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ilusiones fallidas, de ideales vulnerados por cabezas tocadas
de mitras y manos sustentadoras de báculos y cuyo
fariseismo voceados desde púlpitos de hipocresía me
empujaron a secretarias generales que levataban muros de
imposturas y falacias.
Me llevaste a un matrimonio que se fue con la misma
alegria que vino.
Consientes la opulencia de quienes derrochan mientras
otros bregan por subsistir. El “libre mercado” , ese inmortal y
pavoroso Leviatán adorado por pertinaces y obstinados
liberales huérfanos de escrupulos, arroja al mar, a los
caminos, a las carreteras excedentes que dibujarían una
sonrisa de felicidad, que acallaría la muda, pero punzante voz
del hambre en cientos, miles de rostros y estómagos de niños,
de hombres y mujeres, de ancianos de otro continente, al que
olvidaste hacer a tu imagen y semejanza.
Este periódico, que tengo en mis manos, está repleto de
tu obra: de dolor, de sufrimiento, de padecimiento, de muerte
y penuria. De él emana el sonido de disparos, los lamentos de
quienes sufren, los aullidos de quienes padecen, del llanto del
niño que llora la muerte de un padre o la de un padre la de un
hijo; enfermedades que se llevan vida tras insoportables
agonías, mientras que otros mueren, merecedores de algo
más depravado, en apacible cama, rodeado de batas blancas
que atenúan sufrimientos; el atronador ruido de las aguas
desenfrenadas que arrastran a su paso cosechas, casas, vidas
en una impetuosa riada de venganza; de huracanes, tifones y
tornados, que traen el sonido de tu represalia; las catástrofes
que nos envía para expiar pecados ajenos o propios. Y, a
pesar de ello tienes el arresto de sermonear mi actitud.
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– ¿Por qué te levantas? ¿No quieres oír más mis
verdades?
Indignado observo como recoge sus pertenencias: unas
bolsas de tela descolorida, desvaída, atiborradas hasta la
saciedad. Embutido en un haraposo y mundano difraz. Ningún
aura lo envuelve. Ningún halo lo corona. Ajeno a mis
reproches, su melena blanca y la barba que caen en una
nívea cascada y, amarillentos reflejos, sobre el pecho, donde
cuelga una mugrienta bufanda deshilachada, sobre un abrigo
no menos mugriento, ajado, remendado una y otra vez, lleno
de trozos recosidos y remiendos incoherentes. Todos se
revuelven a su alrededor, expectantes, transidos se apartan
para no entorpecer sus movimientos cansinos. Me mira por
última vez antes de bajar y alarga una mano hacia mí para
brindar, con el tetra brik de vino blanco barato que sostiene.
-¡Qué tenga buen día, caballero! – expeta con voz
carente de estridencia, acompañanda de una sonrisa
sarcástica ante el estupor que mi rostro debe transmitir.
-Vaya con el tufo que ha dejado el vagabundo –
comenta mi vecino de asiento
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