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LOS CRONISTAS

L. S. MÁRQUEZ

“Nunca he deseado mal a nadie,


ésta es mi primera vez”
Los Tres

Para Roberto Bolaño como un pequeño homenaje.


Para Omar Requena por ser testigo de ésta absurda, pero hermosa crónica.

Habíamos bajado al cafetín del hospital. Adolfo enseguida se quejó por el


fastidio que producía meterse en una camioneta. Tenía razón, ¡mierda!, la bendita
música de vallenato sonaba a todo gañote. «¿Será que son sordos, verga», la puta
que lo parió, maldije a todos sus muertos, pero que va el muy degenerado del
chofer iba feliz coreando la canción. Lo peor de todo es que a la gente no le
importa un carajo. «¡Ésta vaina es un ladilla», repite Adolfo amargado.
Casi chocamos contra un Corsa cerca del Trébol, el tipo, que iba con una
chica rubia y dos niños, sacó la cabeza y le gritó con todas sus ganas: ¡Coño ‘e tu
madre!, el chofer se le quedó viendo nada más y siguió. Ni siquiera le importaba
que lo insultaran, qué desparpajo.
El colector preguntó: «¿Alguien se queda en la parada?».
-Sí –respondimos nosotros casi al unísono.
Nos bajamos. Goodbye motherfuckers!
Entramos al cafetín.
-Por fin –susurró Adolfo.
Había un silencio de muerte. Dos enfermeras se reían apostadas en la puerta
del lado derecho, creo que comían yogur. Yo le miré las piernas a la pelirroja, no
estaban nada mal.
-La de las clinejas tiene un culo hermoso –me dijo Adolfo mientras nos
sentábamos.
Yo me voltee discreto para verla.
-Sí, tiene un culo hermoso –dije.
Debería existir una canción que se titule: “I love all women in the world”, sé
que es una charada, tal vez la más grande, pero cónchale debería existir.
En una de las mesas dos señoras comían. Nos acomodamos y enseguida
Adolfo miró su reloj. Vi un perro husmeaba por los alrededores, la piel se le caía
a pedazos.
La gente entraba y salía cada diez o veinte minutos.
-Al menos solo tienen las noticias –soltó Adolfo luego de beber su jugo y
escuchar la emisora.
-Esa mierda también me ladilla –dije pensando que cuando llegara a la casa
iba a cenar una ración de salchichas con queso.
Al fondo donaba la emisora más importante y amarillista de la ciudad.
Pedí un café. Adolfo terminó su jugo.
Los viejos taxistas conversaban sentados en la acera, bajo el árbol de
cerezas.
Me dedique a ojear el libro de Enrique Noriega que llevaba conmigo desde
hacía semanas mientras bebía mi café con leche. La gran poesía lo podía todo, era
el magma de donde nos agarrábamos para poder soportar la furia del mundo, de
este mundo, mi mundo, nuestro mundo: Ocumare.
Gerardo había publicado dos libros de poemas eróticos a mi parecer muy
malos y Marina se había escaneado las tetas para ponerlas como ilustración en el
segundo. La edición del libro, por cierto muy artesanal, era hermosa, gracias a la
capacidad plástica de un sobrino de Gerardo, pero su contenido, por supuesto
que era una mierda. Mucho papel para tan insignificantes palabras.
-Anoche mi mamá escuchó que habían violado y matado a una vieja en San
Basilio –dijo de pronto Adolfo sacándome de mis pensamientos.
-No me extraña –agregué soltando el libro-, ¡verga!, ya ni las pobres viejas
están a salvo.
-Fueron unos menores.
-Qué bolas.
-Este pueblo se ha vuelto una pesadilla.
-Un Calicalabozo.
-Coño sí. Caicedo en un lugar como este se hubiera sentido igual y quién
sabe si peor.
-Coño sí.
Alguien pasó leyendo el periódico.
-¿A qué hora te dijo que estarían aquí?
-A las ocho y media.
-Ya son las nueve.
-Coño sí chamo, ¿será que nos van a embarcar?
-A lo mejor –dije volteando para ver hacia la emergencia -, quién sabe.
-¿Qué te dijo Paola cuando le dijiste que veníamos?
-Nada que era muy tarde para venir, y bueno ella piensa que Gerardo es un
idiota y ni hablar de Marina.
Adolfo soltó una risita irónica.
-Esa Paola es una vaina. Tiene ojo clínico para reconocer a los peluches.
-Sí, es implacable.
-Bueno qué se le hace. A lo mejor ella tiene razón y estamos perdiendo el
tiempo con estos pendejos.
-Igual esperemos a ver que pasa.
-Como sea.
En la radio sonó una canción de Juan Luís Guerra, Adolfo la tarareó
entusiasta. Yo miré la taza de café humeante que parecía decirme: «para qué
viniste pendejo».
Recuerdo la noche que fuimos para casa de Marina, queríamos conocerlos
bien y bueno tener un tipo de relación decente agradable, pero que va. Viven a la
entrada de la ciudad. Nunca se casaron, simplemente se metieron a vivir juntos y
ya como lo hace la gente que se necesita mucho. Mantengo en mi memoria, y no
sé por qué, la imagen de las dos parejas en la iglesia, el día de la boda múltiple.
Dos por uno. Yo estaba en el cuarto de mi hermano viendo como el tipo ese se
ponía el uniforme de gala de la marina. Fue una tarde de mucho movimiento en
la casa. Edipo y Leticia; Marina y Jesús. Se veían hermosos vestidos para su boda.
Un año después Jesús dejaba a Marina y mi hermano le ponía los cuernos a su
queridísima esposa. Lo que son las cosas. Dicen que mamá les salvó el
matrimonio. Yo en realidad no sé si es cierto, lo que si me acuerdo es que mi
hermano Esteban se ponía a llorar por esos peos, él siempre se había identificado
mucho con Edipo y ellos lo habían consentido también. También recuerdo que
Marina se casó preñada, no sé si la boda se debía a ello, pero lo cierto fue que no
pegaron. El divorcio fue inminente, por su parte ella se dispuso a trabajar, a hacer
mucha guita, dejando que una esquizofrénica como su madre le criara al único
hijo.
Luego conoció a Gerardo y bueno el amor verdadero llegó, como dicen los
cursis. Yo diría más bien que el amor fariseo. Estos carajos son lo que se puede
decir unos amantes a carta cabal. O sea, a ellos no les interesa vivir a tope su
relación estén en donde estén, bueno qué bien, yo creo que cada quien debe
hacer con su vida lo que le nazca, pero de allí a querer imitar las películas de
Almodóvar en la vida real es otra cosa. Cómo es posible que Sagrario me haya
dicho que su padre, un viejo y malhumorado catalán, le haya prohibido la entrada
a estos dos seres a su granja. Pues claro como los dos vivían arrastrándose por
ahí como unos mismos marranos. Marina se la pasó con un vestido hindú muy
fresco, pero sin sostén, mostrando las enormes lolas a los obreros, porque,
vamos a estar claros, esa vaina en una tela tan fina es lógico que se vea con
claridad, imagínense a los pobres obreros, que no podían concentrase con aquel
espectáculo.
En casa de Marina nos tomamos un buen ron, ellos estaban preparando
todo para su viaje al llano. Gerardo no tomó nada porque le dolía la barriga,
Marina se echó tres guamazos y ya. La botella nos la bajamos nosotros tres,
Adolfo, Igmar y yo. Igmar se fue temprano así que nos quedamos hasta las once
nada más. Gerardo nos había ofrecido llevarnos a mi casa, era una forma decente
de apuntarnos que el final de la visita se estaba acercando. Tenían una maldita
rottweiler que se volvía loca por cualquier movimiento. Si uno se paraba era una
peo, hablamos un poco de poesía, de música, pero yo me di cuenta de que ellos
estaban fastidiados. Como cumpliendo con un compromiso nada más, por esas
normas absurdas e hipócritas que la gente defiende sin decir esta boca es mía.
Se iban de vacaciones y estaban felices por eso.
-¿Te acuerdas cuando en casa de Marina sonó aquella canción de Charly de
los años setenta y Gerardo se tapó los oídos?
-Coño sí –dijo Adolfo riéndose-, el muy gafo se aturdía con el rock, sus
oídos dizque eran muy delicados para esa horrible música.
-Qué maricón vale, pero con los ladridos de la maldita perra no se aturdía
para nada.
-Coño verdad, esa perra si era ladilla vale. Nojoda me tenía nervioso.
-Sí, yo pensé que se iba a ahorcar de la arrechera que le daba cuando me
veía pasar hacía la parte de la cocina. Casi que se ahogaba.
-No sé cómo pueden tener un pero así, será que no piensan en la familia, ¿y
si esa perra mordía a una visita o a un pariente lejano?
-Qué coño van a imaginarse esos carajos.
-La cabeza no les da.
-Qué va.

En eso, a lo lejos venían Gerardo y Marina con otro médico barbudo.


-Here they come, at last!
-True!, it was time.
Reconocemos al medico barbudo: es Pato, un músico que se vino a menos.
Era o fue guitarrista y vocalista de “Los Perros”, una banda de Carrizal, de la
estúpida década de los ochenta.
-Épa hermanito –exclamó Gerardo con esa imitación de acento chileno que
le queda tan mal, luego abrazó a Adolfo. Para mí hubo saludos de lejitos. Marina
me saluda con un gesto de muñeca de feria.
Nos presentan a la estrella del rock nacional, al viejo guitarrista.
-Él es Pato, médico internista y músico profesional.
-Bien –le doy la mano. Tiene los dientes muy amarillos.
Se sientan.
En eso Pato mira el disco que ha puesto Adolfo sobre la mesa a un lado de
la taza de café y del koala.
-¿De quién es? –pregunta animado.
-Mío –miento.
Gerardo le pregunta: ¿y qué viejo?, ¿te gusta?
Hay una especie de silencio como de reinado de carnaval, pero es porque la
leyenda piensa. Marina se suelta el pelo, lo observa con admiración en espera de
la respuesta que será como una sentencia inapelable.
Los tres, como es de esperarse, van metidos en esas detestables batas
blancas.
Yo aspiro fuerte.
-Para nada –responde por fin el rey del rock y para más ñapa un poco mal
humorado. Enseguida deja el disco en su lugar.
La noche comienza a ronronearme fuerte en las mejillas, a lo mejor y llueve
o se va la luz.
-Adolfo le dice a Gerardo que se trata de Moris, un músico argentino.
-Damn fool! -tomo el poquito de café que me queda.
Piden agua mineral.
De pronto estamos los cuatro mirándonos las huellas dactilares, sin saber
porque razón se está tan mal así.
-No me gustan los argentinos –sentencia el barbudo tras fumarse una larga
nubecita de humo azul o creo que gris,
¿Será que es un mandato a seguir?, –pienso. No le doy importancia.
Marina dice: estoy loca por irme al llano, espero que la suplencia que
conseguí para la guardia de la clínica en Caracas no me deje mal.
-¿Ya la llamaste? –le pregunta Gerardo.
-Sí, pero me sale la contestadora.
-Pero ella sabe, ¿no?
-Sí, yo hablé con ella el martes.
Adolfo vuelve sobre su reloj.
-Para mí los argentinos son bien arrechos –digo secamente.
-Sí vale como no, unos genios –contesta el barbudo guitarrista con más de
su malhumor.
-Pues sí, son unos genios. Su música, su literatura, su cine se vende en todo
el mundo.
-Una cagada –me responde-, yo recuerdo cuando vinieron para el festival en
Caracas y el mariquito ese del Fito Páez me dijo que no le gustaban nuestras
bandas. Yo les ofrecí ron y un par de coñazos, pero no me pararon bolas. Y ni
hablar del Pajuo ese del Calamaro, nojoda ese es el peor, ese se cree un Mike
Jagger. Y hasta de Paúl Guilman se burlaron.
-Coño pero si ese carajo es un ridículo –sentencié.
-Ridículo son esos prepotentes que no saben de música.
-Si no supieran de música el venido a menos serían ellos y no vos pendejo.
Entonces el carajo se paró molesto.
-¿Qué puedes decir tú? –interrumpe Marina-, dime, ¿qué mierda puedes
hacer tú? O mejor dicho, ¿qué has hecho de grande así en tu vida?
Vuelve el silencio. Ella me mira con odio. Yo sonrío.
-Pues vivir –respondo.
-Pues vivir, muy fácil la respuesta, muy inteligente el chico, igual que sus
compatriotas loa argentinos.
-Cierto –agrega Gerardo.
-Por cierto tu hermano te está buscando trabajo.
-Coño sí –dice Gerardo fingiendo estar sorprendido.
-Sí, ¿no lo sabías Gerardo?
-Coño eso no, es un buen chisme. Su hermano mayor le busca trabajo,
¿pero y él qué carrizo hace?
-Nada, joderle la vida a su mujer, será –termina Marina.
Adolfo se pone de pie intranquilo.
-Tranquilo hermanito que esto no es con usted –le aclara Gerardo posando
su mano sobre el hombre de éste.
-Sí Gerardo es como si fuera conmigo, yo lo siento así.
-Bueno disculpa entonces, porque tu sí eres gente que vale la pena.
Marina se me acerca un poco.
-Chamo, ¿cuándo vas a madurar?
Entonces solté una gran risa.
-¿No ves?, se está cagando de la risa –le contestó con ironía.
-Moris, Fito y todos esos bichos son unos pobres güevones –agrega el
barbudo más dolido que insistente.
Yo seguí riéndome.
Marina dijo: Ya sabia yo que eras un vago, no me extraña que te pongas así.
Y se fue.
-Espérame en pediatría, enseguida voy –le dijo Gerardo
-Te espero –le respondió y luego se largó.
Algunos camilleros parecían discutir sobre un juego de bolas criollas a dos
mesas de allí.
-Mira Adolfo lo lamento mucho, otro día hablamos de ese proyecto que
traes allí, sé que es muy bueno.
-Pues no, güevón –contesto seco.
Adolfo no sabe qué coño hacer.
-Y tú, hubieras sido un poco más educado.
-¿Yo? –Le pregunto-, qué arrecho eres. Es ella la que me ofende, pero soy
yo el que tengo que ser educado. Vete al carajo chico.
Vámonos –dice Pato ya fastidiado.
-Allá tú con tu conciencia –me dice Gerardo.
Pato respira azaroso y me mira con una impotencia.
-¿Qué vas a hacer maricón de mierda? –le digo al Pato, la leyenda del rock
nacional.
Adolfo mira para los lados.
El barbudo no responde.
-¿Y entonces qué? –vuelvo a repetir.
-Vamos a tranquilizarnos por favor –pide Adolfo.
-No es raro que te pongas así, si siempre has sido un maldito loco.
-¿Qué mierda te importa eso a ti cabrón? –le digo dándole con el dedo en el
pecho.
-No me toques –responde nervioso mientras se alejan.
La gente nos ha estado observando. El dueño está recostado sobre la barra
de la cantina, bosteza. Luego veo que se saca la comida de la boca con un palillo.
De la cocina sale un hombre vestido de blanco, trae consigo un tobo verde, entra
en un jardincito privado, se acerca hasta una bolsa negra y echa allí los restos de
comida de la tarde, arruga la cara por el mal olor de los alimentos y luego se
devuelve y se mete en la cocina otra vez. Los camilleros se van yendo lentamente
mientras conversan sobre lo sucedido, las enfermeras nos miras. No me siento
estúpido.

Adolfo me sonríe.
-Qué peo.
-Yo no pensé que iba a ser así.
Adolfo trata de disimular su intranquilidad y le pide al dueño que le traiga
un refresco.
-Salvador, no les pares bola –dice Adolfo aclarando un poco su tez.
-Siempre es así, es más yo lo veía venir.
-Que no les pares bola. Esos son unos pobres pendejos. Quién sabe si es
más que odio lo que te tiene la Marina esa.
-Nojoda zape gato. Dios me libre de ese engendro.
-¿Cuál dios si tu no crees en eso?
-Los dioses pues, al estilo griego.
Adolfo se ríe.
El dueño de la cantina se mete también a la cocina.
-Y entonces vemos a la caraja detrás de ti, como un chinche.
-Nojoda qué va.
-Eso espero porque tú, hecho el que no fui, le tiras lengua a todo; es decir,
te conviertes en una especie de ultraman caribeño.
Me río.
La calma nos sobreviene, la clama y la jodedera.
-Nojoda marico ni que me llamaran Adolfo. Vamos, paga y larguémonos de
aquí. Recuerda que tenemos que pasar por la casa de Rebeca primero.
Olvidémoslo todo, no vale la pena pasar un mal momento por gente como esta,
es como tú dices. No le paremos bola.
-Exacto.
-Apúrate pues.
-Sí, porque se hacer tarde y…
-¿Y qué?
-Te van a joder
-¡Ja!, no me diga.
Adolfo deja unos billetes sobre la mesa.
Salimos.
-No te pongas rebelde mira que a ti te llaman Palomino.
-Sí, Palomino es éste que está aquí –le digo señalándome las bolas.
Ambos reímos.
Veo que Adolfo apura el paso, coño deben ser las diez y algo. El toque de
queda no prescrito, el impuesto por la barbarie de la calle, por las sombras sin
remordimiento con babas de sal y sangre de trena.
Hay que apurarse.
Agarramos entonces camino en dirección al Pérez Bonalde ya que no pasan
más nuestras odiadas camioneticas y no hay ni un alma por las calles, nos vemos
en la obligación de cortar camino.
Vamos en silencio.
Yo miro un poco la hilera de casas pobres alzadas a un lado, desde algunas
observo el reflejo del televisor sobre las paredes de la calle, en un azul que cambia
a naranja y verde de amarillo a violeta, imagino a la gente sentadas en sus
muebles, enmudecidas por la pantalla mágica de todos los días, amándose,
destruyéndose sin saber por qué. También escuchamos clarito las voces de los
actores de la telenovela.
¡Santo pecado!

Casi corremos. Adolfo admira al gigante que duerme, sus años de estudiante
le pasan por la memoria. Era tan solo un chico silencioso y terco. Amante del
esoterismo y el budismo zen. Mal estudiante por escritor. También tuvo que
sufrir, como yo, de la represión hogareña. Los poetas y los novelistas son una
especie rara, rara y molesta para muchos.
5

Pasa una moto con dos bichitos. Nos miran raro pero siguen, menos mal.

Llegamos hasta el final de la calle Padre Arroyo, mejor vamos mañana


donde Rebeca, la cosa no es tan urgente como para arriesgar la vida.
Mientras me alejo en dirección contraria voy pensando en cada detalle de lo
sucedido esa noche. Me vuelvo y sonrío con ironía. A mi lado pasa un viejo que
cojea, un auto que no consigue desnudar la lluvia, un perro que espanta a la
muerte. La noche se mete en nuestras almas para dominar la intemperie, el cerco
se abre, ya no hay más presidio para quien desgaja las sombras y hace suya la
costumbre de vivir.
Por fin, y en mucho tiempo, una profunda y silenciosa paz me abraza.

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