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finible que los destinados a la gloria saben perder en el eercicio de su arte, como las mujeres bellas pierden el suyo en el juego de la coqueteria. El hibito del triunfo acenda la duda y el pudor es, tal ‘vez, una duda_ Abrumado por la miseria_y sorprendido en aquel momento por su propia impertinencia, el pobre neéfito no habria entrado en la «asa del pintor al que debemos el admirable recato de Enrique LV, sin la extrzordinatiz ayuda que le depard el azar. Un anciano co- men26 2 subir la escalera. Por la extravagancia de su indumencaria, por la magnificencia de su gorguera de encaje, por kx prepotente se- guridad de stu modo-de andar, cl joven, barrunté en este personaje al protector 0 al amigo del pintors se hizo a un lado en cl descan- sillo para cederle el paso y Jo examiné con curiosidad, experando encontrar en él la buena naturaleza de un artista o el carécter com- placience de quienes aman las artes; pero percibié algo diabélico en aquella cara, sobre todo, ese mo sé qué que atrae los artisas. Ima-* gine una frente despejada, abombada, prominente, suspendida en voladizo sobre una pequeita nariz aplastada, de remate respingado como la de Rabelais o la de Sécrates; una boca butlona y arruga- dla, un menién corto, orgullosamente levantado, guamnecido por una barba gris allada en. punts; ojos verdemar que patecian empanados por lz edad, pero que, por contraste con el blanco nacarado en gue floraba la pupila, debian de lanzar, a veces, miradas magnéticas en plenos aurebatos de célera 0 de entusiasmo. Ademés, st semblance

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