia
experiencia lo que ha de ser explicado (780 y 797). Es decir, que lo que
hemos de explicar, en cada caso, es por qué las condiciones sociales han
sido experimentadas por los individuos de esa manera, y no de otra.
Es por eso que esta reconsideración crítica del concepto objetivista de
experiencia lleva implícita una radical reorientación del análisis histórico,
pues el objetivo de éste no es ya el de reconstruir la experiencia para, a
partir de ella, explicar el origen de los significados y determinar las causas
de las acciones, sino, por el contrario, el de analizar cómo se construye la
propia experiencia a partir de la articulación discursiva de la realidad.
O, como diría Joan W. Scott, a partir de ahora hemos de «prestar atención
a los procesos históricos que, a través del discurso, sitúan a los sujetos y
producen sus experiencias», pues «no son los individuos quienes tienen
experiencia, sino los sujetos quienes son constituidos a través de la
experiencia» (779). Como la propia Scott dice, es en categorías como
clase, obrero, ciudadano e incluso hombre y mujer y en su constitución
histórica como organizadoras de la práctica social —y no en una
supuesta experiencia fundacional— donde hemos de buscar la
explicación de la conducta consciente de los individuos18. Una
problematización de la experiencia que implica, en fin, que hemos de
proceder a un escrutinio crítico de todas las categorías explicativas
normalmente dadas por supuestas, incluyendo la propia categoría de
«experiencia» (780).
Lo esencial, por tanto, desde esta perspectiva teórica, es que, como
observa Patrick Joyce, la experiencia no puede ser fundamento (expli-

18 Joan W. Scott, Gender and the Politics of History, Nueva York, Columbia University

Press, 1988, págs. 3-4.

90
cativo) de nada. Y así, por ejemplo, como arguye Joyce, en contra de lo
convencionalmente supuesto, no es la «experiencia de la miseria» o de la
«incertidumbre e inseguridad existenciales» la que dicta, en la Gran
Bretaña de la primera mitad del siglo XIX, la práctica consciente de los
individuos que refieren su acción a ella. Ni tampoco la «actividad
cultural» de esos individuos expresa una «necesidad de orden, limite y
control» determinada por una «experiencia preexistente». Al contrario,
los significados y las correspondientes prácticas derivan no de una
experiencia originaria de la pobreza y de la inseguridad, sino de la forma
en que las personas articulan dicha experiencia. Como concluye Joyce,
puesto que al manejar la realidad inevitablemente se la construye, los
significados de la pobreza y de la inseguridad «son construidos, no
descubiertos»19. Y, en consecuencia, argumenta, no estamos ante una co-
nexión causal entre descontento, experiencia del descontento y concien-
cia, pues el lenguaje no es simplemente «el medio neutral» de la expe-
riencia, que convierte lo inconsciente en consciente, sino que es el propio
lenguaje el que articula la experiencia y genera, así, la conciencia20.
Un argumento similar al esgrimido por Zachary Lockman en rela-
ción con el movimiento obrero egipcio21. Según Lockman, en lugar de
utilizar la «experiencia» como la forma de vincular directamente las cir-
cunstancias sociales con las formas específicas de conciencia obrera, lo
que hemos de hacer es prestar atención al campo discursivo que pro-
porciona a los trabajadores diferentes (aunque interrelacionadas) formas
de comprender (o quizás, para ser más precisos, de estructurar) sus
circunstancias, sus experiencias y a ellos mismos. Lo cual nos obliga, por
supuesto, a admitir la posibilidad de que una misma realidad genere
formas diversas de experiencia (así como de identidad), dependiendo de
la matriz categorial empleada. Como dice Lockman, entre esas formas
de comprensión «podía haber algunas que postulaban a la clase (en
cualquiera de sus sentidos) como una categoría significativa, pero
otras no lo hacían, incluyendo las identidades de oficio, las identidades y
relaciones de género, los lazos de parentesco, las lealtades de vecindad y
lo que podría denominarse como las concepciones islámico-populares
de la justicia y la equidad».
19 Patrick Joyce, Democratic Subjects. The Self and the Social in Nineteenth-Century England, Cambridge,
Cambridge University Press, 1994, pág. 12.
20 Patrick Joyce (ed.), Class, Oxford, Oxford University Press, 1995, pág. 128.
21 Zachary Lockman, «"Worker" and "Working Class" in pre-1914 Egypt: A Rerea-

ding», en Zachary Lockman (ed.), Workers and Working Classes in the Middle East. Struggles, Histories,
Historiographies, Nueva York, State University of New York Press, 1994, págs. 102-103.

91
III

La obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe contiene un gráfico


ejemplo de articulación o construcción discursiva de los objetos y de la
experiencia, el relativo a la transformación de la subordinación social en
opresión22. Según los autores, la cuestión básica que hay que responder,
a este respecto, es por qué, en determinadas circunstancias, la
subordinación social pasa a ser concebida por los individuos como
opresión. Es decir, por qué, en ciertas situaciones históricas, el hecho su-
bordinación social se convierte en el objeto opresión y, en consecuencia,
se torna en base de un antagonismo y genera las correspondientes
prácticas de resistencia. Y ello porque, como Laclau y Mouffe arguyen, la
opresión no está implícita en la subordinación social ni, por tanto, la
lucha contra la subordinación puede ser el resultado de la situación de
subordinación misma, como si fuera algo inevitable o natural. En contra
de lo que una observación poco exigente podría sugerir, ni su-
bordinación social y opresión son planos continuos ni, en consecuencia,
existe una continuidad causal entre ambas. Pues aunque, por supuesto,
la subordinación social es una condición necesaria para que la opresión
pueda cobrar vida, no es, desde luego, una condición suficiente. Y, por
tanto, no sólo deberíamos mantener a ambas instancias analíticamente
separadas, sino que, además, es preciso esclarecer, en cada caso, las
causas que hacen que una relación de subordinación pase a ser una
relación opresiva.
Según la argumentación de Laclau y Mouffe, lo que hace que la su-
bordinación social se transforme, en ciertas ocasiones, en opresión es la
existencia de unas determinadas condiciones discursivas, esto es, el
hecho de que la subordinación social sea hecha significativa mediante un
cuerpo específico de categorías. En particular, mediante categorías
modernas como las de igualdad, derechos naturales o libertad. Desde
esta perspectiva, la opresión no es la expresión natural de la subordina-
ción social, sino sólo una de las formas, histórica y discursivamente
particular, en que dicha subordinación ha sido objetivada. O dicho de
manera más sencilla, el que los individuos conciban, sientan o experi-
22 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radical

Democratic Politics, Londres, Verso, 1985. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis.

92
menten su subordinación social como una situación de opresión no
depende de la existencia misma de aquélla o de sus efectos materiales,
sino que depende de que sea conceptualizada mediante un determinado
patrón de significado. Sólo entonces la subordinación social deviene
criterio definidor de los intereses y las identidades, establece las razones
y los términos de la resistencia y se hace intolerable. Y de ahí que,
según Laclau y Mouffe, llegados a este punto, el problema sea explicar
cómo a partir de las relaciones de subordinación (relaciones en las que
un agente está sometido a las decisiones de otro) se constituyen las
relaciones de opresión (relaciones de subordinación que se han
transformado en sedes de un antagonismo). Pues, como decía, una re-
lación de subordinación no es, en sí misma, una relación antagónica
(153-154). Como sentencian ambos autores, «"siervo", "esclavo", etc.,
no designan en sí mismos posiciones antagónicas; es sólo en términos
de una formación discursiva distinta, tal como, por ejemplo, "derechos
inherentes a todo ser humano" que la positividad diferencial de esas
categorías puede ser subvertida, y la subordinación construida como
opresión. Esto significa que no hay relación de opresión sin la presencia
de un "exterior" discursivo a partir del cual el discurso de la subor-
dinación pueda ser interrumpido» (154).
Desde este punto de vista, por tanto, la percepción de la subordi-
nación social como opresión no es, como sostendría la historia social, el
resultado de un acto de toma de conciencia. Lo que los individuos hacen
no es tomar —o no— conciencia de su opresión, sino construir
significativamente ésta a partir de la subordinación social y, por tanto, el
que esos individuos acepten o no su subordinación, le atribuyan uno
u otro significado o le concedan mayor o menor relevancia en sus vidas
dependerá de la matriz categorial que le apliquen en cada caso. Y lo
mismo cabe decir de las modalidades de conducta que esa subor-
dinación genera y, en particular, de la resistencia a ella. Tampoco esa
conducta es una respuesta a la existencia de la subordinación social
misma, sino a su articulación específica como opresión. Por supuesto,
arguyen Laclau y Mouffe, se podría admitir que siempre que hay po-
der hay resistencia, pero acto seguido debería añadirse que «es solamente
en ciertos casos que las resistencias adoptan un carácter político y pasan a
constituirse en luchas encaminadas a poner fin a las relaciones de
subordinación en cuanto tales» (152-153).
Éste es el caso, según Laclau y Mouffe, de la relación entre subor-
dinación y opresión de las mujeres. Según ellos, puesto que hasta el siglo
xvii el conjunto de discursos que construían a las mujeres como sujetos
las fijaban pura y simplemente en una posición subordinada, el

93
feminismo como movimiento de lucha contra la subordinación de las
mujeres no podía emerger. Para que el feminismo surgiera, hizo falta
que se produjera una ruptura discursiva, un desplazamiento del viejo
discurso por otro nuevo. Por tanto, aunque es cierto que históricamente
ha habido múltiples formas de resistencia de las mujeres a la dominación
masculina, lo realmente relevante para el análisis histórico es que es sólo
bajo ciertas condiciones y formas específicas que ha podido nacer un
movimiento feminista que reivindica la igualdad (igualdad jurídica,
primero, y en otros aspectos, más tarde) (153). Y es, en efecto, sólo en el
momento en que «el discurso democrático» va a estar disponible para
articular las diversas formas de resistencia a la subordinación, cuando
existirán las condiciones que harán posible la lucha contra los diferentes
tipos de desigualdad, incluida la de las mujeres. Es sólo cuando se opera
un desplazamiento del discurso democrático desde el «campo de la
igualdad política entre ciudadanos al campo de la igualdad entre los
sexos» que la opresión femenina, y el feminismo, pueden constituirse
(154). En otras palabras, que para que el objeto opresión de la mujer (y
su forma correspondiente de práctica, el feminismo) emergiera, fue
preciso que «el principio democrático de libertad e igualdad se hubiera
impuesto como nueva matriz del imaginario social —o, en nuestra
terminología: que hubiera pasado a constituir un punto nodal
fundamental en la construcción de lo político. Esta mutación decisiva en
el imaginario político de las sociedades occidentales tuvo lugar hace
doscientos años, y puede definirse en estos términos: la lógica de la
equivalencia se transforma en el instrumento fundamental de
producción de lo social» (154-155).
Esto es lo que Laclau y Mouffe denominan, siguiendo a Tocqueville,
como «revolución democrática», término que designa «el fin del tipo de
sociedadd jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológico-
política en la que el orden social encontraba su fundamento en la voluntad
divina. El cuerpo social era concebido como un todo en el que los
individuos aparecían fijados a posiciones diferenciales. Un cuerpo social
en el que «la política no podía ser más que la repetición de relaciones
jerárquicas que reproducían el mismo tipo de sujeto subordinado» (155).
El «momento clave» de esta revolución democrática fue la Revolución
Francesa, pues con ella surgen un nuevo imaginario social y la afirmación
de la soberanía popular, es decir, aparece una nueva legitimidad y se
instaura un nuevo modo de institución de lo social (155). Esta ruptura
con el Antiguo Régimen, simbolizada por la Declaración de Derechos del
Hombre, «proporcionará las condiciones discursivas que permiten
plantear a las diferentes formas de desigual-

94
dad como ilegítimas y antinaturales, y de hacerlas, por tanto, equivalerse
en tanto que formas de opresión». Aquí radica la profunda fuerza
subversiva del discurso democrático, «que permitirá desplazar la igual-
dad y la libertad hacia dominios cada vez más amplios, y que servirá, por
tanto, de fermento a las diversas formas de lucha contra la subor-
dinación». Como es el caso del movimiento obrero del siglo xlx, cuyas
demandas fueron construidas, justamente, mediante las categorías de
este nuevo discurso democrático (155).
Por supuesto, desde la perspectiva de la historia discursiva, el proceso
descrito no sólo está en la base de la conversión de los fenómenos sociales
en objetos, sino que es también el proceso mediante el cual la sociedad,
en su conjunto, es objetivada y, en particular, mediante el cual ha sido
objetivada, en la época moderna, específicamente como sociedad (esto es,
como estructura objetiva, autónoma y autorregulable que opera como
fundamento causal de la práctica, las relaciones y las instituciones
sociales). De manera que, con el advenimiento de la nueva historia,
también el concepto convencional de sociedad se ha resquebrajado y
disuelto, al mismo tiempo que el propio concepto era reconstruido por
los nuevos historiadores sobre nuevas bases. Una reconstrucción que se
inicia con la historización del concepto de sociedad y que culmina en la
redefinición radical de la naturaleza de la sociedad (o lo social) en tanto
que objeto (así como de la noción de causalidad asociada a él). A este
respecto, por tanto, la nueva historia comienza llamando la atención
sobre el hecho de que aunque, como puntualiza Patrick Joyce, el
proceso de reificación o naturalización al que se ve sometido todo
concepto lo convierte en concepto de sentido común, ello no debe
hacernos perder de vista que la noción de sociedad es un constructo
histórico y que «la idea de que la "sociedad" constituye un sistema fue una
manifestación particular de esta más larga historia de la "sociedad", una
manifestación que adoptó una forma más clara en el siglo XVIII»23. Es,
efectivamente, en ese momento cuando la realidad social y las relaciones
interpersonales comienzan a ser concebidas como un dominio que
trasciende la voluntad de los individuos y es independiente de ella, a la
vez que es resultado involuntario de sus acciones. Es decir, como un
dominio gobernado por sus propias leyes y dotado de un mecanismo
interno de estabilidad y de cam-

23 Patrick Joyce, Democratic Sujects, págs, 1-2 y 5. Por supuesto, la genealogía de la

categoría de sociedad es un asunto que trasciende los objetivos de este ensayo. En todo
caso, éste es un tema sobre el que existe una accesible y cada vez más abundante biblio-
grafía a la que se puede recurrir.

95
bio que, en virtud de ello, opera como el fundamento de la vida hu-
mana (reemplazando así a la religión como el fundamento último del
orden y como marco ontológico de la experiencia humana).
Hasta aquí, sin embargo, no hay ninguna novedad. La obra de re-
construcción teórica propiamente dicha comienza cuando los nuevos
historiadores añaden que esta definición o conceptualización de la rea-
lidad social no es el resultado de un descubrimiento, sino de una cons-
trucción. Es decir, que la noción de sociedad no apareció porque se hu-
bieran discernido las leyes que gobiernan la sociedad humana, sino
porque ésta fue reconstruida significativamente mediante nuevos pará-
metros categoriales. Y, por tanto, el concepto de sociedad no es la eti-
queta designativa de un fenómeno realmente existente, sino la categoría
mediante la cual, en un momento dado, las relaciones sociales son
hechas significativas y convertidas en objeto (en este caso, en el objeto
«sociedad»). Como dice Keith M. Baker, no estamos ante el descubri-
miento de la sociedad, «como si ésta fuera una positividad cuya verda-
dera realidad estuviera esperando simplemente a ser revelada por el
eclipse de la religión», pues «la sociedad no es la sólida realidad perci-
bida por los ojos humanos tan pronto como se desencantaron de la re-
ligión» —ésta no es, de hecho, más que la versión del propio discurso
moderno. Es decir, la sociedad no es «un hecho objetivo bruto», sino
una cierta construcción significativa de la realidad social instituida
como práctica. Lo cual no implica, como subraya Baker, negar que la
interdependencia de las relaciones humanas existe como tal, sino sim-
plemente que «esta interdependencia podría ser construida de muchas
posibles formas». Sociedad no es más que la particular construcción
conceptual de esa interdependencia forjada durante la Ilustración24.
Algunas de las repercusiones historiográficas de esta redefinición
del concepto de sociedad son obvias (aunque aquí me limitaré a reseñar
brevemente dos de ellas). Para empezar, si la categoría de sociedad,
acuñada en la época moderna, no es la etiqueta designativa de un fe-
nómeno objetivo (esto es, independiente de y previo a la mediación de
la propia categoría), sino que es, por el contrario, una forma histórica-
mente específica de construcción significativa de la esfera social, en-
tonces ello implica que esta última no constituye una instancia objetiva,
ni debe ser considerada como tal en el análisis histórico. O lo que

24 Keith M. Baker, «Enlightenment and the Institution of Society: Notes for a Con-

ceptual History», en Willem Melching y Wyger Velema (eds.), Main Trends in Cultural
History, Amsterdam, Rodopi, 1994, pág. 114. A esta obra pertenecen también algunas de
las expresiones utilizadas en el párrafo anterior (págs. 111-113 y 119).

96
es lo mismo, dicha redefinición implica que el concepto de sociedad (en
el sentido de estructura social) queda privado de todo contenido
epistemológico y de toda capacidad cognitiva y, por tanto, que la noción
de causalidad social pierde toda utilidad como herramienta de análisis
social. No obstante, puesto que de la causalidad social se trata en un
capitulo posterior, aquí aludiré sólo a la otra implicación, mucho más
concreta.
El advenimiento de la nueva historia no sólo ha supuesto la diso-
lución de los conceptos de sociedad y de causalidad social, sino, además,
la reconstrucción de éstos, con la consiguiente restricción de su vigencia
histórica y de su pertinencia y aplicabilidad analíticas. Aunque, de
hecho, los términos de esta reconstrucción estaban ya implícitos en y se
deducen lógicamente de la propia crisis de la noción de sociedad.
Digamos, en primer lugar, que, al proceder a esa reconstrucción, lo que
la nueva historia niega, exactamente, como hemos visto, no es que la
sociedad exista; lo que niega es que ésta sea, como creía la historia
social, un fenómeno objetivo y, consiguientemente, universal. Por el
contrario, según la nueva historia, se trataría de una construcción
discursiva y, por tanto, su existencia sería exclusivamente moderna (y de
ahí que no sea correcto extrapolar y aplicar la noción de sociedad —ni,
por tanto, la de causalidad social— a situaciones históricas, pasadas o
presentes, en las que ésta no existe como tal).
Pero, en segundo lugar, lo esencial es que ello quiere decir, enton-
ces, que la nueva historia tampoco niega, exactamente, que la sociedad
sea una estructura objetiva y que determine la práctica de los individuos
(y, por tanto, que existan relaciones de causalidad social). Lo que hace es
afirmar que esto sólo ocurre en aquellas circunstancias históricas en las
que la esfera social ha sido articulada como «sociedad». Es decir, que
sólo en aquellos casos en los que los individuos están situados en el área
de influencia de la categoría moderna de sociedad y, en consecuencia,
operan y organizan su práctica, efectivamente, mediante dicha categoría y,
en concreto, definen sus intereses, identidades o expectativas a partir de
sus condiciones sociales de existencia, se puede decir que dicha práctica
está socialmente determinada. Lo que implica, a su vez, que si la esfera
social ha podido operar, en ciertas ocasiones, durante los dos últimos
siglos, como una estructura objetiva, ello se ha debido no a que lo
sea, sino simplemente a que ha sido articulada como tal. Y, por tanto,
que si multitud de individuos y grupos —como, por ejemplo, en el caso
del movimiento obrero de base clasista— se han definido
identitariamente y han actuado en función de su posición social, ello no
se ha debido a que estén realmente determi-

97
nados por ésta, sino a que ésta había sido previamente articulada como
fundamento de la identidad y de la acción. De lo que se sigue, entonces,
que ni siquiera en el período moderno, en el que la «sociedad» y la
causalidad social tienen una existencia efectiva, se puede considerar a la
esfera social como el fundamento causal de la experiencia y de la
práctica, pues incluso en este caso éstas continúan estando causalmente
vinculadas a la mediación discursiva, no al referente social, o, si se
prefiere, a la sociedad en tanto que objeto, no a la sociedad en tanto
que fenómeno real25.
Ésta es la razón por la que, como han señalado algunos autores, en
lo que atañe al estudio de la sociedad moderna, el análisis histórico ha
de desplazarse «del supuesto de una "sociedad" objetiva al estudio de
cómo se formó la categoría de "lo social"»26. Pues si, en efecto, también
en este caso, los individuos se comportan como lo hacen no por sus
condiciones materiales de existencia, sino porque éstas han sido discur-
sivamente objetivadas como sociedad, entonces, para comprender y
explicar dicho comportamiento hemos de centrar nuestra atención
analítica en el proceso de objetivación mismo. Es en dicho proceso, y
no en las circunstancias vitales, donde se encuentra el origen causal de la
práctica. Y un similar «movimiento discursivo»27 hemos de realizar si
queremos comprender y explicar, en general, la gestación y las pautas
de evolución de la sociedad moderna, la emergencia de las identidades
que la encarnan, los conflictos que la atraviesan o la aparición de ciertas
problemáticas no concebibles con anterioridad.
De igual modo que sólo un análisis histórico de la génesis y del
despliegue práctico de la categoría de sociedad pueden hacer inteligibles
todas aquellas acciones orientadas a actuar sobre la propia sociedad, es
decir, a controlar las condiciones de reproducción social. Pues no
debemos perder de vista que el hecho de que la sociedad haya sido
25 Y lo mismo cabría decir, por supuesto, de la otra categoría organizadora básica de la

vida social moderna, la de individuo o sujeto racional. Si ésta ha operado como guía de la
práctica, no lo ha hecho en tanto que fenómeno objetivo (que no existe), sino en tanto
que objeto, esto es, en tanto que una de las formas históricamente específicas de articular
a los individuos, a los cuerpos y, en consecuencia, de conferirles identidad (así como, por
supuesto, de articular a la propia sociedad, aunque en este caso no como estructura
objetiva, sino como agregado espontáneo de sujetos racionales).
26 Nicholas B. Dirks, Geoff Eley y Sherry B. Ortner (eds.), Culture/Power/History. A

Reader in Contemporary Social Theory, Princeton, Princeton University Press, 1994, pág. 29. En
similares términos lo expresa Geoff Eley en «Is All the World a Text? From Social History
to the History of Society Two Decades Laten», pág. 217.
27 La expresión es de Geoff Eley, ibíd., pág. 217.

98
objetivada discursivamente como una entidad originaria es lo que ex-
plica que, durante el período moderno, «lo social» se haya convertido en
una forma de gobernación, a la que tan estrechamente ligadas están las
formas de conocimiento. Es decir, se haya convertido, por un lado, en
un objeto de teoría-conocimiento y en materia de estudio y, por otro,
en un objeto de intervención reguladora, en un objetivo de la política o
espacio de intervención práctica. Es esa objetivación discursiva la que
explica que se conciba a la sociedad como susceptible de control técnico
y a la práctica en términos de ingeniería social y, por tanto, la que hace
inteligible el cúmulo de acciones tendentes a controlar, planificar,
regular, orientar o dirigir los procesos sociales28. Pero no nos desviemos
más de nuestro camino, que no es, en esta ocasión, el de la investigación
histórica. Anotaré, simplemente, para finalizar, que, también en este
caso particular, parece ser que la desnaturalización del concepto de
sociedad no sólo ha situado en primer plano a la historia de la
formación de conceptos, sino que la ha convertido en la piedra angular
de la teoría social.

28 Sobre este asunto, véase Patrick Joyce (ed.), The Social in Question, Londres,

Routledge, en prensa.
CAPÍTULO 4

Intereses e identidades

I
La redefinición de la naturaleza y la génesis de la objetividad social y
la simultánea reconstrucción del concepto de experiencia efectuadas por
la nueva historia llevan implícitas, como es fácil deducir, la recons-
trucción de otros dos de los conceptos capitales del análisis histórico, los
de interés e identidad. A este respecto, lo que los nuevos historiadores
argumentan, en esencia, es que si, como he expuesto, toda experiencia
de la realidad social está discursivamente mediada, entonces los intereses
y las identidades de los individuos no están inscritos en su posición social
(o en cualquier otro referente), sino que más bien se constituyen, en
tanto que fenómenos históricos, como consecuencia de una particular
articulación o construcción significativa de ésta. Pero veámoslo más de
cerca, comenzando por el concepto de interés.
Para apreciar mejor los términos y el calado de la redefinición del
concepto de interés acometida por la historia postsocial, deberíamos recor-
dar, siquiera brevemente, que en el paradigma objetivista los intereses de
los individuos, de manera general, se localizan en y son generados por su
posición socioeconómica. Y así, por ejemplo, los pobres, los esclavos,
los campesinos, los artesanos, los obreros fabriles modernos o los
miembros de la clase media tendrían, con independencia de que sean o
no conscientes de ello, unos intereses específicos en razón de su
pertenencia a una determinada categoría social. De modo que los inte-
reses operan como un auténtico nexo causal entre estructura social y
101
acción consciente, ya que las aspiraciones, las expectativas o los fines
que los individuos se proponen satisfacer, realizar o alcanzar son inhe-
rentes a, derivan lógicamente de y están determinados por sus condi-
ciones sociales de existencia. Es cierto, por supuesto, que se admite
que a veces este nexo causal se ve perturbado por la falsa conciencia,
pero ello no invalida el esquema teórico descrito. Además, aunque,
con el advenimiento de la historia sociocultural, esta perspectiva obje-
tivista fue reformulada, su núcleo teórico permaneció, como sabemos,
intacto. Según los historiadores socioculturales, los individuos poseen
intereses sociales, pero, a diferencia de lo que creía la historia social, és-
tos no se manifiestan y operan históricamente de manera espontánea,
sino sólo una vez que han sido discernidos, reconocidos o hechos cons-
cientes en el curso de la práctica. Es necesario que se produzca este des-
velamiento activo de los intereses sociales para que éstos se encarnen en
acción. Por eso, en la historia sociocultural, la acción consciente conti-
núa estando vinculada al ser social, pero no directamente, sino a través
del ser percibido (y de ahí, como dije, que el análisis histórico deba aña-
dir un momento interpretativo al inicial momento explicativo).
La nueva historia asume, y toma como punto de partida, esta suerte
de deslizamiento teórico desde los intereses a la identidad o ser per-
cibido, en la medida en que también ella mantiene que los intereses
sólo operan socialmente si tienen una existencia consciente y, por tan-
to, que habría que desechar la noción de interés oculto o inconsciente
de la historia social. Los actores históricos pueden no tener conciencia
(y generalmente no la tienen) del origen y del proceso de constitución
de los intereses que los mueven a actuar de una cierta manera, pero
desde luego no pueden ser inconscientes de los intereses mismos, pues
entonces éstos no podrían motivar sus acciones. Los intereses, para ser
factores históricos, han de ser hechos de conciencia. Sin embargo, el
acuerdo entre ambos tipos de historia acaba en este punto, pues acto
seguido la nueva historia pone en duda que los intereses sean sociales,
en el sentido de que tengan una existencia previa en las condiciones
sociales de vida y sean definidos por éstas. Por el contrario, según la
nueva historia, los intereses de los individuos no dimanan de su posi-
ción social ni, por tanto, emergen mediante un acto de toma de con-
ciencia, sino que se constituyen como consecuencia del significado
que esa posición social adquiere en el seno de una determinada forma-
ción discursiva. Desde su punto de vista, las propiedades sociales no
son, por sí mismas, sustancias de interés, sino sólo si son articuladas
como tales. Como cualquier otra entidad subjetiva, los intereses son
traídos a la vida por una operación de articulación y, por tanto, los in-

102
dividuos no reconocen o disciernen sus intereses, corno si éstos estu-
vieran preconstituidos en la esfera social (o en cualquier otro referente),
sino que los construyen discursivamente. En contra de lo que cree la
historia sociocultural, el lenguaje no proporciona simplemente a los
individuos el vocabulario mediante el cual éstos formulan sus intereses
sociales, sino que es el que les permite concebir a los intereses sociales
mismos. Es la trama de categorías que conforma ese lenguaje la que, al
ser aplicada a las condiciones sociales, hace que éstas sean concebidas en
unos u otros términos y generen los correspondientes intereses. Y,
por tanto, éstos no pueden tener existencia histórica ni operar como
factores causales al margen de esa operación de articulación. En suma,
que tampoco en esta ocasión la nueva historia se limita a secundar el
mencionado deslizamiento teórico hacia el ser percibido, sino que,
además, procede a la desvinculación causal de éste con respecto al ser
social (lo que, en la práctica, implica la disolución de este último)1.
En efecto, según la nueva historia, lo que la investigación histórica
está poniendo de manifiesto es que los intereses de los individuos no
tienen una naturaleza social, por lo que, como diría Margaret R. Somers,
deberíamos dejar de imputar a las personas un conjunto particular de
intereses por el hecho de ser miembros de una categoría social2. En
contra del supuesto ampliamente admitido por los historiadores, el lugar
que los individuos ocupan en las relaciones sociales no implica, por sí
mismo, unas ciertas aspiraciones o expectativas vitales y, por tanto, ni
existen intereses socialmente auténticos, ni conductas socialmente
adecuadas o anómalas. Según la nueva historia, los intereses se cons-
tituyen en una esfera distinta y mediante un proceso diferente al su-
puesto por el paradigma causalista social. Es la matriz categorial o
imaginario social vigente en cada caso el que, al dotar de significado a las
propiedades o situaciones sociales, hace posible que éstas adquieran la
condición de fundamento de los intereses de los individuos3. Pues
1 Es decir, que aunque los nuevos historiadores se refieren siempre a los intereses en

tanto que fenómenos históricos, explícitos (pues es en tanto que tales que condicionan la
práctica social), han abandonado toda noción de interés esencial, pues dicha noción fue
analíticamente pertinente mientras la discusión y la indagación histórica giraron en tomo a
la mayor o menor adecuación entre conciencia y estructura social, pero ha dejado de serlo
una vez que la existencia de esta última ha sido puesta en entredicho.
2 Margaret R Somers, «Narrativity, Narrative Identity, and Social Action: Rethinking
English Working-Class Formation», Social Science History, 16, 4 (1992), pág. 606.
3 Y de ahí, precisamente, que, como argumenta Mariana Valverde, para dar cuenta de

la acción social sea imprescindible identificar las categorías fruto de cuya mediación han
surgido dichos intereses. (Mariana Valverde, «The Rhetoric of Reform: Tropes and the
Moral Subject», International Journal of the Sociology of Law, 16 [1990], pág. 65.)

103
dado que la realidad social carece de significados intrínsecos, los inte-
reses asociados a ella no pueden constituir una entidad social preexis-
tente; por el contrario, esos intereses no son, como dice Keith M. Baker,
más que «un principio de diferenciación», pues se forjan como resultado
de la posición relativa que los individuos o grupos pasan a ocupar al ser
incorporados a un sistema de diferencias de carácter discursivo. Y, por
tanto, los intereses de un individuo —así como los conflictos de
intereses en los que se ve implicado— no están simplemente dados
en suposición social, sino que dependen de la relación significativa que
ésta entabla con las demás posiciones sociales4. Es precisamente el hecho
de que los intereses no estén dados en una estructura social ontológica y
prediscursiva, lo que nos obliga a explicar, en cada caso, por qué ciertas
posiciones sociales generan ciertos intereses, y no dar por supuesto,
como hace la historia social-sociocultural, que entre ambos existe un
vínculo causal o de necesidad lógica.
Asimismo, el hecho de que su naturaleza sea discursiva, y no so-
cial, es lo que explicaría que posiciones sociales similares generen inte-
reses diferentes, así como que los intereses sean productos históricos
precarios e inestables que están permanentemente sometidos a procesos
de redefinición o reconstrucción5. Los cambios de las condiciones
discursivas no sólo obligan a los individuos a reformular sus intereses y
demandas tradicionales y a basarlas en nuevos diagnósticos sociales (con
el fin de ganar eficacia práctica), sino que, además, posibilitan la
aparición y enunciación de nuevos intereses y demandas cuya existencia
no era posible con anterioridad. Es esto lo que ocurre, por ejemplo,
durante las revoluciones liberales, cuando la institucionalización del
discurso moderno convierte a la participación política en un interés
primordial de los estratos inferiores del Tercer Estado o cuando, como
sugiere Keith M. Baker, la irrupción de dicho discurso genera el interés en
la abolición del feudalismo, al lograr que las relaciones feudales dejen de
ser concebidas como naturales. Un interés que, por tanto, no está
contenido en, ni es causalmente deducible de, la relación feudal

4 Keith Michael Baker, Inventing the French Revolution, Nueva York, Cambridge Uni-

versity Press, 1990, pág. 5. En palabras del propio Baker, «en cualquier sociedad razona-
blemente compleja, los individuos pueden ser vistos como ocupando numerosas posi-
ciones relativas frente a otros individuos, y, por tanto, como poseyendo numerosos "in-
tereses" potencialmente diferenciadores».
5 Como escribe Keith M. Baker, «la naturaleza del "interés" (o diferencia) que cuenta

en cualquier situación particular —y, en consecuencia, las identidades de los grupos


sociales relevantes y la naturaleza de sus demandas— está siendo continuamente definida
(y redefinida)» (ibíd., págs. 5-6).

104
misma, sino que se gesta en el propio proceso de rearticulación discur-
siva de ésta. A este respecto, no es que, como argüiría la historia social, el
discurso moderno-liberal sea el medio a través del cual los campesinos
hacen explícitos unos intereses previamente existentes, sino que es el
medio en que sus intereses se constituyen como tales. Un campesino
sólo puede llegar a estar interesado en abolir el feudalismo una vez que
éste ha sido desnaturalizado por un discurso externo, pero no mientras
lo siga articulando mediante las categorías del propio discurso feudal. Y
por eso, como arguye Baker, a menos que tomemos en cuenta esas
nuevas condiciones discursivas, seremos incapaces de explicar «el
significado de los acontecimientos "sociales"» que se produjeron durante
el llamado Gran Miedo del verano de 17896.
Como sabemos, con esta redefinición del concepto de interés, la
nueva historia destierra toda noción de falsa conciencia, pues ésta implica,
precisamente, la existencia de intereses sociales objetivos. Sin embargo,
si los intereses no están inscritos en la posición social, entonces no hay
conciencias verdaderas o falsas con respecto a ésta (ni, tampoco,
conductas normales o desviadas), sino simplemente diferentes formas de
articulación de los intereses a partir de esa posición. Y, por consiguiente,
en aquellas situaciones en las que los actores sociales parecen no actuar en
conformidad con (o incluso hacerlo en oposición a) los intereses que
supuestamente poseen en razón de su posición social (por ejemplo,
los campesinos que apoyan la contrarrevolución liberal o los obreros
que votan al conservadurismo), no se trata de que dichos actores tengan
una falsa conciencia de sus intereses, sino más bien de que han
articulado éstos mediante una matriz categorial que no es la considerada
como estándar. Como tampoco deberían interpretarse tales conductas
como expresiones inmaduras del ser social o como vías indirectas de
realización de los intereses sociales (de modo que, por ejemplo, la
mencionada resistencia campesina antiliberal no sería sino el cauce,
ideológicamente disfrazado, de la revuelta campesina).
Por supuesto, la afirmación de que no existen intereses sociales no
debe interpretarse, como a veces ocurre, en un sentido estrechamente
literal. Lo que esa afirmación significa no es, en modo alguno, que los
intereses carezcan de una base social o que sean socialmente arbitrarios,
pues es evidente que todo interés se constituye siempre a partir de un
referente, sea social o material. Es decir, aparece como respuesta a una
cierta situación social o vital. Tampoco significa que los intereses, como
sostiene el revisionismo, sean meras creaciones políticas o ideo-
6 Keith Michael Baker, ibíd., pág. 5.

105
lógicas, o sea, subjetivas. Lo que la nueva historia rechaza es la concep-
ción esencialista social de los intereses y, por tanto, lo que esa afirma-
ción significa, exactamente, es que los intereses no son objetivos, en el
sentido de que no son algo que está implícito en la esfera social y se
hace explícito en la conciencia de los individuos. Como sabemos ya, lo
que la nueva historia afirma no es que los factores socioeconómicos son
irrelevantes, sino que su contribución a la constitución de los intereses
se realiza siempre a través de la mediación de un determinado patrón
discursivo, y que, por consiguiente, ello implica que un factor so-
cioeconómico dado sólo deviene criterio definitorio de los intereses y
comienza, en virtud de ello, a modelar la conducta de los individuos si
—y sólo si— éstos lo han dotado discursivamente de tal significado, y no
por su mera existencia. Las condiciones sociales constituyen, sin duda, el
imprescindible soporte material de los intereses, pero no son su
fundamento causal. Dicho de otro modo, los intereses, en tanto que
fenómenos históricos, no se gestan en la esfera social, sino en el espacio
de significación resultante de la interacción entre ésta y una matriz
discursiva y, por tanto, ni existen con anterioridad a la mediación del
discurso, ni tienen exterioridad con respecto a éste. Por supuesto, una
vez que los referentes sociales han sido articulados, los intereses re-
sultantes se nos aparecen como sus efectos naturales, pero ello no de-
bería confundirnos y hacernos perder de vista que el nexo entre am-
bos es natural sólo dentro de unas particulares coordenadas discursivas
y que, por tanto, no se hubiera podido establecer sin la presencia de
éstas.
Del hecho de que los intereses no sean sociales no debe inferirse,
tampoco, como he indicado, que éstos sean creaciones subjetivas sin
conexión alguna con el contexto social. Aunque esta conclusión aparece,
de manera recurrente, en el debate sobre la cuestión de los intereses, es
claro que se trata de una conclusión que sólo tiene sentido si operamos
con un modelo teórico dicotómico, pero que carece de él una vez que
dicho modelo ha sido trascendido. El que los intereses no sean objetivos
no implica, en modo alguno, que sean subjetivos, sino simplemente que
tienen un origen distinto al supuesto tanto por los historiadores
materialistas como por los idealistas. En la fase historiográfica actual, el
debate sobre el concepto de interés ya no consiste en una confrontación
entre idealismo y materialismo, sino entre, por un lado, éstos y, por otro,
una historia basada en el concepto de mediación discursiva. Y para esta
última, el discurso es el medio en el que se constituyen los intereses,
mientras que la ideología (política) es meramente el vocabulario con el que
los individuos hablan de ellos.

106
Ciertamente, este nuevo concepto de interés puede ser bastante
perturbador y no siempre es fácil de asimilar. En una cultura historio-
gráfica profundamente impregnada de reflejismo o representacionismo,
dicho concepto parece entrar en conflicto con el más elemental sentido
común. Es cierto que en algunos casos podría admitirse que la conexión
causal entre situación social e intereses no es tan patente como la historia
social ha tendido a considerar, pero cuando se trata de intereses
inmediatos de índole económica o material, el carácter causal de la
conexión no parece ofrecer duda. En estos casos, los intereses aparecen
como meras respuestas naturales y, por tanto, las conductas resultantes
no sólo estarían inequívocamente inducidas por la vida material, sino
que serían las únicas posibles y esperables. Por supuesto, hay situaciones
en las que esas respuestas no se producen o se retrasan, pero ello sería
una mera anomalía pasajera. Y así, por ejemplo, tarde o temprano, todos
los individuos sometidos a unas condiciones socioeconómicas
desfavorables acabarán no sólo por rebelarse, sino que lo harán de una
manera similar.
Sin embargo, desde la perspectiva de la nueva historia, ésta parece
ser, incluso en tales casos, una conclusión precipitada. Y no sólo porque
la respuesta no siempre se produzca y no siempre sea similar; es decir,
no sólo porque la contingencia y la heterogeneidad sean rasgos no
accidentales, sino consustanciales. Esto, al fin y al cabo, ya lo señaló la
historia sociocultural. Es una conclusión precipitada, sobre todo, porque
incluso en estos casos tan elementales la emergencia de los intereses
implica siempre una operación de construcción significativa, por
rudimentaria que ésta sea. Como ya he indicado, incluso en las si-
tuaciones de cruda explotación económica, ésta no se hace intolerable y
genera el interés por su mitigación y, mucho menos, por su erradicación,
hasta que no es objetivada mediante la propia categoría de explotación.
O lo que es lo mismo, hasta que la relación de explotación no es
discursivamente desnaturalizada. Como ya observó, hace tiempo, Patrick
Joyce, las relaciones económicas, por muy explotadoras que sean (en el
sentido técnico o moral), no poseen un significado unívoco, sino que
se presentan a los ojos de las personas de incontables maneras,
dependiendo —añado yo— de la matriz categorial que se le aplique7. Y,
por tanto, aunque es obvio que el mencionado interés precisa, para su
surgimiento, de la existencia previa de unas relaciones económicas de
explotación, también lo es que éstas no generan di-

7 Patrick Joyce, Visions of the People. Industrial England and the Question of Class, 1848-1914,
Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pág. 16.

107
cho interés por sí mismas, sino en la medida en que han sido dotadas de
un significado específico (moral, económico, político, histórico...).
Es por ello que, desde esta perspectiva teórica, decir, por ejemplo,
que el esclavo de galeras está interesado en dejar de serlo, el obrero en
mejorar su salario y sus condiciones de trabajo o las mujeres en acabar
con su subordinación8 no pasa de ser una mera trivialidad empírica, ca-
rente de valor explicativo alguno y, por tanto, analíticamente irrelevante
(además de ser, probablemente, un flagrante anacronismo histórico). Y
ello porque lo que en dichos ejemplos se hace, simplemente, es constatar
la existencia de una relación entre situación social e intereses, pero se
elude la cuestión realmente crucial, a saber, por qué tales «intereses» se
activan o no en determinadas circunstancias históricas y por qué lo
hacen de una manera y no de otra. Pues aunque es un hecho
empíricamente obvio que entre situación social e interés hay un nexo, la
respuesta convencional basada en la noción de toma de conciencia es
insatisfactoria precisamente porque es incapaz de explicar por qué la
primera genera históricamente al segundo, es decir, por qué sólo en ciertas
circunstancias (y no en todas) esclavos de galeras, obreros y mujeres
manifiestan interés por emanciparse (o, si se prefiere, por qué la
emancipación se hace pensable, concebible y, por tanto, deseable).
La respuesta de la nueva historia es que dicho interés no se activa
por sí mismo o a través de la experiencia, sino sólo cuando sus respec-
tivos referentes sociales son convertidos por los individuos en objetos
significativos mediante la aplicación de un cierto patrón discursivo.
Sin la intervención de éste, dichos «intereses» jamás se hubieran con-
vertido en intereses propiamente dichos. Puesto que toda reacción
frente al entorno social implica y moviliza un sistema de significados, los
intereses no se activan eh el vacío significativo, como resultado sim-
plemente de un acto de autorreflexión o de desmistificación, como si los
individuos se encararan con su situación social y acabaran, de un modo
un otro, por reconocer su esencia. Por el contrario, los intereses no se
enuncian nunca en términos significativamente neutros y, por tanto, los
motivos que se aducen están siempre discursivamente impregnados (y
no sólo socialmente anclados). Y, en consecuencia, para que esclavos de
galeras, obreros y mujeres llegaran, en cierto momento, a la convicción
de que su situación no era natural y de que estaban interesados en
modificarla no bastó con que dicha situación se diera, sino que fue
preciso que desplegaran algún tipo de repertorio catego-

8 Estos ejemplos están tomados de Terry Eagleton, Ideology. An Introduction,

Londres, Verso, 1991, págs. 206-211. [Trad. esp.: Ideología. Una introducción, Barcelona,
Paidós, 1997.]

108
rial, por elemental que fuese (injusticia, dignidad personal, explota-
ción...) que les permitiera pasar a concebir como no natural una situa-
ción que hasta ese momento aparecía como tal. En suma, que, según la
nueva historia, el hecho de que los individuos o grupos puedan tener, en
un sentido puramente abstracto y ahistórico, ciertos intereses
«objetivos» carece de importancia histórica y de interés analítico (además
de ser algo empíricamente inescrutable), pues los únicos intereses
históricamente existentes son aquéllos que los individuos manifiestan
tener. Y en lo que a éstos atañe, están siempre genéticamente vinculados
a un patrón discursivo o imaginario social, sin cuya presencia no
hubieran podido ni surgir ni ser enunciados.
Es esto lo que ocurre, por ejemplo, como he expuesto, en el caso de
la relación entre lo que Eagleton denomina «ser una mujer (una si-
tuación social) y ser una feminista (una posición política)». Según Ea-
gleton, todas las mujeres no se convertirán espontáneamente en femi-
nistas, pero «deberían hacerlo así», y una comprensión desmistificada
de su condición social de opresión las llevaría lógicamente en esa di-
rección9. Esta conclusión, sin embargo, no sólo entraña una especie de
teleologismo epistemológico, sino que, desde la perspectiva de la nueva
historia, parecería poco plausible, pues implicaría que durante milenios
las mujeres fueron incapaces de reconocer sus intereses y que, de
pronto, de manera súbita, a partir de finales del siglo XVIII,
comenzaron a hacerlo, cada vez más masivamente. Claro que un
historiador social sostendría, más propiamente, que el feminismo surgió
como consecuencia de la aparición de las condiciones sociales e
ideológicas modernas y que su expansión durante el siglo XX se ha
debido a los cambios operados en la situación social de las mujeres. Y
que, por ejemplo, el auge del feminismo a partir de los años 1960 no
sería más que un efecto de la incorporación masiva de las mujeres al
trabajo asalariado. Sin embargo, seguiría faltando, en la secuencia de este
razonamiento, un eslabón esencial, a saber, el patrón de significados en
cuyos términos las mujeres afrontaron experiencial y significativamente
su nueva situación sociolaboral. De manera general, el interés de las mu-
jeres por la igualdad o por la emancipación se constituyó históricamente,
como vimos, no por la existencia de la subordinación femenina, sino
porque a ésta le fueron aplicadas las categorías y la lógica de la
equivalencia del discurso moderno. De manera particular, la incorpo-
ración masiva al trabajo asalariado no es, por sí misma, la que provoca el
auge del feminismo, sino el hecho de que dicha incorporación haya
9 Terry Eagleton, ibíd., pág. 211.

109
sido articulada por categorías discursivas que, como la de trabajo, ob-
jetivan el trabajo productivo como base de los derechos civiles, políticos
o sociales, obligando, de este modo, a reconocerles tales derechos a los
individuos que lo realizan. Dicho de otro modo, que los cambios en su
situación socioeconómica tuvieron el efecto que tuvieron porque
interactuaron con el referido marco discursivo y que, por tanto, fue
dicha interacción la que posibilitó la transformación del estatuto legal,
político o cultural de las mujeres.
Parece ser, como he sugerido, que la resistencia a aceptar la natura-
leza discursiva, y no objetiva, de los intereses disminuye cuando éstos no
son tan materialmente inmediatos, sino más complejos en su definición
y alcance. Es esto lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la relación
entre clase obrera y revolución social, uno de los episodios capitales de
la historia moderna. Durante mucho tiempo, los historiadores tendieron
a considerar como obvio que la condición socioeconómica de los
obreros (carencia de propiedad, sometimiento a explotación económica,
posición subordinada en las relaciones de producción, bajo nivel de
vida...) implicaba, de algún modo, que éstos tenían un interés objetivo
por el cambio social revolucionario. Y ello con independencia, como he
subrayado, de que dicho interés operara de manera espontánea o fuera
activado simbólicamente. Sin embargo, según la nueva historia, no
parece ser así, y si durante tanto tiempo lo pareció fue —aparte,
obviamente, de por la propia práctica del movimiento obrero— porque
la cuestión era analizada mediante el mismo imaginario social que había
generado el interés por la revolución social. Y por eso, en cuanto nos
situamos fuera de ese imaginario o, al menos, en sus límites, lo que
habíamos percibido como un efecto natural o como un proceso objetivo,
se nos revela como un efecto retórico. Por supuesto, no cabe duda de
que existe un vínculo entre condición obrera y revolución social y que la
segunda es una respuesta, empíricamente constatable, a la primera. Pero
ese vínculo es sólo material o factual, no causal, pues para que pudiera
establecerse fue preciso que la propia condición obrera fuera
conceptualizada mediante categorías como explotación, clase o
revolución social o, simplemente, como «cuestión social» o problema que
había que resolver. Por tanto, no es que el lenguaje moderno-socialista
haya hecho explicito un interés que estaba socialmente implícito, sino
que fue dicho lenguaje, con su mediación, el que constituyó ese interés
como tal. De hecho, afirmar que el interés en la revolución social estaba
implícito en la clase obrera no sólo sería aventurado, pues es imposible de
comprobar, sino también analíticamente irrelevante. Sabemos, eso sí,
que, en ocasiones, la clase obrera ha teni-

110
do tal interés, pero no que éste sea objetivo. Y de ahí que autores como
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe sentencien que, aunque, desde luego,
clase obrera y socialismo no son incompatibles, no es posible deducir
lógicamente intereses fundamentales en el socialismo a partir de la posición
de la clase obrera en el proceso económico10.

II
Un proceso similar de redefinición teórica ha experimentado, asi-
mismo, el concepto de identidad (entendida ésta, de manera genérica,
como sentido consciente del yo, individual o colectivo). Al igual que
las demás ciencias sociales o que jóvenes disciplinas como los estudios
culturales, también el campo de los estudios históricos se ha visto agi-
tado por un vivo debate sobre la cuestión de la identidad, lo que ha
permitido a los historiadores hacer su propia contribución a esa «au-
téntica explosión.11 de interés por esta cuestión que se ha producido
durante los últimos años. El resultado de dicho debate ha sido la apa-
rición de una nueva noción de sujeto, diferente tanto del sujeto racional
de la historia idealista como del sujeto social de la historia materialista.
Antes de entrar, sin embargo, en materia, conviene recordar que el
punto de partida del debate historiográfico sobre la identidad se en-
cuentra en la reacción crítica de la historia social contra la noción de
individuo o sujeto racional. La historia tradicional concebía a los indi-
viduos como sujetos naturales, autónomos, originarios, unitarios y es-
tables y, por tanto, como agentes racionales y plenamente conscientes
que son los autores centrados de la práctica social y, por tanto, la base y
origen de las relaciones sociales. Y de ahí que, para dicha historia, la
investigación histórica consista en una empresa hermenéutica, inter-
pretativa o comprensiva cuyo propósito es recuperar las motivaciones
de los agentes. Para la historia social, por el contrario, la identidad no es
ni un atributo natural, sino una construcción social, ni una entidad fija,
sino una forma histórica de cierre o punto de sutura que cambia en
función de las circunstancias sociales. Los individuos derivan su
10 Ernesto Laclau and Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radical Democratic

Politics, Londres, Verso, 1985, pág. 84.


11 La expresión es de Stuart Hall, una de las voces más destacadas del reciente debate

sobre la identidad. («Introduction: Who Needs "Identity"?», en Stuart Hall y Paul du Gay
(eds.), Questions of Cultural Identity, Londres, Sage, 1996, pág. 1.)

111
identidad, del lugar que ocupan en las relaciones sociales y, por tanto,
los sujetos no son más que expresiones, históricamente específicas, de
las condiciones sociales de existencia, pues son éstas últimas las que es-
tablecen los términos en que los individuos se autoperciben y se carac-
terizan a sí mismos. De hecho, según la historia social, la propia noción
de individuo o sujeto racional no es más que una representación
ideológica de las condiciones sociales modernas y, en particular, del as-
censo de la burguesía (y de ahí que dicha historia haya desechado la
noción de acción humana).
En la historia sociocultural, al otorgarse a la mediación simbólica,
cultural o narrativa una función activa en el proceso de constitución de
la conciencia, el concepto de identidad se ha hecho más complejo y
dinámico. Según los historiadores socioculturales, aunque la identidad
esté implícita en el referente social, se realiza como tal en la esfera
subjetiva, pues no emerge (y se proyecta en acción) de manera espon-
tánea, sino sólo al ser experiencialmente discernida y transformada en
autoconsciencia. Por ello la identidad, aunque inscrita en un sistema de
relaciones estructurales, goza de una autonomía relativa. De este modo,
al definirlo como una entidad práctica y al añadir el ser percibido al ser
social, la historia sociocultural acentúa aun más la condición fluida,
contingente, inestable y fragmentada del sujeto, así como su carácter
multifacético y plural. Como consecuencia de ello, ha surgido una
imagen de los sujetos en la que éstos toman la forma de una especie de
figura poliédrica, incluso caleidoscópica, compuesta de caras o facetas
distintas y resultante de la conjunción, a veces conflictiva, de múltiples
referentes identitarios (clase, raza, género, sexo, nación, religión, etc.) que
se reordenan y rejerarquizan continuamente en el flujo de la vida social y
en función de las estrategias vitales de los propios sujetos. Un concepto
de identidad, en suma, mucho más rico en matices, más atento a los
pliegues y modulaciones de la vida cotidiana y con una mayor ambición
y capacidad de análisis concreto. Aunque, no obstante, como ya subrayé
al tratar de la evolución interna del paradigma causalista social, la
historia sociocultural jamás trasciende los límites de éste y, por tanto,
aunque redefine la forma de la identidad, no altera en nada la naturaleza
última de ésta, que sigue siendo considerada como un atributo social
objetivo. La identidad se realiza en la esfera cultural, pero su origen se
encuentra en un contexto social con capacidad para determinar
significativamente —y no sólo materialmente— la conciencia de los
individuos. También en este asunto, la historia sociocultural está
gobernada por la lógica conceptual del modelo dicotómico y, por
consiguiente, la discusión, al adoptar la forma de una tensión

112
entre estructura y acción, entre individuo y sociedad, queda reducida, en
última instancia, a decidir a cuál de las dos instancias se concede la
primacía causal.
A medida, sin embargo, que el modelo teórico dicotómico se ha
ido desnaturalizando, la discusión sobre la identidad ha adoptado un
nuevo perfil y la indagación histórica ha reorientado su mirada, co-
menzándose así a trascender esa suerte de impasse teórico, de dilema
irresoluble, en el que parecía encontrarse sumido, en este punto, el debate
historiográfico. De modo que, con el surgimiento de la nueva historia, la
reflexión y la discusión sobre la identidad han entrado en una fase
cualitativamente nueva. Y ello aunque sólo sea porque la crítica de los
nuevos historiadores no se dirige ya únicamente contra la noción de
sujeto racional, sino también contra la de sujeto social. Por supuesto, los
nuevos historiadores son conscientes de que la concepción subjetivista
de la identidad continúa teniendo un enorme peso en la profesión
histórica y hasta es hegemónica en numerosos ámbitos, pero consideran
que en el plano teórico dicha concepción ha sido ya irreversiblemente
socavada, que ha desaparecido de la investigación histórica de
vanguardia y que el combate contra ella pertenece, pese al auge del
revisionismo, a una etapa del debate historiográfico ya superada. Y de
ahí, según ellos, que sea la noción de sujeto social la que hoy reclame un
especial esfuerzo de escrutinio crítico12.
Así pues, la historia discursiva inicia su reconsideración teórica del
concepto de identidad en el punto en que la había dejado la historia
sociocultural. La nueva historia parte del supuesto de que los sujetos o
formas de identificación social, es decir, las maneras en que individuos y
grupos perciben quiénes son, son entidades históricas, y no esencias
universales y autónomas. Parte, asimismo, de la premisa sociocultural

12 Es por ello que, desde la perspectiva de la disciplina histórica, resulta tan llamati-

vo, desconcertante y teóricamente decepcionante que una parte sustancial de la discu-


sión sobre la identidad no sólo continúe anclada en esa fase primitiva de lucha contra el
subjetivismo (e, incluso, contra el esencialismo biológico), sino, sobre todo, que presente
como si fueran novedosos unos argumentos que tienen una larguísima vida en la ciencia
social. Esto es lo que se observa, por ejemplo, en la larga ristra de obras consagradas a
atacar a la concepción esencialista de la mujer, del yo, de la raza, del sexo o de la nación
mediante la mera historización de éstos, es decir, mediante el postulado de que todos
ellos son construcciones sociales o creaciones culturales. Sin embargo, aunque la noción
de identidad natural no haya desaparecido de la ciencia social —ni haya indicios de que lo
vaya a hacer en el próximo futuro—, una vez que ha sido puesta en cuestión la noción de
identidad social, no podemos continuar oponiendo a la primera simplemente los
argumentos convencionales del causalismo social. Ello no sólo nos desvía y aleja del
centro del debate, sino que nos impide hacer cualquier contribución renovadora a éste.

113
de que las identidades no son estados, sino posiciones, que son entida-
des diferenciales o relacionales y que, por tanto, no conforman un
todo homogéneo, sino plural y fracturado. Ahora bien, la nueva historia
da un paso más. Y no sólo, como acabo de decir, porque someta
también a crítica a la noción de sujeto social o porque renueve los ar-
gumentos contra el sujeto racional, sino, sobre todo, porque no se limita
a historizar la identidad o a complejizar su fisonomía, sino que procede,
además, a redefinir por completo su origen y naturaleza. Para empezar, la
nueva historia deja de plantear la discusión sobre la identidad en
términos dicotómicos, afirmando que la identidad no es ni un atributo
natural ni una construcción social o cultural (ni una combinación de
ambos), sino que constituye un fenómeno histórico de naturaleza
distinta y cuya génesis es imposible de captar y de explicar mediante el
esquema dualista convencional. Con lo cual, del mismo modo que,
en su momento, la historización de la subjetividad disolvió la noción de
identidad natural, así la crisis del concepto de sociedad está
provocando la disolución de la de identidad social. Esta ha sido, de
hecho, una de las implicaciones fundamentales del desarrollo reciente de
la investigación histórica y del debate historiográfico. Y es que si, en
efecto, la realidad social no constituye una estructura objetiva, entonces
la identidad de las personas no puede ser la expresión de su posición
social; al contrario, si los significados nacen de la interacción entre
realidad social y matriz categorial heredada, entonces la identidad, como
entidad significativa que es, se forja también como resultado de dicha
interacción. O dicho de otro modo, entonces toda identidad es siempre
afirmada a través de un proceso de significación posibilitado por un
determinado patrón de significados.
Y, en efecto, ésta es la premisa teórica básica de la nueva historia.
Lo que ésta sostiene es que la identidad de los individuos —esto es, la
forma en que éstos se conciben y caracterizan a sí mismos, y en razón
de la cual actúan— no es una mera expresión de la posición que ocupan
en las relaciones sociales, sino, más bien, el efecto de una particular
articulación metanarrativa de dicha posición y de la experiencia de ella.
A pesar de la aparente continuidad lógica que existe entre la identidad y
su referente social, hasta el punto de que tendemos a ver a la primera
casi como una suerte de secreción natural del segundo, la conexión entre
ambas instancias no es objetiva ni, en consecuencia, se establece a través
de una operación de representación. La identidad no es una propiedad
o condición que los referentes sociales poseen y de la que los
individuos llegan, de una manera u otra, a ser conscientes y a proyectar
en acción. Por el contrario, la identidad surge como conse-

114
cuencia de una determinada objetivación del propio referente, y, por
tanto, para que la conexión entre ambos se establezca y la identidad
pueda alcanzar existencia consciente no basta con que el referente exista,
sino que es preciso, además, que sea articulado como objeto de identidad, esto
es, como criterio definitorio de ésta. Y dado que esto es algo que se
produce, siempre, como resultado de la aplicación de una determinada
matriz categorial o sistema de diferencias, lo que ocurre, entonces, no es
que los individuos se reconocen o descubren a sí mismos como sujetos
y agentes, sino más bien que se construyen significativamente como
tales al aplicar una rejilla clasificatoria de origen discursivo.
Ello significa que, también en este caso, habría que dejar de impu-
tar a los individuos una cierta identidad por pertenecer a una cierta ca-
tegoría social, pues no es esa pertenencia la que les confiere su identi-
dad, sino, en todo caso, el hecho de que dicha pertenencia haya sido
articulada como identitariamente relevante. Es decir, que también en lo
que a la constitución de la identidad respecta, los referentes sociales son
causalmente inertes y sólo se activan al ser incorporados a un patrón de
significado. De lo que se sigue un doble supuesto de enorme
trascendencia para el análisis histórico. Por un lado, que la identidad
está causalmente vinculada al objeto, no al referente (su vínculo con éste
es puramente material, fáctico). Y, por otro lado, que los objetos de
identidad no preexisten a las identidades, sino que ambos, objetos e iden-
tidades, se constituyen simultáneamente en el mismo proceso de articulación del
contexto social, pues para que sujeto y objeto emerjan y puedan entrar
en relación, es preciso que exista con anterioridad un adecuado espacio
de significación. Y es así, por ejemplo, que categorías como la de clase
no sólo construyen la identidad de clase, sino la clase misma en tanto
que objeto.
Así pues, lo que la nueva historia sostiene, en esencia, es que las
identidades no están implícitas en sus referentes ni son, por tanto, meras
manifestaciones conscientes de éstos. Por el contrario, es el imaginario
social vigente en cada momento el que, al conferir al contexto su
existencia significativa, adjudica también su significado al lugar que los
individuos ocupan en él y, por tanto, forja su autopercepción y los
convierte en sujetos y agentes dentro de ese contexto. Es decir, que es el
dominio de lo discursivo el que establece por adelantado los criterios
mediante los cuales los propios sujetos se constituyen a sí mismos13.

13 No he podido resistir la tentación, en este punto, de parafrasear la sentencia de Judith

Butler (Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity, Londres, Routledge, 1990, pág. 1).

115
De manera concreta, es dicho imaginario el que delimita el espacio de
emergencia de los sujetos y establece los modos posibles de subjetiva-
ción, pues es el que acota ciertos componentes de esa realidad como
referentes identitarios. Es decir, el que establece qué rasgos físicos, so-
ciales, económicos o de otro tipo, definen la identidad de los individuos
y, de este modo, configura como sujetos específicos a los portadores de
tales rasgos. Por decirlo en términos ya familiares, lo que la nueva
historia sostiene es que las categorías de subjetivación o identificación no
son posteriores a, sino que preceden siempre no sólo a la identidad,
sino al propio objeto de identidad, y, por tanto, que dichas
categorías no son meras etiquetas designativas o expresiones ideológicas
de identidades previamente existentes, sino que son las que, al
desplegarse históricamente, generan las diferentes formas de identidad.
Desde este punto de vista, la manera en que las personas se identi-
fican a sí mismas (individual o colectivamente) depende de los patrones
de subjetivación suministrados en cada caso por un cierto imaginario
social. Las personas no se definen, se sienten y actúan, en tanto que
sujetos, de una u otra manera, por el simple hecho de poseer ciertos
rasgos, sean sociales o naturales, sino en la medida en que esos rasgos
hayan adquirido, en virtud de un esquema de clasificación identitaria
dado, la condición de rasgos definidores de la personalidad. De modo
que, como se dijo, cuando los individuos se autoperciben y se auto-
identifican, no están simplemente describiéndose o reconociéndose
como miembros de una categoría social, sino asumiendo el significado
identitario que ésta posee. Y así, por ejemplo, fue la aparición y entro-
nización histórica de categorías como las de individuo racional, clase o
nación lo que hizo posible que, a partir de cierto momento, las personas
comenzaran a sentirse y comportarse como tales. Pues fueron dichas
categorías las que hicieron posible que las cualidades naturales, el lugar
ocupado en las relaciones de producción o el lugar de nacimiento se
convirtieran en y operaran como fundamento identitario de las personas
involucradas. Por supuesto, este proceso de construcción identitaria
puede quedar enmascarado por la propia identidad, en la medida en que
ésta se presenta como natural y estable. Y así, por ejemplo, como dice
Joan W. Scott, la imposición de un categorial (y universal) estatuto-de-
sujeto (el obrero, el campesino, la mujer, el negro) ha enmascarado las
operaciones de diferencia en la organización de la vida social, pues todas
esas categorías, al ser tomadas como fijas, han contribuido a solidificar
el proceso de construcción del sujeto, ocultándolo antes que haciéndolo
evidente, naturalizándolo antes que analizán-

116
dolo14. Pero ello no debe hacernos perder de vista que es en dichas
operaciones de diferencia donde radica el origen de estas formas de
sujeto.
El que las condiciones discursivas precedan a la aparición de las
identidades —y no a la inversa— es lo que lleva, por ejemplo, a Patrick
Joyce a poner en cuestión la tesis de Jürgen Habermas de que la esfera
pública o la sociedad civil son la expresión del ascenso de la burguesía.
En realidad, argumenta Joyce, lo que Habermas presenta como expli-
cación (la burguesía) es lo que de hecho hay que explicar, pues la bur-
guesía, en tanto que sujeto —y no, por supuesto, en tanto que fenómeno
social—, es una consecuencia de la aparición y despliegue social de la
categoría moderna de sociedad civil, no su causa generadora. Es decir,
que no es que la burguesía haya creado el discurso moderno, sino que
fue la aparición de éste lo que permitió a la burguesía concebirse como
sujeto y constituirse en agente. O, en palabras del propio Joyce, fue el
discurso y la práctica de la sociedad civil y la esfera pública lo que
«permitió a un grupo de personas verse a sí mismas en primer lugar
como "burguesas"»15. Y lo mismo cabría decir de otras modalidades
modernas de identidad, como la identidad sexual. Como ya apunté, lo
que la prolongada y voluminosa investigación realizada en este campo
pone de manifiesto es que fue la aparición de la categoría de sexualidad la
que, al articular las prácticas sexuales como criterios de individuación,
convirtió a los individuos en sujetos sexuales. Y, por tanto, fue el mismo
proceso histórico que creó la identidad sexual el que construyó al sexo
(hecho biológico) como objeto (base de la identidad)16.
Así pues, desde la perspectiva de la historia postsocial, el lenguaje no
simplemente nombra a los sujetos, sino que los trae a la vida, los hace
aparecer. No es que, como creía hasta ahora la historia, los individuos
expresen su identidad a través del lenguaje disponible, sino que la
construyen mediante el propio lenguaje. Y, por tanto, la identidad no es
algo que los individuos portan o que el contexto social les impone,
14 Joan W. Scott, «The Evidente of Experience», Critical Inquiry, 17 (1991), págs. 791-792.
15 Patrick Joyce (ed.), Class, Oxford, Oxford University Press, 1995, pág. 183.
16 La bibliografa existente sobre historia de la sexualidad escrita desde esta perspectiva

es tan abundante que no puede ser citada aquí. Como introducción general, sugiero
Arnold I. Davidson, «Sex and the Emergence of Sexuality», Critical Inquiry, 144 (1987-1988),
págs. 14-48, o D. M. Halperin, «Is there a History of Sexuality?», History and Theory, 28, 3
(1989), págs. 258-274. Una magnífica síntesis se podrá encontrar, asimismo, en la
«Introducción» a Francisco Vázquez García y Andrés Moreno Mengíbar, Sexo y razón. Una
genealogía de la moral sexual en España (Siglos XVI-XX), Madrid, Akal, 1997.

117
sino una posición que el discurso les asigna al articularlos mediante un
particular sistema de diferencias. En este sentido, se podría decir que los
sujetos se constituyen como resultado de la interpelación que el discurso
hace a los individuos (si se nos permite utilizar un viejo término que,
aunque polémico, es sumamente expresivo)17. Lo que esta afirmación
significa es que si es el discurso, y no el referente social, el que establece
las pautas de constitución de la subjetividad, entonces los individuos
devienen sujetos al ser movilizados por y encuadrados en las formas de
identidad inherentes a una formación discursiva dada. Es decir, que al
ser portador de una rejilla clasificatoria de identificación, el patrón
discursivo realmente induce o fuerza a los individuos situados en su
ámbito de influencia a clasificarse, individual o colectivamente, mediante
dicha rejilla. Y, por tanto, se podría decir, según la terminología habitual,
que efectivamente el discurso llama y recluta a los individuos como
sujetos. De modo que, como se dijo, los individuos no se identificarían a
sí mismos por el hecho de poseer unos ciertos rasgos, sino porque son
interpelados en tanto que poseedores de ellos y, por tanto, si esos rasgos
los movilizan como sujetos y agentes lo hacen en la medida en que —y
sólo una vez que— han sido objetivados como marcas de
subjetivación.
Esta concepción de la identidad es la que lleva, por ejemplo, a
Keith M. Baker a poner en duda que las divisiones sociales de la Francia
de finales del siglo XVIII impliquen, de algún modo, la constitución del
Tercer Estado como sujeto histórico y agente político. Por mucho que
hayamos tendido a razonar como si dichas divisiones estuvieran
predestinadas a convertirse en identidades políticas, ello no es así. Lo
que en realidad hace que aparezca esa nueva forma de identidad política
es la puesta en juego de una nueva matriz categorial (que Baker de-
nomina «cultura política») que objetiva ciertos rasgos sociales como base
de los intereses y de la identidad y convierte, en virtud de ello, a sus
portadores en sujetos específicos. Concretamente, lo que convierte al
Tercer Estado en sujeto político, enfrentado a los estamentos privile-
giados, es la aplicación de categorías como la de trabajo-propiedad,
que hacen de la realización de una actividad productiva un criterio re-
levante de pertenencia a la nación. Y, por tanto, el Tercer Estado no de-
17 El concepto de interpelación, que procede de Jacques Lacan, fue utilizado por

Louis Althusser, aunque en este caso en relación con la noción de ideología. Aquí he te-
nido especialmente en cuenta la reelaboración de dicho concepto realizada por autores
como Stuart Hall. (Véanse sus «Signification, Representation, Ideology: Althusser
and the Post-Structuralist Debates», Critical Studies in Mass Communication, 2, 2 [1985],
págs. 102-103, e «Introduction: Who Needs "Identity"?», págs. 5-7.)

118
viene sujeto histórico simplemente porque sus miembros compartan
ciertas condiciones sociales (el ser productivos, frente a los privilegiados
improductivos), sino porque esas condiciones sociales adquieren la
condición de objetos de identidad merced a la puesta en juego de la
ecuación categorial trabajo-nación. Y lo mismo podría decirse de la di-
visión posterior del Tercer Estado en diferentes grupos de identidad.
Por eso, como sostiene Baker, en lugar de dar por supuesto que esta
distinción entre los órdenes privilegiados y el Tercer Estado es objetiva,
que constituye «la división social más básica» o que es un efecto de la
propia posición social, es necesario mostrar cómo y por qué dicha dis-
tinción se convirtió súbitamente en el criterio básico de identificación, en
la distinción crucial sobre la que ahora parecía girar la verdadera de-
finición del orden social y político y, en consecuencia, en el fundamento
causal de la práctica de sus miembros18.
De este modo, la nueva historia continúa atribuyendo a las iden-
tidades la triple característica de ser entidades contingentes, inesta-
bles y diferenciales, pero lo hace en un sentido algo distinto al de la
historia sociocultural. Para esta última, las identidades son contin-
gentes porque, aunque están implícitas en la esfera social, pueden ha-
cerse o no conscientes dependiendo de que sean o no experiencial y
simbólicamente discernidas. Para la nueva historia, sin embargo, las
identidades son contingentes no sólo históricamente, sino, sobre
todo, socialmente. Y ello porque su existencia no está prefigurada en el
referente social, sino que depende de que se den las adecuadas
condiciones discursivas. Es decir, que, para la nueva historia, las iden-
tidades son contingentes no porque puedan o no emerger, sino por-
que pueden o no nacer. Como he expuesto, es imposible saber de an-
temano, y con independencia de las mencionadas condiciones dis-
cursivas, qué referente habrá de convertirse en referente identitario,
en criterio definidor de la subjetividad, pues el objeto de identidad no
es algo que está aguardando a ser descubierto y a hacerse manifiesto,
sino algo que se constituye en el proceso mismo de articulación de la
realidad social. Como dice Joan W. Scott, «la aparición de una nueva
identidad no es inevitable o está determinada», la identidad no es «algo
que siempre estuvo ahí simplemente esperando a ser expresada» (como
tampoco es «algo que siempre existirá en la forma que le fue dada en
un particular movimiento político o en un momento histórico
particular»)19.
18 Keith M. Baker, Inventing the French Revolution, pág. 6.
19 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», pág. 792.

119
Es por ello, precisamente, por lo que no podemos atribuir un valor
normativo a ningún objeto de identidad, ni tampoco establecer jerarquías
epistemológicas entre las diversas formas de identidad, como si unas fue-
ran naturales, ontológicamente plenas o superiores a las demás. Como he
subrayado, del hecho de que, en una situación histórica dada, un cierto
referente se haya convertido en objeto de identidad no puede inferirse
que en todos los casos ocurra lo mismo y que cuando esto no es así se
debe a que el proceso de creación de la identidad no se ha consumado,
está aún en una fase primitiva o ha sido obstaculizado por la falsa con-
ciencia. O, simplemente, que los individuos implicados son presa de la
alienación, en el sentido de que han fracasado en su intento de autoco-
nocerse. Sin embargo, dado que la identidad no está causalmente vincu-
lada al referente, sino al objeto, el hecho de que posiciones sociales simi-
lares generen formas de identidad diferentes (o no generen ninguna) no
debe interpretarse como una anomalía, sino simplemente como una con-
secuencia de que dichas posiciones sociales han sido articuladas mediante
patrones discursivos diferentes. Es esto lo que explica, por ejemplo, que
sociedades con divisiones de clase similares, presenten sin embargo iden-
tidades de clase tan diferentes, o incluso que carezcan de ellas.
En segundo lugar, la nueva historia admite que las identidades son
inestables, por mucho que, en ocasiones, como puntualiza James Ver-
non, para poder tener un «sentido se acción colectiva», puedan presen-
tarse como naturales y fijas, como ocurre con la identidad de clase de los
partidos socialistas decimonónicos o con la identidad femenina re-
sultante de la aplicación del concepto de ciudadanía (y que supone la
exclusión política de las mujeres)20. Sin embargo, para la nueva historia,
las identidades no son inestables únicamente porque las condiciones
sociales lo sean, sino porque lo son las condiciones discursivas que,
en cada caso, las estabilizan. Por consiguiente, la nueva historia no se
limita a historizar las identidades (eso ya lo hizo, décadas atrás, la
historia social), sino que, además de negar la fijeza natural del sujeto,
niega también su fijeza social. Es en este nuevo sentido, y no en el
convencional, en el que la nueva historia concibe la no fijeza de la
identidad, y de ahí que propugne el abandono no sólo del esencialis-
mo natural, sino también del esencialismo social (es decir, de la idea de
que, como dice Joan W. Scott, «existen identidades fijas, que se nos ha-
cen visibles como hechos sociales o naturales»)21. Por lo tanto, la nue-

20 James Vernon, «Who's Afraid of the "Linguistic Turn"? The Politics of Social His-

tory and its Discontents», Social History, 19, 1 (1994), pág. 90.
21 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», pág. 791.

120
va historia propone una concepción de la identidad que subraya su no
fijeza y que la considera como un orden inestable de múltiples posibi-
lidades. Pero lo que subraya, sobre todo, es que la unidad provisional de
toda identidad es construida a través del discurso y mediante sus
factores de ordenación diferencial22.
Queda claro, por tanto, en tercer lugar, que para la nueva historia las
identidades son entidades diferenciales no sólo por su forma, sino, sobre
todo, por su naturaleza. La nueva historia da por supuesto que toda
identidad se fragua a partir del. contraste con y de la exclusión de otras
posibilidades de identificación, es decir, mediante la creación de un
efecto de frontera. Es indudable que toda identidad requiere de un
exterior constitutivo que, aunque suprimido, está siempre presente (y de
ahí que toda identidad esté siempre amenazada por lo que ha dejado
fuera). Y así, por ejemplo, en la constitución de toda pareja de iden-
tidades (masculina/femenina, de raza blanca/negra, homosexual/hete-
rosexual o proletariado/burguesía), no sólo un término depende del
otro (con frecuencia de manera jerárquica), sino que ambos se implican
mutuamente. No obstante, la nueva historia mantiene, además, que
toda identidad es diferencial en razón de su proceso de constitución,
pues es el resultado de la aplicación de un sistema de diferencias, y no
simplemente de la existencia de una gama relacional de referentes
sociales.
Éstos son, en esencia, los términos en que la. nueva historia ha re-
definido la naturaleza de los sujetos de acción consciente o subjetivi-
dades históricas orientadas a la práctica. Lo esencial de esta redefinición
es que la identidad deja de ser considerada como una propiedad (natural
o social) que el lenguaje designa y transmite y deviene una propiedad
que se constituye dentro del propio lenguaje. Y es por eso que, para la
nueva historia, el sujeto no es más que una posición discursiva. Ello no
quiere decir, sin embargo, como ya he subrayado en relación con el
concepto de interés, que las identidades carezcan de base social, sean
socialmente arbitrarias o se constituyan con independencia de las
condiciones sociales. Si así fuera, estaríamos ante una especie de
funcionalismo o constructivismo lingüísticos. Tampoco, por supuesto,
quiere ello decir que, como sostiene el revisionismo, las identidades sean
creaciones ideológicas o políticas y, por tanto, subjetivamente

22 Algunas expresiones han sido tomadas de Geoff Eley, «Is All the World a Text?

From Social History to the History of Society Two Decades Later», en Terrence McDo-
nald (ed.), The Historic Turn in the Human Sciences, Ann Arbor, University of Michigan
Press, pág. 220.

121
autónomas, pues es evidente que toda identidad no sólo está histórica-
mente situada, sino socialmente anclada. De hecho, como diría Joan W.
Scott, la nueva historia ha conseguido hacer aún más visible al sujeto
como entidad histórica23. En realidad, lo único que la nueva historia
afirma es que toda identidad tiene una dimensión discursiva, en el sentido
básico de que las categorías mediante las cuales las personas se perciben
y caracterizan a sí mismas forman parte de un patrón discursivo. Y que,
en consecuencia, aunque el referente social constituye la base material
de la identidad, carece de toda función objetiva en la constitución de
ésta. Como argumenta Scott en otro lugar, tratar el surgimiento de una
nueva identidad como un acontecimiento discursivo no es introducir
una nueva forma de determinismo lingüístico, es simplemente rechazar
una separación entre «experiencia» y lenguaje e insistir por el contrario
en la capacidad productiva del discurso24.
Por consiguiente, el que los individuos devengan sujetos al ser dis-
cursivamente interpelados no quiere decir que esa interpelación tenga
lugar en el vacío social. El discurso no interpela a individuos abstractos,
ahistóricos, aislados, sino a individuos socialmente situados, con los que
interactúa y a los que moviliza como sujetos en razón de sus particulares
propiedades sociales. En este sentido, la nueva historia no niega que la
posición social impulsa a los individuos a agruparse y constituir sujetos
colectivos; lo que niega es que éste sea un movimiento objetivo, sino,
por el contrario, un movimiento desencadenado desde el exterior por un
cierto imaginario social. Tomemos el ejemplo de la identidad obrera
clasista. Ciertamente, los obreros se agrupan identitaria y políticamente en
tanto que obreros, pero lo que hace que esto ocurra no es simplemente
que compartan una similar posición socioeconómica, sino el hecho de
que sean interpelados por el discurso clasista (del mismo modo que
décadas atrás los trabajadores nutrieron a la identidad de pueblo porque
fueron interpelados por el discurso moderno-radical y por sus categorías
de pueblo, individuo, derechos naturales o ciudadanía)25.

23 Joan W. Scott, «The Tip of the Volcano», Comparative Studies in Society and History,

35, 3 (1993), pág. 439.


24 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», págs. 792-793.
25 Esta es la razón, precisamente, por la que la vieja discusión sobre la base social del

movimiento obrero (si artesanos u obreros industriales) ha quedado obsoleta y ha tenido


que ser replanteada, pues lo que explica la aparición del movimiento obrero como
forma de identidad y de práctica no son tanto los cambios socioeconómicos como la in-
teracción de éstos con un régimen discursivo que convierte en objetos identitarios a en-
tidades o hechos como la propiedad, el trabajo, la explotación, la posición de clase o la
exclusión del sistema político.

122
No hace falta decir que este nuevo concepto de identidad lleva im-
plícito, también, un nuevo orden del día para la investigación histórica o,
como diría Joan W. Scott, un auténtico «cambio de objeto»26. Pues si las
identidades no están implícitas en sus referentes y si, por tanto, no
emergen a través de un acto de toma de conciencia o de discernimiento
simbólico, sino que lo hacen merced a una operación de construcción
significativa, entonces, efectivamente, para explicar la aparición de una
identidad ya no basta con sacar a la luz su vínculo referencial. A partir de
ahora, será preciso dilucidar, además, qué condiciones discursivas per-
mitieron a dicho referente convertirse en referente identitario (y, a la vez,
hicieron que otros referentes fueran ignorados o excluidos). Y, por tanto, si
queremos responder a la pregunta de por qué, o «sobre qué bases, en
diferentes momentos y lugares, la no fijeza de la identidad deviene tem-
poralmente fija, de un modo que capacita a los individuos y grupos para
comportarse como un tipo particular de agente, político o de otro
tipo»27, habremos de desentrañar la lógica interna, así como las posibili-
dades y contradicciones, significativas y prácticas, de la trama categorial
subyacente en cada caso. Lo cual nos obliga, a su vez, como sabemos, a
tomar el surgimiento de los conceptos como un acontecimiento histórico
que requiere una nueva explicación y, por tanto, a desentrañar igualmente
el proceso de constitución de la propia trama categorial, pues a él remite,
en última instancia, el origen de los sujetos.
Esta nueva agenda es la que parece guiar a la propia Joan W. Scott
en su obra sobre la historia del feminismo francés28. Lo que esta obra
muestra es que lo que podríamos denominar como sujeto feminista
(esto es, la mujer entendida como sujeto de derechos) nació como con-
secuencia de la aparición de un espacio discursivo, el moderno-liberal,
que permitió a las mujeres pensar su situación social, política y legal en
términos de igualdad y diferencia y generar, de ese modo, una nueva
conciencia de sí, con su correspondiente lógica práctica. Como estudia
ampliamente Scott, esta nueva forma de identidad femenina tiene su
origen en la interacción entre lo que ella llama discurso republicano
(integrado por categorías como igualdad, libertad o derechos naturales) y
la situación social de las mujeres. Como glosa, a este respecto, Dena
26 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», pág. 792.
27 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of So-
ciety Two Decades Later», pág. 220.
28 Joan W. Scott, Only Paradoxes to Offer. French Feminists and the Rights of Man, Cambridge, Mass.,

Harvard University Press, 1996. Indico las páginas entre paréntesis. Véase asimismo, su
«French Feminists and the Rights of "Man": Olympe de Gouge's Declarations», History
Workshop, 28 (1989), págs. 568-572.

123
Goodman, «la insistencia de Olympe de Gougues de que las mujeres
tenían los mismos derechos políticos que los hombres y necesidades
especiales que demandaban protección» fue una función «de los pará-
metros discursivos establecidos por la declaración [de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano] y la legislación subsiguiente»29. De manera
concreta, según Scott, fue la aparición de los «discursos universalistas,
particularmente los discursos del individualismo abstracto y del deber
social y los derechos sociales», lo que permitió a las mujeres «concebirse
a sí mismas como agentes políticos, incluso aunque esos mismos
discursos negaran la acción política a las mujeres» (15). Es el mismo
discurso que excluye políticamente a las mujeres el que, al reconocerlas
como agentes civiles, las construye como sujetos y, por tanto, el que
engendró el feminismo (20). Desde este punto de vista, la nueva iden-
tidad femenina no surgió como resultado de un acto de toma de con-
ciencia de los atributos o derechos naturales de las mujeres; no fue,
como diría Scott, ni el efecto de un acto de reconocimiento ni la etapa
final de «una historia de progreso acumulativo hacia una meta siempre
esquiva» (1). Fue, más bien, la consecuencia de una construcción
significativa de la posición de las mujeres realizada mediante un discurso
históricamente específico. Es la aplicación de éste la que dota al hecho
mujer de su nueva objetividad identitaria y el que, por tanto, reconstruye
las relaciones sociales y políticas entre hombres y mujeres y genera la
nueva modalidad de conflicto. De modo que la identidad feminista no
es más que una de las muchas articulaciones posibles de la identidad
femenina, y no una especie de realización plena o suprema de ésta.
Por supuesto, al engendrar la identidad feminista, el discurso mo-
derno engendra también al feminismo como movimiento de resistencia.
Como argumenta Scott, la acción feminista fue constituida por ese
discurso universalista del individualismo (con sus teorías de derechos y
ciudadanía) que apela a la «diferencia sexual» para naturalizar la exclu-
sión de las mujeres. Y, por tanto, la acción feminista ha de ser entendida
«en términos del proceso discursivo —epistemologías, instituciones y
prácticas— que produce los sujetos políticos, que hace posible la acción
(en este caso la acción de las feministas) incluso cuando es prohibida o
negada» (16). De manera concreta, la acción feminista tiene sus raíces en
la «contradicción» generada por el discurso moderno entre la

29 Dena Goodman, «More than Paradoxes to Offer: Feminist History as Critical

Practice», History and Theory, 36, 3 (1997), págs. 394-395. Su artículo es una reseña del li-
bro de Scott.

124
declaración general de derechos y la plasmación legal y social de éstos,
que entraña la exclusión política de las mujeres30. Un conflicto, éste,
cuyas pautas son establecidas por el propio discurso, en el sentido de
que los conceptos, las demandas, los objetivos, el arsenal argumental y
hasta los medios de lucha son definidos, de manera general, por el es-
pacio u horizonte de significatividad instaurado e institucionalizado
por el discurso moderno-liberal. Y, por tanto, es este último el que ex-
plica y hace inteligible tanto la acción feminista como el conflicto que
encarna.
Asimismo, el hecho de que la identidad, la acción y las demandas
del feminismo estén causalmente vinculadas al marco categorial mo-
derno-liberal y no a la posición social (es decir, al objeto y no al refe-
rente), es lo que explica que éstas se transformen a medida que el propio
discurso evoluciona a lo largo del siglo XIX. Según Scott, el feminismo
y la lucha feminista están en relación (causal) con los dominios
discursivos en que los significados mismos de las «mujeres» y sus dere-
chos fueron construidos (104). Y, por tanto, las feministas formularon su
reclamación de derechos en términos de epistemologías muy diferentes,
y sus argumentos deben ser leídos de este modo —y no como expresión de
una conciencia o experiencia femeninas que es trascendental o
permanente (13). Puesto que esa relación causal entre marco discursivo
y programa feminista se mantiene en vigor a lo largo del tiempo, la
historia del feminismo sólo puede ser comprendida como «la
articulación de un conjunto de momentos discursivos» y las variaciones
del pensamiento feminista a lo largo del tiempo como un producto de
las circunstancias discursivas y de las transformaciones del

30 Por supuesto, no se trata de una contradicción, como la historia social sostiene,

entre el discurso y un exterior social objetivo (la situación de las mujeres), sino una con-
tradicción engendrada por el discurso mismo y que, por tanto, sólo dentro de él puede
cobrar existencia, ser pensable. Es la institucionalización social de las categorías del dis-
curso moderno-liberal y la simultánea constitución de la identidad feminista lo que hace
que surja un conflicto entre declaración de derechos y exclusión femenina, un conflicto
que, obviamente, no podía existir con anterioridad. Pues la subordinación y exclusión
política de las mujeres sólo es motivo de conflicto y de afirmación identitaria una vez
que se le aplica el mencionado discurso. Diríamos, por tanto, que estamos ante una con-
tradicción conceptual, más que objetiva, pues como dice la propia Scott, «las repeticiones
y conflictos del feminismo» son «síntomas de contradicciones en los discursos políticos
(sic) que produjeron el feminismo y a los que éste apelaba y al mismo tiempo desafiaba.
Estos discursos fueron los del individualismo, los derechos individuales y la obligación
social tal como fue utilizada por los republicanos (y por algunos socialistas) para organizar
las instituciones de la ciudadanía democrática en Francia» (3).

125
propio discurso liberal-republicano31. Y así, por ejemplo, la coyuntura
revolucionaria de 1848 proporcionó al feminismo y a la lucha feminista
un nuevo contexto discursivo. Puesto que, en dicha coyuntura, «el
derecho al trabajo y el derecho al voto estaban inextricablemente entre-
lazados» (57), el feminismo formuló sus nuevas demandas de ciudadanía
para las mujeres a partir de las categorías de esa nueva situación dis-
cursiva, particularmente la categoría de trabajo, que articula el trabajo
productivo como base de los derechos políticos. Ello hace que el obje-
tivo prioritario de la lucha feminista pase a ser el reconocimiento del
trabajo femenino como equiparable al masculino, pues, como razonaba
Jeanne Deroin, el deber de las mujeres de tener y criar a sus hijos es un
trabajo productivo que las habilita para tener los mismos derechos que
los hombres (57-59). Y la misma relación entre feminismo y situación
discursiva se da durante la III República, aunque, en este caso, sea la
objetivación de la política como esfera de representación de intereses la
que convierte a la exclusión política en base primordial de la identidad y
de la acción feministas (99 y ss.).

III

Este nuevo concepto de identidad aparece ilustrado, asimismo, por


poner otro ejemplo, por la nueva noción de identidad de clase, que se ha
ido forjando como consecuencia de la creciente problematización de la
conexión entre clase y subjetividad clasista y, en concreto, como
consecuencia de la creciente desvinculación causal entre ambas. A este
respecto, la conclusión primordial que se ha ido abriendo paso, durante
los últimos años, en el terreno de los estudios históricos, es que la
identidad o conciencia de clase no es la expresión subjetiva de la exis-
tencia de clases sociales, de las condiciones materiales de vida o de los
cambios socioeconómicos del período moderno (con la aparición de la
denominada «sociedad de clases»), sino que se gesta como consecuencia
de la mediación activa de las categorías del imaginario social moderno.
Es decir, que más que el resultado de las transformaciones sociales, la
identidad de clase nació de una mutación discursiva o, para ser más
exactos, de la interacción significativa entre ambos factores.
31 Dena Goodman, «More than Paradoxes to Offer: Feminist History as Critical

Practice», pág. 396. Aunque, obviamente, la relación entre feminismo y transformación


discursiva no es unívoca, sino dialéctica, pues la acción feminista es, a su vez, uno de los
factores de la propia transformación.

126
Por supuesto, como dije, la existencia de divisiones clasistas fue un re-
quisito imprescindible para que se constituyera la identidad de clase,
pero se trata de un requisito puramente material. Y, por tanto, por mu-
cho que los individuos insertos en el universo discursivo moderno (in-
cluidos los propios historiadores sociales) tiendan a concebir a la con-
ciencia de clase como un efecto natural (más o menos directo) de la
clase, lo cierto es que la primera no emergió a través de un acto de
toma de conciencia, sino como resultado de la reconstrucción signifi-
cativa de las posiciones y de las relaciones sociales mediante el molde
categorial y la rejilla clasificatoria proporcionados por el discurso mo-
derno.
En el caso concreto de la clase como sujeto histórico —y no mera-
mente como grupo de intereses—, ésta se forjó como resultado de la
articulación de la posición social mediante las categorías de la variante
objetivista del mencionado discurso, singularmente las de sociedad y
clase. Como reza el ya citado aserto de Joan W. Scott, conceptos como el
de clase han de existir antes de que los individuos puedan identificarse a
sí mismos como miembros de tal grupo y puedan actuar colectivamente
como tales32. Pues la clase es un dato o fenómeno social históricamente
inerte hasta el momento en que es articulado como objeto identitario.
De modo que, como resume Patrick Joyce, no sólo la clase no puede ser
remitida a un referente «social» externo que es su fundamento, origen o
causa, sino que, además, dado que la sociedad no es una estructura
objetiva, «los discursos y prácticas organizados en torno al concepto de
"sociedad"» no son más que el medio «por el que los individuos, grupos
e instituciones pasan a identificarse y organizarse a sí mismos. Entre esos
grupos están por supuesto las "clases"»33. Lo cual implica dos cosas. La
primera, que la identidad de clase es un fenómeno histórico
específicamente moderno, pues sólo en la sociedad moderna puede
existir y ser operativa como medio eficaz de acción social (y de ahí que
conceptos como los de identidad de clase o lucha de clases no deban ser
trasladados a otros contextos históricos). La segunda, que en los casos en
que, aun existiendo divisiones clasistas, la identidad de clase no emerge,
ello no debe interpretarse como una anomalía o un síntoma de falsa
conciencia, sino, simplemente, como una consecuencia del hecho de que
no se han dado las condiciones discursivas necesarias para que la clase
haya devenido objeto de identidad.
32 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», International Labor and Working-Class History, 32

(1987), pág. 41.


33 Patrick Joyce (ed.), Class, págs. 6 y 183.

127
O, lo que es lo mismo, que los individuos han articulado su posición
social mediante un patrón discursivo distinto del objetivista moderno y,
por consiguiente, poseen otra identidad.
Como consecuencia de esta reconstrucción teórica del concepto
de identidad de clase, la cuestión historiográfica que hay que resolver ya
no es la de dilucidar mediante qué mecanismo (reflejo inmediato o
interiorización simbólica) la clase deviene conciencia de clase o cuál es el
grado de realización subjetiva de esta última. A partir de ahora, la
cuestión historiográfica que debe resolverse es cómo la clase devino
objeto identitario, cómo «la clase pasó a estar disponible como base de la
cognición y las acciones de las personas»34. Y para ello es preciso no sólo
identificar la trama categorial que lo ha hecho posible, sino reconstruir su
genealogía, pues, como arguye el propio Joyce, si la sociedad es el
fundamento sobre el que se asientan las figuras de clase, figuras que no son
sólo hechos sociales sino actores históricos colectivos, entonces, «si
queremos comprender las figuras que son su consecuencia, es necesario
volver atrás y prestar atención a la historia de ese fundamento»3s
De igual modo, como consecuencia de esa reconstrucción teórica, la
nueva historia ha situado el debate historiográfico sobre las clases y la
lucha de clases en unas coordenadas sustancialmente nuevas. Aunque
aquí no puedo extenderme sobre el asunto, digamos que dado que a la
premisa sociocultural de que la clase sólo opera como factor histórico si
posee vida consciente, la nueva historia ha añadido que esa conciencia
nace no del discernimiento experiencial, sino de una operación de
construcción significativa, ello nos obliga a modificar los términos
convencionales de la discusión. Para empezar, ésta ya no gira en torno a
la cuestión del grado de autonomía relativa de la conciencia (pues ello
implicaría continuar suponiendo la existencia de una clase objetiva),
pero tampoco gira en torno a la cuestión de si la clase determina o no
la identidad y la práctica significativa de los individuos, pues la
respuesta es a la vez afirmativa y negativa. Digo esto porque la crisis de la
historia social ha llevado a algunos historiadores simplemente a negar,
de manera general, la determinación de clase y a sostener, en
consecuencia, que la identidad de clase, cuando ha existido, ha sido
una creación puramente ideológica y política. E incluso han desviado la
discusión y la investigación hacia la cuestión de la existencia, empírica,
de las propias clases. Dichos historiadores, sin embargo, se limitan a
realizar una inversión idealista del objetivismo, pero preservando los

34 Ibíd., pág. 128.


35 Ibíd., pág. 7.

128
términos básicos del debate y continuando, por tanto, atrapados en
sus mismas aportas.
La nueva historia, por el contrario, afronta la crisis de la noción ob-
jetivista de clase de una manera diferente. Para ella, del hecho de que la
clase no sea una entidad objetiva (sino sólo real) no se sigue, en modo al-
guno, que nunca haya determinado la identidad y la acción de sus miem-
bros, pues en aquellas situaciones, propias del período moderno, en que ha
sido objetivada como tal, sí que lo ha hecho. Y, por tanto, para entender y
explicar procesos históricos relevantes de la sociedad moderna como,
por ejemplo, el movimiento obrero socialista, es imprescindible tomar en
cuenta a la clase. De lo que se trata, por tanto, no es de aceptar o rechazar
a la clase como factor histórico, sino de redefinir, en el sentido descrito,
tanto su naturaleza como la naturaleza de su vínculo con la conciencia y
las acciones de los individuos (con la consiguiente reducción temporal y
espacial de su impronta histórica). En otras palabras, de distinguir entre
clase como fenómeno social y clase como objeto social.
Estos son los términos en que está siendo reconsiderada, por ejem-
plo, la historia del movimiento obrero. Como ya he señalado, lo que la
investigación histórica muestra es que esta forma de identidad y de
acción social no es un efecto del ascenso del capitalismo, de las condi-
ciones de vida y de trabajo o de la posición en las relaciones de produc-
ción de la clase obrera, sino del significado que éstas circunstancias ad-
quieren al serles aplicadas categorías como las de trabajo, propiedad,
explotación, sociedad, clase o proletariado. Así como al ser asociadas a
expectativas de cambio sociopolítico mediante categorías como la de
emancipación racional-revolución. Como argumenta Geoff Eley, cada
vez es más difícil sostener que la formación de la clase obrera es el des-
pliegue lógico de un proceso económico y de sus necesarios efectos en
los niveles de la organización social, la conciencia y la cultura. Y no
sólo porque la clase obrera sea heterogénea y esté segmentada por líneas
de raza, género, religión o etnicidad, como han subrayado insis-
tentemente los historiadores socioculturales, sino porque la política de
clase obrera (el surgimiento de movimientos obreros y partidos socia-
listas) no es la expresión causal ni de un interés de clase económica-
mente definido ni de una posición social estructural. Es decir, porque la
clase, como un modo particular de identiddad social, no es el resultado
de la clase como hecho social (una posición social definida por la
relación con los medios de producción o por algún otro criterio
material). Al contrario, la clase como identidad (esto es, la creencia en
que la clase era la realidad organizadora de las emergentes sociedades
capitalistas y la consiguiente proliferación de prácticas y organizacio-

129
nes específicas a partir de esa insistencia —como sindicatos y partidos
socialistas—), se constituyó como tal en la esfera discursiva, en el sen-
tido de que «la clase emergió como un conjunto de afirmaciones dis-
cursivas sobre el mundo social que buscan reordenar ese mundo en sus
propios términos». Y de ahí, como se ha dicho, que «la historia de la
clase sea inseparable de la historia de la categoria»36. En el caso particular
del movimiento obrero radical, como ya se dijo, fueron categorías como
las de derechos naturales o sociedad civil las que hicieron posible que el
pueblo se convirtiera en sujeto colectivo, a la vez que fueron las que
construyeron la democracia como forma específica de poder, pues
pueblo es la categoría «en cuyo nombre la sociedad y lo público debían
hablar y organizarse»37.
Una reinterpretación de este tenor es la que avalan, a mi entender,
investigaciones históricas como las de William H. Sewell y Zachary
Lockman sobre los orígenes, respectivamente, del movimiento obrero
francés y egipcio. En cuanto a la obra de Sewell38, lo que ésta muestra,
esencialmente, es que la nueva identidad obrera que aparece en Francia
en la década de 1830 no es el resultado de los cambios socioeconó-
micos, de la proletarización de los artesanos, de la aparición de obreros
industriales o de la agudización de los conflictos sindicales, sino que es
el resultado de la articulación, por parte de las organizaciones e
intelectuales obreros, de las condiciones sociales y políticas mediante las
categorías del discurso liberal heredado de la Revolución Francesa y
reinstitucionalizado por la Revolución de Julio. Al incorporarse a la
nueva situación discursiva y aplicar esas categorías, los trabajadores re-
construyen su identidad colectiva y crean un nuevo sentido de perte-
nencia y una comunidad de intereses que trascienden tanto al oficio
como al viejo marco discursivo corporativo que gobernaba hasta en-
36 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of So-

ciety Two Decades Later», pág. 218.


37 Las expresiones son de Patrick Joyce (ed.), Class, págs. 14-15.
38 William H. Sewell Jr., Work and Revolution in France. The Language of Labor from the Old Regime to

1848, Nueva York, Cambridge University Press, 1980; «La confratemité des prolétaires:
conscience de classe sous la Monarchic de Juillet», Annales, E.S.C., 4 (1981), págs. 650-671;
«Artisans, Factory Workers, and the Formation of the French Working Class, 1789-1848»,
en Ira Katznelson y Aristide Zolberg (eds.), Working Class Formation: Nineteenth Century Patterns
in Western Europe and the United States, Princeton, Princeton University Press, 1986, págs. 45-70, y
«How Classes are Made: Critical Reflections on E. P. Thompson's Theory of Working-
Class Formation», en Harvey J. Kaye y Keith McLelland (eds.), E. P. Thompson. Critical Perspectives,
Londres, Polity Press, 1990, págs. 50-77. Indico las páginas entre paréntesis.

130
tonces las relaciones entre los trabajadores y de éstos con los patronos y
el Estado.
En efecto, tras la Revolución de 1830, el lenguaje corporativo con-
tinuó siendo útil para los asuntos internos y conservó su eficacia dentro
del oficio, pero devino inadecuado e ineficaz en la esfera pública o
política, negando a los trabajadores todo acceso a ella e impidiéndoles
entrar en comunicación con el Estado y lograr que éste aceptara sus
demandas y las convirtiera en normas legales (Work, 194). Como
expone Sewell, en las semanas que siguen a la Revolución, los trabaja-
dores se hicieron claramente conscientes de las limitaciones de su len-
guaje, pues el Gobierno rechazó sus demandas (prohibición de las má-
quinas, subida de salarios, tarifas uniformes, regulación del oficio o re-
ducción de jornada) con una mezcla de sobresalto, incomprensión y
duros reproches paternalistas, al considerarlas no sólo inaceptables,
sino completamente irracionales e inconsistentes y carentes de sentido.
La razón de esta actitud es que la concepción corporativa de las rela-
ciones sociales y laborales y las demandas emanadas de ella entraban
en franca contradicción con los principios liberales en los que se basaba
el nuevo régimen politico y legal y por los que las propias organizacio-
nes obreras habían luchado. En primer lugar, tales demandas entraban
en conflicto con la libertad de industria, de trabajo y de contratación, es
decir, con el principio de que las relaciones entre obreros y patronos son
relaciones entre individuos o ciudadanos libres. Y, por consiguiente,
cualquier regulación del oficio suponía una violación de la libertad de
industria y toda organización colectiva de los trabajadores era, a los ojos
del Estado, una coalición ilegal. En segundo lugar, toda demanda
dirigida al Estado había de hacerse individualmente, pues sólo se recono-
cía como sujetos e interlocutores a los ciudadanos individuales, no a las
organizaciones colectivas, identificadas con las instituciones intermedias
del Antiguo Régimen (Work, 194-196 y «La confraternité», 651-654).
De esta manera, los trabajadores descubren que su lenguaje carece
de fuerza moral o incluso cognitiva en la esfera pública y que si desean
recuperar la eficacia perdida y restablecer el cauce de comunicación
con el Estado han de dotar a sus demandas y a su identidad de un nuevo
soporte conceptual; es decir, han de rearticularlas mediante las catego-
rías sociales, políticas, morales y teóricas del discurso liberal que ellos
mismos habían contribuido a institucionalizar. Como relata Sewell, la
institucionalización liberal del derecho de propiedad y la libertad de
industria, que sólo reconocía la relación entre ciudadanos individua-
les e impedía la asociación de los trabajadores, y la consiguiente in-
comprensión y represión del Estado, provocaron el pronto reflujo del

131
movimiento obrero tras la Revolución, pero, a la vez, tuvieron otro
efecto fundamental no previsto: estimularon a algunos militantes obreros
a reformular el punto de vista de los trabajadores (Work, 280 y 197 y
«Artisans», 60). De este proceso de rearticulación discursiva nacerá,
precisamente, la nueva identidad obrera.
Así pues, en las nuevas circunstancias, la cuestión básica con la que
se enfrentan las organizaciones obreras es la de cómo establecer a los
trabajadores como actores y hablantes legítimos en la escena pública
(Work, 198), es decir, como sujetos políticos. La solución se encontrará,
según Sewell, en una adaptación creativa del discurso liberal y de la retó-
rica de la Revolución Francesa (Work, 199 y «La confraternité», 656), en
una rápida apropiación del lenguaje revolucionario con el fin de destacar
la posición moral y política de los trabajadores («Artisans», 60). En
concreto, se adoptará el discurso de los derechos individuales y de la par-
ticipación democrática, en cuyos términos se había realizado la reciente
revolución («How», 70), haciendo que categorías como las de trabajo y li-
bertad se conviertan en las piedras angulares del programa obrero.
Y así, por ejemplo, basándose en la lógica argumental de autores
como Sieyés (que excluía a la nobleza de la nación porque no realizaba
un trabajo útil a la sociedad), los trabajadores dieron un paso más y
«declararon que el trabajo manual era el único que sostenía a toda la
sociedad», que los obreros eran «la clase más útil de la sociedad», pues
eran los productores de toda la riqueza, y que, por tanto, ello les con-
feria la condición de pueblo soberano, con el consiguiente derecho a actuar en
la escena pública, mientras que la burguesía era de hecho una nueva
aristocracia separada de la nación por sus privilegios. Es decir, que los
autores obreros aplican a la relación entre burguesía y trabajadores los
viejos conceptos de aristocracia, privilegio, servidumbre o
emancipación, con lo que «los burgueses fueron acusados de ser "nue-
vos aristócratas" que utilizaban su "privilegio" de propietarios para
mantener a los trabajadores en situación de "servidumbre" como "sier-
vos" o "esclavos" industriales». Lo cual convertía al gobierno constitu-
cional burgués basado en el sufragio censitario —que excluía a los
obreros del sistema político y rompía la alianza que había hecho triunfar
la Revolución— en una opresiva tiranía «feudal» y justificaba los es-
fuerzos de los trabajadores por lograr su «emancipación» —si era nece-
sario, mediante la revolución (Work, 199 y «Artisans», 60-61). Y, por
tanto, del mismo modo que el Tercer Estado tuvo que arrebatar sus de-
rechos a los privilegiados, así los trabajadores habrían de hacerlo frente a
la burguesía. Al mismo tiempo, se reinterpretó la teoría lockeana de la
propiedad para investir de derechos políticos no a la propiedad,

132
que esa teoría consideraba como un producto del trabajo, sino direc-
tamente al trabajo mismo. Lo que convirtió a la propiedad en un pri-
vilegio abusivo que eximía a sus ociosos propietarios del trabajo y que,
dado el existente sistema de sufragio, les otorgaba además el monopo-
lio del poder político («How», 71). De modo que, como concluye Se-
well, «el lenguaje y la retórica revolucionarios no sólo dotó a los traba-
jadores del poder de la palabra pública», sino que «además les otorgó
el poder de redefinir el mundo moral y social» (Work, 201).
Sin embargo, por otra parte, aunque el discurso liberal validó a los
trabajadores, en tanto que pueblo soberano, como actores legítimos en
la escena pública y les dotó del poder del habla comprensible, a la vez la
base individualista de dicho discurso les impidió formular sus de-
mandas de carácter colectivo («La confratemité», 658). Esta dificultad
se resolverá rearticulando dichas demandas mediante la noción de
«asociación», que se convierte en los años siguientes en la consigna clave
del movimiento obrero. Según dicho discurso, la sociedad está com-
puesta de individuos libres y todo intento de reglamentación colectiva
es un atentado contra la libertad de esos individuos; pero, a la vez,
todo ciudadano tiene el derecho a asociarse libremente con otros, un de-
recho que es «una parte inseparable de la "liberté" proclamada en 1789 y
claramente revivida en 1830». Desde este punto de vista, como expone
Sewell, las regulaciones propuestas por las organizaciones obreras se
convertían no en un asalto contra la libertad de industria, sino en una ex-
presión de la libertad de asociación de los productores, del mismo modo
que las leyes de una nación eran una expresión de la voluntad general.
De este modo, sus demandas de regulación colectiva fueron hechas
compatibles con el discurso revolucionario y con el principio de libertad
(«Artisans», 61 y «La confratemité», 658-659). Y así, frente a la corpora-
ción, que se organiza en función de la pertenencia al oficio, aparece la
asociación, que se asienta en el concepto de individuo o ciudadano.
Por consiguiente, en lo que a la cuestión de la identidad respecta, el
dato fundamental es que a partir de 1833 los obreros urbanos comenza-
ron a considerar de una forma nueva su lugar en la sociedad y a hablar
de una «asociación» que englobaría a las sociedades de todos los oficios y
que lucharía por los derechos de todos los trabajadores frente a la bur-
guesía propietaria39. Fue en esta forma de asociación de trabajadores de

39 La noción de asociación no sólo designa la unión de todos los obreros, sino también la

solidaridad entre éstos y la reorganización colectivista de la producción con vistas a vencer el


individualismo y la anarquía del sistema económico liberal («La confratemité», 658-660 y
«Artisans», 62). De estos dos últimos significados, sin embargo, no se tratará aquí.

133
diferentes oficios en la que los trabajadores franceses se concibieron a sí
mismos por primera vez como una clase unitaria, naciendo así la «con-
ciencia de clase», esto es, la consideración de que todos los obreros for-
man parte, por encima de su oficio, de un grupo con intereses comunes
(Work, 211 y «La confraternité», 660 y 664). Este nuevo y poderoso senti-
miento de conciencia de clase de los artesanos de diferentes oficios y esta
universalización de la solidaridad de oficio para abarcar a todos los traba-
jadores es un fenómeno novedoso y supone una brusca ruptura con la si-
tuación anterior, en la que imperaba la acusada diferencia, generalmente
acompañada de rivalidad y hostilidad, entre los oficios y en que la solida-
ridad sólo era concebible en el interior de cada uno de éstos40.
El surgimiento de esta conciencia de clase coincide con la oleada
de huelgas que tiene lugar en 1833 y en cuyo transcurso se intensifica la
colaboración práctica entre los distintos oficios. Sin embargo, según
Sewell, esa oleada huelguística y la experiencia práctica de colaboración
son factores insuficientes para explicar la aparición de la conciencia de
clase. Dichos factores constituyen, sin duda, una «base» importante y un
factor «favorable», pero no son, por sí mismos, «una condición
suficiente» («La confraternité», 668 y 665 y Work, 213). Para que esta
ruptura se produjera y para que la identidad de clase reemplazara a la
identidad de oficio, fue preciso que los trabajadores comenzaran a dar
sentido a su situación, a definir su programa y a organizar su práctica
mediante el discurso liberal y, en particular, mediante la categoría de
ciudadano. Como dice Sewell, no fue hasta que las corporaciones de
trabajadores se consideraron a sí mismas como asociaciones
40 Por supuesto, aquí la conciencia o identidad de clase debe entenderse simplemente

como sentido de pertenencia a un grupo social que incluye a los trabajadores de todos los
oficios. Como dice Sewell, ésta es una «designación descriptiva» (Work, 283), pues no se
trata de una identidad basada en el concepto de clase, como ocurre en fases posteriores del
movimiento obrero, sino en el de individuo. El propio Sewell establece expresamente esta
distinción al afirmar que la conciencia y la lucha de clases de los años 1830 y 1840 eran to-
davía bastante diferentes «de la encamadas» por los partidos proletarios clasistas de finales
del siglo XIX y principios del siglo XX. Esa diferencia radica en el significado del propio
término «clase». En este momento clase es sólo una categoría social descriptiva, y sólo tras la
expansión del marxismo, dice, clase pasó a referirse principalmente a categorías sociales en
una relación de subordinación y comenzó a tener connotaciones de solidaridad moral.
En 1848, la «lealtad de clase» les hubiera parecido reprensible a los trabajadores, pues ha-
bría implicado lealtad a algún tipo de interés egoísta contrario al interés común. A la altura
de 1900, «lealtad de clase» había pasado a implicar dedicación desinteresada a la causa de
todos los trabajadores (Work, 282). Por consiguiente, aquí se puede hablar de clase sólo
como suma o agregado de individuos más o menos homogéneos en lo socioeconómico y
cultural, pero no como entidad social específica y, mucho menos, como sujeto histórico.
De hecho, para ser rigurosos, habría que hablar simplemente de identidad de trabajadores.

134
libres de ciudadanos que trabajan productivamente (en vez de como cuerpos diferentes,
dedicados a la perfección de un arte particular) que resultó concebible la
fraternidad de todos los trabajadores. En otras palabras, que esta
conciencia de clase nació del desarrollo del lenguaje y la retórica
revolucionarios, que reformuló las nociones corporativas de solidaridad
en un nuevo lenguaje de asociación. Una vez que esto ocurrió, la oleada
de huelgas de 1833 pudo conducir no sólo a la cooperación práctica
entre trabajadores de diferentes oficios, sino a un sentido de fraternidad
moral e identidad común por parte de la «hermandad de los proletarios»
(Work, 213 y «La confraternité», 665-666). Es decir, que una vez que las
condiciones discursivas los han obligado a verse y a actuar no como
miembros de un oficio sino como ciudadanos productivos libres, los
trabajadores pueden pensarse a sí mismos y organizar su práctica en
términos de un grupo social con intereses comunes. Nace, así, el
«movimiento obrero»41.
Por consiguiente, se podría decir que, efectivamente, la conclusión
primordial que se desprende de la obra de Sewell es que la identidad de
clase no nace como una expresión o reflejo de las condiciones so-
cioeconómicas —que, por otra parte, apenas habían variado—, sino de
la rearticulación discursiva de éstas mediante las categorías del discurso
moderno-liberal heredado de la Revolución Francesa42. De he-
41 Por supuesto, también en este caso debemos distinguir claramente entre este movi-

miento de obreros, de base liberal, y el posterior movimiento obrero de carácter clasista.


42 Por supuesto, ésta es una conclusión, que, presumiblemente, Sewell no suscribiría en

su plenitud y en su sentido literal. Puesto que Sewell sigue operando, en buena medida,
con un modelo teórico dicotómico; para él las categorías que articulan la identidad y la
práctica obreras continúan siendo, en gran medida, entidades ideológicas. Y de ahí que,
además de dejar la puerta abierta a una interpretación idealista de su obra, acabe por sugerir,
en primer lugar, que si la conciencia de clase no es una expresión de las condiciones
sociales, entonces es una construcción política, esto es, subjetiva. Y, en segundo lugar, que
las referidas categorías son impuestas por el Estado y por las clases dominantes y que, por
tanto, lo que ocurre es que los obreros se ven obligados a someterse ideológicamente a
ellas («La confratemité», 668). Sin embargo, una cosa es el lenguaje político en tanto que
encarnación subjetiva de las categorías de un discurso y otra el discurso mismo. Al no
hacer esta distinción, Sewell pasa por alto dos detalles cruciales: el primero, que la
constitución tanto de la propia clase dominante como sujeto como de la nueva forma de
Estado es el resultado también de un proceso de mediación discursiva y que, por tanto,
éstos no son meras entidades sociales; el segundo, que las relaciones de poder entre el
movimiento obrero y la clase dominante se encuentran inscritas en un determinado
régimen discursivo, que es el que ha articulado a uno y otra como sujetos y agentes y que,
por tanto, ambos comparten un mismo imaginario social y están guiados por criterios de
naturalidad comunes. De modo que lo que hacen los obreros no es simplemente someterse
a las definiciones ideológicas impuestas por el Estado y por la burguesía, sino renaturalizar su
identidad, y su práctica, en función de la nueva racionalidad discursiva.

135
cho, los obreros que antes se identificaban como miembros de un oficio
son los mismos que, al dotar de sentido a su situación social mediante
las nuevas categorías, pasan a concebirse como clase. Como diría Sewell,
la identidad de clase obrera —así como el socialismo de la década de
1840— es la consecuencia de una apropiación, más que de un
abandono, del discurso revolucionario. Y de ahí que, según él, para
comprender y explicar el surgimiento de la identidad de clase y del
movimiento obrero (tanto en Francia como en Inglaterra) hayamos de
concentrar nuestra atención en la «transformación conceptual» del dis-
curso liberal del que son una consecuencia («How», 72 y 70) (a la vez
que habríamos de indagar el origen de las diferencias nacionales no
tanto en la heterogeneidad de las condiciones sociales o de la acumu-
lación capitalista, como en la diversidad de las tradiciones discursivas).
En cuanto a Zachary Lockman43, aunque su obra continúa impreg-
nada de muchos de los supuestos teóricos de la historia sociocultural, es
indudable que su concepto de identidad trasciende los límites del
paradigma objetivista. De hecho, el punto de partida de la argumenta-
ción de Lockman es la crítica al supuesto de que la clase es una entidad
que existe «ahí fuera» en el «mundo real», previa al significado e inde-
pendiente de la forma en que puede ser pensada y expresada en el len-
guaje, y que, por tanto, la identidad de clase es el resultado del cambio
económico estructural («Imagining», 158). Según Lockman, el error de
esta concepción radica en que, al basarse en una teoría del conocimiento
que establece una dicotomía entre, por un lado, lo que existe realmente
en el mundo real (en este caso, una clase social) y, por otro lado, su
reflejo (es verdad que a veces distorsionado o refractado) en la
conciencia, sostiene que la clase, definida en términos de relación con
los medios de producción, nivel de ingresos o cualquier otro criterio,
está previamente dada en la realidad externa y que, por tanto, una deter-
minada posición de clase da lugar a una forma específica de conciencia
(«Worker», 74). En este esquema, además, el fracaso de los obreros para
captar el significado de su situación estructural objetiva y sus intereses de
clase y la ausencia de lucha por derrocar el capitalismo y reemplazarlo
por un sistema que se corresponda objetivamente con sus necesidades,
es explicado mediante la falsa conciencia («Worker», 74-75).
43 Zachary Lockman, «"Worker" and "Working Class" in pre-1914 Egypt: A Rerea-

ding», en Zachary Lockman (ed.), Workers and Working Classes in the Middle East. Struggles,
Histories, Historiographies, Nueva York, State University of New York Press, 1994, págs. 71-109,
e «Imagining the Working Class: Culture, Nationalism, and Class Formation in Egypt,
1899-1914», Poetics Today, 15, 2 (1994), págs. 157-190. Indico las páginas entre paréntesis.

136
Sin embargo, objeta Lockman, no sólo en la mayor parte de los casos la
conducta de los obreros discrepa de lo prescrito por este modelo teórico,
sino que, además, la investigación histórica muestra que de una de-
terminada situación social (por ejemplo, concentración en grandes em-
presas) no se deriva en absoluto una determinada conciencia o una pro-
pensión a actuar colectivamente de una cierta manera («Worker», 75).
Una anomalía que el concepto de experiencia (considerado con fre-
cuencia como alternativa al crudo determinismo económico) no puede
subsanar, pues éste continúa implicando la existencia de una realidad
social-objetiva, al suponer que unas ciertas circunstancias sociales
producen en la conciencia de aquéllos a los que afectan unas ciertas ex-
periencias, que son manejadas o procesadas culturalmente para producir
ciertos significados («Worker», 75-76).
Por consiguiente, frente a este paradigma teórico, Lockman consi-
dera que, aunque «obrero» y «clase obrera» son ciertamente identidades
profundamente configuradas por prácticas materiales (es decir, re-
laciones capitalistas de producción de un cierto tipo y escala), sin em-
bargo su coherencia y eficacia social no pueden derivarse ni de la
posición estructural de los obreros ni de su experiencia. Por el contrario,
según él, dentro de una particular matriz socioeconómica, las identidades
se producen «en y a través del discurso», esto es, «a través de sistemas de
significado expresados en el lenguaje y en otras prácticas significativas,
materiales y de otro tipo» («Worker», 72). Lo que implica, asimismo, que
ni la clase obrera como actor social ni la subjetividad de los trabajadores
—la manera en que éstos sienten, piensan y se dan sentido a sí mismos y
a su relación con el mundo— poseen un significado singular, unitario o
fijo, especialmente un significado deducido de la experiencia europeo-
occidental («Worker», 72).
En el caso particular de Egipto, la aplicación del paradigma objetivista
se ha plasmado en una interpretación de la formación de la clase obrera
según la cual ésta sería el producto del desarrollo del capitalismo y de la
explotación a la que éste sometió a los obreros. En dicha interpretación,
el desarrollo, entre 1882 y 1914, fruto de las inversiones extranjeras, de
modernas empresas de gran escala que emplearon a un creciente
número de obreros asalariados creó una clase obrera egipcia. Luego, esta
nueva clase adquirió gradualmente conciencia de sí misma a través de su
experiencia de, y su resistencia a, la explotación, la opresión y los abusos
en el lugar de trabajo y respondió a su situación con acciones colectivas
(huelgas, sindicatos, activismo político...), poniendo de ese modo de
manifiesto que estaba empezando a pensar y a actuar como una «clase»
(«Imagining», 158 y «Worker», 73). Finalmente, esa resisten-

137
cia dejó impresa en la sociedad egipcia la existencia de la clase obrera
como realidad social y como actor económico y político relevante
(«Imagining», 158).
Sin embargo, argumenta Lockman, aunque es cierto que el desa-
rrollo capitalista generó una categoría de personas empleadas en indus-
trias de gran escala, que no se debe minimizar la resistencia de los tra-
bajadores a lo que ellos percibían como una dominación, opresión y
explotación injustas o arbitrarias y que sus formas de lucha son similares
a las europeas, no se puede establecer una separación tal entre experiencia
y representación, pues toda experiencia es ya representación («Worker»,
76). Es decir, que aunque «la retórica de clase apela a la "experiencia"
objetiva de los trabajadores, de hecho tal experiencia sólo cobra
existencia a través de su organización conceptual» («Worker», 77). Y, por
consiguiente, la explicación de la forma en la que emergió la nueva
representación de la sociedad egipcia requiere una aproximación muy
diferente de la que informa las narrativas convencionales de la historia
del movimiento obrero egipcio («Imagining», 158). En lugar de partir de
la premisa de que la «clase» produce la «conciencia de clase», deberíamos
poner en cuestión esa dicotomía tomando seriamente en cuenta el
argumento de que tanto la conciencia de clase como la clase nacen de
una determinada articulación, mediante un patrón conceptual coherente,
de los acontecimientos y vicisitudes de la vida cotidiana («Worker», 77).
Lo que implicaría, a su vez, que la resistencia de los trabajadores no es,
como buena parte de la bibliografía parece suponer, el resultado
simplemente de su experiencia de dominación y explotación, ni que
dicha resistencia está informada siempre por alguna forma de
subjetividad abstracta, «racional» (en el sentido capitalista-economicista
del término) o «proletaria» clásica, sino que la resistencia es también
una consecuencia del propio proceso de articulación («Worker», 76).
Esto no quiere decir, remarca Lockman, que las condiciones socia-
les de existencia del lenguaje sean arbitrarias o que no exista ningún
vínculo entre ser social y conciencia social. Lo que quiere decir es que la
conciencia de clase que emergió entre los trabajadores puede com-
prenderse no tanto como un reflejo de la posición de clase o el producto
de la experiencia, sino como construida en y a través de las luchas dis-
cursivas en torno al significado44. En este sentido, en Egipto, como en

44 Sus palabras exactas, teóricamente más ambiguas, son: «en y a través de las luchas

políticas e ideológicas —que son siempre luchas discursivas, luchas en torno al signi-
ficado».

138
cualquier otro lugar, «obreros» y «clase obrera», «como formas de
identidad, categorías sociales percibidas o formas de subjetividad y
actores históricos» pueden considerarse como productos o efectos, no
sólo de ciertas prácticas materiales (por ejemplo, empleo asalariado
en grandes empresas), «sino también de un particular discurso que, al
proporcionar las categorías de obrero e identidad de clase, suministró a
las personas un lenguaje con el que dar sentido (o más bien, uno de los
varios tipos posibles de sentido) a su experiencia e interpretar el mundo
y su propio lugar y posibilidades dentro de él» («Worker», 77 e
«Imagining», 158-159).
Antes de la llegada del lenguaje de clase, en Egipto el referente so-
cial de identidad y acción y el criterio de clasificación social era el oficio,
no la posición en las relaciones de producción. La población urbana
masculina árabe era clasificada en términos de afiliación a un oficio o
gremio específico, más que como miembros de una clase que incor-
porara a todos los obreros asalariados de las diferentes ocupaciones (por
lo que tanto los maestros, propietarios de medios de producción, como
los oficiales, pertenecían a la misma categoría) («Worker», 78). En la
representación de la sociedad no existía la noción de clase obrera y el
discurso predominante conceptulizaba a la mayoría (si no a la totalidad)
de los individuos como parte de algún grupo ocupacional («Imagining»,
157-158). De modo que durante todo el siglo XIX, los artesanos, incluso
cuando estaban empleados por un salario, no se concebían, en virtud de
su posición estructural, como «obreros», ni existe indicio alguno de que
la «clase obrera» fuera una categoría socialmente significativa («Worker»,
81). Incluso a comienzos del siglo XX, cuando numerosos egipcios están
ya empleados en grandes empresas industriales o de transporte y
protagonizan conflictos con sus empleadores, no parecen haberse
percibido a sí mismos, o haber sido percibidos por otros egipcios, como
pertenecientes a o constituyendo una «clase obrera», es decir, como
poseyendo una identidad social y una acción colectivas. De hecho, a
pesar de los cambios sociales, económicos y políticos experimentados
por la sociedad egipcia, esta «identidad ocupacional» continuó siendo
poderosa hasta bien entrado el siglo XX («Worker», 80).
Sin embargo, a finales de la primera década de este siglo y, desde
luego, a la altura de la I Guerra Mundial, algunos egipcios (aunque en
absoluto todos) habían comenzado a considerar a los obreros como una
categoría social diferente, a percibir a la clase obrera como un
componente de la sociedad egipcia y a ver los conflictos de clase como
un movimiento autóctono («Imagining», 158). ¿A qué se debió este
cambio y por qué surgió la nueva forma de identidad? Si las transfor-

139
maciones socioeconómicas no fueron su causa, entonces ¿cuál fue?
(«Imagining», 177). Según Lockman, la nueva forma de identidad surgió
como consecuencia de la articulación de las condiciones socioeconómicas
mediante una categoría, la de clase, que es de procedencia exterior (creada en
la Europa del XIX, se expandió luego por el mundo y llegó por estas
fechas a Egipto). Dicha categoría no brotó de la experiencia o de la
práctica social de los obreros egipcios, sino que es externa y previa a éstas
y, por tanto, fue ella la que confirió su significado a la realidad social y
construyó la experiencia y la práctica mismas. Por consiguiente, los
cambios socioeconómicos y la aparición de una clase obrera fueron una
condición material necesaria, pero no suficiente, pues sin su interacción
con el discurso de clase de origen europeo la identidad de clase no hu-
biera emergido. Y, por tanto, fue a medida que los oficiales, artesanos au-
tónomos y pequeños maestros, así como los trabajadores empleados en
grandes empresas modernas, comenzaron a tener acceso al modelo
europeo de identidad y acción de clase obrera, que postularon la clase
como uno de los rasgos (o incluso el rasgo) centrales del orden social y la
«condición de obrero» [workerness] como un medio de organizar la ex-
periencia individual («Imagining», 186).
Como expone Lockman, la introducción del discurso de clase en
Egipto tuvo lugar a través de dos vías, produciéndose en un momento en
que existía un conflicto en el que, mediante la promoción de ciertas
representaciones del yo, de la sociedad y del mundo, diversas fuerzas
intentaban organizar a grupos de personas en torno a algún polo de
identidad con el fin de llevar a cabo su particular proyecto sociopolítico
(«Imagining», 159). La primera de las vías de introducción de las
categorías europeas fue la «elite intelectual occidentalizada» egipcia (la
effendiyya) y, particularmente, los nacionalistas. El cambio se produjo
cuando algunos segmentos de la effendiyya, especialmente la intelectua-
lidad nacionalista, adoptó una nueva forma de «imaginar» a las clases
inferiores, con la consiguiente redefinición de los campesinos y los
obreros egipcios como componentes diferentes de la nación
(«Imagining», 178). De este modo, los nacionalistas, al adoptar, adaptar y
desplegar el nuevo «modelo» o discurso, postularon la clase como un
rasgo relevante del orden social y definieron la «condición de
obrero» como una forma específica de subjetividad y la incorpora-
ron a la representación de una sociedad que hasta ese momento había
carecido de cualquier conciencia de clase («Imagining», 161). De manera
concreta, una de las vías por las que ese modelo pudo haber alcanzado a
los obreros egipcios fue el esfuerzo activista del Partido Nacionalista por
organizar a ciertos grupos de obreros egipcios a partir

140
de la segunda mitad de la primera década del siglo, creando instituciones
e introduciendo prácticas a las que era inherente una cierta noción de
identidad de clase obrera («Imagining», 186). Por esta razón, al menos a
partir de 1906, se puede observar que las clases inferiores egipcias están
siendo imaginadas de esta nueva forma por sectores de la effendiyya, y fue
en parte a través de este proceso que la clase obrera fue discursivamente
construida («Imagining», 179). A través de este proceso, dice Lockman,
algunos egipcios comenzaron a «ver» su sociedad como constituida por
clases y a concebir a los demás o a sí mismos como un tipo de persona
llamada «obrero» que, junto con otros de «su tipo», constituían
colectivamente una «clase obrera» que poseía ciertos atributos distintivos
(«Imagining», 177). Como consecuencia de ello, la lucha política pasó a
estar inscrita en unos parámetros discursivos diferentes y los conflictos
obreros de trabajadores, aunque existentes desde mucho antes,
empezaron a adquirir nuevos significados sociales, a ser construidos
como objetos diferenciados dentro de una nueva concepción de la
sociedad egipcia y a ser articulados dentro de una narrativa de activismo
obrero modelada según el patrón de Europa occidental. Hay, además,
una segunda vía o medio de introducción del discurso de clase, los
obreros griegos e italianos que emigraron a Egipto y que habían estado
involucrados en actividades sindicales, huelgas e incluso en movimientos
o grupos socialistas, anarquistas y anarcosindicalistas en sus países de
origen y que llevaron esas ideas y experiencias con ellos a Egipto
(«Imagining», 186).
La conclusión esencial, por tanto, que se desprende de la exposición
de Lockman es que la identidad de clase obrera surgió no como conse-
cuencia del desarrollo capitalista, sino porque el discurso de clase, al al-
canzar Egipto, provocó una auténtica «reconceptualización» de la so-
ciedad egipcia y de la identidad de los obreros, dotando a la experiencia
y a las prácticas de éstos (es decir, a la organización del trabajo, al
espacio y el tiempo en el puesto de trabajo, a la explotación y la opre-
sión, a los modos de vida, trabajo, pensamiento y resistencia) con un
significado de «clase obrera» («Imagining», 186-187). Esto no quiere decir,
insiste Lockman, que los factores económicos y políticos, estructurales y
coyunturales, fueron irrelevantes, que la identidad de clase fue una
imposición de la intelectualidad o que los obreros egipcios adoptaron
pasivamente un modelo fijo y pasaron a percibir el yo y la sociedad de la
misma forma que lo hacía un obrero inglés, italiano o alemán de ese
momento. Al contrario, éste fue un proceso creativo, en el que los
propios obreros desempeñaron un papel clave y en el que los egipcios
no sólo asimilaron un cierto conjunto de prácticas, sino que

141
lo combinaron con elementos tomados de otros sistemas de significado
(«Imagining», 187). Ahora bien, el que los obreros desempeñaran un papel
activo en la conformación de su propia identidad y de su sentido del
mundo no significa que podamos explicar la adopción de la identidad de
clase obrera como simplemente el producto de una cierta «experiencia»
de explotación y opresión en el lugar de trabajo. Al contrario, como
antes se sugirió, debemos analizar el campo discursivo que proporcionó
a los obreros las formas de comprensión (o, para ser más precisos, de
estructuración) de sus circunstancias, de sus experiencias y de sí mismos,
incluyendo aquellas formas que postulaban la clase (en cualquiera de sus
sentidos) como una categoría significativa («Imagining», 185-186). Pues
fue dentro de y mediante ese campo discursivo que la «condición de
obrero» pasó a ser, para ciertas personas, una posición de sujeto y que la
situación del lugar de trabajo (bajos salarios, condiciones miserables de
trabajo, capataces abusadores, etc.) fueron construidas no sólo como
opresivas y explotadoras de una manera particularmente estructurada,
sino además como potencialmente «resistibles», incluso cambiables, por
medio de un cierto tipo de actividades (huelgas, sindicatos, etc.). Pues,
como subraya Lockman, lo que se aprendió en el proceso no fue la
«resistencia» como tal —pues los egipcios habían encontrado siempre
formas de resistir o eludir la autoridad opresora—, sino más bien ciertas
formas de resistencia, específicas del nuevo campo discursivo
(«Imagining», 186).

142
CAPÍTULO 5

Mediación discursiva, acción social y


construcción efectiva de la sociedad
I
La desnaturalización del concepto de sociedad como estructura obje-
tiva y la consiguiente redefinición teórica de las nociones de experiencia,
interés e identidad han sumido en una profunda crisis al concepto de cau-
salidad social. De hecho, como he reiterado, el motor teórico primordial
del desarrollo y la reorientación recientes de los estudios históricos ha
sido el creciente cuestionamiento crítico del supuesto de que la conciencia
de los individuos es un reflejo o expresión de sus condiciones sociales de
existencia y de que, por tanto, es en éstas donde se encuentra la explicación
última de sus acciones. Como expone certeramente Geoff Eley, una vez
que el compromiso de captar la sociedad como un todo unitario, subyacente,
ha entrado en crisis y que el concepto de sociedad ya no puede mantenerse
(porque no existe ninguna coherencia estructural que derive de la
economía, de un sistema social o de algún otro principio global de orden),
ello implica que aunque los fenómenos particulares —un
acontecimiento, una política, una institución, una ideología, un texto—
poseen contextos sociales particulares (en el sentido de condiciones, prác-
ticas, espacios que se conjugan para producir una parte esencial de su sig-
nificado) ello no quiere decir que exista una estructura dada, subyacente, a la
que esos fenómenos puedan ser referidos como expresiones o efectos1.
1 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of So-
ciety Two Decades Later», en Terrence J. McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human
Sciences, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1996, pág. 293.

143
Es cierto, por supuesto, que cuando observamos una conexión ma-
nifiesta entre una cierta situación social y una forma de conducta ten-
demos a considerar a la segunda como un efecto causal de la primera.
Sin embargo, arguye la nueva historia, ello se debe más al peso de unos
hábitos teóricos y de pensamiento que al hecho de que dicha conexión
realmente exista. Es más, a medida que el esquema explicativo, de la
historia social ha sido contemplado con ojos menos indulgentes, no sólo
se ha hecho añicos esa suerte de ingenuismo o sentido común causalista
social, sino que, además, se ha caído en la cuenta de que dicha historia
nunca ha explicado convenientemente mediante qué mecanismo
concreto las condiciones sociales se traducen en acción consciente. Es
decir, de que, parafraseando a Stuart Hall, la historia social no contiene
ninguna exposición detallada de los mecanismos reales mediante los
cuales los factores materiales reproducen su conocimiento ni, por tanto,
de los mecanismos por los cuales la transparencia de lo social puede ser
obscurecida por la falsa conciencia2. Se ha caído en la cuenta, en suma,
de que, como dirían algunos autores, la historia social nunca ha
desarrollado y hecho explícitos los microfundamentos de su teoría
social. Por el contrario, los historiadores sociales, al basarse en el
concepto de reflejo, se han limitado a dar por supuesto y considerar
como una premisa incuestionada la existencia de dicho mecanismo de
conexión causal. O, para ser más exactos, han dado por supuesto que al
existir un vínculo material entre ambas esferas, debería existir también
una relación causal.
Sin embargo, con el advenimiento de la historia postsocial, lo que
hasta ahora habían sido supuestos incuestionados se han transmutado en
interrogantes que exigen una respuesta. Pues, ¿qué es exactamente reflejar lo
social o estar determinado, en la acción, por el contexto social? ¿En qué
sentido y sobre qué base se puede aseverar que una forma de conciencia
o de conducta está causada por o es inherente a una cierta posición
social? Desde luego, arguye la nueva historia, la existencia de un nexo
material y empíricamente verificable o de una manifiesta correlación
espacial y temporal entre una situación social y un cierto curso de acción no
es suficiente para inferir que entre ambas existe una relación de naturaleza
causal, en el sentido básico de que la primera presuponga, aunque sólo sea
potencialmente, al segundo. Y ello ni siquiera, como se ha dicho, en los
casos en que los agentes afirman o creen actuar en razón

2 Stuart Hall, «The Toad in the Garden: Thatcherism among the Theorists», en Cary

Nelson y Lawrence Grossberg (eds.), Marxism and the Interpretation of Culture, Urbana y
Chicago, University of Illinois Press, 1988, pág. 44.

144
de su posición social. Y, por consiguiente, aunque ese nexo y esa corre-
lación puedan dar cuenta de las prácticas puramente materiales, difícil-
mente podrían explicar las prácticas significativas.
El primer síntoma de debilidad teórica del modelo causalista social
fue, como ya sabemos, el surgimiento de la historia sociocultural. Con el
propósito de paliar la creciente dificultad para explicar las conductas
significativas a partir exclusivamente de la posición y los atributos so-
ciales de los sujetos, los historiadores socioculturales introdujeron la
noción de mediación simbólica, haciendo así de la acción un efecto de la
recreación experiencia) de las condiciones sociales. Sin embargo, a
medida que el concepto de reflejo fue perdiendo autoridad explicativa y
se vio vaciado de contenido, llegó un momento en que ya no era su-
ficiente con ampliar el territorio de la creatividad subjetiva y de la au-
tonomía individual, sino que se hizo preciso reconsiderar y redefinir por
completo la naturaleza misma de la práctica social. De modo que la
pérdida de vitalidad teórica del modelo objetivista (unida a la simultánea
resistencia a recaer en el modelo idealista) ha propiciado la aparición de
una nueva concepción de la acción social y, con ella, de una imagen de la
sociedad gobernada por una lógica causal diferente a las supuestas hasta
ahora por la investigación histórica. O, dicho llanamente, ha llevado a
los nuevos historiadores a ofrecer una respuesta a la elemental pregunta
de por qué las personas se comportan como lo hacen que no es ya ni la
de porque han decidido libremente hacerlo así ni porque su posición
social las ha impelido a ello. De manera concreta, la aparición de la
nueva historia ha supuesto la formulación de la premisa de que las
acciones significativas no son ni actos de elección racional ni efectos,
sean inmediatos o simbólicos, del contexto social, sino que, por el
contrario, son el resultado de la particular articulación que los
individuos realizan de dicho contexto y de su posición en él. Y, por
tanto, si las personas actúan como lo hacen no es porque ocupen una
determinada posición social, sino, en todo caso, porque esa posición ha
sido dotada de un cierto significado en virtud de un imaginario social
dado. Desde este punto de vista, las relaciones de causa efecto entre
contexto social y acción no están inscritas en o son fijadas por el
primero, sino que se constituyen como tales en la esfera de la mediación
discursiva.
En efecto, en lo que al concepto de acción social respecta, lo que la
historia discursiva argumenta es que si los individuos no son sujetos ra-
cionales preconstituidos ni la sociedad es una estructura objetiva y si, en
consecuencia, ninguno de los dos puede ser la fuente de las formas de
conciencia, entonces es obvio que uno y otro carecen de la capacidad

145
para determinar causalmente las acciones significativas de los actores
históricos. En particular, si la objetividad no es un atributo que la rea-
lidad posee sino que adquiere al ser articulada y si, por tanto, los signi-
ficados y los estándares de racionalidad no son representaciones cultu-
rales o ideológicas de dicha realidad, entonces las acciones que los in-
dividuos emprenden basados en o guiados por ellos no pueden ser
consideradas como efectos de una determinación social. Por el contra-
rio, si esos significados y patrones de racionalidad se forjan como con-
secuencia de una operación de mediación discursiva, entonces ello im-
plica no sólo que el contexto no comienza a determinar las acciones sino
una vez que ha sido objetivado, también que la naturaleza de su de-
terminación (y, por tanto, sus resultados) depende de la forma específica
en que dicho contexto ha sido objetivado. Es decir, implica que las
referidas acciones no tienen su origen causal en el contexto social, sino
en la propia mediación discursiva y que, por tanto, su explicación ha
de buscarse, en última instancia, en el cuerpo de categorías mediante el
cual los individuos han dotado de significado a su entorno social, se han
puesto en relación significativa con él y se han configurado a sí mismos
como sujetos. Es la aplicación de ese cuerpo categorial la que establece
un cierto régimen de racionalidad práctica, es decir, la que define qué
conductas son lógicas o naturales y, por tanto, qué curso o programa de
acción es el adecuado en cada caso. En otras palabras, que si el patrón
discursivo está en la base de las percepciones conscientes que los
individuos tienen de su entorno y de sí mismos y de su existencia,
entonces es en función de ese patrón discursivo que los individuos se
comportan en tanto que agentes. Dicho de manera más concreta, que si
las personas construyen sus experiencias, intereses e identidades si-
tuándose a sí mismas dentro de un sistema de significados, entonces es
este último el que posibilita sus acciones y define un determinado patrón
de conducta. Y, por consiguiente, es dicho sistema, en su despliegue
histórico, el que genera tanto el diagnóstico de la situación como las
creencias, intenciones, sentimientos, pasiones, aspiraciones, esperanzas,
frustraciones o expectativas que motivan, subyacen, acompañan,
justifican y confieren sentido a las acciones que las personas emprenden,
desde las más cotidianas y rutinarias hasta las más complejas e
intelectualmente elaboradas.
Así pues, la nueva historia parte del supuesto de la historia social de
que los individuos son entidades naturales, pero los sujetos son en-
tidades históricas y que son estos últimos, y no los primeros, los únicos
que ejecutan acciones significativas. Asume, asimismo, que las formas de
racionalidad que subyacen a la práctica son productos históri-

146
cos y que, por tanto, el proceso histórico que convierte a los indivi-
duos en sujetos es el que, al mismo tiempo, los configura y capacita
como agentes. Desde este punto de vista, la acción no es una capacidad
que los individuos poseen intrínsecamente, sino una capacidad que
adquieren al constituirse como sujetos. Como he subrayado, los sujetos
no pueden ser agentes libres para realizar acciones racionales porque la
subjetividad que guía su conducta es una entidad derivada y, de hecho, la
propia noción de sujeto racional o yo (así como la forma de acción
humana asociada a ella) no es más que una forma históricamente
específica (moderna) de identidad, razón por la cual no puede ser tomada
como base de una teoría de la acción.
Ahora bien, la nueva historia, al negar el carácter estructural de la
realidad social y atribuir, en consecuencia, a la subjetividad una génesis
y una naturaleza diferentes, se distancia abiertamente de la historia social
y sitúa las acciones en un nuevo marco causal y de inteligibilidad. Si,
como dije, la subjetividad no es una representación del contexto social,
sino que se forja en el proceso de conceptualización de éste mediante
una matriz categorial, entonces no sólo es al actuar de acuerdo con esa
matriz que los individuos devienen agentes o sujetos de acción, sino que
sus acciones sólo resultan inteligibles si reconocemos y tomamos en
cuenta dicha matriz categorial. En ese sentido, la nueva historia continúa
sosteniendo que las acciones son respuestas a la presión del contexto
social, pero se trata de respuestas discursivamente mediadas. Lo cual permite
afirmar que, efectivamente, toda acción significativa está causalmente
vinculada a las condiciones discursivas (y no al contexto social) y que,
por tanto, la práctica social es, como diría Joan W. Scott, «un efecto
discursivo»3. De lo que se sigue, a su vez, no sólo que la discursividad es
una condición ontológica de la vida social, sino, además, como se-ha
indicado ya y subrayaré más adelante, que la investigación histórica ha de
adoptar un nuevo orden del día. A partir de ahora, para dar cuenta de la
práctica social de los actores históricos ya no basta con recuperar sus
motivaciones o reconstruir sus condiciones sociales, sino que será preciso
sacar también a la luz el contexto de significación en el que dicha
práctica hunde sus raíces.
Es en este sentido en el que la nueva historia afirma que la práctica
social no sólo está siempre inscrita en un determinado régimen dis-
cursivo, sino que éste opera como un auténtico fundamento causal.
Los individuos no evalúan y reproducen sus condiciones de vida o ela-

3 JoanW. Scott, Reseña de Heroes of Their Own Lives. The Politics and History of Family
Violence, de Linda Gordon, Signs, 16 (1990), pág. 851.

147
boran sus proyectos futuros en el vacío significativo, sino en un mundo
—que los incluye a ellos mismos— que ha sido construido signifi-
cativamente. De modo que lo que la práctica social hace es desplegar,
movilizar y realizar los significados y el régimen de racionalidad práctica
de un cierto discurso. Los agentes están constantemente operando
dentro de un universo de significación y, por tanto, desplegando en
forma de práctica el contenido, las posibilidades y las contradicciones de
éste, es decir, encarnándolo en creencias, relaciones, instituciones,
normas sociales o sistemas de valores. Como diría Keith M. Baker, al
perseguir sus propósitos y proyectos, los agentes están constantemente
«jugando en los márgenes [del lenguaje], explotando sus posibilidades y
ampliando el juego de sus significados potenciales». Además, continúa
Baker, aunque este juego de posibilidades discursivas puede no ser
infinito, está siempre abierto a los actores individuales y colectivos. Sin
embargo, añade, por la misma razón, se trata de un juego que «no es
necesariamente controlable por dichos actores»4. Por consiguiente, en
este proceso, los individuos no se sirven del discurso como un medio de
acción, sino que es el propio discurso el que, con su mediación activa,
establece las condiciones de posibilidad de la acción (razón por la cual esta
última no es meramente un acontecimiento, sino también un episodio, en
tanto que aparece inserta en una trama de significación que es la que la
provoca y la que le confiere su inteligibilidad).
Por supuesto, como he insistido, esta premisa teórica debe ser enten-
dida en su exacto sentido. También en este caso, por tanto, convendría
añadir, para evitar malinterpretaciones o juicios precipitados, una breve
nota aclaratoria. La nueva historia no niega, como si de una mera reac-
ción idealista se tratara, que las condiciones sociales son un factor condi-
cionante de la práctica. Lo que niega es que dicho condicionamiento sea de
carácter objetivo o estructural, en el sentido de que una cierta situación
social implique, de algún modo, por sí misma, una cierta respuesta o curso
específico de acción. Por decirlo en términos de resonancia foucaultiana,
la nueva historia no pone en duda que existan prácticas discursivas y no
discursivas, pero sí sostiene que las primeras están siempre articuladas por
las segundas y que, en consecuencia, las prácticas no discursivas carecen
de cualquier capacidad autónoma de causación.
Según los historiadores discursivos, es una obviedad empírica que la
realidad social impone límites a la acción, que toda práctica está social-
mente situada y constreñida por factores desconocidos y que el contex-
4 Keith M. Baker, Inventing the French Revolution, Nueva York, Cambridge University
Press, 1990, pág. 6.

148
to social presiona continuamente sobre los individuos y los fuerza a ac-
tuar. Es evidente, asimismo, que ese contexto delimita el campo de po-
sibilidades de la acción (y, por tanto, excluye ciertas acciones), que es el
marco referencial de las decisiones y elecciones y que proporciona a los
agentes sus recursos materiales, culturales u organizacionales. Sin
embargo, arguye la nueva historia, no es el contexto social el que pro-
porciona a los agentes ni las categorías ni los significados en que éstos
fundan sus acciones y, por tanto, aunque dicho contexto sea, sin duda, la
matriz material de la práctica, no constituye, desde luego, su matriz
causal. Es decir, que aunque las condiciones sociales constriñen, deter-
minan, habilitan, limitan, influyen en o simplemente afectan a las ac-
ciones, sólo lo hacen en el plano material o físico, no en el plano sig-
nificativo. De hecho, sostiene la nueva historia, el contexto social no
puede explicar nada porque no es algo ontológicamente independiente
de las prácticas discursivas que lo construyen. Y, por tanto, dicho de
manera más directa, la realidad social puede generar, por sí misma, en
los individuos ciertas reacciones materiales, pero no reacciones signifi-
cativas ni, por tanto, afectar a la dimensión significativa de la práctica
social. Por consiguiente, según la nueva historia, aunque, en el curso
de la práctica, los individuos y su contexto social interactúan de manera
permanente, lo analíticamente relevante es que no se trata de una in-
teracción entre instancias primarias u originarias, sino entre entidades
significativas, esto es, entre unos individuos y un contexto social que
han sido previamente construidos, respectivamente, como sujetos y
como objeto. Y de ahí que, además de los condicionamientos materiales
y humanos, toda acción en el mundo o sobre el mundo tenga lugar
siempre dentro de un espacio de significación que, al constituir una
instancia cualitativamente distinta de las demás que integran los
procesos sociales, opera como un factor causal primordial.
Así pues, si tuviéramos que responder a la pregunta de Geoff Eley de
qué espacio queda para las determinaciones específicamente sociales una
vez que se ha disuelto la noción de sociedad como categoría totalizadora,
habría que decir que la nueva historia no prescinde, en ningún
momento, de la causalidad social, pero sí la restringe al ámbito de lo
material y la supedita jerárquicamente a la mediación discursiva. Lo
primero quiere decir que si, como escribe el propio Eley, «lo social» se
«constituye a través del discurso», entonces, como se dijo, la «explicación
social» sólo puede dar cuenta de las prácticas materiales, pero no de las
significativas, es decir, de aquéllas que implican, movilizan o despliegan
algún tipo de sistema de significado. En cuanto a la segunda afirmación,
quiere decir que «lo social» ha perdido toda eficacia

149
causal autónoma al margen de la propia mediación discursiva, en el
sentido de que toda presión o determinación del contexto social sobre la
práctica es ejercida siempre, necesariamente, a través de una cierta
matriz discursiva5.
La insatisfacción epistemológica que ha llevado a los nuevos histo-
riadores a efectuar esta distinción entre causalidad social y mediación
discursiva es la misma que late, sin duda, bajo otras distinciones con las
que tiene algunos puntos en común. Estoy pensando, por ejemplo, en la
distinción que establece William H. Sewell entre formas mecanicistas y
semióticas de explicación de la vida social: la primera, basada en una
relación material de causa y efecto y, la segunda, en los «códigos» o
«paradigmas» que hacen posible la acción o la práctica humana6.
También Sewell mantiene que la causalidad mecanicista es imprescin-
dible para explicar los procesos sociales, pues elementos como las con-
diciones demográficas, económicas, geográficas o institucionales son
factores condicionantes de la práctica. Pero, a la vez, mantiene que di-
chos factores han de ser analizados simultáneamente con los semióti-
cos, pues ambos están estrechamente imbricados e interactúan entre sí.
En esta ocasión, sin embargo, Sewell apenas se adentra en el camino
recorrido por la nueva historia. Al reducir la «lógica semiótica» a un
conjunto de dispositivos formales o culturales (gestuales, icónicos, ritua-
les, etc.) y al no tomar en cuenta, por tanto, la existencia de patrones de
significado históricamente específicos, Sewell continúa concibiendo el
vínculo entre condiciones sociales y conciencia esencialmente en térmi-
nos del viejo modelo teórico dicotómico. Es decir, en términos de inte-
racción entre realidad social y recursos culturales (entre, por ejemplo,
«cambios en la estructura de clases rural» y «rituales agrarios»).
Sin embargo, desde la perspectiva de la nueva historia, hay prác-
ticas (o aspectos esenciales de ellas) asociadas a esos cambios socia-
les que quedarían inexplicadas si no se atiende a la mediación de de-
terminadas redes de significación. Y así, por tomar su propio ejemplo,
aunque es obvio, como Sewell arguye, que existe una conexión en-
tre cambios demográficos y oscilaciones de precios y salarios o pobre-
za, ni dicha conexión es únicamente mecanicista ni las consecuencias
enumeradas abarcan la totalidad del fenómeno histórico en cuestión.
Salvo, por tanto, que nos quedemos en un plano tan meramente ma-

5 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of So-

ciety Two Decades Later», pág. 214.


6 William H. Sewell Jr., «Language and Practice in Cultural History: Backing Away

from the Edge of the Cliff», French Historical Studies, 21, 2 (1998), págs. 250-252.

150
terial que el propio fenómeno pierda toda relevancia histórica, tendría-
mos que tomar en consideración otras circunstancias. La más impor-
tante de ellas, que los cambios demográficos no ejercen su presión en el
vacío, sino a través de unos agentes que encarnan patrones de signi-
ficado y que, por consiguiente, las prácticas resultantes dependen de la
manera específica en que los propios cambios o sus efectos son hechos
significativos. De este modo, la situación demográfica o su relación con
los recursos alimenticios puede explicar (al menos en principio) la bajada
de los salarios, la subida de precios o el incremento de la pobreza, pero
no las respuestas que estos fenómenos provocan. Ya sabemos —como
el propio Sewell ha estudiado— que tales fenómenos pueden ser
conceptualizados de diversas maneras y que las respuestas varían his-
tóricamente (desde la aceptación resignada como hechos naturales e ine-
xorables a la rebelión social) dependiendo del régimen discursivo vigente
en cada caso. Y ello sin olvidar, además, que los propios cambios de-
mográficos no son un fenómeno meramente natural o biológico, sino el
resultado, a su vez, de un conjunto de prácticas significativas.
Parece claro, pues, que con su decidido movimiento desde la cau-
salidad social a la mediación discursiva la nueva historia ha situado el
debate sobre la acción humana en unas nuevas coordenadas teóricas.
Dado que los nuevos historiadores están insatisfechos, como diría Ma-
riana Valverde, con «los modelos de acción social tanto estructuralistas
como voluntaristas»7 (así como con cualquier combinación de am-
bos), la reflexión y la discusión sobre la acción social ya no se plantean en
términos de un dilema o tensión entre libre albedrío y determinación
social, entre estructura y acción o simplemente entre individuo y
sociedad. Como he dicho, ese dilema o tensión tendría sentido si al
menos una de las dos instancias implicadas constituyera un componente
primario o condición previa de la acción, pero no una vez que se ha
rechazado la existencia tanto de la subjetividad racional como de la
objetividad social. Por consiguiente, en la fase historiográfica actual, ya
no se trata de defender bien la acción humana bien la coerción social,
sino de situar a la acción humana en un nuevo espacio causal y de
inteligibilidad. Es decir, que la cuestión crucial que hay que resolver no es
ya la de cuál es el grado exacto de autonomía de la acción o de libertad de
los agentes con respecto al entorno social, sino la de qué condiciones
discursivas han hecho posible que un entorno social dado haya generado
esa modalidad particular de práctica. De hecho, de no tomarse en

7 Mariana Valverde, «The Rhetoric of Reform: Tropes and the Moral Subject», In-
ternational Journal of the Sociology of Law, 18 (1990), pág. 61.

151
cuenta ese factor mediador, toda indagación histórica sobre la cuestión
sería una labor más bien estéril, pues su único fruto sería un mero in-
forme descriptivo de la correlación espacio-temporal entre ambas ins-
tancias carente de relevancia explicativa alguna e incapaz incluso de
elucidar las génesis de dicha correlación.

II
Esta crisis del concepto de causalidad social (y de la teoría de la
acción que le es propia) está en la base, por ejemplo, de la revisión crí-
tica que Margaret R. Somers y William H. Sewell han realizado, res-
pectivamente, de la historia del movimiento obrero británico y del
movimiento sans-culottes. En ambos casos, además, la crítica de la expli-
cación social va acompañada de la formulación de una nueva explicación
que se funda, de manera más o menos explícita, en el supuesto de que los
intereses, las identidades y las prácticas se forjan como consecuencia de
la mediación activa de marcos categoriales que tienen una procedencia
externa al referente social.
En el caso de Margaret R. Somers, ésta parte de una doble reconsi-
deración crítica. En primer lugar, subraya que la historia del movimiento
obrero británico ha estado incrustada en una metanarrativa objetivista
que concibe a la sociedad como una entidad natural autorregulada y
según la cual, en consecuencia, el movimiento obrero sería el efecto en
el plano consciente de los cambios experimentados por la sociedad
británica, de su transición desde una sociedad tradicional a otra
capitalista moderna por la vía de la industrialización. Según esta metana-
rrativa, existe un nexo causal entre los cambios sociales y económicos de la
Revolución Industrial (clase en sí) y la emergencia de una conciencia
revolucionaria (clase para sí) y, por tanto, esa transformación social, llá-
mese industrialización, modernización o proletarización, «desemboca en
«el "nacimiento de una sociedad de clases"»8. De manera más con-
8 Margaret R. Somers, «Narrativity, Narrative Identity, and Social Action: Rethinking

English Working-Class Formation», Social Science History, 16, 4 (1992), págs. 595-596. En lo que
sigue, indico las páginas entre paréntesis. Por supuesto, como afirma la propia Somers en
otros lugares, en el corazón de este esquema objetivista está «la problemática de Marx de
"clase en sí" y "clase para sí" —un tipo ideal que pronostica el desarrollo de una conciencia
obrera revolucionaria a partir de la estructura de clases "objetiva" del capitalismo» («Class
Formation and Capitalism. A Second Look at a Classic», European Journal of Sociology, 37, 1
[1996], pág. 180 y «Workers of the World, Compare!», Contemporary Sociology, 18 [1989], pág.
325).

152
creta, los cambios económicos (comercialización, creciente división
del trabajo y desarrollo tecnológico) quebraron paulatinamente los lazos
de las economías preindustriales, relativamente estáticas, dando lugar a
la aparición de las «relaciones de clase», así como del Estado liberal,
marco y soporte de la economía de laissez-faire. Mediante este proceso —
continúa Somers— las relaciones «tradicionales» se transformaron en
relaciones de clase, al tiempo que las culturas comunitarias artesanales,
basadas en una economía moral, fueron sustituidas por la fuerza de los
nuevos alineamientos de clase —del «nexo del pan al nexo del
salario» (596-597).
Por supuesto, una vez establecida la premisa de que existe un
vínculo causal entre transformación social y conciencia de clase, ésta
opera como una auténtica metanarrativa de la investigación histórica,
definiendo las pautas, los objetivos y los interrogantes de ésta, pues los
propios analistas hacen uso de las categorías metanarrativas como si éstas
fueran etiquetas de la realidad. De modo que, como arguye Somers, en la
medida en que la cuestión de la acción social de la clase obrera está
vinculada a priori a las transformaciones sociales de la industrialización y
del nacimiento de la sociedad de clases, la tarea de investigación quedará
limitada a la elaboración de diferentes versiones de la presumida (pero
no demostrada) relación de causalidad entre las transformaciones
sociales y la conciencia de la clase obrera (598). En otras palabras, que al
otorgar a los cambios socioeconómicos y a la proletarización la
condición de base objetiva del movimiento obrero y ver a éste como
una «respuesta», en forma de acción colectiva, a esos cambios, lo único
que quedaría por explicar serian las «variaciones históricas» de este
esquema fundamental de desarrollo. Sin embargo, según Somers, dicha
premisa, aunque incuestionada, es errónea, pues la identidad y la práctica
de la clase obrera no son respuestas a o expresiones de los cambios
sociales y de la aparición de la sociedad de clases, sino resultados de un
proceso completamente distinto. Y, por tanto, como sostiene la autora
en su crítica a Ira Katznelson, no se debería tomar como un aserto
teórico precisamente lo que requiere de demostración empírica, a saber,
la primacía causal de la proletarización9.
Antes de llegar, sin embargo, a ese punto de su exposición, Somers
opone un segundo reparo crítico, que se deriva del precedente y que es

9 «Workers of the World, Compare!», pág. 328. Se refiere a Ira Katznelson, «Intro-

duction: Working-Class Formation: Constructing Cases and Comparisons», en Ira Katz-


nelson y Aristide R. Zolberg (eds.), Working-Class Formation. Nineteenth-Century Patterns in Western Europe
and the United States, Princeton, Princeton University Press, 1986.

153
igualmente relevante desde un punto de vista historiográfico. La referida
metanarrativa —con su correspondiente teoría de la formación de la
clase— define, normativamente, cuál es la conducta natural de la clase
obrera y, por tanto, conceptualiza como un problema de desviación o
anomalía (596) aquellos comportamientos que no se ajustan a ella. Lo que
no es más que el corolario inevitable de la aplicación del supuesto
objetivista de que una determinada posición social entraña una
determinada conducta. En consecuencia, dado que la metanarrativa
implanta un modelo general de relación entre industrialización,
proletarización, nacimiento de la sociedad de clases y la presumida res-
puesta conductual de la clase obrera, el interrogante que ha guiado todos
los estudios de la formación de la clase obrera ha sido el de «a qué se
debe el fracaso (o incoherencia, peculiaridad o desviación) de la clase
obrera "real"» (594). De modo que el peso y la capacidad articuladora de
la metanarrativa objetivista han impuesto la convicción historiográfica
de que este fracaso ha sido de la clase obrera, no de la teoría. Y de ahí
que la historia social del movimiento obrero haya tendido a situar en
primer plano lo que Somers llama la epistemología de la ausencia (596) y, por tanto,
que los estudios del movimiento obrero se hayan concentrado no tanto
en el análisis de la constitución efectiva de la identidad de los individuos
o grupos objeto de atención, como en las «excepciones» a la predicción.
Así como que hayan conceptualizado la historia del movimiento obrero
básicamente en términos de desviación y no, por ejemplo, de variación. Es
decir, que no se hayan concentrado en explicar qué está o ha estado
empíricamente presente, sino más bien el fracaso de las personas para
comportarse correctamente de acuerdo con la predicción teórica. De
modo que, como ella dice, los estudios de la formación de la clase
obrera presentan una propiedad muy peculiar, a saber, la de que «en vez de
intentar explicar la presencia de disposiciones y prácticas radicalmente
diversas, se han concentrado desproporcionadamente en explicar la
ausencia de un resultado esperado, a saber, la emergencia, entre la clase
obrera occidental, de una conciencia de clase revolucionaria»10.
Así pues, la primera implicación historiográfica, de orden tanto
teórico como epistemológico, que se sigue de la argumentación de So-
10 Y de ahí que el resultado historiográfico de este «fracaso» de la clase obrera occi-

dental «para comportarse correctamente» sea tan llamativo: «En vez de una rica biblio-
grafía que explique las variaciones entre las historias de la clase obrera, lo que encontra-
mos es un sinnúmero de explicaciones sobre por qué una determinada clase obrera se
"desvió" de la predicción» («Class Formation and Capitalism», pág. 180 y «Workers of
the World, Compare!», pág. 325).

154
mers es que los conceptos —incluidos los de la propia historia social—no
son meras etiquetas designativas de hechos reales, sino el fruto de la
articulación metanarrativa de éstos. Pero hay una segunda implicación
igualmente trascendental, a saber, que todo intento de renovar la historia
del movimiento obrero ha de comenzar por la deconstrucción de tales
conceptos, naturalizados por decenios de predominio social y analítico
de una metanarrativa basada en las nociones de sociedad y de
determinación social. Como la propia Somers dice, si deseamos revisar la
teoría de la formación de la clase obrera, debemos reconocer, recon-
siderar y desafiar esa metanarrativa (593); es decir, debemos poner en
cuarentena la ecuación causal entre cambio social e identidad, única
manera de desbloquear la investigación histórica en este campo.
¿Pero qué explicación histórica de la constitución del movimiento
obrero se desprende concretamente de esta crítica de la explicación social
y de la desnaturalización conceptual de la metanarrativa moderna? Si
dicho movimiento no es una expresión de la modernización social,
entonces ¿qué es? La conclusión que se desprende de la exposición de
Somers es que el movimiento obrero se constituyó en un espacio dis-
tinto a la esfera social y mediante un proceso histórico diferente del su-
puesto por la historia social-sociocultural. El movimiento obrero britá-
nico de la primera mitad del siglo XIX fue el fruto no de las transforma-
ciones socioeconómicas, sino de la aprehensión significativa de éstas y, en
general, de las relaciones sociales y políticas, mediante un determinado
patrón discursivo (o, en la terminología de Somers, de una «narrativa») y,
por tanto, del despliegue, en el terreno de la práctica, de las categorías
constitutivas básicas de éste. Es decir, que también en este caso
particular, fue dicha mediación la que hizo que la situación social
deviniera acción. El patrón discursivo en cuestión es el discurso liberal-
radical, cuyo principio categorial (o «tema narrativo») esencial era que «el
pueblo trabajador tenía un derecho inviolable a ciertas relaciones políticas y
legales» (612). Es esta categoría de derechos la que articula la experiencia,
los intereses, la identidad y, por consiguiente, la que genera las formas
de acción y de práctica política de los miembros del movimiento obrero.
Según la descripción de Somers, ese patrón discursivo incluía derechos
de ciudadanía, una determinada noción de pueblo o una concepción
particular de la ley y de la relación legal entre el pueblo y la ley, a la vez
que su concepto de derechos definía la independencia y la autonomía
como inexorablemente vinculadas a los derechos de propiedad del
pueblo trabajador. Unos derechos que eran «sólo en parte el fruto del
trabajo individual; se asentaban primariamente en la pertenencia a una
comunidad política» (612). Como lo ex-

155
presa con precisión la propia Somers, este «lenguaje de derechos» fue «el
prisma explicativo a través del cual los asuntos de clase y otros aspectos
del infortunio social fueron mediados y dotados de sentido» (613). Y, por tanto,
fueron las categorías de ese patrón discursivo las que constituyeron al
movimiento como tal, pues al ser a través de ellas como se evaluaron y
explicaron y se dio significado a los acontecimientos, fueron ellas las
que proporcionaron la guía para la acción y los medios para poner
remedio a las injusticias y a la miseria (612).
En suma, que la explicación que propone Somers es la de que el
movimiento obrero, en lugar de ser un efecto de los cambios socioeco-
nómicos y del nacimiento de la sociedad de clases, no es sino una con-
secuencia de la intervención de un patrón de significado, de participa-
ción legal y política, que se había ido configurando, en Inglaterra, a lo
largo de los siglos precedentes (y que, añadiría yo, se afianzó aún más
por la influencia de la Revolución Francesa), que incluye pautas espe-
cíficas de acción y de protesta y con el cual las «familias obreras» articulan
su identidad en los albores del siglo XIX. Es eso lo que explica, en
palabras de Somers, que «en medio de la peor miseria de sus vidas, las
familias industriales inglesas basaran su protesta no en demandas eco-
nómicas o en las de la "economía moral", sino en la reclamación, am-
pliamente concebida, del derecho legal a la participación, a una justicia
social sustantiva (Leyes de Pobres), al control del gobierno local, a unas
relaciones familiares y comunitarias cohesivas y a métodos "modernos"
de regulación del trabajo (sindicatos) y del derecho a la independencia —
sea de los capitalistas, del Estado o de otros trabajadores». Es decir, lo que
explica que, para dar cuenta de su miseria y orientar su acción, se basaran
en una argumentación cuyo hilo conductor es «la noción de justicia y de
derechos de pertenencia» y, en consecuencia, que dirigieran sus protestas contra
la ley, las autoridades legales, las ideas legales de universalidad y equidad,
la política local y las instituciones legales (612).
A una similar reconsideración crítica de la explicación social contri-
buye claramente la obra de William H. Sewell sobre los sans-culottes11

11 William H. Sewell Jr., «The Sans-Culotte Rhetoric of Subsistence», en Keith

M. Baker (ed.), The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture, vol. 4: The Terror, Oxford,
Pergamon, 1994, págs. 249-269. Indico las páginas entre paréntesis. Por supuesto, en la
exposición de Sewell los elementos propios de la nueva historia aparecen imbricados con
los de la historia sociocultural. Sin embargo, yo tendré en cuenta solamente los primeros,
pues nuestro objetivo aquí no es reproducir en su totalidad la argumentación del autor,
sino enfatizar la contribución de esta obra a la configuración de la nueva teoría de la
acción social.

156
También Sewell pone en duda que entre la posición socioeconómica
de los sans-culottes y su práctica consciente exista una conexión causal y
que, por tanto, la segunda deba considerarse como un efecto de la
primera. Por eso su exposición se inicia con una recusación crítica de la
interpretación materialista de dicho fenómeno histórico, especialmente
en la formulación clásica de Albert Soboul. Recordemos brevemente, a
este respecto, siguiendo al propio Sewell, que la explicación social de
Soboul se basa en la premisa de que los agrupamientos identitarios —o
sujetos históricos colectivos— son expresiones de agrupamientos
socioeconómicos y que, por tanto, en este caso, la conciencia, el
programa y la práctica política del movimiento sans-culottes brotó di-
rectamente de las condiciones sociales de una categoría socioeconómica
o grupo social identificable como la «sans-culotterie». Un grupo que no
es, por supuesto, una clase (pues incluía tanto a empleadores como a
empleados), pero cuyos miembros comparten un interés común
como consumidores: el precio del pan, y no los salarios, es el gran pro-
blema económico del momento y es el hambre lo que une a todos frente
al gran comerciante, al noble o al burgués especulador. Además, según
Soboul, esa unidad de conciencia se debía a la influencia de los maestros
artesanos sobre su fuerza de trabajo, pues aunque maestros y oficiales
tienen relaciones diferentes con los medios de producción y existen
conflictos entre ellos, la pequeña escala de la producción y la
consiguiente intimidad entre maestros y oficiales daba como resultado
una coincidencia básica entre ambos en cuanto a su visión de la socie-
dad. En cuanto a la visión sans-culottes del suministro de alimentos, en
particular, Soboul la concibe también como brotando de manera natural
de las condiciones económicas de los sans-culottes (250).
Sewell considera, por el contrario, que la conciencia y la práctica
del movimiento no son expresiones de las condiciones materiales de
existencia de sus miembros, pues aunque las condiciones económicas
del menu peuple parisino fueron, en 1793, una fuente importante de su
discurso político sobre las subsistencias, la determinación de los factores
económicos no fue, como Soboul pretende, ni tan directa ni tan in-
mediata. Es más, según Sewell, la propia «sans-culotterie», entendida
como categoría social y económica unitaria, no existió como tal y, por
tanto, difícilmente sus condiciones y experiencias pudieron ser la fuente
de las ideas de los sans-culottes (252-253). Lo que le lleva a concluir que si
«la retórica del terror económico» no fue una consecuencia natural del
«ser social sans-culottes», entonces su existencia necesita «una considerable
exégesis explicativa» (250). Una exégesis que ha de tomar en
consideración, como veremos enseguida, otros factores o ingredien-

157
tes del proceso de constitución de dicha retórica a partir de la situación
socioeconómica.
Tras establecer estos principios generales, Sewell los aplica al análisis
de uno de los componentes esenciales del programa de los sans-culottes, la
cuestión de las subsistencias (los precios y el suministro de alimentos).
Un terreno en el que lo que los sans-culottes reclaman, fundamentalmente,
es el control y condena de los acaparadores y la fijación de un
maximum. La tesis central de Sewell, en este punto, es que la «retórica
sans-culottes de las subsistencias» no está causalmente determinada por las
condiciones de vida de los miembros del movimiento y, en particular,
por la escasez y carestía de los alimentos y, por tanto, que el programa
de reivindicaciones de los sans-culottes se constituyó en una esfera distinta
de la social. Según Sewell, dicho programa es el resultado de la
aprehensión y organización significativa de la situación social en general
y del estado de las subsistencias en particular mediante ciertas categorías
o principios, en el sentido de que son éstos los que, al conferir su
significado a los hechos sociales, definen los objetivos que quieren
alcanzarse y los que, al proyectarse en práctica, determinan el carácter, la
orientación y las formas de acción política del movimiento. En palabras
del propio Sewell, la retórica de las subsistencias de los sans-culottes no es
definida por la posición social o la afiliación política formal de sus
autores, sino que es definida por «sus características discursivas», pues la
retórica de las subsistencias se puede caracterizar como un discurso
autoconsistente cuya dinámica autónoma y efectos políticos no pueden
reducirse a los intereses o proyectos sociales de ninguna categoría social
particular. De hecho, subraya a continuación, dicho discurso no sólo
articuló el programa y la práctica de los sans-culottes, sino que fue
compartido también por otras opciones políticas, pues constituía «un
sistema retórico disponible públicamente que sirvió como referencia
común a actores políticos de las más diversas procedencias sociales y con
distintos compromisos institucionales y que se implicaron en proyectos
globales bastante diferentes» (253).
A continuación, Sewell especifica cuáles son esos principios que
generan el programa de acción de los sans-culottes. En primer lugar,
afirma Sewell, el programa sans-culottes no es sólo una aserción de los
intereses de los pobres urbanos, sino que está lleno de exhortaciones
morales y declaraciones metafísicas y, en particular, de hostilidad contra
la Iglesia. En concreto, al secularizar el drama de la salvación religiosa y
reemplazarlo por el drama de la salvación de la humanidad en la tierra
(253), la política alimentaria encontró su lugar en este drama cósmico
del bien y del mal (254). El segundo principio discursivo es la

158
consideración de la naturaleza como la fuente sagrada de la verdad y del
sustento físico y espiritual. Para los republicanos, la vida es el supremo
don de la naturaleza y asegurar la continuidad de la vida mediante la
generosidad de la naturaleza era el deber político más fundamental. El
tercer principio es la definición del derecho a la subsistencia como «un
derecho del hombre sagrado e imprescriptible» (254). Fueron principios
como éstos los que, al operar como patrones organizadores de la
experiencia y de los intereses y al objetivar ciertos hechos sociales como
problemas que había que resolver, generaron el movimiento de los sans-
culottes y convirtieron a sus miembros en sujetos históricos. Y así, por
ejemplo, en lo que se refiere a la escasez, al no ser conceptualizada
como una consecuencia de las malas cosechas, sino de la especulación
(pues la naturaleza produce lo suficiente como para alimentar a la
población), lo que se propone como solución es la represión de los
acaparadores. Como dice Sewell, al basarse en el supuesto de que la
abundancia es natural y de que la escasez sólo puede ser el resultado de
la manipulación, los sans-culottes consideran que la carestía es «artificial»,
fruto del acaparamiento, que el objetivo de los acaparadores es destruir
la República (256) y que, por tanto, es necesario dictar leyes severas
contra ellos (257). Asimismo, esa articulación de la situación social y
económica es el medio a través del cual los referidos principios se
proyectan en acción. Y así, por ejemplo, el derecho natural a la
subsistencia se traduce en la exigencia de fijar el precio de los bienes de
primera necesidad, así como la supeditación a dicho derecho del derecho
de propiedad. Y de ahí que los sans-culottes consideren que la República
tiene el derecho de regular los precios (254) y que los cultivadores y
comerciantes han de estar supeditados al bienestar público, por lo que se
les equipara con los funcionarios: son servidores públicos cuya función
es el suministro de alimentos (255). La consecuencia de que esta
articulación fuera realizada mediante un entramado categorial nuevo es lo
que explica, finalmente, que la escasez y carestía de los alimentos no
produjera simplemente, como en períodos anteriores, motines de
subsistencia, sino acciones de protesta de carácter político.
Según Sewell, precisamente la existencia de esta red de implicación
mutua que vincula la retórica de subsistencia con la más amplia armazón
discursiva del tenor (contra los acaparadores por contrarrevolucionarios)
es lo que suscita serias dudas sobre la explicación de Soboul de los
orígenes sociales de la ideología sans-culottes. Pues no se trata sólo de
una reivindicación material de suministro de alimentos, sino que dicha
reivindicación se inscribe dentro de un más amplio programa de lucha
contra la contrarrevolución y de reclamación de derechos. Los

159
intereses materiales no son meros atributos sociales que se hacen ma-
nifiestos en la esfera política, sino que ellos mismos son construcciones
significativas12. Esto no significa, en modo alguno, que la situación
socioeconómica y, en particular, el hambre no sean factores esenciales
en la configuración del programa y de la práctica de los sans-culottes.
Esto no quiere decir, como subraya Sewell, «que ni la substancia de la
retórica ni su papel en la política de la Revolución carecen de determi-
nantes sociales» (253). Por supuesto, el hambre no sólo existe, sino que
es la base material de la retórica de las subsistencias. El hambre era un
fenómeno real y un problema crónico en la época de la Revolución,
pues no sólo las malas cosechas eran frecuentes, sino que, dado que la
mitad del salario se gastaba en alimentos, cualquier subida de precios
resultaba en hambre. Por tanto, había buenas razones para que la gente
se preocupara por el hambre y, de hecho, no sólo ésta fue uno de los
motivos de los levantamientos urbanos de 1789, sino que la memoria
de las privaciones se mantuvo en los anos siguientes. Por consiguiente,
nadie pone en duda que la retórica sans-culottes de las subsistencias tenía,
como Sewell sentencia, «unas bases económicas reales» (261).
Sin embargo, lo que está en discusión no es la existencia del hambre ni
su conexión evidente con el programa y la práctica sans-culottes. Lo que está
en discusión es la naturaleza de esa conexión, es decir, la respuesta a la pre-
gunta de por qué el hambre generó ese tipo específico de reacción, de acti-
tud, de demandas y de acción politica. Y eso no puede explicarlo la mera
existencia del hambre, sino que es preciso tomar en consideración la
mediación de categorías como las enumeradas (lucha entre el bien y el mal, la
naturaleza como fuente de vida o el derecho natural a la subsistencia)13.
12 El hecho de que tal ecuación causal entre la escasez y el programa sobre las sub-
sistencias no exista es, justamente, la razón por la que Sewell considera como «insosteni-
ble» (262) la tesis de Soboul y George Rudé de que la pequeña escala de la industria ur-
bana y la alta proporción de ingresos gastada en pan «garantizaba que las clases popula-
res de París definirían sus intereses como consumidores antes que como productores y
que estarían obsesionadas con el suministro y el precio de los alimentos más que con los
salarios y las condiciones de trabajo» (261-262).
13 De ahí la afirmación de Sewell de que, «aunque es sin duda cierto que el hambre y el

temor al hambre dieron lugar, en el París revolucionario, a una amplia preocupación por
el suministro y el precio de los alimentos, sólo un camino muy indirecto puede llevamos
desde el hambre a la elaborada y compulsivamente repetida figura retórica del complot
contrarrevolucionario para matar de hambre al pueblo y destruir la República. La causa
indicada [el hambre], aunque ciertamente importante, parece totalmente insuficiente para
explicar el exagerado efecto. Para explicar el surgimiento de una particular retórica sans-
culotte de las subsistencias en el discurso revolucionario de 1793 se requiere una historia
más complicada que la que Soboul pretendía contar» (261).

160
De hecho, la insuficiencia de la explicación social estriba en que da por
sentado que el hambre genera, por sí misma, en los individuos, un de-
terminado tipo de respuesta, sin caer en la cuenta de que ésta depende de
las diversas existencias objetivas (es decir, significados) que el hambre
adquiere según el imaginario social vigente en cada caso. Es más, la
existencia misma de una respuesta depende de que el hambre haya sido
objetivada de una cierta manera: por ejemplo, no como un fenómeno
natural o providencial, sino como un problema social que hay que
resolver. Por consiguiente, desde esta perspectiva, los sans-culottes no
reaccionan como lo hacen simplemente porque el hambre los acucie,
sino porque, al percibirla y experimentarla mediante el imaginario
moderno, deviene un derecho natural vulnerado y un mal social solu-
cionable con medidas políticas. Unas medidas que, a su vez, sólo pu-
dieron ser concebibles (y puestas en práctica) porque previamente exis-
tían los mencionados principios discursivos. Por consiguiente, quien
desee comprender y explicar la práctica sans-culottes en este terreno no
puede limitarse a constatar la existencia del hambre y su condición de
motivo central del programa sans-culottes, sino que ha de explicar por qué
y cómo el hambre fue objetivada de esa manera concreta y generó, en
virtud de ello, una determinada práctica social y política.
Para reforzar su argumentación, Sewell recurre a una comparación
entre el París de 1793 y el de 1848 que, según él, debería dejar clara la
insuficiencia de la argumentación de Soboul y Rudé. También en 1848,
aunque los precios son moderados, se ha salido recientemente de un
período de hambre terrible, la relación entre salarios y precios es similar
y la industria fabril apenas ha avanzado, predominando aún el pequeño
taller y el trabajo manual. Sin embargo, dice Sewell, en la revolución
parisina de 1848 «apenas se dijo una palabra sobre el problema de las
subsistencias». Por el contrario, fue el trabajo, y no las subsistencias, el
tema candente. En vez de reclamar la fijación de un máximum y el
castigo de los acaparadores, lo que los trabajadores parisinos reclamaban
era una reforma en la «organización del trabajo» y que sus patronos les
concedieran tarifas más favorables (262). De manera que, «aunque las
condiciones económicas de París a mediados del siglo XIX eran
sorprendentemente similares a las de los años 1790, las demandas
políticas de los pobres parisinos fueron totalmente diferentes» (262).
¿Qué es lo que este hecho pone de manifiesto? ¿A qué se debe este
marcado contraste? Según Sewell, lo que este hecho revela es que las
condiciones económicas no dan lugar a intereses políticamente rele-
vantes de la manera directa y obvia asumida por Soboul y Rudé,
sino que dichos intereses son «profundamente configurados por la

161
cultura política circundante»14. Y por eso, en 1848, la gente corriente
de París definió sus intereses como trabajadores porque en las dos últimas
décadas la categoría de trabajo se había establecido socialmente y había
convertido a la identidad política «trabajador» en particularmente
poderosa. Y, por tanto, el referido contraste se debe a que, aunque las
condiciones sociales y económicas sean similares, éstas son articuladas
mediante principios discursivos diferentes, haciendo, a su vez, que los
intereses, las formas de identidad, los programas y la práctica política
sean también diferentes. Por eso la conclusión de Sewell es que «para
entender por qué en 1793 los parisinos, en una situación similar,
definieron sus intereses como consumidores, debemos tener en cuenta
algo más que el hecho de que el pan constituía un porcentaje elevado de
sus gastos; debemos ser capaces de explicar cómo la cultura política de
su tiempo convirtió el precio y la disponibilidad de pan en la cuestión
crucial, en lugar de desviar su atención hacia la cuestión,
económicamente equivalente, de la obtención de un salario suficiente
para pagar el pan» (262). Es decir, debemos conocer mediante qué ca-
tegorías discursivas (derecho natural a la subsistencia o trabajo) se ha
conferido significado a la situación social y diseñado el correspondiente
programa de acción (exigencia del máximum o reorganización del
trabajo).

III

La nueva teoría de la acción social esbozada aquí es la que está en la


base, asimismo, en particular, de la concepción de la acción política
desarrollada por la historia postsocial. Hasta ahora, los historiadores ha-
bían concebido la política bien como una esfera subjetiva causalmente
autónoma (historia tradicional y revisionismo) bien como una repre-
sentación de intereses e identidades sociales (historia social). La nueva
historia, sin embargo, al hacer una distinción entre discurso político y
vocabulario político (esto es, entre la matriz categorial subyacente y las
formas de conciencia que resultan de su aplicación a la vida política),

14 Sewell tampoco define expresamente el concepto de «cultura política». No obs-

tante, dicho concepto no parece referirse simplemente a un conjunto de ideas políticas,


sino a una instancia histórica específica. En cualquier caso, recordemos, a este respecto,
que el hecho de que el discurso moderno adopte con frecuencia una forma política —y no,
por ejemplo, religiosa— no debe llevamos a confundir el lenguaje politico en tanto que
patrón de significados con su proyección subjetiva en forma de vocabulario político.

162
atribuye un nuevo origen causal a la acción política, ya que es la me-
diación del discurso político la que proporciona a los individuos el
diagnóstico de su situación, constituye a éstos como sujetos políticos y
define sus intereses en este terreno y, por consiguiente, la que prefigura
un cierto curso de acción y da carta de naturaleza a determinados
conflictos y relaciones de poder15. Como diría Margaret R. Somers, la
acción política no es una exteriorización de intereses sociales, sino el
resultado del despliegue de una «red conceptual», del tipo de la deno-
minada «teoría anglo-norteamericana de la ciudadanía», que constituye
una «matriz estructural relacional de principios teóricos y supuestos
conceptuales» en función de la cual los individuos organizan, configuran
y dan sentido a su práctica política16.
Esta es la perspectiva teórica que adopta, por ejemplo, Keith M.
Baker en su análisis de la Revolución Francesa. También Baker parte de la
distinción entre marco categorial (lo que él denomina «cultura política») y
subjetividad y, por tanto, sostiene que el primero no es ni un reflejo de
las condiciones sociales ni un artefacto subjetivo creado y manejado por
los agentes, sino que es una instancia previa que toma parte activa en la
configuración de las identidades políticas y de los conflictos que las
enfrentan y que modela, orienta y confiere sentido a la práctica política.
En el caso particular de la Revolución Francesa, arguye Baker, el
lenguaje político no era un instrumento en manos de los actores
revolucionarios, sino que, por el contrario, éstos «se veían cons-
tantemente arrastrados por el poder de un lenguaje que se mostraban
incapaces de controlar»17. Y, por consiguiente, las causas de la Revolu-
ción no se encuentran ni en el contexto socioeconómico ni en la esfera
ideológica, sino en la mediación de una cultura política que forja a los
propios actores y autoriza sus acciones. Según sus propias palabras, esa
cultura política «comprende las definiciones de las posiciones relativas
de sujeto desde las que individuos y grupos pueden (o no) legítimamente
hacerse sus demandas unos a otros y, por consiguiente, de la
15 Por supuesto, la práctica política depende también de la forma históricamente es-

pecífica en que la propia política es articulada como esfera social y campo de actividad. Así,
por ejemplo, el hecho de que el discurso moderno objetivara a la política como esfera
pública fue lo que confirió a la acción política la condición de medio primordial de
intervención social y de creación, regulación y transformación de las relaciones sociales.
16 Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural about Political Culture and the Public

Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept Formation», Sociological Theory, 13, 2 (1995),
pág. 134.
17 Keith M. Baker, Inventing the French Revolution, pág. 7. Indico las páginas entre paréntesis.

163
identidad y los límites de la comunidad a la que pertenecen. Constituye
los significados de los términos en que estas demandas se inscriben, la
naturaleza de los contextos a los que pertenecen y la autoridad de los
principios de acuerdo con los cuales se hacen vinculantes. Configura el
contenido y el poder de las acciones y procedimientos por los que se
resuelven las confrontaciones, se adjudican autorizadamente las de-
mandas en conflicto y se refuerzan las decisiones vinculantes» (4-5). De
hecho, según Baker, la historia social, al concebir la Revolución como el
resultado del «ascenso de la burguesía al poder como la manifestación de
una necesidad histórica objetiva», es incapaz de percibir el fenómeno
clave, a saber, la aparición de una nueva forma de discurso político que
instituye nuevos modos de acción política y, por tanto, es incapaz de
captar la intervención constitutiva del lenguaje que subyace al proceso
revolucionario (18).
De ahí la crítica de Baker a la tesis de autores como Francois Furet y
Lynn Hunt de que lo que ocurre durante la Revolución es que la sub-
jetividad se independiza temporalmente de su base social y el conflicto de
intereses sociales es reemplazado por una lucha simbólica en tomo a la
definición conceptual de la legitimidad. Es decir, que, como argumenta,
según Baker, Furet, el colapso de la autoridad real en 1789 provocó que
la relación entre poder e intereses sociales se rompiera, que los intereses
sociales se pusieran en suspenso en favor de una supremacía de las ideas
sobre el mundo real y que, en consecuencia, el orden social fuera
reconstituido en el nivel de la ideología. Sin embargo, objeta Baker, no
se trata de que, en una coyuntura de crisis y de cambios vertiginosos, la
esfera simbólica se independice provisionalmente de su base social y el
lenguaje adquiera, en virtud de ello, tal capacidad realizativa, sino de que
el lenguaje posee siempre dicha capacidad y es siempre un generador activo
tanto de los intereses como de la conducta política implícita en ellos. Es
decir, que «la lingüisticidad» no es un paréntesis excepcional o un rasgo
peculiar de la Revolución Francesa, sino una condición histórica
permanente (7-8). Lo que ocurre es que tanto Furet como Hunt, al operar
con un modelo teórico dicotómico, no pueden distinguir entre discurso
y vocabulario políticos y, por tanto, toda desvinculación causal de la
acción política con respecto al contexto social les conduce
inexorablemente a una restauración de la explicación intencional. Sin
embargo, como argumenta Baker, la acción política no es una práctica
simbólica, sino discursiva y de ahí, precisamente, que para entender y
explicar la Revolución Francesa sea preciso identificar el campo del
discurso político, reconstruir la cultura política o conjunto de patrones y
relaciones que la hicieron posible (24).

164
Según Baker, la cultura política que generó la Revolución se forjó a
lo largo del siglo )(vil' al ser sustituido el molde absolutista por un nuevo
marco discursivo que, al tener como piedra angular el concepto de opinión
pública, provocó un desplazamiento de la fuente de legitimidad de la
autoridad política desde la corona a la sociedad civil. Esta nueva cultura
politica fue el resultado de una separación de los atributos que habían
estado tradicionalmente unidos en el concepto de autoridad monárquica
—razón, justicia y voluntad— y de su reconceptualización en un
lenguaje de «ciencia social» y orden natural y racional que fue el que
hizo «pensable», y, por tanto, posible, la Revolución Francesa. Es decir,
el lenguaje que sirvió de soporte al programa de uniformidad
administrativa, derechos civiles, igualdad fiscal y representación de los
intereses sociales a través de la participación en la gestión política y el
que sentó las bases de la reconstitución del nuevo orden social sobre
principios como los de propiedad, utilidad pública, derechos del
hombre, soberanía nacional, representación o gobierno responsable (24-
26 y 199).
Es precisamente esta crisis de la noción instrumentalista del len-
guaje político y de la concepción representacionista de la política la
que está obligando a los historiadores a reconsiderar también la génesis
y naturaleza tanto de los conflictos políticos como del poder político.
Veámoslo muy brevemente. Con anterioridad, las luchas políticas habían
sido concebidas en términos de confrontación ideológica o, como dirían
algunos autores, en términos de una pugna por apropiarse de o por
adjudicar significado a los conceptos políticos e imponer, de este modo,
uno u otro criterio de legitimidad. Esta concepción se basa en el
supuesto de que las identidades políticas están previamente dadas en
otra esfera y concurren a la lucha política con el propósito de realizar
unos intereses (sean naturales o sociales) que están preestablecidos. Sin
embargo, si, como sostiene la nueva historia, dichas identidades, así
como sus intereses, se constituyen en el espacio de significación creado
por el discurso político, entonces las relaciones que entablan y los
conflictos que las enfrentan tampoco pueden tener un fundamento
causal externo, sino que son forjados por el mismo proceso de mediación
discursiva. Es este proceso el que crea las condiciones de emergencia de
determinados conflictos, el que establece los términos, los objetivos y el
alcance de la confrontación, el que hace inteligibles las demandas
mutuas y el que proporciona a los agentes los recursos retóricos de los
que se sirven. Por consiguiente, no se trata de que, por citar un ejemplo
corriente, las diferentes opciones políticas traten de imponer su definición
de categorías como las de democracia, libertad

165
o igualdad, sino de que es la existencia de tales categorías la que hace
que surjan los correspondientes conflictos en torno a ellas. Como he
mostrado ya, los grandes conflictos políticos de la sociedad moderna no
están motivados por la exclusión política, la privación de derechos o las
desigualdades sociales, sino por el hecho de que tales circunstancias han
sido hechas significativas (y, en consecuencia, consideradas como
injustas o antinaturales) mediante categorías como las de democracia,
libertad o igualdad.
Ello implica, según la nueva historia, que las luchas políticas están
siempre inscritas causalmente dentro de un discurso compartido y que es
éste el que define el objeto, los términos y el alcance de la disputa a los
que se atienen todas las opciones políticas involucradas. Como dirían los
sociólogos Jeffrey C. Alexander y Philip Smith, refiriéndose al de-
nominado «discurso de la sociedad civil norteamericana», un discurso
compartido constituye «una conmensurabilidad semántica» o código
común que impone un «consenso subyacente» a todas las opciones
políticas18. No otra parece haber sido, por ejemplo, la relación entre so-
cialismo y liberalismo, ya que ambos comparten los mismos supuestos
básicos del discurso moderno al que pertenecen (y por cuya razón, pre-
cisamente, las revoluciones socialistas no han podido trascender a la
sociedad liberal).
A la presencia, el papel histórico y la relevancia explicativa del discurso
compartido le han prestado una cuidadosa atención historiadores como
Patrick Joyce, James Vernon o Keith M. Baker. En el caso de Joyce, éste ha
señalado expresamente diversas situaciones en las que las diferentes
opciones políticas enfrentadas comparten y operan dentro del mismo
18 Jeffrey C. Alexander y Philip Smith, «The Discourse of American Civil Society: A

New Proposal for Cultural Studies», Theory and Society, 22, 2 (1993), pág. 165. Según los
autores, aunque en el interior de ese discurso existen diferentes culturas y tradiciones, todas
ellas se basan en un único y más básico marco de referencia (constituido por elementos
como el temor al poder y a la conspiración y por valores positivos como la autonomía
individual y las relaciones contractuales, la honestidad, la confianza, la cooperación o el
igualitarismo) y, por tanto, se puede decir que el discurso de la sociedad civil constituye
«una gramática general en la que se basan las diferentes tradiciones históricas para crear
particulares configuraciones de significados, ideologías y creencias» (165-166). Ello lleva a
Alexander y Smith a propugnar el abandono de las concepciones tanto instrumentalistas
como estructuralistas de los conflictos políticos, pues éstos no son simplemente disputas
ideológicas o de valores, sino efectos de una determinada lógica conceptual. Al menos,
dicen, en el contexto norteamericano, «los partidos en liza dentro de la sociedad civil se
han basado en el mismo código simbólico (sic) para formular sus concepciones
particulares y para exponer sus discrepantes demandas» y, por tanto, para comprender la
política norteamericana, uno debe comprender los códigos de la sociedad civil que le
sirven de base (197-198).
166
patrón discursivo o imaginario social. Así ocurre, según él, en Francia tras la
revolución de 1848, cuando «lo social» como «expresión del "progreso" y de
lo "moderno"» se convirtió en el substrato común de las luchas políticas y
sociales19. También, según Joyce, las relaciones sociales en la Inglaterra
victoriana «pueden entenderse en gran parte en términos de las
concordancias y las discordancias que operan dentro de discursos com-
partidos sobre lo social, pensemos éstos en términos de sujetos colectivos
como la humanidad, de mitos de origen como los que giran en torno al
valor de la independencia o de los "papeles" del género» 20.
También James Vernon sostiene, en su estudio sobre la politica bri-
tánica del siglo XIX21, que el discurso constitucional representa una
«metanarrativa» o lenguaje «compartido» dentro del cual se constituyen
en este periodo no sólo los grupos políticos y sus apoyos sociales, sino
los conflictos que los enfrentan (295-296). Más allá de las interpre-
taciones particulares de la Constitución, existe un marco conceptual,
común a tories, whigs y radicales, que impone una gama limitada de
posibilidades interpretativas, que permite a las distintas opciones polí-
ticas hacerse mutuamente inteligibles y que define las pautas de su
confrontación22. El «genio de la metanarrativa constitucional», escribe
Vernon, radicaba no sólo en que «permitió a los grupos politicos dar
coherencia a su gran masa de identidades diversas y a menudo enfren-
tadas», convirtiendo de este modo a sus sujetos en agentes, sino, ade-
más, en que todos los grupos políticos en liza basaban su propia inter-
pretación del pasado de la nación y de su destino futuro en los mismos
«tropos compartidos» (328).
19 Patrick Joyce, Class, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pág. 185. En este

punto Joyce se basa implícitamente en la obra de Jacques Donzelot.


20 Patrick Joyce, Democratic Subjects, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, pág.

148. El concepto de discurso compartido es, de hecho, la piedra angular del análisis y de
la argumentación de Joyce en esta obra. Como argumenta en otro lugar, «gran parte de las
relaciones sociales durante el siglo XIX en Gran Bretaña se llevaron a cabo en términos de
"civilidad": estos términos, los de "civilización" y "sociedad civil", se encarnaron en
relaciones de poder (en la familia o en la escuela, digamos) y crearon las identidades
colectivas sobre las que se basó la democracia liberal, identidades que implicaban
exclusión y conflicto, así como uniones de diverso tipo (términos como "humanidad",
"pueblo", "lo público" y la esfera de la "opinión pública")» (Class, pág. 185).
21 James Vernon, Politics and the People. A Study in English Political Culture, c. 1815-1867, Cambridge,

Cambridge University Press, 1993, esp. cap. 8. Indico las páginas entre paréntesis. Véase
además su «Notes towards an Introduction», en James Vernon (ed.), Rereading the Constitution.
New Narratives in the Political History of England's Long Nineteenth Century, Cambridge, Cambridge
University Press, 1996, págs. 12-13.
22 De ahí que, como diría Patrick Joyce, «el torismo no fuera menos ducho que el radi-

calismo y los whigs en apropiarse de la causa constitucional» (Democratic Subjects, pág. 193).

167
De este modo, la aparición de la nueva historia ha traído consigo
también un nuevo concepto de poder político. En el pasado, los histo-
riadores habían concebido, y analizado, el poder político en términos de
control social y de imposición ideológica. Esos historiadores se basaban
en el doble supuesto de que el poder político es un efecto o función de
las divisiones sociales y de que el medio primordial a través del cual se
establecía, se mantenía y se legitimaba la dominación política era la
ideología, entendida como falsa conciencia impuesta a los dominados
para impedir que éstos reconocieran sus intereses objetivos y lograran
una plena autoconciencia identitaria. Aunque, desde este punto de
vista, la existencia de una estructura social objetiva era, a la vez, la
condición de aparición de una conciencia verdadera, pues los domi-
nados tienen la posibilidad, en el curso de la práctica y mediante la crí-
tica ideológica, de desgarrar el velo ideológico que se interpone entre su
conciencia y la realidad, reemplazar la falsa conciencia por otra ver-
dadera y ganar, de este modo, la disputa por el control de la objetividad.
Sin embargo, a la luz de la teoría de la sociedad de la nueva historia, esta
concepción del poder político se ha revelado excesivamente re-
duccionista y formal y, por tanto, analíticamente insatisfactoria. Frente a
ella, la nueva historia sostiene que el poder político, aunque posee
siempre una base social, no es un efecto causal de ésta, sino que es el
resultado de la aplicación de un determinado régimen de racionalidad
política o, dicho en términos foucaultianos, de una cierta forma de gu-
bernamentalidad. Y ello, fundamentalmente, como sabemos, porque las
categorías organizadoras básicas del poder político no son una creación
ideológica de la identidad dominante, sino que tienen su origen en un
substrato discursivo que no sólo precede y trasciende a dicha identidad,
sino que es el que le permite constituirse como ta123. Lo cual
23 Ya he puesto el ejemplo de la relación entre clase media y liberalismo y subrayado,
por un lado, que la burguesía en tanto que identidad política no es una expresión de la clase
burguesa y, por otro, que el liberalismo no es la ideología de la burguesía, sino el patrón
discursivo que convierte a ésta en identidad política dominante y le permite ejercer su
dominación. Como escribe Patrick Joyce, “el liberalismo no puede verse como la expresión
de los intereses de clase. Más bien es una forma de gubemamentalidad, a la que no se
puede atribuir un origen de clase» (Class, pág. 184). Por supuesto, la historia sociocultural
había ya subrayado el carácter contingente de la conexión entre la clase media y su identidad
política; sin embargo, al no prescindir del modelo dicotómico y de la causalidad social,
ello se ha traducido simplemente en una autonomización relativa de la segunda con
respecto a la primera. Una brillante exposición de la concepción sociocultural se encuentra
en Dror Wahrman, Imagining the Middle Class. The Political Representation of Class in Britain, c. 1780-
1840, Cambridge, Cambridge University Press, 1995.
168
implica, asimismo, que la relación política entre dominadores y domi-
nados no está tampoco previamente inscrita en la esfera de las relaciones
socioeconómicas, sino que depende de la manera específica en que
ambos son subjetivados y de la función histórica que dicha subjetivación
entraña. Desde este punto de vista, por tanto, el poder no es sim-
plemente algo que los dominadores aplican o imponen a los dominados,
sino una relación significativa en la que ambos están inmersos. El poder
político no es sólo un vínculo vertical, sino también, si se me permite la
metáfora, una densa urdimbre horizontal. Y de ahí que el Estado no
deba ser concebido solamente, en un sentido estrecho, como un
aparato de dominación (que lo es), sino, además, como la
institucionalización de una determinada modalidad de articulación
significativa del poder político.
Keith M. Baker ha definido con suma claridad este nuevo con-
cepto de poder político cuando argumenta que si «una comunidad
existe sólo en la medida en que existe algún discurso común por el
que sus miembros pueden constituirse a sí mismos como grupos di-
ferenciados dentro del orden social y hacerse demandas entre ellos
que son consideradas como inteligibles y vinculantes»; si, además, la
«interacción puesta en juego en la configuración de tales demandas
está constreñida dentro de ese discurso, al que a su vez sostienen, ex-
tienden y en ocasiones transforman», entonces, efectivamente, la au-
toridad política es esencialmente «una cuestión de autoridad lingüística».
Primero, «en el sentido de que las funciones políticas son definidas y
asignadas dentro del marco de un determinado discurso político»;
segundo, «en el sentido de que el ejercicio de esas funciones toma la
forma de definiciones autorizadas de los términos dentro de ese
discurso»24.
Lo dicho no debe interpretarse, en modo alguno, como que la
dominación política no existe o que carece de conexión alguna con la
estratificación socioeconómica. Lo que la nueva historia hace (por
decirlo de nuevo en términos foucaultianos) es distinguir entre estado
de dominación y relación de poder. Esto es, entre el mero hecho
material de la dominación política de unos grupos sociales sobre
otros y la organización significativa que esa dominación adopta de-
pendiendo del imaginario social mediante el cual se ha erigido y en
función del cual es ejercida. Ésta no es, por tanto, una mera distin-
ción formal entre dos componentes del poder político, sino que im-

24 Keith M. Baker, Inventing the French Revolution, págs. 5 y 17-18.

169
plica que toda dominación política está siempre articulada por unas
determinadas relaciones de poder, es decir, que la dominación no es
generada por las divisiones sociales, sino por la manera específica en que
éstas son hechas significativas por un cierto discurso político. La
conexión entre supremacía social y dominación política existe, pero
no es natural o causal, sino retórica y, por tanto, el poder no es sólo una
relación social, sino una relación discursivamente construida. Y de ahí,
subrayan los historiadores postsociales, que para explicar por qué la
dominación política adopta, en cada caso, una determinada forma y
obedece a una cierta lógica no baste con identificar a los grupos sociales
en pugna, sino que sea preciso reconstruir el sistema de significados
dentro del cual se han constituido como sujetos políticos y operan
como tales. De otro modo resultaría ininteligible, por ejemplo, el
hecho de que durante tanto tiempo las relaciones políticas entre
burguesía y clase obrera se concibieran y mantuvieran en términos
de revolución versus antirrevolución. Como ya he argumentado, ello no
se debió a la desigualdad social entre ambas clases, sino al hecho de que
el discurso moderno objetivó a la clase obrera como sujeto
revolucionario y a que la propia burguesía, dado que pertenecía a la
misma comunidad discursiva, compartía y daba crédito a esa ob-
jetivación.
Asimismo, el hecho de que el poder político sea ejercido no me-
diante el discurso, sino dentro del discurso, implica, por un lado, que lo
que garantiza la eficacia de la dominación política no es la manipulación
ideológica (fundada en una supremacía de recursos sociales), sino la
existencia de un consenso discursivo básico entre dominadores y
dominados en el que dicha dominación está lógica, conceptual y retó-
ricamente anclada. Y, por otro lado, implica que es ese consenso discur-
sivo el que confiere también su eficacia a la resistencia a la dominación.
Dominación y resistencia no son dos fuerzas inconmensurables que
pugnan por imponer sus respectivas formas de legitimidad, sino que son
componentes diferenciales de un mismo sistema de significación que se
presuponen mutuamente. Y, por tanto, las mismas categorías que
establecen las condiciones de posibilidad de la dominación son las que
organizan y autorizan la resistencia a ella. En la visión convencional, la
resistencia es el resultado de la creación de una contraideología (historia
social) o de la apropiación por parte de los dominados de la ideología
dominante y de su reutilización como arma contra los dominadores
(nueva historia cultural). Como diría Marc W. Steinberg, en una
clásica formulación sociocultural basada en el dialoguismo bajtiniano, la
resistencia es un «proceso de contrahegemo-

170
nía»25. Según la nueva historia, sin embargo, lo que ocurre no es que
los dominados se apropian de la ideología dominante, sino que el mismo
discurso que institucionaliza la dominación es el que autoriza y establece
los patrones de contestación política a esa dominación. Las categorías
que autorizan la dominación son las mismas que hacen pen-sable la
resistencia y, por tanto, lo que los dominados hacen no es expresar sus
intereses sociales a través de la ideología dominante, sino articularlos
mediante el mismo discurso y desarrollar las posibilidades y
contradicciones de éste. Como hemos visto, por ejemplo, las categorías
del discurso liberal (como propiedad o trabajo) que fundamentan la
exclusión política en los orígenes del sistema liberal son las mismas que
hacen concebible y generan la resistencia a dicha exclusión. Por
consiguiente, como argumenta Joan W. Scott, la cuestión es menos de
oposición entre dominación y resistencia, control y acción, que de un
complejo proceso que construye las posibilidades de y pone límites a las
acciones específicas emprendidas por individuos y grupos26.
Desde este punto de vista, por tanto, una revolución no consiste —
como sostendría la historia social— en un desenmascaramiento
ideológico de la dominación, sino en la quiebra de la comunidad dis-
cursiva y de sus relaciones de poder. Una revolución no es, como diría
Keith M. Baker, más que una ruptura discursiva, la aparición de una
nueva forma de racionalidad discursiva que constituye nuevos modos de
acción política y social. Es decir, «una transformación de la práctica
25 Marc W. Steinberg, «"The Labour of the Country is the Wealth of the Country":

Class Identity, Consciousness, and the Role of Discourse in the Making of the English
Working Class», International Labor and Working-Class History, 49 (1996), pág. 7. Sus
argumentos se repiten en «"A Way of Struggle". Reformations and Affirmation of
E. P. Thompson's Class Analysis in the Light of Postmodem Theories of Language»,
British Journal of Sociology, 48, 3 (1997), págs. 471-492. En estos términos habría que explicar,
por ejemplo, según Steinberg, la resistencia del movimiento obrero. Como escribe en
relación con los tejedores de seda, éstos «se toparon con la embestida de la degradación
capitalista después de medio siglo de relativa protección. Para contrarrestar la hegemonía
de la economía política mediante la que los grandes manufactureros y los funcionarios
intentaban reestructurar su mundo, los tejedores se apropiaron de partes del lenguaje
burgués y lo reutilizaron como arma de los débiles. En este proceso, se comportaron como
verdaderos bajtinianos; vieron que las palabras en uso eran la mitad suyas» («"A Way of
Struggle"...», pág. 472).
26 Joan W. Scott, reseña de Heroes of Their Own Lives. The Politics and History of Family Violence, pág.

852. Como dice Scott, refiriéndose a la obra de Gordon, «después de todo, fue la existencia
de sociedades del bienestar no sólo la que hizo de la violencia familiar un problema que
debía tratarse, sino además lo que dio a los miembros de la familia un espacio para
cambiar, un sentido de responsabilidad, una razón para actuar y una forma de pensar
sobre la resistencia» (pág. 851).

171
discursiva de la comunidad, un momento en el cual las relaciones so-
ciales son reconstituidas y el discurso que define las relaciones políticas
entre individuos y grupos es radicalmente reconfigurado» (como ocurrió
en Francia en 1789)27.

IV

Hasta aquí me he referido, fundamentalmente, a la sociedad en tanto


que objeto de percepción, pero apenas he dicho nada sobre la sociedad
en tanto que entidad real. No debería concluir, sin embargo, sin antes
llamar la atención sobre el hecho de que ambos aspectos están in-
disolublemente unidos y se presuponen mutuamente y de que, por tanto,
la formulación del nuevo concepto de acción social lleva implícita una
profunda reconsideración de la naturaleza de la sociedad en tanto que
fenómeno. Si, como sostiene la nueva historia, las acciones significativas
de los individuos tienen su origen en la mediación discursiva —y no en
la determinación social—, entonces la sociedad seria no una esfera
autónoma dotada de un mecanismo interno de autorreproducción, sino
el resultado de la proyección práctica de un cierto patrón discursivo. Es
decir, que si las categorías metanarrativas y su imaginario social son los
que organizan la práctica significativa de los individuos, entonces son
también ellos los que organizan las relaciones sociales en que éstos entran
y los que producen las condiciones sociales que posteriormente son
objeto de aprehensión significativa. Y, por tanto, desde esta perspectiva,
el discurso no sólo realiza, en los términos descritos, una construcción
significativa de la sociedad, sino también una construcción efectiva, en la
medida en que se encarna continuamente en relaciones, instituciones y
normas sociales. Y de ahí que la nueva historia conciba a la sociedad no
como una entidad racional (historia tradicional), ni como una entidad
objetiva (historia social) o simbólica (historia sociocultural), sino más bien
como una entidad semiótica.
La obra de Richard Biernacki ofrece un ejemplo de construcción
discursiva de las relaciones sociales y del carácter semiótico de éstas, en
este caso en el ámbito de la producción28. Lo que la investigación de
27 Keith
M. Baker, Inventing the French Revolution, pág. 18.
28 Richard
Biernacki, The Fabrication of Labor. Germany and Britain, 1640-1914, Berkeley / Los
Angeles, University of California Press, 1995, Primera Parte. El autor ha resumido su
investigación en «Work and Culture in the Reception of Class Ideologies», en John R. Hall
(ed.), Reworking Class, Ithaca, Cornell University Press, 1997, págs. 169-192. Biernacki
presenta argumentadamente su marco teórico en «Method and Metaphor af-

172
Biemacki muestra es que las relaciones que los individuos entablan en la
producción y la forma en que se organiza ésta no responden a una suerte
de lógica inherente a la esfera económica o a la producción misma, sino
que dependen del marco categorial aplicado en cada caso. Este marco
categorial opera como una variable histórica independiente que no se
limita a mediar en la interpretación de la realidad, sino que toma parte
activa en la configuración de ésta y le impone su lógica. Según Biemacki,
un estudio comparativo de la industria textil de la lana en Alemania y
Gran Bretaña durante el siglo XIX demuestra que, aunque las circuns-
tancias económicas en que se desarrolla esta rama de la industria son si-
milares en ambos países, las relaciones entre empleadores y empleados y la
organización de la producción varían en razón del diferente patrón ca-
tegorial y, en particular, del distinto concepto de trabajo como mercancía
prevaleciente en uno y otro país. Los patronos y los obreros alemanes
concebían el empleo como la apropiación durante un cierto tiempo de la
fuerza de trabajo de los obreros y como una disposición de la actividad
laboral de los obreros, mientras que en Gran Bretaña propietarios y
obreros veían el empleo como la apropiación del trabajo materializado
por la vía de su producto. Es decir, que en el caso de Alemania, cuando
patronos y obreros realizaban la compraventa de trabajo como sustancia
abstracta, basaban la transacción en la venta de la disposición sobre la
actividad laboral de los obreros y en la apropiación de la fuerza de trabajo.
En el caso de Gran Bretaña, por el contrario, patronos y obreros ponían en
práctica el principio de que la relación capitalista de empleo se basaba en
la apropiación del trabajo abstracto en tanto que se encarnaba en
productos tangibles. Lo esencial, sin embargo, en este punto, es que esta
diferencia en la definición del concepto de trabajo estructuraba los
aspectos más fundamentales de las relaciones industriales, incluyendo las
formas de remuneración, la definición de los salarios, los cálculos de la
producción y los costes, las técnicas disciplinarias, el diseño de las
fábricas e incluso la percepción del tiempo y el espacio.
Y así, por ejemplo, mientras que los tejedores británicos se veían obli-
gados a entregar a sus patronos, a un ritmo regular, el producto, pero no
necesariamente su tiempo personal de trabajo, los tejedores alemanes con-
trataban la disposición sobre su tiempo de trabajo personal en sí mismo y
tenían que hacer acto de presencia. De igual modo, la escala salarial res-
ponde, en cada país, a esa diferencia entre transferencia de «trabajo encar-

ter the New Cultural History», en Victoria E. Bonnell and Lynn Hunt (eds.), Beyond the
Cultural Turn. New Directions in the Study of Society and Culture, Berkeley / Los Angeles, University of
California Press, 1999, págs. 62-92.

173
nado» (Gran Bretaña) y transferencia de la disposición sobre la actividad la-
boral (Alemania) y, por tanto, mientras que en el primer caso el pago se
realiza en razón de las pulgadas de tejido producido, en el segundo se hace
en razón del número de movimientos de lanzadera realizados. Y de ahí
que los obreros alemanes se quejaran de la intensificación del trabajo en
términos de miles de movimientos de lanzadera, no en términos de pulga-
das de tejido producido (como ocurría en Gran Bretaña)29.
De este modo, con el advenimiento de la nueva historia y de su con-
cepto de acción social, no sólo ha entrado en crisis la noción de estructura
social como instancia portadora de significados intrínsecos, sino también
la noción de estructura social como entidad autónoma situada al margen
de la práctica significativa y que se genera y reproduce con independencia
de ésta. En el paradigma materialista, la sociedad constituye una
estructura objetiva dotada de un mecanismo interno de funcionamiento
y de cambio que la acción, puesto que está socialmente determinada, se
limita a desarrollar. Por supuesto, la historia social admite que la esfera
socioeconómica está constituida por acciones significativas, y no sólo
materiales, pero al considerar a ambas como expresiones inmediatas de la
estructura social, no hace ninguna distinción ontológica entre unas y otras.
Este paradigma sufrió una primera fisura con el surgimiento de la historia
sociocultural, la cual, al afirmar la naturaleza simbólica de las acciones
significativas, atribuye a éstas una capacidad recreadora de la estructura
de la que antes carecían30. Sin embargo, a la vez, dada precisa-
29 Porque, en efecto, del concepto de trabajo depende también la definición de explo-

tación y, por consiguiente, las demandas y la práctica reivindicativa de los trabajadores y


de los sindicatos. En el caso británico, al pensar que el capitalista extrae su beneficio mani-
pulando las relaciones de intercambio mediante las cuales se aseguraba y disponía del pro-
ducto (trabajo materializado de los obreros), los obreros consideran al mercado como el lu-
gar en el que se localiza la explotación y, por tanto, lo que reclamaban era una ganancia
justa en la esfera del intercambio. En Alemania, por el contrario, al concebir la explotación
como extracción de plusvalía y localizarla, por consiguiente, en la producción y no en el
mercado, lo que los trabajadores demandan es una modificación de las relaciones de pro-
piedad. (A la relación entre el concepto de trabajo y las demandas y la práctica del movi-
miento obrero dedica Biemacki la Tercera Parte de su libro.)
30 Una formulación clásica de la visión sociocultural se puede encontrar en William

H. Sewell Jr., «Toward a Post-materialist Rhetoric for Labor History», en Lenard R. Ber-
lanstein (ed.), Rethinking Labor History. Essays on Discourse and Class Analysis, Urbana y Chicago,
University of Illinois Press, 1993, págs. 15-38. Lo que Sewell argumenta, esencialmente,
es que la economía no es una esfera puramente material, sino que está compuesta
también de prácticas y elementos simbólicos o, como él dice, que «al igual que
actividades propias de otras esferas —digamos Gobierno, aprendizaje, religión o gue-
rra—, la producción y el intercambio implican una compleja mezcla de lo que solemos
llamar lo ideal y lo material» (pág. 20).

174
mente la naturaleza simbólica (y, por tanto, representacional) de las ac-
ciones significativas, éstas se encuentran constreñidas dentro de límites
estructurales y, por tanto, en última instancia, acaban reproduciendo la
lógica de la estructura social.
Sin embargo, si la subjetividad de los agentes históricos no es una
representación, del tipo que sea, de las condiciones socioeconómicas,
sino el resultado de la articulación significativa de éstas, entonces la so-
ciedad no se genera y reproduce por sí misma a través de la acción,
sino que, por el contrario, es producida y reproducida por la acción misma. O
lo que es lo mismo: si la práctica social y las relaciones sociales re-
sultantes de ella son efectos de la mediación discursiva, entonces las con-
diciones sociales no se reproducen por sí mismas, sino que lo hacen a
través de la propia mediación discursiva. Lo cual significa que las nuevas
situaciones sociales no están objetivamente implicitas en las anteriores,
sino que se gestan como consecuencia de la interacción de las primeras
con un determinado patrón discursivo. Es de este modo, por ejemplo,
como ya hemos visto, que la nueva historia explica procesos de cambio
social como la transición del feudalismo al capitalismo. Dicha transición
no es el efecto de una contradicción estructural que se hace manifiesta y
se resuelve en el plano de la acción política, sino que la acción política
nace de la rearticulación de las condiciones sociales mediante un nuevo
patrón de significados. Dicha transición no se produjo, entonces, porque
surgieran unas nuevas condiciones socioeconómicas, sino, en todo caso,
como consecuencia del significado del que esas condiciones fueron
dotadas mediante las categorías del discurso moderno. Más allá de esta
articulación no hay ningún factor causal estructural (oculto o
subyacente), sino sólo un cúmulo de hechos sociales y materiales que
son objeto de construcción significativa. De modo que, al afirmar que
ningún fenómeno social —sea la producción o la racionalidad
humana— está situado al margen de la mediación discursiva y puede
operar como fundamento causal último e incondicionado de las
relaciones y de los cambios sociales y que, en consecuencia, tanto esas
relaciones como su transformación en el tiempo tienen su origen en la
interacción permanente entre las matrices metanarrativas y los restantes
dominios de la sociedad, la nueva historia ha acabado de reemplazar,
tras el impulso inicial de la historia sociocultural, la vieja imagen
orgánica de la sociedad por una nueva imagen de complejidad dinámica.

175
CONCLUSIÓN

Un nuevo orden del día


para la investigación histórica
Si mi diagnóstico sobre la reciente evolución teórica y el estado ac-
tual de los estudios históricos es correcto, entonces, efectivamente, no
parece aventurado concluir que la ciencia histórica está experimentando
actualmente un nuevo cambio de paradigma, y no una mera renovación
temática o metodológica, y que, en consecuencia, los historiadores
tendrían que adoptar un nuevo orden del día para la investigación
histórica (así como someter a revisión todas las interpretaciones
históricas precedentes, en el mismo sentido en que lo hicieron, en su
momento, los historiadores sociales). Asimismo, si mi descripción del
camino recorrido en las dos últimas décadas por la investigación histó-
rica es mínimamente exacta, entonces la nueva historia no sólo existe,
sino que entraña una discontinuidad básica con respecto a las modali-
dades anteriores de historia y, en particular, con respecto a aquélla que la
ha precedido en el tiempo y a partir de la cual ha emergido, la historia
sociocultural o nueva historia cultural. Pues aunque, como he indicado,
sus antecedentes se encuentran en la reformulación y creciente
complejización de la conexión entre realidad social y conciencia em-
prendida por los historiadores socioculturales, la nueva historia no
constituye una mera continuación de la tendencia a conferir una mayor
autonomía relativa a la esfera cultural y a la intencionalidad humana,
sino que, por el contrario, implica un abandono decidido del modelo
teórico dicotómico y de sus términos constitutivos. Si, en fin, es cierto,
como he tratado de mostrar, que la nueva historia no se ha limitado a
redefinir la forma adoptada por la relación entre posición social

177
y conciencia, sino que ha redefinido de manera sustancial la naturaleza
misma de esa relación, entonces eso la hace esencialmente diferente de
la historia sociocultural.
En este sentido, el propósito de algunos autores de conciliar y hacer
compatibles (o, al menos, complementarios) a ambos tipos de historia
no parece ser realizable. Asertos como el de Marc W. Steinberg de que la
historia sociocultural y la nueva historia «pueden ser casadas», así como
su argumentación subsiguiente, parecen basarse en una comprensión
insuficiente de los términos, la profundidad y las implicaciones de la
actual reorientación teórica de los estudios históricos1. Según Steinberg,
la autonomía que los historiadores socioculturales (como E. P.
Thompson) atribuían a «la cultura, la política y el lenguaje» anunciaba la
perspectiva de «la fuerza determinante del discurso», pues hay una
homología entre el hiato entre ser social y conciencia social y el hiato
entre significante y significado. En ambos casos, según él, el discurso
media la implicación de las personas en el mundo social, proporcionando
los fundamentos de la acción humana y la diacronía del cambio social2.
Sin embargo, aquí Steinberg parece ser presa de un equívoco, pues
confunde la mediación cultural con la mediación discursiva, así como las
dos nociones diferentes de lenguaje en las que una y otra se fundan. Para
la historia sociocultural, el lenguaje continúa siendo una entidad cultural y
un medio de expresión, aunque sea simbólico, de los significados
objetivos y, por tanto, el efecto de su mediación es únicamente el de
conferir a los individuos un mayor grado de libertad de acción con
respecto a la coacción estructural del contexto social. Para la nueva
historia, por el contrario, el lenguaje es una instancia histórica específica
cuya mediación es la que genera tanto la objetividad como la
subjetividad y la que define la relación que ambas entablan.
Por similares razones, la nueva historia no debe confundirse, tam-
poco, como a veces ocurre, con el franco movimiento de retorno al
subjetivismo emprendido por el denominado revisionismo, pues,
como algunos historiadores han reiterado, la nueva teoría de la sociedad
no consiste en una inversión del modelo dicotómico objetivista de
1 Marc W. Steinberg, «"The Labour of the Country is the Wealth of the Country":

Class Identity, Consciuosness, and the Role of Discourse in the Making of the English
Working Class», International Labor and Working-Class History, 49 (1996), pág. 5. Entre los autores a
los que me refiero se encuentra, por ejemplo, Patrick Curry, «E. P. Thompson in
Postmodemity», inédito. Agradezco al autor que me haya permitido leer y citar su artí-
culo antes de ser publicado.
2 Marc W. Steinberg, «Culturally Speaking: Finding a Commons between Post-

structuralism and the Thompsonian Perspective», Social History, 21, 2 (1996), pág. 202.

178
la historia social, sino en la adopción de un esquema teórico nuevo.
Como diría a este respecto Joan W. Scott, el nuevo tipo de historia no es
una inversión de la historia social, pues ha abandonado toda oposición
entre determinación objetiva y sus efectos subjetivos3. Por el contrario,
en lo que la actual reorientación de los estudios históricos consiste, por
decirlo en palabras de John E. Toews, es en un abandono de las «teorías
psicológicas y sociológicas que proporcionaban modelos para poner en
relación la experiencia y el significado en términos de representación,
causa o expresión» yen la consiguiente adopción de otras teorías que «re-
conocen el lenguaje, en toda su densidad y opacidad, como el lugar donde
se constituye el significado», como un conjunto de procedimientos y
reglas impersonales y anónimas que determina «qué puede decirse y
cómo puede decirse» y que construye, «en un sentido práctico y activo»,
el «mundo de los objetos y sujetos, el mundo de la "experiencia"»4.
Como consecuencia de este desplazamiento teórico de los estudios
históricos y de la consiguiente reconstrucción de la teoría de la sociedad,
en los últimos años los historiadores se han visto obligados a adoptar,
progresivamente, un nuevo orden del día para la investigación histórica.
A esta cuestión me he referido repetidamente con anterioridad, pero no
estaría de más que hiciera un subrayado final. Para la historia tradicional,
de base subjetivista, el objetivo de la investigación histórica es la recupe-
ración y comprensión de las motivaciones e intenciones de los agentes,
así como, en general, de los universos intelectuales y sistemas de ideas,
creencias y valores, concebidos ambos como creaciones racionales hu-
manas. Para la historia social, de base objetivista, dado que la conciencia
práctica de los agentes no es más que una expresión del contexto social
en el que éstos están insertos, el propósito primordial de la investigación
histórica es la reconstrucción de dicho contexto. Es obvio, sin embargo,
que con el surgimiento de la nueva historia y como consecuencia de su
puesta en cuestión tanto de la explicación intencional como de la estruc-
tural (así como de la combinación sociocultural entre ambas), la investi-
gación histórica ha de orientarse en otra dirección.
Si los individuos experimentan o entablan una relación significativa
con el mundo social siempre a través de la mediación activa de un
patrón categorial de significados o discurso; si es la mediación de este

3 Joan W. Scott, Gender and the Politics of History, Nueva York, Columbia University Press,

1988, pág. 5.
4 John E. Toews, Intellectual History after the Linguistic Turn: The Autonomy of

Meaning and the Irreducibility of Experience», American Historical Review, 92, 4 (1987), págs.
898 y 890.

179
último el que dota de significado al contexto social, el que confiere
existencia histórica a los intereses y las identidades y el que, en conse-
cuencia, promueve, guía y otorga sentido a las acciones significativas; si
dicho discurso, al proyectarse en práctica, contribuye activamente a la
configuración de los acontecimientos, procesos, relaciones e institu-
ciones sociales, entonces, el objetivo prioritario de la investigación his-
tórica ha de ser el de identificar, especificar y desentrañar el patrón ca-
tegorial de significados operativo en cada caso, analizar los términos
exactos de su mediación entre los individuos y sus condiciones sociales y
materiales de existencia y evaluar sus efectos realizativos sobre la
configuración de las relaciones sociales. Será ello lo que nos permita
explicar las formas de conciencia y las modalidades de acción, hacer in-
teligibles los procesos y los cambios históricos y dar cuenta de la génesis
y evolución de las sociedades. Al fin y al cabo, como señala Patrick
Joyce, si el mundo social es, en el fondo, una construcción discursiva,
entonces sólo se podrá avanzar si se presta atención a los principios de
esa construcción (y esto atañe a la historia de lo social tanto como a la
teoría de lo social)5. Lo cual implica, a su vez, como también he repe-
tido, que toda explicación de las conductas y procesos sociales requiere
de un análisis minucioso del proceso de formación histórica de los
propios conceptos. Pues sólo dicho análisis nos permitirá responder,
como sostiene Joan W. Scott, a interrogantes capitales como los siguien-
tes: «¿De qué manera han alcanzado su condición de fundamentos de la
representación y el análisis categorías como clase, raza, género, relacio-
nes de producción, biología, identidad, subjetividad, experiencia, incluso
cultura? ¿Cuáles han sido los efectos de sus articulaciones? ¿Qué supone
para los historiadores estudiar el pasado en términos de esas categorías y
para los individuos concebirse a sí mismos en tales términos?»6.
La irrupción, merced a la reorientación teórica descrita, de este
nuevo imperativo analítico es la razón, justamente, de que, en los últi-
mos tiempos, el lenguaje se haya convertido cada vez más en el punto de
entrada o de partida de la investigación histórica y de que, como observa
perspicazmente Richard Biernacki, los historiadores se hayan
concentrado cada vez más en los esquemas implícitos organizadores de
la práctica, en lugar de en las representaciones de o para la práctica7.

5 Patrick
Joyce, «The End of Social History?», Social History, 20, 1 (1995), pág. 91.
6 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», Critical Inquiry, 17 (1991), pág. 796.
7 Richard Biernacki, «Method and Metaphor after the New Cultural History», en

Victoria E. Bonnell y Lynn Hunt (eds.), Beyond the Cultural Turn, Berkeley/Los Angeles,
University of California Press, 1999, pág. 75.

180
Pues, en efecto, desde la perspectiva de la nueva historia, de no prestarse
la debida atención al lenguaje y a su papel generativo en la constitución
tanto de los significados como de las relaciones sociales, seguiríamos
imponiendo al estudio de la sociedad modelos excesivamente
simplificados que, en vez de abrir nuevas posibilidades interpretativas,
perpetúan las visiones convencionales8.

8 La expresión es de Joan W. Scott, «Deconstructing Equality-versus-Difference: or,

the Uses of Poststructuralist Theory for Feminism», Feminist Studies, 14, 1 (1988), págs.
34 y 35.

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0113030

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