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Es una mañana gélida, de esas que a cada aliento, a cada

soplo le concede un inequívoco hálito vaporoso. Una mañana


de bufandas envolviendo cuellos, de manos enguantadas, de
abrigos de solapas alzadas. El autobús parece acumular un
retraso que acrecenta la tortura de los que nos ha tocado
esperar. Al fín, aparece girando parsimonioso la esquina,
como una mole metálica, de traqueteo sórdido, también
exhalando una respiración de vaho denso, blanquesino. Una
vez dentro, agradeciendo el calor que transmite sus entrañas,
es cuando lo veo. Está sentado en uno de los asientos del
fondo. Los que le rodean guardan una respetuosa distancia en
su entorno, como no queriendo incordiarle, o tal vez para que
los demás denotásemos su inesperada presencia.
Camuflo mi pusilanimidad tras las páginas de periódico,
pero mi mirada pugna por espiarlo, por observar cada uno de
sus gestos, instado por una esmerada curiosidad. Me mira con
ojos vidriosos, mirada acuosa, aflable sonrisa como quien ha
detectado la confusión y el desconcierto que me embarga y
se mofa socarronamente de tan cohibida reacción. Aparto la
mirada, incapaz de sostenerla ante la impenetrabilidad, la
agudeza, la entereza y la seguridad que emana de la suya. Es
una mirada reprobatoria de mi indolencia, amonestadora de
mi apático proceder, recriminatoria de mis infinitas
irreverencias. Es una mirada carente de cualquier
consentimiento de indulgencia. Hágase su voluntad. Y tu
voluntad es inducir al pecado para no saber perdonarlo.
Me armo de valor y hablo con él, desde la distancia, sin
que nadie nos oiga. No es justo que repruebes mis actos
cuando has llenado mi vida de funestos eventos. Sé que como
pastor te gusta ver a todas las ovejas reunidas en tu redil,
temerosas de las amenazas de las piedras que escupe tu
onda, de los golpes que atizan tu cayado amenazador.
Concedes la libertad fingida del pez en la pecera, que nada de
un lado para otro, sin apercibir los muros invisibles de cristal
que le coartan movimientos, restringen espacios vitales,
confinan a espacios previamente señalados por tu propia
voluntad.
Tú, que en la sentenciosa “hágase tu voluntad aquí en la
tierra como en el cielo”, llenaste la adolescencia del miope
gafita-cuatro-ojos de acnés que me mortificaron en dolorosos
complejos; de enfermiza debilidad que me impedieron
corretear por los patios, calles y recreos como los demás
niños; que colmaste mi juventud de amores contrariados, de

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ilusiones fallidas, de ideales vulnerados por cabezas tocadas
de mitras y manos sustentadoras de báculos y cuyo
fariseismo voceados desde púlpitos de hipocresía me
empujaron a secretarias generales que levataban muros de
imposturas y falacias.
Me llevaste a un matrimonio que se fue con la misma
alegria que vino.
Consientes la opulencia de quienes derrochan mientras
otros bregan por subsistir. El “libre mercado” , ese inmortal y
pavoroso Leviatán adorado por pertinaces y obstinados
liberales huérfanos de escrupulos, arroja al mar, a los
caminos, a las carreteras excedentes que dibujarían una
sonrisa de felicidad, que acallaría la muda, pero punzante voz
del hambre en cientos, miles de rostros y estómagos de niños,
de hombres y mujeres, de ancianos de otro continente, al que
olvidaste hacer a tu imagen y semejanza.
Este periódico, que tengo en mis manos, está repleto de
tu obra: de dolor, de sufrimiento, de padecimiento, de muerte
y penuria. De él emana el sonido de disparos, los lamentos de
quienes sufren, los aullidos de quienes padecen, del llanto del
niño que llora la muerte de un padre o la de un padre la de un
hijo; enfermedades que se llevan vida tras insoportables
agonías, mientras que otros mueren, merecedores de algo
más depravado, en apacible cama, rodeado de batas blancas
que atenúan sufrimientos; el atronador ruido de las aguas
desenfrenadas que arrastran a su paso cosechas, casas, vidas
en una impetuosa riada de venganza; de huracanes, tifones y
tornados, que traen el sonido de tu represalia; las catástrofes
que nos envía para expiar pecados ajenos o propios. Y, a
pesar de ello tienes el arresto de sermonear mi actitud.

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– ¿Por qué te levantas? ¿No quieres oír más mis
verdades?
Indignado observo como recoge sus pertenencias: unas
bolsas de tela descolorida, desvaída, atiborradas hasta la
saciedad. Embutido en un haraposo y mundano difraz. Ningún
aura lo envuelve. Ningún halo lo corona. Ajeno a mis
reproches, su melena blanca y la barba que caen en una
nívea cascada y, amarillentos reflejos, sobre el pecho, donde
cuelga una mugrienta bufanda deshilachada, sobre un abrigo
no menos mugriento, ajado, remendado una y otra vez, lleno
de trozos recosidos y remiendos incoherentes. Todos se
revuelven a su alrededor, expectantes, transidos se apartan
para no entorpecer sus movimientos cansinos. Me mira por
última vez antes de bajar y alarga una mano hacia mí para
brindar, con el tetra brik de vino blanco barato que sostiene.
-¡Qué tenga buen día, caballero! – expeta con voz
carente de estridencia, acompañanda de una sonrisa
sarcástica ante el estupor que mi rostro debe transmitir.
-Vaya con el tufo que ha dejado el vagabundo –
comenta mi vecino de asiento

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