Colección Zigurat
Para esas noches
de insomnio
José Ángel Barrueco
Colección Zigurat
Ateneo Obrero de Gijón
dirección de la colección:
David González
diseño de la colección:
Alberto Ámez
maquetación:
Julio Álvarez
I.S.B.N: xxxxxxxxxxxxx
D.L.: AS-xxxx/09
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El Marqués
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camareros, parroquianos, taxistas, indigentes, etc: sus contertulios son
múltiples y diversos. Tiene algo El Marqués de Joe Gould, ese escritor
de boquilla y mendigo por capricho que el brillante periodista Joseph
Mitchell retrató para el New Yorker y cuyas crónicas ha editado re-
cientemente Anagrama en España (léanlo, no tiene desperdicio): tam-
bién Gould despertaba curiosidad y rechazo a partes iguales. Sólo que
nuestro paisano es todavía más peculiar. Es tan amplia su colección de
gorras, sombreros, boinas y chambergos, y tan extenso su vestuario de
influencias de varias culturas que da vértigo. Así, el transeúnte puede
verlo con trazas de trampero, visos de escocés, prendas de la España
castiza y profunda, o aspecto de nobiliario venido a menos; y, en fin,
dueño de una capacidad asombrosa de mutación, un talento para el
disfraz que nada puede envidiar al insigne Mortadelo.
Tiene este hombre algunas cualidades (aunque sólo sea en la in-
dumentaria y lo extenso de su verborrea) que lo asemejan a un moderno
hidalgo quijotesco, enloquecido por aclamación popular y pertrechado
de esos rasgos esperpénticos que supo crear y recrear Valle-Inclán con
su talento inmortal. Quizá en el futuro alguien rescate su historia, como
sucedió con Gould, o se atreva a incluirlo en las páginas de una novela,
porque es un personaje do los haya. Hora es de reivindicarlo.
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El río
Casi todas las tardes iban al cine. Sobre todo en otoño, cuando
en las calles de aquella ciudad mustia sólo se arrastraban las hojas muer-
tas y los sueños errantes de los pordioseros. En verano era un incordio:
hacía demasiado calor, no estrenaban muchas películas buenas y los dos
se buscaban trabajos temporales para salir adelante.
Aquel lunes acudieron a ver una reposición: La noche del caza-
dor, con Robert Mitchum. Éste interpretaba a un falso predicador. Un
tipo que matrimoniaba con viudas para luego asesinarlas y quedarse con
su dinero. Un perverso ogro con sombrero y levita y el bien y el mal
(love y hate, amor y odio) tatuado en los dedos de sus manos. Ningu-
no de los dos había visto aquella obra, que algunas veces pasaban por
televisión a altas horas de la madrugada.
–Es una suerte que la repongan en cine. Y en copia restaurada.
–Sí, es una suerte. Mi hermano me ha insistido mucho en que
la viéramos.
A ninguno de los dos le entusiasmaba tanto el cine como para
considerarse expertos o cinéfilos, pero en aquella ciudad no había de-
masiado que hacer.
Carlota terminaba de peinarse los cabellos negros cuando Mar-
celo tocó el timbre. Tenían ambos veintitrés años, ninguno estudiaba
ya y vivían en un apartamento de alquiler con exiguo espacio y paredes
con grietas en las esquinas.
–Ni siquiera tenéis un trabajo fijo –solía decir la madre de ella–.
Ha sido una locura iros a vivir juntos. Una locura de juventud.
En verano sacaban suficiente dinero para mantenerse unos me-
ses. Para pagar el alquiler e ir al cine.
–No necesitamos mucho más, Carlota –argumentaba él.
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–No, no lo necesitamos. Aunque no nos vendría mal tener un
coche, como tienen todos nuestros amigos. Poder viajar de vez en
cuando. Se me va a pudrir la piel de no ir a sitios con playa. Y sería
estupendo que, de vez en cuando, te compraras otra camisa.
–Lo sé. No me machaques.
Carlota bajó en el ascensor. Él venía de hacer un recado.
Al verse, se besaron en los labios. Ella se arrebujó en el abrigo.
Llevaba bufanda, un gorro de lana y manoplas. Estaba muy guapa.
–Estás preciosa.
–Gracias.
De vez en cuando Marcelo tenía esos arrebatos. No era sólo el
hecho de que ella apareciera radiante. A menudo, cuando iba a bus-
carla tras un trabajo esporádico en una fábrica o después de repartir
publicidad por los buzones, o cuando ella había acabado su semana de
cajera sustituta, le embargaba el júbilo de contar con un amor aunque
todo fuera cuesta abajo.
Caminaron en dirección a los cines. Vivían muy cerca del barrio
chino, el barrio de las fulanas. Aquella zona estaba en decadencia y las
prostitutas maduras habían envejecido mal, pero en los últimos meses
algún proxeneta se estaba encargando de mejorar el servicio, y Carlota
y Marcelo veían caras nuevas. Caras negras y muslos de chocolate.
Eran de Cuba, de Puerto Rico, de la República Dominicana. Andaban
contoneándose, con mucho meneo de nalgas. Los políticos habían
prometido restaurar las calles del barrio, mejorar las instalaciones de
agua y gas, acondicionar el asfalto. Los proyectos se acumulaban día
tras día, semana tras semana, mes tras mes.
–Tengo ganas de ver la película –dijo él–. Ese Mitchum es un
fenómeno. Un tipo duro de verdad. Dan ganas de ser como él.
–¿Qué quieres decir?
–Ya sabes. Ir con gabardinas y sombreros y fumar constantemen-
te pitillos. Torcer alguna ceja para que los payasos que te encuentras en
los bares no crean que estás bromeando, sino que vas en serio.
–Ya.
–Por cierto, cuando ahorremos no nos vendría mal comprar-
nos un ordenador. Pero ahora no tengo ganas de hablar de eso. Me
gustaría llevarte a una noria. Es decir, si hubiera parque de atracciones
en esta jodida ciudad. Te lo mereces. Antes te compraría un helado,
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