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Capitulo 23 LA EDAD DE LA RAZON Inglaterra y Francia en el siglo XVIII La época en toro a 1700 vio la culminacién del movimiento barroco en la Europa catélica. Los paises protestantes no pudicron evitar el influjo de esta tendencia avasalladora; pero, sin embargo, no Ilegaron realmente a adoptarla. Esto pucde aplicarse también a Inglaterra en el periodo de la restauracién, cuando la corte de los Estuardos tenia las miradas pucstas en Francia y aborrecia los gustos y puntos de vista de los puritanos. Fue en esta época cuando Inglaterra produjo a su maximo arquitecto, sir Christopher Wren (1632-1723), al que se confié la tarea de reconstruir las iglesias de Londres tras cl incendio de 1666. Resulta interesante comparar su catedral de San Pablo con una iglesia barroca romana, construida tan s6lo veinte afios antes (fig. 257). Observamos que Wren fue influido claramente por los efectos y combinaciones del arquitecto barroco, aun cuando nunca hubiera estado en Roma. Como la iglesia de Borromini, la catedral de Wren, cuya escala es mucho mayor, tiene una cipula central, dos torres a los lados y la evocacién de Ja fachada de un templo antiguo enmarcando la puerta principal. Incluso existe una evidente similitud entre las torres barrocas de Borromini y las de Wren, especialmente en el cuerpo central de unas y otras. No obstante, la impresion de conjunto de ambas fachadas es muy diferente. La de Wren carece de ondulacién, no sugiere la idea de movimiento, sino 384 mis bien la de firmeza y estabilidad. El modo de emplearse en ella pares de columnas para que le confieran nobleza y solidez recuerda a la fachada de Versalles (fig. 266) més que a las del barroco romano. Observando los pormenores, incluso podemos titubear en darle cl nombre de barroco al estilo de Wren, pues no existe nada fantastico 0 caprichoso en su ornamentacién; todas sus formas se atienen estrictamente a los mejores modelos del renacimiento italiano. Cada forma y cada fragmento del edificio pueden ser considerados en si mismos sin que pierdan nada de su intrinseco sentido. Comparado con la exuberancia de Borromi- ni, 0 del arquitecto de Melk, Wren produce una impresién de con- tencién y sobriedad. El contraste entre la arquitectura protestante y la catélica se nota mas atin al considerar los interiores de las iglesias de Wren, por ejemplo la de San Esteban Walbrook de Londres (fig. 276). Una iglesia anglicana es, ante todo y principalmente, una sala en la cual la fe se manifiesta por la reunién de la comunidad. Su finali- dad no es la de evocar otro mundo, sino la de permitirnos recoger- nos en nuestros pensamientos. En las muchas iglesias que traz6, 5 275, Ur Wren procuré ofrecer variantes siempre nuevas del tema de una sala semejante, que fuera, a la par, grave y sencilla. Y lo mismo que de las iglesias ha de decirse de los castillos. Ningiin rey de Inglaterra podia haber reunido las sumas ingentes que se necesitaban para construir un Versalles, ni ningtin par inglés hubiera querido competir en Injo y dispendio con los pequenos principes alemanes. Es cierto que la mania de construir también alcanz6 a Inglaterra y que el palacio de Blenheim, de Malborough, posee mayores proporciones atin que el Belvedere del principe Eu- genio; pero se trata de excepciones, ya que el ideal del siglo xvur inglés no fueron los castillos, sino las residenc jas campestres Los arquitectos constructores de estas tiltimas generalmente rechazaron las extravagancias del estilo barroco. Su ambicién fue la de no infringir ninguna regla de lo que consideraban «buen gusto», y por ello ansiaban respetar tan fielmente como pudieran las verdaderas o pretendidas leyes de la arquitectura clisica. Los arquitectos del Renacimiento italiano, que estudiaron y calcularon las ruinas de las construccion: antiguas con cientifica minuciosidad, habian publicado sus hallazgos en libros de consulta que suministra- 2 zl de Saw Esteban Walbrook de Ls 385 377, La Chiswick House de Londres. Proyeetada por lord Burlington y William Kent ha ron esquemas y modelos a los arquitectos y a los artistas. El mis famoso de estos libros fue escrito por Andrea Palladio (pag. 302). Esta obra de Palladio Iegé a considerarse como la primera autoridad acerca de todas las reglas pertinentes al «gusto» en arquitectura durante el siglo xvi en Inglaterra. Construir la propia residencia campestre «a la manera de Palladio» fue conside- rado como el ultimo grito de la moda. La figura 277 muestra una de esas «villas», Chiswick House, cerca de Londres. La pie- za central, disefiada para su propio uso por lord Burlington (1695-1753), arbitro entonces del gusto y de la moda, y decorada por su amigo William Kent (1685-1748), es en realidad una imita- cién de la Villa Rotonda (pig. 300, fig. 211) de Palladio. Sin embargo, las ampliaciones laterales del siglo XVII demuestran gue el gusto barroco por la ostentacién no fue absolutamente rechazado en Inglaterra. Al igual que otras casas de campo de su época, el edificio aparece dividido en diversos «pabellones» y «alas, cuyo bien ordenado agrupamiento podria compararse al Bel- vedere de Hildebrandt (pig. 376, fig. 268). Pero esta sorprendente similitud en sus Iineas generales, hace resaltar Jas diferencias de detalle, pues al revés de Hildebrandt y de otros arquitectos de la catdlica Europa, los disefiadores de Ia villa inglesa no con- travinicron en ningin detalle las rigidas reglas del estilo clisi- co. El majestuoso portico posee la correcta forma del frontis de un templo antiguo construido dentro del orden corintio (pig. 88). E] muro del edificio es liso y sencillo, sin curvas ni volutas, sin esta- tuas que coronen el tejado y sin adornos grotescos. La norma del buen gusto en la Inglaterra de Burlington y de Pope fue también la norma de la razén. Todo el cardcter del pais se oponia a los vuelos de la fantasia de los disefios barrocos y aun arte cuya finalidad era la de producir una impresién abruma- dora. Los parques mis formales, al estilo de Versalles, cuyas avenidas € interminables setos recortados prolongaban la concepcién del arquitecto mas alld del verdadero edificio, hacia el paisaje en torno, fueron condenados por absurdos y artificiosos, Un jardin o un parque debia reflejar las bellezas naturales, debia ser un conjunto de hermo- sas perspectivas que deleitaran los ojos de un pintor. Artistas como Kent fueron los que crearon el ardin-paisaje» inglés, como acompa- fiamiento ideal de las «villas» a la manera de Palladio. Y del mismo modo que apelaban a la autoridad de un arquitecto italiano respecto a las normas de razén y de «buen gusto» en la arquitectura, se dirigieron a los pintores meridionales en busca de un criterio de belleza para las perspectivas naturales. Su idea de cudl debia ser el aspecto de la Naturaleza derivé en gran medida de los cuadros de Claude Lorrain (fig. 234), y ya hemos visto que las visiones de este pintor moldearon asi grandes extensiones de la campifia inglesa. La posicién de los pintores y escultores ingleses bajo la norma del buen gusto y de la razén no fue siempre envidiable. Hemos visto que el triunfo del protestantismo en Inglaterra y la hostilidad puritana contra el lujo y las imagenes comunicé a la tradicién artistica inglesa una gran severidad. Casi para lo tnico que todavia se solicit6 el concurso de la pintura fue para los retratos, € incluso esta funcién fue desempefiada en su mayor parte por artistas extran- jeros como Holbein y Van Dyck (pig. 339), a los que se hizo ir a Inglaterra cuando ya habjan afianzado su reputacién en otros paises. Los caballeros clegantes de la época de lord Burlington no ponian ninguna objecién, de acuerdo con los principios puritanos, alos cuadros o las esculturas, pero no les interesaba hacer encargos a los artistas nativos que aan no hubieran conquistado fama en el extranjero. Si deseaban un cuadro para sus «villas», preferian adquirir alguno que ostentara la firma de algtin famoso maestro italiano. Se enorgullecian de ser coleccionistas, y algunos de ellos formaron las colecciones m4s admirables de maestros del pasado, sin que, no obstante, encomendaran muchas tareas a los pintores de su tiempo. Este estado de cosas irrité grandcmente a un joven grabador inglés que tuvo que vivir ilustrando libros. Su nombre fue William Hogarth (1697-1764), y sintié que Hevaba dentro un pintor tan bueno como aquellos cuyas obras se hacian venir de fuera por 387 388 centenares de libras; pero advirtié que no existia piblico en Inglate- rra para el arte contemporineo, Como consecuencia de ello se puso deliberadamente a crear un nuevo tipo de cuadros que atraje- ran a las gentes de su pais. Se dio cuenta de que poseian la tendencia a preguntar: «Para qué sirve un cuadro?, y decidid que, para atraer a las personas formadas en la tradicién puritana, el arte debja poseer una utilidad evidente. De acuerdo con ello, concibié una serie de cuadros que ensefiaran las recompensas de la virtud y las consecuencias del pecado. Mostraria «La carrera del libertino», desde la depravacién y el ocio hasta el crimen y la muerte, 0 «Los cuatro grados de la crueldad», desde un nifio maltratando a un gato hasta el adulto convertido en asesino brutal. Pintaria esos temas edificantes y esos ejemplos aleccionadores de tal modo que cualquiera que viese las series de sus cuadros compren- deria todos los lances y todas las lecciones que ensefiaban. Sus cuadros, en efecto, parecerian una especie de representacién muda en la que todos los personajes tuvieran sefialado su papel, manifes- tando claramente su sentido por medio de los ademanes y el empleo adecuado de la escenografia. Hogarth mismo comparé este nuevo tipo de cuadro con el arte del dramaturgo y del director de escena. Hizo todo lo posible para destacar lo que llamaba el «caracter» de cada personaje, no sélo por su rostro sino también por sus vestidos y conducta. Cada una de sus secuencias graficas puede ser leida como una narracién 0, mejor atin, como un sermon. En este aspecto, esta modalidad de su arte tal vez no fue tan enteramente nueva como él crey6, pues, como ya sabemos, todo el arte de la Edad Media utilizé las imagenes como ensefianza, y esta tradicién del sermén grafico sobrevivié en el arte popular hasta la época de Hogarth. Toscos grabados en madera se ven- dian en las ferias mostrando el destino del bebedor o los riesgos del juego, y los copleros vendian folletos con relatos de la misma indole. Hogarth no fue, sin embargo, un artista popular en este sentido; estudid atentamente a los maestros del pasado y sus procedimientos para conseguir efectos pictéricos; conocid a los pintores holandeses, tales como Jan Steen, quien Ilend sus cuadros de episodios festivos tomados de la vida del pucblo y sobresalié en revelar la expresién caracteristica de cada tipo (fig. 253); también conocié los procedimientos de los artistas italia nos de su época, de los pintores venecianos como Guardi (fig. 264), de quien aprendié el recurso de evocar Ja imagen de una figura con unas cuantas pinceladas briosas. La figura 278 muestra un episodio de «La carrera del libertino», en el que el pobre desgraciado se ha vuelto loco furioso y ha sido recluido, cargado de hierros, en el manicomio. Se trata de una cruda y triste escena en la que intervienen todos los tipos de locura: el fanatico religioso, en la primera celda, retorciéndose sobre un lecho de paja, como parodia de la imagen barroca de un santo; el megalomano, con su corona real, de la celda siguiente; el idiota, que garabatea la imagen del mundo sobre la pared del manicomio; el ciego, con su telescopio de papel; el trio grotesco agrupado en torno a la escalera, con el violinista que sonrie estépidamente; 1 bobo cantor y la impresionante figura del apatico que acaba de sentarse y mira absorto; y, por ultimo, el grupo del agonizante libertino, al que s6lo Hora una doncella, en otro tiempo abandonada por él. Al desplomarse le quitan los grilletes, el cruel equivalente de la camisa de fuerza, pues ya no son necesarios. Esta tragica escena esté aumentada en su dramatismo por la presencia del enano burlén y por el contraste que marcan las dos clegantes visitantes, quienes habian conocido anteriormente al libertino en sus lejanos dias de prosperidad. Cada figura y cada episodio del cuadro poseen su lugar preciso en la anécdota relatada por Hogarth; pero esto s6lo no seria suficiente para hacer de él un buen pintor. Lo notable en Hogarth €s que, con todo y su preocupacién por el tema, continiia siendo un pintor, no slo por su manera de manejar el pincel y distribuir la luz y el color, sino también por la gran habilidad que demuestra en agrupar y repartir sus personajes. El grupo en torno al libertino, con todo su horror grotesco, esté compuesto tan esmeradamente 278. Hogarth, El libertino en el manicomio de Bedlam. De L ra del libertino, 1735. Londres, Sir John Soane’s Museum 390 como cualquier cuadro italiano de la tradicién clisica. Hogarth estuvo, en efecto, muy orgulloso de su conocimiento de esta tradi- cién, y escribié un libro, que titulé El andlisis de la belleza, cuyo principio esencial es el de que una linea ondulada sera siempre més bella que una linea angulosa. Hogarth pertenecia también a la época de Ja raz6n y creia que las normas del buen gusto eran ensefiables, pero no consiguié desviar a sus compatriotas de sus preferencias por los maestros antiguos. Es cierto que sus series pict6ricas le proporcionaron gran nombradia y una considerable cantidad de dinero; pero esta reputacién fue debida menos a los cuadros verdaderos que a las reproducciones que hizo de ellos en grabados que eran adquiridos por un pablico avido de poseerlos. Como pintor, los coleccionistas de la época no le tomaron demasia~ do en serio y, a lo largo de su vida, desencadené una campafia inflexible contra el gusto clegante. Tan slo una generacién después nacié un pintor inglés cuyo arte satisfizo a la sociedad del siglo xvim en Inglaterra. Fue sir Joshua Reynolds (1723-1792). A diferencia de Hogarth, Reynolds estuvo en Italia y coincidié con los coleccionistas de su tiempo en que los grandes maestros del Renacimiento italiano —Rafacl. Miguel Angel, Correggio y Ticiano— eran -sponentes sin rival Lo Retrato de miss Bowles con su perro. 177 del arte verdadero. Se asimilé las ensefianzas atribuidas a Carracci (fig. 230) de que lo Gnico en que puede confiar un artista es el esmerado estudio y la imitacién de lo que se consideraban las excelencias de los maestros antiguos: el dibujo de Rafael, el co- lorido de Ticiano, etcétera. Posteriormente, cuando Reynolds afianz6 su nombre como artista en Inglaterra y se convirtié en el primer presidente de la recién fundada Real Academia de Arte, ex- puso esta doctrina «académica» en una serie de discursos cuya lectu- ra sigue siendo interesante. Elles revelan que Reynolds, como sus contemporancos, crefa en las normas del buen gusto y en la impor- tancia de la autoridad en el arte. Creia que el correcto proceder ar- tistico podia, en gran parte, ser enseiiado, si a los alumnos se les da~ ban facilidades para estudiar y examinar las obras macstras recono- cidas de la pintura italiana. Sus discursos estén Ilenos de exhortacio- nes a que se pusicra empefio en tratar temas graves y elevados, por- que Reynolds crefa que solamente lo grandioso ¢ impresionante merecia el nombre de Gran Arte. «En lugar de pretender distraer a la humanidad con la exactitud minuciosa de sus imitaciones, el ver- dadero pintor —escribié Reynolds en su tercer Discurso— debe tratar de edificarla con la grandeza de sus ideas» Por semejante cita facilmente se creeria a Reynolds un tan- to aparatoso y fastidioso, pero si leemos sus discursos y después contemplamos sus obras saldremos de nuestro error. El hecho es que acepté las opiniones acerca del arte que hallé en los escritos de los tratadistas influyentes del siglo xvit, todos los cuales se preocuparon mucho de Ia gravedad de lo que denominaron «pintura histérica». Ya hemos visto cudnto tuvieron que luchar los artistas contra el snobismo social, que inducia a menospreciar a los pintores y a los escultores porque trabajaban con sus manos: Sabemos cémo tuvieron que insistir los artistas en que la verdadera tarea no consistia en el manejo del pincel sino en la labor de la inteligen- cia, y que ellos no eran menos adecuados que los poetas o los eruditos para ser recibidos entre las personas de calidad. Estas discusiones IHevaron a los artistas a aumentar la importancia de la creacién poética en el arte y a recalcar los temas clevados que les preocupaban, «Conformes —decian— en que puede haber algo mecinico en la ejecucién de un retrato o de un paisaje del natural, en los que la mano copia simplemente lo que ven los ojos, pero ciertamente, requiere erudicién e imaginacién pintar un tema como «La Aurora» de Guido Reni (fig. 232) 0 «Et in Arcadia ego», de Poussin (fig. 233)». Hoy sabemos que hay un sofisma en este argumento, que no hay nada indigno en ninguna clase de trabajo manual y que, por otra parte, se necesita algo mis que una vista excelente y una mano segura para pintar un buen retrato o un buen paisaje; pero no tenemos derecho a menos- preciar a Reynolds porque no viera mas alla de ese prejuicio artistico. Haremos mejor en recapacitar sobre nosotros mismos, 391 392 para ver si no existen cosas que nosotros damos por admitidas y supuestas en el mismo grado en que Reynolds aceptaba la superioridad de los «cuadros histéricos» Aunque Reynolds creyé sinceramente en sus teorias, su verdade- ra obra consistié principalmente en la pintura de retratos, por ser ésta la tmica clase de pintura de la que seguia haciéndose gran demanda en Inglaterra. Van Dyck habia establecido un nivel en los retratos de personas de alta sociedad al que todos los pintores elegantes de las generaciones siguientes trataron de llegar. Aquellas de sus obras que colgaban en las paredes de las residencias campestres y de los palacios de los nobles en la ciudad convencieron a sus clientes de que un buen retrato debia ser halagiiefio. Confiaban en verse reproducidos en su aspecto més favorable, convirtiéndose en modelos de elegancia y donosura. Resulta interesante observar cémo Reynolds siguié esta tradicién y comparar sus retratos con los de su gran rival en el mismo terreno, Thomas Gainsborough (1727-1788), solamente cuatro afos mas joven que él. Como podia esperarse, Reynolds traté de conferir a sus retratos un interés adicional, mostrando que no se limitaba a copiar simple- mente el rostro y el vestido de su modelo, sino que aportaba a ellos alguna creacién propia que subrayaria la personalidad del modelo y acrecentaria el interés del cuadro. Incluso cuando tuvo que pintar a un nifio, Reynolds procuré que fuera algo mis que un simple retrato, convirtiendo el cuadro en una pequefia escena que seduzca a nuestra imaginaci6n. La figura 279 muestra el retrato que hizo de «Miss Bowles con su perro». Recordemos que también Velazquez pint6 el retrato de un nifio con un perro (fig. 242); pero en lo que se interesé Velazquez fue en la calidad y colorido de lo que vio. Reynolds quiere mostrarnos el ticrno afecto de la nifia por su animal, y su manera de ordenar la actitud de los modelos ante el caballete es muchisimo més estudiada que la esponténea de Velazquez. Reynolds buscaba una finalidad; no sélo queria ofrecernos un tema sugestivo, sino también ordenar el grupo de tal modo, tan h4bilmente, que resultara una obra bien armonizada ¢ interesante por si misma. Es cierto que si compa- ramos su manejo del color y su manera de tratar la piel y el pelaje del perro con los procedimientos de Velizquez, encontrare- mos a Reynolds desfavorecido. Pero dificilmente podria esperarse de él algo que no se propuso conseguir. El queria plasmar el caracter amable de Ja nifia y hacer que su ternura y encanto vivieran para nosotros. Hoy, cuando los fotégrafos nos han habitua- do tanto a la captacién de una nifia en actitudes andlogas, nos resulta muy dificil apreciar la originalidad del proceder de Rey- nolds. Incluso nos sentimos inclinados a juzgarlo un poco gastado y trivial. Reynolds nunca permitié que cl interés del tema rompiera la armonia del cuadro; todos sus retratos son de una pieza, simples representaciones de una situacién amable o sentimental como las de sus imitadores posteriores lo fueron con frecuencia. Son verdade- ros cuadros en Jos que un maestro traté de adaptar su conocimiento del gran arte del pasado a una nueva tarca. En la coleccién Wallace de Londres, donde se halla el retrato de Miss Bowles realizado por Reynolds, existe también el retrato de una nifia aproximadamente de la misma edad hecho por Gains- borough: «Miss Haverficld» (fig. 280). Gainsborough pint6 a la pequefia dama anudandose las cintas de su capa. Acaba de vestirse —suponemos— para salir de paseo, pero Gainsborough supo dispo- ner este sencillo movimiento con tal encanto y donaire, que lo encontramos tan Ileno de acierto como la creacién de Reynolds de la nifia acariciando a su perro. Gainsborough se preocupaba mucho menos por la «invencién» que Reynolds. Nacié en cl Suffolk tural y, naturalmente dotado para la pintura, nunca consider6 necesario ir a Italia para estudiar a los grandes maestros. En compa- racion con Reynolds, y todas sus tcorias acerca de la importancia de la tradicién, Gainsborough fue casi un autodidacta. En las relaciones entre los dos hay algo que nos recuerda el contraste entre el culto Annibale Carracci, que queria revivir el estilo de Rafael, y el revolucionario Caravaggio, que no queria reconocer mis maestro que la Naturaleza. Reynolds, por lo menos, considerd a Gainsborough desde este punto de vista, como un genio que rechaz6 copiar a los maestros, y, aunque admiré mucho la habilidad 3 = a 2 e £ z 393 de su rival, se sintio obligado a prevenir a sus alumnos contra sus principios. Hoy, transcurridos casi dos siglos, los dos maestros no parecen diferenciarse mucho; advertimos, quiz mas claramente que ellos, cuanto le deben ambos a la tradici6n de Van Dyck y a la moda de su tiempo. Pero, si volvemos al retrato de Miss Haverfield pensando en este contraste, comprenderemos las cualida~ des especificas que distinguen la vivaz y espontinea actitud de Gainsborough del estilo més trabajado de Reynolds. Respecto al primero, vemos ahora que no intenté en modo alguno ser un

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