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Un día como tantos.

Por Antonio Hernández Rolón

Cada vez que bajaba por la escalera tenía que voltear a esa ventana, otear un poco, pasar rápido,
desapercibido, como con prisa. La mañana seguía su curso como siempre, al trabajo, tomar el
colectivo, el metro, lo que fuera para alejarse de ahí. Ya en el transporte, revisaba el portafolio,
que no se hubiera olvidado de algo, que todo estuviera en su lugar. A la par, llegando con los
demás a tomar filas frente a los escritorios, se sentaba y bajaba la cabeza y empezaba a desarrollar
las ideas del día. Después de un rato, rellenaba su taza de café oscuro, sin azúcar, mal oliente y ya
viejo. Un sorbo para vaciar un poco la taza y no tirarlo en las escaleras, con la vista baja para no
tropezar, para no confrontar a nadie rumbo a su lugar.

Ya el reloj marcaba la hora de salida pero se detenía en el tiempo, minutos inagotables, largos.
Habría que largarse de ahí pronto. Ese momento era diferente para todos, una liberación.
Después, de vuelta a casa o la cantina para anestesiar el alma antes de regresar. El problema es
que su alma regresó de la anestesia antes de tiempo, le pidió vivir un rato más.

Al rato de agitar vasos y remover cenizas en el cenicero con el cigarro en turno, regresó el mesero
para cambiar el vaso. Tuvo un momento de pausa con la vista fija en el vaso, sintió que la vida le
pasaba enfrente. Se dio cuenta que su vida seguiría siendo la misma, guardo sus notas y pagó la
cuenta.

Había que darle de comer al gato, revisar los recibos que habían llegado, checar los mensajes en
la contestadora, todo en la penumbra mental que rondaba y se regocijaba. Destapar una soda, dar
unos acordes en el piano desafinado. Acabar la noche deseando que fuera la última.

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