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El Bardo y su reflejo

Miguel Ángel Mendaro Johnson

2009, Miguel Ángel Mendaro Jonson


El Bardo y su reflejo
Otra vuelta de tuerca.
1

— ¿De verdad crees que <<El Bardo y su reflejo>> es…? ¿Cómo decirlo…? ¿Un
título… adecuado?
Liliana esperó alguna señal en los ojos de su mustio colega, editor, agente, comercial;
un chupa sangre vulgar y corriente. Al comprobar que lo que decía era cierto, que no
bromeaba, que la había citado en su despacho al final del día sólo para reírse del título
de su nueva novela y que siquiera aún se había pronunciado sobre lo arriesgado del
contenido, se acercó un poco al borde de la mesa con mirada agresiva, y desde el otro
lado, espetó:
— Es perfecto, cariño. Bardo; un poeta lírico.
— Sé qué es un bardo, pero no, dista bastante de la perfección. ¿Quién va a leer un
libro con un título tan flojo? Ni haciendo un Dalí con la portada lograrías captar
la atención de algún lector; sabiendo lo difícil que está el jodido mercado
editorial, ni poniendo miembros descuartizados en la portada venderías un
libro…― se rascó la cabeza, visualizando una imagen dantesca―. Bueno, a lo
mejor lo de los miembros puede que funcione si hay mucha sangre… ¡No! ―
aporreó la mesa― luego está lo incompresible de la… ¿novela?
— No necesito lectores, ni reconocimiento. Es el título de todo cuanto he vomitado
en estos últimos ocho meses. Estoy podrida.
— Y que lo digas. Pero todo lo vomitado apesta, más si es tuyo. Insisto. No es un
buen título y sin lectores no habrá dinero― dijo cruzado de brazos―. ¿Quién te
paga, Liliana, lo recuerdas? Se llama contrato, y debes cumplirlo. No eres más
que un producto, actúa como tal. Además, ¿en qué coño pensabas cuando la
escribiste? Es un auténtico lío… un follón atemporal; no le veo el sentido por
ningún lado, cojas por donde lo cojas, carece de estructura… de lógica…
— ¿Sabes, José?
— ¿Qué?
— Me das asco.
— Y tú deliras. No das una. Por favor… ¿El bardo y su reflejo? ¡Joder!
Liliana se puso de pie interrumpiéndole. Cogió el vaso de whisky que momentos antes
José había servido como cortesía y, vertiéndolo en el suelo, lo dejó vacío de líquido
conservando los hielos en su interior. <<Quince euros derramados en la puta
moqueta>> debió pensar José. Después levantó su falda, bajó sus bragas hasta los
tobillos y llevó el vaso entre sus piernas, posicionándolo en la cara interior y superior de
sus muslos, orinando en el vaso y llenándolo hasta la mitad, sin derramar una sola gota
fuera de éste, con insuperable perfección, ante la estupefacta mirada de José que tuvo
que reír en defensa propia.
— Jodida loca.
— Esto es lo que hay. Tu whisky es una auténtica mierda. Mejor destilado que este
que acabo de servirte no encontrarás otro. O lo tomas, o lo dejas.
— ¡Jodida loca!
— Insisto, cariño.
José intuyó, al llevar años leyendo las novelas de Liliana, que parecía estar fuera de sí.
Se levantó y se dirigió hacia el perchero donde tenía colgado su abrigo. Mientras se lo
ponía, Liliana avanzó con el vaso de orina hasta él, removiendo los hielos que se
derretían poco a poco. Indignada, le miró. José se armó de valor para salir de aquella
trifulca sin decir palabra y ella arrojó el líquido en su rostro.
— ¡Bastardo cabrón!
Agarró una pluma y la clavó en su pecho. La retorció. José no…

Carla se detuvo en seco, como si no se hubiera percatado del cambio a rojo del disco
de un semáforo. Dejó de escribir en el ordenador, paralizada y asustada, en cierta
manera, por lo que acababa de escribir: << ¿Mear en un vaso? ¡No puede ser!
Demasiado atrevido y… vulgar. Y… ¿matar a José? ¡Estás loca!>> pensó riendo.
De algún modo, Carla se estaba desahogando y vengando por lo que había vivido la
noche anterior. Todo lo relatado en su pequeño texto, era verdad, exceptuando que ella
no era Liliana y José, estaba vivo, y que bajo ningún concepto orinaría en un vaso como
describió. Lo único real era su novela, su reciente fracaso: <<El Bardo y su reflejo. >>
Un texto que había provocado las risas de su mustio colega José.
Carla se levantó al baño. Necesitaba refrescarse, eliminar todo pensamiento malvado.
Pero al mirarse en el espejo, sonrió: Liliana… qué guarra eres. Measte en el vaso. Es
hora de jugar, ¿jugamos?
2

Liliana era un pretexto. Cómplice imaginaria. Un esparcimiento. Su desahogo.


Carla, maestra titiritera, situada delante del ordenador, estaba dándole vida a su nuevo
personaje: Dotándola de brazos y piernas, ojos y boca; aspectos triviales con los que un
escritor debía satisfacer a quien quería leerle. Y con cada línea donde la describía, vestía
en ella un cuerpo suntuoso. No obstante, mi Carla, mujer de hueso y algo de carne, ojos
inertes y carbonizados por la luz del ordenador, quería dejar brotar ese lado perverso
suyo con el que tanto se había divertido y dotó a Liliana de todo cuanto ella carecía en
lo concerniente al físico y de una mente inicua y retorcida, capaz de orinar en un vaso y
después, asesinar. Podía imaginarla como un ser perfecto, en un escenario iluminado
por la luz de una luna llena, derramando lágrimas por su pulcra belleza mientras un
defecto terrible la corroía en su interior: Al contemplar Liliana su reflejo, veía lo
demoníaco e infame de su espíritu.

Álter ego.
.
Pensó Carla. Sí; mi álter ego.
Y la idea de una escritora deplorable que escribiría lo que se le antojara, sin ataduras ni
reglas, lograba quitar y entorpecer su sueño. Después de todo, ella era ella y yo, ambas.

Mañana, con urgencia, se reuniría con José para zanjar determinados asuntos que urgía
tratar. Abrió su explorador, y fue directa a su cuenta de correo electrónico. Tecleó
Valjean, su contraseña, y una vez dentro, redactó el siguiente correo:

Estimado José,

Disiento sobre lo tratado y acordado con mi última novela. “El


Bardo y su reflejo” es una novela con un horizonte amplio y
ambiguo. Sin embargo, cientos de ideas se me ocurren y me
gustaría tratarlas contigo. Un nuevo libro está en camino.
Mañana, si te parece bien, me pasaré por tu oficina.

Un cordial saludo.

Dejó el ordenador, agotada. ¿Un cordial saludo? Hace años que conozco a ese hijo de
puta. Qué asco de modales y formalidades, dijo. Fue al baño. Sentada en el retrete vio
su reflejo en el espejo largo que utilizaba para ver su figura entera cuando se probaba un
vestido y fantaseaba con causar impresión. Pero lo cierto es que pocos vestidos se
ceñían apropiadamente en Carla.
Le llevó tiempo liberar la orina y al relajar su cuerpo se le escapó una ventosidad. Rió.
Miró su reflejo: ¿Te atreverás a contar esto, Liliana? ― preguntó imaginando que quien
estaba dentro del espejo era su nueva criatura―. Tu nueva novela brillará por su
naturalidad. Debes despistar, enredar, y sobre todo, ensuciar… ¡ensuciar! ¡Liberté!
3

Amaneció. Una niebla espesa, fantasmagórica, se afianzaba entre las ramas de los
árboles, a las farolas, en las esquinas de los edificios, durmiendo en los semáforos,
consiguiendo aletargar el arranque de la Ciudad Muerta, tal y como la llamaba Carla,
que se desperezaba admirándola por el ventanal de su salón.
Se preparó una taza de café, de aroma intenso y amargo gusto al final con un ligero
toque afrutado que podía distinguirse sólo si uno se lo imaginaba. Encendió el
ordenador y fue a ver si José hubiera recibido el correo que le envió anoche y dignado a
contestarla. Nada. Iré igualmente, dijo. No necesito la confirmación de ese imbécil ni su
consentimiento. ¡Claro que no! Después de todo lo que se rió, después de cómo me
ofendió… y humilló… pero, antes, antes empezaré a escribir sobre Liliana; lo necesito.
¡Liliana! Es… ¿Cómo describirlo? Como… es como si hubiera roto aguas… he estado
con ella en mi vientre y ahora la voy a parir, de golpe. Y quiero que sea doloroso y
escandalosamente sucio, que sangre tantísimo que roce y bese a la mismísima parca.

Y así, Carla empezó a parir a Liliana, inspirada, como era de esperar, por el amanecer y
la niebla. Todo lo que escribiría Carla durante una hora no la llevaría a ningún lado.
Daba vueltas, imaginaba cosas, pero nada tomaba la forma esperada ni deseada.
Defraudada, sólo dejó el comienzo:

Amaneció, y lo hizo con niebla. Liliana no dejó ni


una gota de sangre de José en la escena del crimen...

¡Joder! Gritó Carla. ¿Qué me pasa? ¿Por qué estoy bloqueada?

Salió a la calle, rumbo a la agencia. Caminaba envuelta de niebla. No se perdería porque


conocía la ciudad, no diré tan bien como la palma de su mano ya que ella sería incapaz
de imaginarla, pero sí tan bien como su propia casa. Estaba bastante furiosa porque el
momento para escribir fue perfecto, sin embargo, ella no estuvo a la altura de las
circunstancias. Refunfuñaba en voz baja, manteniendo una conversación consigo
misma. Quienes se cruzaban con ella, reían.

98
Era el número del portal de la agencia. Subió hasta el piso octavo. Tocó el timbre de la
puerta B. Abrió Isabel, la secretaria y recepcionista. Sonrió con levedad a Carla, pero
ella no devolvió el gesto.
— Buenos días.
— Hola, buenas; quiero ver a José.
— ¿Ha pedido hora?
— Sí.
— Muy bien, ahora mismo le comunico que usted está aquí.
— Gracias. Muchas gracias.
Al cabo de unos minutos Isabel reapareció riendo, como si guardara un discreto chisme
o secreto que habría compartido instantes antes con José. Le costaba mirar a los ojos a
Carla y cuando lo hacía soltaba una risotada. ¿Qué le habría dicho este a Isabel para que
se riera de ella? ¿Estaría José también riéndose cuando ella entrara?
— Señorita, me ha dicho que pase. Está al fondo, en su despacho. Donde siempre.
— Muy amable, gracias.
Carla entró sin vacilar, con ganas de guerra. Para hacer crecer su orgullo, caminó por el
despacho y se situó enfrente del espejo, colocando algunos mechones, imaginando ver a
Liliana en su interior. José no reía, y mantuvo el semblante, como si estuviera en jaque
por algún motivo incógnito. Se levantó para estrechar su mano y fue después al mueble
bar a servirse, a lo mejor, un vaso de whisky.
— ¿Recibiste mi email? ― preguntó Carla, curiosa.
— Claro que sí― contestó José, que de pronto, aguantaba la risa― ¿Quieres una
copa?
— Un poco temprano para el alcohol, ¿no crees, José? ¿Qué os hace tanta gracia a
ti y tu secretaria, si puede saberse?
— Nada, nada… es que… Bueno, a partir de las diez, ya se puede beber sin
prejuicios. ¿No?
— ¡No! Por favor… ¡Es demasiado temprano!
— Puede, aunque siempre, y todavía más si se presentan los atenuantes adecuados,
es un buen momento para mear, ¿eh?― dijo José clavando sus ojos en los de
Carla, y guiñando con sensualidad depredadora uno de ellos. Después elevó la
copa y vertió el contenido en el suelo, emulando e invitando a Carla a
representar una escena más que familiar. A continuación, se desternilló de risa.
Aterrada, como si se hubiera quedado desnuda y atada ante José, Carla salió corriendo
despavorida hasta la calle, donde la niebla, de nuevo, la engulló. Respiraba
entrecortadamente, le faltaba la respiración y el ritmo de su corazón se desbocó. Sólo
una pregunta se repetía en su mente. ¿Cómo?
Tirada en la acera de la calle, Carla aún podía escuchar las risas.

¡Guarra! ¡Qué guarra! ¡Qué cerda!

La intimidad y nobleza de la niebla, cubrieron y protegieron a Carla. Poco a poco fue


recuperando fuerzas. A pesar del carmín corrido, una mueca de vileza se dibujó prefecta
en su rostro. Sucia y empapada, supo que el noventa y ocho iba a producirla insomnio
durante meses.
4

— Estoy sorprendido― le comenté a un desconocido, en un café que moría en una


esquina.
Dijo llamarse Víctor después de una larga y afligida calada a su cigarrillo. Al liberar el
humo con técnica, fue expandiéndose y terminó por dibujar en el aire espectros de su
vida, que, sin invitación, me cercaron susurrando secretos, cantando, hasta desvanecerse
por completo. Qué vida terrible la de Víctor.
Las manecillas del reloj llevaban paradas cuatro horas.
Marcaban las 19:46.
Era un 22 de abril, casi medianoche.
Llovía.
Y no me apetecía escribir, más bien, estaba en sequía creativa. Fue por ello que bajé al
café, a desahogarme. Sujeto a la barra, sin acabar de sentarse en el taburete, Víctor, que
tampoco tenía con quien hablar, me miró y comentó con menosprecio:
— Hay que joderse, nos están cercando como animales apestados. ¡Mierda!
Se refirió al tabaco. No le seguí aunque le otorgué complicidad con la mirada, no quería
que se fuera. El destino había juntado a dos miserables que se morían por un pedazo de
conversación.
— ¿No fumas, compañero?
— Qué va. El tabaco no es más que un recurso pobre para un escritor sin ideas.
— Un pequeño y carísimo vicio.
— …
— Y… ¿de qué estás tan sorprendido?
— ¿Perdona?
— Lo has dicho hace un rato: <<estoy sorprendido. >>
Recordé.
— Es verdad; lo olvidé. No tiene importancia… ¡pensaba en voz alta!
— Compañero, sé cuando algo corroe a alguien y, justo cuando lo has dicho, en
ése preciso instante, chasqueabas los dedos y refunfuñabas. Diría que eras un
loco por tu mirada; no me gustaría encontrarte en un callejón oscuro, joder.
¡Me llamó loco sin tapujos!
— Me sorprende lo que he escrito en este último año, eso es todo.
Encendió otro cigarrillo mientras miraba la otra colilla morir.
— Ahm… ¿Escribes?… ¿eres escritor?― al finalizar su pregunta, pude ver lo
incómodo que resultaba para él manejar dichas condiciones. Y es que acababa
de aludir la palabra maldita.
<<Sí, escribo… motivo de burla, de miramientos, de risas, de comentarios.
¡Agotador!>> rumié en ese momento, y ni mi ceja arqueada consiguió advertirle del
tremendo escozor que ello me provocaba y, con una táctica lograda en los últimos años,
respondí:
— El título me viene grande, Víctor. ¡Escritor!
— Comprendo. No sé qué decirte chaval… entonces, entiendo que lo haces por
entretenimiento.
— Tampoco.
— ¿Entonces?
— Una necesidad. Como comer.
— O cagar…
— Sí, podría decirse. Cagar, mear, follar…
Le seguí la corriente para intentar hacerle sentir más cómodo, relajado, llevarle a mi
campo de batalla y una vez estuviera en él, por educación, no tendría otra que seguirme
la corriente. Y lo conseguí; porque en otro contexto, ya hubiéramos dado otro rumbo a
la conversación. Después de todo, mereció la pena bajar al café, a renovar aires.
Becaud cantaba <<Et Maintenant. >>
— Voy a confesarle que me resulta extraño. Sólo he conocido a lectores, entre
ellos, mi señora, pero gente que escribe… ya me entiendes, a nadie. Salvo a mi
pequeña, que le ha dado por escribir un ridículo diario.
— ¿Un diario?
— Sí. Lo protege como un estúpido tesoro.
— La entiendo. Escribir es divertido, se lo recomiendo.
Rió.
— Eso sí que es improbable. Camarero, perdone, otra. ¿Quieres tú también?
— Por favor.
— Pues eso, imposible, soy un torpe. Y… ¿qué escribes exactamente?
Logré picar su curiosidad. El anzuelo había surtido efecto.
— Te lo contaré si… antes accedes a una cosa. Cuando te referiste a tu hija…
— ¿Qué?
— Mencionaste que escribía un ridículo diario. Un estúpido tesoro.
— ¿Y?
— ¡Por favor, Víctor!
— ¿Qué?
— Te sientes mejor ridiculizando a la pobre muchacha… ¡Qué cruel y dañina es la
burla!
— Es un capricho de niñas. Pronto se le pasará.
— Bueno, se le pase o no ― en ese momento le resté importancia, pero Víctor
estaba tratando el asunto como una enfermedad y referirse a tal acto como un
capricho femenino, me irritó, pero no lo manifesté― nunca te rías de ella porque
escriba.
— Entiendo por donde vas… ¿Tú escribes un diario… eh?
— ¡Por favor, Víctor! ¡No te burles coño!
— No te ofendas… ¡Quería reírme! No te preocupes, extraño compañero, nunca me
he burlado de ella ante su presencia… ¿Me cuentas ya qué escribes?
— Nada, en realidad. Doy vueltas sobre una idea, pero vuelvo al mismo sitio.
— Comprendo.
— He estado escribiendo sobre una mujer, en realidad, dos.
— ¿Dos mujeres?
— En efecto.
— ¡Te vengas de tu esposa o ex! ¿Cuernos? ¡Qué jodio!
— ¡No! ― dije riendo.
— ¿Y?
— Una escritora es quien aparece en mi novela. Y ella escribe sobre otra más.
— Joder, qué lío macho.
— Un poco enrevesado, eso es todo. ¿Quieres leerlo? Tengo aquí las primeras
páginas que estaba corrigiendo antes de que llegaras. Así te haces una idea.
— Veo que no tengo más remedio… ¿no? ― dijo él como súplica.
— Son sólo tres páginas… ¿te animas?
Accedió. Mientras leía, cogí mi taza de café y fui hasta la ventana del café. Fuera había
dejado de llover, pero los relámpagos iluminaban el cielo por todas partes. Pronto
volvería a diluviar.
Cada minuto que él leía fui masticando una idea, fruto de la hija de ese infeliz de Víctor.
— ¡Eh! ¡Ya! ¡Ya he terminado!
— ¿Y?
— Pues la verdad...
— ¿No te ha gustado? (Confieso que poco podría importarme su opinión.)
— No soy un buen lector, eso salta a la vista; ya sabes, prefiero la televisión, pero
me ha sorprendido. Esa Carla amiga de Liliana… ¿Matarán a su agente juntas?
Vieja táctica: actuaba como si lo hubiera leído. Pero se había saltado párrafos
fundamentales.
— Creo que no lo has entendido bien. Carla es mi herramienta para poder acceder
hasta Liliana… que por fin sé qué escribirá.
Empezó a llover de nuevo, tal y como vaticiné.
Víctor me miraba interrogante y con desgana.
Acababa de tener un orgasmo mental. Por favor, le dije a mi compañero… hablemos de
tu vida, que la mía precisa de la tuya para llegar al culmen…
Y como cuando uno acaba de copular, le pedí a Víctor que me invitara a un cigarrillo.

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