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F LOUIS DE WoHL empieza la biografia del futuro pensador y Padre de la Iglesia, San Agustin, con la descripcién de una pelea entre pilluelos. Desde este primer encuentro se siente uno fascinado por la personalidad del apasionado joven. Con su vigoroso e inimitable estilo, LOUIS DE WOHL nos cuenta la historia de la transformacion de Agustin, desde el muchacho frivolo y sensual hasta el brillante escritor y profundo tedlogo, obis- po de Hipona... El hombre que se conquisté a si mismo, cuyas obras maestras de literatura y de fi- losofia presidieron el pensamiento occidental a lo largo de un millar de afios. Ademas, con la maestria y amenidad a la que nos tiene acostumbrados, el autor recrea el mar- co excitante de la época: el clima turbulento del Imperio Romano en los ultimos dias de su deca- dencia. Con vigorosa mano pinta las personalida- des cuyas vidas influyeron més intimamente en Agustin: Monica, su heroica y santa madre; ef so- lemne Ambrosio, obispo de Milan; Alipio, su incon- dicional amigo; la delicada Melania, madre de su hijo. © 1951 by Louis de Wohl LOUIS DE WOHL © Renewed 1979 by Ruth Magdalene de Wohl Ediciones Palabra, S.A. Castellana, 210 - 28046 Madrid La versin original de este bro CORAZON INQUIETO al ~ aparecio en . J.B. Lippincoit Company La vida de San Agustin con el titulo THE RESTLESS FLAME, Traduccién Joaquin ESTEBAN PERRUCA Con licencia eclesiastica Printed in Spain LS.B.N.: 84-7118-546-6 Depésito legal: M. 3.473-1988 Anzos, S.A. - Fuenlabrada (Madrid) EDICIONES PALABRA Madrid jCuanto tardé en amarte, Belleza tan antigua y tan nueva! jCuanto tardé en amarte! Vaya donde vaya, en los confines del cielo y de la tierra, saldria Dios a mi encuentro. Pues ha dicho: Lleno el cielo y la tierra. Nos hiciste para Ti y nuestro corazén esta inquieto mientras no descanse en Ti San Agustin LIBRO PRIMERO Aino 370 d.C. 1. —Has hecho trampa —dijo Alipio. —Nada de eso —repuso Agustin, enojado. —Claro que si —insistié Alipio—. Lo he visto. El garban- zo estaba bajo la cascara de nuez del centro, pero lo empu- jaste con el dedo cuando la levantaste... Un truco muy viej —Mientes, escarabajo —bram6 Agustin, furioso, arrojan- do las tres cascaras de nuez al suelo. Sus negros ojos echaban chispas y la boca, apretada, era apenas una linea rojiza. Los demas muchachos estallaron en carcajadas. «Deberia pegarte una paliza», pensé Alipio. Pero no lo hizo: era mucho mas alto que Agustin, y mas fuerte, aunque éste se negaba a reconocerlo... En la escuela, siempre encon- traba excusas para evitar que el maestro le inflingiese un castigo. Por eso todos le llamaban «el pequefio retérico», 0 «el leguleyo». «Si le pegara, se pasaria una semana por lo menos sin di- rigirme la palabra, y no merece la pena. Al fin y al cabo, yo no quiero ser el jefe de la banda, y él si... Hizo trampa, desde luego... Pero siempre las hace, cuando no tiene suerte. De- beria haberlo tenido en cuenta... —De acuerdo —murmur6 de mala gana Alipio—. Ta ganas... —Claro que he ganado —barboté Agustin, con despre- 9 LOUIS DE WOHL cio—. No necesito hacer trampas para ganarte a ti. Eres tan lerdo como una ostra. He ganado y me toca dirigir la banda esta semana. Eran siete —«Los Siete contra Tagaste», se llamaban— y la somnolienta ciudad provinciana sabia de sus «hazaiias». No hacia mucho que habian abierto los establos de Rufo, el prestamista, y seiscientas vacas habian estado rondando por las calles durante varias horas. Otro dia habian amordaza- do y tapado los ojos a una negra gordisima; luego, atada, la habian sentado en Jo alto de Ja joroba de un dromedario, de cara a la cola, y habian metido a ambos en el Ayuntamien- to, donde los sesudos varones de Tagaste estaban reunidos... Y ayer, sin ir mas lejos, habian mantenido una batalla cam- pal, en la plaza del mercado, con «Los Relampagos», una banda mas numerosa que la de los «Siete», pero formada por chiquillos. Y es que desde que Agustin habia vuelto de Madaura, una vez terminados sus estudios secundarios, la vida en Ta- gaste se habia «animado» mucho. Era el mas joven de los Sie- te, si se excepttia a uno, pero tenia mas «ideas» que todos juntos. Se estaba haciendo de noche, y los muchachos se pusie- ron a vagar por el parque municipal, lleno de parejas a aque- llas horas. —Como moscas a la miel —dijo Alipio con desprecio—. Es increible lo infantil que es la gente. ¢Habéis oido lo que ha dicho ése?... Ha repetido por lo menos seis veces: «¢De quién son estas orejitas?»... ;Por el Asno de oro! ¢Es que no se ha enterado todavia?... Y ella va y se rie... —Esa gente, al menos, es infantil porque quiere, Alipio —repuso Agustin condescendiente—, pero tt lo eres porque no tienes mas remedio. Se eché a reir entre dientes y afiadié con desprecio: —Algin dia comprenderas, Alipio, que el amor es ciego... iPor la leche de Tanit que lo es! «cEs que no puede evitar ese aire de superioridad?», pen- s6 Alipio. ¢Y qué diria su madre, Monica, si le oyera jurar por la diosa del amor?... Una mujer mas cristiana que el mis- misimo obispo, que permanecia rezando en la basilica mas tiempo que éL... 10 CORAZON INQUIETO Agustin se habia lanzado a describir morbosamente un. par de chicas que habia conocido en Madaura. Alipio le es- cuché en silencio, hasta que no pudo mas. —jNo nos interesan esas estupideces! —explot6—. Se tra- ta de hacer algo... Se asombré de la fuerza de sus propias palabras, y aun tuvo valor para afiadir: —Si yo fuera el jefe... —Si lo fueras —replicé Agustin como un rayo—, no se- rias capaz de inventar nada. ¢A que no? —Bueno, yo... —balbucié Alipio. —TA, cqué? —Si propusiese algo, tt te opondrias. —Nada de eso, Alipio —dijo Agustin, meloso—. Propén lo que quieras... {0 es que no se te ocurre nada? Alipio no supo qué decir. —Los Glabrios tienen en su huerto un peral cuajado de peras maduras —dijo Tulio de repente—. ¢Por qué no roba- mos unas cuantas? —Eso precisamente iba a sugerir yo —intervino Alipio, presuroso—. Me has quitado la palabra. Tulio era el mayor de todos; tenia diecisiete afios. Agustin se encogié de hombros. —Peras... —balbucié desdefioso—. Y ni siquiera son bue- nas. Ya las he probado. —Mejor es eso que nada. jVenga, vamos! —insisti6 Tulio. Cruzaron una calle y se dirigieron hacia el huerto. Agus- tin iba en cabeza, saltando como un gato. —¢Por qué unas cuantas? —musité de pronto—-. Nos lle- varemos todas. Veréis como se quedan cuando se despier- ten majfiana y se encuentren con el arbol pelado. Todos rieron a hurtadillas. Alipio estaba fascinado. Cual- quiera era capaz de robar unas cuantas peras del arbol del vecino, pero llevarselas todas... Habria que ver como lo lograban. Saltaron la tapia y entraron en el huerto. —Sube al arbol, Tulio —ordené Agustin—. Y ti también, Sexto. Vosotros, escondeos... Mirad, ahi, junto a la tapia, hay un par de sacos. Trdaelos, Panfilo. i LOUIS DE WOHL. El peral empezé a soltar peras. No era un Arbol muy cor- pulento, pero estaba cargado de fruto. Ninguna luz se vefa en casa de los Glabrios, que, sin duda, estaban ya durmiendo. Con todo, trabajaron en silencio, has- ta que los dos sacos estuvieron completamente Henos. En la oscuridad, la luna nueva parecia una hoz afilada segando la palmera que crecia junto a la casa. La calma era absoluta. Sélo se oja el susurro de las ra- mas, el sordo golpear de las peras contra el suelo, las respi- raciones agitadas... El primero en bajar del arbol fue Sexto, seguido de Tu- lio, quien, una vez en el suelo, saludé a Agustin levandose el pufio a la frente, como un jinete namida. —Misién cumplida, jefe —dijo. —Vale —repuso Agustin, recogiendo una ultima pera y dejando caer varias que se habia guardado bajo la tinica—. Coged los dos sacos. Nosotros tenemos las manos ocupadas. Con paso vacilante bajo el peso de los sacos, se alejaron del huerto. E! pequefio Panfilo, pensando que era preferible acarrear las peras dentro, mordi6 la undécima, pero no pudo comérsela: eran ya demasiadas, y ademas no muy buenas. Entre tumbos y traspiés, su entusiasmo se fue apagan- do. Tulio propuso hacer una piramide con las peras en me- dio de la calle, pero estaban llegando a la casa del Viejo He- diondo —Burro, el porquerizo, que guardaba sus cerdos en unas cochiqueras que olfan a rayos—, y Agustin prefirio bombardearlos con los frutos del arbol. Pronto, la noche se Ilendé de sordos grufiidos, como los que suelen oirse al final de un banquete. Y cuando el Viejo Hediondo salié a ver lo que ocurria, los Siete echaron a correr entre grandes risotadas y no se detuvieron hasta al- canzar la entrada del parque. Agustin sonrefa con sonrisa triunfante. Sus dientes bri- llaban y la luna ponia en su rostro un tinte plateado. —Tenemos que dispersarnos —dijo con voz ronca y agitada. Asi lo hicieron. Sélo Alipio siguid a Agustin, que se diri- gia a su casa. No tenia prisa. Si ahora iba a la suya, encon- traria a su padre levantado y le echaria un rapapolvos por 12 CORAZON INQUIETO llegar tarde. Era preferible llegar cuanto ya estuviese acos- tado. Mafiana por la mafiana ya se habria olvidado... Y si no era asf, la reprimenda serfa bastante mas suave. 2. La casa de los padres de Agustin no era como para enor- gullecerse. Sin embargo, Alipio no sentia desprecio por ellos, al revés de lo que le ocurria con los de Tulio, que eran tam- bién pobres. Y no era porque fuesen los padres de Agustin, sino porque eran gente honrada. El padre de Tulio se reba- jaba ante Alipio porque debia dinero al suyo y la madre era una cotilla zarrapastrosa, llena siempre de manchas. Llegaron juntos hasta la pérgola y Alipio pens6 que si Agustin queria que se fuera, se lo diria. Pasaron junto a unos matorrales de adelfas y, de repen- te, Agustin se volvié hacia él y se llevé el dedo indice a los labios. El sendero era de arena y apenas se percibia el ruido de sus pisadas, pero aun asi se pararon. Desde donde estaban, Alipio podia ver a Patricio como una sombra incierta medio oculta por un banco de marmol; a su lado, Monica permanecia de pie, envuelta en un velo y vestida con una tinica larga y flotante. «Parece un ciprés», pens6o Alipio; tan esbelta, tan seria... Nunca la habia visto reir, y quiza no lo hiciera, porque los cipreses son serios. Hablaban de dinero; mejor dicho, hablaba Patricio. Es lo que les pasa a los viejos: no hablan mas que de lo que les preocupa. Son incansables en eso. Patricio hizo una pausa y Monica aproveché para decir: —Se retrasa mucho... —¢Quién? —pregunté la sombra desde el banco—. jAh, Agustin! No tiene importancia... Ella no dijo nada. —Ya no es ningun nifio, Monica —prosiguié diciendo Pa- tricio—. Puede cuidar de si mismo. Alipio dio un codazo a Agustin, quien le dirigié una mi- rada tan severa que le dejé cortado. —Es mi hijo... mi nifio —musit6 Ménica. Patricio estallé en carcajadas. 13

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