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Dioses de América

Por Luis Angel Duque


Director Museo de Arte Contemporáneo de Caracas

I. TERRE INCOGNITA DI ANTROPOFAGUI

Aunque el primer mapamundi esférico, obra de Martín Behaim, circuló en Europa


en 1492 (el mismo año cuando Piero della Francesca publica el tratado Quinque
Corporibus, sobre los cinco sólidos platónicos que se inscriben en una esfera; el mismo
año cuando Cristóbal Colón emprende su primer viaje más allá del finis terrae cruzando
los abismos del Mar Tenebroso) no fue hasta 1507, justo hace 500 años, cuando en el
poblado de Saint-Dié, en Lorraine, se imprimió el primer mapamundi donde está incluida,
por primera vez, la América como una masa continental independiente. El impresor se
llamó Martín Waldseemüller y tituló su xilografía Cosmographiae Introductio. Él estuvo
muy influido por las lecturas de las cuatro cartas del florentino Américo Vespucio, el
primero que supuso que las supuestas Cipango y Cathay no correspondían a Japón y
China, sino que eran en realidad un nuevo continente.

Ahora, cinco siglos después del planisferio de Waldseemüller, (que bien parece un
modelo para armar), a lo largo del continente americano, país por país, desde Argentina
hasta Canadá, en un proceso interesantísimo los pueblos autóctonos van recuperando
sus derechos naturales como los señores originarios de las tierras que le fueron
arrebatadas o desconocidas por las culturas invasoras, que impusieron casi siempre a la
fuerza, su raza, credo, lengua y costumbres.
En el país que representamos se están creando nuevos modelos de
reconocimiento. Gran prueba de ello es la nueva Constitución de 1999, cuyo artículo 9
reza: «El idioma oficial es el castellano. Los idiomas indígenas también son de uso oficial
para los pueblos indígenas y deben ser respetados en todo el territorio de la República,
por constituir Patrimonio Cultural de la Nación y de la humanidad».

Igualmente el Capítulo VIII está enteramente consagrado a los Derechos de los


Pueblos Indígenas, reconociendo «su hábitat y derechos originarios sobre las tierras que
ancestral y tradicionalmente ocupan y que son necesarios para desarrollar y garantizar
sus fuentes de vida». (artículo 119). (Ver anexo N° 1).

Uno de los grandes procesos que se están dando en Venezuela es el de la


autodemarcación territorial, como lo hacen los yukpas, del occidente de Venezuela,
inscribiendo en los mapas realizados por el colectivo, tanto las regiones de las plantas
sagradas o las zonas en reclamación. Aún otros, como los panares, utilizan la tecnología
satelital para demarcar sus territorios.
En una toma de conciencia, el gran colectivo está comprendido la razón del
aislamiento fronterizo que les permitió a nuestras etnias originarias resistir y subsistir en
silencio, casi en el margen anónimo del olvido. Inclusive la gran industria estadounidense
del entretenimiento se ha hecho eco recientemente de este paradigma, y de allí las obras
cinematográficas recientes de Terrence Malinck New World y Mel Gibson Apocalypto.
II. LA BELLEZA DEVORA LA BELLEZA

Antonio Briceño concentró su visión en la inmensa América y en los últimos cinco


años se ha propuesto la tarea descomunal de reseñar, en un acercamiento profundo,
humano y artístico a la vez, a los microcosmos culturales en que se convirtieron los
señores naturales de seis países.

Y ahora, cinco siglos después, es como si la cartografía de Martin Waldseemüller


se animara y cobrara vida.

Briceño muestra sus espléndidas fotografías, que son el resultado de intensos y


solitarios trabajos de campo, realizados en México, Panamá, Colombia, Perú, Brasil y
Venezuela, pero obviando las divisiones políticas territoriales, él reseña a las naciones
indígenas asentadas en territorios independientes, por lo que acertadamente están
inscritas en el gran mapa de las regiones florísticas de Good, postulado en 1976, pues
cada etnia está asentada en un ecosistema específico; sea la selva, los altos páramos, el
desierto o un archipiélago de islas.

De esa manera, cartográficamente hablando, los huicholes, los kunas, los koguis,
los wiwas y los wayuu pertenecen a la región florística caribeña, los queros a la región
florística andina, los kayapós a la región florística amazónica, y, por último, los piaroas a
la región florística venezolano-guayanense.

Anatemizados o celebrados por los cronistas de las Indias, los señores naturales
fueron muy bien tratados por casi todos los cronistas visuales desde el comienzo de la
Conquista de América. Apenas un año después de que los portugueses ocuparon el
Brasil, un espléndido guerrero tupinamba representaba a Melchor, uno de los reyes
magos en un famoso altar portugués (circa 1501-1502). Y según entendemos fue John
White, el primer gobernador de la Virginia en lo que ahora es Estados Unidos, uno de los
primeros que retrató a los indígenas del norte de América. En el caso de la imagen que
nos interesa, de 1585-1587 es pues, según creemos, la primera representación de un
chamán. El personaje mercurial con un ave como tocado, es en realidad el fidedigno
retrato de un algonquino, que bajo el título de Indian conjuror, actualmente se exhibe en el
Museo Británico.

Ya establecida como nuevo arte mecánica, como suele suceder, la fotografía


coincidió con la figura emblemática del etnógrafo Edward Curtis, quien, entre 1900 y 1934
en una saga nunca antes igualada fotografió y publicó los 20 volúmenes de The North
American Indian, que compedía a los miembros principales de las naciones indígenas del
Suroeste, del Noroeste, de las Grandes Planicies y de Alaska «quedando como un
monumento a lo que alguna vez fue diversidad, territorio y lenguaje propios, aunque en la
actualidad muchos de esos pueblos indígenas solo sobreviven como imágenes en una
emulsión de nitrato de plata».

Unificando los significados conceptuales de estos antecedentes (la devoción del


anónimo de Viseu; la fidelidad visual del personaje del personaje danzante de White y la
hierática dignidad de los retratados de Curtis), en lo que va de milenio Antonio Briceño ha
estado compilando un fuerte y hermoso discurso visual, centrado en el rescate de los
mitos de la creación de cada etnia y en la personificación, en los sujetos retratados, de las
tradiciones orales o escritas de estas comunidades, que se han trocado en la esencia
fundamental por la cual cada una de estas naciones indígenas se ha sostenido, íntegra e
íngrima, en la soledad de cinco siglos de proceso civilizatorio, como «universos-islas»
para así preservar su integridad como grupos culturales y para resguardar los
ecosistemas naturales, parte de la región florística específica, que los acogen.

Por todo ello, los retratos de Antonio Briceño adquieren carácter de mitografía
visual, categorizando las fortalezas de la madre tierra.

Por ello, en dos salas de la Sala Mayor, en el sobrio pabellón diseñado por Carlo
Scarpa, están concentradas las potencias femeninas de las etnias piaroa, wichol, wiwa y
quero, que representan la agricultura, el tejido cósmico y cotidiano a la vez, y las aguas y
plantas mágicas. Todas encaran directamente el espectador luciendo los ornamentos y
atributos propios. Solo Pulowi esquiva el rostro en su paisaje natural, envuelta en el traje
tradicional wayuu, pues su mirada es mortífera y fulminante, como reseña el mito que
profesan los 300.000 miembros de esta nación indígena asentada en el desierto de la
Guajira, cruzada por la frontera que divide a Colombia y Venezuela.

En el panel central de la misma sala un trío de áureos kayapós selváticos lucen


atavíos de gran policromía celebrando que son la variedad número 19 del género Ara que
reúne a las 18 guacamayas, presentes a lo largo de América tropical.

La sala Minore está ocupada enteramente por concentrados y adustos chamanes


y sabios queros, kayapós, wiwas, huicholes y piaroas, cuyo equilibrio espiritual les
garantiza a las etnias del páramo, del desierto, de la selva y la montaña el equilibrio del
mundo real y material. Al final, como los sienten los kunas del archipiélago de San Blas en
Panamá, el dios único nos revela su presencia invisible.
Viajero constante, ahora mismo Antonio Briceño, continúa produciendo un
verdadero mapa cultural de los mitos de las naciones indígenas de libre albedrío religioso
y territorial.

Lo más interesante en este proceso de realización, es que el propio fotógrafo


documenta y compila los mitos originarios y realiza los retratos y los procesos
subsecuentes, sean analógicos o digitales, en un proyecto solitario por los caminos de los
dioses naturales de todo el continente, que como el rayo del poeta, aún no cesa.

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