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Nunca fue tan hermosa la basura
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Nunca fue tan hermosa la basura

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La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa acumulación de mercancías.¯ Así comienza El capital. Hoy en día la riqueza se presenta como una inmensa acumulación de desechos: la basura es síntoma de bienestar. José Luis Pardo nos habla de una forma descualificada de interpretar la realidad y elaborar contenidos culturales, un proceso imparable que comenzó con la Revolución industrial. ste es el hilo conductor de una obra que transita entre conceptos tan dispares como literatura y economía, poesía y revolución, arte y comida rápida. Todo ello con un enfoque que huye de los lugares comunes y apunta alto y claro a nuestros prejuicios -culturales y filosóficos- más arraigados.
LanguageEspañol
Release dateOct 11, 2017
ISBN9788417088477
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    Nunca fue tan hermosa la basura - José Luis Pardo Torío

    Con el Premio Nacional de Ensayo que se le concedió a José Luis Pardo por La Regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía (2004) se galardonaba también una trayectoria que incluía títulos como La banalidad (1989), Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar (1991), Las formas de la exterioridad (1992), La intimidad (1996) o Fragmentos de un libro anterior (2004), y que se ha prolongado con Esto no es música. Introducción al malestar de la cultura de masas (2007) un texto en el que Pardo le ha dado estatuto filosófico a la cultura pop.

    En paralelo a esta carrera de publicaciones, José Luis Pardo también ha colaborado con El viejo Topo, Los Cuadernos del Norte, Revista de Occidente, Archipiélago o El País, escribiendo, además de artículos relacionados con su trabajo como catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense, ensayos que responden a demandas urgentes de la actualidad y donde Pardo demuestra su interés por averiguar qué es capaz de hacer la filosofía hoy.

    Nunca fue tan hermosa la basura recopila los ensayos de ocasión más cohesionados de Pardo, los que por su propio valor se han resistido a integrarse en textos más extensos, escritos tentativos donde se interna por primera vez en un tema o lo ilumina desde una perspectiva novedosa. Ya sea hablando sobre la vivienda, sobre el carácter, la economía, la literatura, el auge de la no-ficción, la basura, la poesía, el cuerpo, las reformas de los estudios universitarios, la intimidad o la historia, Pardo esquiva los lugares comunes y nos ofrece una mirada distinta sobre cuestiones anquilosadas por el debate periodístico.

    Una posición lo bastante sólida y audaz como para invitarnos a seguir pensando por nosotros mismos, como sucedía en sus libros precedentes, obras que le han consolidado como uno de los filósofos más interesantes y más leídos de nuestro tiempo.

    El Libro Primero de El Capital, de Marx, comienza diciendo: «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa acumulación de mercancías». Nosotros tendríamos que decir, hoy, que la riqueza –y la pobreza– de nuestras sociedades se presenta como una inmensa acumulación de basuras: no sólo desperdicios orgánicos y desechos industriales, sino en general una forma reciclable, fluida y descualificada de objetividad y de subjetividad que se impone en nuestro tiempo y que constituye una referencia crítica común de los textos aquí recogidos. Pero su reunión en forma de libro es además una sublevación contra la tendencia creciente a considerar la escritura como «producto cultural» y al filósofo como un «suministrador de contenidos», y ofrece al lector un enfoque que piensa por sí mismo los asuntos a los que se enfrenta, que deja poso y que merece preservarse.

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: octubre 2017

    © José Luis Pardo Torío, 2010

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2017

    Imagen de portada: Compression dirigée d'automobile. César Baldaccini.

    París, Musée National d'Art Moderne-Centre Georges Pompidou Foto: RMN/Adam Rzepka

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-17088-47-7

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Lo nuestro no tiene futuro

    Qu’est-ce qu’on se marre à la fac de lettres?

    Si dejamos aparte a la vanidad, que nunca descansa, es difícil explicar los motivos que impulsan a un autor a reunir, en un determinado momento, algunos textos que han ido quedando por el camino, dispersos o más o menos perdidos de vista, ofreciéndoles un buen día la dignidad –al menos aparentemente superior– de una última morada bajo la tapa de un libro. En el responsable del presente volumen concurren dos circunstancias peculiares a este respecto: por una parte, pertenece a un gremio entre cuyos hábitos profesionales está el de producir un tipo de publicaciones (a menudo colectivas) que dan cuenta de reuniones universitarias o ciclos de conferencias, y que muy a menudo emanan de instituciones que carecen de la posibilidad y, frecuentemente, también de la voluntad de distribuirlas, por lo que acaban durmiendo el sueño de los justos en algún almacén (del cual los desaloja pronto la necesidad de acomodar nuevos ejemplares del mismo jaez) y raramente llegan a lectores distintos de aquellos mismos que redactaron sus páginas (por ello, si el escrito incluido en esa colección merece la pena en algún sentido, el rescate siempre es un acto de piedad literaria e intelectual); pero, por otra parte y a diferencia de la mayoría del aludido gremio, este autor enfoca casi siempre sus escritos –incluso aunque se trate de esas contribuciones necesariamente ocasionales y fragmentarias– como parte del proyecto de un libro en el cual, más tarde o más temprano, irán a morir como, según el poeta, los ríos lo hacen en el mar (por ello, se diría que no se precisa recuperación alguna una vez que las obras a cuya estela pertenecieron ya están escritas y publicadas). Sin embargo, hay un cierto número de esos textos que se niegan a darse por muertos tras la aparición de los títulos en los cuales supuestamente habían de desembocar, que se resisten a desempeñar el simple papel de instrumentos que han de desvanecerse ante la consecución del fin a cuyo servicio se destinan. Como los fantasmas, estos ensayos –es decir, las ideas que los componen, las palabras con las que están hechos y hasta los argumentos en los que se articulan– permanecen extrañamente vivos a pesar de que deberían haberse esfumado como los bocetos del cuaderno de dibujos de un pintor una vez terminado el cuadro del que constituían los preparativos y las tentativas, o como las notas de la libreta de un narrador una vez entregada la novela que ayudaron a componer; y en esta supervivencia, espectral pero obstinada, en este retornar una y otra vez de los temas y personajes que se tenía por ya «superados» reside, por otra parte, lo esencial del género ensayo, que no es nada más que un experimento en el que su autor se arriesga a pensar de una manera que, literalmente, no sabe del todo adónde puede conducir, y cuyo éxito depende siempre de haber conseguido internarse, aunque sólo sea un ápice, en un territorio inexplorado o inesperado, y de haber logrado iluminar un ángulo de la cuestión que permanecía ciego antes del intento, pues ni siquiera estaba entre los objetivos explícitos y declarados del trabajo emprendido. Quiero creer que es esta condición de humildes y algo fantasmagóricas lamparillas de uso doméstico para noches de luz mortecina de bajo consumo, este estatuto de almas en pena cuyo espíritu sigue vagando en el pensamiento aunque hayan entregado ya su cuerpo a otros destinos, lo que a mis ojos ha hecho merecedores a los textos que siguen de esta suerte de indulto o de anamnesia que implica el agruparlos bajo un nuevo formato, y que es también en ese aspecto en el que pueden tener algún valor para el lector.

    Como todos ellos aparecieron en forma de ensayos (en obras colectivas) o artículos (en revistas o periódicos), y como ya varias veces en estas líneas se ha mencionado más o menos metafóricamente la figura del libro como catafalco, podría plantearse, desde luego, una cuestión de las llamadas «de actualidad», que tiene que ver con la muerte de los libros mismos y con el sentido que tiene darles a los artículos y ensayos que uno más aprecia un sepelio libresco justamente en el tiempo en el cual se anuncia que el libro, como decían los hermanos Lumière del cine comercial, no tiene ya porvenir. Antes de hablar con mayor seriedad de este particular, el lector quizá me permita entrar en él por su flanco aparentemente más jocoso o marginal. Así, habremos de reparar, para empezar, en que resulta llamativo que, al menos en nuestro país, el anuncio entusiástico y glorioso del advenimiento de la era digital, y del consiguiente acabose de la cultura impresa en papel, haya correspondido precisamente a los grandes magnates de la cultura impresa en papel (algo así como si Luis XVI hubiese proclamado fervorosamente la República en la Asamblea Nacional y saludado la llegada de la «era de la guillotina»). Como no resulta creíble que un ataque de conciencia histórica (o de cualquier otra afección) pueda empujar a los empresarios del sector a actuar en contra de sus intereses, sólo podemos conjeturar que tras este sospechoso gesto se oculta un monumental fracaso empresarial de dichos magnates, y que el «cambio de era» ha acudido en su auxilio como una hipótesis capaz de camuflar las consecuencias de estrategias editoriales y periodísticas nefastas. Y como, justificadamente o no, la letra impresa ha gozado hasta hoy en nuestras sociedades de un cierto prestigio –cuyas raíces no podemos ahora exhumar–, estos propietarios no quieren simplemente enajenar el negocio por motivos tan prosaicos, y encuentran la coartada perfecta para hacerlo sin mermar su buena fama en la revolución electrónica que, por tanto, alientan a sus asalariados a propagar a los cuatro vientos como si se tratase de algo tan fatal e inapelable como el «apagón analógico» de las televisiones (¡abandone el papel ahora que aún está a tiempo!), para que la cosa resulte enteramente natural cuando llegue el momento del estrangulamiento definitivo. Un síntoma de este estado de opinión podría ser el inusitado ataque de cólera que, durante la primavera de 2009, concitó entre los líderes del periodismo cultural un acontecimiento en sí mismo tan insignificante y provinciano como la Feria del Libro de Madrid, al que uno de estos líderes calificó como fósil mientras otro lo descalificaba como «un mercado de pura venta» del que debería informarse en las páginas de economía, no en las de cultura, y un tercero denunciaba la opacidad de sus cifras de negocio (el razonamiento subyacente es palmario: «si no dicen lo que venden, es que no venden tanto como dicen», piensa el ladrón que todos son de su condición, y casi siempre tiene razón). Considerando que la Feria en cuestión es un evento menor al que acuden algunos lectores en busca de libros poco o nada distribuidos en librerías y muchos otros para hacer cola en la caseta de los firmantes de best sellers más requeridos, esta repentina andanada de ira resultaba incomprensible y sus argumentos de una gran debilidad: los casos de contraste que se ofrecían como alternativa a este fenómeno «puramente comercial» eran las ferias de Frankfurt y de Guadalajara, que no parecen precisamente orientadas a la atención humanitaria, y en cuanto a la confusión de las páginas de cultura con las de negocios, baste decir que el mismo día en que el periódico lanzaba esta soflama traía un suplemento cultural [sic] que llevaba en portada una foto panorámica de un famosísimo director cinematográfico (con la advertencia de que se avecinaba otro best seller de vampiros), en la página central una entrevista con uno de los autores de ficción que más venden en España (presidida por la cifra apabullante de cuatro millones de ejemplares y en la que el entrevistado confesaba orgulloso que escribía novelas según una fórmula sensacionalista), y en su demacrada sección de libros la recensión de una novela de un muy conocido presentador radiotelevisivo, por lo que es innecesario reparar en que la única razón por la que estos textos encontraban tan generosa acogida en los suplementos era la «pura venta» que los tres dignamente representaban. El misterio se aclara, sin embargo, si observamos que los mencionados guías del periodismo cultural madrileño llevaban ya más de un año anunciando la muerte del libro de papel, del periódico de papel y de cualquier cosa relacionada con la celulosa, debido al santo advenimiento de la era digital, una profecía que en los meses precedentes se había acelerado y agigantado a marchas forzadas y con sonoras trompetas. En estas condiciones, el hecho de que una muchedumbre indocumentada, sudorosa, prehistórica y desinformada de editores, libreros, lectores e incluso autores se atreviese a desobedecer la consigna acudiendo en masa a comprar, vender o tan siquiera ojear estas mercancías obsoletas y antediluvianas constituyó una afrenta que difícilmente podían hacerse perdonar quienes la perpetraron, intentando refutar con su inculta y polvorienta conducta no ya los designios de los sabios, sino la marcha misma de la historia y el imparable ferrocarril del destino de los pueblos.

    También hay otro tipo de razones espurias –aunque, si se piensan a fondo, están profundamente ligadas a las recién mencionadas– que alientan el mito del «cambio epocal»: una transformación como la que se quiere profetizar con la estantigua de la «era digital» creará, «forzosamente», otro mundo cultural completamente diferente del que hoy existe (como hizo la «era Gutenberg» con respecto a la Edad Media), eliminará las jerarquías a las que estamos acostumbrados e introducirá nuevos criterios de calidad, de belleza, quién sabe si también de verdad y de justicia. En tales condiciones, no es recomendable ponerse a leer a Kafka, a Séneca o a Cervantes, porque no sabemos aún en qué puesto quedarán cuando se organice el nuevo hit parade de la cultura digital, y ni siquiera podemos predecir que vayan a estar en algún lugar de esa lista (pueden desaparecer de ella u ocupar un lugar puramente marginal, digamos como el que ahora ocupan algunos de los «padres de la Iglesia» en la historia de la literatura hecha desde los presupuestos de Gutenberg). El motivo último de este «razonamiento bastardo» es, desde luego, que uno quiere librarse, no ya de leer a Shakespeare, a Kant o a Dante (pues quien argumenta de este modo nunca ha frecuentado semejantes compañías), sino de tener que haberlos leído si quiere ser reconocido como un hombre culto. Cómo hemos llegado al punto en el cual Kafka, Cervantes, Kant, Dante, Séneca o Shakespeare son sentidos por una gran parte de la población como lastres que habría que intentar soltar no es materia que podamos tratar aquí (pero es indiscutible que ése es el punto al que hemos llegado); lo importante es que, hasta ahora, quien decidía eximirse de tal peso tenía que soportar, a cambio, el calificativo social de inculto (un estigma que algunos llevaban con el mismo orgullo que si fuese un signo de distinción, por cierto). Pero si la cultura está cambiando, si la cultura digital supone realmente un cambio cualitativo con respecto a la cultura basada en el libro, y si este cambio traerá nuevos criterios, nuevas jerarquías, quién sabe si incluso nuevas definiciones de lo que es una obra y de lo que es un autor, en ese caso, ¿con qué derecho se puede llamar inculto en la era digital a alguien por el simple hecho de no haber leído a Platón, a Goethe, a Proust o a William Faulkner? ¿No sería eso un anacronismo parecido a medir con criterios prehistóricos hechos ocurridos en el siglo XX? He aquí, pues, otra ventaja suplementaria del argumento de la transición hacia la era digital.

    Pero dejemos de lado ahora estas motivaciones más o menos peregrinas y consideremos frontalmente en qué consiste el «cambio de era» que se anuncia, más allá de estas conveniencias que comportan intereses secundarios. Es obvio que la profecía se apoya en un símil muy atractivo: la fecha en que presuntamente se acaba la Edad Media y se inicia la modernidad es precisamente el año 1453, habitualmente considerado como el de la invención de la imprenta; la identificación de «imprenta» con «modernidad» sugiere, por tanto, la equivalencia correspondiente entre «postimprenta» y «postmodernidad». Pero en este juego hay una pequeña trampa –esa que podríamos ejemplificar como «hacer la quiniela del domingo después de haber leído el periódico del lunes»–: por muy importante que fuese la contribución de la imprenta a la forja de los tiempos modernos, no fue simplemente ella (en cuanto artefacto técnico) la que supuso una serie de renovaciones que nos dan pie a hablar de una «nueva época», sino lo que algunos hombres hicieron con dicho artilugio. Esto –lo que los modernos hicieron con la imprenta, que es lo que los convierte cabalmente en modernos– lo sabemos por la historia, pero lo que no sabemos por ahora es lo que los hombres de hoy y de mañana harán con los gadgets digitales. No lo sabemos, sin duda, porque es demasiado pronto para saberlo (y porque un mínimo ejercicio de honradez intelectual nos obliga a confesar que no hay aún trazas de que se hayan hecho cosas sustancialmente nuevas con respecto a las que se venían haciendo), y precisamente por ello es tan notable que consigamos encubrir esta ignorancia barnizándola con la apariencia de una gran revolución sin precedentes. Cuando se profundiza en este discurso de la «revolución digital», enseguida se experimenta una sensación conocida y nada casual, a saber, la de que todo lo que se dice sobre ella (y todo lo que la hace tan aparentemente innovadora) tiene que ver con los formatos, envoltorios y dispensarios en los cuales reposarán las letras del porvenir, mientras que no hay absolutamente nada (nada, repito, que sea esencialmente novedoso) acerca de los contenidos que albergarán dichos aparatos. Y aquí, de nuevo, podríamos atrevernos a sospechar que en ello hay una intención bastarda de vender cuanto antes la mayor cantidad posible de semejantes aparatos, mucho antes de saber qué demonios haremos con ellos; pero, aunque esta sospecha sea –como tiene toda la pinta de ser– totalmente acertada, no llega a captar lo que nuestra actual coyuntura sí tiene de transición, aunque esta transición no sea un cambio cualitativo sino meramente cuantitativo. Y es que, por decirlo de esta manera, lo que sí que puede alentar el cambio tecnológico es una tendencia que sin duda pertenece por derecho a los tiempos modernos pero que los nuestros (que aúnan el hecho de serlo cabal e inevitablemente con el hartazgo y la fatiga de que sea así) parecen asumir de forma ejemplar. Me refiero, claro está, a la promoción, cada vez más entusiasta, de un aparato de comunicación no sólo casi omnipresente, sino completamente autónomo con respecto a cualesquiera intereses ajenos a su propia lógica, según el ideal de una comunicación ininterrumpida, como una suerte de cadena perpetua que se ofrece como solución universal para todos los problemas. Hasta tal punto ha llegado la confusión de la libertad de expresión (un derecho cuya necesidad para el pensamiento no es necesario encarecer) con la nueva obligación de la comunicación por la comunicación, que ha perdido completamente su vigencia aquella advertencia del sentido común según la cual una comunicación valdrá lo que valga lo que se comunique en ella, que incluso los «índices de lectura» que pretenden calibrar el nivel cultural de un país dejan de lado por completo qué es lo que se lee, como si el leer fuera un valor en sí, independiente de lo leído, un poco en el sentido en el que Marx comparaba el valor de la mercancía con la energía de la chispa eléctrica: no circula por su valor, vale por el hecho de que circula.

    Se trata, en este punto, de una comunicación estructuralmente vacía de contenidos y que por ello mismo exige tiránica, sistemática, urgente y cada vez más imperiosamente el ser llenada de contenidos. Pero en la medida en que tales contenidos son estructuralmente pensados como relleno de un espacio que por naturaleza está vacío (debe ser vaciado y vuelto a llenar no ya cada venticuatro horas, sino en plazos mucho más cortos, en cuanto los clicks de los usuarios empiecen a flaquear en alguna esquina de la página), sólo pueden ser contenidos de relleno, e incluso es posible que el único porvenir de los trabajadores de la cultura sea el de convertirse en «productores de contenidos» para alimentar esa maquinaria de comunicación omnívora que exige materiales renovables, reciclables, para que el sistema se mantenga siempre joven. Se percibe, entonces, la incomodidad que afecta a la tarea crítica del intelectual como productor de residuos no reciclables: basuras hermosas y malditas, indigestos interludios de resistencia al irreflexivo argumento implícito que justifica una y otra vez y en todas partes el avasallamiento de los contenidos, en todos los órdenes de la existencia, en beneficio de unos contenedores siempre rutilantes y vacíos. Algo bien difícil porque, incluso en el caso de que se consiga, no es generalmente bien aceptado por quienes obtienen del actual estado de cosas no solamente beneficios políticos y económicos, sino también rentas y satisfacciones emocionales a las cuales es muy difícil renunciar por la exigua razón de que sean falaces.

    A CUALQUIER COSA LLAMAN ARTE

    If you’re blue and you don’t know where to go to

    why don’t you go where fashion sits?

    Estética y nihilismo

    Ensayo sobre la falta de lugares

    *

    Tendemos a pensar, llevados por las polémicas que asfixian nuestra actualidad, que los lugares –o sea, las extensiones habitables, definidas y limitadas, únicas en las que los hombres pueden nacer, vivir y morir como hombres– están desapareciendo de la faz de la tierra por obra y gracia de una maldición llamada «globalización». Tendemos a pensar que en el principio eran los lugares, que los lugares son algo así como cosas naturales, productos espontáneos de la naturaleza que proporcionan a los hombres y a las cosas una significación propia y recta, un origen, una morada y un destino que no son fruto de elecciones o convenciones, que no están sometidos a las arbitrariedades de las coyunturas históricas, que son algo sagrado y, en cierto modo, eterno. Y tendemos a pensarlo porque todos hemos nacido en algún lugar sin ser dueños de esa decisión, y todos tenemos vínculos imborrables y señales de nacimiento, simpatías y afectos innegociables hacia lo nuestro y hacia los nuestros. Sentimos, además, nostalgia de aquel lugar perdido en donde las palabras tenían un significado primitivo que no podía retorcerse ni traicionarse, y en donde el pan sabía a pan y el vino a vino. Sentimos, finalmente, que todo eso lo hemos ido perdiendo con el tiempo, que hemos perdido incluso el rumbo de nuestro destino a fuerza de contraer demasiados compromisos, que hemos traicionado a los nuestros y olvidado nuestros orígenes y que, como castigo, las palabras han dejado de hablarnos en nuestra lengua natal para volverse ambiguas y vacías y los víveres han perdido su sabor y los útiles su tacto. Y, cuando queremos regresar, resulta que ya no existe el lugar en el que nacimos: han puesto un restaurante de comida rápida, una sucursal bancaria o una edificación anónima de apartamentos, en cualquier caso un restaurante, un negocio o un edificio que nada tienen de particular, que no conservan seña alguna del lugar, que son indiscernibles de los de cualquier otra parte del mundo globalizado que nos sume en la nostalgia del lugar.

    Cuando este vendaval irrumpe en un lugar –nos decimos–, como las campañas de los jinetes nómadas en las aldeas fronterizas durante el crudo invierno, no deja piedra sobre piedra, todo lo arrasa y lo asola, todo lo desertiza dando lugar o, mejor dicho, quitando lugar y dejando sólo un producto inhabitable y vacío, insípido, abstracto y profano, continuo, homogéneo e ilimitado llamado espacio, espacio global. No es por casualidad –seguimos diciéndonos– que nombramos con este título de «espacio» a la extensión despoblada e infinita de la que se ocupan los astrofísicos y al cuerpo inhabitable e infrangible con el que tratan los matemáticos. Esto es lo que queda cuando las máquinas demoledoras allanan una morada: espacio, espacio vacío, inhabitable, espacio global, una nada por la que se puede transitar pero en donde es imposible residir, genuina manifestación de lo que algún antropólogo ha llamado «el no lugar». Prueba de ello –nos decimos una y mil veces–, prueba de que el espacio no es ningún lugar, es que cuando mandan un hombre al espacio –a donde no lo pueden arrojar si no es mediante una potentísima violencia que requiere un despliegue energético inmenso– tienen que encapsularlo en una nave o embutirlo en un traje –o sea, de ambas maneras, tienen que preservar su vida poniéndolo en algún lugar– si quieren que sobreviva, porque allí, en los espacios exteriores, no hay lugar para vivir los hombres.

    Así pues, pensamos que lo global, el espacio global, es el resultado de haber desnudado el mundo de los lugares que constituían su vestimenta natural, sustituyendo esos hábitos naturales, natales, por un artificio insustancial que lo arruina como hábitat, que lo des-naturaliza, lo des-localiza, lo des-encanta y des-sacraliza por efecto de una depredación devastadora dirigida por una empresa que algunos llaman «mercado capitalista mundial» y otros «ciberespacio», pero cuyo nombre propio es, sin duda, «Nihilismo, S.A.». Una empresa cuyo dueño es Mr. Nada, de la que nadie es titular, pero de la que todos hemos terminado siendo empleados y, algunos privilegiados, consejeros de administración. Éstos son los que nos han quitado lo nuestro, el significado de nuestras palabras, el sentido de nuestras vidas y el sabor de nuestras cosas. Entonces –volvemos a decirnos–, si hay alguna cosa y no más bien nada, si hay algo capaz de salirle al paso a esa empresa de ruina universal que comunica todos los lugares y los disuelve en la sopa boba del espacio global por un proceso de generalización y abstracción sin límites, si hay algo así debe ser, con toda seguridad, un lugar, algún lugar de los pocos que queden. Es cierto que estas resistencias, dada su ostensible inferioridad en comparación con la omnipotencia de la empresa Nihilismo, S.A., a veces utilizan métodos poco amables para proteger sus fronteras sagradas y naturales contra la voracidad de la Nada, pero tendemos a justificarlos: ¿cómo podrían ser amables si su obstinada y anti-progresista causa perdida es lo único que queda en el mundo –lo único que queda de mundo, de naturaleza, de ser– que pueda obstaculizar y detener, aunque sea momentáneamente, el crecimiento ilimitado del desierto? No hay –vamos concluyendo– nada parecido al espacio global, eso no puede ser una cosa natural sino la nada en donde nadie vive, un invento ficticio forjado por abstracción, una pesadilla, un delirio megalomaníaco en el que, por un azar espantoso y trágico, estamos ahora obligados a deambular como almas en pena, como fantasmas en busca de un reposo imposible.

    A veces, en algún momento de lucidez, entre los sudores provocados por ese mal sueño que es nuestra existencia desnaturalizada, pensando en nuestros orígenes perdidos, en nuestros lazos rotos, en nuestra irrecuperable identidad, sentimos el deseo de acompañar en su interrogación, en las postrimerías de una merecidamente célebre conferencia, a Martin Heidegger cuando preguntaba: «Nosotros, en nuestro existir, ¿existimos históricamente en el origen? ¿Sabemos, es decir, respetamos la esencia del origen?». No captamos muy bien, la verdad sea dicha, a qué origen se refiere exactamente Heidegger, pero en cualquier caso esa pregunta nos suena a nuestra, nos suena como preguntar: ¿sabemos nosotros en realidad quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos? ¿O hemos perdido el norte? Porque quien tiene origen, quien tiene lugar natal, no sólo tiene una procedencia y una morada siempre dispuesta a albergarle, sino también un punto de seguro y acogedor retorno (la tierra sagrada como derecho último de los hombres a tener donde caerse muertos). Pero como tenemos oído que Heidegger tenía unos gustos políticos más bien lamentables, nos tememos que en esa alusión suya al origen haya alguna connotación de pureza racial con olor a campo de exterminio. Y no solamente no es así –lo de la pureza racial, al menos–, sino que además es todo lo contrario: lo que precisamente defiende Heidegger en su discurso sobre las obras de arte es que –al contrario de lo que defendería un racista– las obras de arte no se explican por su lugar de origen (o por el ADN de su autor) sino, al revés, son los lugares de origen los que se explican por las obras de arte. No hay lugares naturales o naciones sustentados en bases genéticas o raciales, lo que hay son Lugares del Espíritu, lugares culturales custodiados por las obras de arte, ya que sólo los lugares poetizados son habitables y los verdaderos Lugares los fundan los poetas y los artistas. Y, en esto al menos, Heidegger no se equivoca.

    Entonces, cuando ya nos habíamos reconciliado con el filósofo y nos habíamos olvidado de sus peligrosas amistades, cuando nos habíamos sentido plenamente incluidos en el «Nosotros» pronunciado cuando preguntaba si Nosotros existimos en nuestro origen (ahora podemos entender: en nuestro lugar espiritual, en nuestra cultura originaria), cuando estábamos ansiosos por escuchar su respuesta, nos lanza un trallazo inesperado y seco al aclararnos que la solución no está en la raza sino en «Hölderlin, el poeta a cuya obra aún tienen que enfrentarse los alemanes». ¡Vaya! Así que era cosa de los alemanes. Así que al decir «Nosotros» estaba diciendo «Nosotros, los alemanes». Nosotros, digo yo, los que no somos alemanes, al no tener que afrontar la obra de Hölderlin, ¿tenemos alguna oportunidad de recuperar nuestro origen, nuestro lugar? Tendremos que mirar a nuestros poetas. Cada uno a lo suyo, a lo de su lugar. Lo que Heidegger parece estar diciendo es que, si los alemanes quieren saber si son verdaderamente alemanes, tienen que leer a Hölderlin y calcular hasta qué punto se identifican con esa ficción que en su obra se llama «Alemania», y así podrán medir su grado de desnaturalización o de desespiritualización, porque podrán medir la distancia que separa la «Alemania Espiritual» de Hölderlin –que, aunque ficticia, es por supuesto la verdadera y la natal– de la «Alemania oficial», la que consta en los mapas convencionales de geografía política. Nosotros podríamos hacer el experimento de comparar el Madrid oficial de hoy día o el Oviedo de 2010 con el Madrid de Pérez Galdós o la Vetusta de Clarín. Y es posible que pensásemos que hemos perdido naturaleza y espíritu, pero lo malo es que eso mismo –según nos informan los propios Pérez Galdós y Clarín– es lo que pensaban ya aquellos habitantes de antaño: por aquel entonces, ya ni Madrid ni Oviedo eran lo que habían sido ni lo que debían ser.

    Ahora, surge una duda: si la verdadera Alemania o la verdadera España o la verdadera Cuenca no están en los genes ni en los mapas, sino en las ficciones mediante las cuales se pretende dar lugar a un pueblo, ¿por qué hemos de considerar más auténtica la ficción de Hölderlin que la de Hitler? El localismo de la raza es repugnante y pavoroso, pero su única ventaja es la de ser refutable por recurso a las ciencias de la naturaleza (además de recusable por recurso a la moral): podemos perfectamente verificar el hecho de que las expresiones «raza aria» o «raza española» carecen de referencia en el mundo y, por tanto, estamos en condiciones de denunciar su carácter de exclusiva coartada ideológica de la atrocidad. En cambio, el localismo del espíritu sólo podría apelar a ciencias «blandas», es decir, aquellas que justamente no tienen –según este mismo localismo– otro método que la hermenéutica –es decir, que dependen de una interpretación, porque no operan sobre hechos sino sobre lenguajes– y que además, desde Gadamer, toman como modelo de interpretación la experiencia estética. Los lugares, las culturas, las naciones se convierten en obras de arte que hay que comprender y juzgar exclusivamente desde su propia alteridad identitativa, es decir, en el contexto cultural inmanente que ellas mismas constituyen (a este «valorar a las cosas desde los valores que ellas mismas destilan» es a lo que se llama comúnmente «círculo hermenéutico»). De aquí se sigue que, como, efectivamente, carecería de sentido decir que la Gioconda es más verdadera o más falsa que Las Meninas, o que un Murillo es más inmoral que un Tiziano, tampoco es posible valorar los lugares culturales desde el punto de vista epistemológico o ético (carecería de sentido, por ejemplo, decir que la astronomía ptolemaica era falsa o «más falsa» que la copernicana, o que los sacrificios humanos de los aztecas eran injustos, porque si lo hiciéramos estaríamos cometiendo el pecado de colocar las obras fuera de su lugar, en el espacio global en el que perderían todo su sentido), sino sólo desde el punto de vista estético. La propiedad de esta interpretación es innegable: al reconstruir el lugar entero –el contexto– a partir de la obra, se reduce prácticamente a cero la ambigüedad del significado –las cosas y las palabras recuperan su naturaleza al ser puestas de nuevo en su lugar, todo se endereza hacia el sentido recto–, aunque también es obvio que igualmente nulas son las posibilidades de verificar la interpretación, cuyo único recurso es acudir a la tradición y, como tan a menudo hacía Heidegger, a la etimología, recurso tan poco seguro que facilita, evidentemente, la proliferación ad líbitum de las interpretaciones circulares que hoy vemos crecer como un cáncer en la «cultura de la queja» que ha disuelto la estética filosófica en mera crítica cultural; y recurso –el de la tradición– que refuerza la posición de Hegel según la cual la obra de arte es «cosa del pasado».

    Con lo cual llegamos a una conclusión, ya no solamente nostálgica, sino abiertamente melancólica: sí, hubo un tiempo en el que cada uno estaba en su lugar y había un lugar para cada uno. Y suponemos que este lugar –hecho de cosas tan propias como la propia lengua, esa invención de los poetas gracias a la cual tenemos mundo– constituye la esfera, el marco o el contexto en el cual –y sólo en el cual– nuestros actos pueden tener significado. Suponemos que, al menos en principio, las palabras, las cosas y las acciones tienen su significado propio y recto –natural– en su lugar. Al contrario, si las palabras, las cosas, las acciones o las personas son puestas fuera de su lugar, pierden a menudo su naturaleza, su significado, se tornan absurdas, se desnaturalizan. Si esto les sucede a las obras, no serían una excepción las obras de arte: también ellas –repito: al menos en principio– tendrían su pleno significado sólo manteniéndose en el origen, como morada de una comunidad, de un lugar natal, es decir, de la totalidad bien trabada de significaciones que serían las propias de una cultura. Así, una de las claves del sentimiento que despierta en nosotros la contemplación de esas obras de arte que son «cosa del pasado» (es decir, que están fuera de su contexto natural, fuera de su lugar, expuestas en ese otro anti-lugar que es el museo, por ejemplo), obras cuya comunidad originaria, cuyo lugar natal ya es sólo ruina y cuya lengua es una lengua muerta, sería precisamente su indescifrabilidad. Han perdido su significación originaria, su función primaria y, como diría Umberto Eco, su denotación.

    Espectadores diferentes las llenarán de diferentes connotaciones individuales, literarias, cinematográficas, eruditas, pero en cualquier caso siempre subjetivas, arbitrarias, melancólicas y efímeras (¿siguiendo el modelo del círculo hermenéutico?), toda vez que su denotación objetiva –su función primaria, su significado natural– ya no es accesible. Sin embargo, como las obras no son solamente enseres de un lugar sino lugar originario de unos enseres, ellas mismas son el féretro en el que reposa su lengua –su lugar, su código, su cultura–, un féretro que se puede profanar, pero en donde sólo hallaremos, como en todos los féretros, ruinas y podredumbre. Cualquier sentido que probemos a atribuir a estas obras no pasará de ser un sentido figurado, pues el recto –que sólo puede ser local– está definitivamente perdido desde el momento en que se profanó el lugar, se derrumbaron las murallas que lo protegían, se transgredieron los límites que lo preservaban y las obras se globalizaron, se pusieron a disposición de todo el mundo, a la vista de cualquiera. Estas obras muertas –cosa del pasado– han perdido su significado: son lugares, pero lugares deshabitados e inhabitables, ruinas que obstaculizan el despliegue ilimitado del espacio. Sin embargo, en la medida en que son féretros, señalan un lugar sagrado, una tierra consagrada que, aunque perfectamente inútil e insensata, se presenta como una barrera infranqueable para el progreso civilizatorio; exigen, como Antígona a Creonte, el respeto debido a los muertos.

    Cada cual puede calcular por su cuenta el modo en que las obras de arte moderno o contemporáneo, precisamente para conservar su valor de obras de arte, imitan este modelo nihilista de las «cosas del pasado», presentándose como significantes sin significado u objetos sin contexto, connotaciones sin denotación por estar fuera de lugar, monumentos que han nacido muertos, ruinosos, despojados del mundo que podría interpretarlos, incapaces ellos mismos de generar lugares que no sean de tránsito, conformándose con las migajas de sentido que cada espectador arroja sobre ellos, migajas también subjetivas, arbitrarias, melancólicas y efímeras (porque allí donde no hay denotación todas las connotaciones son arbitrarias). Y quizá –continúa dictándonos la melancolía– esto no suceda solamente por voluntad de los artistas de seguir conservando el prestigio de su estirpe al presentar sus productos con el mismo barniz que otorga su valor a los residuos de culturas desaparecidas, sino acaso porque es imposible construir obras verdaderamente actuales, verdaderamente modernas y contemporáneas (es decir, que encuentren su significación en los lugares actuales, que puedan interpretarse en nuestro contexto), porque ahora ya no estamos en lugar alguno ni hay lugares propios, porque todos los lugares –o sea, las culturas, o sea la naturaleza– han sido devastados o están en trance de extinción a causa de la globalización. Ésta sería, pues, una forma de interpretar el título de este trabajo: leer el rótulo «Estética y nihilismo», y el subtítulo «Ensayo sobre la falta de lugares» desde esta muy extendida nostalgia del lugar cultural o espiritual.

    Ahora bien, si este localismo de los espíritus –de los espectros que recorren el mundo en nombre del retorno de lo reprimido– es lo que ha de frenar las ambiciones de Mr. Nada y los proyectos expansionistas de Nihilismo, S.A., podemos ir despidiéndonos del ser y de la naturaleza, porque este localismo es, de principio a fin, nihilismo. Malo es, sin duda, querer apoyar la defensa del lugar en la naturaleza (malo por falso y por moralmente atroz), pero no es mejor sustentarla en el Espíritu, cuando esto significa que nada hay que justifique una interpretación en lugar de otra (como no sean equilibrios de poder), nada hay que legitime una ficción y descalifique otra. Si todas las culturas valen lo mismo, ninguna vale nada, si todos los lugares son sagrados ninguno lo es, y si todas las ficciones son verdaderas su resistencia sólo puede apoyarse, efectivamente, dada su indigencia, en la violencia, una violencia tan ciega, injustificada y vacía de propósito como la que se atribuye a los agentes de Nihilismo, S.A.

    Si esto ha sido suficiente para pulverizar la estéril polémica que nos atosiga, podríamos empezar a ir saliendo del atolladero reparando en el carácter artificial, construido y convencional de todo lugar cultural, histórico y geográfico, así como –aunque esto ahora nos importe menos– en el carácter coyuntural, contingente y provisional de los mismísimos lugares naturales, quiero decir, de las propias leyes de la naturaleza. La distribución de las cosas y personas en lugares –llámense o no naciones– es un fenómeno

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