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UN ÁRBOL, UNA ROCA, UNA NUBE

por Carson McCullers

La mañana todavía estaba lluviosa y muy oscura. Cuando el chico pasó por la cafetería del
tranvía casi había terminado su recorrido y entró para tomarse un café. El lugar era una
cafetería que abría toda la noche, propiedad de un hombre amargado y tacaño llamado Leo.
Comparado con la calle vacía y cruda, la cafetería parecía amigable y llena de vida: sobre la
barra se acodaban un par de soldados, tres hiladores del molino de algodón y en la esquina un
hombre sentado, inclinado hacia adelante con la nariz y media cara metida en una jarra de
cerveza. El chico vestía un casco como el de los aviadores. Cuando entró a la cafetería se
desabrochó la correa de la pera y levantó la orejera derecha sobre su pequeña orejita rosa; era
común que mientras tomaba un café alguien le hablara de manera amigable. Pero esta mañana
Leo no lo miró a la cara y ninguno de los hombres le habló. Pagó y estaba saliendo de la
cafetería cuando una voz lo llamó:
“¡Pibe! ¡Eh, pibe!”
Se volteó y el hombre de la esquina estaba llamándolo con el dedo y mediante un
suave cabeceo. Había sacado la cara de la jarra de cerveza y parecía repentinamente muy
feliz. El hombre era largo y pálido, con una gran nariz y el cabello pelirrojo, descolorido.
“¡Eh, pibe!”
El chico caminó hacia él. Era un niño más pequeño que lo normal de alrededor de doce
años, con un hombro más alto que el otro debido al peso del bolso con los diarios. Su cara era
lisa, pecosa y sus ojos eran redondos como los ojos de los niños.
“¿Sí, señor?”
El hombre apoyó una mano sobre los hombros del chico de los diarios, luego lo agarró
de la pera y le hizo girar la cara lentamente de un lado al otro. El chico se tiró para atrás,
incómodo.
“¡Epa, epa! ¿Qué problema hay?”
La voz del chico era chillona; el ambiente en la cafetería se volvió repentinamente muy
tranquilo.
El hombre dijo lentamente: “Te amo”.
Todos los hombres que estaban en la barra se rieron. El chico, que había fruncido el
ceño al tiempo que se alejaba sigilosamente hacia un costado, no supo qué hacer. Miró por
sobre la barra a Leo, y Leo lo miró con una expresión quebradiza y cansada de burla. El chico
intentó reírse también. Pero el hombre estaba serio y triste.
“No lo dije para burlarme, pibe”, dijo. “Sentate y tomate una cerveza conmigo. Hay algo
que te tengo que explicar”.
Cuidadosamente, con el rabillo del ojo, el chico de los diarios examinó a los hombres
de la barra para averiguar qué debía hacer. Pero habían vuelto a sus cervezas o sus
desayunos y ni lo notaron. Leo puso una taza de café sobre la barra y una jarrita de crema.
“Es menor”, dijo Leo.
El chico de los diarios se deslizó hasta acomodarse en el taburete. Su oreja bajo la
orejera levantada del casco se veía pequeña y roja. El hombre le estaba asintiendo con la
cabeza gravemente. “Es importante”, decía. Después buscó en el bolsillo de la cadera y sacó
algo que extendió en la palma de la mano para que el chico viera.
“Mirá con mucha atención”, dijo.
El chico miró fijamente, pero no había nada a lo que le pudiera prestar mucha atención.
El hombre sostenía una fotografía en su mano grande y mugrienta. Era el rostro de una mujer,
pero borroso, de modo que lo único que se veía con claridad era el sombrero y el vestido que
llevaba.
“¿Ves?”, preguntó el hombre.
El chico asintió y el hombre puso otra foto en la palma de la mano. La mujer estaba
parada en la playa en traje de baño. El traje le hacía muy grande el estómago, y eso era lo que
más resaltaba.
“¿Alcanzás a ver bien?” Se inclinó sobre la foto, más cerca, y finalmente agregó:
“¿Alguna vez la habías visto?”
El chico se quedó sentado, inmóvil, mirando al hombre fijamente de costado. “No que
me acuerde”.
“Muy bien”. El hombre sopló las fotos y las volvió a meter en su bolsillo. “Esa era mi
esposa”.
“¿Muerta?”, preguntó el chico.
El hombre negó con la cabeza lentamente. Arrugó los labios como para silbar y
respondió tomando aire largamente: “Nooop-“, dijo. “Te voy a explicar”.
La cerveza que descansaba en la barra frente al hombre estaba en una gran jarra
marrón. No la levantó para tomar. En lugar de eso se inclinó y, poniendo su cara sobre el
borde, se mantuvo así por un momento. Después inclinó la jarra con las dos manos y dio un
sorbo.
“Alguna vez te vas a quedar dormido así con tu nariz enorme en la jarra y te vas a
ahogar”, dijo Leo. “Importante pasajero se ahoga en cerveza. La verdad que sería una linda
muerte”.
El chico de los diarios trató de hacerle una seña a Leo. Mientras el hombre miraba para
otro lado arrugó la cara y articuló en silencio con la boca una pregunta: “¿Borracho?” Pero Leo
solo arqueó las cejas y pegó la vuelta para poner algunas tiras rosadas de panceta en la
parrilla. El hombre alejó la jarra de donde estaba, cerca de él, se acomodó y cruzó sus torcidas
y flojas manos sobre la barra. Su rostro era triste al mirar al chico de los diarios. No
pestañeaba, pero de vez en cuando los párpados se le cerraban con una delicada gravedad
sobre sus pálidos ojos verdes. Ya faltaba poco para el amanecer y el chico se cambió de
hombre el pesado bolso de diarios.
“Estoy hablando de amor”, dijo el hombre. “Conmigo se trata de una ciencia”.
El chico descendió a medias del taburete. Pero el hombre levantó el dedo índice y hubo
algo en él que mantuvo al chico en su lugar y no lo dejó irse.
“Hace doce años me casé con la mujer de la foto. Fue mi esposa por un año, nueve
meses, tres días y dos noches. Yo la amaba. Sí...” Acomodó su enmarañada y borrosa voz y
repitió: “Yo la amaba. Pensaba que ella también me amaba a mí. Yo era ingeniero del
ferrocarril. Ella tenía todo el confort del hogar, los lujos. Nunca sospeché siquiera que no
estuviera satisfecha. ¿Pero sabés lo que pasó?”
“¡Noooop!”, dijo Leo.
El hombre no apartó los ojos de la cara del chico. “Me dejó. Llegué una noche y la casa
estaba vacía y ella se había ido. Me dejó”
“¿Con un tipo?”, preguntó el chico.
El hombre colocó suavemente la palma de la mano en la barra. “Es evidente, pibe. Una
mujer no se escapa de esa manera por sí sola”.
La cafetería estaba tranquila, la delicada lluvia oscura e interminable en la calle ahí
afuera. Leo apretó la panceta que se calentaba con los dientes de su largo tenedor. “Así que
estuviste persiguiendo a esa perra los últimos once años. ¡Pobre viejo quemado!”
Por primera vez el hombre miró a Leo. “Por favor, no seas vulgar. Además no te estaba
hablando a vos”. Se volvió hacia el chico y le dijo en un tono confidente y reservado: “No le
prestemos atención, ¿OK?”
El chico de los diarios asintió dubitativo.
“Fue así”, continuó el hombre. “Yo soy una persona que siente muchas cosas. A lo
largo de mi vida una cosa tras otra me han impresionado. La luz de la luna. Las piernas de una
linda chica. Una cosa tras otra. Pero el punto es que cuando disfrutaba algo había una
sensación peculiar que parecía estar flotando libremente en mi interior. Nada parecía acabarse,
llegar a un fin o encajar con las demás cosas. ¿Mujeres? Tuve mi ración. Lo mismo. Después
de estar flotando libremente en mí. Era un hombre que nunca había amado”.
Muy lentamente cerró los ojos y el gesto dio la impresión de un telón cerrándose al
terminar una escena en el teatro. Cuando retomó la palabra su voz era vivaz y las palabras
salían veloces –los lóbulos de sus grandes y airosas orejas parecían temblar.
“Después conocí a esta mujer. Yo tenía cincuenta y un años y ella siempre decía que
tenía treinta. La conocí en una estación de servicio y tres días después ya estábamos casados.
¿Y sabés lo que fue eso? No hay palabras para describirlo. Todas las cosas que había sentido
a lo largo de mi vida se concentraron alrededor de esta mujer. No había nada que en ese
entonces flotara libremente en mi interior que ella no llegara a concretar”.
El hombre se detuvo repentinamente y se rascó su larga nariz. Su tono de voz se
hundió hasta un nivel firme y de reproche. “No lo estoy explicando bien. Lo que pasó fue esto.
Resulta que estaban estos hermosos sentimientos y pequeños placeres sueltos en mi interior.
Y esta mujer fue algo así como una línea de montaje para mi alma. Hice pasar estos pequeños
trozos de mí a través de ella y salí de ahí completo, en una pieza. ¿Ahora me seguís?”
“¿Cómo se llamaba?” preguntó el chico.
“Ah”, dijo. “Yo le decía Dodo. Pero eso es irrelevante”.
“¿Intentaste recuperarla?”
El hombre pareció no escuchar. “Bajo esas circunstancias te podrás imaginar cómo me
sentí cuando me dejó”.
Leo sacó la panceta de la parrilla y dobló dos fetas que metió en un pan. Tenía un
rostro gris, con ojos rasgados y la nariz ceñida rodeada por pálidas sombras azules. Uno de los
obreros del molino hizo una seña para más café y Leo se lo sirvió. No solía dar recargas o café
gratis. El hilador tomaba ahí su desayuno todas las mañanas, pero cuanto mejor Leo conocía a
sus clientes, más tacañamente los trataba. Picoteaba su propio sánguche como si se tuviera
bronca a sí mismo.
“¿Y nunca la recuperaste?”
El chico no sabía qué pensar del hombre y su rostro aniñado se veía incierto con una
mezcla de curiosidad y duda. Era nuevo en el mundo del reparto de diarios; todavía le parecía
raro salir a caminar por la ciudad en la oscura y extraña madrugada.
“Sí”, dijo el hombre. “Tomé una par de medidas para recuperarla. Visité varios lugares
tratando de ubicarla. Fui a Tulsa, donde tenía conocidos. Y a Mobile. Fui a todas y cada una de
las ciudades que alguna vez me había mencionado y requisé a todos los hombres con quienes
hubiera estado relacionada formalmente en el pasado. Tulsa, Atlanta, Chicago, Cheehaw,
Memphis... Por casi dos años me troté todo el país tratando de alcanzarla”.
“¡Pero esos dos se habían desvanecido de la faz de la tierra!”, dijo Leo.
“No le prestes atención”, le dijo el hombre con confianza. “Y además olvidate de esos
dos años. No son importantes. Lo que importa es que alrededor del tercer año me empezó a
pasar una cosa rara”.
“¿Qué?”, preguntó el chico.
El hombre se inclinó hacia adelante e hizo lo mismo con la jarra para tomar un trago de
cerveza. Pero mientras se cernía sobre la jarra su nariz se agitó suavemente; olió la ranciedad
de la cerveza y no tomó. “El amor es algo curioso, para empezar. Al principio en lo único que
pensaba era en recuperarla. Era como una especia de manía. Pero a medida que pasó el
tiempo traté de recordarla. ¿Pero sabés qué pasó?”
“No”, dijo el chico.
“Cuando me recostaba en la cama y trataba de pensar en ella mi mente se ponía en
blanco. No lograba verla. Entonces sacaba sus fotos y las miraba. Nada. No pasaba nada.
Blanco. ¿Te lo imaginás?”
“¡Che, Mac!”, Leo llamó al final de la barra. “¡Te imaginás la mente de este idiota en
blanco!”
Lentamente, como espantando moscas, el hombre agitó la mano. Sus ojos verdes
estaban concentrados y fijos en el pequeño y liso rostro del chico de los diarios.
“Pero un inesperado pedazo de vidrio en la vereda. O una canción de la jukebox. Una
sombra en la pared a la noche. Y entonces me acordaba. Podía pasar en la calle y me ponía a
llorar o me pegaba la cabeza contra un poste de luz. ¿Me seguís?”
“Un pedazo de vidrio...”, dijo el chico.
“Cualquier cosa. Acostumbraba caminar y no tenía el poder de saber cómo o cuándo
me iba a acordar de ella. Pensás que podés ponerte una especie de escudo protector. Pero los
recuerdos no te llegan de frente –avanzan en círculos, de costado. Estaba a merced de todo lo
que veía o escuchaba. De repente en lugar de estar yo rastrillando todo el país para
encontrarla ella me empezó a perseguir en mi propia alma. ¡Ella me perseguía a mí, qué tal te
suena eso! Y en mi alma”.
El chico finalmente preguntó: “¿En qué lugar del país estabas en ese entonces?”
“Oohh”, gruñó el hombre. “Era un pobre mortal. Era como la viruela. Tengo que
confesarte, pibe, que escabiaba. Forniqué, cometí todos los pecados que se me cruzaban por
ahí. Detesto confesarlo, pero lo voy a hacer. Cuando rememoro esa época todo aparece
cuajado en mi mente, era tan terrible”.
El hombre inclinó su cabeza hacia abajo hasta chocar su frente contra la barra. Por
unos segundos se mantuvo así, arqueado, la parte trasera de su grasiento cuello cubierta de
densos cabellos rojizos, las manos con esos largos y retorcidos dedos trenzados en ambas
palmas en un gesto de rezo. Después el hombre se enderezó; sonreía y de repente se le
iluminó la cara, trémula y anciana.
“Fue en el quinto año que pasó”, dijo. “Y con eso empecé mi ciencia”.
La boca de Leo se arrugó con una sonrisa rápida y tímida. “Pasa que ninguno de
nosotros se pone más joven”, dijo. Después con una repentina rabia revoleó un trapo que tenía
en la mano y lo tiró con fuerza al piso. “¡Viejo putañero, te la das de Romeo!”
“¿Qué pasó?”, preguntó el chico.
La voz del viejo era fuerte y clara. “Paz”, contestó.
“¿Eh?”
“Es difícil de explicar científicamente, pibe”, dijo. “Supongo que la explicación lógica es
que ella y yo habíamos revoloteado el uno hacia el otro por tanto tiempo que al final
simplemente nos enredamos juntos y nos acostamos y terminó. Paz. Un vacío raro y hermoso.
Era primavera en Portland y llovía todas las tardes. Por las noches simplemente me quedaba
quieto en mi cama en la oscuridad. Y así es como la ciencia me viene”:
Las ventanas del tranvía estaban azul pálido por la luz. Los dos soldados pagaron sus
cervezas y abrieron la puerta –uno de los soldados se peinó y se limpió las botas embarradas
antes de salir. Los tres obreros del molino se inclinaron en silencio sobre sus desayunos. El
reloj de Leo hacía tic-tac en la pared.
“Es así. Y escuchá con atención. Medité sobre el amor y razoné sobre eso. Descubrí
que hay algo que hacemos mal. Los hombres se enamoran por primera vez, ¿no? ¿Y de qué
se enamoran?”
La suave boca del chico estaba semiabierta y no contestó.
“De una mujer”, contestó el viejo. “Sin ninguna ciencia, sin nada que pasar primero,
atraviesan la experiencia más peligrosa y sagrada del reino de Dios. Se enamoran de una
mujer. ¿Está bien eso, pibe?”
“Sep”, dijo el chico, apenas perceptiblemente.
“Empiezan por el extremo equivocado del amor. Empiezan por el clímax. ¿Ahora te das
cuenta de por qué es tan triste? ¿Sabés cómo deberían amar los hombres?”
El viejo se estiró y agarró al chico del cuello de su chaqueta de cuero. Lo agitó un
poquito y sus ojos verdes lo miraron fijamente, sin pestañear y serios.
“Pibe, ¿sabés por dónde debería empezar el amor?”
El chico se quedó sentado, acurrucado y escuchando y quieto. Lentamente negó con la
cabeza. El viejo se inclinó más cerca y murmuró:
“Un árbol. Una roca. Una nube”.
Todavía llovía afuera, en la calle: una lluvia intermitente, gris y eterna. El molino pitó el
turno de las seis de la mañana y los tres hiladores pagaron y se fueron. No había nadie en la
cafetería más que Leo, el viejo y el pequeño chico de los diarios.
“El clima era igual en Portland”, dijo. “En la época que empezó mi ciencia. Medité y
empecé con mucho cuidado. Agarraba algo de la calle y me lo traía a casa. Compré un
pececito de colores y me concentré en el pececito de colores y lo amé. Fui progresando de una
cosa a la otra. Día a día iba mejorando la técnica. En la ruta de Portland a San Diego-“
“¡Ah, callate!”, gritó Leo de repente. “¡Callate! ¡Callate!”
El viejo seguía agarrando al chico del cuello de su chaqueta; estaba temblando y tenía
el rostro serio y brillante y salvaje. “Hace ya seis años que he estado yendo de acá para allá
construyendo mi ciencia. Y ahora soy un maestro. Pibe. Puedo amar cualquier cosa. Ya no
tengo que pensarlo siquiera. Veo una calle llena de gente y una luz hermosa me sobrecoge.
Veo un ave en el cielo. O me encuentro con un viajero en la ruta. Cualquier cosa, pibe. Y
cualquier persona. ¡Todos extraños, todos amados! ¿Te das cuenta de lo que una ciencia como
la mía puede significar?”
El chico se mantuvo rígido, las manos dobladas con firmeza sobre el borde de la barra.
Finalmente preguntó: “¿Al final encontraste a esa mujer?”
“¿Qué? ¿Qué decís, pibe?”
“Digo”, el chico preguntó tímidamente. “¿Te volviste a enamorar de una mujer alguna
vez?”
El viejo aflojó la mano que sostenía el cuello del chico. Había mirado para otro lado y
por primera vez sus ojos verdes tenían una apariencia vaga y dispersa. Levantó la jarra y tomó
la cerveza amarilla. Agitaba la cabeza de lado a lado. Después finalmente respondió: “No, pibe.
Pasa que ese es el último paso de mi ciencia. Yo soy cauto. Y todavía no estoy lo
suficientemente preparado”.
“¡Ah, bueno!”, dijo Leo. “¡Bueno, bueno, bueno!”
El viejo se paró en la entrada, “Acordate”, dijo. Encuadrado ahí en la gris y pálida luz de
la madrugada parecía consumido y sucio y frágil. Pero su sonrisa era brillante. “Acordate de
que te amo”, dijo tras un último saludo con la cabeza. Y la puerta se cerró suavemente tras él.
El chico no habló por un largo tiempo. Se bajó el flequillo del casco sobre la frente y
deslizó su mugriento dedo mayor por el borde de la taza vacía. Después sin mirar a Leo
finalmente preguntó:
“¿Estaba borracho?”
“No”, dijo Leo, seco.
El chico levantó su aguda voz. “¿Entonces era un drogón?”
“No”.
El chico levantó la mirada hacia Leo y su pequeña y lisa cara se veía desesperada, su
voz urgente y chillona. “¿Estaba loco? ¿Pensás que era un lunático?” La voz del chico de los
diarios descendió repentinamente, certera. “¿Leo? ¿O no?”
Pero Leo no le iba a contestar. Leo había manejado una cafetería nocturna por catorce
años y se consideraba a sí mismo un crítico de la locura. Estaban los personajes de la ciudad y
también los pasajeros que vagaban por la noche. Conocía las mañas de todos ellos. Pero no
quería satisfacer la curiosidad del chico que estaba ahí esperando. Endureció su pálido rostro y
se mantuvo en silencio.
Entonces el chico se bajó la orejera derecha del casco y mientras daba la vuelta para
salir hizo el único comentario que le pareció seguro, la única observación de la cual no podrían
burlarse o despreciar:
“Vaya que sí viajó mucho”.

[Traducción del inglés al español: Julio César Estravis Barcala]

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