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LA PRESENCIA DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA EN LA VIDA DEL PAÍS

DISTINGUIDOS PANELISTAS
SEÑORAS Y SEÑORES

Mi participación en este panel aborda la cuestión del significado que pueden tener estos
setenta años de actividad teológica de la Facultad en relación con la vida del país. Me voy
a permitir compartir con ustedes algunas reflexiones entorno a la labor teológica en nuestro
contexto y a la importancia del contexto colombiano para nuestra labor teológica.

70 años de teología
Quisiera empezar diciendo que el asunto central de toda teología es Dios, que el tema por
excelencia de la teología es Dios. Los teólogos asumen la responsabilidad social de hablar
de Dios a las sociedades en que viven. En un sentido más específico, los teólogos
cristianos buscan hablar del Dios cristiano a los hombres de su época, buscan poner en
diálogo al cristianismo con un contexto histórico y cultural determinado.

A esta tarea se dispuso un puñado de jesuitas hace setenta años cuando reestablecida la
Universidad en 1930 se reabrieron las aulas de esta Facultad en 1937. El cuerpo docente de
la Facultad fue conformado por un grupo de sacerdotes pertenecientes a la Compañía de
Jesús que animados por un gran celo apostólico, afianzados en una profunda espiritualidad
y con grandes competencias intelectuales, asumieron la labor de hacer teología en
Colombia. Hacer teología en Colombia no consistió en crear teología, sino en apropiarse
de la teología patrimonio de la iglesia católica para poderla enseñar y transmitir como parte
de la formación del clero y de los religiosos colombianos. Con la teología propuesta se
pretendió concretamente contribuir en la formación intelectual y espiritual de los propios
miembros de compañía, del clero secular y de miembros de otras comunidades religiosas.
Un buen número de profesores jesuitas llevó a cabo su formación en Europa o en el
exterior y posteriormente, en su práctica docente, buscó aclimatar las ideas teológicas
surgidas y aprendidas en otras latitudes a la problemática nacional. La investigación
teológica se centró en el conocimiento y la apropiación de las corrientes teológicas
dominantes en un determinado momento, dichas teologías se utilizaron como materia de
enseñanza en la labor de docencia universitaria aunque en ocasiones la aplicación concreta
o la utilidad pastoral que pudieran prestar fuera realmente escasa.
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Muchas transformaciones se han operado en la Facultad desde sus comienzos y es deseable


que este centro de teología se mantenga en constante dinámica para poder hablar de Dios a
la sociedad colombiana de manera nueva y renovada. Esta apertura de la institución al
presente y al futuro no la ciega frente a su pasado, el cual, se constituye en legado y en rica
tradición que orienta e impulsa el que hacer teológico actual.

Setenta años de historia nos hacen volcar nuestra mirada a la vida de la Facultad para
reconocernos entre sus aciertos y sus limitaciones. Y es que frente a la realidad colombiana
de los años treinta hasta hoy, habría que considerar nuestro trabajo teológico sin ningún
triunfalismo como un trabajo modesto que ha pretendido que la palabra del Dios cristiano
tenga alguna presencia y resonancia en el contexto colombiano. Considero que este
momento de celebración es privilegiado para identificar el tipo de actitud con la que se
pueden asumir los logros y las deficiencias de nuestra actividad teológica. No creo que
haya lugar para añoranzas o nostalgias del ayer, pero tampoco para recriminaciones ni
juicios. La Facultad de cara al país, es y ha sido lo que es y ha sido, no podemos restarle ni
quitarle importancia a su labor, pero tampoco añadirle o sobreestimar su papel. Estos
setenta años de la Facultad de Teología están tejidos, como todo lo humano, entre aciertos
y limitaciones. De los aciertos no tenemos que envanecernos sino quizá aprender,
sabedores, como lo he mencionado ya, de que nuestra tradición teológica construida a
través del trabajo y de la pasión de tantos jesuitas insignes es hoy un patrimonio que nos
anima y nos ilumina en nuestra tarea. De las limitaciones no tenemos que renegar, sino
quizá también aprender para intentar hacer las cosas mejor. La celebración de los setenta
años de este centro de intelectualidad de la iglesia católica podría ser la oportunidad de
asumir con humildad, alegría y esperanza nuestro esfuerzo honesto y persistente por hacer
teología en Colombia, a sabiendas de que somos tan sólo obreros a los que se nos ha
confiado la tarea de hacer fructificar el mensaje de Dios.

En ocasiones pareciera, si uno se atiene a los acontecimientos que dominan la realidad


nacional, que siglos de evangelización fueran trabajo estéril o que el cristianismo fuera en
nuestra cultura tan sólo un barniz superficial. Da que pensar que en un país reconocido por
su confesionalidad cristiana y mayoritariamente católico, la vida de los seres humanos
tenga un valor que se reduce a nada o casi nada.
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70 años de historia
Los teólogos tendríamos que aprender mucho de la reciente historia de Colombia, estos
últimos setenta años vividos en el país podrían ser de valor para esbozar una orientación
teológica que en la actualidad responda específicamente al contexto nacional. Permítanme
la siguiente simplificación histórica a manera de trazos de paisajes de la memoria colectiva
para ganar con provecho elementos valiosos para nuestra tarea.

Es de la mayoría de nosotros conocido que hacia 1930 se rompe la hegemonía


conservadora en el poder político en Colombia por más de cincuenta años. Los grupos
liberales acceden al poder y emprenden una campaña de transformaciones en distintos
ordenes que, claro está, amenaza y despoja a las elites conservadoras de sus beneficios y
posiciones. Se inicia por parte de los grupos conservadores un programa por la retoma del
poder. Aquí esta esbozada la disputa que entre liberales y conservadores sume al país en la
violencia propia de los años cuarenta y cincuenta, donde la contienda sangrienta y atroz en
los campos y más atemperada en las principales ciudades, divide a nuestra sociedad
llenándola de odios y venganzas que mantienen un espiral de violencia sin fin. Bien visto,
las elites sociales, económicas y políticas de nuestra sociedad guiadas sólo por sus propios
intereses dirigen y promueven una confrontación nacional que no reporta ningún beneficio
a las mayorías populares empobrecidas y divididas.
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Un segundo cuadro podría ser el que retrata la época del frente nacional y conduce a los
años setenta. Tras la segunda guerra mundial, se inicia una competencia y contienda
internacional conocida como “la guerra fría”, dos naciones se enfrentan por la hegemonía
mundial y marcan sus esferas de influencia bajo las ideologías del capitalismo y del
comunismo. En Colombia, la repercusión de dicha confrontación se expresa en el conflicto
de intereses entre los sectores privilegiados cercanos al establecimiento y las
organizaciones populares provistas ahora de un programa de orientación izquierdista. La
amenaza comunista imaginada o real lleva a las elites políticas en contienda a pactar un
acuerdo que ponga fin a la violencia y que instaure una organización de alternancia del
poder político. Aunque la contienda liberal-conservadora queda mitigada y superada en el
acuerdo, se puede comprender éste como una alianza estratégica entre grupos hegemónicos
con el propósito de conservar el poder y sus beneficios ahora amenazados por las
demandas y las aspiraciones populares desacreditadas como ideología comunista o
revolucionaria.
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Pero si la situación de inequidad económica, social, política y cultural es calamidad


permanente en la sociedad colombiana, este infortunio se ve agravado con la permanente
presencia de la violencia que se renueva en múltiples expresiones, para el momento, pasa
de partidista a convertirse en subversiva. Los años sesenta marcan la aparición de las
guerrillas izquierdistas en nuestro país, bajo la creencia de que la insurrección armada es el
recurso o el medio apropiado para realizar una transformación de la sociedad colombiana.

La última imagen que propongo para visualizar nuestro contexto es el que va de los años
ochenta del siglo pasado hasta la actualidad. Quizá, la sociedad colombiana no se haya
transformado nunca tan vertiginosamente como en estos veinte y cinco años. Hablo de
cambios acelerados en múltiples aspectos de nuestra realidad que hacen aparecer al país
casi otro con relación al de antaño. Sería imposible recoger en breve tan distintas y
variadas transformaciones en tan diferentes renglones o dimensiones. Sólo quisiera
enfatizar la manera como el sistema de mercado capitalista se ha apropiado de las
motivaciones e intereses más profundos y decisivos de nuestra sociedad llegando a
determinar el devenir social y personal de nuestro contexto. La impresionante integración
mundial de mercados financieros determina las relaciones asimétricas entre las periferias
pobres y los centros de decisión ricos. El sistema económico homogeneizado va gestando
una sociedad de mercado en Colombia que ilimitadamente busca dar respuesta a los deseos
de la minoría mientras desatiende las necesidades básicas de la mayoría. La riqueza y el
capital no se colocan al servicio de la sociedad sino que se concentran codiciosamente en
pocas manos o grupos que insensiblemente dejan a su suerte a la población empobrecida.
Esta clase de racionalidad centrada en el enriquecimiento y en la ganancia convierte todo
entorno en oportunidad de negocio y al ser humano en medio o mercancía. Quisiera
enfatizar en este escenario las consecuencias que se pueden generar en una sociedad o en
un grupo humano cuando éste es orientado y dirigido dominantemente por las dinámicas
económicas del mercado. La Colombia en la que hoy vivimos no es el producto de un plan
deliberado, ni el producto de una planeación perversa, sino más bien el resultado de
múltiples actividades descoordinadas de diversos actores influyentes que, buscando cada
uno su propio beneficio, condicionaron todas sus acciones a la ganancia económica. La
consecuencia es una sociedad rota, enceguecida por el afán de riqueza y egoísta en su
corazón.
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A través de las tres imágenes propuestas he intentado recoger la tragedia de nuestro país en
estos últimos años. Una sociedad construida en la desigualdad, en la violencia como medio
de resolución de conflictos, hechizada por la dinámica del mercado. Donde quienes sacan
provecho de este caos tienen como tarea sistemática eliminar cualquier posibilidad o
esperanza de transformación que abra los caminos de una sociedad mejor.
¿De que puede hablar la teología en este contexto? ¿Cuál es el papel y la responsabilidad
del teólogo ante esta situación?

Esbozos teológicos para la actualidad

Quien es testigo del amor de Dios, quien ha experimentado su poder salvador, quien ha
encontrado en su historia la palabra de vida, proclama esta noticia a los hombres de su
tiempo. Pero decir a Dios conlleva peligros, el discurso religioso incuestionado en sus más
profundas motivaciones puede utilizarse como instrumento que enmascara intereses ajenos
al Dios que se revela en los textos bíblicos. La teología debe estar atenta a depurar en el
discurso sobre Dios cualquier utilización de su nombre con fines de dominación o
manipulación. Es bien sabido que en nuestra cultura el discurso sobre Dios está
cercanamente relacionado a conceptos como soberanía, autoridad, orden, unidad y
jerarquía, que lo hacen fácilmente utilizable para enmascarar los intereses de los poderosos
contra los débiles.

La palabra de Dios que proclamamos brota en nuestra tradición de la historia de Jesús a


quien creemos encarnación de Dios y modelo de humanidad. En su anuncio del reino, en
su obrar, en su lucha contra las estructuras injustas de su época, en su pasión por los pobres
y débiles, en su atención a los excluidos, enfermos y víctimas de todo mal, encontramos no
sólo una inspiración para nuestras vidas sino la acción y la misericordia de Dios
haciéndose transparente en la realidad de los hombres. El amor desmesurado por los seres
humanos y la denuncia de la iniquidad que se aloja en sus corazones, lo llevaron a una
muerte violenta en el patíbulo del Calvario; después de ser sepultado, resucita de entre los
muertos por el poder de Dios, venciendo la muerte y haciéndose espíritu que anima a la
primera comunidad de creyentes a proclamar la buena nueva.

En la tradición de nuestra querida Iglesia se conserva y se proclama el mensaje de los


textos evangélicos que hoy es nuestra tarea proponer como una invitación a los hombres y
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mujeres de nuestro país. Amor y reconciliación como anticipación del reino de Dios,
atención y cuidado a las víctimas de la inequidad humana como acción de la misericordia
de Dios y denuncia de las estructuras injustas como palabra de Dios que señala y que busca
transformar el egoísmo del ser humano. Mientras algunos piensan que el cristianismo es
asunto del pasado en Colombia o ideología de dominación utilizada por los grupos en el
poder para someter, nosotros en esta Facultad de Teología de la Pontificia Universidad
Javeriana creemos que las hondas raíces religiosas de nuestro pueblo son semilla y
potencial de donde puede brotar una nueva sociedad.

La esperanza cristiana es la capacidad de comenzar una nueva vida. Si algo identifica al


cristianismo es identificar un comienzo donde otros ven muerte y fracaso. Dar razón de
nuestra fe y de nuestra esperanza hoy apunta a proponer una teología contextual que pueda
iluminar los caminos de los creyentes en esta sociedad oscurecida por el egoísmo. De
forma urgente se tendría que recordar que el amor en perspectiva cristiana es posibilidad de
reconciliación, de perdón, de sanación, que va más allá de cualquier justicia, porque es
amor desmesurado y desmedido en su don. Creo que sin recuperar una dosis generosa de
esta forma de amor, la paz entre los colombianos será distante porque una sociedad
entregada a la violencia durante generaciones necesita para su restitución y curación amor
sin restricciones, amor inagotable, amor divino. Este amor es una praxis, un amor activo
que se compromete vitalmente en la transformación de las estructuras y de las instituciones
que desencadenan la desigualdad social y la pobreza de las mayorías. Rechazando toda
violencia, asume la consigna de las víctimas y excluidos para promover instituciones y
organizaciones humanas inclusivas, participativas, igualitarias. Este amor comprometido y
activo en la transformación social tiene la certeza de que es una ilusión creer que puedan
llevarse a cabo cambios en una sociedad sin que la vida de las personas este involucrada en
ellos. En esta dirección, habría que recordar que sólo se transforman sociedades si se logra
a la vez comprender y transformar el corazón, el pensamiento, los deseos de las personas
particulares y concretas.

Dar razón de nuestra esperanza hoy significa proponer teologías que esclarezcan y
promuevan un cristianismo auténtico que libere el poder de Dios en la vida de los seres
humanos forjando simultáneamente el comienzo de una nueva sociedad. Dar razón de
nuestra esperanza hoy significa proclamar la presencia de Dios, a quien nadie ha visto
nunca, en el amor entre los seres humanos.

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