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CAPÍTULO PRIMERO
Una flor de otro mundo
- Mi adorada Clarice. – Esas eran las palabras que, prendidas en mis labios
como un susurro lacónico y cansino, madrugaban conmigo. Eran la forma
en que mis recuerdos se hacían yaga perceptible. Eso murmuraba
adelantándome al amanecer mientras iniciaba el paseo por la inmensa
playa, pero el dolor no me permitía articular nada más y era el pensamiento
el que se encargaba de torturarme desde lo más profundo, clavando las
dagas hirientes de sus reproches con una saña tan certera que mis ojos se
llenaban de lágrimas. Qué cruel fue la diosa del destino conmigo al permitir
que te fueras. Qué vacíos quedamos los demás, destruyéndonos sin darnos
un respiro para volver a amar. Cómo se desmorona todo en un segundo
fatídico señalado por una mano divina que no muestra la menor
benevolencia.
Las primeras luces del día iluminaron su cabellera ondulada, en otro tiempo
alisada por peines de oro y ahora ensortijada, pero bella todavía. Su rostro
mezclaba la juventud del que aprende con la serenidad del que ha vivido.
Su cuerpo, de un moreno brillante, se confundía con el color de la arena
que se había colado, ayudada por la brisa, a través de los huecos aquellos
harapos atrapados por un ancho cinturón que a duras penas tapaban su
escultural figura; y cuando el vientecillo apartaba los jirones del tejido y su
espalda quedaba desnuda, se podían contemplar arañazos que rompían con
violencia la tersura de su piel.
Yo, que en aquel tiempo vivía como un ermitaño en una choza destartalada,
lejos del bullicio de las ciudades y de las gentes civilizadas, nunca habría
soñado encontrarme ante una situación así; pero era cierto. Allí estaba,
tendida, inerte, indefensa. Reclamando desde su fragilidad todo el auxilio
que pudiera darle. Sí, allí estaba yo, poniendo en orden mi cabeza, en
medio de la inmensa y solitaria playa, cuando el destino quiso enseñarme
lo extraño y arbitrario que puede ser al escoger a sus protagonistas.
- Me llamo Marie.- Sonó tan dulce que fue como un gracias por estar ahí.
-Señorita, está usted muy delgada- dijo con seguridad, elevando la voz a
cada palabra.- Tiene que cuidarse. Le voy a preparar una buena comida. Y
tú, francesito, - así era como me llamaba cuando iba a ponerse sarcástica,-
¡a ver si cuidas mejor de tus mujeres!- Añadió al comentario una sonrisa
pícara que me recordaba a mi madre, cuando me reprendía por mis
andanzas de joven despreocupado y ligero de cascos. Se puso, entre
carcajadas, a limpiar una pequeña raya recién pescada y nos la guisó con
batatas, tomates y chalotas; mientras canturreaba una cancioncilla en
créole.
La tormenta se fue suavizando, ayudada por nuestras risas, pues Milene era
muy dada a contar las peripecias de su azarosa vida. Peripecias que pasaban
por los burdeles más afamados de Cayenne, donde los terratenientes y
hacendados le sorbieron la hermosura, a golpes de dinero y alcohol; pero
ella recordaba todo aquello trastocando los llantos y las penas en comedia,
con la jocosa cadencia de haber sobrevivido a sus tiempos peores.
- ¿Pero cómo? – Pregunté más como un lamento que como una pretensión
de recibir una respuesta adecuada.
Afortunadamente la reacción de Milene fue casi instantánea. Salió
corriendo hacia la cabaña de al lado, donde vivía su hijo Jean, y tras unas
escuetas explicaciones el joven se asomó a la última línea de cocoteros y se
perdió de nuestra vista. Al cabo de unos cinco minutos regresó corriendo y
fue directamente a su madre dándole respuesta a sus preguntas en aquel
raro dialecto que se me negaba. Milene se hizo cargo enseguida de lo que
estaba pasando y nos ofreció una solución de urgencia.
Miré hacia atrás, a través del sucio cristal trasero y vi alejarse el poblado y
los cocoteros, coronados a lo lejos por una fina columna de humo que se
inclinaba hacia la selva por efecto de la brisa. Volví mi vista hacia el
camino, paseándola con lentitud por los rostros de mis acompañantes. Jean,
el pescador, tenía en su cara morena y sudorosa una mueca de excitación.
Era como si aquello viniera a romper la monotonía de su vida.