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Me despierto envuelto en la oscuridad de la habitación.

El
cuerpo sudoroso. El alma excitada, inquieta por los recientes
oníricos sucesos que parecen desvanecerse con dificultad,
como la niebla matinal se disipa, enrevesada, mostrándose en
resistentes jirones, con la llegada de los primeros rayos de
sol, teñida de tonalidades tenues, imprecisas, pero indócil
ante su cometido que ha llegado al final. Pero esos colores
que hoy predominan, son colores tenebrosos, grises, oscuros.
Al fin algo me ha arrancado de la pesadilla que me ha llenado
de esa inquieta sensación, de una incertidumbre que parecía
no encontrar fín, sin nadie que me rescatase de sus férreas
garras.
Ahora mi alma va serenándose, adquiriendo la
impávida certeza de que todo había terminado, la pesadilla
que se ha esfumado y oígo la sosegada respiración de Marga
a mi lado, compartiendo almohada que huele a costumbre.
Tapada por sábanas de rutina y cobertor de hábito repetido
hasta la saciedad.
Todo empieza por unos sonidos lejanos. Como sutiles
pasos de incierta procedencia. Ya las oigo pulular por el
jardín, en los parterres de flores, en los arriates de plantas, en
el césped. Se suben a la tumbana, a las sillas y mesa. Trepan
las vallas, los muros, las paredes. Invaden el garage. Ligeros
movimientos, de patas diminutas, correteando inquietas de
un lado para otro. Se las oye en el desván, luego por las
escaleras, después por el pasillo. Al principio son decenas,
que cambian hasta convertirse en centenares, luego a
millares. Imagino pequeños roedores, grises y peludos, de
orejas puntiagudas y rabos lampiños, invadiendo el jardín, el
salón, la cocina, las casa entera. Nuestra vida toda. Sonidos
pululantes e impacientes que proliferan alarmantes, cada vez
con mayor y amenazadora cercanía. Me parece apercibir
minúsculas zarpas arañándo la puerta del dormitorio,
delatado presencias turbadoras que tratan de entrar en
nuestra intimidad con irreverente desdén. Sibilantes sonidos
llenan la casa. Son sonidos confusos, entre el arrullo de
palomas, el musitar de ratones y el graznido de cuervos. La
mezcla de los tres y ninguno de ellos, que se hacen
persistentes, atronadores, perseverantes. Me revuelvo con
nerviosa agitación en la cama, tratando espantar aquellos
ecos, de alejar aquellas presencias pertinaces del otro lado de
la puerta. Mis esfuerzos son vanos. Cuanta mayor es mi
zozobra y el sentimiento de congoja que me atenaza, más

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intenso parece el infatigable estrépito que envuelve la casa,
acrecentado en el silencio de la noche.

Un repentino estruendo me hace saltar en la cama.


Vino precedido de un crepitar de madera, un crujido de
cerámica que se desparrama por los suelos como rastro de
una catátrofe, un expectante silencio que es seguido del
bullicio reanudado, revitalizado, ganando intensidad tras la
breve y fugaz interrupción. Las presencias se hacen
vehementes, poderosas. Cada vez son más, multiplicándose
con un compulsivo e imparable frenesí. Y el sonido parecen
risas inhumanas que emergen de profundos escondrijos para
mofarse del miedo que me paraliza, que me invita a taparme
con completo, hasta la cabeza, como los críos que se sienten
al resguardo por el simple hecho de olcultarse bajo la manta
que les garantiza la anhelada protección. Mis gestos excitan
el sueño de Marga, quien se revuelve para susurrar ¿qué te
ocurre? No ocurre nada. No quiero transmitirle los agobios
que me exasperan. La casa al completo es un clamor de las
extrañas criaturas que la invade. Crujen los muebles,
chasquean los sillones, rechinan las sillas y las mesas, chirrían
las puertas. Se revuelven los utensilios en la cocina en los
cajones, resuenan ollas, sartenes y vajillas como removidas
por espectrales apariencias. La casa es una estridencia, una
algarabía, una baraúnda de soliviantado dinamismo. Quiero
salir de la cama, abrir la puerta y enfrentarme a aquello que
sucede tras ella.

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El sonido se atenúa en la lejanía. Lo mismo que vino
se va marchando, dejando tras de sí un calma serena que me
hace recuperar el sosiego.

De repente me despierto envuelto en la oscuridad de


la habitación. El cuerpo sudoroso. El alma excitada. Marga se
despereza a mi vera y pregunta, somnolienta ¿Qué sucede?,
Nada, he tenido una terrible pesadilla. El sinuoso cuerpo de
Marga sale de la habitación.
Un grito de desesperación llena la estancia. Marga
detenida en el umbral, retrocede lentamente como quien
testimonia un espelugnante espectáculo de manera
involuntaria y trata de huir de él. Corro hacia ella. El pasillo
presenta un caótico desorden. El valioso jarrón de porcelana
esta desparramado por el suelo, hecho trizas, el macetero
sobre el que estaba, yace, las patas roidas, a su lado. La casa
es un caos, un desorden de muebles rotos, sillones hechos
jirones, alfombras deslucidas…

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