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LA JUSTICIA Y EL DERECHO

ADVERTENCIA

"El propósito de este libro, -decíamos en la advertencia de su primera edición- es afirmar,


dentro de unos pobres limites, el principio de la subordinación de lo jurídico a lo moral, de
la moral a la metafísica u de todo ordenamiento temporal de la conducta humana a un orden
eterno. Se trata de mostrar que el sentido del derecho sólo puede darlo un cabal
entendimiento de la estructura y el destino espiritual del hombre; y que, por consiguiente, la
perfección del derecho debe ordenarse, al través de sus finalidades extrínsecas y sociales, a
la perfección del derecho del hombre debe ordenarse, a través de sus finalidades extrínsecas
y sociales, a la perfección del hombre".

"No se trata de negar la especificidad de lo jurídico sino de determinar su jerarquía. Lo cual


puede contribuir a que se recomponga la unidad humana deshecha por la emancipación
creciente con que son considerados sus elementos constitutivos por el afán funesto y estéril
de querer entender las realidades que nos constituyen y nos rodean desentendiéndolas de la
suprema realidad de Dios fuera de la cual nada de lo que es halla razón de ser".

En esta nueva edición repetimos lo expresado en la Advertencia puesta a la segunda: el


propósito subsiste, pero como en esta última se han agregado otros a él y algunas
complementaciones que dan a un mismo tiempo, como se dijo en la Advertencia de la
segunda edición, testimonio de deficiencias originarias y de lo que cabria llamar el
crecimiento natural de la obra primitiva. Sólo que la palabra crecimiento no quiere decir
aquí progreso o perfección. Sólo alude a la prosecución en el tiempo de las reflexiones que
dieron nacimiento al libro.

A la división originaria en dos partes, una relativa a la justicia y otra al Derecho, se agrega
una tercera titulada "Plenitud del derecho y la justicia" originariamente publicada en la
revista "Universitas". Reiteramos lo dicho en la segunda edición sobre los alcances de la
primera parte: sólo tiene el carácter de una introducción al tema del estudio del derecho,
que como tal no se propone tratar todos los problemas concernientes a la virtud de justicia.

En la primera parte se agrega un apartado sobre “Derecho y Bien Común”. En la segunda


otros sobre “La misión del Juez” y “La presencia del derecho natural en la interpretación y
la aplicación de la Ley”.

Comprende, además, esta edición dos nuevos apéndices –VI y VII-, una aplicación del IV
relativa al recurso por arbitrariedad de la sentencia, y se ha dispuesto como apéndice V lo
que en el cuerpo de la segunda parte, capítulo segundo, trataba de la virtud infusa de
justicia. Con todo, el libro no pretende ahora, como no pretendió antes, ser un tratamiento
sistemático de todas las cuestiones que comprende la filosofía del derecho.

Mayo de 1973.
NOTA PRELIMINAR SOBRE LAS RELACIONES DE LA JUSTICIA Y EL DERECHO

El debate sobre la relación de la justicia y el derecho podría esquematizarse reduciendo a


dos las innumerables posiciones adoptadas por el pensamiento jurídico en él. 1º) La
justicia, estrictamente considerada, es la virtud relativa a la conducta jurídica, que consiste
en ceñirse con máxima perfección a los mandatos de la ley. 2º) La justicia es el ideal
jurídico, el término hacia el cual debe tender todo derecho, porque el fin de éste es
establecer en la sociedad un orden temporal insto.

Esta reducción sacrifica, sin duda, lo específico de numerosas soluciones y, prescinde de


matices, cuyo valor es innegable. Pero si se tiene presente que no se pretende afirmar, con
ella que esas dos hayan sido las únicas respuestas, sino sólo señalar dos genéricas
formalidades en las cuales se expresa el sentido u orientación esencial que preside todas las
disquisiciones sobre el tema por encima de divergencias relativas a muchos aspectos
particulares de él y aún a la substancia misma de lo justo, la reducción es menos objetable.
Y tiene la utilidad de concentrar una tan enmarañada controversia, en torno a puntos de
vista generales que la clarifican y la ordenan,

Su primer fruto es el de mostrar que en el segundo punto de vista la disminución del


derecho y la justicia lleva implícita la admisión de un posible derecho injusto. Porque si la
justicia es considerada el ideal o fin propio del derecho, una de dos: o se identifica con él en
un cierto sentido, como la forma propia de todo ser con el ser del cual es forma, pues es lo
que hace que el ser sea específicamente lo que es; o se atribuye a ese fin o ideal una mera
función rectora -tal la de las ideas kantianas-, considerándolo inalcanzable de hecho. En el
primer supuesto la identificación disuelve el problema y queda como respuesta a él la
primera posición, enunciada al principio, la de la justicia como virtud relativa al ejercicio
del derecho o conducta jurídica, según se explicará más adelante. En el segundo se admite
la existencia concreta y positiva de un derecho propiamente tal que es derecho con
prescindencia de cualquiera conformidad con las exigencias primordiales y elementales de
un orden justo, como está de manifiesto en la doctrina stamnileriana.

Atribuir ser jurídico a una norma positiva injusta es tanto como admitir la existencia de un
derecho sin fundamento, puesto que la fundamentación del derecho requiere una referencia
de la norma, con la cual el derecho se expresa, a la razón en virtud de la cual se impone su
obligatoriedad a la conciencia de las personas regidas por ella. Y esa razón es, en todos los
casos, sea cual fuere la concepción de que se trate, su conformidad con el fin que la
ordenación jurídica debe proponerse y realizar. Porque el fundamento está siempre en los
primeros principios; y en el orden práctico, los fines desempeñan la función de los
principios en el especulativo. El discernimiento de la verdad de una demostración
especulativa contiene una referencia de ultima instancia a los primeros principios; la
demostración será verdadera si nos los contradice. El establecimiento de la autoridad de un
precepto del orden moral requiere una referencia definitiva al último fin de la vida del
hombre. Tendrá autoridad de mandato moral si endereza de algún modo hacia ese fin
supremo.
Pero el derecho no conforme con el fin propio del orden jurídico; aquel al cual se le sigue
considerando tal no obstante ser injusto, no parece que pueda ser otra cosa que el hecho
social de un cierto ordenamiento colectivo sostenido e impuesto por la fuerza de la
autoridad que rige donde y cuando el mencionado ordenamiento está en vigencia; o por esa
otra fuerza inherente a aquellas concreciones que produce la vida en común con el
transcurso del tiempo -los usos- y que constituyen una innegable y efectiva realidad, sólo
que ajenas por completo, en cuanto meros hechos sociales, a la razón esencial determinante
de su establecimiento y a una reflexiva finalidad. Que esto constituye un tema de
investigación cargado de interés no puede negarse; pero cuando se trata de saber con qué
derecho el derecho impera -y de ello se trata, precisamente, en el problema de sus
relaciones con la justicia-, por ese camino no se sale a una solución. Una consideración
sociológica sobre la diversa eficacia rectora de distintos derechos positivos puede
obtenemos quizás la determinación de un síntoma del distinto grado de justicia de cada uno
de ellos y sugerir una cierta reacción entre el hecho de la eficacia y la conformidad esencial
de un derecho con su fin propio en determinadas circunstancias, pero nada más. Hacer
seguir de esa comprobación una afirmación de justicia intrínseca no seria lícito.

La investigación de las condiciones de existencia tiene una doble virtud: la de ilustrar sobre
lo que la existencia como tal exige en lo concreto contingente -con lo cual se elude el
esencialismo desconectado de la realidad viva-, y la de poner en camino de discernir la
formalidad propia de la materia que constituye el objeto de una tal investigación, con lo
cual se elude la limitación positivista que al cerrarse en la consideración de la mera
experiencia inmediata se ciega inclusive para el entendimiento de la realidad a la cual se
refiere esa experiencia. Pero la investigación a que nos referimos no trae consigo el
discernimiento de la formalidad y de la esencia. Esto está en otro orden de conocimientos; y
toda la virtualidad posible del existencialismo se malogra no bien esto es negado u
olvidado.

Cuando se trata de las relaciones de la justicia y el derecho, cualquier entendimiento se


hace imposible si se admite que un derecho puede ser específicamente tal aunque sea in
justo, porque de ser así no se ve como y por que puede venirle al derecho una perfección de
su conformidad con la justicia La perfección es un adelantamiento en el proceso de la
asunción de la materia por su forma propia. Es pues un proceso estrictamente intrínseco al
ser o realidad de cuya perfección se trata ser perfecta una determinada realidad es ser plena
y acabadamente lo que la constituye en su especie si el derecho puede ser tal, es decir, tener
esencia de derecho, estar formalmente en su especie sin ser justo hacerse justo no seria para
el progresar o perfeccionarse sino ser otra cosa pasar a ser una realidad distinta al recibir
una formalidad nueva, la cual seria la formalidad de la justicia que antes no tenía.

Pero entonces hay que preguntarse por qué a ese tránsito se le llama perfección cómo puede
decirse que es más perfecto el derecho justo que el que no lo es, si uno y otro son realidades
específicamente distintas y por lo tanto incomparables. Si la justicia no es de la esencia de
todo derecho si puede tener formalidad de derecho el ordenamiento positivo que no tenga
mínima formalidad de justicia estamos ante realidades incomunicables; la justicia es en
verdad la inalcanzable estrella polar de que habla Stammler. Y no se sabe por que esa
estrella representativa de una perfección absolutamente inalcanzable ha de guiar con
felicidad el proceso de un derecho que se propone progresar o perfeccionarse. El ideal es la
concepción del ser respectivo en el punto de la máxima perfección posible a su naturaleza.
De los ideales puede decirse que son a veces prácticamente inalcanzables porque la
posibilidad de su realización sea obstada por circunstancias que no le es dado remover al
ser en trance de perfeccionarse, o porque de hecho la naturaleza de éste padezca una
deficiencia radical que no puede reparar por sí mismo, como en el caso del hombre que en
su condición actual padece las consecuencias del pecado original y sólo mediante el recurso
sobrenatural de la Gracia puede superarlas. Pero la noción de un ideal teóricamente
inalcanzable es tan contradictoria como la de progreso indefinido.

Si lo que se afirma es que el derecho debe ser justo para ser derecho; que la justicia es el
ideal del derecho en el sentido de que constituye su fin propio, derecho y justicia -ya lo
dijimos-, concluyen por identificarse y el problema de sus relaciones desaparece para
plantearse, en todo caso, en términos por completo distintos Porque en esta manera de
concebirlo la justicia viene a ser la formalidad de la norma jurídica y como tal un principio
constitutivo de ella. Entre el derecho verdaderamente tal y la justicia no cabria otra
distinción que la existente entre la integridad -del ser y su forma propia. Y como la forma
de cada realidad es lo que hace que sea lo que es; la justicia concebida según se acaba de
explicar, sería principio intrínsecamente constitutivo del derecho; tan substancialmente
inseparable de él que en un cierto sentido cabría decir, en rigor de verdad, que justicia y
derecho se identifican como se identifican hombre y racionalidad, en el sentido de que todo
ser humano en cuanto humano es racional. Y afirmar que el derecho no lo es si no es justo
equivaldría a decir que sólo el derecho es derecho.

La confusión se infiltra por el resquicio de una proposición inobjetable, pero siempre que se
establezca el preciso sentido del término "derecho" que en cita se emplea. Es ésta: el
derecho tiene por objeto el establecimiento de un orden justo. De donde se sigue que no es
derecho el que no lo establezca, y si no lo establece es porque no es justo, Lo cual implica
considerar a la justicia del orden establecido como una proyección de la justicia inherente al
derecho respectivo.

Pero en rigor no hay tal; el derecho positivo tiene por objeto determinar lo propio de cada
uno en cada circunstancia, no en vista de la justicia, porque decir esto es proponer como
respuesta una palabra que cuando se procure precisar su sentido nos remitirá al nudo del
problema, o sea la noción de derecho -puesto que hacer justicia es dar a cada uno su
derecho-, sino de lo que a cada uno - le corresponde de acuerdo con las exigencias de su
naturaleza, su condición en la sociedad y los imperativos del bien común. De ello se sigue
un Orden al cual llamamos justo porque ajusta la condición de cada uno según un principio
de igualdad proporcional. Pero sólo analógicamente puede decirse que derecho, del cual
proviene un orden semejante será él mismo justo. En estricta terminología el derecho no es
ni deja de ser justo; el orden de la justicia es de otra especie; se podrá referir, es cierto, a un
fruto del derecho positivo, pero sólo en cuanto hay para ese derecho, como se tratará de
explicar más adelante, el debido reconocimiento.

En suma, la noción de justicia no la hallamos en la consideración de los problemas jurídicos


como fundamento, formalidad propia, esencia o ideal de derecho. Constituye un tema de
consideraciones relativas al derecho que suponen una noción de este último establecida con
prescindencia, de la noción de justicia. La justicia no es en última instancia sino el
reconocimiento del derecho. Por eso según la fórmula tradicional, el derecho es el objeto de
la justicia, y no la justicia el objeto del derecho, como suele decirse. El objeto del derecho
es, en rigor, el bien común mediante el orden, en cuanto es ello requisito de la plenitud
personal de los individuos que integran a la comunidad. Y el objeto de la justicia es el
derecho, porque es el reconocimiento de aquello a que cada uno está obligado con respecto
a los demás en razón de lo que requiere la promoción de la plenitud personal de estos
últimos, y ello mediante el bien común que se signe de una ordenada sociedad.

Decir de una ley que es justa es, pues, como decir de un alimento que es sano. La expresión
no es errónea, pero induce en error si no se repara en que la calificación es asignada aquí en
vista de una analogía y no con estricta propiedad. Sano será el estado del organismo en que
el alimento opere, como será justo el orden que establezca la ley en la sociedad de su
vigencia. Pero en un caso y en otro este modo de decir nada expresa sobre la esencia de la
ley o del alimento; sobre la razón por la cual la primera ajusta y el segundo sana. Atribuir
justicia a la ley es, pues, sólo un modo indirecto de aludir a la conformidad de ella con su
finalidad, que es, como dijimos, no precisamente el establecimiento de un orden justo, -
porque decir esto es trasladar la cuestión sin resolverla-, sino asegurar a los súbditos
posibilidades efectivas de plenitud personal mediante la promoción del bien común, como
se procurará explicar en capítulos posteriores. Porque en sentido propio y estricto juntos e
injustos son los actos de la conducta humana y sólo por una proyección análoga de este
concepto llamamos justo o injusto al orden establecido por un cierto régimen jurídico
positivo -es lo que suele llamarse justicia en sentido objetivo-, en razón de que proviene de
un reconocimiento o un desconocimiento del derecho de cada uno por parte del legislador.

La terminología que califica de justas o injustas a las leves y define como fin del derecho el
establecimiento de un orden justo, aquella para la cual, en un cierto sentido el objeto del
derecho -a la inversa de lo que se afirmó precedentemente-, seria la justicia, vale y es
exacta referida al derecho positivo y concreto de cada circunstancia, porque puede suceder
que, de hecho, una determinada legislación positiva no asigne a cada uno el lugar que
naturalmente le corresponde en la colectividad. Solo que en tal caso esa legislación positiva
injusta no es derecho. Y no se quiere decir con ello que no es derecho porque sea injusta,
sino que es injusta porque no es derecho; porque no es asignación del lugar y la condición
naturalmente correspondientes Y debidos a cada uno en la colectividad.

Hay que estar alerta con respecto al equívoco que puede crear el que una misma palabra –
derecho-, sea empleada con los diversos significados. Se le llama derecho -si bien con el
aditamento de positivo-, a la concreta determinación de lo propio de cada uno hecha por
una determinada legislación en tal e cual circunstancia de lugar y tiempo -el derecho
romano o nuestro derecho patrio-, y también lo propio de cada uno, considerado cada uno
en lo que la satisfacción de las exigencias cíe su naturaleza requiere en cada circunstancia,
con prescindencia de que el régimen jurídico imperante en el lugar y el tiempo con respecto
a los cuales la observación se haga, lo determine y establezca o no como tal, es decir, como
propio.

Pero cuando se trata del derecho en sí y no de tal o cual legislación positiva, la estimación
de justo o injusto no tiene sentido. Lo tiene, en cambio, cuando se trata del derecho
positivo, porque todo derecho positivo supone, en su sanción y vigencia voluntario relativo
a la determinación y el real resguardo del derecho de cada uno en el régimen concreto y
coactivo de convivencia dado a luz por ese acto de voluntad que es la decisión legislativa;
así se trate nada más que del reconocimiento de un régimen constituido en el proceso
anónimo de la costumbre.

Por donde la lisa y llana identificación del derecho con el derecho positivo exhibe una vez
más su flaqueza irremediable. O el derecho se identifica pura y simplemente con el arbitrio
de la fuerza que concreta y circunstancialmente lo impone, o se concluye por reconocer
explícita o implícitamente que el derecho en sí y el derecho positivo de un determinado
lugar y tiempo son dos realidades que deben ser distinguidas y cuya relación podría
formularse diciendo que el derecho positivo debe ser expresión concreta y circunstanciada
del derecho en sí. Y como puede, de hecho, no serlo, cabe hablar de su justicia o su
injusticia y hasta de su mayor o menor justicia, según determine con mayor o menor
perfección -y habida cuenta de todas las exigencias contingentes de la circunstancialidad,
en la adecuada consideración de las cuales está el ámbito rigurosamente propio y por ende
toda la libertad de la ley positiva-, el lugar v condición de cada uno en la comunidad. Vale
decir que la calificación del derecho como justo o injusto comporta la referencia del
derecho calificado a algo cuya eminencia, y cuya superioridad rectora resulta,
precisamente, de estar implicado en ese juicio nada menos que como fundamento de él.

La justicia es, pues, una virtud y sólo como tal se aprehende su auténtica esencia y se
determinan con precisión las relaciones de ella con el derecho en el orden del
reconocimiento a que acabamos de aludir.

Hecha esta salvedad nada obsta a que se atribuya a la ley misma justicia o injusticia. Pero
no bien se la olvida la, confusión de la justicia con el derecho se hace inextricable y se cae
en riesgo próximo de considerar que no se la puede evitar si no es reduciendo el derecho a
la ley positiva en cuanto norma rectora de la vida colectiva asistida por una fuerza
suficiente para imponer la sumisión a ella. Y si esta consecuencia, que es la de todos los
positivismos- desde el que estaba implícito en la sofística hasta el de Kelsen-, se elude,
queda todavía por eludir la de vaciar de su auténtico sentido a la definición de la justicia.
Tiene razón Kelsen cuando dice que el "suum cuique" es una tautología, si se pretende que
expresa el ideal, esencia o formalidad propia del verdadero derecho, puesto que toda norma
de convivencia, aún la más inicua, es un "suum cuique", es asignación de un lugar a cada
uno en la colectividad. Para juzgar si una norma es o no derecho habría que determinar, sin
duda, si da a cada uno lo suyo; mas para hacer este juicio se requiere el discernimiento
cierto de lo que debe serle asignado a cada uno en cada circunstancia. Hecho este
discernimiento queda implícitamente hecho el juicio relativo a lo que llamamos
corrientemente la justicia de la ley o derecho juzgados. Un cambio el "suum cuique"
recupera, todo su sentido cuando se repara en que no es definición de lo que podríamos
llamar el alma de un buen derecho, sino fórmula de una virtud o recto modo de conducta
humana. Es la fórmula del comportamiento con respecto al derecho.

Tal fue la posición del pensamiento antiguo respecto a las relaciones de la justicia y el
derecho, tanto en los filósofos que, como Aristóteles, trataron la cuestión explícitamente,
como en los prácticos que se hicieron cargo de ella en ocasión de considerar el orden
jurídico positivo, como fue el caso de los juristas romanos, cuyas fórmulas tradicionales del
suum cuique tribuere, honeste vivere, neminem laedere, ars boni et aequi, no importan,
como suele objetárseles, una confusión del derecho y la moral, sino la consideración del
comportamiento humano con respecto al orden jurídico, o consideración de la virtud
personal relativa a aquello de la vida social que constituye su estructura mínima y esencial
y cuyo establecimiento y sostén incumben al derecho.
La misma concepción aparece en Sto. Tomás al tratar de ]a justicia entre las virtudes
cardinales y de la ley con independencia formal de aquélla. Y ello es, en fin, lo que nos
determinó a tratar de ]a justicia y el derecho en la forma adoptada en este libro y aún a
ocuparnos de la virtud de justicia antes que del derecho, como se explica al comienzo del
capítulo que sigue a estas consideraciones preliminares, las cuales nos pareció necesario
agregar a la nueva edición para hacer explícitos los motivos determinantes de la estructura
de este estudio.

Porque esa es la única finalidad de esta nota nos hemos limitado a considerar sumariamente
en ella el planteamiento del problema de las relaciones recíprocas de la justicia y el
derecho, con prescindencia de toda disquisición relativa a la sustancia misma de la una y el
otro. De ello se tratará en el resto del libro.

LA JUSTICIA

CAPÍTULO I
LA VIRTUD DE JUSTICIA

El derecho desde el punto de vista de la justicia

1. - Todas las relaciones jurídicas reposan, en definitiva, sobre una cierta disposición de
voluntad. Y pues una disposición constante de voluntad, siempre que sea conforme con un
fin lícito y obligatorio, constituye una virtud -dado qué la virtud se define como un hábito o
disposición estable de la voluntad, con respecto a la realización de un fin propuesto como
bueno-, toda la existencia concreta del orden jurídico reposa definitivamente sobre una
virtud Antes que a la consideración de la ley positiva, que se nos da como un hecho, y aun
para que la ley pueda ser juzgada, y se funde sobre ese juicio una obediencia razonable, es
preciso considerar la disposición de voluntad que es la virtud de justicia.

No es el sistema de leyes, materialmente considerado sino la justicia del sistema, lo que


debe determinar a la voluntad. La virtud de justicia no es, en la concepción jurídica, una
cuestión accesoria sólo referente a la perfección individual. Ello implicaría el grave error de
confundirla con la virtud de obediencia. La virtud de justicia debe ser juzgada no por la
perfección que logra en el sujeto internamente, sino por la perfección que establece en la
relación jurídica. Por ello su consideración interesa en el problema del derecho
esencialmente, y no de una manera accidental por mera referencia a la perfección íntima del
sujeto, cuestión ésta que constituye, la materia de las partes accesorias y potenciales de la
virtud de justicia.

Comenzar por la consideración de esta virtud es comenzar por el discernimiento de que el


derecho, esto es, aquello, que alguien tiene la facultad de considerar cómo de su
pertenencia, si bien consiste en una cierta igualdad o proporción objetivas -como se
explicará más adelante- no proviene de una determinación positiva, sino que da fundamento
a toda, posible determinación positiva. La referencia de la voluntad a su fin propio -el bien-
en el orden de las relaciones con los semejantes comporta una tácita determinación de qué
es el derecho, qué es lo propio, qué es lo debido.

La aludida disposición de voluntad no es un subordinarse a lo que aparece como derecho;


no es la actitud de obediencia, que constituye una virtud accesoria ajena al problema del
derecho en sí mismo. Es la consecuencia, que el discernimiento intelectual de lo que es
derecho produce en la acción humana externa.

Se verá después que la virtud de la justicia reside en la voluntad -enseña Santo Tomás-, y
no en la inteligencia, por que se refiere a la acción y no al discernimiento de lo verdadero y
de lo falso. La justicia reside en la voluntad corno en el propio sujeto; la virtud tiene su
asiento en la facultad que ha de rectificar, y esa facultad es en este caso la voluntad. Pero
aun las virtudes que tienen su asiento en la voluntad reciben una especificación de la
inteligencia; tiene que haber un acto previo de discernimiento intelectual para que la acción
tenga una dirección inteligente, y llegue a ser, gracias a ello, específicamente humana.
Cuando dijimos "la consecuencia que produce en la acción" quisimos determinar la
residencia en la voluntad que caracteriza a la virtud de justicia. Pero a causa de la necesaria
especificación intelectual de la voluntad en todos los actos humanos, comenzamos
aludiendo al "discernimiento intelectual respecto a lo que es derecho". Sin una
determinación previa por parte de la Inteligencia sobre lo que pertenece a cada uno, no
habría movimiento de la voluntad respecto a la posesión o disposición de aquello que
pertenece como propio a alguien. Esta disposición de la voluntad de darle a cada uno lo
suyo es, precisamente, lo que constituye la virtud de justicia.

El discernimiento intelectual a que nos hemos referido no tiene sólo ni primordialmente por
objeto la interpretación del texto de la ley cuando se trata de aplicarla, o de la voluntad
popular -mero hecho- cuando se trata de legislar, sino el fondo mismo de la relación
jurídica, la razón esencial (y no circunstancial, como es el hecho de que lo diga la ley o lo
quiera la mayoría por la cual algo debe ser reconocido como de alguien o dado a alguien.

La virtud de justicia

2. - A partir de la definición tradicional de esta virtud, cuyos términos ajusta Santo Tomás
al referirse a ella, la implícita noción de lo que es derecho se hará manifiesta y ello
constituirá la concreta introducción a su estudio que nos proponíamos al considerarlo en lo
que podría llamarse la condición viviente de él que consiste en ser el objeto de una virtud.
Hábito por el cual -define Santo Tomas a esta virtud- con perpetua y constante voluntad es
dado a cada uno su derecho. Donde se ve por qué, desde este punto de vista se llama al
derecho e] objeto de la justicia.
La materia a la cual se refiere la disposición de la voluntad en la virtud de la justicia es el
derecho; aquello que pertenece a otro.

Voluntad perpetua no ha de entenderse del punto de vista del acto que se realiza, porque,
desde él, sólo la voluntad de Dios es perpetua, sino del punto de vista del objeto es una
voluntad que perpetuamente se refiere al objeto que constituye el derecho y no a otra cosa.
Esa voluntad perpetua significa un propósito de realizar siempre la justicia. Y la palabra
constante, sobre el acento sobre la perseverancia, sobre la realización efectiva del propósito
o disposición a que nos hemos referido y al considerar la virtud en sí misma la llamamos
perpetua para dar a entender que no debe referirse a otra cosa que al derecho de otro

La vida social es una realidad ineludible -no hay manera de subsistir fuera de la vida social,
sin desmedro de la condición humana-. Ella es sólo posible en el orden. Este será a veces
imperfectísimo, pero donde hay convivencia hay siempre, necesariamente, un cierto orden
que se sobrepone a toda individualidad. De lo contrario la convivencia seria imposible en
absoluto. Y para sobreponer la norma del orden individuales en virtud de la razón y no sólo
por la fuerza, ese orden tiene que contemplar las exigencias lícitas de todas las
individualidades y las exigencias del ser social que el conjunto de las individualidades
constituye. Porque la existencia social no es sólo existencia de cada una de las
individualidades consideradas como unidades, sino también existencia de un cierto ser que
resulta de esa manera de vivir muchos en común según un principio de unidad y en vista
del bien de todos; ser que tiene derechos y deberes con respecto a nosotros y con respecto
al cual nosotros tenemos deberes y derechos.

El orden requiere materialmente una disposición de la voluntad, y formalmente una


especificación de la inteligencia, pues, como quedó dicho, la voluntad no se determina
nunca sin una iluminación intelectual; y por otra parte, el orden social no se realizaría si
sólo hubiera una especificación de la inteligencia que no lograra poner en movimiento a la
voluntad en el sentido que la iluminación intelectual señala como recto. Se trata de una
acción ab extra, cuyo sentido esencial está en ser manifestación externa, y su perfección se
va a determinar con respecto a la igualdad, que debe establecerse en la relación exterior,
con prescindencia de la disposición íntima del sujeto, como se explicará más adelante.

Lo debido, en este orden de las relaciones del hombre con sus semejantes, es algo
objetivamente determinable, puesto que no se refiere de modo primordial a la perfección
del sujeto que debe, ni a la perfección del sujeto que es acreedor: es lo debido en orden a la
perfección de la relación misma y, en orden a la razón por la cual es debido.

Dice Santo Tomás: La materia de la justicia es la operación exterior según que la misma o
la cosa de que se hace tiene respecto de otra persona la debida proporción, esto es, exacta y
precisamente lo debido a esa persona: cosa, acto nuestro o cualquier otro medio de cumplir
con una obligación jurídica. Y por esto, el medio de la justicia (de acuerdo con la definición
tradicional, la virtud es siempre un medio entre dos excesos, no entre dos extremos),
consiste en cierta igualdad y proporción entre la cosa exterior y la persona exterior. Luego,
en la justicia hay un medio real. Es la relación de proporción que se establece entre la cosa
con la cual pago lo debido -realizando una acción, absteniéndome de un acto o entregando
algo y aquello que es derecho para la persona a la cual hago el pago. Toda la relación se
establece fuera de mí. Por consiguiente, la disposición interior no intensa cuando se
considera la perfección del acto de justicia. En la justicia hay un medio real, a diferencia de
lo que sucede en cualquiera de las otras virtudes, de las cuales nosotros somos el objeto.
Puesto que tratan de nuestra perfección interior, el medio tiene que estar en nosotros; es,
por consiguiente, un medio subjetivo. En la justicia el medio se establece fuera y con
prescindencia de nosotros; ese medio, esa proporción, esa igualdad, es objetiva, es real.

Entre las dos personas, sujeto del derecho y sujeto del deber, escribe Delos, se intercala
siempre un objeto: cosa, servicio, acto, etc. La palabra objeto está empleada aquí en un
sentido genérico que mide la obligación de uno y el derecho del otro objetivamente. En ese
medio ha de hallarse y ponerse la medida de lo justo, la medida del derecho.

El derecho, objeto de la justicia

3. - Lo debido es, del punto¿ de vista de aquel a quien es debido, lo propio de él, lo que le
pertenece, aquello a lo que tiene derecho; en una sola palabra: su derecho. En el acto de la
virtud de justicia hay el reconocimiento de una pertenencia ajena, de una propiedad, de la
dependencia de algo con respecto a alguien. Es claro que si se considera al derecho como
algo dado y ante lo cual debemos inclinarnos porque en el hecho es dado como derecho, y
no en virtud de su justicia esencial, el reconocimiento de esa dependencia jurídica de algo
con respecto a quien no puede provenir de una inclinación razonable de la voluntad: será un
acto de obediencia extrínseca cuya medida la da la magnitud de la fuerza con que la
autoridad sostenga el orden jurídico de que se trate.

Nuestro primer movimiento en presencia de lo que nos es impuesto como una obligación de
justicia es el de preguntarnos en virtud de qué razón la persona -individuo o comunidad-
con respecto a la cual nos hallamos colocados en condición de deudores, es nuestro
acreedor, tiene con respecto a nosotros un derecho. No basta comprobar que la ley dispone.
Cuántas veces el mero cumplimiento de la ley, aunque sea legalmente inobjetable, no da
satisfacción a la conciencia. Hemos cumplido con la ley, pero tenemos conciencia de que el
derecho requería más de nosotros, la justicia no está satisfecha.

Y hay casos en que la conciencia de lo justo nos manda desobedecer a la ley. No sólo no es
debido lo que la ley manda, sino que manda contra lo que es debido. Y entonces manda sin
autoridad. Lo cual quiere decir que la autoridad no está en la ley positiva por el mero hecho
de ser tal, sino eh la razón por la cual manda. La ley no se impone a nuestra conciencia y no
crea el deber de justicia porque sea ley, sino por su contenido intrínseco, por la licitud de su
finalidad. Es que ejercer un derecho, inclusive por parte del legislador en el acto de
sancionar la norma, es siempre usar de una facultad en términos de justicia.

La virtud de justicia y la perfección moral del sujeto de ella


4. - El derecho es, pues, el objeto de la virtud de la justicia. No en relación al sujeto que
practica esta virtud sino con respecto a la relación misma que se establece en esa práctica;
relación con otro en cuanto tal. Por eso no cabe hablar de deberes de justicia para con
nosotros mismos; salvo cuando consideramos metafóricamente a los elementos
constitutivos de nuestra personalidad como realidades independientes, y concebimos
entonces obligaciones de la voluntad con respecto a la inteligencia, de la sensibilidad con
respecto a las facultades superiores, etcétera.

La razón de ser derecho un determinado orden no está, dijimos, en la convención que lo


determina extrínsecamente (ley o costumbre) sino en su conformidad con el fin de la
comunidad, cuya existencia ordena y resguarda, y con el fin de cada una de las personas
que constituyen la comunidad, para las cuales o en razón de las cuales la comunidad existe.
Lo que es recto en las obras de las demás virtudes, y a lo cual tiende la intención virtuosa
como a su objeto propio, no se define como recto sino por su relación con él sujeto
virtuoso, en tanto que lo recto, el derecho, en las obras de justicia esté constituido por su
relación con otro, abstracción hecha del sujeto. Se da el nombre de justo; con toda la
rectitud de Justicia que comporta, a aquello en lo cual termina el acto de la virtud de la
justicia, aun sin atender a cómo lo ejecuta el agente. Hay para la justicia satisfacción plena
en el hecho de que pague lo que me he obligado, cuando y como la obligación lo ha
establecido. Cuál sea la disposición de espíritu con que pague, cuáles los motivos que me
hayan determinado a pagar, a la justicia en cuanto tal no le interesan.

Esta característica sobre la cual insiste Kant singularmente, le lleva a colocar al derecho
fuera de la moral, o más exactamente, fuera de la doctrina de la virtud, que es una de las
dos grandes partes de su metafísica de las costumbres; la otra es, precisamente, la doctrina
del derecho. El punto de partida de Kant es exacto; el derecho es ajeno a la intención, se
refiere al acto externo, a la proporción que tenga el acto del deudor con aquello que
constituye el derecho de la persona a la cual dicho acto le es debido. Pero la consecuencia
no es exacta.

Santo Tomás no pasa por alto esta nota características del derecho, de ser algo
independiente de la disposición del sujeto, pero lo mantiene en el orden de la virtud; si bien
como virtud que no se refiere primordialmente a la perfección del sujeto.

La justicia no es una virtud primordialmente referente a la perfección del sujeto. ¿Es que
acaso las virtudes que refieren pura y exclusivamente a esa perfección? Siempre una virtud
practicada perfecciona a quien la practica Lo que ante todo procura la justicia es un orden
de relaciones que se actualiza fuera del sujeto, y no depende substancialmente de la íntegra
perfección moral del mismo. Pero es virtud, vale decir, perfección del sujeto, en cuanto lo
dispone para la realización de los actos que el establecimiento y subsistencia de ese orden
exige. No se propone en primer término la perfección del agente, pero en definitiva la
procura, si bien sólo en aquello que U acto de justicia reclama de él, y que es la realización
de la acción exterior impuesta por el orden jurídico en el momento, el lugar y la medida
debidos. Esto es lo que la justicia reclama de nosotros. La realización de ello constituye una
virtud. No es, sin duda, plenitud de virtud ya lo veremos mejor más adelante, pero es una
virtud, porque se refiere a una disposición de voluntad. Lo cual no quiere decir que al sujeto
de una relación jurídica le sea lícito desentenderse de la intención recta y de la
espontaneidad con que el acto de justicia debe ser realizado, del punto de vista de la justicia
ello no está en juego: se satisface a justicia con que se establezca, objetivamente la
proporción aludida. Pero del punto de vista de la perfección del agente, nunca deja de estar
en juego, la justicia estará satisfecha, pero no lo estará nuestra conciencia, si en la
realización del acto exterior no se puso, además, rectitud de intención. Y ello repercutirá
vitalmente sobre el orden de la justicia y lo resentirá.

Se objetará que todo el derecho pero reposa en la intención; es cierto, pero esta rama del
derecho nos ofrece sin embargo una confirmación de lo expresado, pues le interesa la
intención sólo cuando se produce un acto materialmente ilícito, porque E] grado de la
responsabilidad penal corresponde al grado de intención delictuosa con que el hecho es
realizado. Pero al derecho penal no le interesa -ni tendría manera de interesarse en ello- la
intención en virtud de la cual no se cometen los delitos; le interesa que los delitos no se
cometan, sin considerar que se dejen de cometer por temor a la represión q por pura rectitud
moral.

Toda virtud moral dice Santo Tomás en la 2a., q, 58, art. 3, tiene por objeto lo operable (se
refiere a la acción). Más las cosas que se constituyen exteriormente, no son operables sino
factibles (no se confunden con la acción). Aristóteles, Metaf., 1,9. Luego, perteneciendo a
la justicia hacer exteriormente alguna obra justa, parece que la justicia no es virtud moral.
El fondo de la objeción que Santo Tomás formula es la reducción de la justicia a un arte,
pues el arte considera la perfección de la obra y no la perfección del agente. Sin ésta pero
existiendo perfección en la obra, la exigencia del arte está satisfecha. Y no lo está si el
artista es un santo, pero en lo que él realiza no hay belleza. El fondo de la objeción es, pues,
la reducción de la justicia a algo que se hace exteriormente y a lo cual sería ajena por
completo la valoración de la voluntad. Y contesta Santo Tomás muy brevemente: La
justicia no consiste en las cosas exteriores en cuento a lo que es hacer algo perteneciente al
arte; sino en cuanto a usar que ellas para otro.

En la cuestión 57, artículo 4 de la 1º, 2º, recuerda Santo Tomás, citando a Aristóteles, que
hacer es acto transeúnte a exterior materia (como edificar); y obrar es acto inmanente en el
agente mismo. Lo que interesa en el hacer es lo que se realiza exteriormente; en el obrar
importa el acto del agente. En la acción justa hay que considerar dos aspectos de ella, la
obra justa consistente en “usar de las cosas para otro” según la medida del derecho de éste y
"el acto inmanente en el agente mismo" que se específica por la disposición interior con la
cual la obra justa es realizada. Sin duda alguna que desde el punto de vista de la íntegra
perfección moral del agente no ha de considerarse sólo la obra de justicia en su exterior
manifestación sino ella más lo concerniente a la intención con que el agente la realizó.
Mientras que si sólo se trata de la perfección del acto de justicia el criterio de apreciación
no es otro que el de igualdad entre la medida del derecho ajeno y la de la acción o cosa con
la cual el agente dio satisfacción a este último criterio al cual es por completo ajeno lo
relativo a la disposición interior del agente.

Pero con ser la distinción tan categórica y precisa no se sigue de ella que en el acto de
justicia no haya un aspecto concerniente a la perfección moral del agente aunque el acto
hubiese sido realizado sin intención de enderezamiento interior ni otro motivo determinante
que la amenaza de la coacción, por ejemplo. Hay la ejecución del acto justo que, no
obstante la amenaza de la sanción, pudo no ser realizado. Y ello, del punto de vista de la
perfección personal del agente, tiene valor moral; negarlo importaría sostener que seria
moralmente indiferente que el acto de justicia hubiera sitio o no realizado; es decir, que
sólo cuando los contratos, por ejemplo, se cumplen con perfecta rectitud de intención hay
en su cumplimiento un acto de virtud y que faltando esa disposición interior el
cumplimiento del contrato no significa moralmente nada distinto del liso y llano
incumplimiento. Cumplir el contrato es ya de por sí, consideradas las cosas sólo en lo que
interesa a la justicia, un acto no sólo objetivamente bueno, sino también un acto virtuoso
por que si bien se trata de "un uso determinado por circunstancias objetivas independientes
de nuestra voluntad y nuestras disposiciones personales, requiere la voluntad de servirse de
las cosas de esa manera determinada por el derecho del otro"

Por eso dice Sto. Tomas en otro pasaje de la Suma: Si la justicia rectifico las acciones
humanas (endereza la voluntad y no sólo perfecciona el hecho mismo, sino que en ese
sentido logra perfección para el autor), es claro que hace buenas a las acciones humanas.

La relación de la justicia con el derecho natural

5. La razón por la cual un acto es justo está en el derecho de otro. Y, como la justicia es una
virtud o enderezamiento de la voluntad, y enderezar la voluntad es dirigirla a su fin, y esa
conducción recta requiere referencia a un fin último de la actividad humana al cual deban
converger todos los movimientos de la voluntad si se quiere que la vida humana procure ser
perfecta en el sentido de realización de su forma propia, nos hallamos ante una forma de
actividad voluntaria cuya dirección no está librada a nuestra autonomía. El acto de la virtud
de justicia es un acto regulado por una relación que se produce fuera de nosotros, que es
real y objetiva, y no depende, por consiguiente, de una determinación de nuestro arbitrio;
por el contrario, se impone a nuestra autonomía por exigencia de una proporcionalidad
natural y objetiva. Puesto que la razón de la justicia de un acto está en el derecho de otro,
este derecho no puede ser tal porque el arbitrio humano lo haya exigido en ese carácter, ya
que en tal caso no podría obtener una aquiescencia razonable.

Luego, no puede explicarse la relación jurídica sin referirse a la existencia de un derecho


natural. El derecho de otro en razón del cual hay para mí un deber de justicia, tiene que ser
la facultad de considerar algo como propio en virtud da la relación de medio necesario o
conveniente, próximo o remoto, que ese algo tiene con el último o supremo fin del hombre
en cuanto tal.

Fuera de las cosas que son natural y esencialmente justas por su relación substancial con las
exigencias del último fin del hombre, las hay que pueden llegar a ser exigibles en justicia
por obra de las convenciones humanas. Los deberes contraídos mediante convención
obligan, "como la ley misma" dice el Art. 1197 del Código Civil, porque los contratantes
han convenido libremente en someterse al orden de cosas establecido en el contrato. En este
caso, la obligación de justicia no tiene su causa en la materia convenida sino en el hecho de
la convención, en el acuerdo de voluntades sobre una materia lícita. Hay muchas
disposiciones de la ley que tienen ese carácter y que no obligan por la justicia de su materia,
precisamente sino por el hecho de que la ley, que es una convención común, las ha
consagrado. Pero esto tiene una limitación, que Santo Tomás establece con rigurosa
precisión: La voluntad humana puede, en virtud de una convención común, hacer que una
cosa sea justa, sea debida según el derecho positivo, pero entre aquellas fue por sí mismas
no repugnen a la justicia natural. Yo no puedo contratar lícitamente con otro la obligación
de quitarle la vida, ni la ley puede autorizar a los cónyuges separados a contraer nuevas
nupcias, por ejemplo. De donde la definición de derecho legal que da el Filósofo en la
Ética: Lo que antes de ser establecido como tal no importaba que fuese así o de otro
manera; pero que una vez establecido importa. Aquellas cosas que antes de cualquiera
determinación posible de derecho positivo importa que sean de una cierta manera, no
pueden en justicia ser de una manera distinta, aunque medie acuerdo de voluntad de los
directa e inmediatamente interesados, o una sanción legislativa, así sea unánime. Hay otras
que no importa que sean de una manera o de otra mientras no se produzca la sanción
legislativa o algo que tenga una fuerza coactiva semejante, como es la costumbre en los
países de derecho consuetudinario, para establecer que en un momento y en un lugar
determinados, importa que así sean. Por el contrario una cosa que por si repugna al derecho
natural -concluye Santo Tomás-, no puede llegar a ser justa por la voluntad humana.

CAPÍTULO II
LAS FORMAS DE LA JUSTICIA

El orden la justicia y la realidad social

1 - Al proponerse la virtud de justicia un enderezamiento de la voluntad en orden a nuestras


relaciones con los semejantes, da por sentado que la vida social es una realidad ineludible y
substancialmente necesaria para la perfección del hombre. Por ello la perfección del orden
social es siempre uno de los fines de la virtud de justicia, y en un sentido que se explicará
más adelante, el primero de todos.

Anticipamos que la razón del derecho -esto es, la razón de que podamos reclamar o
mantener algo como propio- está en la comunidad como tal y en el sujeto que es titular del
derecho, según un sistema de relaciones recíprocas. He ahí el centro de los problemas de la
justicia distributiva y de la justicia legal, a los que dedicaremos las consideraciones
esquemáticas de este capitulo. Pero es preciso desde ahora considerar la intervención de
estas distintas maneras de manifestarse la virtud de justicia, no como formas sucesivas de
actividad, sino como causas que tienen una acción reciproca con respecto a un mismo
efecto

Esto quiere decir, por de pronto, que la regulación o determinación de lo que es debido
(obligación de justicia) y de lo que es propio (el derecho, puesto que el derecho es
subjetivamente la facultad de considerar como propias ciertas cosas en virtud de la relación
que hay entre ellas y el cumplimiento de nuestros fines supremos) ha de hacerse
contemplando no sólo una proporción de igualdad entre el objeto con que es satisfecho el
deber de justicia y el derecho de la persona a quien es debido (esto es, la medida de
pertenencia o propiedad que a esa persona corresponda en el objeto de que se trata cosa,
acto u omisión-) sino también las consecuencias que el acto de justicia tiene para la vida
social, para el orden colectivo, para la comunidad.

La relación de justicia que se establece interindividualmente tiene una repercusión social,


significa algo para la estructura colectiva, para el orden y la paz de la sociedad. En este
reflejo de la acción justa sobre la vida colectiva descúbrese un nuevo punto de vista para
considerar la virtud de justicia.

La comunidad es alguien a quien también es debido lo suyo. La virtud de justicia puede


referirse a la comunidad como a un sujeto propio. A veces le es debido algo a la comunidad
explícita y determinantemente; implícitamente siempre, en todos los casos, según lo exige
la justicia legal, de la cual se tratará en último término. Por eso tiene singular importancia la
distinción de las tres clases de justicia: conmutativa, distributiva y legal o social, pues
permite eludir, tanto el error de subordinarlo todo al derecho individual, cuanto el de
exaltar, por encima de todo, lo social.

La sociedad se constituye con un modo de ser del hombre en cuanto parte de una
colectividad que se propone la perfección de los miembros que la constituyen La sociedad
está hecha con la sujeción de cada uno de sus componentes. Con esa sujeción se establece
un orden que, a su vez, resguarda y propugna la plenitud de la persona.
Esta sujeción no importa sacrificio de la individualidad, sino un modo de ordenarla según
exigencias esenciales de su ser cuya existencia y cuya plenitud dependen de la convivencia.
En la sujeción social, la individualidad no se mutila sino todo lo contrario, se íntegra lo que
hay de sacrificio en esa sujeción es el sacrificio de modos de actuar o de ser lesivos a la
perfección de la persona porque contrarios al orden de la convivencia en la cual -y sólo en
la cual-, el hombre supera las limitaciones inherentes al estado de soledad y halla una
posibilidad de sabiduría y de bien -términos o fines de la actividad de las facultades que lo
especifican como hombre-, incomparablemente superior a la que puede concebirse para el
hombre sin la asistencia de la sociedad. Cabe, pues, hablar de un modo social de ser el
hombre lo que es. Tratase nada menos que del modo de ser hombre naturalmente requerido
para la plenitud de la personalidad, desde este punto de vista la razón de ser de la sociedad
está, en última instancia, en las personas que la integran. Pero al estarlo a causa de la
naturaleza o condición esencialmente social de la persona, esa razón de ser viene a hallarse
en las antípodas de la que concibe el individualismo al afirmar la preeminencia pura y
simple de la individualidad que entra en la constitución de la sociedad mediante un cierto
sacrificio, como es la restricción de la libertad exigida para la convivencia .

No hay contrato social, porque lo esencial de las relaciones no es materia sobre la cual les
sea lícito a los hombres convenir libremente. El concepto de contrato social puede ser
admisible en el sentido de que el comienzo de toda organización social supone un acuerdo
de los individuos que constituyen la primera entidad para vivir en común; pero bien
entendido que el acuerdo sólo podría determinar válidamente ciertas condiciones
extrínsecas de la constitución de la comunidad, puesto que lo intrínseco, lo substancial
como que responde a exigencias esenciales de la naturaleza humana está por encima de
toda posible convención humana; la convención debe subordinársele para ser lícita; no
puede hacer que sea lícito lo que por naturaleza no lo es. El contrato social entendido a la
manera de Rousseau, origen del principio de la soberanía popular y de la voluntad general -
invocada por éste para mantener un principio de jerarquía, después de haber disuelto todos
los que provienen de la naturaleza-, es la raíz de todas las anarquías, y por allí- concluye
siendo, contra su propósito, liberticida.

Tampoco es admisible considerar a la sociedad como un organismo y a su actividad como


un proceso biológico de integración o de generación orgánica qué haya de producirse
necesariamente en un determinado sentido. El recto orden social sólo puede ser
determinado por el discernimiento inteligente de los hombres y realizado por su libre
voluntad de lo contrario, el determinismo de las circunstancias acabaría con la especificidad
de lo humano, que consiste en que se debe cumplir un fin que no es impuesto sino
propuesto. Gracias a su inteligencia discierne el hombre la razón de su fin, y gracias a su
voluntad puede cumplirlo o no cumplirlo; tiene pues, la responsabilidad de su
cumplimiento; y en ello se asienta la dignidad humana.

Ser social, modo de ser, convivencia determinada por exigencias naturales del ser humano,
y ordenada a la plena satisfacción de ellas. Por una parte, obra de libertad; por otra, obra de
sujeción.

No es un determinismo ineludible lo que conduce al hombre a la vida social sino el


discernimiento del bien que esa vida procura. Y como ese bien común es condición o
elemento integrante de] bien de cada uno, no es dado a algunos ni a muchos, ni a todos,
perturbar lícitamente su obtención perturbando la convivencia ordenada. Mientras haya una
autoridad, el primer deber de ella es mantener la integridad del ser social en orden al bien
común, cualquiera sea el número de los que disientan y pretendan otro bien y otro orden.
Cuando pueden más los disidentes la autoridad no podrá subsistir, el orden justo tampoco;
no habrá bien común y, por lo mismo, faltará también la condición social de la perfección
personal, por donde viene a hacerse imposible la subsistencia en términos de humana
dignidad hasta para los propios disidentes. Toda evasión del orden natural de la justicia en
nombre y ejercicio de la libertad individual es siempre, en definitiva, una actitud
moralmente suicida.

La substancialidad del ser social proviene de que ésta ontológicamente ligado al ser de los
hombres que lo constituyen. Recibe su ser de ellos y, a su vez, íntegra y perfecciona el ser
de ellos. Esta interdependencia o relación recíproca entre la sociedad y sus miembros, que
se constituye en la libertad -porque el punto de partida es una libre determinación humana
que tiene por objeto ordenar razonablemente el ejercicio ab extra de la libertad-, es lo que
inspiró a Deploige la expresión modo de ser. Es la consecuencia de un modo o de una
manera de ser hombre, e impone a su vez al hombre un cierto modo de ser, y es la misma
(la sociedad) un ser, con lo que podríamos llamar una personalidad analógica, porque
persona, estrictamente hablando, no es, en el orden natura], sino la persona humana.

Las formas de la justicia particular

2. - La parte en cuanto tal -dice Santo Tomás- es algo del todo. De donde resulta que el bien
de la parte debe estar subordinado al bien del todo.
Pero siendo como es el hombre un ser espiritual, cuyas operaciones propias son
inmanentes, desborda aún en lo espiritual el medio social en el cual reside. Considerado el
hombre ya no como parte, sino como fin considerado como persona su bien propio está -en
este sentido y solo en el- por encima del bien común. El bien común esta para servirlo. Nos
debemos a la sociedad para que el bien común sea una realidad porque de ese bien común
necesitamos. Y a su vez la sociedad se debe a nosotros, porque mediante el bien común se
logra nuestra perfección personal.

Este sistema de relaciones sociales, esta forma que la vida en común imprime en la
individualidad, da fundamento al sistema de la justicia y, a su vez, deriva de él. Hay
causalidad recíproca entre la sociedad y la virtud de justicia.

La justicia conmutativa es relación interindividual. La, colectividad no interviene sino en


segundo término, por aquella repercusión necesaria que todos los actos individuales tienen
sobre la vida colectiva. Pero en si misma considerada, la justicia, conmutativa es la que
trata de establecer ese orden de igualdad exigido por las relaciones de cada uno de nosotros
con sus semejantes.

La justicia distributiva es relación del individuo con la sociedad, en lo que la sociedad debe
al individuo. Se refiere a la dispensación que del bien común debe hacer la autoridad social
entre los miembros integrantes de ella.

Ambas son formas de la justicia llamada por Santo Tomás particular, porque en las dos se
trata del derecho individual. En la conmutativa, de mi derecho, con respecto al deber de
justicia que tiene el semejante con quien he entrado en relación jurídica. En la distributiva,
de mi derecho frente a la comunidad. Pero en uno y otro caso el derecho que es objeto de la
virtud de justicia es un derecho individual. Ambas justicias aseguran el respeto del derecho
de la persona. Y es este aspecto de identidad en el objeto lo que determina una semejanza
fundamental entre ellas. El punto de coincidencia está en el carácter del bien de que se
trata; un bien que concierne personalmente a los miembros de la colectividad y que se
diferencia, por su naturaleza y por el sujeto del bien común que constituye el fin de la
virtud general de justicia, llamada también legal o social, y cuyo destinatario es la
comunidad o ser social.
Condición primaria de un orden correcto es que estos dos bienes sean adecuadamente
distinguidos, para que la persona no se considere con derecho a reclamar para si, como
derecho estricto e individual, lo que sólo pertenece a la comunidad -anarquismo implícito
en todas las doctrinas individualistas-, ni tampoco la comunidad se considere titular de un
derecho que absorba o menoscabe los verdaderos derechos individuales.

La relación de medio a fin que lo que le es propio tiene con el destino del hombre, y por lo
cual se le considera como propio, y esa proporción de igualdad fundada en la naturaleza de
las cosas a que debe ceñirse la relación del hombre con sus semejantes, ponen de manifiesto
las dos funciones del derecho:asegurar un cierto dominio sobre aquello de que hemos de
valernos como medio indispensable para el adecuado cumplimiento del deber, y asegurar
un orden general para que el cumplimiento del propio fin no sea obstaculizado y no
obstaculice el cumplimiento que del suyo procuran los demás, y ese cumplimiento sea, a su
vez, promovido por el recto orden de la convivencia.
Hay, pues, dos aspectos en lo jurídico que son distintos, pero que se integran mutuamente.
Uno es aquella razón por la cual el derecho se refiere al cumplimiento de nuestro deber, a la
realización de nuestro propio fin. Otro, la consecuencia que el cumplimiento estricto de los
deberes de justicia tiene en lo que se refiere al orden y a la paz colectiva, en cuanto de ese
orden y esa paz depende la posibilidad de realización de nuestro propio fin.

Justicia conmutativa y justicia distributiva

3. - Veamos ahora la proporcionalidad que corresponde a las distintas clases de justicia.

Dice Santo Tomás, luego de recordar que las personas del punto de vista de la justicia -
virtud referente a la relación con otro- deben ser consideradas primeramente como partes de
la comunidad, que es el todo: Toda parte comporta una doble relación. Por de pronto, la de
parte a parte, a la cual corresponde en la sociedad la de individuo a individuo. Este orden de
relaciones es dirigido por la justicia conmutativa, que tiene por objeto el intercambio o
mutuo entre dos personas. Después, la relación del todo con sus partes, a la cual
corresponde la de la sociedad con cada uno de sus miembros. Este segundo orden de
relaciones corresponde a la justicia distributiva, llamada a repartir proporcionalmente el
bien común de la sociedad entre sus miembros.

Hay aquí un por de pronto y un después que interesa señalar. La relación interindividual da
origen a la convivencia y a la sociedad. Es condición inmediata de la convivencia con la
cual se constituye la sociedad en sentido propio, que esa relación interindividual sea una
relación sujeta a las exigencias de la justicia.

Dicha relación ha dado lugar a la existencia de la colectividad, esto es, a la existencia de un


ser que por el hecho de deber la existencia a la relación de la justicia conmutativa, tiene una
deuda contraída con los miembros que integran la comunidad. Lo que pertenece al todo es
debido a la parte. El todo se ha constituido como tal por acción de las partes, y por ello se
debe a las partes.

La comunidad jurídicamente organizada tiene autoridad sobre sus miembros y la ejerce,


mediante el gobierno, para servicio de los miembros. Y he aquí un nuevo problema: el
ejercicio de la autoridad no puede ser licito sino en virtud de un derecho. La autoridad que
no responde a un derecho (licitud que no debe confundirse con legalidad) es sólo fuerza.
¿De dónde proviene el derecho de la comunidad sobre los súbditos?

Hasta aquí sólo hemos visto un deber de la comunidad, que se expresa en el orden de la
justicia distributiva: es el deber que la comunidad tiene de promover el bien común y
distribuirlo proporcionalmente entre los miembros que la integran. Pero hay otra clase de
justicia de la cual se tratará más adelante; la justicia por excelencia; la justicia legal o
social, que regula los deberes de los individuos con la comunidad.

Del punto de vista de la parte como tal -de ello trata aquí Sto. Tomás, puesto que trata. de la
doble relación que toda parte (en cuanto parte) comporta-, lo primero es la relación de parte
a parte, materia sobre la cual recaerá la formalidad social para que esa relación se ordene a
las exigencias del todo del cual la parte es parte. La relación conmutativa tiene, pues, con
respecto a las otras formas de relación de que trata la justicia, una cierta prioridad, pero que
no es otra que la de la materia con respecto a su forma propia. Desde este mismo punto de
vista es natural que la relación del todo con sus partes -objeto de la justicia distributiva-,
venga después. Pero por encima de este por de pronto y este después hay, ontológicamente,
otro orden de relaciones del cual trata Sto. Tomás antes que de la justicia conmutativa y la
distributiva porque tiene una indudable preeminencia esencial cuando se trata de todo lo
concerniente a relaciones del hombre con sus semejantes, como que está presidida y
beneficiada por un bien distinto del bien individual y superior a él: el bien común. "Es así
que el bien de cada virtud, de las que nos conciernen personalmente o de las que conciernen
a nuestras relaciones con otras personas debe ser referido al bien común, al cual nos
subordino la justicia"

Tan esencial es esa primacía que Sto. Tomás comienza por definir la virtud de justicia con
referencia a esta relación y llama a esa justicia general, no siendo en su concepción la
conmutativa y la distributiva sino formas particulares, y en cierto modo subordinadas, de
ella.

Volviendo a las dos formas de justicia particular, obsérvese que la distinción no es sólo
cuantitativa del punto de vista del objeto, uno o múltiple, sino cualitativa o de naturaleza.
Deber a alguien un bien común -dice Santa Tomás- es cosa distinto de deberle un bien que
le es propio.

No solamente debe el individuo abstenerse de considerar como de su derecho lo que es de


la comunidad; tampoco debe considerarse acreedor de ]a comunidad por el mismo título y
bajo el mismo concepto que lo constituyen en titular de un derecho individual o acreedor de
un semejante en la relación de justicia conmutativa. Considerar el individuo como de su
derecho lo qué es de la comunidad, constituye la raíz del error individualista. Por ese
camino se llega a la consecuencia extrema del anarquismo, que considera como derecho
individual lo que es de la comunidad; que niega la necesidad del Estado y lo hace converger
todo en el derecho individual y lo ordenó todo exclusivamente en función de ese derecho y
por obra del ejercicio absolutamente libre de él, de tal manera que sólo exista jurídicamente
"el único y su propiedad", que teorizó Max Stirner.

La autoridad del Estado, cuya prevalencia caracteriza al régimen de la justicia distributiva,


no se asienta en el hecho de poder imponerse y prevalecer, sino en la necesidad de que
prevalezca y en que su predominio sea ejercitado para resguardar el cumplimiento de los
deberes individuales, pues, en definitiva, todos, los miembros de la colectividad como tal,
deben supeditarse a un orden que los trasciende soberanamente.

La distinción de estas dos formas de justicia particular es determinada por Santo Tomás al
establecer el justo medio que a cada una de ellas corresponde: En los cambios se da a una
persona individual alguna cosa en reemplazo de lo que se recibió de ella, lo cual es evidente
en el trueque que nos da la definición elemental del cambio. Hay. que igualar objeto a
objeto. En otros términos una de las dos personas entre las cuales se hace el cambio tiene
más de lo que es suyo de aquello que es de otro, tanto debe dar a aquel a quien pertenece. Y
de este modo tiene lugar la igualdad según el medro aritmético. Si antes de todo cambio las
dos personas tienen cinco y una de ellas recibe uno de lo que pertenece a la otra esa persona
tendrá seis y quedarán a la otra cuatro. Para volver al justo medio seria necesario en justicia
que quien tiene seis de uno a quien tiene cuatro.

En esta relación de la justicia conmutativa todas las personas son consideradas en un pie de
igualdad; no hay acepción le personas para determinar la extensión del deber de justicia,
porque no se trata de la persona sino del objeto debido. Esa igualdad se establece, pues, de
objeto a objeto, salvo observa Santo Tomás en el mismo artículo en la medida en que la
condición personal es causa de distinciones reales. Aunque el tiempo empleado sea el
mismo e idéntico el gasto material, se debe más a un artista que a quien no lo es, por una
obra de la misma especie que los dos ejecuten. Aquí se ha tenido en cuenta una condición
personal, pero sólo por la consecuencia que ella tiene para el objeto de que se trata y al cual
ha de referirse la relación de la justicia conmutativa.

Y aun debemos agregar complementando esta consideración sobre la justicia conmutativa,


que la igualación a que nos hemos referido es debida estrictamente, salvo los legítimos
intereses de la comunidad. Es el conocido ejemplo de Santo Tomás: estamos obligados en
justicia a devolver el depósito; pero si hemos recibido en depósito armas y la persona que
nos las entregó se enloquece o tenemos la certeza de que las reclama para cometer un
delito, es nuestro deber no devolverlas.

En la justicia distributiva el justo medio se determina según una proporción de las cosas a
las personas. Ya no es una igualación de objeto a objeto, sino una proporcionalidad entre la
cosa con la cual se da satisfacción a la justicia y la persona a la cual se da satisfacción en el
acto de justicia. Agrega a este respecto Santo Tomás, desarrollando él concepto de que lo
perteneciente al todo es debido a la parte: Pero esto debido es tanto más considerable tanto
mayor (no cuantitativamente, sino más importante o esencial) sea el lugar que la parte
ocupe en el todo. Obsérvese desde ahora que, tratándose de una proporción de cosa a
persona, no puede tratarse de cantidades o extensiones en sentido propio, sino de calidades.
Es por ello que en justicia distributiva -continúa Santo Tomás- tanto más bienes comunes
son dados a una persona cuanto mas preponderante o principal(majorem principalitatem),
es su lugar en la comunidad. Es por eso que el filósofo dice que ese medio se establece
según una proporción geométrica en la cual la igualdad no es igualdad de cantidad sino
igualdad proporcional. Así decimos que seis es a cuatro como tres es a dos, porque
hallamos una misma proporción consistente en que el número mayor contiene al menor una
vez y media. No es, pues, una igualdad de diferencia entre las cantidades comparadas.

En otras palabras, la determinación del medio virtuoso en la justicia distributiva ha de


referirse a la calidad personal y a las exigencias del orden social. A cada ciudadano
corresponde una preponderancia o principal proporcionada a su dignidad y a su aptitud
cívicas, en razón de lo que ello significa para la perfección de la comunidad.

Como explica Vermeersch la igualdad de la justicia conmutativa sólo considera la plenitud


del derecho del acreedor, se debe todo lo que pertenece al acreedor. La igualdad de la
justicia distributiva es, en cambio, una igualdad de proporciones. La comunidad dará cinco
a uno y tres a otro, en bienes, en cargos o en liberación de cargas, y habrá en ello justicia,
no obstante haber aparenté desigualdad. Habrá justicia si entre cinco y la persona A,
considerada en sus méritos, aptitudes o funciones, y tres y la persona B, hay la misma
proporción.

Pero esta consideración de la medida en que el individuo haya dado a la comunidad, no


debe llevar a confundir la justicia distributiva con la conmutativa. La sociedad no debe
concretamente lo que haya recibido de cada uno de nosotros; debe en razón de que ha
recibido; una razón general y remota. Ha recibido algo de nosotros y, por consiguiente, algo
nos debe. Pero no es lo mismo ni estrictamente en la medida en que de cada uno ha
recibido. Lo recibido es primordialmente la disposición voluntaria de cada uno de entrar en
sociedad, porque eso es lo, que ha dado lugar a que la sociedad exista; y, como se accede a
la vida social porque es indispensable para la perfección individual, "lo que ante todo la
sociedad debe escribe Delos es una organización jurídica y social, y condiciones
económicas, intelectuales y morales favorables al desenvolvimiento individual". Esto es
debido a todos siempre; es el punto de vista de la igualdad humana, igualdad de
posibilidades. La medida de esas condiciones debe guardar proporción con la calidad, la
aptitud o la función de cada uno de los miembros del cuerpo social. Con lo cual queda
descartado el erróneo concepto según el cual la justicia distributiva recompensa en pago de
servicios prestados por el ciudadano. La sociedad, tiene una estructura y la estructura
supone siempre diferenciación que llamaremos referente a la función y que sólo considera
la aptitud. Y hay otra que se refiere a la jerarquía que proviene de la calidad personal. De
ahí que en la justicia distributiva la comunidad deba a la persona, en proporción a lo que
merece -criterio moral- y en atención al beneficio que la distribución procura a la
comunidad perfeccionando su estructura. A una persona puede deberle la comunidad una
jerarquía del punto de vista moral, y sin embargo, no le deberá mando, porque puede no
tener aptitud para ejercerlo.

Justicia legal o social

4. - En este punto se hace indispensable referirse a la justicia legal o social. Dice Santo
Tomás: La justicia tiene por objeto regular nuestras relaciones con otro, y esto de dos
maneras: con otro considerado individualmente y con otro considerado socialmente, en
cuanto servidor de una sociedad y, por lo mismo, de todos los hombres que forman parte de
ella. Es evidente que quienes viven en sociedad están con ella en la misma relación que las
partes con el todo. Ahora bien; la parte en cuanto tal es algo del todo. De donde resulta que
el bien de la parte debe ser subordinado al bien del todo. Es por eso que el bien de cada
virtud de las que nos conciernen a nuestras relaciones con otras personas debe ser referido
al bien común, al cual nos subordina la justicia, según esto, los actos de todas las virtudes
pueden pertenecer a la justicia según que ordena al hombre al bien común.

La justicia se refiere primordialmente al acto en cuanto cumplido fuera da nosotros,


considerando el establecimiento de una relación objetiva y real, con prescindencia de la
disposición del sujeto. Pero la perfección del cumplimiento de la obligación que la justicia
nos impone es algo que desde el punto de vista de lo que nosotros debemos a la comunidad,
se relaciona con nuestra intima perfección personal.
El bien individual ha de subordinarse al bien común, porque no hay plenitud de bien
individual fuera de la sociedad, y la condición primordial de la existencia da la sociedad es
la primacía del bien común. Se trata de la relación de reciprocidad entre lo individual y lo
social, sobre la cual ha de insistirse siempre. Para nuestra plenitud personal es necesaria la
vida en sociedad, y cuanto más perfecta sea la vida social, mayores posibilidades de
plenitud o perfección personal existirán para cuantos integran la comunidad. Y la medida
de la perfección social la dará desde un cierto punto de vista nuestra perfección personal.

Se desnaturaliza este movimiento circular del bien común y el bien individual


substituyendo la perfección personal por la libertad individual, con lo cual se desarticulan a
un tiempo la persona y la sociedad, porque la libertad no es nunca un fin sino sólo un
medio; o atribuyendo toda la virtud a la acción de la comunidad por el órgano de] gobierno.

El equilibrio que establece la doctrina de Santo Tomás, reposa todo él en la subordinación


de lo social, lo jurídico, lo político y lo económico, a lo moral. Todo debe asentarse en la
perfección moral porque sin ella es radicalmente imposible que existan y subsistan el orden
y la paz. La fuerza no es la autoridad, como un régimen policial no es el orden, ni la quietud
es la paz. No debemos a la comunidad tan sólo el cumplimiento estricto de los deberes que
impone la justicia conmutativa. Tampoco se perfecciona la sociedad mediante la sola
perfecta distribución del bien común. Sin perfección personal -no sólo en las relaciones
jurídicas con nuestros semejantes, esto es, en el darles todo lo que en justicia estamos
obligados a darles objetiva y materialmente, sino en todo nuestro ser moral- con sólo
justicia y sin templanza, prudencia y fortaleza, no pagamos nuestra deuda con la
comunidad, porque la comunidad no puede dar de si lo que nosotros, partes integrantes, no
hayamos puesto en ella. Toda falta, cualquiera sea su especie, cometida por nosotros, es una
injusticia social, nuestra culpabilidad social está comprometida en cada una de nuestras
claudicaciones individuales. Es la palabra de San Juan, que Santo Tomás cita en este punto
"Todo pecado es una iniquidad". Esta iniquidad social no es, por cierto, sólo la
consecuencia de leyes o constituciones equivocadas, sino de la iniquidad con que
individualmente vivimos y de la cual a su vez provienen leyes inicuas.

Pero así como la iniquidad individual provoca la decadencia jurídica y política, las leyes
injustas y los regímenes abyectos, así también un recto orden jurídico y político promueve
el enderezamiento de la vida individual. La medida de estas posibilidades será el objeto de
lo que sigue.

CAPITULO III
LA PLENITUD DE LA JUSTICIA

Lo integrante y lo potencial de la virtud de justicia

1. El artículo 12 de la cuestión 58 de la 2º,2º, de la Suma Teológica, donde Santo Tomás


explica porqué la justicia descuella entre todas las virtudes morales, introduce en la
consideración de la plenitud de esta virtud.
Si hablamos de la justicia legal o social es evidente que ésta es la más preclara entre todas
las virtudes morales en cuanto el bien común es más importante que el bien singular de una
sola persona de una sola persona, y en tal concepto se dice en la Ética de Aristóteles que la
más preclara de las virtudes parece ser la justicia y que no inspiran tanta admiración ni el
astro de la noche ni el de la mañana; aún hablando de la justicia particular sobresale ella
entre todas las virtudes morales por dos razones. La primera, puede tomarse de parte del
sujeto porque reside en la parte más noble del alma humana, es decir, en el habito racional
o sea en la voluntad; en tanto que las otras virtudes morales existen en el hábito sensitivo al
cual pertenecen las pasiones, que son la materia de las otras virtudes morales. La segunda
razón se toma de parte del objeto porque las otras virtudes son alabadas solamente según el
bien del mismo virtuoso al paso que la justicia se alaba según que el virtuoso se conduzca
bien con respecto a otro. Y ya la justicia es, en cierto modo, el bien de otro como se dice en
la Ética de Aristóteles también por eso agrega el Filósofo en la Retórica las virtudes más
grandes son necesariamente las que son mas útiles a otros, puesto que la virtud es una
potencia bienhechora. Y por esto se honra principalmente a los fuertes y justos, pero la
fortaleza es útil a otros en la guerra, mas la justicia lo es en la guerra y en la paz.

En esta apología Santo Tomás vuelve a poner de manifiesto todo el significado moral que
tiene la manera justa de ordenar la conducta humana en lo que se refiere a las relaciones
que han de mantenerse con otros, considerados éstos individualmente o en la comunidad.

Ahora bien, en el orden de las relaciones con otros, puede haber actos de virtud en los
cuales falte algo del concepto de igualdad o no se alcance a dar todo lo que es debido.

A todo ello, a lo primero y a lo segundo, se refieren las partes llamadas integrantes y


potenciales de la virtud de la justicia.

Las primeras, dice Juan de Santo Tomás, no son elementos componentes o constitutivos del
ser de la justicia (elementos entitativos), sino condiciones que concurren a la perfección de
esa virtud. Acerca de las segundas escribe el mismo comentador: "Las partes potenciales de
una virtud cardinal (la virtud de la justicia es cardinal) son las virtudes que tiene de común
con la virtud principal de la cual derivan, la manera de tender al objeto, si bien se
distinguen por su materia"

Las partes integrantes son condiciones complementarias de la perfección de la justicia. De


las partes potenciales puede decirse que están contenidas en la virtud de justicia y son como
frutos de su plenitud. El cuadro de estas partes, según Santo Tomás, es el siguiente:
integrante de la virtud de justicia es simplemente hacer el bien y evitar el mal; partes
potenciales son la virtud de religión, la de piedad, la de observancia y la de equidad -
comprendida en la virtud de la observancia-, la obediencia, la gratitud, la vindicta, la
veracidad, la amistad y la liberalidad. Sin examinar a cada una de ellas particularmente
trataremos de comprender como actúan en la integraci6n de la virtud de justicia, y qué
consecuencias tienen para la plenitud de ella.

El primer principio del orden moral


2. - El primer principio de la ley natural en el orden moral es el que manda hacer el bien y
evitar el mal. Henos ante una fórmula verbal que parece vacía y capaz de recibir los más
diversos contenidos. Sin embargo, todo el deber moral está contenido en el mandato de
hacer el bien y evitar el mal.

Este principio implica lo siguiente:

1º Que hay distinción real entre lo bueno y lo malo. El principio no tendría sentido si la
bondad o maldad de las cosas y de los actos estuviese librada a nuestra determinación
individual y fuésemos jueces de lo bueno y de lo malo, no sólo en el sentido de ser capaces
de discernir lo uno y lo otro, sino de sancionarlo.

2º Que debemos procurar el bien, y consecuentemente, rehuir el mal. No se trata sólo de


que haya una conveniencia natural de nuestros actos con lo bueno, sino que esa
conveniencia debe ser procurada. El hombre discierne la ley del orden de su conducta y
tiene una voluntad según la cual puede cumplirla o no; y en ello consiste el sentido de la
expresión deber, que sólo puede referirse al ser humano.

La distinción entre lo bueno y lo malo es real; no proviene de la ley positiva ni de la


costumbre, ni de conveniencias circunstanciales, ni puede ser accidental en cuanto al
tiempo ni en cuanto al lugar, porque esta distinción no es otra cosa que la aplicación al
orden moral de la distinción entre el ser y el no ser. A diferencia de lo que ocurre con las
normas técnicas en las que el deber tiene un sentido sólo relativo -si quieres construir una
casa debes. .. pero puedo lícitamente no quererlo--, en la norma moral el deber que
comportan es incondicional, absoluto.

El libro IV de la Metafísica que Aristóteles dedica a demostrar el valor ontológico del


principio de no contradicción es un capítulo definitivo en la historia de la filosofía. Los
principios rectores del pensamiento -como el de no contradicción-lo son de este último
porque lo son de la realidad, pues el pensamiento es la realidad misma, no en el sentido
idealista de que ésta sea creación de aquél, sino en el de que conocer es ser lo conocido
según el modo de la inteligencia.

Débese procurar el bien y evitar el mal, porque bien y ser por una parte, mal y negación o
privación de ser, por otra, se identifican. Por eso enseña San Agustín que el mal no tiene
una causa eficiente sino deficiente. Considerarse no obligado a evitar la privación de ser, no
obligado a no ser, es como querer el no ser por el no ser mismo. Cosa tan imposible como
querer y no querer al mismo tiempo y bajo la misma relación.

El bien que debe ser querido es el ser mismo en cuanto deseable, en cuanto objeto de la
voluntad. Todo lo que es, por el hecho de ser, es bueno. Y la medida de su ser da la medida
de su bondad; cuanto mayor es la perfección del ser, mayor es su bondad propia.

Pero hay una bondad de las cosas y una bondad de los actos. El acto tiende a un fin, tiene
un objeto, y es, al mismo tiempo, el acto de un sujeto. Su bondad ha de ser juzgada por la
bondad de su fin y por el bien que procura al sujeto. Y aun puede ser juzgado en sí mismo,
materialmente, esto es, pura y simplemente en cuanto acto.
Así, un acto de justicia puede ser bueno en tres sentidos. Bueno, en cuanto logra el fin que
lo ha determinado: satisfacer estrictamente el derecho de alguien; materialmente bueno, en
cuanto sea perfecta la manera de su ejecución; y subjetiva mente bueno, en cuanto de él
derive perfección para el sujeto que lo realiza; esto es, si rectifica la voluntad del actor por
la rectitud moral con que realiza el acto.

Estas tres razones de bondad, cuya presencia o cuya ausencia podemos comprobar en todos
los actos de la conducta son susceptibles de ser consideradas independientemente, pero en
si mismas no son independientes.

Partes integrantes de la virtud de justicia

3. - El acto de la virtud de justicia es bueno si satisface íntegramente el derecho de aquel


con quien se está en relación, prescindiendo de la disposición personal del sujeto que lo
ejecuta. Con ello se satisface la moral del punto de vista del orden de la justicia en sentido
estricto, pero no está satisfecha la moral íntegramente, porque en todos los actos morales,
que son los actos humanos deliberados y libres, está en juego la perfección de quien los
realiza, además de la perfección del acto en sí y en cuanto conforme con su fin propio.

El acto de la voluntad tiene una intención, va dirigido. La intención es su tendencia íntima;


lo que el actor procura subjetivamente mediante él; algo así como lo que escondidamente se
propone y que no siempre es revelado por la realización exterior de la acción del sujeto. Por
eso en el orden de la justicia la perfecta rectitud de intención no es un elemento constitutivo
de la virtud correspondiente, pues lo que interesa es algo que se cumple fuera del sujeto
actor y, por consiguiente, de la intención o propósito determinante del acto del sujeto sólo
interesa que haya determinado la ejecución o cumplimiento con- el cual se satisfizo el
derecho en juego, pero no el Intimo o último porqué de esa ejecución o cumplimiento. Sin
embargo, la perfecta rectitud de la intención, contribuye a la perfección de la justicia,
porque en ese caso se da lo debido en virtud de la suprema razón por la cual es debido.
Todas las virtudes enumeradas como partes potenciales de la justicia, correspondientes a la
observancia, por ejemplo, derivan de una satisfacción de la justicia cumplida con rectitud
de intención. Y es desde ahora evidente la perfección que esas virtudes anexas allegan
naturalmente al orden de las relaciones del hombre con sus semejantes. Lo mismo cabría -
decir con respecto a la justicia social y sus virtudes anexas: la piedad, la religión y la
equidad. Hacer el bien y evitar el mal -esto es, procurar en todas las formas de la actividad
humana moral, un fin bueno, la perfección del acto en sí mismo y la bondad del sujeto que
lo realiza- perfecciona el orden de la justicia; contribuye a la plenitud del bien que ésta se
propone; integra la virtud de justicia.

Dice Santo Tomás: La justicia considerada como una virtud especial mira al bien bajo la
razón de lo debido al prójimo. Y según esto, a la justicia especial, conmutativa o
distributiva, pertenece hacer el bien por razón de débito con respecto al prójimo, y evitar el
mal opuesto, esto es, lo que es nocivo; al paso que -a la justicia general, legal o social,
pertenece hacer el bien debido en orden a la sociedad y a Dios, y evitar el mal contrario. Se
dice que éstas son dos partes integrantes de la justicia general o especial, porque ambas se
requieren para el acto perfecto de la justicia.

La perfección del acto de justicia tiene que contribuir a la perfecta satisfacción del derecho
ajeno y a la perfección del orden social que se constituye mediante la realización de los
actos de justicia. A la satisfacción debida al derecho ajeno ha de agregarse, pues, una
plenitud de satisfacción al titular de ese derecho, en cuanto ser moral, individual o social. Y
para ello es preciso hacer el bien íntegramente en todo lo que el deber moral reclama de
nosotros; en la totalidad del acto de justicia y en cada una de sus partes. Esto es preciso
para el acto perfecto de la justicia, esto es lo debido, pues lo debido, en su esencial
integridad, no es sólo pagar con objetiva exactitud el objeto de la prestación.

Hacer el bien por razón de débito con respecto al prójimo (justicia conmutativa) ; hacer el
bien debido en orden a la sociedad y a Dios (justicia legal) dar lo debido en cuanto ello -ese
dar-, es un bien. Por donde -no obstante referirse Santo Tomás determinadamente al bien
que consiste en pagar la deuda- esta acentuación de la razón de bien que hay en el pasaje
citado pone en la línea del bien considerado en su integridad y no sólo con respecto a la
virtud de la justicia de que estamos tratando; porque todos los bienes son tales en cuanto
participan de la razón de bien. Integran el bien y son integrados (o perfectamente
realizados) mediante la plenitud del bien.

Partes potenciales de la virtud de justicia

4. - Esta integración de la justicia da, siempre en el orden de las relaciones con nuestros
semejantes, frutos de perfección en las materias que son propias de las partes potenciales de
la misma justicia. El propósito de vivir en justicia plenamente nos descubre materias u
objetos de virtud que pertenecen a la justicia porque se refieren a nuestras relaciones con
otros; pero que se separan de la naturaleza de ella porque les falta algo del concepto de
igualdad o porque no alcanzan a lo que es debido. Formas imperfectas de la justicia, pero
que la perfeccionan, sin embargo, porque contribuyen al enderezamiento de nuestra
voluntad en todos los movimientos de ésta por los cuales nos ponemos en comunicación
con otros. Perfeccionamiento de la justicia que va descubriéndonos cómo en esa
comunicación hay un orden de jerarquías determinado por la jerarquía propia de cada uno
de los titulares del derecho de que se trate. La relación con un igual no es de la misma
especie que la relación con un superior, ni de la especie de la relación con los padres o con
la patria, ni mucho menos de la misma naturaleza que la relación con Dios.

Recordando que el objeto de la justicia es el derecho o lo recto, en el sentido de la


integridad de lo debido y de la manera como es debido, podría decirse que las partes
potenciales de la justicia son como una efusión de rectitud A través de todas ellas desciende
desde la más alta, que es la virtud de religión, un soplo o ímpetu nuevo un dar por amor lo
que es debido un darnos nosotros mismos mediante la propia negación. Sin confusión de
fines ni de objetos propios conservando cada una su especificidad, la integración de la
justicia mediante sus partes potenciales hace que en el ejercicio concreto de esta virtud la
justicia concluya en Caridad. La Caridad es precisamente la plenitud de la justicia.

Alguna virtud que se refiere a otro enseña Santo Tomas se separa de la naturaleza de la
justicia de dos maneras: primero en cuanto le falta algo del concepto de igualdad, y
segundo, en cuanto no alcanza a lo que es debido. Por que hay ciertas virtudes que dan a
otro lo debido y no pueden devolverlo igual. Se esta siempre en el orden de la justicia en
cuanto relación con otro pero es distinta la materia como enseñaba Juan de Santo Tomás.
Primeramente, todo lo que se de por el hombre a Dios le es debido y, sin embargo no puede
ser igual esto es que le devuelva tanto como le debe según estas palabras:¿Qué retornaré al
Señor por todas las cosas que me ha dado? Y según esto, a la justicia se agrega la
RELIGIÓN...En segundo lugar, no es posible, recompensar a los padres con igualdad lo
que se les debe, como lo hace notar el Filósofo. Y por esta razón se agrega a la justicia la
PIEDAD -nótese el sentido estricto con que Santo Tomás emplea esta palabra- por la cual
tribútase el deber y un cuidadoso respeto a los consanguíneos y a los bienhechores de la
patria. En tercer lugar, el hombre no puede recompensar la virtud tanto como merece según
consta por el Filósofo, y por tanto, a la justicia se agrega la OBSERVANCIA, por la cual,
según Tulio Cicerón se reverencia con cierto culto y honor a los hombres superiores en
dignidad en dignidad personal o en dignidad de la función propia un culto y honor debido al
hombre en cuanto es personalmente digno ; un culto y honor debido a la función en cuanto
es jerarquía social. La diferencia del debito de justicia puede considerarse según dos clases
de débitos, el moral y el legal lo cual hace que Aristóteles distinga dos clases de justo. El
debito legal es el que alguien se obliga por la ley a pagar y tal debito es el objeto propio de
la justicia que es virtud principal -sin cumplirse este objeto no puede hablarse de ninguna
perfección complementaria-, y el débito moral es lo que uno debe según la honestidad de la
virtud -para la perfección de la propia virtud-. Más como el débito implica necesidad,
síguese que el tal débito tiene dos grados. Pero uno es de tal manera necesario, que no es
posible sin él conservar la honestidad de las costumbres -no es lo debido a otro legalmente,
sino lo debido a la comunidad para su paz y a Dios porque fuimos creados para la santidad-.
También puede considerarse este débito por parte del mismo que debe, en cuyo concepto
pertenece a este débito el que el hombre se muestre a los otros, en palabras y obras, tal cual
es. Por consiguiente a la justicia se agrego la verdad o virtud de VERACIDAD. No sólo la
verdad opuesta a la calumnia y a la hipocresía, que van expresamente contra la virtud de
justicia, sino también esa especie de franqueza no debida en estricta justicia sino raramente,
pero cuya práctica perfecciona substancialmente las relaciones de los hombres entre sí.
Puede considerarse por parte de aquel a quien se debe esto es según que uno retribuya a
alguien con arreglo a lo que hizo, unas veces en bienes, y, por esta razón se agrega a la
justicia, la GRATITUD; y otras veces en males, y, en tal concepto se agrega a la justicia la
VINDICTA -que no se propone el mal o daño del ofensor, sino la enmienda, o la represión
o la tranquilidad común, o la honra de Dios y la justicia. Hay por fin, otro débito
conducente a mayor honestidad, sin el cual, no obstante, puede ésta conservarse. Nos
alejamos de lo que puede estar vinculado con la justicia de una manera más o menos
inmediata, y vamos hacia aquellas cosas que tienen con ella una vinculación remota, pero
que siempre contribuyen a su plenitud. A este débito se refiere LA AFABILIDAD -también
la llama amistad Santo Tomás- que guarda las conveniencias debidas en el trato recíproco
de los hombres y la liberalidad, por la cual usamos rectamente de los bienes externos
concedidos para nuestro sustento y necesidades de la vida, y que es un perfeccionar la
justicia dando a otro no sólo lo que es de él. sino también lo propio nuestro.

La equidad
5. La última puerta de acceso a la plenitud de la justicia es una virtud referente a la justicia
legal que establece el sentido propio de la sujeción a la lev y que al mismo tiempo que
libera de ese conformarse con cumplir la ley literalmente sujeta al orden natural en el cual
reside la razón de la ley equidad. La equidad nos desentiende, en una cierta medida de la
ley para ponernos en un orden de sujeción mucho más estricto que el que establece el
hombre mediante las legislaciones positivas pues el verdadero orden no es sujeción material
a la ley positiva sino sujeción espiritual a la razón por la cual la Ley tiene autoridad para
mandar.

La razón de esta virtud es que las leyes -como lo explica Santo Tomás- tienen que referirse
sólo a lo general, no pueden contemplar todos los casos particulares, pues la materia de las
cosas humanas operables es indeterminada y debe, en consecuencia, serlo también la regla
de ellas. Luego la justicia que consiste en obedecer la ley tiene que ser rectificada -en el
sentido de rectamente dirigida y confortada- por esta virtud de la equidad en cuya razón no
se atiende solo a la letra de aquélla, sino a su espíritu a la intención que el legislador debió
tener o, para decirlo más rigurosamente a la razón por a cual la ley manda con autoridad y
obliga en conciencia.

Quedó dicho que lo justo es algo igual al derecho de otro y que es rigurosamente debido. La
justicia se refiere siempre &t una cierta igualdad de la cosa con su medida. La medida es el
derecho de otro; la cosa es lo debido, acto u objeto. Esa igual md es la equidad propiamente
dicho. En este sentido la equidad es como el principio formal del derecho; el derecho seria
a aplicación de ese principio a la realidad social concreta y la Ley la determinación positiva
del derecho. Por eso se dice de las leyes que son o no equitativas (art. 59 del Código de
Procedimientos, 4º de la Constitución). Pero no es a esta equidad a la que ahora nos
referimos sino a la virtud que resulta de cumplir la ley con sujeción al principio formal que
debe inspirarla. Podríamos llamarla equidad extralegal. Es la justicia del caso particular.

La equidad rectifica aquellas equívocas apariencias de la ley que traicionan la justa


intención del legislador aquella intención que debió presidir sus sanciones para que tuvieran
intrínseca autoridad legislativa. Aunque acontezca que en algunos casos haya una falta por
parte de la ley con todo la ley es recta, porque aquella falta no se origina de parte de la ley,
pues fue propuesta racionalmente, ni por parte del legislador que hablo conforme a la
condición de la materia, sino que la falta proviene de la naturaleza del asunto. Pues tal es la
materia de las cosas operables humanas que no guardan universalmente el mismo modo,
sino que en algunos pocos casos cambian; como devolver lo depositado en si es justo lo
bueno la mayoría de los casos; con todo, en algún caso puede ser malo, por ejemplo, si se
devuelve la espada a un loco. Pero esa derogación particular no se justifica por razón de
mera deficiencia puramente negativa de la ley que no conduzca a una consecuencia nociva:
ni tampoco cuando el sacrificio de un ilícito bien individual responde a exigencias del bien
común. En suma, la equidad rectifica una cierta apariencia de la ley para conformarla en el
caso, con ]os principios del derecho natural que son su fundamento. Y por eso, porque
considera el fondo de las cosas, algunas veces parece que hasta rectifica a la justicia, como
cuando exime de lo debido en virtud de una razón circunstancial, por ejemplo cuando la
rectificación se hace en razón de la buena fe o de una accidental situación de fortuna.

En ciertos casos, dice Santo Tomás, es malo seguir la ley constituida. Mas es bueno,
dejando a un lado las palabras de la ley seguir lo que piden la razón de justicia y la utilidad
común. Y a esto se ordena la equidad.

En el art. 4º de la cuestión 46 de la 1º, 2º, Santo Tomás se refiere al problema de la


aplicación de la ley en los casos particulares, al averiguar si es permitido al que está
sometido a ella obrar fuera de su texto literal. Y comienza planteando una objeción con un
texto de San Agustín del que parece un eco el citado art. 59 del Código de Procedimientos
según el cual no le es dado a los jueces juzgar de la ley que aplican. "Una vez instituidas
(las leyes), enseña San Agustín, no es licito juzgar de ellas sino según ellas" ("). Y Santo
Tomás contesta, aclarando el sentido del pasaje agustiniano, con estas breves palabras: El
que en caso de necesidad obra fuera de las palabras de la ley -y para Santo Tomás es caso
de necesidad el que la aplicación literal de la ley sea nociva al bien común, para el cual ha
sido establecida- no juzga de la ley misma sino del caso singular en el cual ve que no debe
observarse la ley literalmente. Porque importaría observarla contra su espíritu y cómo
ponerla en esencial contradicción consigo misma.

La plenitud de la justicia

6. - La enunciación de estas virtudes nos vuelve por otros caminos a las conclusiones
relativas al contenido moral del orden jurídico. Con sólo considerar lo que sería la
convivencia de los hombres sin religión, sin piedad, sin observancia, sin amistad, sin
gratitud, sin liberalidad, sin equidad, se tiene la evidencia de que el solo derecho positivo,
mantenido por la coacción del Estado con respecto a la conducta externa, no ordena al
hombre, y que en definitiva ese régimen jurídico sena insostenible. Y también se hace
evidente que la efectividad viva del derecho, su verdadera soberanía, su virtud propia, sólo
puede lograrse en la convivencia de personas que -sino todas y no siempre las practican- las
reconocen como partes potenciales de la justicia en su categoría de virtudes; esto es, las
reconocen como deberes morales ordenados a la perfección de aquella. Para que la práctica
del derecho por parte de los hombres no sea deficiente, no sea lo que alguna vez se ha dado
erróneamente como definición del mismo: un "mínimum de ética", es preciso que la
conciencia de los hombres a él sometidos tienda a trascender el límite de las obligaciones
que el derecho impone. Quien sólo está dispuesto a hacer nada más que lo debido en
justicia no hará ni siquiera lo debido. Tratar la totalidad de la vida jurídica con el mismo
criterio que el cumplimiento de un contrato, conducirá a que no se cumplan los contratos, ni
siquiera en los límites mínimos de las obligaciones extrínsecas que expresamente
impongan.

Pero, obsérvese que no se trata de afirmar por un nuevo camino lo dicho anteriormente
sobre la rectitud de intención con que debe vivirse la vida jurídica, sino de un conjunto de
deberes que, o no satisfacen mediante su cumplimiento la totalidad de lo debido, o no son
obligaciones rigurosas de justicia, porque ni éstas ni aquellos responden al principio de
igualdad que define a esta última, pero que, ello no obstante, contribuyen a la perfección de
la convivencia, y por eso puede decirse de los actos con los cuales se las cumple, que son
potencialmente justos.

El derecho no endereza toda la vida del hombre, pero toda la vida del hombre debe
contribuir a la perfección del orden jurídico. Por lo cual el derecho en su concreta y
viviente realidad que la consideración de él desde el punto de vista de la virtud de justicia
pone de manifiesto, no debe desentenderse completamente de ningún aspecto de la vida
moral.

La realidad reclama, sin duda alguna, la imposición y el mantenimiento coactivo de un


régimen de relaciones sociales conforme con la justicia. Pero, como se trata de conducir al
hombre a la realización de su fin supremo -ese fin al cual todos los hombres en cuanto
hombres están ordenados- el derecho, si bien sólo alcanza a la manifestación externa de los
actos de relación, debe considerar la vida moral del hombre íntegramente, lo cual quiere
decir que la dignidad de un orden jurídico no depende sólo de que sea verdaderamente justa
la ordenación de los actos humanos externos en la vida de relación, sino de que resguarde y
promueva el ejercicio de todas las virtudes. Y hay un aspecto de todas las virtudes por el
cual desembocan en la vida jurídica y promueven su elevación y su enderezamiento. La
consideración de las partes integrantes y las partes potenciales de la virtud de justicia pone
de manifiesto esta interdependencia recíproca en que se hallan el orden jurídico y la
totalidad de la vida moral cristiana, interdependencia sobre la cual se volverá más adelante.

Justicia y bien común

7. - La justicia es como la estructura ósea de todo organismo de relaciones humanas. Hay


en éste relaciones que no son de justicia en sentido estricto. Pero no hay organismo de
relaciones humanas que no comporte relaciones de justicia y esté sostenido por ellas.

La noción de justicia alude, por de pronto, a cierta igualdad, congruencia o proporción en


los intercambios. Igualdad -estricta o proporcional- entre lo debido y aquello con lo cual se
le da satisfacción, en las relaciones de alteridad.

De ahí la relación de justicia y derecho. Con el acto justo se da la satisfacción debida a un


derecho. Porque "derecho" es, primaria y esencialmente, lo suyo de alguien. Una
pertenencia a la que deben reconocimiento quienes están en alguna relación exterior con el
titular.

Pero, si bien el derecho, en la acepción enunciada, es el objeto de la justicia, y como tal


pone la medida del acto justo, éste consiste en el cumplimiento del deber, por parte del
obligado. Su constitutivo existencial es ese cumplimiento.

Porque el derecho es ]o debido por otro, la justicia es primariamente una virtud. Y lo que a
ella concierne no se lo entiende del todo si no se parte de este esencial carácter suyo.

La justicia como "ideal" es cierto valor atribuido a algo; una ley, una crítica, un impuesto,
un orden, una sentencia, etc. Pero en todos los casos se atribuye a estas realidades la nota
distintiva del acto en que consiste la virtud de justicia. Lo justo en ellas es la asignación o
reconocimiento de una pertenencia.

En la ley, en la crítica, en el impuesto, en el orden, en la sentencia, etc., está implicado un


"suyo" -de los individuos o del todo-, cuyo reconocimiento es debido.

Vale decir que en tales casos la justicia considerada como "ideal" es la proyección de la
virtud de justicia; porque es una formalidad impuesta a tales realidades por actos justos -del
legislador, del crítico, del gobernante o del juez-.

Las relaciones de justicia, por ser relaciones de alteridad, suponen existencia social, como
lo da a entender la definición tradicional, que nos viene desde Homero y hoy sigue siendo
incuestionablemente válida: "Disposición de voluntad constante y perpetua, precisó
Ulpiano y lo reitera Santo Tomás, de dar a cada uno lo suyo".

Ello ordena la coexistencia; ordena los actos exteriores -es lo típico de esta virtud-; actos
que son lo que podría llamarse la materia de la coexistencia.

Por consiguiente la comunidad, el todo social, aparece como uno de los sujetos de la
relación de justicia. Tanto por lo que como "todo" debe a las partes -"lo suyo" de ellas-,
cuanto por lo que éstas, por ser partes, deben al todo -"lo suyo' de él-.

Repárese en las primeras palabras de la definición tradicional: "disposición de voluntad".


Una recta disposición de voluntad, constante y perpetua, es toda virtud.

La justicia es, en consecuencia, algo que se refiere últimamente, en cualquiera de sus tres
formas o especies, a lo que se refiere toda virtud: la perfección de la persona considerada en
la integridad de su ser.

Esto es así cuando se trata de relaciones interindividuales, tanto porque el cumplimiento del
débito -la restitutio- endereza hacia su fin la conducta de quien lo efectúa, cuanto porque
con ese cumplimiento el titular del derecho recibe algo que es "suyo" en razón de que
mediata o inmediatamente hace al debido cumplimiento de su fin, es decir, a dar
satisfacción a exigencias esenciales de su naturaleza.

Esto ocurre también en las relaciones de las partes con el todo. El todo hace justicia a las
partes mediante la concreta virtud de justicia de quien o quienes son sus gestores -la justicia
del gobernante, en lo ejecutivo, lo legislativo o lo judicial-. Y hacerle justicia las partes al
todo es hacérsela a quienes lo integran lo que da razón de ser al deber de justicia con el
todo es que el fin de la sociedad está subordinado, últimamente, al de las partes en cuanto
personas, que como tales no son nunca medios sino fines.

Puesto que la virtud moral es una estable disposición de voluntad, un hábito enderezado a
"hacer el bien y evitar el mal", la determinación de cuál sea el bien, objeto propio de dicha
disposición, comporta la determinación de las distintas virtudes, que se sintetizan en las
cuatro cardinales, es decir principales o fundamentales. De ellas la justicia cumple una
misión arquitectónica que se hace manifiesta al considerar la naturaleza del bien que tiene
particularmente por objeto.

Puesto que el acto justo consiste en dar a otro lo que le es debido, de la determinación de
quién debe, a quién lo debe y qué es lo debido, resultan las tres formas típicas de las
relaciones de justicia de las que se trató precedentemente, pero sobre las que ahora se
vuelve en la esquemática medida en que lo requiere la relación con el bien común.

Con las relaciones de persona a persona se teje originariamente la malla que es la sociedad.
Cabría decir que es el revés de su trama. Es el ámbito de la conmutación, que proviene de
lo debido por convenio, y de la restitución, que tiene su causa en la privación de "lo suyo"
de alguien, de lo cual "otro" sea de algún modo responsable.

Pero así como se ha de partir de la conmutación y la restitución para poner al tema de la


justicia en una perspectiva concreta, la plenitud de su sentido se aprehende a la luz de las
otras dos formas de ella. La distributiva, referente a lo debido por el todo a las partes por
ser tales; y la llamada tradicionalmente legal o general, relativa a lo debido por las partes al
todo social por ser partes de él.

Ambas formas conciernen a la existencia de la sociedad. Se relacionan entre si en una


suerte de movimiento circular: el orden justo de la sociedad no puede existir sin voluntad
de justicia -conducta justa-, en el que manda y en el que obedece. Si el gobernante no da a
las partes lo debido; y si, a su vez, las partes no dan al todo lo que le deben.

¿Qué es lo debido en uno y otro caso? Ya se dijo que lo debido en toda relación de justicia
es "lo propio" de otro porque en principio corresponde, mediata o inmediatamente, a
exigencias esenciales de su naturaleza: Lo debido es, pues, como tal; un bien del otro.

¿De qué bien se trata en la justicia distributiva y en la legal o general?; porque en la


conmutativa es patente que se trata del bien privado del titular del derecho, del bien que es
su derecho individual.

Se trata del bien común. Que no es el mayor bien para el mayor número, ni el conjunto de
los bienes individuales, pues en ambos casos el bien en cuestión no sería común sino
particular. Tampoco puede ser algo susceptible de ser repartido, pues con ello dejaría de ser
común. El bien común, en cuanto común, tiene que ser pensado como un bien
indivisiblemente participable.

Un bien humano así concebido está sobre todo bien particular; individual o privado: 1º
porque consiste en un estado de la sociedad -en el que hállase naturalmente inserta toda
existencia individual-, que condiciona, por lo mismo, la plena consecución del bien o fin de
cada una de las partes; y 2º porque desde el punto de vista de la conducta individual-,
habida cuenta de la mencionada naturaleza social de la persona, es desordenada una
apetencia del bien propio desentendida de la obtención de su bien por parte de cada lino de
los semejantes con quienes convive.

Un bien tal, que no es de nadie en particular y es de todos, es el justo orden de la sociedad.


En esto se resumen todas las definiciones descriptivas del bien común temporal.

Recto o justo orden que, dicho sea de paso, no es alcanzado nunca de un modo
definitivamente estable, porque no son estables las concretas circunstancias en las que ha de
darse, y porque tampoco es firmemente estable la disposición virtuosa de la voluntad de las
personas, habida cuenta de que la del hombre es naturaleza caída.

Si lo precedente es referido a las mutuas relaciones del todo y las partes, cabe observar lo
siguiente:

Que en la justicia distributiva el gobernante no es, en rigor, deudor de bienes particulares;


éstos se siguen de aquello de lo cual el gobernantes es propiamente deudor, que es el orden
de la participación en los bienes que la vida social comporta.

Y que en la justicia legal o general los gobernados deben todo contribuciones y servicios
particulares, pero a título de contribución al bien común; lo que propiamente deben es una
disposición de obediencia al orden de la sociedad, expresada concretamente en una actitud
de disponibilidad para el servicio del bien común.

El fin de dicho orden, lo que lo hace justo, y por lo mismo bueno, es la promoción y
resguardo de la vida virtuosa en el seno de la sociedad.

Esto es lo que hace que el orden de la sociedad sea, en lo temporal, el bien humano por
excelencia, porque el bien de la persona se consuma en la virtud, y el orden social justo las
promueve a todas -en lo de cada una que concierne al bien común-, y en todos.

Por ello su valor de bien es elevado, por su comunicabilidad, sobre el de todo bien
particular.

De nuevo hallamos aquí el movimiento circular: el orden social justo promueve la vida
virtuosa de las partes, y la vida virtuosa de las partes promueve un orden social justo
porque es vida virtuosa en cuanto la inspira el amor al bien común.

Así entendido y en esa disposición a su respecto, el bien común es principio de toda


justicia; "la suprema ley de la sociedad política" lo llamó León XIII. Y Ch. de Koninck
agrega que es principio de toda ley, todo derecho y toda libertad.

Pero semejante virtud de principio, propia del bien común no se despliega sino en cuanto es
amado.

Parece, de primera intención, que nada tuviera que ver el amor con la justicia. Se está, sin
embargo, en un ámbito que sigue siendo, en cierto sentido, el de la justicia, porque en él
también se trata de una deuda. Pero en otro sentido lo trasciende inconmensurablemente,
porque ese débito es, en rigor impagable.

Objeto del amor no es algo, sino alguien; amar al bien común no es amar una abstracción,
lo cual es un absurdo, sino, últimamente, amar al semejante, con quien, por imperativo de la
naturaleza social del hombre -que sólo en sociedad puede vivir humanamente-, se convive
siempre.

El amor al semejante le es debido porque es como otro yo. Como lo es el hermano, hijo del
mismo padre. Sólo que tratándose del semejante en general, de todo semejante, padre es el
Padre Común del género humano.

De ser los hombres hijos de Dios, criaturas elevadas a semejante dignidad sobrenatural por
puro amor, se sigue el deber de corresponder con el amor; no por cierto con igualdad de
justicia, sino hasta donde la finitud del hombre puede ser capaz de amarle, es decir, "sobre
todas las cosas". Del amor a Dios proviene el amor al prójimo, porque en Dios es amado
todo lo que El ama, como El lo ama. Lo cual da el modo y la medida del amor al semejante:
"como a nosotros mismos". Pero como se ama a sí mismo quien ama a Dios sobre todas las
cosas, incluso él mismo; es decir, para quien Dios y no "sí mismo es su último Fin,
Principio y Fundamento.
Amar al prójimo como se ama a si mismo quien, desligado de Dios, se hace fin último de si
mismo, no es amor sino voluntad de apropiación, un amarle para sí, que es lo contrario de
la voluntad de unión, en la que, por el don de si, consiste el verdadero amor.

Por donde amar al bien común, en cuanto común, es algo que se sigue -sólo se sigue- del
amor a Dios, Bien Común por excelencia, Sumo Bien, Causa de todo bien porque lo es de
todo ser, eminentemente común -Comunísimo lo llama Santo Tomás-, porque es el Último
Fin de todo lo por El creado, cuya razón de ser -el fin de la Creación- es dar testimonio de
Su gloria. Y ello, para et hombre que es su imagen, consiste en reflejarlo fielmente.

Tal es el deber de justicia del hombre con Dios. Es lo que debe. Deuda impagable, pero al
fin, de todos modos, deuda.

Estamos en el ámbito de una forma imperfecta de la virtud de justicia, porque no hay


igualdad, pero en algo que, en cuanto importa relación con El otro por excelencia, es de su
ámbito. Es la virtud de religión.

En el acto propio de esta virtud el hombre no da a Dios algo; se da él mismo, en el “hágase


Tu voluntad".

Y es de esta disposición de obediencia a Su voluntad, a Su Ley, que ha de provenir una


disposición de justicia hacia los semejantes capaz de colmar vitalmente lo que les es
debido, porque es disposición de traspasar el límite de lo debido. Es la plenitud de la
justicia.

Justicia y caridad

8. - Lo bueno, bajo el concepto de debido, es propio de la justicia. El deber es el


fundamento del derecho. Tenemos el deber de dar a cada uno su derecho. En la relación de
justicia el deber constituye la substancia y también el fundamento del fin u objeto que es el
derecho.

El deber como fundamento del derecho es algo debido a nuestra naturaleza en razón de su
fin. El deber como substancia de la justicia, es algo debido a uno en razón de su derecho, es
decir de lo que el otro se debe a sí mismo en razón de ese fin a que nos hemos referido.
Hay en el deber, substancia de la justicia, un elemento material (lo que es debido) y un
elemento moral (el ser debido). La coacción judicial puede por si sola establecer la igualdad
material, obteniendo para el acreedor lo que le es debido. Pero si no hay reconocimiento
moral de su deber por parte del deudor no se logra la perfección del orden que la justicia
procura. Porque ese orden exige el adecuado cumplimiento de su fin por parte de todos. Y
en este caso la imperfección radica en que no hay cumplimiento de su fin por parte de quien
no reconoce su deber o no lo cumple, pues ello importa desviación de la voluntad.
Esto no puede remediarlo la coacción, ni el más perfecto de los regímenes jurídicos. Esto
es, sin embargo, lo esencial, pues lo que la coacción del Estado, o en último caso la
coacción individualmente ejercida por el propio acreedor (defensa propia, revolución),
logra para el establecimiento y mantenimiento del orden es, en la totalidad del orden
general existente, una mínima parte, y además frágil. Esto es, precisamente, lo que
desatienden todas las concepciones jurídicas para las cuales el derecho es un hecho, no un
principio natural de regulación colectiva que ordena voluntades y no solamente actos
exteriores

Si por una parte se trata de la posibilidad del cumplimiento de] fin del hombre a quien algo
es debido (el derecho) en razón de que le es indispensable para su cumplimiento, y por otra
de un enderezamiento de la voluntad del deudor mediante el reconocimiento de que el
deber de darle al otro lo suyo no se refiere al fin del otro solamente, sino también al de él,
¿cómo eludir la determinación de lo que es el último fin del hombre en cuanto tal?

Sin esa determinación no hay fundamento estricto para el derecho del acreedor, y por lo
tanto no hay razón de conciencia, como no sea un respeto fetichista del Estado, que obligue
al deudor. ¿Qué queda? Algo materialmente debido en razón del contrato o de la ley, y la
fuerza o coacción jurídica para obtenerlo.

A esa mecanización del orden de la justicia ha conducido el relativismo agnóstico. De él


sólo puede salirse practicando la justicia como virtud moral, ejerciendo el derecho como un
resguardo del deber.

Para ello no hay ley jurídica positiva. Hay un principio cuya plenitud significa una
exaltación del justo medio hasta hacer de él un extremo. Ese principio es el amor al Primer
Principio; es la Caridad. Su plenitud se da en el heroísmo de la santidad.

"La paz que se desea sólo puede venir por una gran efusión de Caridad", enseñaba León
XIII en la Encíclica “Rerum Novarum”.

"La Caridad no será nunca verdadera caridad si no se observa siempre la justicia", dice el
Santo Padre en el parágrafo 49 de la encíclica sobre el comunismo. La Gracia no destruye a
la naturaleza, la sobreeleva; lo que quiere decir que la Gracia no dispensa del orden de la
naturaleza; por el contrario sólo sobrelleva a la naturaleza en que es recibida con una
disposición fundamental de rectitud interior. Exige, pues, una naturaleza enderezada.
Enderezada sino por el cumplimiento efectivo de la ley natural, por el reconocimiento de
esa ley; por una disposición de obediencia a su respecto. La Gracia que hace posible el
sobrenatural amor de Dios en la Caridad es, precisamente, como una respuesta de la
misericordia de Dios a la recta disposición de voluntad del hombre justo, de quien ha sido
dicho que Dios lo colmará. Por la justicia se accede a la Caridad; una vida sin justicia es
una vida vuelta de espaldas a la Caridad.

Pero a su vez, ¡ qué exaltación de la justicia no es capaz de producir la verdadera Caridad!


Se concibe una práctica de la justicia en el orden natural que no remate en Caridad
sobrenatural; no se concibe una vida asentada en la Caridad que no sea de encendida
justicia. Justicia ésta capaz de una plenitud imposible para la que está confinada en el orden
natural, por dos razones: 1º, porque la justicia del hombre que vive en la Caridad da al
prójimo lo que le es debido en íntima disposición de llegar hasta la renuncia de lo propio; y
2º, porque da al prójimo el más grande de los bienes, pues por encima de todo se empeña en
que, según la palabra de Santo Tomás, el prójimo sea en Dios. El amor al prójimo en la
caridad "le desea, dice el P. Noble comentando ese pasaje de la Suma Teológica, la beatitud
eterna, la gracia que es su garantía, la santificación que es la prosperidad de esa gracia, y
todos los bienes humanos que concurren, a título de medios, a la expansión de la vida
divina en ellos".

No se trata de una vida individual y de un orden colectivo complementados por el


reconocimiento del amor debido a Dios sino de una vida y un orden que descienden, como
de su principio y de su fuente, de la realidad viva del amor a Dios, sobreelevado por la
gracia. No se trata de una justicia que como último acto se dispone a dar a Dios el amor que
le es debido; la verdadera justicia cristiana debe ser fruto del amor a Dios en el cual ha
aprendido que la medida de ese amor es amarle sin medida. Con esa lección viva entra el
hombre de Caridad en la práctica de la justicia para con los semejantes, dispuesto a dar, no
como limosna voluntaria sino como debido, según la generosidad de una medida análoga.

Nada ha de estar en el comportamiento humano por encima y ni siquiera a la altura del


amor a Dios (virtud teologal de la Caridad en la que no cabe exceso). Ninguna deuda mayor
con el prójimo que la de amarle en Dios, Pero en esto mi prójimo es como yo mismo. No es
otro. El y yo y todos somos uno. Aquí ya no rige la justicia que por naturaleza contempla
siempre una relación con otro. Rige la Caridad. La virtud de la justicia tiene por objeto
constreñirnos a dar lo que es estrictamente debido, quebrantando nuestra ambición o
nuestra avaricia o nuestra lujuria o nuestra soberbia. La Caridad no considera ese
quebrantamiento en razón de lo que es debido a otro, sino en razón de la propia libertad
espíritu cuya perfección exige el aniquilamiento de toda concupiscencia. Luego, mediante
la práctica de la Caridad no sólo se da a cada cual lo suyo, sino que se le da en íntima
disposición de llegar hasta la renuncia de lo propio. Y ello se hace no por sujeción al poder,
ni en homenaje al orden y la paz, sino por Amor que es Unión.

No dar sólo según la ley, sino según la razón de la ley. Esta es la perfección inicial de la
virtud de la justicia. Y dar no sólo porque es debido, sino en razón de bien, por anhelo de la
perfección del fin hacia el cual el acto justo tiende -la integridad del derecho del acreedor y
de la persona de éste y el rigor del orden social- y por anhelo de perfección del propio
actor. Y dar en la medida y según el modo de un amar al prójimo -el acreedor
individualmente considerado o la comunidad de nuestros semejantes- como a nosotros
mismos. Amor al prójimo por amor a Dios. Por lo cual habrá en este amor algo incolmable
siempre, un sentirnos deudores irremisiblemente, hasta la negación de nosotros mismos,
hasta el "hacerse anatema" de San Pablo.
En este punto la sujeción a la justicia, es libertad suprema; libertad según el consejo de San
Agustín: ama y haz lo que quieras. Por eso los verdaderos justos son los santos, porque la
plenitud de la justicia no es la justicia misma, sino la Caridad.

EL DERECHO

CAPÍTULO I
LA NATURALEZA DEL DERECHO

Sobre el conocimiento

1. - La constitución de toda disciplina de conocimiento está determinada por el propósito de


entender de un modo causal que desentrañe la razón de ser, una cierta realidad. Por
consiguiente el primer requisito de la constitución de una tal disciplina es la determinación
de su objeto propio, o realidad a curo entendimiento va a aplicarse.

¿ Cuál es la realidad qué determina la constitución de la filosofía del derecho? ¿Cuál es Su


objeto propio? En otras palabras, ¿ qué es derecho?

En este punto de partida de la consideración de lo jurídico se plantea ya el primero de los


debates que esa consideración va a suscitar a todo lo largo de su desenvolvimiento. ¿La
determinación de la materia u objeto propio de la filosofía del derecho supone una noción
de lo que es derecho, un concepto de ello que no proviene de la experiencia? ¿o la
experiencia delimita por sí misma un cierto ámbito de la realidad como derecho, y la tarea
de la filosofía jurídica no es otra que la de desentrañar la esencia de esa realidad?

En esto que parece nada más que una escaramuza preliminar se decide el destino de la
filosofía, que es el del pensamiento humano y basta el del hombre mismo. Afirmar la
necesidad de un a priori, aunque sólo sea como una pura forma sin contenido, para que los
datos obtenidos en ]a comunicación inmediata del entendimiento con los objetos se
organicen en una experiencia y se hagan con ello inteligibles, es vaciar al conocimiento de
toda verdadera objetividad, interponer entre la realidad y la inteligencia un ingrediente
fatalmente destinado a una preponderancia deformante, y hacer, por fin, del acto de
conocimiento, en lugar de una visión límpida de lo conocido una construcción mental.
Conocer no sería subordinarse la inteligencia al ser -su objeto propio-, sino subordinarlo y
hasta crearlo.

Pero partir de la experiencia inmediata y quedarse solo en ella, reduciendo el conocimiento


a la percepción de los fenómenos en el fluir de la contingencia que les es propia, sobre
constituir una mutilación del entendimiento, que le cuesta la vida, es condenarse a no
entender ni siquiera los fenómenos.
La inteligencia, dirigida al dato empírico o experiencia sensible, prescinde de todos sus
elementos individualizantes y capta una realidad íntima que escapa a los sentidos.
Consideremos un ejemplo que se refiere al punto vital del problema de la sensibilidad y del
contenido del derecho natural: el concepto de hombre. El proceso de la abstracción se funda
en un dato empírico: el conocimiento de los hombres considerados en su individualidad
sensible. Pero esa individualidad se refiere a caracteres intrínsecos y contingentes, a lo que
externamente hace inconfundibles a las personas. La experiencia sensible no puede evadirse
de ese ámbito, y cuando intenta referirse a caracteres personales íntimos o a la condición
humana común lo hace fundándose en manifestaciones externas de la intimidad o de la
condición humana. Pero sobre la esencia de aquello que es la causa o principio de las
manifestaciones o del carácter distintivo común a que se ha aludido, no puede pronunciarse
un conocimiento constreñido a los datos sensiblemente perceptibles. Y, si sólo es posible
operar con ellos, los que llamamos ideas conceptos no pueden alcanzar nunca valor de
universalidad: los conocimientos universales y necesarios serían inaccesibles. Pero, si
ningún conocimiento de esa especie puede ser alcanzado, no es posible distinguir con
certeza la verdad del error, porque ese discernimiento requiere siempre una intervención
explícita o implícita de los primeros principios, y éstos no provienen de la experiencia
sensible, puesto que son primeros: por el contrario, es mediante ellos que esa experiencia
puede ser organizada y juzgada. En suma, con solo la experiencia sensible no hay
pensamiento. Y tan es así que todo empirismo como todo escepticismo, cuando intenta
afirmarse se niega inevitablemente, porque no puede dejar de recurrir a lo que ha querido
proscribir.

Hay un proceso mediaste el cual la inteligencia ve lo que las apariencias sensibles nos
describen lo que subyace en ellas, es lo que constituye el objeto del conocimiento
intelectual, lo que las cosas son y no lo que dé ellas se manifiesta accidentalmente a los
sentidos. El ser de las cosas, lo permanente de ellos, es lo que constituye el objeto del
conocimiento intelectual. Y, porque es conocimiento del ser, el conocimiento intelectual
puede tener valor universal y necesario, pues la condición humana, por ejemplo, es algo
siempre idéntico a sí mismo al través de todas las vicisitudes de la existencia de un hombre,
y es la misma en todos los hombres a pesar de cuantas notas individualizan a cada uno
haciéndolo inconfundible e incomparable desde todo punto de vista que no sea el de ese
carácter esencial a que nos referimos: el carácter o condición de ser humano. Y este
conocimiento del ser de las cosas no es una creación de la inteligencia sino una abstracción
por ella realizada. La esencia que constituye el objeto de la inteligencia no es atribuible a la
realidad por la inteligencia; está en la realidad, y de la realidad la abstrae la inteligencia.
Conocer no es crear sino ser lo conocido, lo que existe fuera y con independencia de la
inteligencia. Las ideas con que operamos ineludiblemente en nuestros raciocinios no son,
pues, simples nombres puestos a un conjunto de experiencias sensibles semejantes, ni
creaciones subjetivas individuales que habrían de conducirnos a una situación de anarquía
intelectual. Existe algo que la inteligencia desentraña, que abstrae de una realidad que le es
dada. Por eso su conocimiento es objetivo. No estamos recluidos en el conocimiento
puramente empírico; no estamos sometidos a conocer nada más que las cosas que pasan, a
no poder afirmar con respecto a ellas nada permanente y real. Y es sobre ese conocimiento
y gracias a él que discernimos -no creamos- los primeros principios en el orden moral y en
el orden jurídico, cuando aplicamos la inteligencia al conocimiento de esa realidad que es el
hombre considerado en la vida individual y en la social.
"Nada hay en la inteligencia que no haya pasado por los sentidos". No hay conocimiento, ni
siquiera de la propia realidad espiritual, sin esa comunicación que los sentidos establecen
con la realidad exterior. Esto ha de concedérsele al empirista sin ninguna reserva. No hay
para el hombre, en su condición actual, otra puerta de acceso al conocimiento de la
realidad. Pero el error está en no ver que por esa puerta entra de cierto modo en el
entendimiento lo real en toda su integridad, y también en no ver la integridad de lo real que
ha entrado.

Lo que ha entrado es el ser. Todo acto de conocimiento es conocimiento del ser;


conocimiento inmediato y sensible de su constitutivo material; conocimiento mediato
abstractivo, inteligible, de su constitutivo formal. El discernimiento de lo inteligible no
requiere una numerosa serie de experiencias particulares, porque no es una generalización
de lo aprehendido en ellas. Con una sola experiencia lo universal está en el alma, enseñaba
Aristóteles. Pero la riqueza de la experiencia es riqueza del conocimiento, en lo relativo a lo
concreto contingente, a condición de que esa experiencia sea iluminada por el
discernimiento del constitutivo formal, de la esencia permanente, de lo que hace que la
realidad experimentada sea lo que es.

La consideración de la experiencia pone en comunicación con una realidad que no es la que


se manifiesta sensible e inmediatamente en la experiencia misma. Es la realidad inteligible
o más precisamente lo inteligible de la realidad, para marcar mejor que no se trata de una
realidad independiente de lo sensible sino integrante, con ello, de la unidad substancial de
lo real. Principio constitutivo de la realidad, que es el objeto adecuado del conocimiento
intelectual; objeto, por consiguiente, de todo conocimiento humano, puesto que la
inteligencia no lo constituye, con posterioridad a la aprehensión sensible, mediante ella y
algún a priori racional, sino que lo abstrae de lo sensible, en una operación en que la
inteligencia no agrega nada de sí como parte integrante del conocimiento obtenido. Sólo
pone de sí la actualidad que le es inherente y en cuya virtud lo inteligible que, en cuanto
objeto del conocimiento intelectual, está en potencia en lo sensible, pasa al acto, y pasa
también a él la inteligencia misma, que de la pura pasividad, esto es, de un estar en potencia
con respecto al conocimiento de todas las cosas, en la operación de conocer pasa al acto de
ser real y vitalmente lo conocido. Por todo lo cual, la más elemental e inmediata
experiencia introduce a lo inteligible en el alma. Puede decirse de ella que está cargada de
inteligibilidad, tanto que con sólo ahondarla se hace presente, si no lo inteligible como tal,
por lo menos la ineludible necesidad de referirse a él -y de operar con él, siquiera en lo que
de él expresan los primeros principio-, basta para el entendimiento de la pura experiencia.

Considérese la operación mental del juicio y se verá, como en una evidencia inmediata, que
el ser es el objeto propio de la inteligencia. Juzgar es decir de algo que es esto o aquello;
hacer explícita una faz de su ser. El juicio es todo lo contrario de una proyección mental;
está constituido por la proyección de las cosas en la inteligencia. Sólo que una proyección
de misteriosa vivencia, porque no es un reflejarse de ellas en la inteligencia sino un serías la
inteligencia, según el modo de ella; serías inmaterialmente, porque es inmaterial la
inteligencia que las es; serías con lo que la filosofía tradicional llama una existencia
intencional, como tendida hacia la realidad extramental de la cual se tiene conocimiento
mediante esa existencia de lo conocido en la inteligencia que conoce. De. ahí que la misma,
abstracción, la consideración aparte, que eso es abstraer, de lo que hay en todo aquello
hacia lo cual dirige la inteligencia su aprehensión, el que todo sea o esté como proyectado
fuera de sus causas, da lugar al más elevado y rico de todos los conceptos, contra lo que
pretende el empirismo que lo considera el mas vacío: el concepto de ser. Lo más
primordialmente importante de todas las cosas no es que sean esto o aquello, de esta otra
manera, sino que sean. Por eso el conocimiento del modo de ser o naturaleza propia de cada
especie de seres, o el de las particularidades de cada ser individualmente considerando no
precede y condiciona el conocimiento del ser en cuanto tal. El camino de lo individual a lo
universal lo hace la inteligencia a la luz del universal por excelencia que es el ser. Lo que
esencialmente condiciona a todo conocimiento no es, pues, la percepción de los individuos
de la especie ni mucho menos una forma a priori cuya interposición volatiliza
irremediablemente la objetividad del conocimiento, la posibilidad de conocer las cosas
como son, en si mismas, y por consiguiente de conocer, pura y simplemente, sino la
intuición intelectual del ser en su máxima universalidad. Sin duda lo más cognoscible para
nosotros es lo que las cosas exhiben de inmediato a nuestros sentidos, su apariencia
sensible y luego lo inteligible que la inteligencia abstrae de lo sensible. Pero lo más
cognoscible en sí mismo, lo que más propiamente corresponde a la aptitud cognoscitiva de
la inteligencia, considerada, ella también, en si misma, es el ser; es lo que la inteligencia
aprehende primero y por si misma siempre, y en función de lo cual conoce todo lo demás;
es su objeto propio, aunque en su condición actual, subordinada a la intervención
ministerial de los sentidos, no sea éste sino lo inteligible en lo sensible su objeto adecuado.

Por eso la cúspide del conocimiento natural es la metafísica, ciencia del ser en cuanto ser y
no la de una especie o modo particular de ser. No es ciencia de tales o cuales cosas, sino de
aquello en lo que todas las cosas comunican y de lo que a todas primordialmente las
sostiene o soporta: su ser. No el ser propio y diferenciado de cada una ni de cada categoría
o especie de ellas, sino ese puro principio de existencia y subsistencia; ese estar por sí,
proyectadas fuera de sus causas; esa estructura radical de su realidad, absolutamente común
a todas y que es difícil expresar de otra manera como no sea diciendo que por debajo, o por
encima de cualquier diferencia real o posible todas son. Son con un ser defectible o
contingente, creado y perecedero, pero son análogamente al Ser en si, Creador y Causa
primera y final de todo lo que es plenitud de ser, participado por las criaturas que son en
razón del Ser eminentísimo de su Creador. Tanto que a la parte de la obra de Aristóteles
que nosotros llamamos metafísica él la llamó Teología, ciencia o Sabiduría relativa a Dios,
el Acto Puro del famoso libro XII.

Luego viene una serie de operaciones descendentes mediante las cuales, a la luz de la idea
de ser y con la función rectora de los primeros principios va haciéndose inteligible la
realidad en todos sus aspectos; vamos hallándole a todas las realidades y a toda la realidad
su razón de ser.

La metafísica corona a todos los conocimientos del orden natural porque es, le derecho, el
más alto de ellos. Pero también los precede y está, en un cierto sentido, implícita en todos
ellos. No es la oportunidad de considerar basta qué punto la investigación científica más
ceñida a su objeto propio exhibe al trasluz la malla metafísica sobre la cual es bordada. No
porque el hombre de ciencia vaya a la investigación con lo que algunos de ellos suelen
llamar "prejuicios metafísicos", sino porque ese tratar de ver las cosas como son, que es la
tarea del hombre de ciencia, es, en definitiva, y cuanto más honda y auténtica la
investigación, uno de los modos de encararse con el problema del ser; una aproximación
creciente a las caras de lo que es. ¿ Se concibe que esa especie de familiaridad no comporte,
así sea sólo tácitamente, la cuestión de saber si lo observado es en sí o sólo es en la
inteligencia que lo piensa; o, sí es en sí, la de saber si el conocimiento de él aprehende su
ser imperfecta pero objetivamente, tal cual es, o sólo mediante una construcción en la que
hay algo del ser pero también algo condicionante y como arquitectónico de la inteligencia
que conoce; o la de saber que es la materia o que es la vida?

Tan indiscreto es renegar de la metafísica para hacer ciencia, como hacer metafísica con la
ciencia, que es lo que por lo general sucede cuando se empieza con aquella recusación. Lo
discreto es reconocer la limitación propia del conocimiento de los fenómenos. Importa
reconocer que ese conocimiento está entre un antes y un después, o un más acá y un más
allá, de lo cual el estudio de los fenómenos puede metódicamente desentenderse, pero no se
puede desentender la inteligencia de quien los estudia, aunque sólo sea en la medida de
tomar conciencia de esa limitación, lo cual no es por cierto nada menos que tomar
conciencia del problema del ser en cuanto ser.

Ser y deber ser

2. - Parecería que todo esto se refiriera sólo a las ciencias de la naturaleza y que muy otra es
la cuestión cuando se trata de lo específicamente humano que es la actividad espiritual del
hombre. ¿Es, acaso, distinta la relación en que está con la metafísica la especulación
relativa al hombre considerado en su comportamiento? Sí y no, porque esa especulación
supone el estudio de lo que pura y simplemente constituye al hombre en la integridad y la
especificidad de su ser y lo que constituye la circunstancia en la cual el hombre obra; todo
lo cual puede ser tratado, en un cierto sentido, según el modo de las ciencias de la
naturaleza en cuanto ciencias de los fenómenos. Sólo que tratar a esos fenómenos como los
de la realidad material o animal es adulterarlos; desnaturalizarlos, cegarse para la visión de
su ser auténtico. Pero hecha la salvedad, el estudio de las operaciones del hombre en cuanto
tal comprende investigaciones fenoménicas, no menos autónomas que las de las ciencias
particulares de la naturaleza como todas las que se proponen saber cómo obra generalmente
el hombre; qué es la circunstancia, es decir, el medio social, en el cual obra el hombre; de
qué modo reacciona comúnmente, -en la generalidad de los caso-, sobre la circunstancia y
ésta sobre las posibilidades de su actividad, etc.

Para todas estas investigaciones vale lo dicho sobre la limitación de la investigación


científica y su dependencia esencial de la metafísica, y vale con más rigor aún porque la
realidad humana es de una complejidad y riqueza incomparablemente mayor que la de
cualquiera de los objetos de las ciencias naturales, y porque hay de por medio un factor que
basta por si solo para que la realidad humana,. cuando se consideran sus. operaciones, no
deba ser tratada con los esquemas de las ciencias de la naturaleza. Cualquiera sea la
uniformidad con que se dan comúnmente los fenómenos humanos, siempre está Como
agazapada en ellos la libertad. Compórtese o no con libertad el hombre por lo común,
puesto que tiene la posibilidad de comportarse libremente, hablar de las leyes de esos
fenómenos es enunciar algo muy distinto a las leyes inexorablemente necesarias de la
materia, de la vida y hasta de la animalidad, Se trata de un ser dotado del privilegio de
tener, en un cierto sentido, el destino en sus manos.

Por eso todas esas investigaciones fenoménicas no pueden dar por sí solas una explicación
exhaustiva del comportamiento humano. Para esa explicación, en la cual allegan estas
investigaciones materiales de innegable valor y aún indispensables, es necesario considerar
además de la que el hombre es, en su concreta existencia, lo que debe ser. Puesto que
siendo libre y teniendo el discernimiento correlativo de los motivos posibles de su actividad
autónoma y del término último de ella la perfección de su obrar estará en que obre como
debe. La averiguación de todo lo que hace individual y colectivamente queda en la
penumbra si no es en definitiva considerado a la luz de lo que debió hacer.

Este es el objeto propio de la filosofía moral o filosofía del orden práctico, de la cual es
parte la filosofía del derecho. Se trata de un modo de conocimiento singularizado por el
hecho de que no es un saber para saber sino un saber para obrar. También se trata aquí de
desentrañar una ley, pero no de cuya necesidad sea esclava la conducta humana sino a la
que esa conducta debe libre y reflexivamente ordenarse para ser lo más perfectamente
humana que cada hombre sea capaz en cada circunstancia. Con lo cual va dicho que el
saber o disciplina de conocimiento a que nos referimos participa del conocimiento
especulativo, o conocimiento del ser de que se trata en su realidad propia o específica; pero
no es saber completo de su objeto propio sino cuando sabe cómo debe ser hecho aquello a
que 511 saber se refiere. Por eso en este saber los fines desempeñan el papel de los
principios en lo especulativo.

Hay, pues, un conocimiento de la manera cómo el hombre se comporta, en tales o cuales


circunstancias concretas. Hay un conocimiento relativo a la estructura y las exigencias
propias de la naturaleza humana en cuanto tal. Hay un conocimiento relativo al orden con
sujeción al cual debe proceder la voluntad humana para obrar conforme a las exigencias
propias de la naturaleza del hombre. Hay por fin un discernimiento, el de la prudencia, del
comportamiento requerido y posible en cada particular circunstancia. Con todo ello habría
de internarse una filosofía del derecho que hubiera de hacerse cargo de todos los problemas
de esa especie del comportamiento social del hombre, que es su comportamiento jurídico.
De ella puede decirse lo que dice Maritain de la filosofía práctica en general; que debe
recorrer todas las formas del conocimiento, desde el cielo metafísico, del cual está
suspendida, hasta la tierra de la experiencia, en la cual debe necesariamente apoyarse.

Es, sin embargo, lícito considerar aparte, sin olvido de la limitación que ello comporta y de
toda la deficiencia que, por lo tanto, será aneja a esa consideración, una faz de esta
disciplina, como venimos haciéndolo aquí, en que sólo tratamos de los principios rectores
del orden práctico relativos a la regulación jurídica de la vida humana.

El derecho en la categoría del deber ser

3. - Suele comenzarse el planteamiento de la filosofía jurídica situando al derecho en el


mundo de la finalidad luego de distinguirlo del mundo de la causalidad, pensarlo en la
categoría de la voluntad y no en la de la de la percepción, con lo cual, al mismo tiempo que
se señala una nota esencialmente distintiva del mundo a que el derecho pertenece se
malogran en buena parte los frutos del certero señalamiento de esa nota definitoria que es la
libertad. Porque confinar al mundo de la finalidad en el ámbito de la actividad humana
voluntaria es hacer implícitamente de los fines algo así como creaciones de la autonomía o
hijos de la libertad. Considerar que sólo hay finalidad donde hay libertad es poner a los
fines bajo la dependencia absoluta de la libertad, puesto que la otra posibilidad, la inversa,
importaría negar la libertad. Entonces no puede concebirse otra ley de la voluntad libre que
la dictada por ella misma.. La voluntad es la ley de sí misma, o para decirlo en términos
kantianos, no es ley moral la que no es autónoma.

Pero es que la finalidad preside a toda la realidad, desde la inorgánica a la humana. El


principio de finalidad es tan primer principio como el de identidad. Sin él es ininteligible el
proceso de la transformación, movilidad o cambio que la más elemental experiencia
comprueba como condición de todo lo creado. Si todo agente, esto es todo ser en cuanto
activo o móvil, no estuviera ordenado a la producción de un efecto determinado sería
inexplicable que produjese más bien su efecto propio que otro cualquiera. Esa supeditación
de cada ser a su fin es la relación en que su actividad está con la estructura de su naturaleza.
Cada ser obra según es, y porque es como es en razón del fin al cual está ordenado, la
perfección de sus operaciones y la consecuente perfección del propio ser está en relación
directa con la subordinación de aquéllas al fin propio del ser de que se trate.

Pero esa causalidad final tanto puede cumplirse libre como necesariamente. Libremente
sólo se cumple en el hombre; necesariamente en todos los seres inferiores. El hombre tiene
el privilegio de poder discernir la razón de bien que distingue al fin propio de su ser, y el de
poder subordinarse o no a las exigencias de su fin. El mundo de la finalidad no le es
exclusivo; así como tampoco es exclusivo de la realidad no humana el mundo de la
causalidad. La actividad humana no es una actividad sin causa, y, por otra parte, la
actividad de todo lo que no es humano no es una actividad sin fin. La distinción está en que
una causalidad está imperada por la necesidad y la otra por la libertad.

Es claro que donde no hay libertad no puede haber derecho, porque el derecho corresponde
a la categoría de la conducta humana, y la conducta no es específicamente humana sino en
cuanto es o ha tenido la efectiva posibilidad de ser libre; vale decir, en cuanto le sea aneja
la responsabilidad. Pero en lugar de ser la nota distintiva del mundo moral y en él del
jurídico, la libertad sería, la causa de su más radical imposibilidad, el obstáculo absoluta e
insalvablemente opuesto a todo orden -y la moral y el derecho son ordenamiento-, si no
tuviera más ley que si misma, si el fin del hombre no estuviera inscripto en su naturaleza
como en la suya el del pájaro o el del fuego. Si la voluntad libre fuera, legisladora de sí
misma y no, como en realidad es, la facultad de cumplir, con la dignidad eminente de la
responsabilidad, una ley que le ha sido dada con el propio ser, como un reflejo de esa ley
más alta, la ley eterna, que es la Inteligencia misma de Dios, rectora del orden universal, el
orden jurídico y el moral serían absolutamente impensables.

De ahí que la filosofía del derecho no haya de ser pensada como una deducción
trascendental de una finalidad que concluye reduciéndose a pura libertad, sino como la
investigación de la ley natural a que la libertad humana debe ceñirse en el orden de la
convivencia para alcanzar el bien, -el de la comunidad y el propio de cada uno-, que es su
fin, puesto que es la perfección y plenitud de la humana naturaleza. La distinción que debe
presidir la determinación del objeto y el método propio de la filosofía del derecho, no es,
pues, la de un mundo de la causalidad y un mundo de la finalidad, sino la de la categoría
del ser y la del deber ser. Se trata de dos conducciones de la investigación correspondientes
a dos teorías del conocimiento y en definitiva a dos metafísicas -el idealismo y el realismo-
radicalmente diversas e incompatibles, como el error y la verdad.

La experiencia jurídica, el derecho y la sociedad

4. - ¿De qué experiencia proviene el concepto del derecho? La primera, la más inmediata, la
comprobación de que toda agrupación humana hállase como sostenida en su existencia por
normas de convivencia superpuestas al arbitrio individual. En esas normas está la razón de
su subsistencia. Le sigue una comprobación implícita en la anterior: la de que, en cuanto
partes de una colectividad, no nos subordinamos ciegamente a las normas que la sostienen;
nos consideramos titulares de facultades o atribuciones para el resguardo de las cuales en la
convivencia deben existir las normas preindicadas. Es como una intuición rudimentaria de
que ese régimen de convivencia, que se llama el derecho, está o debe estar en alguna
relación con el propio destino personal. La experiencia inmediata muestra la realidad
concreta y autónoma del orden jurídico; pero esa realidad es para nosotros jurídica, es
derecho, en tanto en cuanto discernimos en ella su correspondencia con las nociones de lo
mío y lo tuyo. La experiencia jurídica es una experiencia de la condición del hombre en la
vida social, pero que incluye una referencia a relaciones (no se trata ahora de saber cuáles
ni cómo se realizan) de esa condición con el destino individual. Esto es lo que en la
genérica experiencia de lo social, específica a la experiencia jurídica.

Pero lo primero que debemos considerar en esa experiencia para entrar en el entendimiento
de lo jurídico, es el ser experiencia de alteridad, relativa a una forma de comunicación con
otro. Lo jurídico está primordialmente determinado por el hecho de la convivencia. Es su
materia. Este hecho está constituido por tres elementos: las personas que entran en relación;
la relación misma, y la sociedad que resulta de ella. El derecho nos aparece como una cierta
formalidad de esa relación porque puede haber relación de alteridad fuera de ella; por
consiguiente para discernir el contenido de su concepto es preciso discernir la naturaleza de
los términos que entran en relación, la razón por la cual entran en ella, y ese imito o
consecuencia de la relación, fruto estable y permanente por encima de la transitoriedad de
la comunicación concreta que los hombres mantienen entre que es la sociedad.

Hay modos o formas de convivencia o sociabilidad de cuya razón de ser no es nota


integrante la de la permanencia indefectible. No hay vinculo de dependencia necesaria entre
su existencia y la subsistencia del hombre como tal. Podrían no existir sin que por ello se
comprometiera la integridad de la naturaleza humana. Los hay, en cambio, fuera de los
cuales o con prescindencia de los cuales esa integridad no puede ser concebida. En ellos
hay que distinguir los tipos de sociedad necesaria pero imperfecta, -la familia y las
corporaciones-, y la sociedad por excelencia, -en el orden temporal-, porque es necesaria y
perfecta en su orden propio: la sociedad política o sociedad humana constituida en Estado.
A la comprobación de que esas formas de sociedad son necesarias, hecha por la
experiencia, comprobación que es, por lo tanto, relativa, se sobrepondrá luego el
entendimiento de la razón de ser de esa necesidad y de que esa necesidad es absoluta, si
bien condicional; es natural. Pero manteniéndonos en la consideración de lo que la
experiencia muestra de inmediato y como de por sí, interesa señalar lo siguiente: toda
convivencia que aspire al establecimiento de vínculos sociales en sentido propio, es decir, a
constituirse en sociedad, requiere un orden estable; la existencia de toda sociedad supone
normas. Proponerse la constitución de una sociedad es aceptar la subordinación a las
normas que han de hacer posible su existencia y la prosecución de sus fines. Pero cuando le
es dado al hombre no proponerse esa constitución, le es dado substraerse a esa
subordinación. La necesidad intrínseca de las normas depende de la intrínseca necesidad de
la sociedad que han de regular. Por eso cuando se trata de sociedades necesariamente
requeridas por la integridad de la naturaleza humana y la obtención de su destino propio, no
está librado al arbitrio del hombre subordinarse o no a las normas que las constituyen y
regulan la convivencia dentro de ellas. La consideración más elemental de la experiencia
relativa a la sociabilidad humana comprueba, aunque sin claro discernimiento de la causa,
la existencia de una categoría de normas o principios reguladores de la convivencia que,
por corresponder a la subsistencia de sociedades necesarias, participan ellos mismos de la
necesidad intrínseca de las sociedades que sustentan. A esa categoría de normas, en cuyo
establecimiento concreto interviene el arbitrio humano, pero la necesidad de cuyo
establecimiento o existencia está por encima de ese arbitrio, es a lo que el lenguaje
corriente llama derecho en sentido propio.

Quede con esto nada más que indicado el carácter eminentemente social del derecho.
Queremos decir no sólo que el derecho nace con la sociedad, lo impone el hecho de la
convivencia, sino también que el derecho nos aparece como movido y vitalizado por una
intención o finalidad social antes que por el resguardo de esta o aquella exigencia o
necesidad individual. El derecho constituye ese resguardo mediante la integridad o plenitud
social. Volveremos sobre ello para explicar el sentido y los límites de esta comprobación
cuando nos refiramos a la dependencia recíproca en que, según sea el punto de vista se
hallan el individuo y la sociedad.

La necesidad natural de la convivencia

5. -¿Por qué nos aparecen como necesarias ciertas formas de sociedad?; ¿es la suya una
necesidad circunstancial y contingente, o es de naturaleza? La pregunta nos insta a
trascender la experiencia a que venimos refiriéndonos. Trascendería mediante la
abstracción de lo formal e inteligible que es parte integrante de ella, pero parte no
manifestada en esa primera comunicación inmediata y sensible con la realidad de la cual es
experiencia.

Vengamos, para ello, a la consideración de los términos que entran en la relación social. La
vida social no está sólo constituida por relaciones de los individuos entre sí, sino también
por las de los individuos con el todo, es decir, con la sociedad como tal, y hay dos
categorías fundamentales de la virtud de justicia, -la distributiva y la legal-, que se refieren
a ella. Pero los términos de que se trata ahora son sólo los individuos de cuya agrupación
bajó un orden necesario y para un fin no menos necesario y universal que el orden, resulta
el ser social.

El modo de obrar corresponde a la naturaleza del ser que obra. Un entendimiento de esa
tendencia del hombre a la vida social, que intente superar la mera comprobación empírica
de ella tiene que comenzar por ser entendimiento de la naturaleza humana. "Es necesario,
dice Aristóteles en la Ética a Nicomaco, que el hombre de Estado se dedique al estudio del
alma, pero considerándola del punto de vista particular que es el de la perfección que su
acción de gobierno debe procurar".

¿ Qué es el hombre? La definición aristotélica mantiene su validez: es un animal racional.


La experiencia. nos lo muestra con todos los caracteres de la animalidad, -vida y
sensibilidad-, más algo. Ese algo consiste en la facultad de ver lo inteligible en lo sensible,
lo universal y necesario en lo particular y contingente, la causa en el efecto, la razón de ser
en el mero hecho de existir, y en la facultad de obrar con libertad esto es, de tener el señorío
de la propia conducta; señorío constituido por el discernimiento de la razón de bien en
virtud de la cual algo nos solícita, y por la aptitud de responder o no a esa solicitación, que
es lo que se llama voluntad.

A la filosofía contemporánea, cualquiera sea el juicio que haya de hacerse de sus diversas
orientaciones y de sus respuestas a los distintos problemas, ha de reconocérsele la virtud de
haber retomado la conciencia tradicional de ciertas evidencias inmediatas para las cuales
pretendió cerrar los ojos el positivismo: el hombre es algo esencialmente distinto de todos
los demás seres; y lo es porque la inteligencia y la voluntad son algo substancialmente
distinto del -conocimiento sensible y de los movimientos del instinto. El positivismo
asumió la tarea gigantesca, como todo lo imposible, y poco feliz, de demostrar que la
humanidad había vivido en el engaño de creer en esa diferencia substancial o de naturaleza,
siendo que sólo se trataba de una diferencia de grado. El resultado fue suscitar un tipo
humano que casi le dio la razón al positivismo.

Pero no se caiga en el error de definir al hombre sólo por el principio de su superioridad,


que es el de las operaciones que lo especifican, principio inmaterial, como es del orden de
lo inmaterial el discernimiento de la inteligencia y la decisión libre de la voluntad. El
hombre es el más perfecto de los animales y algo más, por el espíritu; pero es el más
imperfecto de los espíritus, por la condición corporal a que está sometido, un cuerpo
ordenado a la vida del espíritu y un espíritu confinado en un cuerpo. Principios
interdependientes hasta el punto de constituir una unidad substancial, pero no equivalentes.
La superioridad del principio espiritual es un hecho de experiencia, tan evidente como el de
la superioridad de la luz solar sobre toda otra luz sensible. El señorío del hombre sobre
todas las cosas se asienta precisamente, en lo que hace del hombre algo distinto de todos los
demás seres corporales: su inteligencia, y, su libertad. Proviene de su espiritualidad. Pero el
hombre no es pura y simplemente inteligencia. El hombre real y concreto de que se trata
cuando se habla del orden de la convivencia -ese pobre hombre del que todos tenemos tan
triste experiencia, que vive como a tientas entre el amor y el pecado-, no es, evidentemente,
puro espíritu, sino unión substancial de un alma con un cuerpo; con todo el cortejo de
consecuencias para el cuerpo, levantado por la subordinación a un principio que lo
trasciende, y para el alma, constreñida a operar inevitablemente con la intervención de una
realidad, -la corporal-, que le es inferior.

Además, la participación del hombre en lo espiritual es participación en lo eterno porque es


de la naturaleza del espíritu el no ser perecedero. El destino del hombre no puede ser, por
consiguiente, sólo de tiempo sino de la eternidad. Pero de una eternidad a ]a que debe llegar
a través del tiempo. Cabe hablar, pues, de un derecho del hombre a una plenitud de vida.
Pero los derechos de la vida deben ser entendidos y atendidos en razón de lo que podríamos
llamar los derechos de la muerte. La -perfección de la vida se habrá alcanzado cuando sea
una perfecta disposición para la - muerte, según enseñaba Platón que debía ser la filosofía,
y a través de la muerte para lo verdaderamente definitivo que es la inmortalidad.

La consideración de la complejidad del hombre no concluye con esto. Lo dicho es apenas la


enunciación de lo que constituye la realidad humana, minímamente indispensable para
tratar de saber por qué se conduce el hombre socialmente, como vemos que en realidad se
conduce; si es que ese modo común de conducirse corresponde a una exigencia de su
naturaleza, y qué se sigue de todo ello con respecto a la naturaleza de la sociedad que es el
fruto de la comunicación de los hombres entre sí.

Esta breve reflexión sobre la naturaleza humana nos muestra, por de pronto, por qué y en
qué medida hay formas de sociabilidad que le son al hombre necesarias tal como dijimos
que aparecían a la experiencia inmediata. Porque la condición humana que acabamos de
enunciar tanto como condición de privilegio y eminencia, es condición de fragilidad y
dependencia. El mero hecho biológico de subsistir no puede concebirse, con respecto al
hombre, fuera de esa primera sociedad imperfecta, porque no se basta, que es la familia, ni,
por fin, fuera de la sociedad perfecta del orden temporal, porque en lo temporal se basta
plenamente, que es la sociedad política, ya no se trata sólo de la comprobación empírica de
que la subsistencia humana está como suspendida vitalmente del hecho social, sino del
discernimiento de la razón por la cual está suspendida. Y es de esa razón que se sigue la
afirmación de que la dependencia es necesaria, con verdadera necesidad de naturaleza. La
animalidad tiene en el hombre toda la perfección que proviene de estar informada por un
principio espiritual (es decir, esencialmente ordenada a él) ; pero es una perfección que en
la medida en que la eleva la fragiliza y acentúa la necesidad de la dependencia.

No es esta sola necesidad la que promueve la existencia de la sociedad y le da razón de ser.


También lo espiritual que integra la naturaleza humana está necesitado de asistencia. Lo
está en la medida en que padece la limitación y, la interdependencia impuesta por el hecho
de actuar como principio informante y ordenador de la realidad corporal. No nos
detendremos a considerar de qué modo y por qué la asistencia, que importa el hecho de la
sociabilidad repara en alguna medida la limitación que acabamos de mencionar. Piénsese, a
título de ejemplo, en el proceso de la educación, ¿ Qué no debe la inteligencia al
adiestramiento y al enriquecimiento que la educación le procura y que no le debe la
voluntad al enderezamiento de que se la hacía objeto durante ese mismo proceso? Y una
educación acabada supone la existencia de las tres sociedades necesarias que mencione al
principio: la familia, aquellas corporaciones que se refieren a esa finalidad, y la sociedad
política, en la cual se integran y por la cual se perfeccionan las dos primeras.
En suma, que por exigencia esencial de su naturaleza comienza por serle indispensable al
hombre la sociedad para vivir, pura y simplemente, y concluye por serlo para que su vida
alcance plenitud humana, esto es, perfección de la inteligencia y de la voluntad, y con ello
ordenamiento cabal de todo lo que en el ser humano está subordinado a la una y la otra..

Lo dicho sobre la necesidad que el hombre tiene de la vida social es la insinuación de que
se trata de una necesidad relativa a la realización del destino humano. Ese destino al que
aludíamos al principio, como de paso, cuando dijimos que la experiencia jurídica es
experiencia de condición social del hombre pero cor referencia a ciertas relaciones de esa
condición con el destino supremo de este último.

La naturaleza de la sociedad humana

6. - La naturaleza de la sociedad humana recibe su razón de ser de ese destino. Decir que la
sociedad le es necesaria al hombre no sólo para la subsistencia y la integridad de su
naturaleza sino también para la plenitud de ella, equivale a decir que le es necesaria para la
prosecución de su finalidad, porque la obtención del fin propio está condicionada en todo
ser por la perfección de sus operaciones, mediante las cuales promueve la mas acabada
actualización de la formalidad que lo especifica.

Hay, pues, una correspondencia esencial entre los fines de la sociedad y los fines de los
individuos que la integran. La naturaleza de la sociedad, su intrínseca estructura, está
determinada por ese fin propio del hombre como tal, al que llamamos comúnmente destino
humano aquello para lo cual existe el hombre, en cuanto hombre y no en cuanto político o
artista o padre de familia o sacerdote o militar, nada de todo lo cual podrá llegar a ser de
veras si la vocación particular no es sustentada, si no por la perfección misma, al menos por
una preferencia de atención dirigida a procurar una perfección pura y simplemente humana.
Pero a su vez el hombre no ha de pretender una tal prevalencia del fin individual que obste
a la existencia y a la perfección de la sociedad, porque ello importaría algo así como
prevalecer ese fin contra sí mismo. Fuera de que la pretensión, se estrellaría contra el
contorno social que no está a merced de la autonomía individual sino que, por el contrario,
en una cierta medida la coerciona inexorablemente.

Esto no es la mención de una hipótesis abstracta, porque la autonomía personal es el


requisito de la responsabilidad, sobre la cual se asienta, a su vez, la dignidad humana. Esto
explica la tenacidad con que el hombre se opone a la disciplina social. Reacción
desordenada de su naturaleza, muchas veces; puro movimiento de soberbia herida, pero que
tiene su raíz en el sentimiento de la propia dignidad, del cual suele ser tan frecuentemente
una expresión pervertida. En sí, el fin individual es prevalente con respecto al da la
sociedad, que existe para hacer posible su mejor obtención. Pero esa necesidad condicional
de la sociedad política para el hombre da la medida de la subordinación que puede imponer
válidamente a los individuos que la constituyen, y sobre todo, determina el carácter de esa
subordinación. No es, evidentemente, la libre sujeción del hombre de Rousseau, es decir,
una sujeción artificial, iniciada y regulada por el arbitrio individual -a través de la voluntad
general-; es una sujeción determinada por necesidades esenciales de la naturaleza humana
en orden a la realización de su finalidad. Lo que quiere decir que, si bien entrar o no en ella
y aceptar o no todas sus consecuencias es cosa que, tanto como todo lo concerniente a la
conducta humana, está librada al arbitrio del hombre, la decisión de no entrar o de no
sujetarse en toda la medida indispensable para una verdadera plenitud de orden social,
cuesta nada menos que la contradicción de la propia, naturaleza y el renunciamiento del
propio destino.

El P. Schwalm ha sintetizado así el orden de las relaciones a que venimos refiriéndonos "1º
Es ante todo por su bien propio, por el bien de la naturaleza individual que cada hombre
busca la sociedad. Santo Tomás lo establece con lujo de expresiones: El hombre es un
animal social y político, puesto que le faltan, para vivir, una cantidad de cosas que no puede
procurarse por si mismo; de ahí se sigue que el hombre es naturalmente parte de la multitud
que le proveerá los medios de vivir convenientemente (I Ética, lec. 1). Luego, en el orden
del interés -amor concupiscetiæ- el fin puro y simple de la sociedad es el bien connatural de
cada asociado, el Bien distribuido.

"De ahí otro Bien: el Bien colectivo, que es el medio de llegar al Bien distribuido; luego,
también por interés el hombre amará la sociedad y querrá su bien colectivo, que es la
unidad social y su conservación. La sociedad está aquí frente al individuo como un fin
intermedio: finis quo (el fin por el cual se encamina algo a un fin ulterior).

"2º Pero estas relaciones interesadas no son las únicas del hombre en sociedad. El individuo
recibe de la. sociedad la conservación y el perfeccionamiento de su naturaleza específica. Y
aún es perfeccionado por ella en ciertas especialidades restringidas. Es, en efecto, artesano,
patrón, sabio, magistrado. hombre político. Y la sociedad encierra, causa, conserva todas
esas especialidades. Realiza la perfección máxima de la especie humana. Luego, en sí y por
sí es soberanamente digna de ser amada, sin oculto interés; y su Bien como Bien de la
especie, prevalece sobre el Bien que asegura a cada individuo".

No entramos ahora en el laberinto de las relaciones de recíproca dependencia en que se


hallan prácticamente la sociedad y los individuos. Una cosa es plantear teóricamente los
términos de la cuestión, otra describir el fenómeno de la sociabilidad y mostrar la realidad,
la esencia y la función de los usos con que se constituye, y muy otra promover la solución
en lo concreto, habiéndoselas con todas las exigencias de la circunstancialidad y con lo que
es, en el hecho, el hombre de carne y hueso, soberbio y cobarde, apasionado e inconsciente,
que es la materia constitutiva de las sociedades, tal cual se dan en el espacio y en el tiempo.

La historia política es la narración de las vicisitudes de la humanidad al través de ese


laberinto que son las relaciones de recíproca dependencia en que se hallan la sociedad y los
individuos. Porque la existencia de la sociedad supone un orden, y la subsistencia del orden
una autoridad y el ejercicio de la autoridad no es función de entes superiores a los pobres
seres humanos que deben ser ordenados mediante ella. Por donde ese entrar el hombre en
sociedad para confortación de su entendimiento y enderezamiento de su arbitrio, es decir,
para superación de las limitaciones de la individualidad, aparece como una aventura cuyo
éxito queda librado en buena parte a un discernimiento y a un arbitrio individual. Epílogo
fatal si no se reconoce la existencia de una verdad y un deber correlativos que lo sean para
todos, siempre, porque sea la primera, expresión cierta de la naturaleza de las cosas en lo
que de ellas sigue siendo idéntico a sí mismo en el torrente de la contingencia, y sea el
segundo una línea de comportamiento dictada precisamente por las exigencias esenciales de
la naturaleza de las cosas.

Se puede observar que esta presentación del ser de la sociedad no incluye la consideración
fenomenológica del hecho social. Una cosa es la consideración de la sociedad del punto de
vista de las exigencias esenciales de la naturaleza humana, y otra si se atiende a la
condición del hombre en ella. Hay una respuesta a la pregunta: ¿qué es la sociedad? que
contempla su razón de ser, y otra que muestra su modo de ser. Hay un deber ser de la
sociedad, como de todo lo que está constituido por conducta humana y un ser concreto de
ella cuya estructura y las leyes de cuya actividad han de tenerse sin duda muy en cuenta,
tanto en la determinación de las normas que han de regir su ordenamiento hacia lo que debe
ser, como en el proceso de la actuación de ese ordenamiento en lo concreto, porque
condicionan a lo uno y lo otro. Pero con todo, sigue teniendo lugar aparte la consideración
del deber ser social en función del destino del hombre, porque estará como decapitada o
suspendida en el vacío la consideración de cualquier cosa relativa a la conducta humana
que prescinda en absoluto y no sólo accidental o metodológicamente, del problema del
destino del hombre. Conducta es conducción, comportamiento; es un llevar consigo; vale
decir, que se trata de una actividad condicionada, informada, especificada por su término.
Es evidente que el modo de tender y la posibilidad de acceder a él requieren capitalmente
un discernimiento claro de la influencia que sobre ello ejerce la circunstancia. Y lo social es
la circunstancia primaria e ineludible de la conducta humana. Por lo que esa teoría del
comportamiento social que es el derecho, necesita integrarse con el entendimiento de lo
social, porque no menos real -y a veces más-, que la acción del hombre sobre las
circunstancias es la acción de éstas sobre él. Y si el hecho no es reconocido y entendido la
doctrina del comportamiento social que se construya será un artificio.

Pero como más allá de todo destino elegible el hombre tiene un destino que le está
soberanamente asignado, sobre el cual no cabe opción ni renuncia y en el que se halla la
razón de su ser y de su obrar; de donde proviene el más hondo sentido de su existencia, de
lo que se ha llamado su quehacer, la investigación relativa a lo social ha de concluir por
referirse a estas dos cosas: de qué modo la constricción de las circunstancias puede
favorecer el recto comportamiento humano, y de qué modo pueden rectificarse o
neutralizarse las constricciones de lo social que perjudican la rectitud del comportamiento.
Para lo cual la determinación de lo que debe ser la sociedad y de la razón esencial de que la
naturaleza humana. requiera existir en sociedad, tiene una función propia y autónoma en la
consideración de lo social.

Reconozcamos que es hora de concentrar la atención en una anatomía y una fisiología de lo


social que hagan patente su naturaleza y su actividad porque se trata de la fuerza que más
poderosamente y más insensiblemente nos constriñe, por lo cual somos a menudo esclavos
de ella a merced de las inconscientes ilusiones del individualismo. Tanto más cuanto que
esa producto de la actividad humana que es la realidad social, cosa distinta de los
individuos que la integran, es a un mismo tiempo algo humano, puesto que proviene
originariamente de la acción libre del hombre de donde la ilusión de tenerlo el hombre bajo
su voluntad y a su albedrío, pura y simplemente, como las obras suyas-, y algo inhumano,
porque una vez constituido lo social como tal tiene una actividad independiente que no está,
de por si, reflexivamente conducida, sino que tiene una gravitación contradictoria de la
espontaneidad individual, y levanta frente a ésta una oposición, que por no ser reflexiva,
voluntaria, intencional, cabe calificarla con la ingeniosa denominación de Ortega, de
desalmada -de donde la peculiar esclavitud a que nos referíamos-.

Pero el hombre no es sólo esta su vida, puramente un hacerse, no es sólo historia sino
naturaleza, principio de operaciones esencialmente inmutable, Cabe por ello hablar de la
naturaleza humana y de sus permanentes exigencias en medio del fluir y las contingencias
de lo concreto. La libertad del hombre no es un lujo superfluo, sino el asiento de la
dignidad porque nos hace responsables de que hagamos bien o mal nuestro que hacer en
cada circunstancia. De lo cual no se ve cómo se puede juzgar si no es en razón de que el fin
de la vida humana está inscripto en el ser del hombre y consiste en la perfección o plenitud
de lo que en todo tiempo y lugar constituye la realidad de ese ser, inmutable en su
especificidad. Porque el hombre es eso y de tal índole es su destino, para esa integración del
hombre que es la lucha con su contorno, tanto y más que la conciencia de esa lucha y el
discernimiento de su íntimo mecanismo, le es necesaria al hombre la conciencia de lo que
él y su contorno -que es la sociedad en que tiene que vivir por necesidad circunstancial y
exigencia de su naturaleza-, deben ser.

Algo aparece al término de esta reflexión (como una consecuencia no menos necesaria que
el destino humano, que la existencia de la sociedad y que su finalidad propia), por encima
de la sociedad y de los individuos, con título para exigir la subordinación de éstos y de
aquélla; para asegurar a éstos e] modo de convivencia que requiere su naturaleza y ponerlos
a cubierto de una inversión de las jerarquías de los respectivos fines que aniquile la
prevalencia natural de su fin propio y para asegurar a aquélla la consecución del bien
común, a costa de toda desorbitada exaltación de la individualidad. Sostén de la sociedad y
resguardo de la personalidad, en ese algo aquella esencial correspondencia a que nos
referíamos halla los principios rectores de su realización. Ese algo es el derecho.

La finalidad inmediata del derecho es, precisamente, el establecimiento y el resguardo de lo


que Delos llama la superioridad ontológica de la sociedad respecto al individuo. De ahí que
el entendimiento esencial del derecho deba ser siempre un entendimiento social del. Y es en
este sentido que cabe hablar de una concepción institucional del derecho, porque las
instituciones son los núcleos primordialmente constitutivos de la sociedad y hay una
contemporaneidad fundamental en el nacimiento y constitución de las instituciones y el
derecho, y una especie de causalidad recíproca de ambos.

Qué es derecho

7. - El lenguaje, en cuanto expresión del contenido de la conciencia, ofrece un punto de


partida para investigar el sentido y alcance de aquellas convicciones humanas que pueden
llamarse -sin atribuir a la expresión un sentido absoluto universales. Los hombres divergen
cuando tratan de establecer la materia de sus derechos respectivos pero divergen en punto a
esa delimitación concreta, precisamente porque coinciden sobre lo que quiere decir tener
derecho.

En el lenguaje común, el derecho comienza por aparecer como un poder del individuo
sobre algo o sobre alguien. Hay ciertas cosas que el hombre llama propias, aunque no las
posea; con respecto a ellas se conduce como si estuviera investido de la facultad de
defenderlas contra todos cuando las tiene en su poder, o de exigirías imperativamente
cuando están en otras manos. Se trata, pues, de un poder que dice relación a otro, que es
correlativo a la vida social, lo cual lo distingue ante todo de las facultades morales del
hombre sobre si mismo.

En la expresión corriente llamamos derecho a todo lo que consideramos propio; a las


normas que establecen que sea lo propio de cada uno, y, por fin, a la facultad de poseer,
defender y exigir lo propio.

"Toda persona es inviolable en cuanto tiende a su fin. Pero no se puede conseguir el fin si
no se dispone de los medios necesarios. Si la consecución del fin es inviolable, esto exige la
facultad inviolable de hacer u obtener que algunas cosas se ordenen al fin como medios de
conseguirlo... Esa facultad inviolable es la que se llama derecho". "El derecho es la facultad
moral inviolable de tener, hacer o exigir algo" (Vermeersch) : "un poder moral al cual
corresponde una obligación de otro" (Baets) ; "poder irrefragable conforme a la razón"
(Taparelli) ; "potestad moral inviolable del hombre, que lo autoriza para obrar, según la
proporción de las relaciones esenciales a la sociedad humana" (Prisco).

Esta potestad que describimos en -la convivencia social como requisito de su recto orden y
resguardo de la dignidad individual implica, por el solo hecho de existir, una obligación
correlativa. Si tengo potestad de hacer, poseer o exigir algo, mis semejantes tendrán la
obligación de respetar mi acción o posesión, o de darme lo exigido si está en sus manos.
La existencia de cosas indispensables al sujeto, en vista del cumplimiento de su fin y la
facultad c9nsiguiente de hacerlas propias, revela la existencia de un cierto orden el orden
jurídico, cuya faz activa es el derecho entendido como potestad sobre algo o contra alguien,
y cuya faz pasiva es la obligación consiguiente de dar a cada uno lo suyo o de respetar las
acciones y la posesión de los semejantes cuando son conforme a derecho, es decir, cuando
los semejantes obran en el ámbito de lo suyo. Esta obligación correlativa es, según hemos
visto en la primera parte, el deber de justicia.

Cuando se propugna una modificación del orden social, no se reclaman derechos sino
justicia; el derecho no se pierde nunca; lo que puede suceder es que no sea posible su
ejercicio. Semejante imposibilidad proviene de que unos se oponen a la legítima potestad
de otros -a veces con el arma de un derecho positivo injusto-, es decir, no corresponden con
su deber al derecho ajeno. En una palabra, no cumplen con las exigencias de la justicia:
porque 'lo justo es algo igual al derecho del otro y rigurosamente debido".

La idea de poder o facultad no sugiere sino mediatamente la noción de un sistema de fines


morales a los que el hombre haya de someterse. Correlativa a la de orden moral es la idea
de obligación. Al imponer la justicia la obligación de respetar la potestad jurídica de los
semejantes, establece un precepto moral, y lógicamente nos lleva a pensar que la facultad
cuyo respeto se impone es acreedora a él por alguna relación con el orden moral. En otros
términos: el derecho es poder racional sobre algo; la justicia es el respeto de ese algo
poseído, en vista de la razón por la cual es poseído. Para que la justicia sea obligación
moral, la facultad cuyo respeto impone debe ser facultad de hacer o poseer algo que se
relacione con el orden moral. No se concibe la justicia que imponga el respeto del poder
arbitrario, aunque repose en una legislación positiva inatacable del punto de vista de los
procedimientos de su sanción. En fin, tengo derecho porque debo. Todo lo cual está
contenido en la sentencia de Santo Tomás: "lo bueno bajo el concepto de debido es propio
de la justicia", cuyo sentido se aclara en este párrafo de Taparelli: "el poder del derecho se
ejerce presentando a la razón de otro una verdad que le muestre el enlace que tiene para él
mismo la acción que se le exige con el logro del bien infinito".

Entendido el orden moral como una conformidad con las tendencias de la naturaleza
establecida por la razón en vista del fin - propio del hombre, se descubre la significación
íntima de las definiciones del derecho que citamos antes: facultad moral inviolable: poder
moral, poder irrefragable conforme a la razón.

Las dos primeras fórmulas se reducen a la tercera, porque sólo puede llamarse moral a la
facultad de tal condición que responda a una exigencia recta de la razón.

En cuanto a la inviolabilidad e irrefragabilidad, es carácter necesariamente inherente a toda


potestad moral, porque no puede concebirse poder alguno que tenga atribución legítima de
despojarnos de las condiciones indispensables para cumplir nuestro fin. "Persona significa,
en moral, el ente o ser que existe para sí, es decir, el ser que existe no meramente para el
bien o para fin de otros, sino precisamente para su propio bien, para cuya consecución tiene
subordinados muchos seres. Y un ente tal no puede ser considerado ni tratado por otras
personas como un medio subordinado a ellas, sino que está al lado de ellas, se mueve
paralelamente a ellas, participando de la misma dignidad. Todos tienen obligación de
respetar esa dignidad igual; de suerte que no es lícito por ningún motivo destruir o perturbar
el orden que toda persona dice a su propio bien, a su propio fin. Y ésta es la inviolabilidad
de la persona".

Además, el término irrefragable delimita el alcance del poder moral jurídico, pues indica
que se trata de un poder ejercido en relación con otras personas, mientras que el simple
poder moral puede extenderse a todo lo licito.

La última consecuencia de lo expuesto es que nuestro derecho se extiende sobre cuanto la


razón considera indispensable para el cumplimiento del último fin. Esta fórmula, que puede
parecer vaga, si se la considera aisladamente, no lo es cuando se la relaciona con todos los
postulados de la doctrina que la sustenta.

Los criterios que dirigen su interpretación, sumariamente deducidos de toda la exposición


precedente, son los siguientes: 1º no será lícito el poder que se funde en exigencias
antinaturales, o en las que no contemplen la armonía del conjunto; 2º la armonía natural es
el resultado de la jerarquización de las facultades humanas bajo el primado de la
inteligencia; 3º, toda exigencia natural debe juzgarse en vista del fin de la naturaleza
humana; 4º, el fin natural es el desenvolvimiento pleno de la actividad racional; y 5º, el fin
último exigido por el orden moral y por el propio fin natural es Dios, porque sólo en Dios
halla la inteligencia adecuada razón de ser de todo lo que existe, y en primer término de la
existencia humana y de todas sus actuales condiciones, literalmente desesperantes para el
hombre que detiene el entendimiento de las cosas en el orden natural y contingente.

El derecho como igualdad

8. - Pero si bien es cierto que tener derecho es algo que comienza apareciéndosenos como
un estar investidos de ciertas facultades a las cuales corresponden obligaciones de los
semejantes con quienes convivimos, y que el derecho, como lo define Suárez, es "una cierta
facultad moral que cada uno posee sobre lo que le es debido", la misma definición está
indicando que la razón de ser derecho está más allá de esa facultad de que nos hallamos
investidos con respecto a lo que no es debido; está en esto último, en lo que nos es debido.
Pero lo primordial y esencialmente debido es una cierta condición en la colectividad, una
situación respecto a los semejantes con quienes convivimos en virtud de la cual el dominio
sobre lo que nos es indispensable para la realización del propio fin quedará reconocido y
salvaguardado.

Decir que tenemos la facultad de considerar propias ciertas cosas y conducirnos en


consecuencia porque ellas están en relación de medio a fin con respecto a nuestro destino
supremo, no es todavía decir cuál es la esencia de ellas en cuanto propias de cada uno. Una
reflexión sobre la noción de derecho puede comenzar por consideraciones relativas a la
finalidad de éste, corno son las que parten de la más inmediata noción jurídica, que es la de
facultad, porque ésta es una faz de lo jurídico que contempla la actualización -real o
posible- de la finalidad del derecho, pero no pueden reducirse a ello porque quedaría fuera
lo que constituye al derecho propiamente como tal; aquello en razón de lo cual se dice de
él, según quedó explicado, que es el objeto de la justicia. La noción de derecho
comprendida en la de justicia, no es precisamente la de facultad, sino la de aquello en vista
de lo cual la facultad puede ser ejercitada y que es la medida de ella.

Vengamos, pues, a la consideración de "lo propio", que es lo que en la expresión corriente


y la convicción común está supuesto cuando se dice que el derecho es la facultad de poseer,
defender y exigir lo propio. Pero no en su relación con el fin o destino humano, aspecto al
que ya hemos aludido y sobre la cual habrá que volver más adelante, sino en cuanto medida
próxima o inmediata de la facultad o potestad jurídica.

En última instancia esa medida está, sin duda, en el fin último de la vida del hombre. La
razón y el alcance de los derechos del hombre en general y de cada uno en la condición
particular de su propia existencia está, como trataremos de explicarlo más adelante y fue ya
indicado al tratar de la justicia, en el deber de realizar el propio fin. Pero como la vida
humana ha de ser vivida, en sociedad, la medida próxima e inmediata de la potestad
jurídica que tiene por objeto asegurar el cumplimiento de ese fin en medio de los
semejantes, está es, en las particulares condiciones que le crea al hombre la necesidad de la
convivencia, tiene que referirse de algún modo al orden que es requisito de la existencia de
la sociedad. El derecho, medida de la facultad con el ejercicio de la cual ha de hacérsele
prevalecer, que en eso consiste hacerse el derecho efectivo, es lo propio: lo suyo de la
definición de la justicia. Y la razón próxima de que algo sea considerado por alguien como
propio, es una cierta relación -relación de contraposición-, con lo ajeno o de otro. "El
derecho o lo justo natural, es lo que por naturaleza se ajusta, o se proporciona a otro" . Y la
posibilidad de una existencia rectamente ordenada de la sociedad requiere que la relación
aludida consista en una cierta igualdad.

Nuestro derecho es, desde el punto de vista de la situación de los demás con respecto a
nosotros, lo que nos es debido. Y lo que nos es debido en el orden de la convivencia es ante
todo, y como de inmediato, una condición de igualdad. El derecho es lo que nos iguala, es
decir, lo que nos asigna y asegura un lugar o condición en el todo social, que contemple a
un mismo tiempo las exigencias esenciales de nuestra personalidad y las de todos los
semejantes con quienes convivimos, -próxima y remotamente, con lo cual esta relación
comprende a la humanidad toda-. Pero estas últimas, -las exigencias de la personalidad de
cada uno de nuestros semejantes, mediante un cierto orden social que consiste,
precisamente, en la razonable asignación de un lugar o jerarquía a cada uno en función del
bien común, bien éste distinto y aparte, merced al cual el bien de cada uno puede ser
alcanzado en aquello de él para cuya consecución es necesaria la vida social. El derecho de
cada uno es, formalmente considerado, ese lugar o condición en la sociedad. De ello se
sigue la potestad de resguardar y afirmar esa condición y de exigir como debido todo lo que
ella comporta. "Operación ad alterurm debida por el deudor con algún titulo racional y
conmensurada estrictamente entre los sujetos activo y pasivo".

No se trata de saber qué contiene, si así puede decirse; esa condición; en qué consiste,
materialmente considerado, lo propio de cada uno, ni cuál es el fundamento de que el
derecho de cada uno le atribuya lo que le atribuye, sino de discernir pura y simplemente el
principio en virtud del cual cada uno de los integrantes de la colectividad tiene derecho; es
el titular de un ámbito propio de acciones y cosas llamado su derecho. Y ese principio, que
no puede ser discernido sino a la luz de lo social, porque es el trato o relación necesaria con
otros lo que hace que se plantee la necesidad de la delimitación del propio ámbito
atendiendo a su congruencia con el de los demás, es, en última instancia, reducido a su más
escueta especificidad, un principio de proporcionalidad en la igualdad que iguala
moralmente a los miembros de la sociedad, -un derecho que asigne a alguien una condición
de privilegio arbitrario es una contradicción en los términos-, con lo cual se asegura la
ordenada existencia de esta última, y que consiste en la correspondencia de la acción de
cada uno con los títulos o prerrogativas de los demás, es decir en un orden donde la acción
de cada uno se iguale con lo que a los demás les es debido. "Igualdad moral que debemos
introducir en nuestras relaciones con otro", porque lo requiere "el ajuste colectivo", "el
equilibrio de la comunidad política. Tener derecho es ser, en el régimen de la convivencia,
titular de una condición de igualdad con respecto a los semejantes constituida por una
conducta de los semejantes a nuestro respecto que corresponda a ese título, es decir, que lo
iguale.

Por donde el derecho nos aparece como cosa muy distinta de una delimitación de
voluntades o de libertades, y resulta desprovisto de sentido substancial aquello de que el
derecho de cada uno llega basta donde empieza el de los demás. Como si la condición
social de cada uno, desde el punto de vista jurídico, fuera un islote de independencia
absoluta. Se tiene derecho en tanto en cuanto se vive en sociedad y, por consiguiente, la
naturaleza y la integridad del propio derecho no puede ser entendida sino en función de la
existencia de la sociedad, la cual requiere abstractamente un orden de igualdad moral o
proporcionalidad en la igualdad entre los miembros que la constituyen, y concretamente
una conducta de cada uno que no sólo se atenga al limite del propio derecho sino, -y es lo
esencial- que colme el ámbito del derecho ajeno comportándose a su respecto de modo que
todo lo que a ese derecho le es debido lo reciba, es decir que el derecho ajeno sea
concretamente igualado por el cumplimiento de la obligación que le es correlativa.

En eso consiste, según quedó explicado en la primera parte, una conducta justa. "Se califica
de justo lo que en nuestros actos responde, según la igualdad, a los títulos de otro"
Por otra parte, en esa igualdad moral objetiva en que consiste el derecho considerado en sí
mismo reside lo que lo distingue de otras normas de la convivencia que no tienen
substancia y jerarquía jurídicas. La esencialidad de la norma jurídica para la existencia de la
sociedad está expresada en la definición del derecho como una re]ación de igualdad
objetiva; sólo el derecho iguala esencialmente, y esa igualdad es la condición primordial e
insustituible de una convivencia ordenada. Muchas otras especies de normas de relación, de
usos, pueden establecer los hombres para la perfección o la utilidad o simplemente el
decoro de la convivencia; pero la función de todas ellas supone una existencia social que en
su ser más elemental no dependa de ellas sino de la igualación moral y objetiva del ámbito
propio de todos los que conviven, es decir que dependa del derecho, de la norma jurídica.

Igualdad mora], hemos dicho, no material o numérica por que se trata de igualar
condiciones de existencia relativas a su vez a la condición personal de aquellos a quienes la
relación iguala. Vale decir que las respectivas condiciones sean iguales en cuanto
igualmente correspondientes a la condición de cada uno. Condición que puede provenir de
la naturaleza, como en lo que concierne a la inteligencia o a otra aptitud natural-; o de la
conducta, -como en lo relativo a la virtud y a la indignidad-; o de 10 que requiere el orden
establecido -como en lo que respecta a la función social asignada a cada uno por la ley-. En
las relaciones interindividuales rige una igualdad pura y simple. Pero hay otros órdenes de
relaciones más esenciales que éstas, como que son la condición de que éstas puedan existir
ordenadamente. Son las relaciones en que uno de los sujetos es la sociedad o ser colectivo
como tal. La sociedad constituida en Estado tiene la misión de reconocer, atribuir y
asegurar a cada miembro de ella, mediante la autoridad, las respectivas condiciones
numéricamente desiguales, pero que a través de esa desigualdad alcanzan la igualdad
esencial que debe constituirse habida cuenta de la aptitud o la virtud o la función de cada
uno. Esa es la igualdad moral que se ha de establecer mediante la justicia distributiva y la
justicia legal, es decir mediante un comportamiento del Estado con respecto a los
individuos y de éstos con respecto al Estado que satisfaga plenamente lo que es debido a
aquéllos en razón de la respectiva y desigual condición de cada uno, y a este último en
razón del bien común que en él y mediante él es realizado.

Igualdad objetiva; no relativa a las disposiciones del sujeto que practica la justicia sino
relativa a los títulos del otro con quien la relación se establezca, los cuales no provienen
tampoco de una determinación de su arbitrio sino de la naturaleza de las cosas o de la ley
positiva en cuanto justa. De esa objetividad se trató al considerar la virtud de justicia y
habrá que volver cuando se trate del derecho natural y de la ley.

De la ley que las reflexiones precedentes anuncian como la expresión por excelencia del
derecho y en cierto sentido como su fuente esencial, es decir, como su causa.

Derecho y ley

9. - La reacción contra el positivismo> que identificó el derecho con la ley positiva, movió
a separar radicalmente la consideración del derecho de la consideración de la ley, para
acentuar la afirmación de la existencia de un derecho que tan no es sólo la ley positiva
como que constituye su fundamento y el requisito para una posible valoración de ella, y
para substraerse a la omnipotencia ciega que seria inherente a la ley si se identificara con el
derecho, como el positivismo pretendía. La separación trajo asimismo como consecuencia
el que perdiéramos a veces, -me apresuro a decir que incurrí en ese error en la primera
edición de este libro-, el recto sentido posible de una cierta identificación del derecho con la
ley. Identificación lícita y cargada de contenido, a condición de que se repare en el
significado analógico de la palabra ley que tan válidamente denomina a la norma de la
razón en la cual se expresa el recto orden a que la conducta humana debe ceñirse, como a la
ley positiva, es decir, a la sanción obligatoria de la autoridad que en cada circunstancia
tiene el regimiento de la respectiva colectividad. Analogía cuya comprensión tiene la virtud
de ponernos en camino de entender la verdadera relación en que el derecho Positivo está
con respecto al derecho natural u orgánico conjunto de los primeros principios de todo
orden jurídico, que no otra cosa es, en su verdadera significación, ese derecho contra el cual
dirigió su más constante crítica el positivismo y la dirigen todavía, desde las antípodas de
este último, muchas direcciones del idealismo contemporáneo.

Decir del derecho considerado en su más escueta formalidad que es una cierta igualdad o
aquella especie de relación que iguala moral y objetivamente a los miembros de la
colectividad en lo que concierne a las relaciones que mantengan entre sí o con la
colectividad misma como tal, es tanto como decir que el derecho es la norma o ley en la
cual se expresa esa relación de igualdad y que obliga en conciencia precisamente porque la
expresa. La ley es, en toda especie de realidad, lo que podría llamarse la voz del orden, la
enunciación de él; expresa lo que el orden requiere para su existencia. Y el derecho es el
orden con sujeción al cual han de situarse y comportarse los miembros de la colectividad y
esta misma como tal respecto a los miembros que la integran, para que haya una
convivencia de la cual se siga bien común. "Si la parte se ordena necesariamente al todo
como lo imperfecto a lo perfecto, y el hombre, individualmente considerado no es más que
una parte de la colectividad o comunidad perfecta, síguese que la ley propiamente debe
mirar a aquel orden de cosas que conduce a la felicidad (o bien) común"

Dijimos que el derecho, lo propio de cada uno, es substancialmente una cierta condición o
situación social, vale decir, relativa a los semejantes con quienes se convive y a la sociedad
de la cual se es parte. Sobreponiéndose al punto de vista de los derechos individuales, se
considera la totalidad de esas situaciones o condiciones, el derecho nos aparece como una
cierta ordenación eminente de ellas; como su plan esencial o principio rector del cual recibe
razón de ser la delimitación del ámbito de lo propio de cada uno; como la formalidad de la
disposición de los elementos integrantes de la colectividad, gracias a la cual una agrupación
llega a constituirse en sociedad humana propiamente dicha; en una palabra, como el orden
mismo de la sociedad. Y la ley, en su significación esencial y originaria no sólo expresa ese
orden sino que se identifica con él en el mismo sentido en que la ley de la gravedad es
expresión del modo como suceden ciertos fenómenos en la naturaleza y principio o razón
en virtud de la cual suceden de esa manera. Por donde el derecho, del cual dijimos que es
en cierto modo el orden social mismo, o el principio de él, se identifica con la ley en cuanto
ésta contiene y expresa, -vale decir, en cuanto es-, el principio del orden. Lo cual sucede en
el universo con respecto a todo orden.

El tránsito de la potencia al acto, la actualización de lo que está en el ser potencialmente, no


acaece en el universo de una manera caótica, sino ordenada y orgánica.

El mundo objeto de nuestro conocimiento, con ser tan vario es, sin embargo, un universo,
no un multiverso. Esa conversión de la multiplicidad hacia lo uno obedece a la existencia
de un fin a cuyo cumplimiento están los seres ordenados. En otros términos: todo lo que
existe obedece a su razón de ser, y la razón de ser se identifica con el fin. El ser existe en
razón de algo y, por consiguiente, existe para algo. Negar que toda actividad debe estar
naturalmente ordenada al fin propio del ser que la despliega, equivale a negarle razón de
ser; y lo que carece de razón de ser es ininteligible. Pero, lo ininteligible, lo impensable, es
imposible.

El efecto inmediato de la causa final es, en cierto sentido que aquí interesa por encima de
otros, el orden. El orden en su plenitud, la perfección del orden -que es lo que se llama bien
común- puede expresarse también con una sola palabra, pero atendiendo a su más honda
significación: la paz. No la paz que es ausencia de conflictos externos, sino la paz
substancial derivada de que cada uno de los medios se adecue estricta y perfectamente a su
fin propios Toda actividad se explica por esa tendencia intrínseca del ser hacia su fin; a tal
punto que la eficiencia, la materia y la forma, es decir, todos los elementos que intervienen
en el proceso de la actividad -'la causa eficiente, la causa material y la causa formal-, se
subordinan al fin, El fin tiene algo así como la dirección de ese proceso. Y la norma de esta
tendencia intrínseca de todos los seres hacia su fin, es lo que se llama ley, en el sentido más
amplio y al propio tiempo más riguroso de la palabra. "Cierta regla o medida de lea actos
por la cual es inducido a obrar o dejar de obrar un ser cualquiera"

De ahí que la acepción ley natural valga para todas las normas que dirigen las actividades
de cualesquiera seres creados, según las ex4'gencias de su estructura esencial.

Es así como cabe hablar de una ley natural que expresa la manera cómo ha de ordenarse la
conducta humana en la relación del hombre con sus semejantes, para que cada uno pueda
realizar su fin cumplir con su deber y para que la conducta de todos se ordene de tal manera
que en la colectividad haya orden y hasta esa plenitud de él que es la paz porque el orden es
la formalidad esencial de la sociedad, y es en la sociedad y por obra de ella que le es
alcanzada al hombre esa eminencia de bien que es el bien común, gracias al cual la
integridad dé su temporal en el orden temporal se le hace accesible.

Frente al principio rector de la conducta que la ley natural nos presenta estamos nosotros,
con el entendimiento capaz de discernir la razón de ser de la norma, su fundamento, su
validez, y con la libertad de apartarnos de la norma no obstante conocer su racionalidad y
su consiguiente autoridad obligatoria. Porque hay en el hombre esa posibilidad es que la
organización colectiva requiere un gobierno, una de cuyas notas ha de ser la posesión de la
fuerza indispensable para mantener la cohesión colectiva con un orden dentro del cual sea
posible a cada uno, en la condición de igualdad moral a que nos hemos referido, el libre
cumplimiento de su deber, es decir, un cumplimiento de él en términos de dignidad.

Por todo ello, Santo Tomás define la ley diciendo que es una ordenación de la razón para el
bien común, promulgada por aquel a quien incumbe el gobierno de la colectividad.

Estas notas sobre los principios de la doctrina del derecho se limitan a la consideración
elemental de las nociones primarias en función de las cuales han de tratarse los problemas
especiales del derecho. Por eso sólo consideraremos la nota de la racionalidad pues está en
ella el constitutivo formal de toda verdadera ley.

Es muy frecuente que las definiciones de la ley positiva comiencen invocando su origen
estatal. Santo Tomás coloca lo relativo a la sanción y promulgación por parte del Estado, en
el último término de su definición. Lo que interesa esencialmente no es la formalidad con
que la ley haya sido sancionada, sino la racionalidad de la ley que el Estado sanciona;
porque una ley sancionada con perfección formal, si no es racional no es válida. Podrá ser
aplicada y mantenida por un Estado con fuerza suficiente, pero en conciencia no obliga. Lo
primero es comprobar que la ley sea ordenación de la razón, ordenación hecha en vista de
una finalidad conforme con la esencia o naturaleza íntima del ser que ha de ordenar.

Esta racionalidad de la ordenación se cumple no sólo en el orden humano sino también en


el irracional. En la concepción del mundo como algo orgánico, donde cada uno de los seres
está dispuesto en razón de la totalidad y la totalidad coopera al perfeccionamiento y a la
plenitud de cada uno de los seres, la tendencia íntima, intrínseca e inmanente de éstos hacia
su fin, es una tendencia racional. No en el sentido de que en los seres inanimados o
inorgánicos haya discernimiento del fin que van a cumplir, sino en el de que ese fin y la
manera cómo lo cumplen es algo racional, esto es, conforme con la naturaleza íntima del
ser en el cual el fin se cumple; es racional mediante la participación de una inteligencia que
ellos no tienen. Por eso Aristóteles y Santo Tomás enseñan que toda ley rectora de la
naturaleza es una participación de otra ley suprema. En cierto modo, una participación de la
actividad del ser en la inteligencia divina, puesto que el cumplimiento de un fin por parte de
un ser irracional significa realización de un propósito, pero de un propósito que no puede
ser de él, ya que es irracional. El propósito no puede venir sino de un principio que no sólo
sea principio en el sentido de comienzo sino también en el de potencia directriz y
conservadora.

La ley natural, jurídica y moral, no es otra cosa que la manifestación en nosotros de la ley
divina a que nos referíamos. Pero la participación se cumple por vía de presentación, como
hemos tratado de explicarlo. Tenemos la facultad de discernir la razón por la cual debemos
obrar en un cierto sentido. Podemos, por consiguiente, saber por qué obrar en un sentido
distinto es obrar contra nuestra naturaleza, y, por tanto, sabemos que es bueno obrar en un
cierto sentido y es malo obrar en sentido distinto.

Conocer la realidad, es penetrar la razón de ser de todo lo que existe, comprender por qué
existe, en razón de qué eficiencia ha comenzado a existir, y para qué existe, vale decir, con
qué fin último, o para cumplir qué fin, el ser existe. Si la inteligencia es capaz de ese
conocimiento, es indudable que todo conocimiento de la inteligencia es siempre, en una
cierta medida, el descubrimiento de una ley. En la medida en que la inteligencia comprueba
cuál es la esencia de un ser, su condición íntima, su naturaleza y, por consiguiente, de qué
manera tiene que obrar para hacerlo de acuerdo con las exigencias de su fin, en esa misma
medida está desentrañando la ley de su desenvolvimiento, la norma a la cual ha de ceñirse
su actividad para lograr la perfección. Toda operación correcta de la inteligencia es, por lo
tanto, comprobación de la ley así entendida; por eso puede decirse que razón, inteligencia y
ley se identifican.

"En los actos de la razón podemos considerar dos cosas: el acto en sí mismo, que no es otro
que el entender o racionar, y lo efectuado mediante ese acto, que tratándose del orden
especulativo será, en primer término la definición, después la proposición y por último ~
silogismo o argumentación. La razón práctica a su vez, precisa, en su orden -que es el de la
operación- de un silogismo. De aquí la necesidad de señalar, por lo que a la razón práctica
se refiere, algo que sea, con respecto a la acción, lo que en el orden especulativo es la
proposición con respecto a las conclusiones. Esas proposiciones de carácter general que la
razón práctica formula en orden a la acción, son, precisamente, lo que tiene razón de ley"

Legislar debe ser, ante todo, un acto de entender la realidad social, de leer dentro de ella
para saber qué es lo que la constituye esencialmente, cuál es la esencia de su ser y cómo
debe ser dirigida la libertad humana para que, al procurar los hombres cada uno de los fines
particulares que pueden proponerse, se conformen al fin supremo de la convivencia social;
que es la plenitud del bien común.

Legislar debe ser, pues, hacer entrar en razón a la vida Colectiva. Por donde el acto de
legislar ha de subordinarse al reconocimiento de la verdad, porque entrar en razón -que
tanto vale como entender y obrar en consecuencia- no es otra cosa que obrar conforme a la
verdad, reconocida como tal en la trascendencia, en su universalidad y en su soberanía. Y
por fin, legislar en el tiempo debe ser ordenar las cosas temporales al orden de la eternidad
en el que se halla su última y suprema razón de ser, expresar en las leyes humanas, y para
las cosas humanas y temporales, la ley eterna y sobrenatural de Jesucristo, que es Camino -
la ley-, Verdad -la razón de la ley-, y Vida -el fruto perfecto de la ley cumplida-.

En este punto puede verse el alcance de la analogía a que nos referíamos. El principio de]
derecho está siempre en la ley. En la ley natural, constituida esencialmente por los primeros
principios de la conducta humana concernientes a la vida de relación, está el principio o
razón de ser de aquellos derechos llamados naturales porque se siguen necesariamente de
esos principios en todo lugar y todo tiempo, por lo cual son absolutamente inalienables. Y
en la ley positiva está el fundamento de todos los demás derechos que constituyen lo qué
podríamos llamar el patrimonio jurídico de cada uno en cada circunstancia de su vida, en
cuanto racionalmente derivados -por vía de conclusión necesaria o por vía de
determinación- de aquellos primeros principios en que se expresa el orden natural.
Derivación o consecuencia no necesaria muchas veces, es decir, que hubieran podido no ser
sancionados como derechos por la ley positiva, sin que el no sancionarlos comportara
lesión del orden natural y de lo que le es esencialmente debido a los miembros de la
colectividad; pero que una vez sancionado es tan esencialmente derecho propio de aquel a
quien la ley lo acuerda, como un derecho natural, y la causa de esta identificación está en
que la regulación positiva de que se trate haya provenido de la razón como la de la ley
natural, según aquello de Sto. Tomás en el artículo recién citado "La voluntad quiere y
apetece el fin la razón impera los medios que son necesarios para la consecución de ese fin.
Sin embargo para que la voluntad (la decisión de la autoridad respectiva en el caso a que
estamos aludiendo) tenga carácter de ley respecto de esos medios precisa ser regulada por
la razón. Y es entonces cuando puede decirse que la voluntad del príncipe tiene vigor de
ley. Sin esa regulación semejante voluntad no se4a ley sino más bien iniquidad"

En suma, la ley y el derecho no se identifican pura y simplemente; en la ley y mediante ella


se expresa la razón en virtud de la cual algo es atribuido a alguien como suyo, o reconocido
como de su pertenencia. Lo primero, lo de la atribución, es potestad de la ley positiva, pero
en los limites de l& ley natural y según las exigencias circunstanciales del bien común. En
esta sujeción está, primordialmente, la razón en virtud de la cual asiste a la ley positiva
semejante potestad. Lo segundo, lo del reconocimiento, dice más directa referencia a la
aludida razón por la cual algo debe considerarse como propio de alguien en derecho en
virtud de corresponder a exigencias de su naturaleza. En uno y otro caso la relación de la
ley con el derecho queda expresada diciendo que la razón del derecho -la razón que
determina lo que es justo- en cuanto contenida en la ley, da a ésta valor y potestad rectora.
“La razón determina lo justo (le un acto conforme a una idea preexistente en el
entendimiento. . . y ésta, sí se formula por escrito recibe el nombre de ley, de ahí que la ley
no sea el derecho mismo, propiamente hablando, sino cierta razón del derecho".

La dependencia y la distinción del derecho con respecto a la moral

10. - Los deberes del hombre lo son para consigo mismo o para con sus semejantes, y unos
y otros lo son, en última instancia, para con Dios. Los deberes para con nosotros mismos no
son tales en razón de que seamos el último fin de nosotros mismos; ni los deberes para con
nuestros semejantes existen en razón de que ellos sean el fin supremo de nuestros actos.
Unos y otros son deberes en la medida en que nosotros y nuestros semejantes somos
criaturas de Dios, Primer Principio y Ultimo Fin de todo lo creado.

Por otra parte, los deberes pueden referirse a la conducta externa o a la interna. Es
indudable que una dirección efectiva de la conducta no puede ser impuesta c9activamente
sino cuando se trata de la conducta externa. No hay posibilidad de violentar esencialmente
una conciencia. El temor o la violencia, por ejemplo, no quebrantan convicciones: coartan
su manifestación y hasta provocan manifestaciones que las contradicen, pero nada más.
Cuando se habla de las posibilidades que una coacción ejercida desde fuera puede tener
para dirigir la conducta de E los hombres, hay que entenderla referida solamente a las
manifestaciones externas de dicha conducta. Todo lo profunda que pueda llegar a ser la
acción psicológica no obtendrá sino convicciones y decisiones aparentemente propias de la
persona sometida a, esta acción; en realidad lo son de quienes artificialmente las han
provocado. El fondo de la conciencia es inviolable. La responsabilidad del sujeto pasivo de
ellas no está comprometida lo está la de quienes directa o indirectamente provocaron
semejante estado psíquico.
Ahora bien: la coacción es una propiedad del derecho. Un derecho perfecto tiene que ser un
derecho con coacción, esto es, que pueda hacerse obedecer, que disponga de la fuerza
indispensable para hacer efectivo su cumplimiento.

De estas dos premisas -la dirección de la conducta mediante la coacción no puede referirse
sino a lo externo, y la coacción es una nota del derecho- parecería seguirse esta tercera
puesto que el derecho se refiere sólo a la conducta externa, no ha de, considerarse la
intención con la cual el acto jurídico ha sido realizado. Si alguien contrae una obligación, lo
que interesa jurídicamente es que la cumpla. Que sea para satisfacer las exigencias de la
conciencia y cumplir con el deber, o sólo porque sabe que de lo contrario la coacción del
Estado la hará cumplir con agravantes, parecería que no debiera interesarle al derecho.

Por eso Kant dice del derecho que es el conjunto de condiciones en las cuales el arbitrio de
uno puede coexistir con el arbitrio de otro según una ley general de libertad. Lo que debe
preocupar al derecho según esta definición de Kant, no es la rectitud de la conducta en la
vida de relación sino la delimitación de las libertades individuales, para la cual ha de
intervenir la coacción del Estado.

El derecho seria, pues, nada más que un resguardo para la autonomía individual; y para su
perfección no tendría que preocuparse sino de ser el mejor de los resguardos posibles, sin
considerar la finalidad a la que debe adecuarse el ejercicio de la libertad que él resguarda.
Como la intención con que pueda hacerse uso de esa libertad se refiere al fuero interno, y
en él no penetra la coacción del derecho, parecería que éste pudiera y debiera desentenderse
de ese aspecto moral 'de la conducta y considerar pura y exclusivamente la delimitación de
libertades.

Pero esto implica una grave consecuencia, del punto de vista del sujeto que ha de someterse
al orden jurídico: si el derecho se refiere pura y exclusivamente a la conducta externa y no
considera la intención con la cual el acto jurídico es realizado, el derecho no obliga en
conciencia como cualquiera de los deberes morales.

Deber moral y deber jurídico serian, por consiguiente, substancialmente distintos. La


rectitud de la conducta intima es una conformidad autónoma con la ley moral que me dicta
mi propia conciencia, enseña Kant. En cambio, la rectitud de la conducta jurídica seria pura
y simplemente una conformidad material con lo que la ley mande.

Colocar al derecho fuera de la moral, como constituyendo un mundo autónomo, es hacerlo


radicalmente ininteligible. Porque el derecho es, en definitiva, es un orden de la conducta
humana. De la conducta social; esto es, concerniente a las relaciones del hombre con sus
semejantes y con la sociedad como tal, y de las manifestaciones externas de esa conducta;
pero no por ello dejan de ser en definitiva actos específicamente humanos, reflexivos y
libres lo que se ordena mediante él. Tan es así que se puede llegar a estar en la obligación
de no cumplir una ley inicua. No le es lícito al hombre declinar su conciencia ante la ley; el
acto de apostasía realizado por un cristiano primitivo por obediencia a la ley pagana que se
lo imponía, no hubiera estado, por cierto, exento de responsabilidad moral; hubiera gravado
su conciencia pesadamente, no obstante ser un acto de obediencia a la ley. Que la iniquidad
del mandato legal autorizara la rebelión o no fuera permitido afrontarla sino con el
heroísmo del martirio, es cuestión distinta; se refiere a las formas del incumplimiento; pero
las dos posibilidades dan por sentado el deber estricto y en principio indisculpable de
oponerse al cumplimiento.

Es claro que la situación aludida corresponde a lo que podríamos llamar un caso límite.
Pero que haya un caso en el cual la situación pueda plantearse y deba resolverse en contra
de la ley positiva porque así lo exige la integridad de la conciencia personal de aquel a
quien la ley en cuestión es impuesta, basta para mostrar que hay dependencia del orden
jurídico con respecto al orden mora], ¿ Por qué ha de acordarse preferencia al mandato de
la conciencia moral sobre el de la ley positiva? ¿ Por qué se pretende que la ejecución de un
acto moralmente reprobable, no está exento de culpa cuando está mandado por ja ley? ¿Por
qué no ha de concentrarse, en todo caso, la culpa en el autor de la ley, y relevar de ella a
quien se atiene al deber de obediencia que es la piedra angular del orden jurídico? 1ºPorque
en definitiva las destinatarias del bien que la ley procura son las personas a quienes el
cumplimiento de ella les es impuesto, y si es cierto que el orden establecido por la ley tiene
una eminencia fundamental con respecto al arbitrio individual de los súbditos, la razón de
esa eminencia está precisamente en que es la condición del orden social indispensable para
que los individuos alcancen la plenitud de su bien personal. Por consiguiente hay un punto
en el cual esa eminencia concluye; el deber de obediencia queda sin fundamento, y el
arbitrio individual adquiere un fuero supremo consistente en el derecho a la de obediencia
para resguardo de la integridad esencial del propio ser. Porque un mandato legal inicuo, de
la especie del ejemplo que hemos puesto que no es, sin duda, único, no tiene ninguna razón
de bien y una positiva razón de mal, por lo cual pretender que sea lícito ejecutarlo porque se
obra en virtud de la obediencia que es debida a la ley, es como pretender que en el orden
práctico se dé un absoluto equivalente al de que ontológicamente algo sea y no sea al
mismo tiempo y bajo la misma relación. 2º Porque radical la culpa en el autor de la ley es
un modo de reconocer que la ley no se justifica por sí misma; que hay una posible bondad y
una posible malicia de la ley, según que mediante su mandato se establezca un orden de
convivencia que favorezca o que contradiga el destino propio del hombre en cuanto tal.
Vale decir, que hay una relación de dependencia del orden jurídico con el orden moral, que
es el de la conducta individual en cuanto rectamente orientada a la realización del
específico y supremo destino humano.

Independizar al derecho de la moral es equiparar la ley jurídica humana a la ley eterna, por
cuanto es pretender que el derecho tenga en sí mismo su razón de ser, como la tiene la ley
eterna en cuanto expresión de la razón divina. Hay en ella una tácita divinación si no del
derecho mismo, de lo que se considere ser la fuente de él: la voluntad general, la voluntad
del soberano, la omnipotencia legislativa, la costumbre por la que se expresa "el espíritu del
pueblo", etc. Todo lo cual importa en definitiva dejar al derecho sin fundamento objetivo;
librado, por consiguiente, al arbitrio del legislador por una parte, y a una obediencia sin
sentido moral por la otra; desconectado por los dos extremos de la formalidad que lo hace
derecho, esto es, de una como atención y tendencia orientadas hacia las exigencias
esenciales de la naturaleza humanas, las cuales están a su vez determinadas por el destino
supremo a que el hombre, en cuanto tal, esta ordenado.
Tanto el establecimiento de todo orden jurídico, como la sujeción de sus súbditos a él debe
estar presidido por una intencionalidad moral. Mediante ella el derecho positivo alcanza y
mantiene vitalmente la subordinación al derecho natural sin a cual no es derecho, y la
sujeción llega a ser plenitud de obediencia, es decir, recto propósito no sólo de satisfacer
externamente a la justicia sino también de ser interiormente justos mediante la conformidad
de la propia intención con la intención de la ley obedecida. De lo primero que sigue una
máxima virtualidad de justicia en el orden jurídico positivo así establecido; de lo segundo
una máxima virtualidad de orden en la conducta jurídica de quienes están sometidos a la
ley.
Negada la dependencia a que venimos refiriéndonos, tratado el orden jurídico sin
subordinación al orden moral que lo incluye como él todo a la parte la consecuencia es en
definitiva, que no cabe hablar de otro derecho que del derecho positivo, el derecho es lo que
es el derecho positivo de lo cual es expresión la doctrina de Kelsen quien precisamente a
propósito de la cuestión de que tratamos establece como primer requisito para la
construcción de lo que él llama una teoría pura del derecho, "comenzar por romper la
conexión en que se ha presentado siempre al derecho con la moral", es decir, comenzar por
rechazar "aquella concepción según la cual el derecho considerado en sí mismo, es una
parte de la moral y que, por tanto, en cuanto tal derecho es en algún sentido y hasta cierto
punto, un fenómeno ético", rechazarla porque el conocimiento "verdaderamente tal "no se
encuentra más que ante el derecho positivo", Vale decir que no cabe hablar de una
dependencia del derecho con respecto a la moral porque no habría otro derecho cognoscible
que el derecho positivo, cuya razón de ser está en su propia existencia pues constituye un
orden autónomo, centrado sobre sí mismo.

Cosa bien diversa de semejante independización es la distinción del derecho y la moral,


siempre que con esta última palabra se denomine el orden de la conducta individual cuyo
valor esencial radica en la pureza y la rectitud de la intención. Porque uno y otro orden
están especificados por dos modos distintos de bien. La moral, así entendida, en cuanto
disciplina de la conducta individual está especificada por el bien del individuo como tal;
mientras que el derecho, en cuanto disciplina de la convivencia está especificado' por el
bien común o bien de la comunidad como tal. Sólo mediatamente el derecho u orden
jurídico recibe especificación del bien de la persona; lo recibe en cuanto la razón última del
ser social, cuya subsistencia y perfección procura el derecho que eso es el bien -común
temporal-, está en el bien supremo de las personas que lo constituyen y que sólo mediante
la vida en sociedad pueden alcanzarlo Este es el punto por donde el derecho depende
esencialmente de la moral y es un modo o faz del orden moral -lo cual es bien distinto de
ser un mínimum de ética, puesto que en su urden propio hay una integridad moral de lo
jurídico, análoga a la integridad moral de la conducta individual cuando se trata del bien
particular que la específica-. Pero la razón de la distinción queda intacta, y más aún, se hace
particularmente manifiesta. Porque si el bien personal ha de obtenerse mediante la vida
social, el orden propio de ésta se nos aparece con una irreductible autonomía. Todo lo
concerniente a la integridad y perfección del ser social, del cual está en cierto sentido pena
diente el destino individual, puede y debe ser considerado en sí mismo. Y para ello hay que
distinguir la ley de la conducta individual, de la ley del orden social, es decir, del derecho.

Lo jurídicamente debido -lo debido que constituye el derecho-, se distingue de lo


moralmente debido en que no se termina sino mediatamente en vista de lo que reclama la
constitución de la naturaleza humana: se determina en vista de lo que exige el fin del
gobierno el bien común. De ahí que no todo lo que es debido a los demás, en las relaciones
de los hombres entre sí, lo es jurídicamente. Lo legalmente debido es necesario para la
existencia de la vida política considerada en su ser propio, mientras que lo moralmente
debido equidad, benevolencia, caridad, cortesía, etc.-, no es requisito necesario de esa vida;
son elementos de su perfección. Todo ello es debido en razón de la rectitud individual, en el
orden de la perfección personal. De ahí que no pueda ser coactivamente exigido por los
semejantes, porque de] punto de vista de las exigencias de su naturaleza, para cuya
satisfacción es preciso la convivencia, no es indispensable que los demás se comporten con
esa virtud a su respecto. Jurídica o legalmente debido sólo es aquello sin lo cual la
existencia de la sociedad no puede concebirse. Por eso el derecho no consiste estrictamente
en otra cosa que en la igualdad explicada en páginas anteriores. Colocados los individuos
en ella están colocados en la posibilidad de la plenitud personal; plenitud o perfección que
redundará, si es alcanzada, en bien de la sociedad, pero que no es esencialmente requerida
por la existencia de ella.

Pero la distinción remata en una reafirmación de la dependencia, porque ese orden


específicamente jurídico implica la noción de deber tanto como el orden moral individual.
Es un deber que tiene una razón de ser -la existencia de la sociedad, el bien común-, distinta
de la razón de ser del deber moral individual, inclusive cuando se trata de deberes
exclusivamente morales para con nuestros semejantes -la perfección personal de quien
realiza el acto de virtud-. Pero de que aquel deber, pueda y deba ser coactivamente
impuesto por el derecho mediante- la ejecutora de su orden, que es la autoridad encargada
del regimiento de la colectividad, no se sigue que sea un deber sólo en cuanto
coactivamente impuesto, sino que, por el contrario, la coacción acompaña al derecho como
propiedad de él en cuanto justo. Lo jurídicamente debido lo es en razón de aquello que lo
hace derecho; y lo hace derecho la relación inmediata en que ello está con la existencia de
la sociedad y la relación mediata en que, al través de una rectamente ordenada existencia
social, está con el fin último de la persona. Por donde lo jurídicamente debido lo es en
conciencia del mismo modo y por la misma razón formal que lo moralmente debido:
porque está en juego la prosecución del último fin del hombre, la integridad esencial y la
plenitud de la persona, "No toda ley moral es una ley jurídica, pero toda, ley jurídica, en
cuanto tal, es decir, en cuanto justa, es una ley moral"

Si bien el orden jurídico recae sólo sobre la manifestación externa de los actos humanos,
por lo cual el deber jurídico se c0nsiderará cumplido como y cuando la ley o el contrato lo
imponían, abstracción hecha de la intención con que se lo cumplió, y la recta intención es
ingrediente esencial del cumplimiento del deber, no se sigue de ello lo que se ha llamado
alguna vez la amoralidad del derecho. Se trata de la esfera o ámbito de la moralidad en la
que el orden jurídico está comprendido el cual, por su naturaleza, no puede incluir en su
ámbito al fuero interno sino en cuanto se manifieste externamente. Pero no por ello la
moralidad de dicho orden es por completo ajena a la intención, en cuyo caso no sería
moralidad. El cumplimiento de la obligación debida obedece a la intención de cumplirla
pura y simplemente: El no cumplirla expresa una intención violatoria no sólo del orden
jurídico sino también del orden moral individual, es decir de la moralidad de quien no
cumple. No es moralmente indiferente cumplir o no cumplir la obligación jurídica. No hay,
pues, amoralidad del derecho. Ni tampoco "mínimo" de ética, porque no hay una ética
mínima y otra máxima. La graduación no se da sino en orden a la perfección del
cumplimiento de la ley moral. Cumplir la obligación jurídica como el derecho lo manda
pero sin íntegra rectitud de intención es, del punto de vista de la moralidad del sujeto, una
imperfecta manera de cumplirla. Pero el cumplimiento que el orden jurídico impone, tal
como lo impone, sin considerar el fuero interno de quien debe cumplirlo, es un deber moral.

Una es la moralidad del acto jurídico, otra la del orden jurídico. De este basta decir que es
orden en el sentido esencial de la expresión, en cuanto justo, y el orden justo es una
categoría del orden moral, puesto que lo es de la regulación de la conducta humana.

Lo precedente induce a referirse a alguna de las más corrientes objeciones hechas a la


dependencia del derecho respecto a la moral. Una es que la coacción mediante la cual se
obtiene en ciertos casos el cumplimiento de la obligación jurídica, hace a ésta amoral La
coacción es un elemento de la perfección del orden jurídico requerido para la efectiva
consecución del bien común. Pero la coacción que en sus diversas formas, de las que no es
la oportunidad de tratar, suple el incumplimiento voluntario o induce a la voluntad a
cumplir la obligación, deja a ésta absolutamente en libertad de no ejecutar por sí el acto de
cumplimiento. Si la voluntad accede a la coacción realiza con ello un acto de valor moral;
cumplir sólo en vista de la coacción es sin duda, imperfección moral del sujeto que así
procede pero es, con todo un acto de valor moral puesto que pudo no realizarlo.

En cuanto a que el derecho -la ley positiva -permita a veces lo inmoral-, -otra de las
frecuentes objeciones aludidas-, baste decir que si expresamente lo permite pudiendo
evitarlo, el ordenamiento jurídico respectivo incurre en radical injusticia, lo cual lo
descalifica como derecho, por aquello de que la ley injusta no es ley "sino más bien
inequidad". Por otra parte ha de tenerse presente que evitar lo inmoral en todo caso puede
ser imposible, habida cuenta de los límites dentro de los cuales tiene efectiva eficacia el
ordenamiento jurídico; o puede ser contraproducente en orden al bien común porque -
observa Santo Tomás-, la ley humana es una medida que considera a la multitud, en la cual
muchos son imperfectos en la virtud.

Las cuatro causas del derecho

11. - La consideración de una realidad desde el punto de vista de las cuatro causas de la
doctrina aristotélica: material, formal, eficiente y final tiene virtualidad orgánica, porque
procura una concepción de integridad en' la cual se destaca la distinción y la jerarquía
propia de los elementos constitutivos. Por eso cerramos con ella este capítulo sobre el ser
del derecho.

Comenzando por distinguir en dos órdenes las cuatro causas, puesto que la eficiente y la
final son exteriores a lo causado, mientras que la material y la formal son sus principios
internos; y contemplando en primer lugar el ser del derecho con prescindencia de lo que
podríamos llamar su procedencia y su finalidad, nos aparece como materia de él la
colectividad humana, pues el objeto inmediato de su regimiento es la vida de los hombres
en común. Sin duda alguna la colectividad puede ser considerada también como sujeto del
derecho y en cambio como materia las acciones humanas de la vida de relación los bienes.
La dilucidación del punto no tiene particular significado, como no sea de un punto de vista
estrictamente metodológico. Séanos, pues permitido atenernos a lo expuesto, porque si
materia es aquello con lo cual algo se constituye, parece lícito considerar a la colectividad
humana como la materia del derecho, pues es con ella que el orden jurídico, es decir lo que.
podría llamarse el estado de derecho de la multitud, se constituye. Eso es lo que ha de
recibir formalidad jurídica; es lo que está ordenado a esa formalidad, como lo está toda
materia a su forma propia.
Si se repara en que esta materia no son los individuos en cuanto conviviendo sino la
realidad distinta de ellos a que la convivencia da lugar, es decir la sociedad, el carácter
eminentemente social del derecho vuelve a ponerse de manifiesto. El derecho no va de los
individuos a la sociedad, sino de ésta a aquellos. En una palabra, el objeto inmediato de la
regulación jurídica es la sociedad como tal, y sólo a través de ella los individuos que la
constituyen. Toda la especificidad de lo jurídico se volatiliza cuando el acento es trasladado
a la individualidad.
A la forma del derecho, en el sentido metafísico de aquello por lo cual algo es lo que es, la
constituye la igualdad explicada en las páginas anteriores; o bien el orden que del imperio
de esa igualdad resulta. Esa igualdad objetiva y jerárquica es lo que da formalidad jurídica,
estado de derecho, a la convivencia humana. Cuando la vida de un grupo humano se
constituye según el orden de la explicada igualdad puede decirse de esa vida que está
informada por el derecho. Más adelante trataremos de explicar cómo la vida concreta del
derecho está constituida por las alternativas de la relación substancial entre la materia y la
forma del derecho; y el progreso o el retroceso jurídico son episodios de triunfo o de
contraste de la formalidad en el proceso de asumir a su materia propia. Proceso que deja de
ser pensado tal como es para convertirse en un esquema utópico cuando se imagina la
posibilidad de un triunfo absoluto de la forma, y se concibe la perfección del derecho como
una existencia independiente de su forma pura. De esta utopía no cabe ni siquiera decir que
es el ideal del derecho, porque el ideal supone la integridad de la realidad a la cual se
refiere y por consiguiente, tratándose del orden jurídico, debe serlo del compuesto de la
materia y la forma que lo constituyen. El triunfo de la formalidad consiste en una sujeción
de la materia a ella todo lo acabada que la condición de esta última consienta; lo cual es
todo lo contrario de una pura y simple superación y como eliminación de la materia.
La causa eficiente del derecho, en cuanto tal causa es aquello de lo cual algo proviene, y
por obra o virtud de lo cual algo existe, es la, ley analógicamente considerada. La ley
natural, en cuanto norma mediatamente proveniente de quien tiene por excelencia autoridad
propia de legislador, -Dios, autor de la ley eterna de la que la natural es participación-, es
causa eficiente del derecho natural; y la ley humana positiva, en cuanto proveniente de
quien tiene el regimiento de la comunidad y en cuanto justa o fundada en la ley natural, es
causa eficiente del derecho positivo. El ordenamiento jurídico positivo proviene de lo que
podría llamarse su eficiencia rectora. El derecho de cada cual, en el sentido de esa
condición de igualdad objetiva y jerárquica que hemos tratado de explicar, es como la
determinación de la situación de cada uno en la colectividad, que se sigue de la norma en la
cual se expresa el ordenamiento requerido para la particular integridad de cada derecho
individual y su congruencia con la totalidad. En este sentido la ley -tanto la natural como la
positiva- tienen la expresada eficiencia causal. Pero la ley es ley, porque es "algo de la
razón", según lo de Sto. Tomás en la cuestión, 90, art. 1 de la 1º, 2º, y obliga, vale decir que
es inherente a su esencia el requerir la obediencia de aquellos al ordenamiento de cuya
conducta se refiere. Supone, pues, el acto de un legislador. Por eso la causa eficiente del
derecho natural es Dios mismo, y la del derecho positivo el Estado en tanto en cuanto el
ejercicio de su autoridad propia se ordena al bien común.
La causa final, -aquel]o para lo cual algo existe-, es, tratándose de un comportamiento, un
bien, puesto que bien y fin se identifican. El bien que el derecho procura específicamente es
el bien común, el de la sociedad como tal o ser social, y a través de él y mediante él, el bien
de la persona humana, que es la plenitud de la naturaleza racional, y por fin una disposición
de ella hacia el orden sobrenatural al cual está supremamente ordenada. No se trata de
decidir cuál de los dos fines tiene preeminencia entitativa. Algo de ello fue tratado en
páginas anteriores. Lo que aquí importa señalar es que la finalidad propia del derecho en
cuanto tal, considerado en sí mismo y no como medio con el cual los individuos por él
regidos o amparados pueden lograr en la vida social la plenitud de su ser según el orden
natural, es la perfección del orden. de la convivencia, el bien propio del ser social, el bien
común; que no es el haz de los bienes individuales, sino un modo de bien distinto y hasta
independiente, como que en él tiene su fuente un cierto bien individual y de él depende la
plenitud del bien individual. Es, pues, la perfección de la sociedad como tal el fin inmediato
y propio del derecho, su causa final específicamente considerada.

CAPÍTULO II
EL FUNDAMENTO Y LOS FINES ULTIMOS DEL DERECHO

La ineludible referencia al derecho natural

1. - Al cabo de las precedentes reflexiones sobre la especificidad de lo jurídico, quisiéramos


poder explicar que esta realidad no puede ser pensada sino con referencia al derecho
natural. En todo lo precedente está, por lo demás, la insinuación de ello.

La convivencia humana en la sociedad política hace posible la subsistencia ordenada de


dicha sociedad, en tanto en cuanto se comporta con sujeción a normas que prevalecen sobre
el arbitrio individual. Que prevalecen, no que predominan; que valen más, no que son
meramente capaces de dominar de hecho a ese arbitrio. Todo el esfuerzo del positivismo
tendió a mostrar lo contrario, es decir, que lo único que la experiencia comprobaba en este
punto era que el orden establecido por esas normas predominaba de hecho. El hecho de
predominar lo constituía en derecho. En consecuencia, no tendría sentido hablar de otro
derecho que del positivismo; el derecho que tiene, ha tenido o puede tener vigencia.

¿Cuál es el hecho jurídico para esta concepción? El de que ciertas normas reguladoras de la
convivencia se impongan al arbitrio de los individuos que conviven. ¿Es que la experiencia
jurídica comprueba sólo eso: el hecho de que una cierta regulación positiva predomina?
Como se trató de explicar en el capítulo anterior el error fenomenista comienza por
consistir, no en limitarse exclusivamente a la experiencia sensible, sino en no ver todo lo
que esa experiencia contiene en cuanto tal, en cuanto pura y simple experiencia sensible. Es
también comprobación de la experiencia en lo jurídico la de que esa regulación predomina
en nombre de un propósito, se manifiesta con un sentido, con una intención rectora. No se
trata de juzgar ahora la validez o la calidad de ese propósito, sino de comprobar que existe
y en qué consiste. Y bien, toda regulación jurídica aparece siempre en una cierta relación
con el destino del hombre, tiende a asegurar la posibilidad de que sea procurada la plenitud
de la persona en la sociabilidad en que está constreñida a vivir.
El objeto inmediato de la experiencia jurídica no es, pues, sólo un derecho positivo en
cuanto regulación que predomina, sino también en cuanto regulación que predomina para
asegurar en la vida de relación la posibilidad de que sea procurado el bien de la persona.

Si el derecho concreto es un hecho, pero un hecho animado por un propósito, su sentido no


se nos entrega en la mera comprobación de que es o ha sido un derecho vigente, sino en el
discernimiento del propósito o intención a que nos referíamos.

En el orden de la acción el fin tiene la función de los principios en lo especulativo. El fin es


lo que rige la acción. El juicio de la acción ha de hacerse mediante el juicio de la finalidad
que ]a mueve. Y puesto que el derecho pertenece al orden de la acción en cuanto norma
reguladora, de cierta categoría de actos humanos que dicen relación con otro no cabe juzgar
de algo como derecho, si no es en consideración al fin que ha determinado la regulación
jurídica de que se trate.

Lo cual trae consigo una consecuencia de muy largo alcance: puede suceder que no toda
regulación que se imponga como régimen obligatorio de convivencia, sea derecho; porque
puede suceder que el propósito de ella no sea e] que el derecho debe tener.

Pero, ¿debe el derecho proponerse un determinado fin entre todos los posibles o por sobre
todos los posibles?, ¿es que una cualquiera regulación de la convivencia no justifica su
finalidad y se erige en derecho por el solo hecho de predominar o adquirir vigencia
efectiva? Para estas interrogaciones no hay más que dos respuestas inteligibles.
Pronunciarse contra una de ellas es optar ineludiblemente por la otra. Contestar que no a la
primera interrogación, que es contestar que sí a la segunda, importa identificar el derecho
con la fuerza. A su vez quien se revele contra la identificación no puede eludir la
afirmación de que hay un fin que determina al derecho como tal. Pero un fin que prevalece
por sí mismo, cuyo valor de fin no depende de que lo elija quien de hecho puede hacerlo
predominar, y subsiste a pesar de que, en los hechos, predomine contra él una finalidad
contradictoria. Que eso quiere decir prevalecer: un valer por sí, con prescindencia de que la
realidad concreta respectiva se comporte o no según lo manda, lo quiere1 o lo propone ese
valer.

Hay esto de común en las dos propuestas: ambas presuponen un concepto de la naturaleza
humana, que es lo que está en juego cuando se trata del derecho. Afirmar que determinado
orden vigente vale como derecho porque rige, esto es, porque hay una potencia capaz de
imponer su vigencia, es afirmar que el derecho de cada tino llega hasta donde llega su
potencia, o bien que a cada uno le pertenece como propio o suyo todo lo que tiene la fuerza
de obtener y mantener. Lo cual es toda una definición de la persona. Y a su vez, considerar
que el derecho debe estar ordenado a un fin cuya validez de tal hallase por encima de la
eventualidad de imponerse o no en los hechos, si bien no es decir nada todavía sobre cuál
ha de ser ese fin, es ya decir lo contrario de la tesis anterior, porque implica considerar que
poder y deber son dos cosas distintas. Lo cual también comporta un concepto de la,
condición humana.

Volvemos a encontrarnos con que una y otra manera de interpretar la experiencia jurídica
desembocan, por encima de su divergencia, en el común reconocimiento de que la
regulación estable de la convivencia social es derecho en tanto en cuanto promueve, o se
propone promover, la satisfacción de aquellas exigencias de la naturaleza humana que sólo
puede obtenerse mediante la vida de relación. Y salvaguarda, o se propone salvaguardar, la
posibilidad de la plenitud personal en la situación de dependencia que la necesidad de la
vida social le impone al hombre.

Si el derecho está especificado como tal por un propósito ese es el propósito o finalidad que
lo especifica, lo jurídico no puede entenderse sino en función o a la luz de un concepto
relativo al fin mismo de la persona. Y así se considere que hay un fin de ella universal y
necesario, que nadie puede dejar de procurar sin renegar de su condición humana, o que el
fin lo dictan las circunstancias de lugar y tiempo, o que lo postula libremente la persona, no
se elude lo siguiente: .hay un valor intrínseco del derecho positivo que depende de su
conformidad con ese fin.

El derecho natural no consiste en otra cosa que en aquellos principios relativos a la


regulación de las relaciones del hombre con sus semejantes en los cuales se expresa lo que
el fin de la persona impone indispensablemente a esa regulación, y lo que esa regulación de
la convivencia impone indispensablemente a la conducta individual. Correspondiendo a una
noción acertada o a una noción errónea del destino de la persona, el discernimiento de la
realidad jurídica es, siempre, discernimiento del derecho natural en el sentido de que es
discernimiento de los primeros principios jurídicos que por ser primeros en todo sentido
preexisten al derecho positivo, prevalecen idealmente sobre él y es por ellos que el derecho
positivo es juzgado.

La condición humana

2. - Levantada la reflexión jurídica obre la consideración exclusiva de la experiencia, y el


propósito de querer entender y explicar el derecho positivo sin referencia a otra cosa que a
él mismo, en la transitoriedad inestable que lo caracteriza en esa relatividad que le es
inherente por su natural y necesaria sujeción a las circunstancias de lugar y tiempo, y
puesto en evidencia que todo derecho se especifica por el fin a que tiende y lleva en sí una
noción de la persona, el discernimiento del verdadero derecho natural dependerá de la
determinación cierta y recta del constitutivo formal de la persona, para cuyo bien existe el
derecho, porque sólo así se puede llegar a hacer un juicio cierto y recto del fin al cual el
derecho aparezca, de hecho, dirigido; y decidir, por último, si hay o no un fin al que debe
dirigirse.

Recuérdese lo explicado anteriormente. Es la espiritualidad lo que especifica al hombre


como tal. Lo que no quiere decir que el hombre sea puro espíritu; por todo lo que no es su
constitutivo formal la realidad humana comunica con los seres del universo inferiores a
ella. Comunica por su realidad corporal, por la materia. Que es, a su vez, el principio
individualizante, el que distingue numéricamente a un ser de otro en la misma especie. La
corporeidad material hace de cada hombre un individuo distinto en la especie, con la
distinción que proviene de la materia, que es la distinción numérica (la de la parte con
respecto al todo). La formalidad espiritual le asigna, en cambio, una cierta independencia
fundamental, lo constituye en lo que se ha descrito como una naturaleza centrada sobre sí
para existir y para obrar. Es la independencia inherente a toda formalidad, pero mucho más
perfecta en el hombre que en los seres de todas las especies inferiores porque la
independencia de su personalidad es la de un todo dotado de inteligencia y libertad,
facultades que le aseguran la máxima interioridad accesible a un ser corporal, pero que
también le asignan un destino esencial de comunicación. No hemos de detenernos a
considerar todo el contenido de esta doctrina de la persona humana, tan
extraordinariamente cargada de consecuencias; lo que ahora interesa destacar en ella es que
]a raíz ontológica de la personalidad está, en un cierto sentido, en la libertad del hombre, en
que según expresión del P. Garrigou Lagrange, "sólo depende de si mismo en el orden de la
acción".

En el orden práctico, que es el de la acción y la conducta, el hombre se define por la


autonomía, en el sentido de que se define por la libertad. No llega el hombre a la vida para
ser el instrumento ciego de un destino secreto y fatal, sino para que él realice en destino.
Esa obra difícil y compleja, que es una vida humana, tiene que ser la obra propia de quien
la vive. La responsabilidad es eso: poder y deber responder de algo que ha sido puesto en
nuestras manos. Y la dignidad humana se asienta, precisamente, en la responsabilidad.
Todo esto proviene de que el hombre, desde el punto de vista inmediato de la acción, es una
voluntad libre.

Hay derecho y hay moral porque hay responsabilidad personal. En la conducta humana
existen actos conformes con lo que consideramos bueno; actos que existen, no por azar, ni
tampoco por un encadenamiento de causas que obren desde fuera determinándonos
ineludiblemente, sino por una decisión espontánea y auténticamente nuestra, por una
determinación que nos es propia, de la cual tenemos íntegramente toda la responsabilidad.
Todo lo que existe está ordenado a su fin. La razón de ser de la naturaleza propia de cada
una de las cosas existentes se halla en la finalidad para la cual está ordenada. Por eso, la
perfección de la naturaleza en todos y cada uno de los seres no es otra cosa que la
realización de su fin propio.

Pero, en el proceso de la tendencia hacia su fin, el ser humano se distingue de todos los
demás por el atributo de la libertad. Tendemos hacia el bien ineludiblemente; por naturaleza
es imposible que nos determinemos sin una razón de bien, por una razón de mal. Pero, el
bien al cual estamos ordenados no es ninguno de los bienes temporales y finitos que pueden
alcanzarse en el ejercicio de esta vida. Debe ser infinito como la capacidad de la voluntad
que hacia él tiende. El bien al cual la voluntad del hombre está ordenada es Dios, solo bien
absoluto y soberanamente perfecto.
La fuerza determinante de un bien u objeto apetecible es proporcionada a la perfección del
conocimiento que de él tenemos, y en esta vida el conocimiento que tenemos de Dios es
cierto y adecuado pero imperfecto. El conocimiento perfecto sólo se alcanza en ese último
y supremo don gratuito, la visión beatífica de la vida eterna? cuando el hombre es llamado
a ver a Dios "cara a cara". Por consiguiente, todos los objetos de apetición que pueden
presentársele al hombre en esta vida no constriñen su voluntad ineludiblemente. Son bienes,
pero no son el Bien. Puesto que su bondad es imperfecta, en la medida de su imperfección
no son bienes. La voluntad queda, pues, en libertad de determinarse o no en favor de ellos,
según sea que considere en los, objetos de su apetito su. razón de bien o su imperfección.
La raíz del acto libre está en la inteligencia que coloca a la voluntad en estado de
indiferencia activa. al ilustraría, tanto con respecto a la bondad de lo apetecido, cuanto a su
imperfección, es decir, a las limitaciones de esa bondad.
En este punto, voluntad e inteligencia son causas concurrentes del acto libre y, a su vez,
causas reciprocas. Porque la determinación de la voluntad obedece a la iluminación de la
inteligencia; pero el que la inteligencia ilustre sobre la razón de bien o sobre la
imperfección del objeto de que se trate en el proceso de las determinaciones de la conducta,
es cosa que ha de ser explicada refiriéndola a una impulsión de la voluntad. Causae ad
invicem sunt causae, enseñaba Aristóteles. "Las causas diversas que integran un mismo
acto se causan la una a la otra, desde puntos de vista diferentes". Tal es el proceso de los
actos voluntarios libres; tal es la libertad psicológica.

Pero el hombre no es sólo o primordialmente voluntad libre. La voluntad es una facultad


espiritual y por eso entra en la definición de lo que especifica al hombre -la espiritualidad-,
pero no es el espíritu. La voluntad es un apetito sensitivo, en cuanto es una tendencia, hacia
los objetos que la colmen y la pacifiquen, pero formalmente distinto porque no la mueve la
presencia sensible del objeto sino la razón de bien que discierna en él. Por eso la escolástica
la llamó apetito racional o razón práctica, denominación esta última particularmente
ilustrativa porque indica que se trata de la razón actuando en el orden del obrar (moral) y
del hacer (artes operativas). El acto voluntario es un acto de conocimiento determinado por
exigencias del orden práctico, esto es, ordenado a la acción y no a la pura especulación. Es,
pues, un querer iluminado y movido por un conocimiento, y, en consecuencia,
condicionado por él.
Esto quiere decir que si bien la voluntad tiene la posibilidad de elegir libremente el objeto
de su apetencia, con tal que halle en cualquiera de los objetos que le son de algún modo
proporcionados una razón de bien, cierta conformidad con ella misma, no todas las
elecciones tienen el mismo valor. Son mejores o peores según correspondan más o menos a
lo que el entendimiento ve en la propia persona que obra como fundamentalmente
requerido por la integridad de su naturaleza, en las particulares circunstancias en que el acto
es realizado, y lo que ve en el objeto a que tiende, como fundamentalmente conforme con
esa exigencia. Lo que podríamos llamar condición material de la dignidad humana,
requisito de la responsabilidad, es esa libertad de elección que la voluntad tiene con
respecto a todos los objetos en los que halla una razón de bien, si ninguno de ellos puede
colmar plenamente y de hecho, hic et nunc, su apetencia. Luego, la dignidad humana existe
porque se tiene la responsabilidad de una elección libre; pero consiste en elegir bien.

¿Qué es elegir bien sino de modo que sea promovida la perfección de la propia naturaleza a
cuya formalidad acabamos de referirnos? Y esa perfección supone ordenamiento de la
inteligencia a la verdad y de la voluntad al bien. Pero ¿qué es la verdad?, ¿qué es el bien?
Por el camino de las respuestas a estas interrogaciones, tan literalmente decisivas, ha sólido
venir el hombre eludiendo el rigor de su destino, sin ver que al término de él está la única
verdadera beatitud la única colmada, substancial, perfecta y concreta felicidad en pos de la
cual se agita

Si lo que llamamos la verdad no es otra cosa que una construcción mental, o más aun una
creación mental el discerní miento de la razón de bien indispensable a la voluntad para la
dirección de su apetencia no será el discernimiento de una bondad objetiva, inherente a la
naturaleza del objeto querido sino una como proyección en el objeto de lo que la
inteligencia pura y simplemente afirme, por un acto de independencia, como bueno. Por
consiguiente la voluntad no tiene ante sí una norma de comportamiento o de elección
fundada en la naturaleza misma de las cosas; lo que dicta la norma es un acto de su arbitrio,
correlativo al acto de independencia intelectual que se acaba de mencionar. Para semejante
entendimiento de lo que es la función propia de la inteligencia y de la voluntad y constituye
la esencia de la espiritualidad humana, no hay una moral del deber sino de la autonomía. Y
todo el ingenio humano no será bastante para impedir que esa desnaturalización de la
libertad, convertida en criterio supremo de toda valoración, concluya en la exaltación pura
y simple de la libertad de potencia; sea la del superhombre de Nietzsche, sea la de la
soberanía popular de Rousseau expresada en esa supervoluntad que es, en su concepción, la
voluntad general.

Pero la libertad no hace al hombre dueño de su destino en el sentido de que tenga derecho a
hacer lo que le plazca, sino en el de que puede, de hecho, hacer lo que le plazca. Es un
señorío de cuyo ejercicio tiene que dar cuenta; el ejercicio de él es meritorio porque es
libre, pero en la libertad no está la razón del mérito sino el requisito de él. Mérito hay
cuando puede dar cuenta satisfactoria del ejercicio de ese señorío. El hombre no es el
árbitro de su destino porque no es el autor de su ser. Es el suyo un ser creado, es decir,
recibido. Con la singularidad, entre todos los seres de la naturaleza, de que lo recibe con los
atributos especificantes de la inteligencia, que a través de las apariencias puede alcanzar el
discernimiento de las esencias y de sus causas, y de la voluntad, que puede responder si
tanto como puede responder no al bien objetivo que la inteligencia haya discernido. El
destino de su ser está inscripto en su propia naturaleza; no es otro, en el orden natural, que
el de llevar a su máxima perfección las potencias que lo constituyen como persona humana;
centrarse en el conocimiento de la verdad, y a través de él, en el amor del bien. Pero
centrarse quiere decir aquí constituir en centro de la vida intelectual la contemplación de la
verdad suprema y en centro de la actividad voluntaria la apetición del Bien en sí, esto es, de
un bien que no lo sea en relación a otra cosa que a la eminencia suprema de su perfección.
Porque sólo desde ese centro la inteligencia alcanza una visión proporcionada a su aptitud y
a su aspiración correlativa, y la voluntad una posesión proporcionada a la magnitud de su
natural apetencia.

Hay, pues, una naturaleza que es propia del hombre en cuanto tal, de la cual participan los
individuos de la especie. Son de la especie porque participan de ella. Pero no es algo a la
disposición del hombre, sino algo que se identifica con él, como que es él mismo. Por
donde las operaciones del hombre que no atiendan a las exigencias de esa naturaleza tal
cual es, constituyen una renegación de la condición humana, una especie de apostasía. El
deber, en el orden natural, no es otra cosa que la fidelidad del hombre a su propia esencia.
El hombre no es la medida de todas las cosas; las cosas tienen su propia medida, y también
la tiene el hombre; él es la medida de si mismo y en un cierto sentido su propia ley. No por
cierto en el sentido de que sea su ley toda decisión de su autonomía por, el solo hecho de
ser decisión suya, sino en el de que todo lo que requiere la integridad y la plenitud de esa
naturaleza suya que acabamos de explicar, debe ser procurado por él. En una palabra, que
su querer debe subordinarse a su ser. Debe querer según su ser.
Derecho, deber y libertad

3. - Ejercer un derecho es usar una facultad en términos de justicia. Y justicia es la virtud


que nos dispone a dar a cada uno lo que le pertenece. Luego, ejercer un derecho es ejercitar
una facultad en razón de la pertenencia que nos atribuimos con respecto a algo,
considerando, al mismo tiempo, todo el sistema de facultades semejantes a la nuestra que
los demás pueden ejercitar lícitamente.

Hay, pues, en el ejercicio correcto de un derecho, una afirmación y un reconocimiento. El


valor de la afirmación del derecho propio está condicionado por el reconocimiento del
derecho ajeno. Aquella afirmación de pertenencia, sin este reconocimiento, sería pura y
simplemente un acto de fuerza: el ejercicio de una facultad fuera de la justicia o contra la
justicia.
Pero, lo que interesa substancialmente en el ejercicio de un derecho, no es su límite sino su
fundamento: no tanto el saber hasta dónde puede llegar lícitamente, cuanto el poseer la
razón en cuya virtud nos 'consideramos dueños de él y autorizados a ejercerlo.
Tener el deber de defender ciertos derechos, es signo de que el derecho se asienta en
principios que no están entregados a la determinación libre del arbitrio de nadie, y que
resguarda direcciones de la conducta que a nadie es dado declinar sin menoscabo de su
dignidad, Hay proporción natural entre el cumplimiento de este deber y la medida de
nuestra dignidad. El sentimiento de la dignidad personal proviene de que nos consideramos
responsables de nuestro destino moral. Tenemos conciencia de que el destino supremo no
es materia de elección arbitraria, sino algo que nos está señalado soberanamente. Y
tenemos conciencia de la posibilidad natural de alcanzarlo: tenemos conciencia de nuestra
libertad, El celo por la propia dignidad es el celo por el correcto ejercicio de la libertad en
la realización de un destino cuya virtud no proviene de la exaltación que de él hagan
caprichosamente nuestra inteligencia y nuestra voluntad, Sentirse digno es sentirse
libremente sometido a un orden de cosas que no vale porque lo hayamos elegido o
inventado nosotros, sino que, por el contrario, nos hace valer a nosotros sustrayendo
nuestras elecciones a la fantasía de un arbitrio que se goza en el mero hecho de ejercitarse
como si las determinaciones voluntarias valieran por el hecho de ser obra nuestra, frutos de
la independencia y la espontaneidad, y no por ser correcta, esto es, enderezadas a nuestro
fin supremo.
Si la dignidad está en juego cuando se trata de resguardar los derechos primordiales, es
porque de esos derechos depende en cierto modo la integridad de la condición humana.
Y como el deber moral no es otra cosa que la obligación de mantener y exaltar la integridad
de lo humano en nosotros, viviendo -como ya lo enseñaba Aristóteles- por lo más elevado
de nosotros mismos que es el espíritu, el fundamento del derecho, lo mismo que aquella
delimitación de su alcance a que ya nos referimos, se halla en el deber. Tengo derecho
porque debo.

Porque en la vida de relación el cumplimiento de los debe - puede tropezar con el arbitrio
de los semejantes que lo dificulte, tenemos la facultad de exigir que el obstáculo sea
removido, que la oposición de la ajena voluntad sea quebrantada. Tenemos derecho a que le
sea abierto el paso al cumplimiento de nuestro deber.

Y porque tengo derecho, debo. El derecho acuerda un señorío, y los señoríos lícitos no
entrañan sólo poderes, suponen ante todo obligaciones rectamente cumplidas. La
degeneración de las noblezas fue siempre un proceso de declinación en el cumplimiento de
los deberes que eran la razón de ser de sus privilegios. Es arbitrario imponer a los demás el
propio derecho sin cumplir contemporáneamente los deberes que tenemos para con ellos, y
en primer término los que derivan del privilegio que el derecho de que se trata nos acuerda.
El deber funda los derechos requeridos para su propio resguardo. El deber pone límites al
ejercicio del derecho, Y hay, por fin, un deber entrañado en todos los derechos. El derecho
esta pues, fundado en el deber, y al propio tiempo como sitiado por él.

Pero un deber que no se asiente en principios universales y absolutos, y no se refiera a


nuestra dependencia con respecto a un principio trascendente; que no nos libere de nosotros
mismos y nos sujete a Dios, sucumbe en la contienda de las opiniones.

El deber capaz de dar fundamento verdadero e imperativo al derecho, ha de ser un deber


que nos libere de nosotros mismos y nos sujete a Dios. Dios es primer principio de todo ser
y último fin de todo acontecer, y el acontecimiento singularísimo y trascendental que es el
ejercicio de nuestro libre arbitrio, ha de ordenarse a ese fin, si aspira a constituir en nosotros
una personalidad. Porque la personalidad, entendida como plenitud y perfección de nuestra
condición humana, significa conformidad con la forma ideal,, con la. razón eterna o idea
divina en virtud de la cual el hombre ha sido creado.

Perfección, acabamiento, integridad, plenitud, significan literalmente ,realización de una


forma ideal, conformidad completa con la razón de ser. Luego, el deber de obrar con
perfección es deber de conformar nuestra conducta con la norma de actividad inherente a
nuestra naturaleza considerada en su perfección ideal. Lo cual importa decir que tenemos el
deber de sujetarnos a la ley de Dios. En cuanto causa primera de nuestro ser, Dios es
también razón Suprema de la ley a que la actividad de nuestro ser ha de ceñirse para lograr
el esplendor de su esencia, puesto que la ley de la conducta humana y la humana naturaleza
se corresponden necesariamente.

A esta necesidad dialéctica de salir de nosotros mismos y referirnos a un principio


trascendente que sea perfección suprema y eterna y de la cual son eminentemente
predicadas las perfecciones de todo lo creado, necesidad que nos libera del espectro de
Protágoras, para quien el hombre era la medida de todas las cosas, corresponde una
necesidad práctica, Es la necesidad de referir nuestra conducta a un juez supremo y
personal.

"Sí, como sucede en realidad, -ha escrito el Cardenal Newman-, nos sentimos responsables,
si nos sonrojamos de vergüenza, si temblamos de temor ante la idea de desobedecer la voz
de nuestra conciencia, ¿no es acaso, porque esto implica la existencia de un ser ante el cual
nos sonrojamos y cuyas sentencias tememos? ¿Cómo se explica que la conciencia despierte
en nosotros esos movimientos de vergüenza, de inquietud; cómo se explica que derrame en
nosotros una paz serena, un sentimiento de seguridad y de esperanza que ningún objeto
humano puede procurarnos-? Si la razón de tales emociones no pertenece al mundo visible,
es porque el objeto percibido es sobrenatural y divino. He aquí cómo el fenómeno de la
conciencia, mediante sus sentencias imprime la imagen de un Supremo Maestro, Juez
santo, equitativo, poderoso, clarividente, que recompensa y que
castiga" .
La medida -fundamento de juicio- de lo que el hombre es y de lo que ha de hacer, de su ser
y su deber, no puede hallarse en el hombre. Todo él es dependencia, es un estar pendiente
de algo que infinitamente lo trasciende. A esa evidencia se agrega el testimonio vivo de la
conciencia.

La medida del hombre no está en él. Por eso el hombre se halla a sí mismo, se reconquista,
no en la medida en que se desorbita por el afán de ejercitar su libre arbitrio al precio de su
libertad, sino en la medida en que se libera sometiéndose. Se libera de toda sujeción a fines
inferiores, sometiéndose a su Fin Supremo.
Existen deberes porque se da en el hombre la condición de su cumplimiento, que es la
libertad moral. El libre arbitrio, en virtud del cual el hombre es responsable de sus actos -
los actos que él realiza le son imputables y, por consiguiente, de él es la culpa o el mérito
de ellos-, debe poder ejercitarse externamente cuando se trata de las relaciones del hombre
con sus semejantes. Esa posibilidad que ofrece al hombre el libre arbitrio en el orden moral
individual, debe existir también en las relaciones de los hombres entre sí. Por eso, cabria
decir que la libertad civil y la libertad política deben ser garantías de que las exigencias del
recto ejercicio del libre arbitrio en el orden de la convivencia social tengan adecuada.
satisfacción. El problema ya no se desenvuelve en el ámbito de su voluntad; tiene el
hombre que entenderse con una voluntad ajena, cuya intervención puede ser motivo de que
el ejercicio de la propia libertad se vea coartada y desaparezca con ello la responsabilidad,
lo que importaría la derogación del orden jurídico. Para impedirlo está el régimen de las
libertades civiles y políticas.

Así como no hay derecho que no tenga su razón en el deber, no puede concebirse una
libertad razonable que no corresponda a un derecho. A través del derecho, las libertades
civiles y políticas se subordinan al deber moral. Se es acreedor a libertades civiles y a
libertades políticas, en la medida y del modo que las requiere el cumplimiento del deber en
cada circunstancia.

Se pierde la dignidad en la medida en que nos desentendemos de nuestra responsabilidad y


obramos como si no fuéramos la causa de nuestros propios actos. Por eso las libertades
civiles y políticas son el resguardo de la dignidad en lo social. Cuando el hombre entra en
relación con sus semejantes, esa dignidad que se asienta en el recto ejercicio de su libre
arbitrio tiene que ser resguardada, y el resguardo deben constituirlo las libertades civiles y
políticas.

De ahí que dichas libertades no tengan categoría de fin sino de medio, y que estén tan
substancialmente subordinadas al deber como el derecho, puesto que no son sino una faz de
éste. Todo lo cual responde a este principio rector de cuanta reflexión concierna a las
cuestiones de la libertad: "Ser libre un principio cualquiera de actividad es no estar sujeto
contra su naturaleza" y por ello "no es libertad verdadera la que no pone en juego
plenamente la actividad específica".

Concebir el ordenamiento social, político y económico, es decir, el mundo del derecho, en


función de la autonomía individual es como invertir radicalmente los términos del
problema, y condenarse al círculo vicioso de la siguiente apariencia de solución: no se
justifica otra sujeción de la autonomía individual que la impuesta por las normas
establecidas en ejercicio de ella misma.

Todo este esfuerzo para salvaguardar la autonomía individual, ni siquiera intenta resolver el
problema esencial. En realidad, es un esfuerzo para eludir el problema substancial, que es el
de la ordenación de la conducta, tanto individual como colectiva; el problema del último fin
del hombre. Sin afrontarlo en todos sus aspectos, el de la ordenación social y política es
insoluble. El liberalismo es un esfuerzo para eludir ese problema, porque la solución
importaría una definición absoluta con respecto a algunas cuestiones fundamentales. Y una
definición absoluta en el orden práctico, que es el de la conducta humana, seria,
naturalmente, obligatoria para todos siempre, es decir, que ante ella debería ser depuesta la
autonomía individual.

El liberalismo individualista no puso un principio distinto del que antes de él se señalaba


como principio rector de la conducta jurídica o social. Se propuso excluir a ese problema de
la concepción jurídica. No se trata de que el ordenamiento de la convivencia conduzca bien
al hombre sino de que ese ordenamiento sea tal que entregue a cada individuo la propia
conducción de la manera más extrema que consienta el hecho ineludible de la convivencia.
Tanto mayor será el bien que ese ordenamiento procure al hombre cuanto menor sea la
sujeción que le imponga. Y puesto que alguna a de imponerle, como esta concepción no
puede entenderla sino como un sacrificio, como una contradicción de la naturaleza humana
que ella define por la autonomía, se tratará de que el establecimiento de la norma respectiva
traduzca lo más fielmente que se pueda un acto de autonomía de aquellos que deben
sujetársele. La ley es para el liberalismo, compatible con la libertad, en la medida en que
aquellos a quienes ha de regir sean sus autores. Y tanto mejor será la ley cuanto mayor sea
esa compatibilidad. No se trata de colocar al hombre en la libertad de hacer el bien sino de
salvaguardar lo que se considera ese su bien por excelencia, que es la libertad.
La libertad no es colocada como fin intermedio para ser ejercida en función de otra cosa,
sino para ser gozada por si misma porque el acto libre es, en cierto modo, creador, y por eso
en la afirmación de la libertad por la libertad misma, con prescindencia de todo fin, está
aquello de "ser como dioses".

Todo lo cual es expresión torcida de una Intima aspiración fundamental del hombre, porque
hay una libertad que es goce efectivo y eminente, que ya no es medio sino fin: la libertad
que trae consigo la perfecta, la total sumisión a nuestra razón de ser. El libre arbitrio es la
posibilidad de optar y con ello la de ser responsable de los propios actos puesto que se pudo
optar de otra manera. La libertad es otra cosa. El libre arbitrio es como arma de combate,
cuyo empleo pone de manifiesto la existencia de obstáculos que perturban la conformidad
de la conducta con la razón de ser de la persona, con su Sin último y supremo. Lograr que
la adecuación de la conducta a las exigencias del fin supremo sea acabada; obtener que las
solicitaciones de cuanto no esté conforme con el fin supremo no obren ya sobre nosotros
con fuerza determinante: esto es verdadera libertad. Libertad es, pues, el estado en el cual
son superadas las solicitaciones de los fines mediatos, relativos y circunstanciales
propuestos con apariencia de fines últimos; estado de pura, exclusiva y espontánea
sumisión a las solicitaciones de nuestro fin supremo.

El correlato de ese estado de libertad personal en lo social es el estado de convivencia bajo


una ley de justicia, porque esa ley declara el orden universal en el cual está el bien del
hombre. Sin duda la ley le es dada al hombre porque es libre -libre arbitrio-, pero el
verdadero estado de libertad del hombre corresponde al reconocimiento de la ley.

El derecho tiene su razón de ser en el deber –decíamos-, y, por otra parte, el cumplimiento
estricto del deber nos da titu10 para algo mucho más importante que todos los derechos
imaginables puesto que nos dispone para el destino eterno, único fin que merece
estrictamente el calificativo de supremo, puesto que es contemplación del Primer Principio.

El libre arbitrio individual, la libertad civil, la libertad política, hacen posible el ingreso y el
establecimiento de una determinada disciplina. Tener libertad es tener libertad de estar en la
disciplina del deber.

Lo cual no implica contradicción porque esa sujeción no es sacrificio de la libertad sino


plenitud de ella. Entender al orden como constituido con cierto sacrificio de libertades
individuales es entenderlo como un equilibrio inestable trabajada por los asaltos de la
libertad que ha padecido la mutilación.

Lo que se llama, refiriéndose a la moralidad, una "línea de conducta" impone restricciones


en e] abanico de las múltiples elecciones posibles ante las cuales se halla la voluntad libre"

Las restricciones rueden ser impuestas desde fuera, por las leyes del ordenamiento jurídico,
o imponérnosla a nosotros mismos por la libre decisión de atenernos a la “línea de
conducta" prescripta por el orden natural, o más precisamente por la ley moral natural. Es
obvio que en el primer caso no hay restricción de la libertad sino, por el contrario, típico y
pleno ejercicio de ella. Lo que hay en ambos casos es, sin duda, restricción del libre arbitrio
en el sentido de que al enunciar la ley moral natural o al imponer la ley positiva un
determinado comportamiento el acto de libre arbitrio por el cual se acata lo dispuesto por
una u otra norma importa desechar las otras elecciones posibles en el caso o situación de
que se trate, el acatamiento no nos hace, si puede así decirse, menos libre, sino todo lo
contrario. El Centro de gravedad de la cuestión relativa las restricciones impuestas al libre
arbitrio, desde dentro, como puede ser, extremando el ejemplo por un voto, o desde fuera
por las prohibiciones de las leyes, se ha desplazado. La respuesta requiere referirse a la
razón por la cual las leyes imponen restricciones, o por propia decisión nos atenemos a la
“línea de conducta" adoptada la que está implícita, por ejemplo, en los diez mandamientos.
Si el fin tenido en vista por aquellas prohibiciones o esta norma de conducta es objetiva
mente bueno, -bueno en sí y no por pseudo bondad que el arbitrio individual le atribuya-,
excluir las elecciones que desvían de dicho fin tanto importa como liberarnos de elegir lo
malo. Lo cual, en ambos casos, es una liberación, es decir, un estado de más perfecta
libertad. Pues nunca. somos más libres que cuando las sugestiones que desvían del
verdadero fin dc la existencia humana están. corno neutralizadas, sea por una decisión
razonable que opera en las raíces mismas de la voluntad, sea por la imposibilidad, de hecho,
de responder a ellas a causa de la prohibición impuesta por las leyes, imponiéndose. en uno
y otro caso como "línea de conducta" la obediencia a la norma verdaderamente recta y
buena. Es que, en cuanto facultad de elegir los medios, que en eso consiste el libre arbitrio,
"la libertad obra contra si misma cuando elige medios falsos" que desvían riel verdadero
fin. Como cuando, eludiendo la prohibición legal, se recurre al uso ordinario de las drogas o
se favorecen las solicitaciones de la pornografía. En proporción a la progresiva degradación
consecuente decae la libertad. Es la "esclavitud" del vicio y las pasiones.

"En definitiva el problema de la liberación del hombre es uno mismo con el de su progreso
moral y espiritual". Del cual es responsable no sólo el individuo mediante el ordenamiento
de su propia conducta, sino también las leyes pues la consecución de su fin propio, que es
el bien común, requiere el establecimiento de un orden que contribuye del modo y en la
medida de que por su naturaleza son capaces, a la neutralización que dijimos de las
solicitaciones que desvían del verdadero fin de la existencia humana.

La existencia de toda sociedad supone un propósito común que puede, en ciertos casos, ser
libremente elegido, pero que después de la elección debe ser necesariamente respetado. Y si
se trata de una sociedad exigida por la naturaleza como la sociedad política, el propósito
común no es elegible en principio, aunque lo sea en el hecho. Esta determinado por la
finalidad natural que esa sociedad debe cumplir. Luego la existencia de semejante sociedad
no solo supone una disciplina cualquiera: requiere la disciplina conforme con su fin propio,
y no puede subsistir bajo ninguna otra.

El aparente sacrificio que importe a los miembros de la sociedad el orden indispensable


para la subsistencia de ésta y la obtención del bien común no en otra cosa corro se lía
observado, que impedir la injusticia de que algunos vinieran a ser beneficiarios.

Las libertades civiles y políticas tienen por fin resguardar y hacer posible el ejercicio
correcto de nuestra libertad moral en todas las circunstancias originadas por la convivencia
civil y política. Ese fin les da fundamento y sentido y al mismo tiempo determina sus
límites. Se trata de establecer y mantener un orden conforme con las exigencias de la
naturaleza humana, que ponga al hombre en la línea de su destino supremo y le asegure la
libertad en la línea de ese destino y solo en ella La razón de las libertades civiles; políticas
esta, pues, en la necesidad de la disciplina natural. La sociedad y el Estado no existen para
proteger las libertades sino para ordenar y dirigir al hombre y hacer posible su plenitud. La
perfección social y política no ha de buscarse en un orden de libertades absoluta sino en la
libertad de un orden absoluto.

Y la perfecta disciplina que es el abandono en Dios -ese pleno holocausto de la autonomía


individual-, nos procura la perfecta libertad, que consiste en el quebrantamiento de la
sujeción a todo fin inferior al fin supremo. Es lo que traduce una feliz expresión de
Taparellí donde con la palabra “ley" se nombra todo lo que hemos venido denominando
orden y disciplina conformes con las exigencias naturales: La ley es la perfección de la
libertad".

Derecho natural

4..- Todo aquello que le es indispensable al hombre para la plenitud personal que debe
procurar y cuya obtención esté de algún modo supeditada a otro, le es debido. Y
correlativamente el hombre está obligado a reconocer como propio de sus semejantes todo
aquello -cosas, o sólo facultades- que esté en relación de condición necesaria con la
satisfacción adecuada de las exigencias esenciales de su naturaleza. Y esto es lo que
constituye, substancialmente; el derecho natural. El régimen jurídico que haya de regular el
comportamiento de los hombres en las relaciones que mantengan entre sí, recibirá cualidad
de derecho en la medida en que regule ese comportamiento de modo que nadie pueda ser
impunemente privado, por el acto de otro o por el de la colectividad misma como tal por el
órgano de la autoridad, de lo que sea esencialmente indispensable a cada uno para el
adecuado cumplimiento de sus deberes. Faz ésta negativa y mínima del derecho natural,
con la cual se tienen, sin embargo, los elementos de su faz positiva, concerniente a la
promoción activa de la ordenación de la conducta. De aquí se siguen los primeros
principios de toda regulación justa de la convivencia, es decir, de toda regulación que dé a
cada uno lo suyo. De su conformidad con ellos y sólo de ella reciben las regulaciones
mencionadas su formalidad y su ser jurídico. Primeros principios tan inmutables,
universales y necesarios como la misma naturaleza humana a cuyas exigencias esenciales
corresponden, y por ende, principios que son a todo derecho positivo lo que los primeros
principios morales o de la acción individual a toda decisión voluntaria, particular y
concreta. De esa conformidad depende la rectitud de todo derecho. Y esto más, sobre lo que
no siempre se insiste, no obstante 5« extraordinaria trascendencia: la eficacia efectiva de
todo derecho. Porque la virtud rectora del derecho positivo es proporcionada a su
conformidad con el orden natural. Tanto que, tarde o temprano, el orden natural se toma
siempre su revancha sobre todo régimen jurídico que saque de cualquier modo a la
convivencia de los cauces naturales.

Después de haber dado el concepto y la definición de ley y haber reiterado la existencia de


una ley eterna por cuanto el mundo es regido por la Divina Providencia y "esa razón del
gobierno y ordenación de todas las cosas, existente en ellos como en supremo monarca de
todo el universo tiene carácter le ley" enseña Santo Tomás que hay en nosotros una ley
natural. La tesis se refiere a la totalidad de la conducta humana, es decir que trata de la ley
moral natural en toda la comprensión de ella: los deberes del hombre para consigo mismo y
los que conciernen a las relaciones con sus semejantes, esto es, al orden de la convivencia
social. "Una cosa participa de una regla y medida en cuanto es regulada y medida. Ahora
bien, hallándose todas las cosas sometidas a la Divina Providencia y por consiguiente
reguladas y medidas por la ley eterna,' todas partición de la ley eterna de alguna manera, a
saber: en cuanto la impresión de esta ley en sus naturalezas las impulsa a obrar y las hace
tender a sus respectivos fines". "Como la ley es algo de la razón, obra de la misma, según
fue expuesto, y solamente el hombre tiene capacidad para percibirla bajo esa formalidad, es
decir racionalmente, de ahí que tan sólo esa participación tiene propiamente carácter de ley.
En las criaturas privadas de razón, la participación no existe de modo racional, y por ello no
puede ser llamada ley sino por analogía". Y en el art. 3 de la misma cuestión, al referirse a
la ley humana, hace explicito el significado de esta noción de ley natural al explicar que
"del mismo modo que en la razón especulativa las conclusiones de las diversas ciencias son
las consecuencias de principios indemostrables, el conocimiento de tuyas conclusiones no
es innato en nosotros sino fruto de la actividad de nuestro espíritu, del mismo modo es
necesario que la razón humana, partiendo de los preceptos de la ley natural que son como
principios generales e indemostrables, llegue a disposiciones particulares descubiertas por
la razón humana, siempre que reúnan las demás condiciones que integran la noción de la
ley. Son las llamadas leyes humanas".
En suma, que la ley natural no está constituida por otra cosa que por los primeros principios
o fines últimos, porque en el orden práctico, los fines tienen el lugar y la función de los
principios en lo especulativo del orden moral Esos primeros principios derivan de la
naturaleza en el sentido de que expresan las exigencias esenciales del ser de cuya ley
natural se trate: Y como la causa primera de todo ser y su fin ultimo es Dios, en la ley
eterna u orden supremo y total del universo que no es sino la razón divina según aquello de
que la ley es por definición algo de la razón esta la causa y fundamento de la ley natural.
Pero ello no obsta a que se la considere abstracción hecha de esa causa, es decir refiriéndola
inmediatamente a la estructura esencial del ser del cual es ley estructura o esencia en la que
se halla la razón próxima e inmediata de la ley natural. Así considerada la ley natural se
identifica con los primeros principios del orden práctico, u orden de las operaciones los
cuales se siguen de la noción del ser respectivo, porque cada ser obra -o debe obrar, como
el casa del hombre, que es libre-, según es. En cuanto el ser humano tiene en Dios, como
todo ser, su causa primera y su fin último, la ley natural de su conducta es una participación
de la ley eterna; su razón de ser y su razón de ley está en esa participación, porque como la
de todo efecto está en su causa. En cuanto es lo que es, vale decir, en cuanto tiene una
determinada esencia o formalidad especificante, la ley natural de su conducta, en lo
individual y en lo social, es lo que podríamos llamar la traducción normativa de los
primeros principios inherentes a esa esencia, la formulación de lo que requiere
primordialmente un orden de operaciones con el cual el ser sea fiel a su esencia.

Y cuando se trata de la ley natural en sentido jurídico, o derecho natural, pues ya


explicamos cómo en un cierto sentido derecho y ley se identifican, lo que con esa
denominación quiere expresarse son los primeros principios o preceptos madres de la
conducta humana en orden a las relaciones de los hombres entre sí y de éstos con la
sociedad como tal. Y son primeros por excelencia aquellos que en lo relativo a estas
relaciones ponen los fundamentos insustituibles del orden de convivencia indispensable
para que el hombre alcance el fin supremo a que por naturaleza está ordenado; los que
expresan modos de obrar en relación de necesidad de derecho con respecto al fin último.
Mientras que el derecho positivo humano está en esa misma relación pero según una
necesidad de hecho, y por ello circunstancial y mudable.

El derecho natural así entendido es todo lo contrario de una concepción abstracta del orden
jurídico deducida a priori de algo que no es ni siquiera una cierta nota integrante de la
noción de naturaleza humana, sino apenas una de las manifestaciones de ella, algo así como
una inclinación supuestamente dominante y que por ello se la considera distintiva -la
imbecilitas de Puffendorf, o el apetito socieatis de Grocio, o el miedo de Hobbes. Es un
fruto de la consideración de la naturaleza del hombre en su viviente y concreta realidad, y
en cuanto principio de sus operaciones -que eso es naturaleza-. Lo cual requiere que, el
hombre sea considerado en toda la integridad de su ser y no en función de uno cualquiera
de sus modos comunes de comportarse en el orden de la convivencia, porque la concepción
así construida lo sería con tres adulteraciones de la realidad una manifestación empírica
tomada como nota distintiva de la esencia, una abstracción arbitraria de ella y una
lucubración racional, hecha a partir de lo uno y lo otro con el aparente rigor de una
deducción matemática.

Y no consiente que se construya abstractamente una legislación ideal, concebida fuera del
tiempo y del espacio como para valer en todo tiempo y todo espacio, precisamente porque
el hombre de que se trata no es una abstracción sino un Ser concreto cuya esencia no debe
ser pensada nunca, cuando se trata del orden práctico, sin sujeción a condiciones de
existencia. Esta consideración hace que el derecho natural, en cuanto correspondiente a las
exigencias esenciales de la naturaleza humana y a las condiciones concretas de su
existencia, tenga como objeto de su regulación tanto a los individuos como a la sociedad.
No a la sociedad sólo en función de los derechos individuales y para la máxima exaltación
de éstos que esa fue la consecuencia de la concepción individualista del derecho natural en
la edad moderna, al punto que la sociedad y el Estado no tendrían más fundamento que un
contrato libre y soberanamente pactada, sino a la sociedad en cuanto condición natural del
ser social, de análoga especie al derecho natural de los individuos, en el sentido de que,
como el de éstos, consiste en los primeros principios del orden social correlativo al fin
propio de la sociedad como tal; fin propio que no es el bien individual, como pretende la
concepción del individualismo sino mediatamente; inmediata y propiamente es el bien
común modo de bien de una especificidad estricta irreductible a la del bien particular.

Para acentuar lo concreto de la concepción del derecho natural a que venimos refiriéndonos
puede decirse que se pierde su sentido esencial si no se la refiere a un posible derecho
positivo, a una regulación de la convivencia u orden social que tiene que hacerse cargo de
circunstancias particulares y contingentes en las cuales la aludida vida social se de porque
no hay vida humana, individual o social que no se dé en ellas y es por eso que el derecho
natural no ha de ser concebido como otra cosa que el fundamento o primer principio de
toda recta regulación positiva y humana de la convivencia. Aquello que la obtención del
último fin del hombre mediante la vida en sociedad, requiere ineludiblemente, siempre, en
todo lugar y todo tiempo: 1º posibilidades elementales de subsistencia en lo cual la
exigencia de la naturaleza humana coincide con la de todos los seres; 2º posibilidad de una
ordenada perpetuación de la especie -régimen de familia y patria potestad- en lo cual la
exigencia de la naturaleza humana coincide en cierto modo con la de los animales; 3º
posibilidad de ordenada convivencia social lo cual se refiere a lo que acabamos de llamar el
derecho natural propio del ser social, y adecuado conocimiento de la verdad lo cual
corresponde a una exigencia propia y específica de la naturaleza humana en cuanto tal.

Cómo haya de darse satisfacción a esas exigencias en cada particular circunstancia es


misión propia del derecho positivo humano bajo la iluminación rectora del derecho natural.
Estos preceptos de la ley natural relativos al orden de la convivencia no son sino
especificaciones que están en relación de medios necesarios, con la necesidad de derecho a
que aludimos poco antes, respecto al último fin del hombre, del precepto por excelencia de
la ley natural, el primer principio de ella, equivalente en el orden práctico al principio de
identidad en el especulativo y reductible a él, como tratamos de explicarlo al ocuparnos de
la plenitud de la justicia (punto 2): aquel que manda hacer el bien y evitar el mal. Los
preceptos mencionados expresan aquellos bienes elementales del hombre cuya privación
trae consigo la privación, directa o indirecta, de la existencia, o la privación de su condición
y su dignidad específicamente humanas. Con lo cual queda expresado que su conjunto
constituye una integridad irreductible, porque el no dar satisfacción a cualquiera de estas
exigencias importa hacer insubsistible la existencia humana, pues tanto importa impedir
pura y simplemente esa existencia como impedir que sea humana.
Todo lo expuesto está como articulado en un centro de gravedad cuya existencia se nos
hace presente de continuo: el fin último y supremo de la vida humana tantas veces aludido
en pasajes anteriores. Lo recordamos aquí de nuevo para señalar el largo alcance
desquiciador de un pensamiento de Grocio que ha hecho muchísimo camino y se lo cita con
frecuencia como si afirmara la especificidad y la eminencia del derecho natural, cuando la
verdad es que en esa misma eminencia halla su aniquilamiento un derecho natural así
concebido. Nos referimos a aquello de que aunque Dios no existiera el derecho natural
existiría. Esto equivale a decir que el orden universal, del cual el derecho natural es la
expresión en lo relativo a la convivencia de los seres humanos y a la existencia de la
sociedad, tiene en sí mismo su razón de ser y no en un fin querido por la inteligencia que lo
establece precisa-mente en razón de ese fin y para su obtención. Tratándose de la conducta
humana y social, singularizada por la intervención de la libertad en ella, la norma del orden
a que debe someterse -y del cual puede de hecho apartarse- no cabe que venga sino de un
discernimiento racional del fin al cual la persona humana está objetivamente ordenada, o de
la afirmación de que esa norma es dictada por la libertad soberana del individuo, que sería
así su propio y autónomo legislador.

Lo primero supone la referencia necesaria a una, Causa primera incausada que es, en cuanto
tal, Ultimo y Supremo Fin; porque las cosas no tienen razón de ser inteligibles si no son
referidas a un fin determinante de su ser y su modo de ser, y puesto que bien y fin son
sinónimos, el fin último de todas las cosas debe ser el supremo bien, es decir, Dios mismo.
Por eso enseña Sto. Tomás, según quedó explicado, que el fundamento último de la ley
natural es la ley eterna u ordenamiento establecido por la razón divina, del cual el orden
natural de la conducta o ley natural discernida por la razón humana no es sino una
participación. Lo único que inteligiblemente puede seguirse de la hipótesis de que Dios no
existiera es pura y simplemente que nada existiría. La afirmación de Grocio no es una mera
acentuación de la irreductibilidad del derecho natural; es la ateización radical del orden
moral y jurídico, indispensable para la exaltación incondicionada de la autonomía
individual que pugna en el fono de todo el individualismo liberal, del cual fue Grocio tan
alta expresión originaria en lo jurídico, y que determinó las innumerables variantes de la
doctrina del contrato social destinadas a impedir la conclusión rigurosamente anárquica de
ese individualismo.

Derecho cristiano

5. - Es cierto que la Gracia eleva a. la naturaleza sin destruirla y que requiere muchas veces
una adecuada disposición de ella. Es cierto que no se puede concebir un estado de
perfección sobrenatural en una naturaleza moralmente perversa y que hay, por
consiguiente, una tarea de perfeccionamiento natural que bien se puede considerar aparte. Y
es cierto que por ser el fin de la sociedad política el bien común temporal, o bien del todo
social en está vida, es licito y aún necesario considerar en si misma las exigencias del orden
temporal y las de la naturaleza -la pura naturaleza-, social y política del hombre. Sería
funesto pretender una transposición total de los problemas sociales y políticos al orden
sobrenatural y una exclusiva consideración de ellos a la luz de las exigencias de ese orden.
Importaría lisa y llanamente condenarse a lo entenderlos y a ser, corno desde las nubes,
espectador inútil.
Pero una cosa es considerar aparte el orden natural y muy otra considerarlo como si sé
bastara y estuviera sostenido por sí mismo; considerarlo dando la espalda al horizonte de la
eternidad. No fue otro el intento de la edad moderna a través de la cual es tan visible la
degradación del principio de la Gracia. El naturalismo que la define comporté en el orden
de lo humano una exaltación del hombre en términos de absoluta autonomía y un
correlativo confinamiento de su destino en los límites de la temporalidad. No hay para esta
concepción otra plenitud humana que la de un vivir alimentado con los zumos de todo lo
que esta existencia transitoria, exprimida, es cierto, con el ansia de hacerla rendir como a
una eternidad, sea capaz de dar de sí. Por eso todo aquel movimiento de la historia
desembocé en esa promoción de la libertad individual a la categoría de valor absoluto y
supremo puesto que nada podía ser mas alto objeto de amor para el hombre del naturalismo
que el instrumento de la radical autonomía en que se habla instalado a vivir.

La doctrina del pacto social; de la comunidad, fuente originaria de la autoridad; de los


sistemas constitucionales; del derecho natural, operan durante la edad moderna con
elementos tomados de la tradición cristiana medieval. Sin embargo, la manipulación de
ellos no da algo análogo al orden medieval sino lo contrario.

De todas las razones a que esto obedece interesa señalar aquí una sola: en las raíces de
todas las expresiones de la edad moderna hay una actitud espiritual esencialmente
divergente de aquella por la cual la edad media se define y se expresa del modo más
autentico: es su actitud en orden a lo religioso.

Cabría decir que la actitud religiosa medieval se caracteriza por su socialidad, y la que
concluye por dominar en la edad moderna por su individualismo. El movimiento de una
época es de lo temporal hacia la eterno; el de la otra de humanización y temporalización de
lo divino, que remata en una cuasi divinización de lo humano y temporal.

Todas las características del pensamiento y la realidad jurídica de la edad moderna y se


hacen ininteligibles si su individualismo no se considera a la luz de un proceso correlativo a
la formación de él y que se refiere al orden religioso: el de la laicización o despojamiento
que sufren las instituciones jurídicas y sociales de aquellos elementos por los cuales
comunicaban orgánicamente con la vida religiosa entendida como vitalidad de un cuerpo: el
Cuerpo Místico. Recuérdese a mero título de ejemplo la jurisdicción indirecta de la Iglesia
en lo temporal substituida por la traslación del poder espiritual al poder temporal; la
consagración de los reyes desnaturalizada por la doctrina del derecho divino prácticamente
absoluto porque se recusa la jurisdicción indirecta de la Iglesia y la relación de la Ley
natural con la ley eterna; la supresión del fuero eclesiástico; la legislación civil del
matrimonio, obligatoria para todos; la supresión de la traducción analógica del Cuerpo
Místico en un sistema de corporaciones; la libertad de la usura; la autonomía de la voluntad
en los contratos exclusivamente librada a sí misma; la laicización de la enseñanza, etc. El
derecho natural que constituye el tema dominante de la época, es concebido como el
derecho de una naturaleza humana en perfecta integridad, esencialmente indefectible, y que
tiene su fin en si misma.

Amputada del orden natural su intencionalidad sobrenatural y desocializado el orden


sobrenatural, lo religioso se relega a cuestión de la intimidad individual, ajena al orden
temporal. Relegación que es un aniquilamiento cuando se trata de la vida cristiana, pues el
cristiano no lo es al mismo tiempo que, y además de otras cosas (ciudadano, comerciante,
profesional, marido, padre de familia) sino que es cristiano en todas las cosas. Lo cual
requiere para la integridad de la vida cristiana común y normal la "cristiandad” de todos los
órdenes. Porque todos esos órdenes son para el hombre, es decir, para lo que el hombre
debe ser.

La laicización, consecuencia y requisito del individualismo porque es el más importante


requisito de una tentativa de ordenamiento vaciado de toda intencionalidad esencial, es la
ejecución, en lo concreto, de la concepción naturalista de la vida en lo individual y en lo
social. La más genuina fisonomía del derecho moderno, sus doctrinas y sus instituciones
positivas pasan como desapercibidas cuando se prescinde de esto.

Considérese el objeto propio de las dos facultades espirituales que especifican al hombre
como tal: la inteligencia y la voluntad, y las condiciones de ejercicio de ellas en la
integridad concreta del hombre, alma y cuerpo, obrando en circunstancias también
concretas de lugar y tiempo.

La inteligencia está como en tensión hacia una plenitud que consistiría en el adecuado
conocimiento de todas las cosas en su esencia y en sus causas. Pero la razón de lo
contingente está en lo necesario; la de lo causado en la causa que no sea ella misma
cansada; la del orden en una primera inteligencia; la de los seres a ]os cuales la existencia
no les es inherente, en el Ser subsistente, en el cual esencia y existencia se identifican,
porque no puede no ser. Todos estos son los pobres nombres filosóficos de Dios. La
pobreza de los nombres es signo de la pobreza misma de la filosofía en orden al esplendor
inenarrable de esa realidad. El más perfecto conocimiento natural de la inteligencia
respecto a la realidad divina, no es más que un balbuceo. Centrar a la inteligencia en ese
conocimiento, es procurarle sin duda la máxima posibilidad de plenitud natural: pero, en
definitiva, no es sino colocarla en la expectación del esplendor a que nos referíamos; en lo
que Dionisio llamaba una "ignorancia mística". Esta mísera condición de la inteligencia le
proviene, sin embargo, de su propia grandeza. La. angustia a que la inteligencia es
conducida por la creciente elevación de su actividad, viene de que comprueba la
imposibilidad actual de un conocimiento para el cual tiene, sin embargo, conciencia de
estar ordenada. Es como una obscura esperanza de que se la levante por encima de esa
imposibilidad.

Por su parte la voluntad padece un proceso análogo. La bondad propia de todas las cosas
concretamente accesibles al apetito de la voluntad, es relativa e imperfecta, como lo es el
Ser de su propia realidad, causada y contingente. Lo cual no quiere decir que no haya un
Bien en sí. Sumo Bien es también uno de los nombres filosóficos de Dios. Bien y ser se
identifican; todo lo que es, en la medida en que es, es bueno. La plenitud de ser del ser de
Dios, es la. plenitud de bien a que la voluntad tiende, pero que en su condición natural le es
concretamente inaccesible. Sólo en la visión misma de Dios, cara a cara, ese apetito suyo de
beatitud será colmado. Pero esa visión no es de este mundo. Y sin embargo también la
voluntad tiene conciencia de que esta imposibilidad actual no es, rigurosamente hablando,
una imposibilidad irremediable de su naturaleza; tiene conciencia de poder ser elevada.
De ahí esa su condición de peregrino que se le hace manifiesta al hombre a cada paso, en la
reiterada confrontación de la capacidad de eternidad, con la caducidad de todo lo que le es
accesible.

Aún hay más. Los asaltos de la sensualidad y los fracasos de la voluntad en la tarea de
ordenar el movimiento de nuestras potencias no significan sólo que somos alma y cuerpo y
hemos de padecer las solicitaciones de la carne y de la sangre -no sería de alabar la
excelencia de la naturaleza humana si le fuera. inherente un desequilibrio semejante-, sino
también que el hombre es naturaleza caída. Como reliquia del pecado original, ]a suya es
una voluntad herida. Es que el "hombre, en el estado de corrupción no está ya a la altura de
lo que comporta su propia naturaleza, a tal punto que ya no puede por sus solas fuerzas
naturales cumplir en toda su extensión el bien proporcionado a esa naturaleza suya".

Esta condición concreta y actual de la naturaleza humana tiene que ser considerada en todas
sus consecuencias si se le quiere hacer al hombre verdadera justicia. Y bien, algo se sigue,
por de pronto, en orden al concepto del derecho de que estamos tratando, cuándo e] hombre
se mide según esa condición actual. Se sigue una subordinación máximamente rigurosa del
derecho al deber. Porque el ser tan inestable y frágil el orden de las potencias humanas
acicatea, en quien tiene conciencia de ello, el sentido del deber, y pone y mantiene al
hombre en un estado de subordinación o permanente sumisión intencional al orden, que es
el estado de quien exalta, extiende y vigoriza al máximo la exigencia del deber y hace de la
consideración de ésa exigencia el primer paso de todo querer.

Pero además, la consideración de todo problema de la conducta humana, la individual y la


social, tiene que hacerse cargo de la única posibilidad efectiva de superar esa concreta
condición de naturaleza caída que es la condición del hombre. Es decir que debe hacerse
cargo de la realidad del pecado y de la realidad de la gracia.

Por lo demás en el orden moral, jurídico y político los hechos contradijeron con temible
energía a todo lo largo de la edad moderna y la contemporánea aquellos empeños del
realismo naturalista de ganar en realismo mediante la exclusión sistemática de toda
consideración relativa al orden sobrenatural y a la realidad del pecado y de la Gracia.

A la recuperación de esos elementos tan esencialmente constitutivos de una concepción


verdadera e integral del hombre y de la sociabilidad humana es a lo que nos referimos al
aludir a una noción de derecho cristiano, y no sólo a la condición jurídica de la sociedad
constituida por los hombres bautizados, que es. la Iglesia Católica en su existencia
jerárquica. Por sutiles y precisas que sean las distinciones con que se delimite la legítima
autonomía del orden natural y temporal, queda en pie con toda su eminencia el imperativo
de no pensar lo temporal en términos de una independencia absoluta que equivaldría a
pensarlo paradójicamente sin razón de ser.

Porque todo ha de cooperar en la obra de la Redención ya que sólo por ella le adviene al
hombre su más esencial perfección y le es alcanzado su verdadero bien. Nada se hace para
el verdadero bien del hombre si no está de algún modo ordenado a su salvación eterna. Ha
de darse, si. al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero en última instancia
lo del César no es suyo; él también es, según el modo propio de lo temporal, ministro de
Dios. Esa substancia de su autoridad, que es el poder de mando, la ha recibido de lo alto,
según la palabra de El mismo que ordenó darle al César lo propio; y la substancia de la
subordinación que le es debida, es decir, la obediencia, tiene una condición radical: que no
se mande contra la ley de Dios, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
La potestad del César y la potestad de Dios no pueden concebirse como dos órbitas
independientes sin que la concepción incube un intento de subordinar la segunda a la
primera, porque el querer de quien tiene la fuerza tiende a no tener otra medida que la de la
propia fuerza, si no lo señorea el reconocimiento de su esencial subordinación a una
potestad en la que está la fuente de la propia. Para no mandar contra la ley de Dios hay que
mandar según ella. Y el mandar según ella requiere el reconocimiento de la subordinación
del orden en el cual se ejerce la propia potestad temporal al orden de la ley de Dios. Todo lo
cual es cosa bien distinta de una coordinación externa de potestades y jurisdicciones; es
hacer que el corazón de la ley del orden temporal sea penetrado por una viviente
intencionalidad cristiana; construir a la Ciudad terrestre en la expectación de la Ciudad
eterna; ser César de modo que cuanto a él le sea dado lo sea, a través suyo, a Dios.

Es a esta luz que el orden jurídico requiere ser pensado para serlo de modo adecuado a la
más eminente ciudadanía del hombre, que es su ciudadanía celeste.

CAPÍTULO III
LA EXISTENCIA CONCRETA DEL DERECHO

Ser y devenir. Materia y forma

1. - Hemos insistido hasta ahora en la existencia de principios jurídicos absolutos,


universales y necesarios, a los cuales debe conformarse, para ser verdaderamente derecho
toda regulación de la convivencia que se proponga serlo, y ha ]legado el momento de que
consideremos la posibilidad de una comunicación concreta y efectiva de esos principios con
la circunstancialidad y la contingencia del derecho positivo. Lo cual no es otra cosa que la
faz jurídica de un problema crucial de la filosofía: el de ser y devenir. Podrían distinguirse
las épocas en el proceso de la historia según el modo como han respondido a la
interrogación de este problema Las hay como el siglo XIX y los comienzos del nuestro en
que todo es tratado y vivido bajo el signo del devenir, de la movilididad de la evolución. El
ideal parece ser la transformación constante come tal, la evolución sería, de por si, una
perfección; seria creadora solo por ser evolución. Las hay, como la cristiandad medieval en
las que la transitoriedad de todas las cosas temporales es juzgada y vivida con sentido de
eternidad puestos los ojos en lo que permanece y es, mientras él soplo del tiempo arrastra
consigo a lo que pasa y deviene.

¿ Se trata, acaso, de optar entre una concepción estática y una dinámica de ]a realidad
humana y de la correlativa realidad social?, ¿ha de negársele tole ser esto es han de
considerarse como primeras apariencias, a los cambios, la contingencia, la transitoriedad
que padece lo que es objeto de nuestra experiencia? ¿o ha de afirmarse como única realidad
la del puro devenir renunciando a que nuestro conocimiento y nuestra acción hagan pie en
ninguna permanencia? Como una batalla del espíritu aparece la controversia de este tema
en el comienzo de la filosofía al contraponerse las respuestas de Heráclito y Parménides.
Platón y Aristóteles recogerán lo que no era perecedero y en aquellas dos posiciones tan
radicalmente contradictorias y quedarán puestos los cimientos de una filosofía, la filosofía,
en la cual la realidad del devenir no es negada, pero sí condicionada por la primacía del ser.

Dijimos que la estructura de la sociedad es determinada por la finalidad de su existencia,


esto es, que la sociedad debía organizarse según lo requería el propósito determinante de su
establecimiento. Porque el modo de obrar es consecutivo al modo de ser y le está
subordinado. Pero han de distinguirse dos formas de determinación según se considere la
finalidad circunstancial y contingente de cada grupo social, o aquella otra finalidad de la
que hemos dicho que no le es dado eludir a ningún hombre ni a ninguna comunidad de ellos
sin renegar de la condición humana; finalidad de la vida humana en todo lugar y todo
tiempo, no relativa a propósito alguno accidental, y por ende, necesaria y absoluta; la
finalidad pura y simple de ser hombre con la mayor fidelidad posible a la propia esencia.
Esta consideración nos pone ante la alternativa del devenir y el ser, con respecto al destino
social, y a través de él, al destino del derecho.

Es fácil responder que la primacía le corresponde. idealmente a las determinaciones -de la


finalidad necesaria-, universal y absoluta, y que en lo correspondiente a las exigencias de
las posibles finalidades circunstanciales (innumerables e incomprensibles tanto ellas como
sus exigencias) la organización social debe supeditarse a lo que reclama la finalidad
universal y necesaria. Pero, ¿es que puede?

Parecería que la subordinación de la finalidad concreta y circunstancial correspondiente a


exigencias de lugar y tiempo, a una finalidad universal e intemporal no puede lograrse sino
a costa de una de estas dos consecuencias, contradictorias ambas de la posibilidad que se
pretende demostrar: la de inferiorizar la finalidad absoluta para hacerla congruente con la
contingencia y la movilidad del acaecer, o la de pretender que se le imponga a eSte acaecer
accidental una estabilidad hierática incompatible con su naturaleza.

La cuestión debe ser contemplada tanto desde la eminencia de los principios, como desde el
fondo de cada particularidad, porque en la realidad humana y social de que estamos
tratando, como en toda realidad, hay una materia y una forma; un principio indeterminado
pero determinable, ordenado a la recepción de la forma, que es el principio determinante
por el cual las cosas son lo que son y no sólo lo que aparece fugazmente de ellas en la
experiencia inmediata. Quedarse en la eminencia de los principios es confundir la realidad
humana con la realidad angélica; limitarse a la consideración de la singularidad como tal y
del torrente de transformaciones por el cual va arrastrada, es condenarse a no entender ni
siquiera lo singular y su transformación, tal como se nos da en la experiencia inmediata.

La comunicación o relación concreta entre lo contingente y lo necesario, lo inteligible y 19


sensible, lo que idealmente debe ser y lo que sucede en lo concreto, la singularidad y la
universalidad, es la comunicación esencial, la interdependencia ontológica que une
substancialmente a la materia con la forma, y que se expresa en la relación del acto y la
potencia. Devenir, esto es, cambiar, transformarse, estar a merced del tiempo y del espacio,
es venir a ser algo substancial o accidentalmente distinto de lo que se era. Lo cual supone la
permanencia del ser; es el ser lo que deviene; es la actualización de su potencialidad lo que
genera esas transformaciones sobre las cuales parecería que señorease la nada, porque es
como si desapareciera en la nada lo que fue y viniera de la nada la nueva realidad o el
nuevo modo de realidad que sucede a la que pasó arrastrada por la movilidad. Lo que
deviene no viene de la nada, sólo el acto creador de Dios da su ser a las cosas de la nada; es
el modo actual de ser lo que antes ya era, pero en potencia, esto es, en disposición de recibir
una nueva formalidad substancial o accidental, constitutiva de un nuevo ser o nada más que
de un nuevo modo de ser. Todo proceso de perfeccionamiento no consiste en otra cosa que
en la ascendente actualización de la potencialidad del ser, esto es, un llegar a ser en acto,
con lo que podríamos llamar realidad manifestada, todo lo que el ser de lo que se
perfecciona es capaz de ser. Por eso a la causa del mal la llamaba San Agustín "deficiente",
para dar a entender con energía que el mal no tiene una causalidad positiva, es un
decaecimiento del ser, un descenso a la potencialidad y como un triunfo de la materia.

De todo esto se siguen dos conclusiones, en lo que particularmente nos interesa ahora: 1º el
ser subsiste en la transformación, y ésta no es inteligible sino con referencia al ser; por
consiguiente el sentido de la transformación ha de hallarse considerando la naturaleza
propia del ser que se transforma; 2º ordenarse algo a su fin propio, a su destino natural, no
es plegarse a exigencias extrínsecas, a un esquema que le sea presentado desde fuera, en
una suerte de comunicación que no se ve cómo podría realizarse en lo concreto; es dar de sí
todo lo que consiente su naturaleza y del modo que ésta lo consiente; actualizar su
potencialidad; conformarse, esto es, sujetarse todo lo más ceñidamente que le sea posible a
su forma propia, al principio constitutivo de su ser en virtud del cual es lo que es, para
llegar a serlo plenamente.

Lo absoluto y lo contingente en la sociedad y el derecho

2. - La realización de su finalidad esencial por parte de la sociedad no es, pues, la


adecuación a un cierto modelo de perfección colocado ante ella, es decir, fuera de ella; no
es otra cosa que la actualización de su formalidad propia, el crecimiento natural de su ser.
Los hombres se agrupan para reparar con la vida social lo que podríamos llamar las
deficiencias de su naturaleza en la soledad; se agrupan, pues, para la perfección de su
propio ser, para su propio bien. Por eso el fin de la sociedad que proviene de esa causa,
también es un cierto bien; la especie de bien que corresponde a la naturaleza colectiva del
ser social: el bien común. Realizar la sociedad su finalidad esencial, el bien común que
acabamos de mencionar, podría decirse que es ajustar su materia a la formalidad que la ha
hecho lo que es, que ha convertido a la multitud en ella, en una sociedad. Toda la
virtualidad de progreso y de perfección ha de sacarla la sociedad de su propia entraña;
vendrá de lo que en ella está en potencia; consistirá en la elevación de su materia hacia la
forma a la cual está ordenada por ser la materia de una sociedad. El proceso se cumple en la
más íntima interioridad de la unidad substancial de los dos principios constitutivos del ser
social, como de todo ser: la materia y la forma. Por consiguiente, ni inferiorización o
desnaturalización de la finalidad preeminente al realizarse ésta en la imperfección de las
alternativas a que está sometido todo lo contingente, ni inmovilización antinatural e
imposible de la vida social en un esquema de perfección utópica. Un alumbramiento
doloroso y nada más que eso es la realización progresiva del ideal social. La sociedad no
debe ser otra cosa que lo que puede ser; llegar a ser lo que debe no es sino manifestar en
acto, hacer realidad concreta, la plenitud de su ser.

El derecho, principio constitutivo y rector dé la sociedad en cuanto principio de orden, tiene


una materia y una forma correlativas a las de la sociedad regida. Si comenzamos por referir
a la sociedad el problema de la relación de la finalidad ideal con la realización concreta, fue
porque en la sociedad tiene el problema una manifestación más sensible de sus términos.
Veamos ahora la adecuación de todo lo dicho al orden jurídico.

Lo que hemos definido y explicado como derecho natural, no es un derecho ideal, una
especie de utopía jurídica propuesta para promover la perfección del derecho positivo, de
tal manera que esta perfección viniera a ser una realización concreta de aquel ideal, como lo
pretendió el racionalismo iluminista de los siglos XVII Y XVIII empeñado en dictar leyes y
constituciones arquetípicas de la pura razón a la humanidad de todos los lugares y todos los
tiempos. El derecho natural es la formalidad de todo derecho en cuanto tal; lo que debe ser
una regulación normativa de la convivencia para tener ser jurídico. Todo derecho, en
cuanto tal, participa del derecho natural, como que es derecho en virtud de esa
participación. Y los grados de perfección del derecho positivo no son sino los grados de
actualización de su formalidad propia, los grados de realización concreta de esa idealidad o
principio inteligible que lo anima y que hemos llamado derecho natural.

En este sentido, pero s(5lo en él, nos parece admisible la tesis de Renard sobre un derecho
natural que crece y del cual dice que su contenido es progresivo. Todo verdadero adelanto
jurídico, todo perfeccionamiento del derecho concreto es por una parte un progreso en el
conocimiento descernimiento de los principios, y por otra un progreso de su formalidad, un
ajuste mayor de su materia a las exigencias de la forma; lo cual significa un crecimiento y
un progreso del predominio concreto de esa formalidad, no de la formalidad misma en
cuanto esencia universal y necesaria de lo jurídico como tal. Y el derecho natural es esto
último. Por eso no puede concebirse un progreso de los principios que lo integran, como no
se lo puede concebir de principio alguno en cuanto tal. El más o el menos se da con motivo
de lo que podríamos llamar la inmersión de los principios en lo concreto, y es propio de lo
concreto en su unidad substancial de materia y forma y en su particularidad, no de los
principios que, como tales, son universales y necesarios, literalmente inmóviles, con la
inmovilidad de lo que ha alcanzado su fin, precisamente porque son el fin mismo al cual la
movilidad de la acción debe tender, según aquell6 de que en este orden el de la acción los
fines tienen el papel de los principios en lo especulativo.

Enseña Sto. Tomás que "es propio de la razón el proceder de los principios comunes a las
aplicaciones propias. Sin embargo la razón especulativa se comporta a este respecto de
modo distinto de la razón práctica. En efecto, la razón especulativa trata principalmente de
las cosas necesarias que es imposible que sean de otra manera que como son; y la verdad se
encuentra sin ninguna excepción en las conclusiones particulares lo mismo que en los
principios generales. La razón práctica se ocupa, al contrario, de las realidades contingentes
y sobre todo de las acciones humanas. Por eso, si bien en los principios universales hay
alguna necesidad, cuanto más se abordan las cosas particulares, más excepciones se
encuentran. Así se explica que en las ciencias especulativas la verdad sea idéntica para
todos, tanto en las conclusiones como en los principios; aun cuando esa verdad no sea
conocida de todos los espíritus en las conclusiones sino en los principios, llamados axiomas
universales. En las ciencias prácticas al contrario, la verdad o la exactitud técnica no es ]a
misma para todos en las aplicaciones particulares, sino sólo en los principios generales; y
todavía, aun en aquellos para ]os cuales la rectitud es idéntica en algunas- aplicaciones
particulares, no aparece a todos del mismo modo"... "En resumen, la ley natural es idéntica
para todos en sus primeros principios generales, tanto según su rectitud objetiva como
según el conocimiento que se pueda tener de ella. En cuanto a algunas de sus aplicaciones
particulares, que son como las conclusiones de los principios generales, es idéntica para
todos en la mayor parte de los casos, tanto según la rectitud objetiva como según el
conocimiento que de ella se posea; sin embargo en algunos casos puede comportar
excepciones, por de pronto en su propia rectitud objetiva a causa de ciertos obstáculos
especiales, y también en el conocimiento que se tiene de ella, como es en el caso de ciertas
personas que tienen la razón alterada por la pasión, por una costumbre perversa o por una
mala disposición de la naturaleza"

Y agrega en la cuestión siguiente a propósito de la inmutabilidad del derecho natural "De


dos maneras puede ser entendido que la ley natural es mudable: 1º Por vía de adición, en
cuanto cabe añadir algo a su contenido. De este modo es indudable que la ley natural no
goza de inmutabilidad absoluta; en el transcurso de los siglos se ha ido agregando a ese
conjunto de preceptos naturales otros muchos que han aparecido para utilidad o remedio de
necesidades de la vida humana, y que han sido fruto de las leyes divina y humana. 2º Por
vía de substracción, en cuanto algo que ha sido ley natural pudiera dejar de serlo. Bajo este
aspecto la inmutabilidad acompaña siempre, absolutamente, a la ley natural por lo que se
refiere a sus primeros principios o preceptos. Respecto a los preceptos secundarios que son
como las conclusiones propias e inmediatas de esos primeros principios, la ley natural
puede sufrir variación, pero no en forma tal que deje de ser verdadero o recto en la
generalidad de los casos aquello que la ley prescribe. Cabe mutación respecto de algo
particular y en casos excepcionales por cruzarse de por medio algunas causas impeditivas
de la observancia de tales preceptos". Se impone, escribe el P. Laversin comentando este
pasaje, una adaptación a fin de que los actos reales sean reglamentados en su especificación
última.

Ello es realizado por de pronto, en función de la sociedad, por la autoridad; y tal será el
origen de las leyes positivas". "Las formas de la moralidad son invariables, pero las
instituciones cuyo fin es asegurar su aplicación, son variables". "La determinación de las
cosas justas debe variar con la condición diversa de los hombres"

Todo esto muestra que el modo de inherencia de lo absoluto en lo contingente no es una


información o conformación desde fuera sino desde dentro, como proceso cumplido por la
acción vital de los principios que constituyen la unidad substancial del ser. Pero ¿cuál es la
parte de lo mudable y contingente en el proceso de la transformación?, ¿ha de pensarse en
una tal perfección posible del derecho, en algún futuro, que ponga término a toda
transformación?

Las utopías ejercen una seducción poderosa sobre el espíritu humano. Poderosa y funesta
porque las utopías son la adulteración de la realidad; una adulteración imaginada por lo
general para liberarse el hombre, siquiera sea idealmente, de las penosas condiciones que la
propia naturaleza impone a la realización de su destino. No hay sociedad ni derecho
arquetípicos realizables como tales en el espacio y en el tiempo, porque el arquetipo supone
inmovilidad absoluta y la movilidad es de la esencia de toda naturaleza sensible, como la
del hombre, de que se trata en el derecho.

Porque el hombre, es necesario repetirlo una vez más, es materia y forma, cuerpo y alma,
pero como principio constitutivo de una unidad substancial. Por la materia comunica el
hombre con lo perecedero, con el crecer y decrecer de la generación y de la corrupción, con
la esclavitud del espacio y el tiempo, en fin, con toda especie de inestabilidad. Pero si la
materia integra esencialmente nuestra naturaleza pues sin ella seriamos todo lo perfectos
que pueda imaginarse, pero no seríamos lo que somos -seres humanos-, pretender que la
perfección del hombre y de ]as cosas humanas se obtenga mediante el sacrificio y
aniquilamiento de todo lo que requiere la materialidad integran-te de su naturaleza, es de
hacerle el flaco favor de ponerle en camino de que le suceda lo que anunció Pascal: "qui
fait l'ange, fait la bête".

La perfección del derecho concreto, el que rige en la realidad sensible, el que es objeto de
nuestra experiencia, consiste, sin duda en el esplendor de su formalidad. Pero ese esplendor
no puede darse sin una materia en la cual se manifiesta. Consiste, precisamente, en el
triunfo de imponerle a su materia el más perfecto orden en que sea capaz de entrar. Es un
triunfo sobre la materia, si, pero que no consiste en el aniquilamiento de ésta sino en su
asunción, en su elevamiento. Así como el triunfo de la belleza no consiste, por cierto, en
una hipotética subsistencia independiente de la concepción del artista en estado puro, sino
en la realización de ella en una materia, en una como iluminación transfiguradora de la
materia mediante ella.

Todo lo cual no quiere decir sólo que hay que contar con la materia, sino que la perfección
es de la forma y la materia, es de la unidad substancial de ambas, es del ser constituido por
ellas. Por consiguiente es requisito de la perfección que se atienda a las exigencias propias
de la materia. Cuando se trata del derecho esas exigencias podrían expresarse globalmente
diciendo que son las del espacio y el tiempo y las de la finalidad particular de cada
sociedad. La consideración de lo que llamábamos caracteres universales de toda sociedad
necesaria determinados por las exigencias de la naturaleza humana no será adecuada sino se
la refiere a la singularidad de cada situación particular, Porque se trata de una esencia que
ha de darse en determinadas condiciones de existencia, y la posibilidad de que se dé con la
mayor perfección posible depende, precisamente, de que halle las condiciones de existencia
indispensables. La naturaleza de las sociedades humanas necesarias, tanto como la
naturaleza del derecho que las sustenta, incluye lo que en aquellas y en éste es impuesto por
la singularidad concreta de cada situación histórica y local.

La descripción, la clasificación y la explicación de la actividad propia de los “usos”, que


tienen un efectivo poder de mando, cuyo origen está en los actos individuales espontáneos
pero que luego se emancipan reaccionando sobre y contra la espontaneidad individual y
llegan a constituir una estructura de la que los hombres no pueden evadirse, algo así como
la arma-dura de la vida social, de todo lo cual ha tratado con tanta penetración Ortega y
Gasset, tendría aquí su lugar, porque el derecho positivo es, sin duda, formulación explicita
y autoritaria de una cierta especie de usos, Sólo que sobre el hecho de la fuerza coactiva de
los usos jurídicos debe señorear el discernimiento de la razón, o sinrazón, que les es
inherente, de su conformidad o disconformidad con los principios del orden natural y
porque los usos son para servir al hombre y no el hombre a los usos según expresión del
propio Ortega. Vale decir, que ese tejido riquísimo y armonioso de usos jurídicos que es el
derecho positivo de un lugar y una época, derecho tanto más viviente cuanto más atento a
lo usual en esa circunstancia, no recibe su esencial autoridad de ser pura y simplemente un
uso sino de serlo para el bien del hombre. Categoría de derecho en sentido estricto no la
adquieren esos usos sino después de ser juzgados rectos o enderezados al bien, por la
inteligencia del hombre. Porque la verdadera ley tiene que ser "algo de la razón".

Como no tratamos en estas páginas de la realidad jurídica descriptivamente sino de los


fundamentos del orden a que "debe" ceñirse, y ello mismo esquemáticamente, nos
limitamos a dejar anotada de paso la fecundidad de las investigaciones aludidas, tanto como
la reserva con que a nuestro juicio ha de tomárselas.

Precisamente porque el derecho no es una pura esencia sino una esencia en determinadas
condiciones concretas de existencia, la unidad substancial de una materia y una forma, que
en su función rectora tiene que habérselas con la libertad humana, con toda la particularidad
de circunstancias que proviene de ella y hasta con las condiciones del mundo físico, de la
tierra y el cielo que ponen marco infranqueable a tantas posibilidades humanas, no digamos
el establecimiento positivo, pero ni siquiera la concepción de un orden jurídico recto y
operante, con verdadera capacidad de vida puede ser otra sólo de la ciencia, así se
comprenda en ésta denominación todas las formas del saber humano, desde la filosofía
hasta la más especializada de las ciencias prácticas. De la ciencia vendrá la determinación
de los principios, de las exigencias universales y necesarias de la realidad inteligible y hasta
la prevención de que deben ser tomadas en consideración las exigencias propias de lo
sensible y de la particularidad, pero nada más. El discernimiento concreto de estas últimas
exigencias, sin el cual no se le obtienen a las esencias las condiciones de existencia que le
son indispensables, ya no es de la ciencia, es de la prudencia, ya no es ciencia jurídica sino
arte político. Es deber de la ciencia del derecho señalar la misión propia de este último
porque a él le está librada la última perfección del orden jurídico: la perfección consistente
en corresponder en cada caso, en cada lugar y en cada época a las posibilidades de cada una
de esas especies de particularidad.

Los actos de legislar y juzgar corno actos de la virtud de prudencia

3, - La función legislativa y la judicial están colocadas en un punto intermedio que debe


comunicar a un mismo tiempo con la eminencia de los principios y con todas las
sinuosidades de lo concreto. La consideración de algunos aspectos de ellas puede concluir
de mostrar el modo de inherencia de los principios en lo concreto la relación vital de lo
absoluto con lo contingente en la realidad jurídica que es el derecho positivo.

El análisis de la virtud de prudencia que debe regir la tarea legislativa y la judicial, conduce
a la intimidad de esta cuestión. Porque la esencia de esta virtud corresponde a la
complejidad de la naturaleza con la cual deben operar el legislador y el juez. En la
distinción tradicional de las virtudes en morales e intelectuales, según correspondan a la
rectificación de las actividades de la voluntad o a las de la inteligencia, la prudencia ocupa
un lugar en el cual es a un tiempo virtud moral y virtud intelectual, hábito recto de la acción
regida por ese discernimiento. Lo que quiere decir que no se trata de un discernimiento pura
y exclusivamente especulativo, sino especulativo práctico, porque está determinado y
especificado por las necesidades de la acción. Es, pues, una consideración de los principios,
-faz especulativa-, relativa a la dirección que ellos hayan de ejercer con respecto a la acción
-faz práctica-. Pero no a la acción indeterminadamente considerada, sino a un acto preciso
en circunstancias particulares no menos precisas. Por eso la virtud de prudencia es la virtud
por excelencia en orden a la dirección concreta de la conducta, pues conjuga en un mismo
hábito, 1º la atención debida en todo acto moral a los principios, ya que la rectitud moral
del acto está primordialmente condicionada por el discernimiento lúcido de los principios
en que se expresa la dirección por la cual la conducta ha de llegar al fin propio del hombre
como tal; 2º el enderezamiento de todas las potencias requerido para que se haga efectiva y
se traduzca en acto la respectiva decisión; y 3º lo que podríamos llamar el sentido de la
conformación del acto particular con la solicitación eminente de los principios, que es algo
así como un sentido de las posibilidades que la materia ofrece en el caso concreto a la
actuación informante de los principios sobre ella.

Y bien, la ley positiva es el fruto de la virtud de prudencia de quien tiene el regimiento de la


comunidad, en orden a la regulación de la vida en común; porque la ley debe conformarse
al mismo tiempo con los principios primeros de la justicia, esto es, con el derecho natural y
con todo lo que es circunstancial-mente requerido por el modo accidental de ser del lugar y
de la época. Legislar es sujetar, mediante un orden, el movimiento de la convivencia, que
proviene de la libertad de quienes conviven, a la finalidad natural y permanente de la
sociedad como tal, y a través de ella, a la de las personas que la integran, pero con sujeción
a lo que consientan y requieran las circunstancias. Porque la primera condición de la
posibilidad de ordenar algo es que el orden que se le imponga contemple su modalidad y su
índole en todas sus particularidades. Y esto ya no es traducción pura y simple de los
principios en lo concreto; aquí aparece la soberanía del legislador, la única lícita soberanía
del legislador, porque hay numerosas maneras concretas de realizar la justicia en el
ordenamiento de una determinada realidad social. Por lo cual, la última instancia del acto
legislativo es una elección del legislador. Sólo que si la obra legislativa está presidida por la
prudencia, en el sentido que se acaba de explicar, y no por cierto en el de una inferior
compaginación de todos los intereses, que es el sentido que comúnmente se le atribuye, la
libertad de la elección será una libertad iluminada por una disposición de reverencia don
respecto a los principios.

Pero no obstante esa debida adecuación a lo particular y a lo concreto, la ley no puede no


ser una norma general. El último acto de la inserción rectificante del derecho en la realidad
es el acto judicial que decide la contienda relativa al derecho que efectivamente asiste a
cada uno de los miembros de la colectividad. También debe ser la prudencia la virtud
específica del acto judicial, porque la ley es para el juez lo que los principios primeros de la
justicia para el legislador, y la sentencia pone en el caso particular que decide, un orden
análogo al que pone la ley en la particular comunidad para la cual es dictada; un orden que
debe contemplar todas las modalidades de la situación que constituye la materia de la litis,
esto es, que debe modelar, análogamente a la ley, la materia de una particularidad concreta.
Punto en el cual la decisión ya no viene de la ley sino del arbitrio del juez, si bien
impregnado éste, merced a la virtud de prudencia, precisamente, por la intención de la ley,
que la sentencia debe hacer prevalecer y manifestarse en la singularidad del caso que
decide. "Cuando los hombres dudan del medio justo dice Aristóteles, en un pasaje famoso,
recurren al juez, y esto es como si recurriesen a lo justo mismo; porque el juez debe ser a
modo de lo justo animado". Es tan particularmente relativa a lo individual y lo concreto la
decisión judicial que, en un cierto sentido, la justicia debe venirle a través de ese modo
eminentemente concreto y como encarnado de ella, que es la disposición de justicia de que
el juez este animado. De ello, es decir, de la misión del juez se tratará en el apartado
siguiente.

"Para que haya en todas las causas un juicio recto, -enseña Santo Tomás-, son requeridas
dos condiciones, una de las cuales se confunde con la virtud misma que profiere el juicio.
En este sentido el juicio es un acto de la razón, de la cual es el oficio de enunciar o de
definir. La otra condición concierne a la disposición de quién juzga, según la cual es apto
para juzgar correctamente. Es así que en materia de justicia el juicio procede de la virtud de
justicia, como procede de la fortaleza en todo lo que concierne a esta virtud. El juicio es,
pues, el acto de la justicia, en cuánto inclina a juzgar exactamente, y de la prudencia en,
cuanto pronuncia el juicio. De ahí que el buen sentido moral, que pertenece a la prudencia
es llamado virtud de buen juicio".

La inserción vital de la formalidad de justicia en la materia concreta de cada una de las


sociedades humanas, según las conveniencias de las épocas a través de las cuales transcurre
su devenir, trae consigo un afianzamiento fundamental del verdadero ser de las sociedades
así constituidas. Consolidación de su ser gracias a la cual la agitada movilidad que les
imprime la libertad humana y que, tiende de por si a la disolución y al aniquilamiento, no
prevalece contra él. De esa inserción vital se sigue un orden verdaderamente natural que, en
cuanto tal, es la mejor defensa de sí mismo. La dependencia en que el hombre no puede
dejar de hallarse por la fragilidad de su naturaleza ha de ser tal que quede reducida a un
mínimum la posibilidad, siempre en acecho, de que mediante ella sea el hombre supeditado
al arbitrio de quien se la presta. Puestas las cosas en el orden natural, esa defensa y ese
resguardo lo procura no el ingenio de tal o cual régimen de humano invento, sino la
naturaleza misma de las cosas ordenadas. Poner, en cambio, el ideal en una solución que no
corresponda al quicio natural de toda sociedad humana necesaria y toda especie de relación
de los hombres entre sí, por perfecto que parezca el mecanismo de previsiones, de
compensación de fuerzas y de equilibrio de libertades es dejar indefensamente suspendido
del arbitrio humano el ideal y la solución.

Por eso, si bien nada viviente hará el derecho cuando no sea el que requiere
circunstancialmente el lugar, la época y la finalidad particular que se procura, la primera
condición de una eficacia jurídica vital será siempre la conformidad del derecho de que se
trate con el orden natural; vendrá siempre por el camino -de un reconocimiento activo de la
eminencia del derecho natural. Reconocimiento activo, es decir, que lo entrañe en el
derecho positivo, como principio especificante y formal.

Hasta la decisión judicial, ese último extremo del proceso de inherencia de los principios en
lo concreto, porque es ordenamiento sobrepuesto a la contienda de los derechos
individuales, es decir, a lo más particularizado que hay en las contingencias de la vida
jurídica, está presidida, de un modo actual e inmediato, por la eminencia del derecho
natural, Si la ley contiene la decisión del caso, la prevalencia aludida puede llegar, a
imponerle al juez la obligación de no aplicarla cuando la solución sea substancialmente
injusta. Nuestro derecho positivo consagra ese deber, porque cuando el art. 81 de la
Constitución manda que se aplique lo primero de todo la Constitución misma manda que
sea procurada una de sus finalidades esenciales, expresada en su texto: la de afianzar la
justicia. Y si no hay solución en la ley, es decir, si es obscura o guarda silencio sobre el
caso, también nuestro derecho positivo remite en definitiva al juez al derecho natural al
remitirlo en el art. 16 del Código Civil, a los principios generales del derecho.

Misión del juez

4. - El Juez está sobre las partes en nombre de la ley, para hacerles justicia. Su misión más
ostensible es la de afianzar particularizadamente la preeminencia de la ley, esa "ordenación
de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene el gobierno de la colectividad".
Pero es de la esencia de la ley cierta generalidad y permanencia, y de la esencia de la vida
social el estar hecha de relaciones singulares y circunstancias cambiantes. La vigencia
efectiva de la ley requiere, pues, la existencia de quienes han de decir con autoridad en cada
caso de qué modo esas relaciones particulares se conformarán con el orden superior y
general que la ley enuncia. La autoridad de los jueces tiene su fuente inmediata en la
autoridad propia de la ley, en cuanto ésta sea ordenamiento razonable rara el bien común.

Con todo, y supuesta la justicia de la ley, ¿en qué autoridad puede ampararse la sentencia
que aplica injustamente una ley justa? Sin duda que en una exigencia perentoria del
requisito primero de toda justicia que es la estabilidad del orden. Pero vale la pena
preguntarse hasta qué punto esta razón formal de la autoridad de la cosa juzgada, con ser
teóricamente decisiva, es por sí sola fundamento vivo del respeto y el acatamiento a que
acabarnos de referirnos. Las dos palabras respeto y acatamiento aluden a una inclinación o
disposición espiritual que no proviene sólo de un discernimiento de la inteligencia respecto
a lo que debe ser acatado, sino de una completa experiencia respecto a las cualidades de
una actuación. No se trata, pues tanto de una evidencia cuanto de una vivencia; no de la
autoridad que el Suez recibe y con la que es investido al asumir el cargo, sino de la que ha
de ser luego obra suya, del reconocimiento que para esa autoridad recibida tiene que
conquistar.

El juez es el legislador del caso que le está sometido. Por más que ese acto suyo,
innegablemente normativo, esté subordinado a la ley que ha de aplicar, la aplicación no
puede consistir sólo en remitirse a ella, pues la singularidad de cada caso es absoluta. Y
como en esa singularidad está aquello sobre lo cual tiene que recaer concretamente el acto
de justicia, hay un extremo de la decisión del juez que debe comunicar no ya con el texto de
la ley, en cuya generalidad no está la particularidad juzgada ni sólo con la intención del
legislador en el caso especial de la ley aplicable, sino con esa superior intención o finalidad
de justicia, con ese propósito genérico de afianzar la preminencia del bien común que es la
más honda vertiente de donde proviene la autoridad de las leyes. Pues ley del caso va a ser
la sentencia, y de lo que hay en ella dé regulación singularísima será intransferiblemente
responsable el juez y no la ley que aplique. Por lo cual para el concreto afianzamiento de su
autoridad no basta la sujeción a las leyes; esa fidelidad tiene que estar incluida en una
fidelidad más alta.

Es verdad que la más inmediata inspiración de su voluntad de justicia la reciben los jueces
de las leyes. Por eso la sujeción a la ley es en ellos virtud tan primordial y por eso tienen
también las leyes tan grande responsabilidad en orden a la existencia de buena justicia.
Cuando la prudencia legislativa con sobria lucidez, dota a una comunidad de leyes que sean
para ésta como una columna vertebral porque comporten la realización positiva del orden
natural en ella; de leyes que muevan espontáneamente a la obediencia como un consejo
paterno, y cuya virtud tutelar salga al encuentro de quienes sientan la tentación de violarías
como salieron al encuentro de Sócrates las leyes de Atenas cuando los amigos le instaban, a
huir de la prisión; que sean normas, pero también, cuando es preciso, armas; hacedoras, en
fin, del bien común; dignas de ser amadas, esas leyes serán también, por sus solas virtudes,
hacedoras de una buena justicia.

Sin embargo, sobre no tener siempre esas virtudes las leyes positivas, y aún cuando las
tengan, la finalidad de justicia hacia la cual están tendidas se ha de consumar en la
sentencia. Piénsese en los trances de crisis, cuando el juez puede hallarse entre una
legislación que corresponde a una realidad agonizante y una realidad informe que todavía
no ha sido expresada fielmente por las leyes y por lo cual recaerá sobre el juez la
responsabilidad de sincronizar el ritmo del derecho positivo, del que se ha dicho que va
menos de prisa que la vida, con el de ésta, pues la sentencia, justicia en acto opera sobre la
singularidad concreta y contingente y tiene que hacerse cargo de ella según el afán que cada
día trae consigo. Esto explica que con la justicia de los jueces se suela ser más exigente que
con la justicia de las leyes. De la actuación del juez se espera que las virtudes propias de la
ley se hagan efectivas, pero aún las virtualidades de justicia que las leyes no tengan, o que
se piensa que no tienen, se espera que el acto judicial las ponga de algún modo al decidir el
caso . Y por fin, tanto el discernimiento de la intención de justicia que hay en el alma de
toda Ley, como el acto de darle existencia concreta, comportan ineludible referencia a los
principios mismos del orden que las leyes enuncian y que las sentencias deben hacer
efectivo en cada caso. De ahí que la fidelidad de los jueces a las leyes haya de estar incluida
en una fidelidad más alta; que la identificación de la voluntad del juez con la voluntad de la
ley tenga que hacerse a favor de una pura y simple identificación de la voluntad del juez
con la justicia.

Vaga actitud, se dirá, con la que pueden justificarse todas las arbitrariedades. Sin duda, si la
justicia a que la voluntad judicial se ha de enderezar fuera algo equívoco y cambiante
porque lo fuesen a su vez el derecho de cada uno, que es su objeto, y el bien común que es
la superior finalidad a que toda regulación de la vida colectiva ha de ordenarse. El
desconcierto de las disputas teóricas y los extremos a que han llegado en los hechos las
guerras contemporáneas, en las que las banderas ideológicas sustituyen a las banderas
nacionales, parecen justificar aquel escepticismo y hasta que se lance el desafío de
preguntar si hay alguien para quien tenga todavía un sentido positivo y concreto con validez
universal la expresión "voluntad de justicia"; como no sea pretendiendo colocar la solución
del problema en las estrellas.

Es cierto que las realizaciones temporales tienen problemas inconfundiblemente propios


cuyo sentido escapará a quien pretenda entenderlos con sólo mirar a las estrellas; pero
también lo es que sin mirarlas todo concluye en una experiencia de tinieblas.

Donde hay jueces la expresión, "voluntad de justicia”, tiene para todos sentido positivo y
concreto y valor de uní versalidad. Lo tiene para el hombre que ha de ser juzgado tanto
como para el que ha de juzgar, si se trata de una justicia que esté sobre las partes con
intrínseca autoridad y no porque la haya puesto allí sólo una fuerza o un pacto.

Ante el Supremo Juez, en la intimidad de la propia con ciencia se le hace manifiesta al


hombre la existencia de una ley inmutable con cuyo cumplimiento su libertad seria
perfecta, vislumbra la justicia arquetípica del orden natural en la que está la razón de las
leyes, y sabe a ciencia cierta que quiere decir "ser justo", tener "voluntad de justicia”. Pero
cuando está ante jueces y leyes que no son inviolables la ambición se sobrepone en él a la
conciencia en la medida en que aparece la posibilidad de someter a aquel con quien disputa.
Que es lo que ocurre en lo internacional cuando una ambición es suficientemente fuerte.
Pero la posibilidad no existe cuando sobre quienes disputan está instituida una justicia. Que
es lo que ocurre en el orden interno de las naciones donde la justicia integra esencialmente
la institucionalidad a la que están acogidas y sometidas las partes como a condición vital de
su existencia. Cuando no hay posibilidad de hacerse juez de la propia causa, porque la
existencia de la institución de la Justicia está condicionando inexorablemente la existencia
propia, emerge, aunque sólo sea por instinto de conservación, el reconocimiento del valor y
el sentido de la expresión "ser justo".

Mientras todo es removido por las controversias teóricas; y las legislaciones atraviesan una
de las más hondas crisis de que haya memoria en ]a historia del derecho positivo, la
institución de la Justicia sigue significando algo sobre cuyo valor y trascendencia todos
coinciden cuando se trata de su concreto amparo y por lo cual, no obstante las controversias
y las crisis, todos, hasta los que viven eludiéndola maliciosamente y serían capaces de tratar
de corromperla, le exigen en definitiva y por igual que sea justa, con la recóndita
convicción común de que hay una medida de lo justo absoluta e inmutablemente
sobrepuesta a todas las medidas humanas. Por estar el juez en disposición de ser testigo fiel
de ella, y no sólo en razón de su título constitucional, ni menos de la fuerza coactiva que le
asiste, se le reconoce la autoridad de estar sobre las partes.

Si el acto judicial tiene que comunicar, como dijimos, con la razón primera de las leyes,
que es el bien común, consistente en un ordenamiento de la sociedad que corresponda a la
naturaleza y el destino del hombre y lo levante hacia él, pues la existencia humana está
insuperablemente condicionada por la comunidad en que transcurre, no existe la posibilidad
de que el juez quede ajeno a estos extremos decisivos. Se lo proponga o no también se está
decidiendo en sus sentencias.

La jurisprudencia

5. - Todo régimen jurídico obligatorio está como suspendido de dos extremos que son, por
una parte los primeros principios del orden justo, o principios del derecho natural, o
principios generales del derecho, mediante la sujeción a los cuales reciben las leyes
positivas su substancia de justicia y absoluta obligatoriedad, y por otra las sentencias
definitivas con las cuales se fija el derecho de cada uno cuando los hombres disienten al
respecto. El orden jurídico concreto se identifica con la ley positiva; pero hay algo antes
que ella: esos primeros principios de lo justo a los cuales debe la ley subordinarse para ser
ley en sentido propio, porque no lo es la ley injusta. Y también, como quedó explicado, hay
algo después de la ley positiva y que es a un mismo tiempo continuación y coronamiento de
ella, las sentencias dc los jueces, lo más esencial de cuya fuerza obligatoria proviene de ser
la actuación de la ley, o ley en acto, así como lo más esencial de la obligatoriedad que es
inherente a la ley proviene de ser una formulación positiva y concreta del orden jurídico
con sujeción a los primeros principios universales y necesarios, de que se hizo mención.

Lo que la interpretación de los tribunales competentes atribuye a alguien como propio es


como si se lo atribuyera la ley misma. Y por eso el principio de la cosa juzgada es, en el
fondo, el mismo que el de la irretroactividad de la ley. El derecho consagrado por una
sentencia definitiva está tan irrevocablemente adquirido y por las mismas razones como el
que acuerda una ley. Queremos decir que está tan a salvo de ser revocado o afectado en
forma alguna por otra sentencia, como el derecho acordado por una ley lo está de serlo por
otra ley posterior que venga a derogar a la que lo acordé, salvo que el orden público lo
exija, porque no hay efectividad de los derechos particulares sin orden público.

Son de aquellos actos de autoridad sobre la irrevocabilidad de cuyas consecuencias se


asienta esa integridad del orden, que es el requisito de la justicia. Por lo cual es ineludible
aceptar el extremo de que hasta hayan de consumarse sin humana reparación ciertas
injusticias particulares como son las que pueden causar las leyes imperfectas, aunque no
intrínsicamente injustas, las sentencias erróneas y la equivocada fijación de la doctrina legal
mediante fallos plenarios, en salvaguardia de los requisitos de la integridad del orden fuera
del cual la posibilidad misma de la justicia deja de existir.

Nos ponemos en la hipótesis de que haya error, lisa y llanamente, para extremar el alcance
del argumento, pues si vale en tales casos, con mayor razón ha de valer cuando la variación
obedece a otros motivos. Y bien puede obedecer. Nuevas circunstancias traen a veces
nueva jurisprudencia, no porque los jueces se arroguen subrepticia y abusivamente la
facultad de adaptar las leyes a las circunstancias sino porque toda ley se propone una
finalidad lo más entrañablemente jurídico en ella está en esa finalidad, precisamente, y la
variación de las circunstancias puede traer como consecuencia que la finalidad no se
alcance del modo como se alcanzaba antes; por donde la variación de la jurisprudencia no
es otra cosa que la forma de mantener efectiva la finalidad esencial de la ley. La inevitable
generalidad de esta última impone lo que podrá llamarse una doble vitalización de ella
mediante los procesos de su concreta aplicación ejecutiva y judicial. Estos dos órganos
institucionales el ejecutivo y el judicial son en cierto sentido, cada uno según su modo
propio, enunciadores de la norma jurídica en función de los casos particulares que deben
caer bajo el imperio de ella. Lo cual no es un acto especulativo de deducción silogística,
puesto que se trata de la determinación de un deber ser en determinadas circunstancias
singulares, sino, y por lo mismo, de un acto de la virtud de prudencia, eminentemente
regido o presidido por la norma, pero cuya instancia decisiva tiene que hacerse cargó de
una materia contingente y relativa como es la situación particular considerada en su
concreta e incomunicable individualidad.
Las decisiones reiteradas y uniformes de los Tribunales de última instancia relativas a la
interpretación de la ley o a la determinación de la doctrina legal tienen un imperio que
trasciende los casos juzgados por las sentencias respectivas y se extiende sobre la
generalidad de la- vida jurídica, por, la razón de que en última instancia la autoridad rectora
de esa vida jurídica es la autoridad de los jueces. En definitiva la ley impera por medio de
ellos y por eso el orden jurídico no se expresa sólo por el conjunto de las leyes vigentes
sino también por la actuación de ellas en las sentencias de los jueces. Con-creta y
vitalmente las leyes son lo que la aplicación ejecutiva de ellas y la jurisprudencia pertinente
van haciendo que sean al fijar lo que entienden por contenido y finalidad de ellas. Por eso la
jurisprudencia gravita en la vida jurídica con efectiva autoridad, como que es la expresión
del imperio que asiste a uno de los órganos rectores de la vida colectiva. Si se tolera la
redundancia diríamos que la jurisprudencia tiene la autoridad de la autoridad de que emana.
De ahí lo que distingue en la vida del derecho a la jurisprudencia propiamente dicha, de la
actividad que podría llamarse jurispericial en general.

La jurisprudencia tiene un proceso de formación y de transformaciones, y en él actúan


todos los factores de la actividad judicial y todas las formas de la especulación jurídica:
sentencias cuya doctrina no prospera en un momento dado, alegatos y defensas de ]os
abogados, comentarios teóricos de los pronunciamientos definitivos, la tarea científica en
las cátedras y fuera de ellas> etc. Pero así se dé el caso de que todas las manifestaciones de
esas actividades coincidan en una interpretación divergente de la adoptada por la
jurisprudencia del lugar y la época, es ésta y no aquélla la que tiene un efectivo imperio
sobre la conducta jurídica, porque consistiendo como consiste la rectitud de ésta en
comportarse según la ley, halla en la interpretación jurisprudencial de esta última lo que no
halla en otras interpretaciones, por eminente que sea su autoridad científica, mucho mayor,
a veces, que la de la obra de los jueces; halla una autoridad que es como la de la Ley; dado
que es la de quienes han sido puestos para decidir en última instancia la actuación de ella.
Por eso los actos del comportamiento jurídico que se atiene a la jurisprudencia uniforme del
lugar y el momento son como realizados bajo el imperio de una sentencia que se refiriera a
ellos individualmente. Es un comportamiento regido por la cosa juzgada con el sentido y el
alcance que se explicó al principio, a cuyos actos se les debe reconocer la misma firmeza
irrevisible que a los imperados por una sentencia.

Tan es así que la excepción al principio de la irrevocabilidad de los derechos adquiridos es


el de las leyes de orden público (art. 5 del Cód. Civil). Ante las exigencias del orden
público ceden los derechos particulares, porque no hay exigencia efectiva para los derechos
particulares sin “orden público".

En suma, las sentencias son actos de autoridad esencial, aunque indirectamente, asentados
en la obediencia al orden natural al través de la sujeción al orden de la ley positiva justa.
Porque cuando no es justa su aplicación importaría algo así como un desacato de su propia
autoridad por parte de los jueces.

Y, por ende acto de autoridad es también la interpretación de la ley que resulta de las
sentencias. Doctrinariamente pueden caber otras interpretaciones, pero mientras aquéllas -
las de la autoridad judicial- no sean lisa y llanamente arbitrarías -en cuyo caso serían como
las leyes intrínsicamente injustas- actos materiales de autoridad, pero sin la formalidad que
las constituye como tales y sostiene la obligatoriedad en conciencia, que debe serles
inherentes, obligan, porque para la existencia del orden mediante la vigencia de la ley les
está institucionalmente asignada a los jueces una autoridad.

La integridad de esa autoridad como la de toda autoridad genuina, es requisito esencial del
orden colectivo y por serlo es que esa integridad no es desvirtuada por las imperfecciones
con que la autoridad se ejerza. Esas imperfecciones -entre ellas están los errores judiciales-
no malogran la de ninguna de las otras autoridades sobre las qué reposa la sociedad. Esa
obra está especificada por su finalidad, que es el bien común temporal, y la posibilidad del
bien común está condicionada, aunque parezca paradójico, por la existencia de las
imperfecciones aludidas. Pocos empeños atentan más gravemente contra el bien común
como el de querer superar absolutamente esas imperfecciones. Es lo que expresa el
aforismo antiguo: "summum jus, summa injuria”. No es que el extremo rigor del derecho
remate en la injusticia; lo injusto (lo injurioso) es querer hacerle obtener al derecho una
perfección de orden incompatible con la real condición humana. Lo cual importa
desconocer la esencia del derecho, que es, en última instancia un principio de igualdad
humana; y porque tiene que hacerse cargo de lo humano tal cual es, de la igualdad que el
derecho expresa e impone se dice que es una igualdad proporcional. La suma injuria es
tratar a la realidad humana como realidad angélica. Es todo lo contrario de levantarla, es
despenaría por el desfiladero de una arbitrariedad disfrazada de ideal.

Una concepción -en lo concerniente -a la conducta humana concreta- que no incluye a la


defectibilidad del hombre entre los elementos con los cuales el ordenamiento de esa
conducta en lo individual y en lo social, debe contar insuperablemente será siempre una
abstracción funesta. El requisito de la máxima perfección accesible a lo humano es la
conciencia de que a ese ápice le es inherente la imperfección La tarea verdadera mente
egregia no ha de ser, pues la de superar lo insuperable sino la de diluir, si así puede decirse,
la natural imperfección inherente a lo humano en un orden que al mismo tiempo que la
incluya, la compense. Como sucede cuando la autoridad, que es, en cuanto ejecutora de la
ley verdaderamente tal, es decir, de la ley insta, la causa formal de la sociedad política, no
es afectada en su integridad por las imperfecciones de su ejercicio, mientras éstas no
lleguen a ser violaciones de la ley natural. La posibilidad de extremar la corrección de esas
imperfecciones está en razón inversa de la estabilidad de los actos de autoridad, por donde
se va a parar a la paradoja de que cuando la perfección se haya logrado la autoridad habría
dejado de existir. Y entonces habría que preguntarse cómo podría esa perfección servir al
bien común si su existencia ha de alimentarse con el agotamiento de la potencia operativa
de la autoridad consistente en la estabilidad de sus actos. Mientras la ley natural no sea
violada por el acto de autoridad, mientras éste no sea substancialmente injusto, es decir, que
se allane con él para referir esta argumentación a nuestro derecho positivo la garantía
constitucional del afianzamiento de la justicia proclamada en el Preámbulo, las
imperfecciones posibles del
ejercicio de la autoridad se diluyen en la virtud de orden que comporta la estabilidad de sus
actos. En esta última hay una perfección que compensa con holgura aquellas
imperfecciones: el bien está indiscutiblemente mejor servido por el resguardo de esta
estabilidad que por el intento irrealizable como no sea a costa de la estabilidad y su virtud
propia de superar todas aquellas imperfecciones. Por donde el bien de un tal Orden de
cosas, en cuanto común, alcanza a quien las imperfecciones pudieron lesionar en su bien
particular. Y se le alcanza y una especie de bien intrínsicamente superior al que le haya
podido ser menoscabado, porque se trata del orden, que es la e condición de la totalidad de
los bienes particulares dependientes de la convivencia social.

Desde el punto de vista que queda explicado, en el que nos hemos detenido con cierta
insistencia porque lo requería la idolatría de la ley positiva y la exaltación de la eminencia
de la función legislativa transmitida por las especulaciones jurídicas predominantes en el
siglo XIX, cabe afirmar que hay una integración de la ley por la jurisprudencia, un
acabamiento de su virtualidad funcional en el acto de la sentencia judicial. No se trata sólo
de esa como casación relativa a- su justicia o injusticia intrínseca que es, en nuestro derecho
positivo, el recurso de inconstitucionalidad interpretado con la latitud que acabamos de
indicar; ni sólo la suplencia de sus vacíos o lagunas mediante un acto judicial análogamente
legislativo, aunque sólo para el caso particular; ni sólo la fijación de la interpretación o
doctrina legal, lo que sucede con la jurisprudencia reiterada y uniforme o, en la Capital
Federal, con los tribunales plenarios del art. 6º de la ley 7055, sino de la integración o
actuación de la ley que comporta toda sentencia. Las sentencias son la ley del caso juzgado,
son pues el término o remate de la potestad legislativa; Por lo cual el derecho positivo de
cada lugar y cada época no es sólo el conjunto de sus leyes, decretos, ordenanzas y
reglamentos vigentes, sino ello más la jurisprudencia determinada por las contiendas a que
dé lugar su aplicación. Y más precisamente, por la mera posibilidad de su aplicación.

Con lo cual se ve todo lo que en esa integración incumbe a la potestad ejecutiva en el


afianzamiento del imperio o vigencia de la ley que es la aplicación de ella en lo particular y
concreto, de análoga especie a la que se realiza por el órgano de la autoridad judicial.

Ello requiere capítulo aparte. Hemos preferido, sin embargo, insistir en la faz de la
aplicación judicial porque la tradición exegetica ha fomentado la creencia de que esa
aplicación no es otra cosa que la conclusión de un silogismo del orden teórico. Con lo cual
se cerraron los ojos al reconocimiento de la espontaneidad realmente creativa, aunque
subordinada a la ley como todo juicio moral a los principios, que comporta la decisión de
un litigio. La función ejecutiva también comporta un enriquecimiento de la ley positiva,
sólo que en su ejercicio a cuestión no adquiere la misma- agudeza aparente que en el
judicial porque no se ejercita, como la función de juzgar, mediante el planteamiento
explícito de una contienda precisamente relativa a lo que la ley acuerda, niega o manda en
ese caso. Pero el acto ejecutivo se hace ininteligible si no se considera el juicio que lleva
implícito, no tanto con respecto a lo que la ley aplicada se propone, que a veces puede no
haber dificultad ninguna a ese respecto, cuanto a propósito de la relación entre el concreto
contingente regido por la ley y el modo de ordenarlo que esta última ha establecido en
términos generales. Lo cual no está en la ley porque se trata de situaciones que en lo mdi
radicalmente individual de ellas son imprevisibles. Aplicarla es siempre resolver la pugna
entre el propósito de estabilidad y uniformidad que es inherente a toda ley por el hecho de
ser ley y la incoercible variabilidad de las situaciones que plantea él comportamiento
individual.

Así entendido el derecho positivo, cabe hablar de su plenitud hermética. Toda situación
jurídica tiene su ley porque para todas ellas hay una autoridad que asegura su aplicación en
la emergencia según las modalidades de esta última y puede obtenerse una sentencia que la
rija, sea porque la mala fe desconoce el derecho respectivo que consta en la ley vigente, o
porque se discrepa realmente sobre su interpretación, o porque no hay texto legal que lo
contemple. Más allá de la función ejecutiva también es actuación concreta de la ley, el acto
judicial jurisdiccional -para decirlo con más amplitud-, es la actuación última del derecho;
mediante él concluye de hacerse efectiva. la ordenación que procura como fin esencial.
Concebirlo con prescindencia de esta faz de él es producirle una mutilación que lo
desconecta de la realidad concreta, lo reduce a una abstracción esquematizada y concluye
por hacer lisa y llanamente ininteligible tanto a la ley misma como a la aplicación ejecutiva
y judicial de ella.

La presencia del derecho natural en la interpretación y la aplicación de la ley.

6. Aquí no se tratará de las doctrinas de la interpretación ni de sus métodos o técnicas, ni de


las cuestiones especiales planteadas por la estructura, el contenido o la jerarquía de las
normas interpretadas, o por las particulares circunstancias de su aplicación.

Para la filosofía del derecho la interpretación y aplicación jurisdiccional de las normas


jurídicas, como el acto legislativo o cl proceso consuetudinario que las crea, es un episodio
de lo que puede llamarse la vida del derecho, es decir, un episodio de las vicisitudes del
orden jurídico en ]as concretas condiciones espacio-temporales de la existencia humana.

Desde este punto de vista, el fenómeno que primero atrae la atención es el de la inusitada
importancia que el tema de la interpretación cobré a partir del siglo XIX.

Esa importancia corresponde a la contemporánea importancia atribuida a la codificación


como sistema plenamente comprensivo del orden jurídico. Lo cual proviene de dos
corrientes: una política, enderezada a la promoción de la libertad individual, a partir
ostensiblemente, de la revolución francesa; otra ideológica, de más remoto origen,
caracterizada por su agnosticismo radical.

Ambas tienen una raíz común: el desligamiento de toda dependencia absoluta, la exaltación
de la autonomía personal como valor supremo. El Renacimiento y la Reforma; Descartes;
Kant; el idealismo absoluto y el positivismo, son esquematizando mucho, los hitos de ese
movimiento.

Pero como el hombre es un animal social hay que conjugar la soberanía personal con la
soberanía del todo social la soberanía popular. Rousseau suministra la fórmula mágica con
la cual el individuo recuperarla, a través de la voluntad general, la libertad personal
declinada para que aquella voluntad se constituya.

La ley, en cuanto proveniente de la soberanía popular, seria su garantía por excelencia tanto
de la libertad individual cuanto del orden social.

El ideal de la legislación así concebida es, por fin, la codificación. Con ella se esperaba
alcanzar la plenitud del orden jurídico en una expresión positiva de él que seria, además,
autosuficiente, en el sentido de que todo estuviese en ella. Y en ella estaría sólo lo que
pusiera la libertad de cada uno a través de ]a soberanía popular.

Por otra parte la autosuficiencia pone a cubierto de que ese ordenamiento positivo remita a
nada que no sea el mismo.

Por donde la interpretación (como exégesis de los textos) adquiere la importancia


excepcional que se dijo al principio.

¿Qué es lo que de hecho ocurre en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas?

Al observarlo se ha de tener presente la relación en que "interpretación" y "aplicación" se


hallan. La aplicación supone interpretación y la interpretación apunta a la aplicación. Lo
primero es patente y obvio. Lo segundo resulta de la naturaleza del acto interpretativo que
consiste, por de pronto, en desentrañar el sentido de la norma.

Y sentido, tratándose de una norma de conducta, significa intención, propósito, finalidad.


Lo cual comporta referencia a la actuación de la norma, cuya existencia se perfecciona y
consuma en la aplicación o vigencia a que está destinada.

Por ello -dicho sea de paso y como entreparéntesis- el comentario de las leyes, examen
puramente teórico de ellas, no es, en rigor, interpretación, pues opera con prescindencia de
esa “puesta a prueba" de la norma, que es el hecho de medir y regular una determinada
manifestación concreta de relaciones interpersonales.

Siendo así, ¿puede hacerse la interpretación de la ley, positiva sin otra referencia, en cuanto
a norma de regulación y medida, que a ella misma?

Con esa sola referencia, ¿ se puede salvar el tránsito de la generalidad del precepto legal, -
que es además, en cuanto precepto positivo, una generalidad delimitada y rígida-, a la
singularidad de las situaciones en que la ley se actúa?

Indudablemente no, La interpretación opera, en cierto sentido, con algo que no está
actualmente en la norma; aunque en otro sentido (potencialmente) si lo está, porque es algo
relativo a la consumación del propósito o razón de ser de la norma interpretada.

A través de la interpretación de una norma jurídica positiva, dentro de su marco, la


sentencia viene a ser la ley del caso juzgado. En el acto de la interpretación y aplicación
consecutiva de la norma hay, pues, un elemento del acto legislativo. Es, análogamente al
acto legislativo, un acto de imperio.

Es cierto que no tiene la libertad del acto legislativo el cual en el caso extremo de la sanción
de la ley constitucional -cuando ésta existe-, no se da dentro del marco de ninguna norma
positiva superior.

Y bien, hasta las concepciones más herméticas de la plenitud autosuficiente- del derecho
positivo admiten situaciones en las que el intérprete tiene una libertad equivalente a la del
legislador, cuando remiten, en defecto de la ley, a "los principios generales del. derecho"
(art. 16, cód. civil) o la facultad para proceder "como hubiera procedido el legislador"
(código suizo, art. lº).

Lo de los principios generales del derecho suele interpretarse como los principios que
resulten de una generalización del criterio legislativo expresado en la totalidad del
ordenamiento jurídico positivo. Pero es más razonable, menos artificioso, hace menos
violencia a la expresión empleada, interpretarlo como alusión a los principios generales de
los que partió el legislador.

Se trata, pues, de una libertad equivalente a la del legislador, aunque según los textos
citados- sólo en las situaciones extremas de silencio u oscuridad de la ley.

¿Sólo en ellas?, ¿la brecha abierta en la autosuficiencia del ordenamiento positivo no tiene
en realidad una magnitud que la letra de los textos citados hace pasar inadvertida?

Porque para llegar a la conclusión de que en el caso (o para el caso) la ley guarda silencio o
es insuperablemente obscura, hay que enjuiciar a la norma con análoga libertad a aquella
con la cual el legislador enjuicia la realidad que su sanción se propone regular.

Prescindiendo de esto, atengámonos a las comprobaciones anteriores: el intérprete


trasciende necesariamente la generalidad de los textos interpretados, y hasta puede tener
que suplirlos actuando como legislador, pero no ya atenido al marco de la norma, pues
procede en tal caso en defecto de ella.

Hay, pues, fundamental analogía entre el acto de sancionar la norma y el de interpretarla y


aplicarla. Los dos son actos de imperio. Los dos son actos de la virtud de prudencia, esto es,
de la razón y la voluntad al mismo tiempo. En los dos interviene el libre arbitrio, o libertad
del juicio respecto a los medios con que, en ambos casos, se procura un mismo fin: "hacer
justicia".

No se trata de desvanecer lo que distingue a estos dos actos. El arbitrio del legislador y el
del intérprete operan en dos ámbitos de distinta extensión. Lo del marco, que dice Kelsen,
dentro del cual opera el intérprete es algo que hace a lo esencial de su función. El juez,
decía San Agustín, está puesto para juzgar según la ley y no para juzgarla.

Lo que dijimos sobre el enjuiciamiento a que la ley es sometida por quien la interpreta y
aplica no tiene el alcance de atribuir a éste la facultad de sustituirla; sólo alude a que el
acatamiento debido a la norma positiva no es, ni puede ser un acto ciego y mecánico, sino
de discernimiento racional.

La legislación positiva tiene precisamente por objeto, en cuanto positiva, proporcionar ese
elemento del bien común que es la certeza jurídica. El acatamiento de la norma por parte de
quien la interpreta y la aplica es debido precisamente en razón de la virtud propia que en la
instauración del bien común, tiene la certeza procurada por la formulación positiva del
respectivo ordenamiento jurídico.
Pero la legislación, o para decirlo más concretamente, el legislador, no se propone la
certeza por la certeza misma. Y el acatamiento de la ley por parte del juez -para ateneros al
caso más típico de interpretación-, obedece al valor de bien común que es propio de la
certeza jurídica, pero se presta con discernimiento racional del propósito de justicia que
anima a la norma. Es el discernimiento de la razón por la cual el legislador asigna a cada
uno lo que le asigna, -lo suyo, su derecho-, mediante la norma positiva sancionada por él.

Ahora bien, aunque en distinto grado, la legislación y la interpretación comportan, como se


dijo, por una parte, un acto de libre arbitrio, por otra la prosecución de una misma finalidad
hacer justicia, cuya obtención ha de lograrse mediante el acto legislativo y el jurisdiccional,
subordinado el segundo al primero, y los dos a la finalidad antedicha.

Este es el nudo del problema: ¿Cómo se subordinan a esa finalidad las dos libertades
mencionadas? ¿Cómo se entiende la libertad del legislador en la determinación positiva de
los derechos mediante la norma general que es la ley, y la libertad de quien interpreta y
aplica esta última para "hacer justicia" en el caso particular? Y, ¿cómo pueden .coordinarse
ambas libertades?

Si tanto en un caso como en otro se trata de apreciaciones subjetivas, la coordinación sería


un azar. Como algo que ordinariamente ocurra es inconcebible. Y sin embargo, ocurre. En
ambos casos la finalidad se expresa con las mismas palabras: "hacer justicia". Y esas
palabras significan lo mismo en los dos casos: dar a cada uno lo suyo.

Pero, ¿por qué algo -cosa, acto u omisión- ha de considerarse perteneciente o debido a
alguien en particular? Aquí no se trata de saber que es "lo suyo" de cada uno, sino por qué
le es atribuido como suyo. ¿Porqué se lo asigne la ley positiva?, ¿o en virtud de razones
objetivas de valor universal y necesario, a las que, han de atenerse, cada uno en el ámbito
de su función propia, el legislador y el intérprete?

Hagamos aquí otro paréntesis para observar que hay muchos modos de determinar
positivamente, dentro de un sentido fundamental de justicia, el contenido, la forma y los
límites de los derechos de cada uno. De esas posibilidades es árbitro el legislador.
Determinadas por él constituyen en el marco dentro del cual determinará luego el intérprete
la justicia del caso particular. Pero no podrá determinaría sin tomar en consideración el
criterio fundamental de justicia que inspiró la decisión del legislador, porque el sentido de
la solución adoptada por él entre las posibles y cuyo discernimiento en su misión de
intérprete, remite, en última instancia a aquel criterio, como en todo razonamiento las
conclusiones remiten a los principios. Lo de la razón por la cual algo pertenece a alguien,
como su derecho, no es, pues, problema del que el intérprete pueda desentenderse
remitiéndose, pura y simplemente, a la determinación hecha por la ley. No es que no deba,
si procede humanamente, es que no puede. No hay, en la realidad, aplicación ciega o
mecánica de la ley. El por qué y él para qué de la prescripción legal son la razón de ser del
precepto, la razón de su autoridad coactiva, de su obligatoriedad. La ley no coacciona u
obliga por ser un mandato sino por ser un mandato de la razón, dirigido a la razón de quién
ha de estarle sometido.
El enjuiciamiento que el intérprete hace del sentido de la ley es un enjuiciamiento del acto
de razón del legislador, y no sólo de su acto de imperio que viene al cabo del acto de razón.
Pasar por alto este enjuiciamiento de la racionalidad de la ley para atenerse a la formalidad
del origen y a la obligatoriedad que le es inherente por ser materialmente una ley,
tratándose como se trata de un mandato destinado a regular la conducta humana -inteligente
y libre-, importa atribuir al legislador la -naturaleza de un "absoluto legislador originario".
Importa su tácita divinización.

Las interrogaciones precedentes -¿es justo por qué la ley lo dice?, ¿o es en sí mismo justo?-
pueden considerarse desde dos puntos de vista. En el fondo son una formulación del
problema del ser. Y sólo tratadas desde ese punto de vista puede dárseles respuesta
decisiva, que llegue a la raíz de la cuestión. Pero también puede considerarse lo que de
hecho ocurre al respecto en el mundo concreto del derecho, en la vida jurídica.

Ocurre que el legislador y el intérprete se comportan como si hubiera una noción de lo justo
universal y necesariamente válida. Ni el uno ni el otro actúan como si el sentido de lo justo
con que el primero regula en términos generales la situación que da lugar a la ley, y el
segundo resuelve los casos particulares regidos con generalidad por ella, fueran
estimaciones meramente subjetivas, algo así como "gustos" personales. Si se disputa sobre
lo justo y lo injusto es, precisamente, porque no se lo considera objeto de estimación
subjetiva. De gustos no se disputa.

Es porque cada uno entiende que su juicio expresa lo que las cosas juzgadas son; que el
suyo es un juicio sobre la naturaleza de las cosas juzgadas, un juicio sobre lo que conforme
a lo que esencialmente es la naturaleza humana, y a lo que esencialmente es el orden
natural de la convivencia humana, ha de considerarse como lo propio o suyo de cada uno,
como su derecho, como lo que le es debido en ]as relaciones interpersonales.

Los hechos dan testimonio de que de las estimaciones supuestamente subjetivas del
legislador y del intérprete sobre lo justo se sigue cierto orden y no el caos y la anarquía,
como tendría que ocurrir si sobre esas estimaciones, no actuara de algún modo el
reconocimiento de ciertos principios de validez universal y necesaria.

Las imperfecciones de ese orden, su precaria estabilidad, y hasta sus posibles perversiones
prueban las dificultades, las imperfecciones o la perversión posibles del juicio sobre lo justo
que preside dicho orden; pero el hecho de que se dé como situación ordinaria cierto orden y
no un caos, prueba a su vez, que ese juicio no es meramente subjetivo, prueba que hay en él
un elemento inextirpable de objetividad.

Ese elemento no es otro que su racionalidad. La razón humana no es el instrumento servil


de la autonomía personal. Es la facultad del ser. Su natural disposición para e]
conocimiento de lo que es, hace que todo conocimiento contenga ese elemento de
objetividad, no obstante lo que quiera hacer de él o en él la subjetividad del que conoce.

Es así como en el juicio con que tanto el intérprete, como el legislador -al que el intérprete
se remite-, dirigen el cumplimiento de su misión de "hacer justicia", dando a cada uno su
derecho, está presente, aunque su presencia no sea reconocida y aunque sea expresa y
deliberadamente negada, el derecho natural, como inextirpable elemento de objetividad en
virtud del cual algo del ser prevalece siempre sobre el mero parecer individual y hace que,
por lo general, de modos diversos, no siempre pacíficos, la fuerza de disgregación que el
agnosticismo y la exaltación de la autonomía individual radical desligamiento llevan
consigo, sea detenida al borde del caos.

Los regímenes jurídicos positivos están pendientes en su concreta existencia, como dos
extremos, de las decisiones jurisdiccionales (sanción, interpretación y aplicación de las
leyes), con el elemento de libertad que les es inherente por ser actos de voluntad, y de los
principios del orden natural a los que aquellos actos de voluntad, que, como actos humanos,
son asimismo actos de la razón, no pueden dejar de remitirse aunque el modo de hacerlo, es
decir, de interpretar dichos principios, sea defectuoso, arbitrario y hasta perverso.

Aquellas decisiones suelen pretender que están justificadas en sí mismas, qué son absolutas,
y que, como tales, son el único extremo del que el orden jurídico de las sociedades humanas
está pendiente. Con lo cual, en cierto sentido, dan testimonio contra sí mismas, pues lo dan
de que ese orden no puede dejar de estar pendiente de un absoluto.

Pero de la libertad humana, puesta como un absoluto, no puede estar pendiente un orden.
Orden y absoluta libertad son términos contradictorios, En la medida en que la existencia
de las sociedades humanas comporta un orden, lo comporta porque de algún modo las
sostiene el obscuro acatamiento al derecho natural.

A la vertiginosa sucesión de creaciones jurídicas que, vueltas de espaldas a toda


trascendencia, pretenden ser absolutamente libres, opone su permanencia el espectro de un
orden que emerge de la naturaleza de las cosas.

Es el derecho natural, testigo de Dios en el desasosiego de ese vértigo, algo así como Su
sombra.

La recuperación del sentido del orden natural

7. - Parece que nuestro tiempo recuperase, al precio de, desgarramientos inenarrables en los
cuales la pesadumbre de la materia va siendo superada no precisamente por el camino,
directo del triunfo del espíritu sino según el modo negativo de su propio aniquilamiento -
especie de involuntario ascetismo apocalíptico-, parece que comenzase a recuperar cierta
con-ciencia de que hay un orden natural, de que no hay esperanza fuera de él y de que por
él se accede a otro orden superior y más perfecto, fin último y supremo del hombre, que no
es ciudadano de este mundo, sino peregrino en él, pues su auténtica ciudadanía es de la
eternidad,

Pero no llegará a la ciudadanía celeste sino a través de las vicisitudes del tiempo. Para el
ordenamiento de esas vicisitudes existe el derecho que, en consecuencia, no puede dejar de
participar de su movilidad. Y hasta cabría decir que esa participación es un cierto requisito
de su plenitud y su esplendor.

En el mudar consiste una de las posibilidades de perfección del derecho positivo, porque
esa latitud de transformación le da la capacidad de adecuarse a la realidad concreta. Pero
mudar en la órbita inmutable de los principios, mudar sólo en la medida que lo requiera la
acción inmediata y vital de los principios. No por cierto para seguir ciegamente tras las
veleidades de la libertad humana, sino para ser más eficaz en el enderezamiento de ella. Es
verdad, en un cierto sentido, que cada tiempo requiere su derecho, y que el derecho debe
estar, en este sentido, a la altura de los tiempos. Pero es responsabilidad del derecho
levantar a su tiempo hacia la eternidad.
PLENITUD DEL DERECHO Y LA JUSTICIA

La concepción antropocéntrica y la crisis de la vida jurídica

1. – Los tres elementos de la vida jurídica: la ley, la autoridad y la libertad, padecen hoy en
nuestro mundo occidental cristiano una radical inestabilidad. Es un estado de cosas
constitutivamente revolucionario; lo contrario de lo que debe ser el estado normal de la vida
jurídica. "Opus justitiae, pax" (Isaías, XXXII, 17), la paz es obra de la justicia. Si no hay
paz es porque no hay justicia, y como la inestabilidad a que nos referimos está en las
antípodas de esa "tranquilidad en el orden" que es -la paz, según la definición agustiniana,
no parece aventurado decir de ella, desde ahora, que es el síntoma de una radical injusticia.

Lo que llamamos corrientemente vida jurídica es el régimen de la convivencia regulada por


una legislación -escrita o consuetudinaria- bajo una autoridad que ha de ser al mismo
tiempo custodia y sierva de esas leyes. Considerado en lo más extrínseco y formal en el
sentido jurídico de formalidad y no en el filosófico de esencia, este régimen es una
coordinación de libertades. Ya se ha dicho que el derecho no es eso, no se agota en una
armonización kantiana de libertades, pues su imperio alcanza, en un sentido al que
tendremos oportunidad ulterior de referirnos, a los fines últimos de la vida humana. Pero
ahora queremos considerar sólo aquello de él sobre lo cual no parece que cupieran
discrepancias, pues todo se ha puesto en tela de juicio respecto al objeto y los alcances de la
regulación jurídica, salvo que sea, por lo menos, una regulación de las libertades
individuales.

Comencemos por atenernos a los hechos. Que la legislación positiva padece una
inestabilidad critica es el más patente de ellos. La permanencia de las leyes y la continencia
del legislador son un signo de perfección del orden jurídico positivo, "Corruptisima
republica plurimae leges". Hoy parece que ese signo consistiera precisamente en lo
contrario: todas las instituciones, tanto en el derecho público como en el privado, están en
trance de reforma, y este ímpetu de renovación se traduce en la sanción de incontables leyes
nuevas. Y tan manifiestos corno estos hechos son las aceleradas decadencias que los
acompañan: la de la técnica legislativa -las nuevas leyes son cada día más defectuosas- y la
del imperio moral de la ley el fenómeno de la desobediencia se hace cada día más universal
y más agudo.

También es un hecho de evidencia común e inmediata la crisis de la autoridad. Los poderes


rectores de los Estados no gozan, por cierto, de un acatamiento dócil, pacífico y estable,
proveniente de la confianza y el respeto. La vida política parece que consistiera
principalmente en poner en jaque a las autoridades; es como si la participación de todos en
ella, que el régimen democrático procura, requiriese no solamente tille todos puedan criticar
a las autoridades, sino. que todos estén a su respecto, aunque sólo sea en potencia en una
actitud permanente de impugnación crítica. La ideología jurídica dominante en el siglo XIX
y los comienzos del actual, asigna a la ley positiva una eminencia y soberanía absolutas.
Para esta ideología la ley constitucional de cada Estado es, absolutamente hablando, la ley
suprema, y como tal, única fuente, único fundamento y único límite de toda autoridad. Por
consiguiente, la crisis de la legislación positiva tenía que reflejarse inevitablemente en la
autoridad. Estas dos crisis no fueron dos procesos sólo paralelos, sino conexos en sus
mismas raíces.

Y en cuanto al tercer elemento de la vida jurídica, la libertad, en menos tiempo del que dura
ordinariamente una vida humana, se la ha visto oscilar del más extremo individualismo,
concebido como su forma ideal, a las más extremas especies de autoritarismo, instauradas
también en nombre de ella, con el argumento de que la libertad del individualismo no era
sino la de algunos, obtenida al precio de un estado de sujeción impuesto a los demás. Y al
cabo de las dos experiencias, el tema de la libertad es hoy, en el mundo del derecho, el más
problemático y también, paradójicamente, el que concita más violencias y
consiguientemente más sacrificios, restricciones y violaciones de ella. Es un agrio debate
que parece condenado a ser estéril, porque los contendientes hablan idiomas distintos: el
individualismo liberal argumenta con una teoría de la libertad, mientras que todas las
actitudes políticas y sociales que se le oponen se atienen a la condición en que muchos se
hallan, de hecho, en punto a efectiva libertad personal.

Es innegable que la vertiginosa alteración de las condiciones de vida por obra de los
progresos técnicos y de las transformaciones de la economía, actúa directa e indirectamente
en el proceso de la inestabilidad a que nos referimos. Son muchos los problemas nuevos
que esa modificación ha suscitado y muchas las alteraciones que produjo en viejas
instituciones jurídicas de tradicional estabilidad. Las creaciones y las modificaciones de la
legislación destinadas a hacerse cargo de este estado de cosas, no alcanzan el ritmo de aquel
vértigo, van siempre a la zaga de él. Pero no se vea en esto una causa profunda v principal
de la crisis a que nos referimos Este fenómeno de inadecuación ocurre en la superficie de la
vida jurídica. Si la economía y el progreso técnico han sido capaces de influir en la
concepción de los fines de la vida humana v de hacer que el derecho fuera a la zaga de
ellos, imponiéndole no solo el ritmo de las transformaciones, sino también el fondo mismo
de las soluciones, véase en ello el síntoma de una derrota del espíritu puesto que por su
naturaleza la técnica y la economía deben hallarse rigurosamente subordinadas a los fines
superiores de la Vida humana, como servidoras de esos mismos fines que el derecho debe
custodiar y promover. Preguntémonos pues en qué condiciones está la vida espiritual
contemporánea si la in subordinación de la técnica y la economía han podido triunfar, y qué
derecho es ese que esta a merced de lo que debiera ser regido por él.
La inestabilidad de la legislación es, sin duda, signo de su falta de correspondencia con la
realidad social sobre la cual debe imperar. Pero esta inadecuación revela a su vez que en
esa misma realidad, agitada y cambiante, que escapa a la autoridad rectora de las leyes y ha
sido capaz de trastornar el orden tradicional de los fines de la vida humana, hay gérmenes
de anarquía que no son de naturaleza exclusivamente social, que pertenecen al orden del
espíritu. Cuando se dice, con razón, que la inestabilidad conspira contra el imperio de la
ley, se alude a un fenómeno que es paralelo al de la crisis de la estabilidad, pero que no
tiene en ésta, como las apariencias hacen creer, su causa profunda y proporcionada. Nos
referimos de nuevo al relajamiento progresivo de la obediencia a la ley. Reconozcamos que
la presunción jurídica de que todos los miembros de una comunidad conocen las leyes bajo
las cuales viven, más que discutible es, hoy, ante el inmenso médano movedizo de la
legislación, un sarcasmo. Pero la desobediencia no se explica satisfactoriamente por la
ignorancia casi invencible de la inmensa mayoría de las personas respecto al incontable
número de leyes que las rigen esta desobediencia no es una mera pasividad, tiene caracteres
de resistencia activa, hay en ella un elemento tan positivo como es la falta de respeto a la
ley y a la autoridad que la aplica, cuya razón de ser ha de buscarse en un estrato más
profundo que el de la ignorancia y aun que el de la crisis de los tres elementos de la vida
jurídica a que venimos refiriéndonos.

Por el camino de considerar especialmente la tercera de las crisis mencionadas, la de la


libertad, llegamos a ese estrato y a la más honda raíz de las otras dos, como que es la raíz de
la crisis, no ya de la legislación, ni de la autoridad que invisten las instituciones políticas,
sino del derecho, en el significado más primario y genérico de esta expresión, que es el de
objeto de la virtud de justicia, norma. que indica lo que se debe dar a cada uno y lo que
cada uno ha de considerar inalienablemente suyo.

Recordábamos que en el solo transcurso de la vida de un hombre se ha podido asistir a la


máxima valoración de la libertad individual y a sus más extremas violaciones. En el punto
de partida del proceso que ha conducido a esta crisis está la concepción de la libertad del
humanismo antropocéntrico. Este humanismo es la niña de los ojos de lo que se llama
"tiempos modernos” con un sentido que no es cronológico sino indicativo del giro impreso
a la civilización occidental a partir del Renacimiento, Se trata de un período de la historia
de Occidente marcado por tres revoluciones: la protestante la francesa de 1789 y la
comunista rusa de 1917, reveladoras de un único proceso que comienza en el Renacimiento
y a cuyo epílogo estamos asistiendo. Desde el punto de vista de lo que ocurre en el alma de
Occidente, no hay razón para distinguir como se suele, en este período, dos épocas
separadas por el acontecimiento de la revolución francesa -la edad moderna y la
contemporánea-, porque en lo esencial de todo él no hay sino el desarrollo de lo que al
comienzo fue puesto en sus entrañas. Y lo que desde entonces está en ellas es el
humanismo antropocéntrico. El Renacimiento se distingue, sin duda, por la exaltación de
las humanidades clásicas, pero no consiste en eso su humanismo. Esta exaltación fue sólo el
medio de promover otra, la de la personalidad humana absolutamente desligada de las
subordinaciones que comportaba su condición en el seno de la Iglesia y de la Cristiandad.
El protestantismo lo sustrajo al orden de la Iglesia, y la revolución francesa al orden de la
cristiandad. Al comunismo mediante la revolución rusa, le incumbió la misión de sacar las
últimas consecuencias y sustituir a la Iglesia y a la Cristiandad por dos réplicas invertidas
de ellas: un estado de espíritu y un estado social impuestos mediante un régimen que
comporta la más radical renegación de Dios y de todo orden que tenga una razón de ser
cristiana.

La concepción antropocéntrica del humanismo es, en última instancia, una concepción de la


libertad, una definición del hombre por la libertad. El hombre es el centro del mundo,
porque el ante el mundo y ante su propio destino, absolutamente libre. Cuando Guardini
observa que "para los tiempos modernos los moldes de existencia son la naturaleza, la
personalidad y la cultura" nos parece que enuncia las tres expresiones de una actitud del
hombre que corresponde a esa conciencia de su soberanía. Se trata de una naturaleza que no
es concebida como creación de Dios, que no tiene valor simbólico, que vale por sí misma y
tiene en sí misma su razón de ser. El hombre está como inmerso en ella, es la "madre
naturaleza": pero hallase sin embargo, a su respecto en un pie de igualdad inmerso no
quiere decir aquí subordinado, es un modo de estar en ella que se caracteriza. Precisamente,
por la libertad. Esta es, a su vez, el alma de la personalidad en esta misma concepción. No
es el medio con cuyo recto ejercicio la persona puede alcanzar su plenitud y realizar
arquetípicamente un destino al que esté llamada. La persona humana se da a si misma su
propia ley y no hay para ella destino Preestablecido; su destino se identifica con su libre
decisión, de tal modo que la personalidad es sustancialmente la obra y el triunfo de la
libertad. Es la libertad con que el hombre crea su cultura, que está, por ello, justificada en sí
misma, prescindiendo de toda referencia a una preexistente norma de valor antepuesta a la
libertad de quien la crea.

Con la revolución francesa el hombre moderno de Occidente hace el intento de una


organización política v social correspondiente a esta concepción de la libertad individual
como valor supremo. Es innecesario recordar aquí el procedimiento roussoniano por el cual
cada uno recuperaría plenamente a través de la "voluntad general, la libertad sacrificada en
el acto del contrato social. Mediante la transposición al derecho público de la concepción
de la libertad individual como algo incondicional se elabora la doctrina de la soberanía
popular absoluta. Y análoga transposición se opera en el derecho privado cuya
reconstrucción es presidida y animada en todas sus partes, de diversos modos más o menos
ostensibles, por el principio de la autonomía de la voluntad.

Para consumar la emancipación y el desligamiento del hombre se hizo de la sociedad un


conjunto de individualidades indiferenciadas, libradas por completo a sí mismas.
Consecuentemente el derecho se redujo a una legislación consistente en una teórica
asignación de libertades individuales, despreocupada de lo que cada uno hiciera con el
ejercicio de ella, mientras no fuese en perjuicio de la libertad de los demás.

Tales son las dos primeras fases del propósito de desligar al hombre del orden cristiano. La
primera consiste en centrar la vida espiritual de la persona, en una promoción de la libertad
a la categoría de valor supremo. En la segunda esta promoción es traspuesta a todas las
estructuras jurídicas de la vida de relación mediante la doctrina de la soberanía popular
absoluta en el derecho público y de la no menos absoluta autonomía de la voluntad en las
relaciones del derecho privado.

Lo primero se sigue de una identificación de dignidad personal y plenitud incondicionada


de la libertad, es decir, de la identificación de acto humano virtuoso y acto libre. Sin duda
los actos específicamente propios de la persona humana no son sino sus actos libres. La
libertad es lo que los especifica. Pero otra es la cuestión cuando se trata de valorar la
conducta de quien los ejecuta. Es claro que también a este respecto la libertad es un
elemento sin el cual no cabe hablar de acto valioso, puesto que, realizado sin ella, el acto no
es de quien lo realiza, éste no es responsable de él. La concepción de la libertad a que nos
estamos refiriendo va mucho más lejos. Para ella la libertad del acto, considerada en sí
misma, abstracción hecha de la conformidad o disconformidad de él con una máxima a la
que la conducta deba subordinarse, es lo que constituye la substancia de su valor, porque
para este modo de concebir la condición humana no hay otra norma válida y valiosa de la
conducta que la emanada de la libre decisión del actor. Modo de decir que la norma es,
precisamente, la libertad.

Lo segundo da lugar a un ordenamiento de la sociedad, de las instituciones políticas, de la


economía y del derecho privado en general, cuyo fin es la libertad individual. El
individualismo liberal pone ese sello a todas las instituciones del orden temporal. Este
segundo tiempo del proceso también puede resumirse en una identificación: la de libertad
individual y bien común; el bien común por excelencia ha de consistir en aquel
ordenamiento de todas las formas de la vida de relación que acuerde máxima latitud a dicha
libertad, por aquello de que el acto humano máximamente valioso modo de decir que es
aquel del cual habría de seguirse -mayor bien-, es el acto libre por ser libre. Lo que importa
en las instituciones sociales y jurídicas de la concepción -a que estamos refiriéndonos no-
es ordenar las relaciones interindividuales a un fin que sería, en lo esencial, uno y el mismo
para todos, siempre, y al cual todos, siempre debieran subordinar la línea de su conducta
individual, sino en subordinarla de modo que todos, siempre estén en condiciones de elegir
su propio fin y darse a sí mismos la propia norma de conducta. Y ni siquiera cabría hablar
de una armonización de libertades mediante el ordenamiento mencionado, porque esa
armonía no debe ser el fruto de ninguna ley, sino de la misma libertad.

Parecería -y es lo que se afirma con gran énfasis- que el derecho limitado a ser una
regulación de libertades no ha de tener intencionalidad transjurídica, ha de ser ajeno a toda
consideración relativa al fin último del hombre, rigurosamente neutro a este respecto.
Derecho y moral no serían dos órdenes de regulación de la conducta humana sólo distintos,
sino diversos. La estricta autonomía del primero estaría requerida a tal punto por su
naturaleza, que si se lo refiere de algún modo a fines extrajurídicos se lo desnaturaliza y se
retrogradaría de lo que se considera un progreso decisivo consistente en haber substraído al
derecho a la encendida contienda sobre el fin último o razón de ser suprema de la existencia
humana, constituyéndolo en árbitro de ella. Pero no, ciertamente, en el sentido de que la
dirima, sino en el que gracias a la autonomía de su ordenamiento y a ser éste tan por
completo ajeno como se pretende al tema de la contienda, estaría en condiciones de
asegurar la ordenada convivencia de los que contienden.

¿Es tan efectivamente neutral como pretende el derecho positivo engendrado por la
concepción de la libertad a que aludimos? El proceso de laicización de todas las
manifestaciones de la cultura y, en lo que concierne a nuestro tema, de todas las
instituciones del orden temporal, es la consecuencia dialéctica de esa especie de religión
sustitutiva que concibe a la naturaleza humana como una libertad substancial y soberana, y
erige consecuentemente al hombre en fin absoluto de sí mismo. En esta línea el fin del
derecho no podía ser otro que el de resguardar y promover la libertad personal así
entendida. Este modo de concebirlo es el modo de operar la laicización de lo jurídico para
afianzar en este orden de la existencia el total desligamiento que dijimos, para darle
institucionalidad jurídica a una independencia del hombre proporcionada a la idea de él
como pura libertad, fin de sí mismo y en sí mismo. Lo cual es algo bien distinto de la
enfática neutralidad a que aludimos; es el más extremo compromiso del derecho con una
ideología, es la identificación de su fin propio con el de ella. Y cuando la ideología de que
se trata concibe a lo humano como realidad absolutamente autónoma, la identificación
conduce a que esa creación del hombre que es el ordenamiento jurídico positivo sea
también considerado corno un absoluto y, consiguientemente, a que se considere justificado
en sí mismo cuanto imponga.

Es así como el humanismo antropocéntrico de la libertad engendra un Estado que como


criatura del hombre absolutamente desligado se asigna a si mismo una personalidad política
incondicionalmente autónoma. Así como para el hombre que se define por la libertad, todos
sus actos están justificados en si mismos en cuanto expresiones de su esencia, esto es, de su
libertad, para el régimen jurídico que proviene de esta misma concepción todos los actos de
poder están justificados en sí mismos. Esto es lo que hace monstruosos a los totalitarismos.
El liberalismo jurídico se detiene ante esta consecuencia. Pero el sistema legal con que
intenta oponérsele no halla modo de hacerse obedecer, va a la zaga del proceso social que
debería regir, ha perdido las virtudes de la estabilidad y la contención, y lo que hubo de ser
el objeto por excelencia de su amparo, la libertad, es lo más desamparado, cuando no es, en
las muchas formas de su perversión, el peor enemigo del orden que el derecho tiene el
deber de instaurar.

Hay una generalizada conciencia de que el orden jurídico así concebido no ampara en su
derecho a quienes más lo necesitan. Ha hecho posibles concentraciones extrajurídicas de
poder frente a las cuales quienes en el ámbito respectivo están menos dotados, no tienen
otro amparo que el de su abstracta libertad. El quebranto de las instituciones establecidas
por esta ideología se manifiesta histórica-mente como algo consecutivo a su impotencia
para poner remedio a un estado de cosas cuyas injusticias hace ya tiempo que no se
discuten. Fue así como a favor de un movimiento de masas dispuestas a obtener justicia
aunque fuera al precio de la libertad, ya que la orgánica armonía de la justicia y la libertad
se les habla hecho inconcebibles, sobreviene el comunismo, y con él la tercera de las
revoluciones que jalonan la historia de Occidente, a partir del Renacimiento, con su
dictadura del proletariado, teóricamente dirigida a establecer una sociedad sin clases y sin
Estado en el que fuera realidad la incondicionada autonomía de la persona humana. La
revolución comunista rusa de 1917 saca implacablemente las últimas consecuencias
dialécticas de las premisas puestas por el humanismo antropocéntrico de la libertad
suscitando una mística en la que se conjuga el más intrínseco y riguroso ateísmo con un
ordenamiento de la vida individual, de la sociedad y del Estado que es la réplica invertida -
pervertida- de la Iglesia y de la Cristiandad, donde la soberanía de la verdad es substituida
por una soberanía de la libertad que hace de su régimen jurídico un absoluto en el que se da
a] estado puro la justificación en sí mismos de todos los actos de poder.

Orden cristiano y concepción cristiana del derecho

2. - El sentido de lo que acabamos de exponer se aclara si se tiene presente que, como ya lo


dijimos, esta promoción de la libertad fue concebida y vívida a partir de una oposición al
"orden cristiano", de una negativa opuesta a la subordinación requerida por él, tanto en la
intimidad de la vida espiritual -mediante el acto de fe y la incorporación al Cuerpo Místico
que es la Iglesia-, cuanto en la formalidad impresa por dicho orden a todos los modos de la
vida de relación, los del derecho público tanto como los del privado. La opción intentó
extirpar una religiosidad, pero tuvo, en el fondo, un sentido religioso. Lo intentado
originariamente fue substituir en la relación del hombre con Dios el reconocimiento del
magisterio de la Iglesia -depositaria y definidora de la verdad revelada- por el Ubre examen
personal, La norma del acatamiento a la soberanía de la verdad habría de ser la libertad
individual, que así entendida vino a adquirir, hasta en el laicismo del siglo XIX, lo que
podría llamarse una categoría religiosa sustitutiva.

El "orden cristiano" al que se negaba la subordinación con el propósito de poner al hombre


en lo que se pretendía que fuera la plenitud de su personalidad mediante la plenitud
incondicionada de su libertad, era el orden que según el magisterio de la Iglesia deriva de la
verdad revelada no sólo para la vida espiritual y sobrenatural de los cristianos en el seno de
ella, sino también para la cultura secular -filosofía, ciencia, arte, literatura-, creada a la luz
de esa verdad, y para todas las instituciones temporales sociales, políticas, jurídicas,
económicas, constituidas o reconstituidas bajo ese mismo signo. De ello fue expresión
histórica la civilización occidental que forjaron los cristianos en la integridad y la unidad de
la fe hasta el siglo XIII. No fue, por cierto, el de entonces un cristianismo sin mácula, ni
aquélla una cristiandad perfecta; pero no es eso lo que ahora importa, sino la formalidad de
aquella civilización que consistía en una visión unitaria y total de la existencia a la luz de la
Revelación, y de una disposición de todas las categorías de esa misma existencia, desde las
más altas hasta las más ínfimas, para favorecer el acceso a la fe, la viviente profesión de
ella y el cumplimiento fiel de la ley nueva la ley de la Redención, la ley de Cristo, en todos
los actos de la vida humana, la de los individuos y la de las sociedades constituidas por
ellos. Sin duda hay otros modos posibles de civilización cristiana. La civilización es un
fruto temporal que está condicionado por las circunstancias. Pero aunque una civilización
incorpore a su acervo valores cristianos y hasta viva de ellos en gran medida, no será
cristiana si no est4 formalmente inspirada por la visión unitaria y total de la existencia a que
aludimos, y formalmente dispuesta en sus categorías fundamentales según las exigencias de
la finalidad indicada.

Y puesto que la reacción humanista se propuso desligar interna y socialmente a la persona


humana, importa puntualizar el sentido de la libertad en la concepción cristiana del hombre
contra la cual se reaccionaba. Todo se resume en que Dios crea al hombre a Su imagen y
semejanza. El signo de esa imagen es el alma inmortal. El hombre es creado por el amor de
Dios para un destino de beatitud que consiste en participar de Su gloria eternamente. Lo
que Dios Creador es para nosotros se expresa con plenitud de sentido con la palabra Padre.
Somos hijos de Dios; ésta es nuestra inefable dignidad, a la que sólo por el amor puede
corresponderse. Y el amor es eminentemente un acto libre. Tal es la razón de que esta
singular criatura de Dios, que es el hombre, sea libre y de que no haga lo que debe de un
modo por completo conforme con su dignidad, sino cuando lo hace por amor a lo que debe
ser amado. En este sentido, como condición del amor para el cual el hombre fue creado, la
libertad es, sin duda, de la esencia de la dignidad humana. Pero no es su misma esencia,
puesto que también comporta la posibilidad de traicionarla, pervirtiendo es decir, vertiendo
en una dirección contraria la del destino supremo para el cual fuimos creados esa capacidad
de amar que constituye la sustancia de nuestra voluntad. "Repetidamente nos dice Nuestro
Señor, ya de palabra, ya de obra, que El tiene en su poder el escapar de sus enemigos; pero
en ninguna parte hallamos que dijera que El tiene en su poder ganarse el amor de sus
enemigos”

La dignidad del hombre, que consiste en ser hijo de Dios y en ser capaz de amarle,
comporta una ley para la conducta humana: la de amar a Dios como debe ser amado, por
ser Quien es, sobre todas las cosas. Esta es, por consiguiente, la ley de la libertad. Ley que
la libertad puede violar, pero que no violará sin consumar su propia destrucción. En el fiel
cumplimiento hallará, en cambio, su perfección. "Soy libre -ha escrito Guardini- cuando
hago bien lo que tengo el deber de hacer". El libre acatamiento de la ley enunciada es la
opción perfecta, pues este acto de obediencia a la verdad lleva consigo el reconocimiento
de la más eminente y absoluta de las soberanías, cual es la de Dios sobré las criaturas.
Quien dijo de Sí mismo: “Yo soy la verdad" (Juan, XIV, 6), nos revela cuál es la
consecuencia liberadora de ese acatamiento: “La verdad os hará libres" (Juan, VIII, 32). Es
un acatamiento que redime al libre arbitrio de su falibilidad, y con ello libera
substancialmente al hombre, arraigándole de tal modo en el amor para el que fue creado,
que toda solicitación indigna de él es desde entonces devorada como por el fuego. De esta
disposición espiritual dijo San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". El no hacer lo que no
debes será entonces todo lo contrario de una constricción; tendrá la positividad del acto más
real y perfectamente libre.

El reverso de esta perfección de la libertad, hija de la perfecta obediencia a la ley suprema


consistente en amar a Dios sobre todas las cosas es el acto libre con el cual el hombre opta
por la propia libertad a la que considera indefectible, haciéndola objeto de una preferencia
con la que intenta oponer su propia soberanía a toda otra, para no ser ejecutor de un destino
que le está señalado, sino creador libérrimo del propio destino, para "ser como Dios"
(Génesis, III, 5). Es el non serviam, la positiva voluntad de desobediencia que está en la
raíz del primer pecado y de todo pecado. De aquella perversión originaria del amor hemos
heredado esta claudicante condición de nuestra naturaleza, condenada al dolor y a la
muerte, aguijoneada por la conscupiscencia, tan distante de la condición de integridad y de
equilibrio de todas sus potencias en que fuera creada.

En el fondo de semejante condición, de la cual todos tenemos la vital experiencia que


consiste en padecerla, hay un desgarramiento espiritual que constituye la profunda y
misteriosa razón de todo lo demás. Si se prescinde de él, lo demás sé hace incomprensible.
Nos referimos al abandono que del destino de beatitud eterna se consumió con el pecado
original. Este acontecimiento del orden sobrenatural tiene en la existencia temporal del
hombre y en su comportamiento respecto al orden natural, dos efectos manifiestos a lo
largo de la historia. Uno, del que dan testimonio todas las formas genuinas de la
religiosidad, es la conciencia que el hombre tiene de que necesita ser salvado. El otro es que
cuando el hombre, desentendiéndose de esta conciencia, intenta poner en la propia libertad
la esperanza de salvarse a sí mismo, se sigue de ello un interminable ensayo de sucesivas
idolatrías naturalistas, en las cuales todo lo que endiosa concluye traicionándolo. Como la
técnica, por no referirnos sino al más reciente y notorio motivo de orgullo humano. Por eso
el hecho de ]a Encarnación, la vida, la pasión y la muerte de Cristo, determina un tiempo
histórico: la era cristiana, "plenitud de los tiempos", en la cual absolutamente nada, desde lo
más ínfimo del mundo material hasta lo más alto del mundo del espíritu, es ajeno a la
Redención que con ello se consuma. "La persona de Jesucristo. en su unidad histórica y en
su gloria eterna, es la categoría que determina el ser, el obrar y la doctrina de lo cristiano".
Cuando se trata de la esencia del cristianismo, no se ha de atender primordialmente a lo que
han hecho los cristianos, sino a lo que Cristo hizo del hombre; es decir, a esa renovada o
transformada condición de la naturaleza humana en la cual el anhelo de eternidad, que en la
condición de naturaleza caída era un querer imposible tentado de engañar su impotencia
con el endiosamiento de sí mismo, es en la Fe y en la Caridad, por la gracia de la
Redención que le ha recuperado al hombre el destino sobrenatural para el que fuera creado,
un querer eficaz, una Esperanza cierta.

Las conclusiones que se- siguen de lo precedente pueden sintetizarse respecto a nuestro
tema, en estos términos: 1º En el orden natural, la dignidad humana consiste en una
superioridad. del hombre -la de su racionalidad- sobre todas las demás criaturas de este
mundo; pero dado el hecho de su elevación al orden sobrenatural, el orden temporal de la
sociedad en que se inserta ineludiblemente la vida individual, no corresponderá a la
concreta condición del hombre, si en la consideración de dicha dignidad se prescinde del
título de ella, que es el de estar el hombre llamado por Dios, como hijo, a un destino
sobrenatural.

2º El hombre es tan responsable de la obtención de este destino como de su fin natural,


porque cada paso hacia uno y otro es objeto de una decisión libre, es un acto de libre
arbitrio. Ateniéndonos a la humana condición natural, esta libertad, considerada en sí
misma, es, sin duda, defectible, puesto que consiste en la facultad de ser árbitro de la
opción entre el bien y el mal; pero no es esta sola posibilidad de defeccionar, lo que han de
tener en cuenta las leyes que regulen la existencia de la sociedad para resguardar y
favorecer en ella la obtención del fin a que la conducta individual debe ordenarse, sino
también el estado de nuestra naturaleza que desde el hecho del pecado original consiste en
la insubordinación latente de las potencias inferiores.

3º La posibilidad de un destino sobrenatural está necesariamente condicionado por una


sobreelevación de la naturaleza humana, pues ésta no guarda proporción con él. Semejante
elevación es una gracia. El hombre, en ejercicio de la libertad, puede acogerla o rechazarla;
pero sin ella aquel destino le es inaccesible, como lo fue desde el pecado original que
consistió en desecharla y en optar el hombre por sí mismo hasta la Redención. Ser cristiano
es ser de nuevo participante de la vida divina por los méritos de Jesucristo; volver a ser el
hombre, en cuanto a su destino, lo que Dios hizo de él al crearle. Un orden para el que no
sea esencial y decisivo el hecho de la Redención, y, aunque conforme con la ley natural,
prescinda, sin embargo, de esa más alta conformidad con la ley de Cristo, sin lo cual no
guardará correspondencia con el hombre tal cual es después de redimido, no será, por lo
mismo, plenamente justo.

4º Puesto que la perfecta libertad es el fruto de una perfecta obediencia, para la perfección
de este fruto no basta la perfección moral con que cada uno obedezca a la ley; se requiere la
perfección de la ley que ha de ser obedecida. Esta hace libre al hombre en cuanto lo ordena,
y no puede ordenarlo sino en la medida en que ella misma sea expresión del orden. Por
consiguiente, ha de ser de algún modo expresión del orden sobrenatural al que la naturaleza
humana fue elevada por la Gracia.

5º El modo de comportarse cada uno en las relaciones jurídicas influye a tal punto, para
bien o para mal, en el mundo del derecho, que de ello se sigue un perfeccionamiento o un
relajamiento existenciales, si así puede llamárseles, de las leyes bajo cuya vigencia se
establecen las vinculaciones aludidas. Cumplir y aplicar bien las leyes es algo que les hace
dar a éstas lo mejor de sí mismas, y en este sentido cabe decir que, sin variar su letra, las
mejoran. Así como cumplirlas y aplicarlas mal no erróneamente, sino con malicia, las
pervierte. Pero a la vez hay una acción recíproca de las leyes sobre quienes están
comprendidos en su régimen. Acción individual y directa sobre cada uno de quienes las
cumplen por lo que significa moralmente el acto de acatarías, pues en éste la propia
conducta recibe el sello de la formalidad -o de la informalidad- de las leyes acatadas.
Acción indirecta y social, a través del orden impuesto a la convivencia en el ámbito jurídico
que abarca la respectiva ley.

Por ello, habida cuenta de que el hombre está llamado a un destino sobrenatural, afectado
por el pecado original y regenerado por la Redención, y de que nada hay en su vida -
exterior e interior, individual y social- ajeno a las condiciones que resultan de ese destino,
esa caída y esa regeneración, la sociedad en que el hombre, animal social, debe vivir, ha de
ser jurídicamente dispuesta según las exigencias de todo ello.

Este "derecho cristiano" o esta concepción cristiana del derecho, no es la de un sistema de


principios independientes de lo que constituyen el "derecho natural". La proyección jurídica
de la ley de Cristo no es algo aparte de la proyección jurídica positiva de la ley natural
proveniente de considerar a la naturaleza humana con prescindencia de su elevación al
orden sobrenatural, del primer pecado y de la Redención. El derecho de la concepción a que
nos referimos asume íntegramente lo que se entiende por derecho natural en su acepción
tradicional, que no es la del racionalismo iluminista. La famosa expresión de Grocio: "El
derecho natural existiría aunque Dios no existiera", destaca, quizás sin proponérselo, la
diferencia radical cíe las dos concepciones. Puesto que la realidad humana no tienen en sí
misma su razón de ser, es realidad participada o causada; es, por lo mismo, ininteligible si
se prescinde, así sea hipotéticamente, de esa condición de ser causada, que hace a su
esencia y a su existencia decisivamente. Cabría decir que ]a concepción cristiana del
derecho está insita en la noción de derecho natural, puesto que la naturaleza humana de la
concepción cristiana es la de un ser originalmente ordenado a un destino sobrenatural.

"El derecho natural es el que está contenido en la ley del Evangelio". Estas palabras de San
Isidoro resumen el alcance de la expresada relación entre "derecho cristiano" y "derecho
natural". "En el orden de la naturaleza -dice Santo Tomas al citar las palabras de San
Isidoro-, se llaman naturales ciertos movimientos... provenientes de un principio superior
que desempeña el papel de motor. .. Por ese motivo se incluye en el derecho natural lo que
es de derecho divino, puesto que pro viene de la acción y de la influencia del principio
superior que es Dios”. "La ley humana es una cierta regla y medida regulada y medida, a su
vez, por otra medida superior. Esta medida superior es doble: la ley divina y la ley natural".
Y agrega, luego, más precisa y explícitamente aún, que la ley de Cristo condujo a la
"perfección" al género humano, restituyéndole el estado de naturaleza nueva (novitatis
naturæ).

El derecho cristiano entendido como intentamos explicar no puede comportar contradicción


ni derogación de norma alguna del derecho natural, sino, por el contrario, perfección de
todas ellas. Tanto en el sentido de que sus principios corresponden a lo que requiere una
naturaleza restituida a su integridad originaria, cuanto en el de que sus normas principales
se hacen cargo de que la elevación de ella al orden sobrenatural no es algo a lo que el
ordenamiento jurídico pueda permanecer ajeno, sin desmedro de su plena justicia. Se trata,
en suma, de que el bien completo de ]a naturaleza humana en su concreta condición actual,
no es posible sin la acción de la Gracia desde un doble punto de vista: el de que su
sobreelevación fue siempre, aún antes del pecado, obra sobrenatural, y el de que la
recuperación del estado originario, en cuanto remedio del desequilibrio causado en ella por
el pecado original, requiere el auxilio de la Gracia, y la Gracia eleva a la naturaleza sin
alterar su esencia. Así como en razón de su destino originario y de su estado actual, la
naturaleza humana hallase como en expectación de la Gracia, la ley natural que se sigue de
ella se orienta de por sí, a un orden más alto, y de algún modo comunica con él. En los
derechos precristianos, inclusive el romano, es notorio, y por cierto algo esencial de ellos,
el elemento religioso. Como, en principio, el derecho positivo no es padre, sino hijo de la
civis, el alma religiosa de la ciudad antigua puso su sello al sistema de las leyes que la
regían. Ocurre aquí como en la filosofía, que tuvo desde sus orígenes hasta sus expresiones
más altas y más elaboradas de la antigüedad -Platón, Aristóteles, Plotino- un fondo y una
proyección teológicos. A este respecto es definitoria la afirmación de Platón en Las leyes,
de que la medida de todas las cosas no es el hombre, sino Dios. No se trata, sin duda, de
una teología revelada y sobrenatural; pero la comunicación explícita y entrañable del
pensamiento cristiano con esa filosofía, desde San Agustín hasta Santo Tomás -es decir,
durante todo el proceso de constitución fundamental de aquella teología-, es la prueba
histórica de que la filosofía antigua no era un sistema racional concluso y cerrado sobre sí
mismo; la conciencia de su limitación lo abría hacia una realidad más alta que la
aprehendida por sus especulaciones. Hay que llegar a lo que hemos llamado el humanismo
antropocéntrico de la libertad, para encontrar una concepción jurídica -y lo mismo ocurre
en la filosofía deliberada y absolutamente ajena a toda trascendencia religiosa, y por ende, a
toda relación del orden natural con nada que no sea él mismo.

El derecho cristiano comporta, pues, una continuidad perfectiva de la ley natural. Pero están
en el extremo de ella, vueltos hacía ella para perfeccionarla mediante la imposición de una
formalidad más alta. Un derecho positivo desentendido de tal formalidad, sea porque la;
reniegue, sea porque la ignore, sea porque juzgue que su mundo es ajeno a ella, pervertirá
en el primer caso su fin especifico, padecerá en el segundo una deficiencia radical, o
conspirará en el tercero contra su intrínseca autoridad y consiguientemente contra la
obediencia que requiere.

No es, pues, -salvo el caso de la primera hipótesis, en el que hay violación del derecho
natural-, la legitimidad del derecho positivo lo que está en juego cuando no es formalmente
cristiano, sino su perfección esencial, la eficacia de su virtud rectora, lo que podría llamarse
el alma de su justicia, la plenitud de su sentido.

Orden jurídico positivo y orden sobrenatural

8. - Las dos expresiones, formalidad e intencionalidad cristianas, que hemos empleado para
dar a entender la relación en que el derecho positivo y la práctica de la virtud de justicia han
de estar con el destino y la condición del hombre en el orden sobrenatural tienen un
significado análogo pues con las dos se alude a una disposición intrínseca de uno y otra
respecto a un fin que trasciende lo jurídico. Por eso llamamos transjur5dica a la
intencionalidad en cuestión. Ahora bien, ¿ pueden tener una intencionalidad semejante las
normas del derecho positivo sin ser absorbidas, y no sólo asumidas, por la formalidad de un
orden distinto, esto es, relacionándose con él sin desnaturalizarse?

La conducta humana comprende diversas categorías de actos especificadas por el objeto o


finalidad inmediata de cada categoría. Uno es el objeto de los actos de carácter jurídico,
otro el de los actos morales, otro el de los religiosos, para no mencionar sino las categorías
que conciernen a nuestro tema. Si en la jerarquía de los fines de su conducta hay para el
hombre algo que importe o valga más, en cuanto a consecución de la plenitud de su ser, que
la obtención del fin propio e inmediato de los actos correspondientes a una de las categorías
mencionadas, estos deberán ordenarse a aquella finalidad, y en última instancia a la que
tenga en sí misma un valor absoluto. La subordinación es cierta conformidad con un orden
más alto, es de algún modo la recepción de la forma correspondiente a la categoría superior
por parte de los actos y de las normas correlativas de ]a categoría subordinada. En aquellos
cuya finalidad no es suprema y absoluta actúa, pues, una doble formalidad: la que consiste
en ajustarse a las normas del propio orden determinadas por los fines inmediatos del
mismo, y la que resulta de lograr ese ajuste no sólo sin perjuicio de la ordenación general e
integral de la conducta- al fin supremo, -faz negativa de la subordinación-, sino también de
modo que esa particular especie de conducta, -en el caso de nuestro- tema, la jurídica-, se
tienda en esa dirección. Es así como la esencial rectitud de las leyes, la perfección de su
formalidad específicamente jurídica, requiere que la asignación de lo suyo a cada uno y la
disposición de voluntad respecto a lo propio del otro tengan en vista él supremo fin de la
existencia humana, y se constituyan bajo una guía supra jurídica. Tal es la intencionalidad
que promueve en ellas la formalidad cristiana al recaer sobre la propia y específicamente
jurídico, sobre lo que hace que las leyes tengan valor de tales, en suma tanto sobre la
justicia de la asignación aludida, cuanto sobre la disposición de voluntad a ese respecto.
Esto es lo que debe ser asumido, elevado y perfeccionado por 1a formalidad cristiana.

Pero el destino sobrenatural del hombre, su participación en la vida divina no es una


exigencia de su naturaleza. La plenitud del ser natural del hombre no requiere esa
participación. Esta es, estrictamente, un don gratuito en cuya virtud la naturaleza humana es
elevada no sólo en los límites de su esencia, sino sobreelevada. Pero, a su vez, la vida
sobrenatural o de la Gracia es vida del hombre, comprensiva de la integridad de su
naturaleza. La sobreelevación, que no la destruye ni la altera, la asume totalmente. El punto
de vista de la unidad de la persona y la existencia humanas vale también aquí. Con ser un
término supranatural y suprahumano la vida sobrenatural no es algo aparte de la existencia
del hombre en el orden natural y temporal. Se trata, pues, de la participación en una
realidad superior y esencialmente distinta. Ello trae consigo perfección del estado natural
en cuanto tal, pues la Gracia ordena lo que asume y eleva; quién accede a la solicitación de
la Gracia pone con ello orden en su naturaleza al poner a disposición de Dios -"hágase Tu
voluntad"-, todas las potencias- de su ser, Pero lo eminentemente propio de la operación de
la Gracia no es esto, sino el hacer participar al hombre en la vida divina, lo cual no está
ciertamente al término del más acabado perfeccionamiento de su naturaleza.
Para considerar cómo sea ello posible es preciso indicar qué significa, impone y procura la
formalidad cristiana de la existencia en vista de la cual ha de disponerse el derecho positivo
para tener la intencionalidad que es condición de la plenitud de su justicia. La mención
puede parecer fuera de lugar en estas reflexiones relativas a una realidad de otro orden, pero
es precisamente necesaria para no incurrir en la confusión a que aludimos, y para destacar
hasta que punto la formalidad : cristiana del derecho resguarda y conforta la legítima
autonomía de lo jurídico, pues se trata de recuperar el sentido de una, distinción y de una
subordinación a la que se ha opuesto la confusión del fin propio del derecho con el fin
supremo de la existencia humana, para exaltar incondicionadamente la libertad personal,
como se trató de explicar al principio.

Puesto que vida formalmente cristiana es la vivida en la Fe, la Esperanza y la Caridad


sobrenaturales, la puntualización que nos proponemos puede obtenerse con la somera
indicación de lo que significa, impone y procura la práctica de estas virtudes en la vida
individual y social. De este modo la puntualización, que será, sin duda, deficiente, tratará,
sin embargo, de no ser imprecisa. Y esto es lo que primero importa para considerar después
la relación de los dos órdenes.

La Fe es, en nuestra existencia actual, en la que “no vemos a Dios sino como en un espejo y
bajo imágenes obscuras" la primera de las virtudes teologales, el fundamento de las otras
dos, el principio de la vida cristiana. La fe es la substancia de las cosas que esperamos;
"aquel que cree en Mi, dice Nuestro Señor, no morirá eternamente" (Juan, XI, 26). En el
Nuevo Testamento se repite con insistencia incansable esta verdad primera del orden
sobrenatural. Sólo a su luz la subordinación de la naturaleza humana al orden sobrenatural
tiene sentido y se hacen manifiestos sus alcances. Cuando Jesús declara su realeza ante
Pilatos -"Así es como dices, Yo soy Rey"- agrega luego: "Yo para esto nací y para esto vine
al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que pertenece a la Verdad escucha
Mi voz" (Juan, XIX, 37). El es la Verdad> y el testimonio a que se refieren Sus palabras es
Su encarnación, Sus palabras, Su pasión y Su muerte. El acto de Fe es, pues, el acatamiento
por excelencia de la soberanía por excelencia que es la soberanía de la verdad, y al propio
tiempo y por lo mismo, el acto qué eminentemente nos libera, porque "la verdad nos hace
libres" (Juan, VIII, 31). Ser cristiano es ser testigo fiel de Cristo como El lo fue de la
Verdad. La vida del hombre debe ser ante todo esa fidelidad. El cristianismo entra en la
historia de una manera socialmente ostensible con la confesión colectiva de la fe por los
mártires en quienes la fidelidad y el amor a la verdad que es Cristo, tienen también la
común medida de ser más fuertes que la muerte. Así como la conservación del estado
original estaba pendiente de una fidelidad cuyo quebrantamiento produjo en la naturaleza
humana el desorden de sus potencias y sacrificó el destino sobrenatural del hombre, la
recuperación de aquel estado y de esta gracia por la virtud de la Redención también
depende de la fidelidad. La salvación está pendiente de la fidelidad al Salvador. La
Esperanza y la Caridad, que integran la trilogía de las virtudes teologales, no son
concebibles ni practicables sin la Fe. Acabamos de citar las palabras de San Pablo que
resumen esa dependencia respecto a la Esperanza; esperamos, con esperanza sobrenatural,
la beatitud eterna que le da plenitud de sentido a esta vida, condenada al dolor y la muerte,
porque creemos en la divinidad de Cristo, Dios hecho hombre, para reabrimos las puertas
de la Esperanza. Y puesto que no se ama sino lo que se conoce, la medida del amor a Dios
que es la Caridad, está dada por la medida de la Fe.
Del significado de la Esperanza sobrenatural en la vida cristiana importa mencionar aquí,
para los fines de nuestro tema, lo que podríamos llamar su faz negativa consistente en que
no es puesta en ningún poder humano sino en Dios, ni tiene por ob4eto sólo un bien
temporal sino la beatitud eterna. La esperanza natural está en la categoría de las pasiones
humanas, le es connatural al hombre, y rectamente ordenada favorece la acción y es causa
del amor; pero cuando no hay proporción entre lo que se espera y lo que humanamente se
puede, esta virtud se troca en un estado de enceguecimiento y desorden interior propenso a
la soberbia y a todas las consiguientes rebeldías. Ya observaba Aristóteles que es lo que
suele ocurrir con la esperanza desmedida de los jóvenes y los ebrios. Pero lo que en estos se
explica por el ardor de la naturaleza y el menosprecio de las dificultades y los peligros
ocurre también en plena madurez y lucidez, cuando se desmesura la- confianza en sí mismo
y en general en los medios humanos y temporales haciendo de la voluntad de poder un
sustitutivo de la omnipotencia divina, o se intenta una renegación radical de la esperanza,
como es la esperanza de vivir sin ella. De lo uno y lo otro está colmada la existencia
contemporánea, tantas de cuyas manifestaciones se debaten entre la tentación del
superhombre individual o Colectivo (el pueblo anónimo y despersonalizado, el Estado) y la
de anteponer la nada al ser, con todas las consecuencias de un estado de desesperación
latente o manifiesta que acaba por constituir una especie de pervertida naturalidad.

La virtud teologal de la Esperanza comporta la más honda y viviente conciencia de que


para el hombre ser es depender, estar pendiente de su Causa Primera, que le creó de la nada,
y pendiente del fin para el que le creó. Y puesto que sin cumplir los mandamientos la
beatitud esperada no puede alcanzarse, esta virtud mueve a cumplirlos. Pero, tanto porque
su objeto es sobrenatural cuanto porque se funda en la asistencia, sobrenatural también, de
la Gracia divina, cuando el cumplimiento de la ley natural enunciada en los mandamientos
proviene de la virtud teologal de la Esperanza trae consigo una elevación del sentido o
espíritu con que se la cumple y un enderezamiento y fortalecimiento de las potencias de la
naturaleza humana que intervienen en ello, en suma una perfección del cumplimiento,
inalcanzable en los límites del orden natural.

La Caridad constituye a un mismo tiempo, aunque bajo distinta relación, el fundamento y la


coronación de la vida cristiana. Es, según la expresión de San Pablo "el vinculo de
perfección", vínculo de todas las perfecciones y perfección de todos los vínculos. Es el
"mandamiento nuevo" en el que se resume la ley de Cristo: "un mandamiento nuevo os
doy: que os améis los unos a los otros así como Yo os he amado.., En esto conocerán todos
que sois mis discípulos, si tuviereis caridad entre vosotros" (Juan, XIII, 84). Este
"mandatum novum” expresado en la forma del amor mutuo es el último de Nuestro Señor a
los discípulos antes de Su muerte, es Su Testamento, el Nuevo Testamento. En él se resume
la ley de Dios (Mateo, XXII, 40) porque esta manda amarle sobre todas las cosas y no ama
a Dios quien no ama- a quien Dios ama y como Dios le ama.

"Quien ama al prójimo tiene cumplida la ley" (Rom., 18, 8). Así se cierra sobre sí mismo el
movimiento circular de la Caridad. La Redención opera en cada uno a condición de que
cada uno sea, en cierto sentido, corredentor, es decir que haga lo que hizo el Redentor: que
ame al prójimo como Nuestro Señor le amó, hasta "ser todos una misma cosa”.
En esto consiste la plenitud de vida que es el fruto de la virtud teologal de la Caridad. La
sola enunciación pone bien de manifiesto que no es algo susceptible de ser confinado en el
mundo de la intimidad espiritual. Hemos insistido antes de ahora en que la integridad de la
persona no consiente que nada de ella se desentienda del todo sin que el todo padezca y sin
que la parte desentendida sacrifique la posibilidad de su propia plenitud. La Caridad, que
consiste en el amor de Dios, ilustra a este respecto luminosamente. El verdadero amor de
Dios no es sólo un movimiento secreto del espíritu al cual sea ajeno el resto de la existencia
personal en cualquiera de sus formas; puesto que requiere y comporta un amor al prójimo
como a sí mismo, requiere y comporta la promoción de todas las potencias de la naturaleza
humana. La vida espiritual y sobrenatural del hombre está en cierto modo condicionada por
todo el resto de su existencia, y a la vez, y por lo mismo, pero en este caso la trascendencia
de la relación es de una especie incomparablemente más profunda y decisiva, todo el resto
de la existencia humana, lo social, lo político, lo jurídico, lo cultural, etc., de ella está
pendiente de aquella perfección, ha de disponerse y ser vivida a la luz, bajo la inspiración y
conforme a la ley que debe presidir la vida espiritual y sobrenatural. Es precisamente en la
Caridad, a través del "mandamiento nuevo" que esta dependencia vital y decisiva se hace
concretamente manifiesta.

El fin propio del derecho y la formalidad cristiana de la vida social

4. - Puesto que la formalidad cristiana de la vida individual y social consiste en la práctica


de las virtudes teologales, y la promoción del fin propio del derecho, que es el bien común
temporal mediante la justa asignación de lo debido a cada uno, quedaría inconclusa, en el
sentido de que el bien promovido no guardaría correspondencia con el destino supremo del
hombre ni relación con el estado de su naturaleza si no recibiese de algún modo esa misma
información, es desde el punto de vista de lo que la práctica de las virtudes teologales
significa, impone y procura que ha de considerarse la posibilidad concreta de que el orden
jurídico positivo participe del orden sobrenatural.

La consecuencia que se signe para el derecho positivo que se proponga la plenitud de


justicia consistente en corresponder al fin supremo y sobrenatural de la existencia humana,
es que del modo compatible con la naturaleza y el objeto jurídico temporal de cada una de
sus instituciones, estas favorezcan el acceso a la Fe y a la profesión de ella, remitan, habida
cuenta de la correspondencia fundamental de todo derecho con un deber correlativo, a una
sobreelevación cristiana del deber jurídico por la Caridad y dispongan, en suma, sus fines
temporales en vista de la Esperanza sobrenatural porqué la vida humana que las
instituciones jurídicas regulan no se consuma en este tiempo con la muerte sino en la
eternidad.

¿Puede tener algo que- ver el derecho con semejantes propósitos sin dejar de ser derecho?
liemos enunciado la consecuencia en términos extremos precisamente para que el rigor de
sus exigencias no se desvanezca en una niebla de ambigüedad. Estar el derecho al servicio
del ideal cristiano, expresión corriente cuando se alude a las responsabilidades del orden
jurídico y político en la civilización occidental, quiere decir algo si existe la posibilidad
concreta y positiva de que comunique con tales exigencias y las haga efectivas hasta ese
extremo. De lo contrario la expresión es nada más que un recurso retórico; o no es cristiana
la civilización, o el derecho no puede decir que está a su servicio.

Téngase presente, por lo pronto, el testimonio de la historia sobre el lugar reconocido a lo


temporal por el cristianismo desde su primera hora. El catolicismo no desconoció nunca
ninguna relación de dependencia en el orden civil y político. La distinción de los poderes,
el temporal y el espiritual y su respectiva autonomía es una de las notas que distinguen, por
ejemplo, a la Edad Media, constituida bajo la inspiración cristiana, del mundo antiguo en el
que una misma autoridad estaba investida de las dos potestades. Y esto no porque el
cristianismo fuese una religiosidad cerradamente individual; fue siempre una "asamblea",
una religiosidad eminentemente social, una religión convivida, una "iglesia". Y por lo
mismo comporté un orden jerárquico concreto, constituido sobre una autoridad visible;
relativo a la vida espiritual y sobrenatural, pero dispuesto conforme a la realidad humana y
a las condiciones de su existencia corporal y territorial. La vida cristiana, tendida toda ella
hacia la eternidad, cuyo sentido es, en todas sus manifestaciones, sobrenatural, que hace del
hombre un peregrino en este mundo, es, sin embargo, la vida religiosa en la que hay para la
temporalidad, la naturaleza, la patria, la carne y la sangre el máximo reconocimiento; es lo
contrario de un angelismo que reniegue de todo ello. Es ciertamente el triunfo sobre el
tiempo y la muerte, pero por la resurrección de la carne. La esencia del cristianismo, es
Cristo, la Iglesia es Cristo, la vida cristiana es ]a participación en la vida de Cristo, y Cristo
es El Verbo Encarnado, Dios hecho hombre, lo humano asumido por la divinidad sin dejar
de ser -salvo el pecado-, todo lo humano. Este es el sentido profundo del reconocimiento de
la autonomía del orden temporal en la doctrina cristiana, que concibe al Estado como una
sociedad perfecta en dicho orden, es decir, como bastándose a sí mismo para los fines
temporales. Pero es también el sentido profundo de la vinculación de los dos órdenes, tan
sustancial como la del alma con el cuerpo. A través de la aparente contraposición de las dos
tesis se manifiesta paradojalmente su íntima correspondencia. Puesto que la razón de ser de
la autonomía mencionada está en que la existencia temporal tiene un valor entitativo propio
consistente en que debe alcanzarse desde ella, decidirse en ella nuestro destino eterno y
sobrenatural, la medida de la efectiva autonomía del orden temporal corresponderá a la de
su subordinación intencional a esa finalidad suprema, porque el acto de subordinarse
comporta su propio ordenamiento, el ajuste de los elementos constitutivos de su naturaleza.

Dijimos que la primera exigencia de la formalidad cristiana del derecho es que sus
instituciones se dispongan de modo que el orden jurídico favorezca el acceso a la Fe y la
profesión de ella.

El acto de Fe en la doctrina revelada, relativa a una realidad inaccesible para la razón


natural, se funda en ser revelación de Quien es Verdad primera. La Fe transpone al orden
sobrenatural el acatamiento de esta soberanía. Aquí centrar la vida en la verdad, vivir en
ella, de ella y para ella, es centraría en Cristo, vivir en El, de El y para El, que es Verdad y
Vida.

Tal es la condición del hombre respecto a su destino; sólo por la revelación le es


cognoscible y sólo por la Gracia le es accesible. No se basta ni para lo uno ni para lo otro,
ni le basta ninguna clase de asistencia humana y temporal, porque se trata de trascender los
límites de la naturaleza. Ha de ser sobreelevado; su destino es, en definitiva una operación
de Dios en él; de él no es sino el obsequio de su libertad, don de Dios ella también, que lo
hace capaz de amarle en lo cual consiste la eminencia de su humana dignidad, pero también
capaz de resistirle.

Operación de Dios en él por la asistencia de la Iglesia, depositaria y maestra de la


revelación, que es el objeto de la Fe, y dispensadora de la Gracia por la que la naturaleza es
elevada al orden sobrenatural. La vida que por ella se comunica anticipa la definitiva
participación en la vida divina, que es el destino del hombre, porque la Iglesia es Cristo
mismo, según la expresión de Bossuet "propagado y comunicado".

Por consiguiente, si la formalidad o intencionalidad cristiana del derecho, de la cual dijimos


que no consistirá en la actualización de potencialidades propias del orden natural, sino en la
participación de este en el orden de una realidad distinta y superior a la cual se accede por
la Fe mediante la Iglesia, la participación aludida consistirá, por de pronto, en el
reconocimiento positivo y efectivo, por parte del derecho, de la misión de la Iglesia, en el
acogimiento de ella, como sociedad visible, en el orden del derecho, para resguardo
temporal de su libertad. Esto es lo que ante todo se quiso decir con la expresión "favorecer
el acceso a la Fe y la profesión de ella" con que indicamos la primera exigencia de una
plenitud de justicia en el orden del derecho. Así entendida la presencia institucional de la
Iglesia visible y jerárquica en el orden jurídico positivo es requisito primero y fundamental
de la perfección de éste, porque es el modo de acoger en él, sin perjuicio de su
especificidad y su autonomía, el medio extra-jurídico indispensable para que el bien que el
derecho procura, que no es todo el bien a que el hombre está llamado, pueda alcanzar esa
plenitud.

La perfección requiere por de pronto, el implícito reconocimiento de que el orden jurídico


no se basta para conducir al hombre a su destino; consiste en el reconocimiento de la
limitación y la relatividad de su fin propio. Ello es una perfección porque nada expone tanto
al hombre a un radical rebajamiento como situarlo ante fines intermedios y relativos -tales
son los del derecho-, como si fueran -últimos y absolutos. Y positivamente consiste en que
el acogimiento aludido hace que el orden jurídico coopere en 5u ámbito o desde él, sin
desnaturalizarse y sin desmesurarse pretendiendo lo que por sí solo le es imposible, a la
elevación suprema del hombre. Todo lo cual comporta asimismo enriquecimiento del bien
común. temporal. La participación que dijimos es, pues, un abrirse y tender el derecho
hacia el fin último del hombre, sin dejar de ser derecho, mediante la recta ubicación jurídica
de la Iglesia, que es institución visible, existente en el tiempo, y sobrenatural, ordenada a lo
eterno. En cuanto es lo primero se trata de su lugar en el orden jurídico positivo. En cuanto
es lo segundo más bien que estar la Iglesia en dicho orden, éste ha de estar en cierto modo,
en ella, pues su perfección consistirá en reflejar analógicamente el orden de la ley divina de
que aquélla es expresión. "Todas las facultades, riquezas y costumbres de cada pueblo se
dice en la Constitución "Lumen gentiun" del Concilio Vaticano II-, en la que tienen de
bueno son favorecidas y asumidas por la Iglesia, que al recibirla, las purifica, las fortalece y
las eleva". "La Iglesia Católica tiende a recapitular la Humanidad entera con todos sus
bienes, bajo Cristo como cabeza". Es "impulsada a poner todos los medios para que se
cumpla efectivamente el plan de Dios que puso a Cristo como principio de salvación para
todo el mundo".

El lugar institucional de la Iglesia en un orden jurídico temporal formalmente cristiano


dijimos que consiste en una particular condición de libertad. No es, ciertamente la libertad
de cultos de un sistema jurídico al que éstos no le interesan en cuanto cultos sino desde el
punto de vista del orden por él establecido, que sólo se propone una armonía de libertades
despreocupada de lo que se haga en ejercicio de ellas mientras no cause alteración exterior
de la armonía. Se trata del modo como las instituciones jurídicas han de entrar en concreta
relación con la Iglesia para recibir la superior formalidad que haga del fin propio de
aquéllas, el bien común temporal, un bien humano proporcionado al destino supremo del
hombre, que es de otro orden. La relación consistirá en que el orden jurídico considere a la
institución que es la Iglesia como algo inherente a su propia integridad institucional. Esta
expresión parece dar de la Iglesia una equivocada idea- de parte dentro de lo temporal,
como si no fuese, en su orden, una sociedad perfecta. Pero su realidad temporal y visible
autoriza a enunciar de ese modo la relación para dar a entender que se trata de una
comunicación intrínseca y no sólo exterior y accidental, como la que puede tener con
cualesquiera otros cultos e iglesias que se acojan a la justa libertad general de que hicimos
mención. El orden jurídico puede recibir la superior formalidad de un orden distinto sin
perjuicio de su naturaleza, y la Iglesia puede entrar en la intrínseca relación sin perjuicio de
su absoluta suficiencia y de la superioridad, absoluta también, de su fin propio, si la
relación consiste en un resguardo temporal de la libertad de la Iglesia que sea considerado
por el orden jurídico como un imperativo de su razón de ser. En esto consiste, por de
pronto, su intencionalidad cristiana; este es primordialmente el modo de estar abierto y
tendido hacia el orden sobrenatural para que su justicia sea, en el propio orden natural,
acabadamente justa. Porque si bien, tanto el remedio de la naturaleza humana afectada por
el pecado original, cuanto su elevación al destino sobrenatural para que su justicia sea, en el
propia orden natural, acabadamente justa, están fuera de lo que puede para el bien del
hombre el imperio del derecho, pues son de otro orden, no lo está el poner, mediante el
resguardo indicado, una favorable -y esencial- condición temporal para el acceso del
hombre al remedio y a la sobreelevación.

Esta presencia institucional de la Iglesia en el orden temporal es la condición primera de


una concreta formalidad cristiana de derecho positivo, porque el orden jurídico debe, en
definitiva, a quienes están comprendidos en él la posibilidad de trascender los límites del
bien común temporal, o más precisamente, les debe un bien común temporal único bien que
el derecho puede promover, en el que esa posibilidad de trascendencia sea jurídicamente
acogida. Porque este bien, como todos los bienes temporales, no lo es verdaderamente sino
en cuanto la temporalidad que lo define destaque su carácter de límite, es decir, la
precariedad de estar sometido a la corrosiva limitación del tiempo. Para que los bienes
temporales sean de veras bienes han de disponer para lo que está por encima de ellos, han
de proyectarse hacia la eternidad, sin lo cual lo que transcurre en el tiempo no tiene sentido.
Puesto que e] hombre trasciende en este mundo por la Fe -"substancia de las cosas- que
esperamos"-, los límites y la precariedad de su existencia natural; la condición -primera de
que el bien común temporal, fin propio del derecho, sea verdadero bien, consistirá en una
disposición del orden jurídico que comprenda, por de pronto y ante todo, la existencia
temporal de la institución divina cuya docencia y cuya acción santificante condicionan la
trascendencia mencionada, porque son los requisitos del-acceso a la Fe y de su viviente
profesión. Con ello queda dicho que tal acogimiento no es sólo ni principalmente un acto de
justicia para con la Iglesia, ni sólo la correcta solución de un problema constitucional, sino
la piedra angular de un derecho positivo capaz de participar en una plenitud de justicia que
se consuma en el orden superior de la vida sobre-natural. Es lo que, con alusión literal a la
justicia, expresa aquello de San Pablo de que "el justo vive por la Fe" (Romanos, 1, 17). La
Fe es el fundamento sobrenatural de la forma de vida más eminentemente justa. Justa según
una justicia de otro orden que la establecida por el derecho positivo, pero con lo cual
guarda analogía, por lo que cabe decir que está en la línea de aquélla, o bien, que en aquélla
se consuma sobrenaturalmente la perfección de ésta, consistente en dar a cada uno lo
debido según la ley natural y positiva. Se consuma porque el justo a que se refiere el texto
de San Pablo es el que da según la ley de Cristo en la cual lo debido a cada uno es amarlo
como a nosotros mismos, equiparar su bien al nuestro, hacer consistir la plenitud del propio
bien en una disposición de voluntad abierta ilimitadamente para la plenitud del bien del
prójimo, puesto que la medida de esta justicia es la del amor de Dios, -"amaos los unos a
los otros como Yo os he amado"-, y Dios ama al hombre sin medida.

Hacer justicia según el orden sobrenatural es más que dar acabadamente lo suyo a cada
uno; pero, es, por lo mismo, dar a cada uno su derecho acabadamente. La medida del
cumplimiento de los deberes de justicia natural y positiva nunca es mejor colmada que
cuando se está en disposición de traspasaría.

Tal es la disposición que debe promover el derecho positivo para guardar correspondencia
con esa superior formalidad de vida a que al hombre está llamado, esto es, para
corresponder a su real dignidad. Y puesto que a esta sobreelevación se accede por la Fe en
Cristo Redentor, se hizo a la Iglesia depositaria de la Revelación, objeto de la Fe, y de la
Gracia, que es a la vez su causa y su fruto, la ubicación de la Iglesia visible y jerárquica en
el orden jurídico positivo comporta la participación de dicho orden en la superior justicia a
que acabamos de referirnos. Es la participación que condiciona a toda otra; el prerequisito
de la formalidad cristiana del derecho, de lo que hemos llamado su plenitud, porque con
ello éste da, en cierto sentido, mediante la Iglesia, a quienes conviven dentro de un orden
jurídico semejante, la posibilidad de lo que este mismo ha de pedirles en razón de su
intencionalidad sobrenatural, esto es, que el deber jurídico para con el semejante sea
asumido por la Caridad.

Caridad y plenitud de la justicia

5. - En punto a relación del derecho positivo con la Candad,- el problema de su formalidad


cristiana tiene un sesgo distinto del que plantea el de su relación con la Fe. Está última no
puede establecerse fundamentalmente de otro modo que por el acogimiento institucional de
la Iglesia sin la cual no hay acceso a la Fe ni profesión de ella. La docencia que conduce a
la Fe y la dispensación de la Gracia que su profesión requiere es materia privativa de la
Iglesia. Sin duda alguna un derecho formalmente cristiano debe atender a las proyecciones
temporales de la doctrina revelada -que es el objeto de la Fe-; pero la norma de este debido
acatamiento ha de darla la Iglesia. Por donde volvemos a lo mismo: en punto a lo que la
virtud teologal de la Fe significa, procura e impone para la plenitud de la existencia humana
individual y social es derecho positivo formalmente cristiano el que contiene el
reconocimiento institucional de la Iglesia con el sentido y el alcance que se acaban de
indicar. Pero de todos modos la formalidad en cuestión no consiste en una disposición del
derecho positivo que promueva directa e inmediatamente ni el acceso a la Fe, ni la
profesión de Ella. Ahora, tratándose de la Caridad, estamos, en cambio, ante una exigencia
del orden sobrenatural en cuya promoción cabe, en cierto sentido, en alguna medida, una
actuación directa e inmediata del derecho positivo.

Se ha de recordar una vez más que en estas reflexiones no nos referimos a una vida social y
un orden jurídico influidos por la conducta de quienes viven su Fe cristiana en la práctica
personal de las virtudes teologales, sino a la posibilidad y los requisitos de un derecho
positivo cuyo orden corresponda, dentro de sus límites y según su modo propio, a lo que
significan, imponen y procuran las virtudes citadas, por las que se define la existencia
formalmente cristiana. Se trata de que el derecho tenga la aptitud de favorecer esta forma de
existencia, en lo cual consistirá su máxima perfección específicamente jurídica, puesto que
tal capacidad es anexa a una elevación de la finalidad de justicia que se proponga ser en el
orden natural y temporal proporcionalmente análoga a la perfecta justicia del orden
sobrenatural, la del Reino de Dios, a la que está prometido en el Evangelio que todo se nos
dará por añadidura si se lo busca ante todo.

Pero esta es, precisamente, la justicia del "mandato nuevo" -la ley de Cristo-, de amar al
prójimo, en Dios, como a nosotros mismos. Por eso concluíamos de referirnos a la
presencia institucional de la Iglesia en el orden jurídico positivo como pre-requisito y
fundamento de la formalidad cristiana del derecho, indicando que esta formalidad requiere
de los sujetos del derecho que el deber jurídico sea asumido por la Caridad. Lo que ahora
debemos considerar es cómo puede tal derecho favorecer la Caridad en los sujetos de él y
poner su sello en el bien común temporal que es su finalidad adecuada e inmediata, cuál es
el punto de comunicación del orden sobrenatural de la Caridad con el derecho por el que
éste pueda participar de aquél sin alteración de su naturaleza ni confusión de los dos
órdenes.

Cuando se trata de la Caridad, -que consiste en el amor a Dios, se trata siempre de las
relaciones con. el prójimo, porque no ama- a Dios quien no lo ama al prójimo. Por
consiguiente, cuando se trata de la regulación de la convivencia social que es el derecho, se
trata siempre, en cierto sentido, de la Caridad. Estas dos especies de relación, son, sin duda,
consideradas en sí mismas, esencialmente distintas, pero es uno y el mismo hombre que
entra en relación en los dos órdenes. Hay muchas formas de relación en la Caridad ajenas a
lo jurídico, pero no hay relación jurídica en la cual la Caridad no esté comprometida,
porque lo está siempre que nos comunicamos de cualquier modo con el prójimo.

La virtud teologal de la Caridad es la formalidad sobrenatural de la virtud del orden natural


que es la amistad. Tanto que Santo Tomás define a aquélla como amistad con Dios (Suma
Teológica 2º, 2º cuest. 23, art. 1). Por ello, a manera de introducción a esta parte de nuestro
tema, cabe hacer una breve referencia a la amistad, considerada en su proyección social, y
particularmente en el mundo del derecho, pues la amistad, como el derecho, ordena la
relación de los hombres entre sí. Lo que la persona jurídicamente obligada. debe al titular
del derecho respectivo y el objeto sobre el cual recae la disposición amistosa hacia el
semejante tienen una raíz común. En uno y otro caso lo que se hace con el semejante o para
él es hecho porque se le reconoce una pertenencia fundada últimamente en su condición de
persona humana, si bien lo que podría llamarse el título de dicha pertenencia da lugar a dos
clases de relaciones.
Hay a este respecto una esclarecedora observación de Aristóteles en el libro sobre la
amistad de la Ética a Nicomaco: siendo los hombres amigos -dice el filósofo- no hay
necesidad de la justicia, pero siendo los hombres justos, con todo tienen necesidad de la
amistad". El acto de justicia consiste en una cierta igualación de quienes intervienen en él,
sea cual fuere la clase de justicia, conmutativa, distributiva o legal, de que se trate. Para ello
el derecho positivo o legislación vigente determina a un mismo tiempo lo propio de cada
uno y lo que cada uno correlativamente debe, los derechos y las obligaciones. Pero la
determinación de las obligaciones es una consecuencia de la asignación de los derechos, Se
entra en relación jurídica con motivo de la afirmación, expresa o tácita, que el titular de un
derecho haga de él; de allí se sigue lo que le es debido. El acto específicamente jurídico no
es, por parte de ninguno de los que en él intervienen, desinteresado. En cambio lo que
caracteriza y define a la relación amistosa es el desinterés precisamente.

En la amistad el bien del amigo es querido por ser un bien de él. La correspondencia no es
el móvil de la actitud amistosa, sino su fruto. Es comprensible que cuando los hombres se
comportan con semejante disposición de voluntad "no hay necesidad de la justicia", pues
eso de desear el bien del prójimo por sí mismo implica adelantarse al reconocimiento del
derecho ajeno y es una forma de acatarlo cuyo desinterés hace que se colme y aún se
traspase la medida de lo debido. En tal caso los términos de la relación jurídica se invierten,
pues no se entra en relación amistosa con motivo de la afirmación que alguien haga de lo
suyo, sino por un movimiento espontáneo enderezado a procurar el bien del prójimo en el
que está incluso su derecho. La consecuencia del desinterés que define el acto de amistad es
-que lo primero- en esta clase de relaciones sea la conciencia de una obligación sui generis,
pues la amistad no obliga, acabamos de decirlo, en razón del derecho ajeno, sino en razón
de que el otro es considerado como otro yo, como yo mismo.

Agrega Aristóteles que "siendo los hombres justos tienen, con todo, necesidad de la
amistad". La tienen por lo que significa la amistad en la vida espiritual del hombre, de lo
que no nos corresponde tratar aquí, pero también porque si los hombres son nada más que
justos y no amigos, concluyen con no ser ni siquiera justos. Esto es lo que enseña la más
elemental experiencia de la vida jurídica. Lo que se llama el imperio de la ley tiene un
invisible respaldo extra jurídico. Supuesta una extirpación radical del espíritu de amistad en
las relaciones humanas no habría derecho capaz de imperar. El Estado concebido por
Hobbes como un omnipotente Leviathan o dios mortal, por ser los hombres, según él, como
lobos para sus semejantes, no podría lo que Hobbes pretende; él también sería devorado por
los súbditos. El respaldo invisible que decíamos es cierta fe recíproca o confianza que los
hombres se tienen a pesar de cuanto hacen contra ella. Sin esa confianza no confiarán en las
leyes, ni en la autoridad que las custodia; apenas si confiaría cada uno en su propia fuerza.

Desde el punto de vista de la paz esto se hace particularmente manifiesto. El derecho tiene
por objeto promover el bien común temporal mediante un orden justo. Y la paz es la
condición de todo bien común. El signo de la justicia de un determinado orden jurídico es
su virtud de obrar la paz. "Opus justitæ~ pax". Pero la verdadera paz que no es solamente
un orden, sino "la tranquilidad en el orden", de la definición de San Agustín, no se da en un
orden que sólo sea imperado, sino en el que sea querido por quienes viven en él y según él.
Tiene que haber algo en, él que no puede ser puesto por las normas legales que lo regulan
ni por la autoridad que las hace cumplir, sino por cierta disposición de voluntad con que se
lo acate. Se requiere indispensablemente un elemento extra jurídico, una conciencia de
fraternidad, ese querer desinteresado del bien- del prójimo que es, en el orden natural, cierta
disposición amistosa de voluntad hacia todos aquellos con quienes se convive.

La amistad está, sin duda, fuera del objeto propio del derecho es obvio que no se tiene
"derecho", en el estricto sentido jurídico de la expresión, a que el semejante con quien
convivimos se comporte como amigo; pero el derecho positivo, cuya vigencia le debe tanto
al elemento de amistad Que se ponga en el cumplimiento de sus normas, tiene que
considerar la posibilidad de que su régimen comunique con este elemento extra jurídico,
guarde correspondencia con lo que podría llamarse la formalidad amistosa de la
convivencia. La vigencia del derecho está pendiente de dicha posibilidad, sus alternativas
son alternativas de esa correspondencia. Pero a su vez, esta posibilidad está condicionada
por la estructura de la sociedad en que viven los sujetos del derecho. De como estén
dispuestas las instituciones de una sociedad dependerá que sea favorecida o entorpecida la
mutua disposición amistosa de sus miembros y, consiguientemente, de que sea favorecido o
entorpecido su benéfico influjo sobre la concreta vigencia del respectivo orden jurídico.

La estructura natural de la sociedad constituida por la existencia y la actuación institucional


de la familia y las sociedades intermedias da todas las especies de actividad o de trabajo,
núcleos en que está necesitada de insertarse, primaria y fundamentalmente, la existencia
individual (porque el hombre es un animal social y se halla en la historia como miembro del
cuerpo orgánico que es la humanidad antes que como individuo), condiciona la regularidad
de la vida individual, que fuera de ellos queda desorbitada, y la regularidad de la vida
social, que sin la existencia orgánica y la actuación aludidas se anarquiza. Se trata de
elementos sociales que preexisten a su reconocimiento por las leyes constitutivas de los
estados. La vida social que transcurre en estos cauces es, de por sí, constitutivamente
jurídica. El individualismo que redujo la autoridad a un espectro y que engendró después,
como reacción, un monstruoso estatismo, proviene de una inversión del orden en que deben
estar lo social y lo jurídico. Desconocida la primaria función institucional de los núcleos
mencionados, el cuerpo político usurpó su primacía, se constituyó con prescindencia de
ellos, y con esa misma prescindencia les dictó la ley. De este modo, en lugar de ser la vida
política el fruto natural de una orgánica vida social, sustituyó a esta última, le puso a la
convivencia el sello de su exasperado individualismo, -los partidos actúan en función de un
adversario y se dirigen a los ciudadanos como a unidades absolutamente autónomas, como
a átomos incomunicados-, y provoca ese movimiento pendular entre la anarquía y el
despotismo, de que tiene tan amarga experiencia el mundo actual. En una convivencia
anarquizada, o en la sujeción despótica que son la consecuencia de que los núcleos sociales
a que venimos refiriéndonos no tengan existencia y actuación institucional, la relación
ordenada y pacífica con la generalidad de los semejantes no es posible sino por accidente, o
con voluntad heroica, lo cual es también una excepción. Formalidad de la convivencia que
promueva y favorezca una relación semejante es, en suma, un orden de la sociedad fundado
en la jerarquía de los elementos mencionados. Y puesto que tal disposición gravita a su vez,
todo lo decisivamente que hemos tratado de explicar, en el más- justo cumplimiento de los
deberes jurídicos, las normas del derecho positivo reguladoras de las relaciones a que
dichos deberes se refieren, serán tanto más justas cuanto más fiel y entrañable sea su
correspondencia con aquella formalidad. Lo serán cuando se las articule en fundamental
correspondencia con el orden natural de la sociedad. Lo cual ocurrirá en la medida en que
haga de la estructura jurídico institucional de los núcleos en cuestión la columna vertebral
del orden jurídico. Y la médula de esta columna vertebral es la familia.

La persona es, por de pronto, deudora a la familia de la primera asistencia; en ella


experimenta originariamente hasta qué punto para el hombre ser es siempre, de algún
modo, depender. Y con esa experiencia despierta la conciencia de la responsabilidad social,
Es la primera forma de una vida colectiva y está en las antípodas del colectivismo, porque
la subordinación de cada uno de sus miembros todo lo contrario de despersonalizarlos los
pone en las más propicias condiciones para que se despliegue en el orden la riqueza de su
individualidad. Pero con un sentido de la individualidad que está en las antípodas del
individualismo, porque en la vida de familia lo personal y lo social se complementan y se
asumen recíprocamente de tal modo, que la vida de cada uno y la del todo son
indisolublemente solidarias. De ahí lo que podría llamarse la maternidad institucional de la
familia con respecto a los demás núcleos sociales, y de ahí también que el derecho de
familia sea la raíz del orden jurídico. Un derecho individualista es un régimen jurídico para
un ser que no existe, o un régimen dirigido contra el ser para él cual se establece. Porque el
sujeto del derecho, la persona humana, no alcanza su propio bien sino a través de la
comunidad que natural y necesariamente integra. Y la familia es en el tiempo y por su
jerarquía la primera de ellas.

"La familia es escuela del más rico humanismo". "El poder civil ha de considerar
obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y la familia", se
dice en la Constitución sobre la Iglesia y el mundo actual, del Concilio Vaticano II. Del por
qué y de la trascendencia de dicha obligación "sagrada" es de lo que quisiéramos tratar en
las páginas siguientes.

Pero este fundamento de la sociedad y de todo recto ordenamiento en ella que es la familia,
tiene, a su vez, un fundamento. Se funda en el matrimonio, en el sentido de que es mediante
el vínculo conyugal que se la funda.

El matrimonio es, por de pronto, la integración recíproca de los dos cónyuges. Con él la
mujer y el hombre instituyen, si así puede decirse, la plenitud de lo humano; una plenitud o
perfección que sólo en el matrimonio puede darse porque sólo en él la integración de las
dos partes de la humanidad se opera de tal modo que hace de ellas una sola cosa en un
sentido de una abismal profundidad.

Hay un innegable fondo de misterio en el vínculo por el cual el hombre y la mujer se unen
con una entrega recíproca, arquetipo de amor al prójimo, en la que cada uno de los
cónyuges viene a ser para el otro realmente él mismo. Piénsese, por fin, en la continuidad
de la especie que se sigue de este vinculo por la participación en la potestad creadora de
Dios que le es inherente, y se concluirá de comprender que ello no puede darse como se
debe dar, conforme a la dignidad de todo lo humano y lo divino comprometido en la
relación del hombre y la mujer, en cualquier clase de unión. No puede darse sino en la que
se constituya con amor de abnegación, y se funda en un compromiso de inviolable
fidelidad, en una entrega recíproca que lo comprende todo y dura siempre. Así como Platón
decía del tiempo que era la imagen móvil de la inmóvil eternidad, cabe decir del vínculo
matrimonial que refleja en el mundo y el tiempo una unión que no es del mundo del tiempo.
"Hay en él, enseña León XIII en la encíclica "Arcanum" refiriéndose a la institución del
orden natural, algo de sagrado y religioso, no sobreagregado sino innato, que no le viene de
los hombres sino de la misma naturaleza".

Esto hallase inscripto en el orden natural respecto a la relación de los dos sexos. Fuera del
matrimonio la relación conspira siempre contra dicho orden. En la unión del hombre y la
mujer la finalidad de constituir una familia es, por su naturaleza y su eminencia, excluyente
de toda otra. Cualesquiera fueren las circunstancias y los motivos, la unión que no obedezca
a esta finalidad pervierte él acto primariamente constitutivo de la sociedad, y con ello el
orden todo de la convivencia, pues la desviación actúa en la raíz misma de él, en su cuna y
su fuente. Porque esta eminencia trascendente no es propia del acto mismo de la unión;
proviene del fin a que la unión está naturalmente ordenada. Por lo mismo el desorden que
consiste en despreocuparía de su fin tiene una trascendencia equivalente, pero de signo
contrario. Y no pone a esta unión en su orden propio sino el acto de libertad que consiste en
comprometer todo el futuro de la propia vida en la empresa de realizar dicha finalidad,
precisamente. No hay grados intermedios entre el amor que se consagra con la fidelidad,
que se sujeta indisolublemente a la responsabilidad de instituir una familia, aludir la
indisolubilidad de la sujeción es lo mismo que eludir esta responsabilidad, es una deserción,
y la incondicionada libertad de amar, el amor libre. Las restricciones de la indisolubilidad
imaginadas por las leyes que acogen el divorcio vincular, son otras tantas inconsecuencias
con respecto a la concepción de la libertad que las inspira.

Así entendido cabe decir del matrimonio que es una forma arquetípica de la convivencia.
Por ser el amor conyugal, gracias a la perfecta unión que con él se consuma, la que, a su
vez, es forma del amor al prójimo corno a sí mismo, sobre él recae la misión de disponer a
los miembros de la comunidad, a través de la convivencia familiar, para un comportamiento
social en el que el cumplimiento de los deberes de justicia sea asumido por el espíritu de
amistad a que nos referimos antes. La institución del matrimonio es así el vértice sobre el
que se asienta, como una pirámide invertida, la sociedad rectamente ordenada.

Pero según lo procedente la misión del matrimonio es, en cierto sentido, la de levantar al
orden natural sobre sí mismo. Tiene que levantarlo sobreponiendo la indisolubilidad del
vínculo a la violencia con que la unión de los sexos pretende hacer de la libertad un
requisito de naturalidad; tiene que levantar al amor conyugal sobre todos los egoísmos que
rebajan de su preeminencia la finalidad a que debe ordenarse; ha de levantarlo, en suma,
hacia el orden de la Caridad, del que tiene la responsabilidad de ser, en cierto sentido un
arquetipo para toda clase de relaciones sociales.

Es que la institución del matrimonio se tiende como un puente sobre lo que parece ser un
abismo entre el derecho, que no debe pretender regulación en materias del orden
sobrenatural, y una virtud de este orden, la Caridad, que como tal supone y requiere la
Gracia santificante, Sea que se considere a la institución matrimonial desde el punto de
vista de las dificultades que han de superarse para el cumplimiento de sus fines, o desde el
de la trascendencia de estos, hácese manifiesto que la unión conyugal está comprometida en
una especie de empresa reinvindicatoria. Por una parte se trata de recuperar el equilibrio y
la armonía jerárquica de las potencias de la naturaleza respecto a la más insubordinada y
aguijoneante de sus solicitaciones, de la que se siguen, además, consecuencias sociales en
las que está comprometido el destino de la humanidad. Y por otra, se trata de recuperar para
el amor humano, pervertido por una exaltación de él como fin en sí mismo, el sentido de su
analogía con el divino amor que “mueve el sol y las otras estrellas” y que es el sentido de
su real divinidad. En uno y otro caso se trata del estado o condición de la naturaleza
humana después del pecado original, decaída de su primitiva integridad y del destino
sobrenatural para el que fue creada.

Y bien, este es el punto en que el orden jurídico ha de hacerse cargo de ello de un modo
directo e inmediato, por el acogimiento de un régimen del matrimonio y la familia
correspondiente a las exigencias que acabamos de destacar. Con el acogimiento de esta
formalidad arquetípica de la convivencia, fundada en la unidad y la indisolubilidad del
vínculo conyugal, y constitutiva de un núcleo social al que se reconozca primordialidad
jerárquica respecto a todos los demás con que la sociedad se integra, la ley positiva pone la
piedra angular de un estado jurídico vitalmente conforme con el orden natural y al mismo
tiempo abierto hacia el orden de la Caridad en d que se consuma el destino supremo y
sobrenatural del hombre.

Pero la comunicación del derecho con el orden sobrenatural en la Caridad no consiste sólo
en lo que expresa la conclusión precedente. Toda institución jurídica que se ajuste a los
principios del derecho natural dispone a los sujetos comprendidos en su régimen para
acceder al orden sobrenatural. La perfección que dicho ajuste les procura a las instituciones
jurídicas depende, -valga la paradoja-, de que no se considere nunca a dicha perfección
absolutamente consumada, o más bien de que se la considere coma una predisposición para
una finalidad que trasciende el orden natural; depende de que no se considere al orden
natural como fin en sí mismo. La institución del matrimonio tiene, ciertamente, la
particularidad, que no se da en ninguna otra institución jurídica, de disponer, como hemos
tratado de explicarlo, directa e inmediatamente para 1a Caridad, y de promover esta
disposición en el punto de partida de la existencia social, de modo que se proyecte en toda
ella. De esta eminencia se sigue una desproporción entre la responsabilidad del matrimonio
de levantar al orden natural sobre si mismo, y lo que puede a ese respecto, ya que, en
cuanto institución del orden natural, su poder se agota dentro de los límite de ese mismo
orden. La unidad y la indisolubilidad, ya lo hemos dicho, ponen las condiciones naturales
para asumir esta responsabilidad; pero la posibilidad misma de responder hasta el fin, si así
puede decirse, requiere nada menos que una renovación, y por lo mismo tiene que ser de un
orden superior. Es e extremo de la empresa de recuperación a que aludimos.

Este extremo es del orden sobrenatural, pues se trata del estado del hombre consecutivo a la
deserción en que consistió el primer pecado. De esto, que el hombre fue capaz por sí
mismo, no puede recuperarse por sí mismo. Este es el misterio de la Redención, el de la
mediación de Jesucristo, Dios encarnado Gracia quiere decir también mediación,
precisamente. La reno-ración de la naturaleza por la Gracia redentora es la recuperación de
aquel destino por la mediación de Jesucristo. Estamos fuera y lejos de las posibilidades del
orden jurídico positivo.

¿ Qué tiene que ver el derecho con la Gracia> como no sea en el reconocimiento
institucional de la Iglesia, de que hicimos capítulo a propósito del requisito primero de la
formalidad cristiana de la conducta, que es la Fe en El Mediador? Y sin embargo estamos
ante una institución jurídica, piedra angular del orden natural, que aparece necesitada en sí
misma de la Gracia para soportar el extremo de su responsabilidad.

La formalidad cristiana del derecho, objeto de estas reflexiones, no es, lo hemos repetido
con insistencia, la que pueda recibir la vida jurídica mediante la conducta cristiana de
quienes participan en ella, sino la que ha de tener el sistema de la legislación positiva para
corresponder al destino sobrenatural del hombre, a la condición de su naturaleza después
del primer pecado y a la mediación de Jesucristo por la cual le fue recuperada la posibilidad
de aquel destino y el remedio sobrenatural de la condición aludida. Por consiguiente la
necesidad de la Gracia a que acabamos de referirnos no es la necesidad que de ella tienen
los cónyuges para el fiel cumplimiento de los fines de su unión, sino una necesidad de la
propia institución matrimonial. Nos referimos a la necesidad de que la institución misma
sea fuente de la Gracia particularmente requerida por la naturaleza, la jerarquía y la
trascendencia de sus fines. Con lo cual nos hallamos de nuevo fuera, del orden natural, que
es el de las instituciones jurídicas. Pero también ante una institución que tiene la
singularidad entre todas las del derecho, de que en ella están comprometidos, directa e
inmediatamente, los dos ex remos de lo humano, porque lo está la formación de cada uno
de los hombres, no para alguna finalidad especial, sino para la de ser hombres, y el destino
de la comunidad que constituyen, que es, en última instancia, el destino de la humanidad.

De esta institución hizo Jesucristo uno de los sacramentos de su Ley. Podemos pensar que
la elevó a semejante dignidad porque es el corazón del orden civil; pero sea cual fuere la
validez de esta observación, lo incuestionablemente cierto es que la dignidad de sacramento
hace de ella el centro del orden natural humano, y dentro de él, como institución del
derecho que sigue siendo, el centro del orden jurídico. Nada se modifica, para ello, en los
caracteres y modalidades del acto natural por el que se contrae el vínculo. "Entre
bautizados, se dice en el segundo párrafo del canon 1012 del código de Derecho Canónico,
no puede haber contrato matrimonial válido que por el mismo hecho, (el de ser un vínculo
del orden natural con los caracteres de unidad e indisolubilidad), no sea sacramento". El
sacramento asume a la institución natural del matrimonio tal cusí es; el orden sobrenatural
la informa de tal modo que la convierte en una institución suya sin que deje de ser lo que
naturalmente es.

Hemos dicho lo que es, como fundamento y centro del orden natural; transformada en
institución del orden sobrenatural, el ordenamiento jurídico que reconozca su preeminencia
jerárquica, participa, mediante e]la, en la elevación sobrenatural, pues dicho
reconocimiento y la consecuente subordinación se refieren a una institución jurídica cuyos
sujetos obran al constituirla y al realizar sus fines, como miembros del cuerpo místico de
Cristo, "fundados en su unidad con Cristo". Es lo que, expresan las palabras de San Pablo
cuando dice de este sacramento que es “grande", "en Cristo y en la Iglesia" (Efesios, V, 32),
porque "despliega", según la expresión de Scheeben, la unión de Cristo con su Iglesia. En
cuanto representa y traduce dicha unión jurídica y socialmente, la institución del
matrimonio cristiano es fuente jurídico social de cristianización. Y por ello su acogimiento
por el derecho positivo promueve en este la perfección de su justicia.
Corresponde al orden jurídico positivo, es atribución y deber suyos, disponer la institución
matrimonial con sujeción al orden natural, afianzando la unidad y la indisolubilidad del
vínculo, pero sobre el sacramento del matrimonio, del que no son participes sino los
bautizados, los "hijos de la Iglesia", sólo ella tiene potestad. Por consiguiente el
acogimiento de él por parte del poder civil que se proponga procurarle al ordenamiento
jurídico de la comunidad la perfección que consiste en disponerlo en vista del destino
sobrenatural del hombre consistirá, en este caso, en el reconocimiento de plenos efectos
jurídicos a la Unión sacramental, es decir; al matrimonio realizado como la Iglesia,
dispensadora de los sacramentos, -no es excepción el matrimonio por el hecho de que los
contrayentes sean los ministros de él-, lo disponga. De ese modo el orden jurídico positivo
se abre a la participación del orden sobrenatural en la raíz de la institución sobre la cual se
asienta la sociedad estructurada y regida por dicho orden.

El derecho a la esperanza sobrenatural

6. - La comunicación del derecho positivo con el orden sobrenatural que promueva, en los
límites de su ámbito y según el modo propio de su naturaleza, un bien común temporal que
posibilite y favorezca esa suma perfección de la existencia humana que es su formalidad
cristiana, concierne particularmente, como tratamos de explicarlo hasta aquí, a la práctica
de la Fe y la Caridad. Pero a la vida formalmente cristiana la integra la virtud sobrenatural
de la Esperanza. Y bien; a la luz de ella cabe recapitular todo lo precedente.

Sobre el derecho natural, asumiéndolo y recapitulando su íntegro contenido hay un derecho


a la Esperanza sobrenatural. La expresión seria impropia y carente de sentido jurídico, si lo
de "tener derecho" sólo aludiese a las asignaciones que de "lo suyo" hacen los regímenes
jurídicos de cada lugar y cada época. Lo impropio es atribuirle a la expresión ese exclusivo
significado porque ello importa dejar al derecho sin esencial razón de ser. La persona
humana tiene derechos en razón de ser inteligente y libre, responsable, por ello, del propio
destino. Le pertenece como propio, es su derecho, cuanto sea requerido en la relación con
los semejantes, por la integridad de su naturaleza y la plenitud de su destino. El destino del
hombre en cuanto tal está inscripto en su naturaleza, y ésta es don de Dios que le ha creado
a imagen y semejanza Suya. En el derecho a la Esperanza sobrenatural se recapitulan las
razones por las cuales el hombre, llamado por su Creador a un destino eterno y
sobrenatural, tiene derechos, es "titular" de ellos en su existencia temporal, a través de la
cual ha de acceder a aquel destino.

El primero de los derechos naturales, el que condiciona de hecho a todos los demás, es el
derecho a la vida, a esa pertenencia de cada uno a la que todos los semejantes deben un
reconocimiento primario y absoluto, en razón de su valor singularísimo que no consiste
sólo en lo que hace humana a una existencia, -la de un ser creado "a imagen y semejanza"
del Creador-, sino también en que dicho valor está puesto en las manos del hombre, y como
librado a lo que haga de él en ejercicio de la libertad, mientras vive en este mundo, es decir,
hasta la hora de la muerte. El hombre es artífice responsable de la propia vida, pero el
tiempo de ese “hacerse a sí mismo", el tiempo de las decisiones revocables, el del
arrepentimiento, el de la misericordia divina que rehace al arrepentido, tiene el límite de la
muerte, -que es la hora de la Justicia-. La certeza absoluta de que somos mortales está
acompañada por una absoluta ignorancia respecto a la hora de la muerte. De una existencia
humana no se ha de esperar sino lo que sea hasta esa hora imprevisible en la que alcanza su
justa medida. Lo único previsible es la muerte, y por lo mismo el único plan congruente con
la condición mortal del hombre es el que consiste, como lo vislumbre genialmente Platón,
en una "preparación para la muerte", es decir, en una preparación para el destino al que la
muerte abre las puertas. El destino del hombre no consiste, en rigor en lo que le ocurre
durante su vida mortal. Lo que da a ésta, no obstante su caducidad, sentido y valor infinito
es que sea tránsito en el que se decide el destino eterno.

La participación en la vida divina, -la beatitud sobrenatural-, a la que el hombre está


llamado, se consuma en la eternidad, pero no es sólo "cosa del otro mundo", también lo es
de éste. El destino eterno es vivido por el hombre desde este tiempo porque está
decidiéndolo, en ejercicio de su libertad, aquí y ahora. De la formalidad cristiana de la
existencia temporal cabria decir que es la forma de vida en la cual el destino eterno es ya
vivido en esperanza. La esperanza sobrenatural que promueve y sostiene durante la
existencia mortal la plenitud de su sentido.

Y puesto que el derecho es un atributo de la persona, una "pertenencia" suya, "lo suyo" de
la virtud de justicia, correspondiente a lo que requiere para su plenitud la existencia humana
en sociedad, y es en esa correspondencia que ha de fundarse últimamente ]a asignación que
de lo suyo haga a cada uno la ley positiva, un ordenamiento jurídico desentendido de que es
la esperanza cierta de un destino de beatitud eterna lo que le da sentido a la existencia
temporal y no ponga, con el orden de sus instituciones, condiciones temporales de un vivir
iluminado sostenido y levantado por la Esperanza sobrenatural, no le hace al hombre plena
justicia, ni le da la plenitud de su derecho.

APENDICES

I. NOTA SOBRE LA SOCIEDAD, LAS INSTITUCIONES Y EL DERECHO

La doctrina de la institución, que Hauriou formulara en esquema al término de una larga y


sagaz compilación de experiencias jurídicas y sociales, contiene hallazgos cargados de una
fecundidad que Renard, Delos y Gurvitch han destacado. Quizás sean de una radical
originalidad las observaciones suyas relativas a la vida del derecho, donde se trata de la
relación en que esa vida está con el modo de actuar de lo que él llama empleando la
expresión común "medio social".

De éste dice en el estudio citado que no crea; es principio de inercia; sólo refuerza o inhibe.
Por lo cual no ha de pretenderse que la norma jurídica sea un producto del medio social ni
que, por consiguiente, las instituciones o estamentos sociales sean creación de la regla del
derecho. Fuera de que esta regla todo lo contrario. de crear limita. La inversa, considerar a
la norma jurídica como creación de las instituciones y en definitiva de la que las comprende
a todas, el Estado, tampoco es admisible porque comporta la tesis insostenible de que antes
de constituirse la personalidad del Estado no hubo regla de derecho. Los llamados por él
principios subjetivos -desde la voluntad individual hasta la del Estado, pasando por la de
todas las personas jurídicas intermedia-, son principios creadores y de acción, mientras que
los objetivos -la regla de derecho, el medio social, el orden público-, son elementos de
reacción, duración y continuidad.

Los que él denomina sistemas subjetivistas se desentienden, en lo que al orden jurídico se


refiere, del proceso de la formación de la personalidad del Estado, de la cual provendría la
norma jurídica. Los sistemas objetivistas se despreocupan del proceso de formación de esa
misma norma, puesto que su norma de derecho no tiene nada de jurídico hasta que es
aceptada como obligatoria por la masa de las conciencias que ha de regir. La operación de
la fundación, -la fundación de las instituciones-, es dejada de lado por ambos, con lo cual
quedan fuera del derecho sus fundamentos, pues, concluye Hauriou, sus fundamento no son
otra cosa que fundaciones continuadas. La teoría de la institución que él propugna tiene por
objeto demostrar que las instituciones tienen carácter jurídico, y como ellas son la categoría
de la duración, los fundamentos de la duración jurídica son jurídicos. En otros términos,
que la entrañable realidad del derecho y la duración o continuidad de él se explica, -que eso
es el fundamento a que Hauriou se refiere-, - por el proceso de constitución y de actividad
de las instituciones, que Hauriou define como una idea de obra o empresa que se realiza y
dura jurídicamente en un medio social, para cuya realización se organiza un poder que le
procura órganos; mientras entre los miembros del grupo social interesado en la realización
de la idea se producen manifestaciones de comunión dirigidas por los órganos del poder y
reguladas por procedimientos.

De todo ello pueden sacarse libremente -porque no están expresadas por Hauriou- las
siguientes consecuencias: 1º) Que el derecho es regulación de la convivencia
interindividual en lo social, -en el medio social, para decirlo con las palabras del mismo
Hauriou-. Esa regulación se establece no sólo a consecuencia de la relación interindividual
sino también en vista -de que esa relación tiene lugar en un medio social, realidad distinta
de la de los individuos que entran en comunicación, que posee una cierta vida autónoma o
actividad de inercia, por obra de la cual refuerza o inhibe la regulación de la comunicación
interindividual. Hay, pues, una como incoación del derecho en lo social, puesto que lo
social ya regula y const4iíe de por sí, en un cierto sentido. Pero lo que podría llamarse un
derecho positivo explícito se distingue de esta regulación infrajurídica en que es un
ordenamiento deliberadamente establecido para la instauración de un determinado orden.
Cuanto más conforme con el proceso natural que se acaba de indicar sea la constitución
explícita de un régimen jurídico positivo, será -más viviente y tendrá más intrínseca aptitud
para constreñir eficazmente a esa entidad anónima, que es lo social y también para recibir
de ella una corno corroboración que la sostenga y favorezca su vigencia. 2º) Que el derecho
positivo se constituye mediante las instituciones; su establecimiento es contemporáneo y
correlativo al de ellas; es el fruto y a su vez el sostén de las instituciones, su estructura ósea;
el régimen que éstas se procuran para existir y asegurar su orgánica duración. Todo derecho
positivo, desde el reglamento de una asociación accidental e intrascendente hasta el
superior ordenamiento de un Estado, es el derecho o régimen de una institución, algo
correlativo al establecimiento de un estamento social. No nace y existe sólo para regular
relaciones interindividuales, sino una realidad superior que las comprende y las asume: la
realidad de la institución para la cual ha nacido. Hay, pues, en la creación del derecho un
proceso análogo al de la creación de lo social. Sólo que en el primero el orden y su
respectiva coacción podría decirse que están exhibiendo en un sistema de proposiciones
explícitamente orgánico el título de su autoridad o razón por la cual debe ser obedecido.
Porque la instauración de las instituciones está presidida por la finalidad, la idea de
empresa, que dice Hauriou, que la ha determinado, esto es, por su razón de ser. De ahí la
posibilidad de que, cuando ha habido congruencia entre la constitución de los diversos
regímenes jurídicos concretos y las respectivas realidades sociales en que han de actuar, lo
social coopere en el mantenimiento natural del orden establecido por el derecho. 3º) No
obstante todas las fuerzas de artificialidad que el hombre ponga en juego para establecer
normas jurídicas fuera del movimiento natural de que se viene tratando, puesto que dicho
movimiento es natural tiene una vitalidad Que no logran aquellas tentativas, y por eso
comúnmente prevalece. Por lo cual hay siempre una gran desproporción -afortunadamente
salvadora- entre la arbitrariedad de las lucubraciones racionalistas tendientes a crear como
"ex nihilo" nuevos órdenes jurídicos, y la de los regímenes que esas lucubraciones consigan
establecer. En lo realmente establecido obran de modo implícito o explícito, directo o
indirecto, positivo o negativo, pero siempre poderosamente, los imperativos del orden
natural expresados en el no menos natural proceso del establecimiento de las estructuras
sociales. 4º) Correlativa a la diversidad de las instituciones es la diversidad de los
regímenes normativos correspondientes. Tanto mayor es el ámbito de la autonomía
individual en el establecimiento de unas y otros cuanto menos necesaria -en el sentido de
requerida, por la naturaleza y el destino del hombre-, sea la institución de que se trate. La
finalidad de la familia, las corporaciones y el Estado, en el orden temporal, actúa en lo
relativo a la arbitrariedad posible de los regímenes que se pretenda asignarles, con un poder
de neutralización que decrece según vaya tratándose de finalidades menos directamente
comunicadas con las exigencias esenciales del destino humano. 5º) la llave maestra de todo
lo precedente está en la comprobación de que la institución es una "idea de empresa" o sea
una finalidad en acción; un acto voluntario específicamente humano, es decir, imperado por
un discernimiento de ]a inteligencia y por ello de una fecundidad regulada por la verdad del
discernimiento respectivo. Esa verdad está suprema pero mediatamente en la ley eterna, e
inmediatamente en la ley natural. El proceso institucional del establecimiento del derecho
comporta a un mismo tiempo apelación a esta ley o principio rector> en el discernimiento
de la idea que lo preside, y una como natural confortación de ese discernimiento, una cierta
garantía de verdad a su respecto, por cuanto pone en juego las exigencias fundamentales de
la naturaleza humana en orden a la convivencia por el camino de la estructuración de lo
social y no por el de las relaciones meramente interindividuales. En este orden de ideas la
atención es puesta no sólo y no tanto en el hecho de la necesidad que los individuos tienen
de la convivencia sino en la raíz de esa necesidad, que es la sociabilidad esencial del
hombre; esa nota de su ser en razón de la cual desde la mera posibilidad de subsistir hasta la
perfección de su existencia la obtiene inmerso en una realidad, -lo social-, cuya concreta
estructuración proviene originariamente de actos libres y deliberados suyos, pero que viene
a ser luego una realidad independiente y sui generis, un ser aparte, o si se quiere, para
emplear la denominación de Deploige que a esta luz adquiere, quizás, su más profundo
sentido, un modo de ser de lo humano que tiene la peculiaridad de ser un modo
relativamente, -pero no por eso menos poderosamente-, autónomo.

Lo expuesto sólo intenta, a merced de la contribución de Hauriou sobre estos temas, una
corroboración de lo que hemos sostenido sobre la relación de sociedad y derecho, el sentido
social de este último, la presencia tácita del derecho natural en la entraña de los regímenes
jurídicos positivos, y la reducción del derecho a la ley por el camino de las analogías que la
noción de ley comporta.

No se trata, en lo expuesto hasta aquí, de conclusiones sentadas explícitamente por


Hauriou, sino sugeridas por sus tesis. Como esto no pretende ser una exposición de su
sistema sino una utilización de sus ideas como cauces posibles para el desenvolvimiento
enriquecido de nociones tradicionales, no hay cuestión de fidelidad.

El sentido preciso de lo que acabamos de exponer requiere que se tenga presente la


distinción y la relación de lo que podría llamarse la naturalidad de lo social con respecto a
lo que tienen de "artefacto" -fruto del libre hacer humano- estructuras en que se dispone
concretamente la sociedad en cada lugar y cada época. Los hombres no entran en sociedad
por un acto libre sino por necesidad inexorable de su naturaleza; lo libre es el modo de vivir
socialmente que los hombres establecen. Por eso la sociedad, en cuanto medio natural del
ser humano, si bien materialmente constituida por relaciones interindividuales es algo
distinto y superior a ellas, tiene una realidad autónoma que los hombres modelan más o
menos caprichosamente en el transcurso concreto de su historia, pero sin la posibilidad de
evadirse de ella, como no sea al precio de su integridad humana y aun de su existencia. Una
cosa es, sin duda, la sociedad abstractamente. considerada como necesidad esencial de la
existencia humana, y otra la concreta estructura de ella en cada lugar y cada época. Pero si
la vida social le es ineludible al hombre, el ejercicio de la libertad con que los hombres de
cada particular sociedad, -tribu, municipio, nación, etc.-, modelan la estructura concreta de
ella debe estar en relación de dependencia con la necesidad enunciada, puesto que lo
naturalmente necesario no puede ser de cualquier modo sino de un modo que parta del
reconocimiento de esa necesidad y de todas las razones de ella. Por eso los modos son
numerosos pero no ilimitados. Mientras ese ejercicio se mueve en este ámbito es ejercicio
de legítima libertad; fuera de él es pura arbitrariedad. La delimitación de ese ámbito reposa
sobre dos principios que son a su vez los requisitos primordiales del orden: el de jerarquía y
el de autoridad. No se trata de la constricción de la libertad sino de lo contrario; de su
plenitud, porque no hay libertad fuera del orden.

Poner la atención en el proceso institucional de la constitución de lo social es ponerla en la


expresión concreta de una exigencia del orden natural. Sólo accidentalmente puede ser
contradicho y violentado el orden natural, y aun mientras se ejerce contra él esa violencia
hay estructuras esenciales que subsisten y principios rectores que conservan una cierta
vigencia. El restablecimiento del orden podrá ser, en cuanto a los medios circunstanciales
con que se obtenga, el fruto de tal o cual "originalidad" del arte político, pero en definitiva
es siempre una "recuperación", una rehabilitación de los estamentos sociales originarios.

El establecimiento de las instituciones es la espontánea estructuración de lo social conforme


a la naturaleza propia de esta realidad. Cuando la vitalidad natural de lo social no es
contrariada y aun cuando lo es, pero en este caso más a la larga y más penosamente, va
constituyéndose consetudinariamente el orden jurídico positivo o si se quiere los asientos
consetudinarios de ese orden, por la vía institucional. La institucionalidad del proceso,
exigencia incoercible de la naturaleza, es expresión de la naturalidad de lo social y signo de
la preeminencia de esto último como tal; la diversidad de los modos de las distintas
instituciones es el fruto de la actividad deliberada y libre con que lo social se constituye
concretamente. Repuesta en el orden de lo institucional la contractualidad -que el
contractualismo de los jusnaturalistas de la filosofía moderna habla levantado a una
eminencia soberana poniendo con ello un germen de anarquía cuyos últimos frutos estamos
recogiendo adquiere su verdadera jerarquía, que es subordinada; porque no hay pacto
válido contra el orden natural.

La función legislativa, como operación técnica y deliberada destinada a formular de un


modo explicito y relativamente fijo las normas de orden colectivo se ejercita en un régimen
jurídico consuetudinario preexistente. La legislación escrita no crea un ordenamiento
jurídico; es un paso en el curso del establecimiento de este, y un paso constreñido o
condicionado por todo lo consetudinariamente constituido antes de él. Hay en todo orden
jurídico positivo una radical consuetudinariedad. Es lo que se opera mediante la actividad
institucional. De ello dan testimonio elocuente las instituciones fundamentales del derecho
civil tan tenazmente persistentes en sus líneas esenciales, a través de todos los tiempos de
los que hay historia.

II. NOTA SOBRE LA INSTITUCIÓN DE LA FAMILIA EN LAESTRUCTURA


NATURAL DE LA SOCIEDAD.

Al hombre, que en un cierto sentido lo define la autonomía, porque sobre ella se asienta la
dignidad moral de la persona, en otros, esenciales también, lo define la dependencia. La
plenitud de su autonomía personal está condicionada por muchos modos de depender. No
ha de olvidarse que la dignidad y la excelencia del hombre, esa caña que piensa, hállase
soportada -la definición de Pascal lo está diciendo- por una frágil caña. Decir de él que es
una caña que piensa, es decir que la fragilidad le es inherente. Por eso tratar al hombre
atendiendo sólo a su autonomía es una manera, no de menospreciarlo -como cuando se
atiende sólo a lo inferior de él-, pero sí de desampararlo. Porque el hombre no se basta, ni
siquiera en el adecuado ejercicio de esos dos magníficos privilegios que lo definen como
hombre: el pensar, misterioso modo de llegar a ser todas las cosas, y el obrar con libertad,
que lo constituye señor de su destino. Y sobre todo en esto último que es donde se hace más
sensible esa amarga condición de la naturaleza caída que es la condición presente de la
humana naturaleza.

En el corazón de todos los problemas de la vida y la conducta humana está el problema que
los hace humanos, que es el del ejercicio de la libertad. La fragilidad fundamental del
hombre, no es por cierto su fragilidad biológica sino el simulacro sensible de la otra. La
condición de dependencia de la cual decíamos que caracteriza al hombre es esencialmente y
ante todo determinada por su libertad.

El hombre viene a la vida para asumir una responsabilidad, y todo lo que se hace con él
hasta que se halla en condiciones de asumirla y la asume realmente, es ponerlo como se
debe en esas condiciones. Ahora bien, se es responsable porque se es libre, lo que quiere
decir que se puede responder mal. Por esto cuanto los hombres hacen con sus semejantes
bajo todas las formas de asistencia con que es atendida esa condición de dependencia a que
nos referíamos es, o suplir su responsabilidad mientras no puede asumirla plenamente
asistencia tutelar, o disponerle para asumirla -asistencia educacional-, o dirigirlo cuando ya
la ha asumido. En todos los casos la asistencia se orienta, según La voluntad de quienes La
prestan, a procurar que el hombre responda bien.

El hombre necesita ser asistido para la recta y cabal realización de su destino. Asistido no
sólo en el sentido de procurarle los medios de que por sí sólo no dispondría, sino también
en el de que con todos los medios a su alcance y en pleno conocimiento de lo que
constituye su verdadero bien hay en el hombre y a su alrededor fuerzas que le empujan a la
claudicación, y el hombre no se basta para neutralizar su virulencia. Pero al prestar al
hombre una asistencia con la cual sea sostenida su frágil libertad, -lo que Nietzsché-
llamaba voluntad de poder que está agazapada en el fondo de todo humano corazón
pretende a veces hacer de esa libertad amparada la presa de su arbitrio. En suma, que en el
ejercicio de su libertad el hombre es asistido por la confortación de una voluntad
rectificante. Y es así como le es a veces necesario defenderse de las tutelas de que ha
menester -porque tal es la condición de su naturaleza-, para llevar a término la ardua
empresa de ser responsable, que constituye el motivo de su orgullo.

Esta es la causa por la cual la ciencia política se ha afanado tanto en la tarea de crear
regímenes de convivencia que tengan la virtud de prestar al hombre toda la asistencia que
requiere su natural fragilidad sin que la tu-tela que le es ofrecida -o que le es impuesta-
pueda subordinarlo a otra cosa que a las exigencias del fin que constituye su razón de ser.
Tanto más se ha afanado cuanto más ha confiado %n el ingenio del régimen, en lugar de
confiar en el orden natural de las cosas.

El hombre es un animal social. Está siempre explícita o implícitamente -como Robinson


que vive en la soledad de lo que aprendió en la convivencia- sostenido y condicionado por
una sociedad; por eso es de la naturaleza de las cosas que al entrar en la vida sea recibido
por una sociedad. Pero no por la colectividad social del lugar en que nazca. De esta
sociedad sólo indirectamente puede decirse que reciba al hombre cuando llega a este
mundo. Se trata de la familia, que es la sociedad constituida precisamente para recibirlo.
Los hijos son de los padres, no tanto porque éstos hayan puesto la causa biológica o
eficiente de su existencia, sino porque han constituido conforme a la naturaleza la sociedad
doméstica, que es el matrimonio, precisamente para procrearlos. Se trata de un derecho
cuya alcurnia sólo puede apreciarse refiriéndola a la magnitud y a la dignidad del deber que
le es correlativo. Cumplido ose deber, los padres tienen un título perfecto para invocar ante
todos la plenitud de un derecho inalienable con respecto a sus hijos. Y no es el menor de los
deberes de los padres guardar escrupulosamente la integridad de ese derecho.

Pero la sociedad doméstica recibe en parte su aptitud de asistencia de una sociedad que la
trasciende, constituida por la agrupación de las familias, según un orden para cuyo
establecimiento y cuya custodia existe la autoridad de los gobiernos. La perfección
definitiva de la familia es alcanzada por ésta en la sociedad que integra, porque la familia
no se basta para la obtención de todos los fines temporales que determinan su existencia. En
una palabra, la familia es una primera sociedad necesaria, pero imperfecta. Sociedad
perfecta en su orden propio sólo es el Estado; porque el Estado se basta. para la obtención
de ese fin suyo que es el bien común temporal.

Recordamos rápidamente las grandes líneas del orden natural de la convivencia humana,
para insistir en que el hombre está naturalmente ordenado a vivir con otros; en que sin esa
convivencia no se concibe ni su subsistencia, ni la formación de su personalidad, ni la
obtención de los fines para los cuales existe; y en que tanto la segura y adecuada
posibilidad de subsistir con decoro humano, como la de alcanzar una verdadera plenitud
personal, están condicionadas con el orden de la convivencia. Sin duda alguna la perfección
de la sociedad depende de la perfección individual de quienes la integran; pero en el
proceso de causalidad. recíproca que cumplen los individuos y la sociedad prevalece, en un
cierto sentido, la eficacia causal de un orden social bien constituido, porque si la perfección
de la vida individual no se hace sin él por completo imposible, sí se hace prácticamente
imposible para la generalidad; y llega un momento en que se parece bastante a la tensión
heroica la que le es indispensable en su vida moral a quienes se proponen mantenerse
rigurosamente fieles al cumplimiento de su fin en condiciones o circunstancias sociales
relajadas y desentendidas del orden natural.

Decir que la familia es una sociedad imperfecta y que es sociedad perfecta la que sé
constituye en el Estado, quiere decir una cosa muy distinta de que el Estado tenga la aptitud
de realizar perfectamente todo lo que constituye el fin propio de las sociedades imperfectas.
Sólo quiere decir esto otro: que la organización de la comunidad en un Estado, al integrar
en una más amplia estructura la diversidad de todos los núcleos sociales menores, logra lo
que podríamos llamar la confortación recíproca de esos núcleos o sociedades imperfectas y
hace íntegramente posible la obtención de sus respectivos fines. Todo ello merced a la
vigencia, coactivamente asegurada si es necesario, de una disciplina asentada en la justicia,
es decir, de una disciplina que asegure la mutua asistencia de todos a cada uno y de cada
uno a todos sin menoscabo del derecho de nadie. Y como el fundamento de todo derecho
está en última instancia en la naturaleza de las cosas, si la disciplina social consiste en la
coordinación de los derechos particulares, debe empezar por consistir en el reconocimiento
de todos aquellos órdenes de convivencia que vienen de la naturaleza. Tiene que empezar
por el reconocimiento de la existencia y las naturales prerrogativas de la familia y de las
corporaciones como sociedades imperfectas sí, pero absolutamente necesarias, cada una en
el ámbito de su finalidad. El Estado es, pues, sociedad perfecta en cuanto la integración
social que en él se obtiene resuelve la imperfección de ]as sociedades menores que lo
constituyen. Resolver esa imperfección suplantándolas seria más grave para el Estado
mismo que para los núcleos sociales suplantados, como es siempre peor cometer una
injusticia que sufrirla.

El alcance del derecho de la sociedad doméstica no es otro que el alcance de su deber.


Considérese en primer lugar que ninguna persona puede ser, en un sentido propio y
absoluto, dueña de otra, porque la persona, que es un fin en sí, no debe, en cuanto tal, ser
nunca tratada como medio. Nada hay en el orden natural cuya dignidad supere a la de la
persona humana; a nada, pues, en el orden natural, debe ser subordinada la persona. Nos
referimos a subordinaciones absolutas en las que fuera tratada pura y simplemente como
medio, y no a todas las formas de subordinación relativa requeridas por el orden social,
porque éstas corresponden a un régimen de jerarquías que procura una forma de
convivencia gracias a la cual pueda precisamente alcanzar el hombre su plenitud personal.
En la subordinación requerida por el orden social el hombre se comporta como un medio
puesto al servicio de su propio fin. Es allí, si bien bajo distintas relaciones, medio y fin al
mismo tiempo. Sólo así, como medio al servicio de sí mismo, no ya puede, sino que debe el
hombre subordinarse.

Todo el derecho de los padres con respecto a sus hijos ha de ser juzgado en función de estos
principios. Los hijos les están subordinados porque es a los padres a quienes incumbe
principalmente, en el orden natural, conducir a los hijos a su destino mientras la madurez
intelectual, moral y espiritual dé éstos no los hace capaces de responder por sí mismos. Los
hijos no están librados al arbitrio, sino al deber de lo padres. Y como la raíz del derecho y
el deber que los padres tienen para con sus hijos está en que, como enseña Sto. Tomás en
un pasaje de la Suma: "el padre carnal participa singularmente de ¡a razón de principio la
que de un modo universal se encuentra en Dios", el derecho y el deber de los padres llega
por naturaleza hasta donde debe llegar esa condición de causa que los caracteriza con
respecto a sus hijos. Puesto que el hijo es persona humana y el estado perfecto del hombre,
en cuanto hombre, es el estado de virtud lo que podría llamarse la misión causal de los
padres debe llegar hasta ese punto de la formación de los hijos en que éstos han alcanzado
la madurez a que nos referíamos, la cual los habilita para asumir su responsabilidad
personal. Hasta ese momento la responsabilidad concerniente a la Vida de los hijos es de
los padres. Y nadie, como no sea supletoriamente, porque los padres falten o porque
abandonen o prostituyan su misión, o porque de hecho les sea por completo imposible
asumirla plenamente, puede, sin menoscabo del orden natural, suplantar a los padres en esa
responsabilidad, porque nadie es con respecto a los hijos tan el hijo mismo como los
padres. Tratándose como se trata de ejercitar la representación de una persona humana en
algo tan esencial y decisivo para ella como es la modelación substancial de todo lo que le
especifica como hombre y la orientación de su destino, el mandato tiene que recibir su
título de las entrañas de la naturaleza; no le puede corresponder originariamente sino a
quien tenga una identificación entrañable -identificación en la carne y en la sangre- con
aquel de quien se ha de responder. Tal como el hijo viene de las entrañas de los padres,
viene de las entrañas de la profunda relación de naturaleza que ello crea, el título inviolable
de los padres para tener derecho dirigir a sus hijos hasta las puertas de su plenitud
responsable. Título cuya vigencia depende de que en todos los momentos del ejercicio de
esa representación el hijo sea ungido bien. esto es hacia el estado de virtud que es, en el
orden natural, el fin para el cual el hombre ha sido creado.

En lo normal no puede concebirse que la formación intelectual y moral del niño y que la
dirección de su conducta, tan decisiva durante el tiempo de su educación, sea realizada o
ejercitada en mayor conformidad con lo que exige su destino no con otra cosa, con menos
riesgo de que sea de cualquier modo subalternizado y es subalternizarlo dirigirlo a
cualquier fin que no sea el estado de virtud que mencionábamos en más íntima y delicada
compenetración con su índole personal, que por obra directa o indirecta de los padres.
Probablemente no hay otra materia en la cual resplandezca con mayor evidencia que en ésta
de la tutela de los hijos por los Padres, la fuerza amparadora y la virtud propia del orden
natural en lo relativo a la dignidad humana.

Por eso el primer deber del Estado con respecto a la asistencia tutelar y educacional de los
niños, un deber que condiciona el recto ejercicio de todos los demás y de cuyo
cumplimiento está pendiente la autoridad con que el Estado ejercite en este punto los
derechos que sin duda le asisten, es el de consolidar y exaltar a esa sociedad elemental que
es la familia y sobre la cual reposa toda estructura colectiva que no vaya contra la
naturaleza.

Porque la familia, en razón de todo ello, es el núcleo social originario, el más esencialmente
estable, pues ninguno es mas indestructible, el reconocimiento efectivo de su jerarquía
ordena y consolida todos los demás estamentos sociales. La preexistente y preeminente
vinculación a aquel núcleo social originario hace que los componentes de la colectividad
sean substraídos, en general, a la nómada condición de individualidades autónomos, esa
condición de la que no son redimidos sino artificial e inestablemente por la disciplina
colectiva y el ordenamiento político si éstos no actúan por intermedio de] orden familiar
que anticipa analógicamente todo el sistema de jerarquía, de dependencias, de libertad
ordenada, de responsabilidad solidaria, que debe ser el de una sociedad recta y eficazmente
organizada.

III. NOTA SOBRE EL DERECHO DE PROPIEDAD EN ELORDEN CRSITIANO


DE LA JUSTICIA.

El problema de la justicia es, en cierto sentido, un problema de propiedad. En la noción de


"lo suyo" que la idea de justicia incluye va implícito lo esencial del problema concerniente
a este derecho.

Señalaremos someramente tres puntos relativos a él: 1º) la comunidad de los bienes es de
derecho natural en el sentido de que ningún bien exterior está concretamente destinado a
nadie en particular; 2º) también es de derecho natural, y de derecho divino, la posesión por
parte de los hombres de los bienes exteriores, en razón de que lo inferior está siempre, por
naturaleza, ordenado a lo superior; 3º) en el ejercicio de esa posesión la perfección de la
caridad aconseja renunciar a la propiedad privada y disfrutar de todo en comunidad, pero la
condición común del hombre, del cual no hay que olvidar nunca, en el orden práctico, que
es naturaleza calda, hace que responda más razonable y adecuadamente a las exigencias de
su naturaleza el régimen de la propiedad privada, tanto del punto de vista de la eficacia con
que el hombre explotará los bienes exteriores con beneficio para todos como desde el de la
garantía de libertad que comporta la propiedad individual.

Nada más propicio a las peores injusticias, cuando no media la perfección de la Caridad,
que la posesión de los bienes exteriores en común. La avaricia del hombre le conduce a
incontables excesos es cierto en el ejercicio del derecho de propiedad; pero el régimen
mismo de la propiedad individual constituye un limite para esos excesos. En un imaginario
régimen de comunidad ni siquiera ese límite existiría. Sólo la fuerza del Estado convertido
en gestor supremo y exclusivo de todos los medios de producción puede concebirse como
barrera, -tan frágil como peligrosa-, a la anarquía de la avaricia en un régimen de
comunidad. Pero semejante exaltación del Estado, semejante concepción de sus
atribuciones bajo la cual desaparece toda espontánea distinción individual, es mucho más
antinatural de lo que puede ser en la propia concepción comunista la propiedad que se trata
de eliminar.

Hay aquí una transposición materialista destinada a suplantar una verdad cristiana. En el
estado de justicia original puede concebirse como conformé con ese estado de la naturaleza
humana el régimen de comunidad. La perfección de la Caridad puede hacer que los
hombres que la alcancen o que formalmente la procuren traten de vivir en un régimen de
los bienes análogo al del estado de justicia original porque todos los problemas que plantea
la propiedad provienen de la avaricia que en nuestra naturaleza caída -que es una naturaleza
vuelta hacia las cosas perecedera- constituye una pasión avasalladora. Y la perfección de la
Caridad se asienta, precisamente, en el avasallamiento de ésas pasiones. El uso común se
hace posible en este caso a causa de la renuncia a las cosas temporales que es a un mismo
tiempo condición y fruto de la verdadera Caridad. Esta forma particularmente perfecta de
vida es, merced a la efusión de Gracia que la alimenta y la sostiene, una anticipación de esa
gloriosa y sobrenatural exaltación del espíritu que es la beatitud eterna.

En el comunismo hay una adulteración materialista de todo esto cuya más entrañable
significación que no es economía suele pasar inadvertida. Trata al hombre como lo trata el
cristianismo y reclama de él un heroísmo, pero con la aberración de pretender que esa
aceptación por parte del hombre del uso común, que esa renuncia a la propiedad,
corresponda a la instauración de una beatitud temporal y sensible.

Cuando las cosas han de ser sólo usadas y no gozadas, porque el verdadero goce es puesto
en una realidad adecuada a la naturaleza espiritual y al destino sobrenatural del hombre,
esto es en la contemplación y el amor de Dios, puede concebirse el uso común de ellas.
Pero si el goce es puesto precisamente en las cosas sensibles y sólo en ellas, cuando a todo
el natural e incoercible anhelo humano de felicidad no le es ofrecida otra satisfacción que la
que puede alcanzarse en esta vida y mediante los bienes de este mundo, ¿cómo puede
concebirse la existencia normal y pacífica de una sociedad comunitaria?

Esta concepción comunitaria de la justicia puesta en una concepción del mundo del hombre
y de la vida para la cual no existe otra realidad ni otro destino que la realidad sensible y
material y el destino del hombre en este mundo, quema las raíces de toda verdadera
espiritualidad. La auténtica vida del espíritu, es decir, la de un espíritu que es señor de su
carne, no se concibe en un hombre urgido por la conquista de una felicidad inmediata, -ya
que todo concluye con la muerte-, y en un mundo que no le propone otra felicidad que la
que puedan dar los bienes materiales. La comunidad del uso de esos bienes tiene
evidentemente por objeto darle consistencia a esa ilusión de paraíso literalmente terrenal.

No ha de preocupar tanto la injusticia inmediata de que algunos o muchos sean privados


por obra de un régimen comunista de lo que legítimamente les pertenece, sino la injusticia
esencial que se comete con el hombre por ese camino al cegarlo para la vida del espíritu y
para su destino eterno mediante la inversión de la jerarquía de los principios que lo
constituyen. El espíritu no es suprimido en esa tentativa -sólo-la muerte separa al espíritu
del cuerpo-; es subordinado a la sensibilidad, es hecho siervo y es confiado al destierro de
este mundo. Para que el hombre no tenga nada que esperar fuera de este mundo y viva
totalmente, radicalmente, como si no fuese hijo de Dios y heredero de su gloria; como si
Dios no existiera.

La propiedad privada es de derecho natural, pero el derecho de propiedad, como todo


derecho, tiene su razón de ser en el deber. La licitud de la propiedad privada está pues,
condicionada por el efectivo cumplimiento del deber que le da razón de ser. No se trata de
demostrar que la propiedad de tal o cual cosa en particular esté o no justificada mediante el
cumplimiento de tal o cual deber. La relación de deber y derecho en el caso de la propiedad
privada puede resumirse, siguiendo a Santo Tomás, así: tengo derecho a poseer en
propiedad individual bienes exteriores porque mediante la condición de propietario puedo
cumplir mejor el deber de hacer rendir a esos bienes todo el beneficio -particular y común-
que son capaces de producir. Lo que quiere decir que la licitud de la propiedad, en cada
caso, no del punto de vista del derecho positivo, sino del de la conciencia cristiana, está
condicionada por el recto uso que lo poseído en propiedad se haga. Y en ese uso hay dos
fases: la explotación propiamente dicha de la propiedad y los actos de libre disposición que
se realicen con ella. Cada faz tiene su orden propio y no se repara, en justicia, la violación
de uno de ellos, mediante una mayor sujeción a las exigencias del otro. En estricta justicia
las más grandes limosnas no reparan la violación de ella en que se haya incurrido en la
explotación de los bienes, como pagando salarios míseros o prestando a intereses usurarios.
Decimos en estricta justicia, porque en el misterio de la Caridad sólo Dios sabe qué valor
puede tener una limosna.

En el orden de la explotación o uso de los bienes propios la norma fue dada por Aristóteles
y la reitera, la explica, la extiende y la perfecciona Santo Tomás: "Es preferible que la
propiedad sea particular (afirmación del derecho de propiedad privada) y que el uso la haga
común. Hay, pues, una, propiedad de las cosas, y una propiedad del uso de las cosas. "En
cuanto al uso, enseña Santo Tomás, el hombre no debe poseer los bienes exteriores como si
fuesen propios, sino como si fuesen de todos, en el sentido de que debe estar dispuesto a
hacer partícipes en ellos a los necesitados", lo cual no es una invitación a la limosna sino al
establecimiento de una rigurosa obligación de justicia. Es tratando de la justicia que Santo
Tomás escribe esas palabras en el art. 2 de la cuest. 66 de la 2º, 2º. Y en la cuestión 118 de
la misma parte agrega: "las mismas riquezas no pueden ser poseídas a la vez por muchos; la
superabundancia en algunos trae como consecuencia la penuria en los otros". Esto recuerda
aquella enseñanza tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia: "Tú eres el ministro de
Dios, el intendente común de todos tus compañeros de servidumbre, decía San Ambrosio a
los ricos. Todo lo que posees no ha sido destinado al aplacamiento de tu hambre;
administra, pues, como bienes de otro los bienes que están en tus manos". El deber de
ejercer el derecho de propiedad con sentido social está claramente impuesto por la doctrina
católica como un deber de justicia que no puede ser suplido por actos de misericordia,
según expresa palabra de su S.S. Pío XI en una de sus encíclicas. Por consiguiente, sean
cuales fueren las posibilidades de acumulación que ofrezca la economía vigente, se tiene,
en el orden cristiano de la conducta, el deber de limitar la extensión de la propiedad a lo
que puede ser objeto de una, gestión personal, directa o indirecta; qué asegure el beneficio
común de la explotación. Y la doctrina es igualmente clara y precisa en lo que se refiere a
los beneficios de la propiedad del punto de vista de la independencia económica y de la
libertad de exultación que esa propiedad es capaz de asegurar. Por consiguiente, el cristiano
en cuanto tal ha de ser enemigo de una acumulación de riquezas que sobre no estar
justificada por ninguna necesidad de quien las acumula, y ser difícilmente compatible con
un efectivo ejercicio social de la propiedad, dificulta el acceso de la mayoría a ese derecho
esencia], "entraña, para repetir la enérgica palabra de Santo Tomás, la penuria de los otros”.

IV. EL ORDEN DE LA JUSTICIA Y LOS RECURSOS EXTRAORDINARIOS POR


INCONSTITUCIONALIDAD Y ARBITRARIEDAD.
1.

Hay un propósito general y esencial de la Constitución que está expresado en la frase del
Preámbulo según la cual uno de los fines de ella es "afianzar la justicia". Esto no significa
sólo afianzar el Poder Judicial, constituyéndolo según las exigencias de la colectividad en la
que debe actuar, y consagrando su indispensable independencia. Una magistratura judicial
sabiamente organizada, obligada a aplicar sin recurso alguno leyes inicuas no afianza la
justicia sino la iniquidad. El art. 59 del Código de Procedimientos que prohíbe a los jueces
juzgar de la equidad, o valor intrínseco de la ley, cede ante el precepto constitucional a que
me he referido. No le es permitido al Juez juzgar de la perfección de la ley, de su
conveniencia o inconveniencia circunstanciales, de su mayor o menor bondad, teniendo en
cuenta el fin que se propone; pero de la justicia, cuyos principios están por encima de toda
consideración circunstancial y todo criterio subjetivo porque provienen de la naturaleza de
las cosas, de la justicia de la ley, no sólo puede, sino que debe juzgar porque va en ello un
problema de conciencia que al Juez no le es lícito resolver remitiéndote desaprensivamente
al texto de la ley para consagrar la iniquidad, y porque la Constitución, que debe ser
aplicada antes que las leyes (art.31) manda que la justicia se4 afianzada. ¿Cómo?
Sancionando el Estado leyes justas, aplicándolas los jueces estrictamente cuando son justas,
y negándose éstos mismos a aplicarlas, por respeto a la justicia, que es, en esto, respeto a la
Constitución, cuando violan los principios esenciales del orden justo que no es el que
establezca un Estado, por el hecho de que el Estado lo haya establecido, sino que está por
sobre las constituciones de los Estados, los cuales le deben acatamiento, porque es justo.

Hay pues, en la Constitución el reconocimiento de que existe objetivamente un orden que la


trasciende. La Constitución no pretende que sea justo lo que ella sanciona porque ella lo
sancione; lo sanciona porque lo reconoce justo. No pretende crear una justicia, su justicia,
sino -afianzar la Justicia. Por eso el recurso de inconstitucionalidad es el resguardo- del
orden cíe la Justicia.

La supremacía de ]a ley constitucional tiene una faz contingente y circunstancial y una faz
absoluta. De la Constitución puede decirse que reconoce, consagra e implanta
positivamente el orden jurídico mediante un cierto régimen. La existencia y el imperio
jurídico del régimen proviene de la sanción constitucional; el orden aludido, en cuanto
conjunto de supremos principios rectores de la convivencia social y la organización
política, preexiste ontológicamente a la Constitución y es de esos principios que la
Constitución recibe su autoridad esencial. En cuanto consagratoria de ellos es en rigor y
estricto sentido, primordialmente, "ley suprema". Secundariamente lo es con respecto a
todas las normas positivas sancionadas por los órganos que directa o indirectamente ella ha
creado para ese objeto.

Esa consagración de la justicia es su finalidad por excelencia, fundamento y al mismo


tiempo suma y compendio de todos sus demás fines, los cuales deben interpretarse y
procurarse a la luz y bajo la inspiración de aquél. Por eso no hay en la Constitución más
profunda y explícita expresión de su esencial finalidad que aquello de su Preámbulo en
donde se dice que se la sanciona con el objeto de "afianzar la justicia".

La Constitución enuncia principios, derechos y garantías que corresponden a exigencias


fundamentales de la justicia; pero la aplicación de cada uno de sus principios, la
determinación en cada caso concreto del ámbito propio de esos derechos, el funcionamiento
de las garantías en cada oportunidad singular, obliga a formular raciocinios en los que la
mayor es dada por la Constitución en términos más o menos generales, -la propiedad es
inviolable, por ejemplo-, y el término menor se expresa con un juicio sobre lo que puede
constituir violación de lo que el precepto garantiza, -un gravamen que insuma una parte
substancial del bien que lo soporta ataca el derecho de propiedad-, para la realización de
cuyo juicio se requiere un concepto de lo insto que la Constitución no da, porque no podía
ni debía darlo, si bien lo presupone, puesto que vale e impera eminentemente como ley
suprema por ser expresión de justicia y tener como superior finalidad el imperio de ésta.

Por lo cual para la recta interpretación y aplicación de ella es preciso referirse a esa su
razón de ser por excelencia, a esos primeros principios del orden jurídico que no son
creación de ella sino de los cuales es ella creatura.

Estos juicios que no se limitan a traducir un texto o definición legal, no son actos de mero
arbitrio, pareceres individuales sin más autoridad que la extrínseca del imperio que inviste a
quienes los pronuncian. Su autoridad reside en la fuerza de convicción que tengan, antes
que en su poder de constricción. Y ello es así porque son susceptibles de tener un valor
objetivo. Aunque en tal o cual caso particular no lo tengan, porque sean erróneos, no se
sigue de ese error posible la imposibilidad de alcanzar mediante ellos una certeza objetiva:
un -conocimiento de lo que es o de lo que debe ser, que no sea mera construcción de la
razón, sino discernimiento -mediante ella de lo que constituye la esencia del objeto a que el
juicio se refiere y de lo que debe ser el comportamiento conforme con las exigencias de esa
creencia.

Si los juicios de la razón fueran meros pareceres individuales, de una insuperable


relatividad; si la medida de ellos estuviera en quien los formula y no en la realidad juzgada;
si la distinción de la verdad y el error, por no tener validez objetiva estuviese librada a las
opiniones individuales y no las dominara soberanamente, estaríamos confinados en una
condición de anárquica arbitrariedad sin más salida que la de acatar lo impuesto a causa de
la fuerza que circunstancialmente prevalezca y no por la razón en virtud da la cual es
impuesto. Que el orden requiera siempre en última instancia el respaldo de una
construcción capaz de someter a él, es cosa bien distinta de que él título de su vigencia no
sea otro que esa constricción. Su verdadero título debe ser su justicia, y la posibilidad de
que sea bonificado el título de todo ordenamiento establecido por las autoridades creadas
por la Constitución está en el recurso del art. 31. Pero el recurso no sería verdadera
garantía, sino mero traslado del imperio del arbitrio de unos -el de la autoridad legislativa o
ejecutiva- al arbitrio de otros- -el de la autoridad judicial-, si al realizarlo la razón humana
no estuviera condicionada o conmensurada por la realidad juzgada; si el juicio fuera algo
así como un acto de soberanía; si cuando se invoca lo razonable no se hiciera referencia a
algo que debe ser así, sino a algo que así quiere que sea, porque ese es su parecer, quién
hace la invocación.

Lo que debe hacer el hombre en ejercicio de su libertad es susceptible de determinación


objetivamente cierta. Su bien puede ser conocido con verdad, Y sólo tiene, en rigor, el
deber de hacer lo que constituye su verdadero bien y, aún contra todo mandato posible,
tiene el deber de no hacer lo ciertamente malo. Le distinción objetiva, igualmente válida
para todos, siempre, entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, concluye por referirse,
como la de verdad y error, a la naturaleza o esencia de aquello sobre lo cual recae el juicio.
Y por encima de todas las diversidades circunstanciales, la naturaleza humana es una y la
misma en todo lugar y todo tiempo. Hay caracteres de la condición humana con sujeción a
los cuales debe vivir su vida el hombre en toda circunstancia. No se trata de caracteres que
le pueda asignar libremente la lucubración de nadie, ni que nadie se los pueda asignar
libremente a sí mismo. Están inscriptos en su naturaleza; son los signos definitorios de su-
ser. Antes que ser el hombre una factura de su arbitrio, del ambiente, de la historia, o de
cualquier otra influencia o fuerza humana de modelación, más o menos reflexiva y libre, es,
en cuanto hombre, criatura de Dios, irreductiblemente constituido en la esencia con que
Dios lo ha creado a imagen y semejanza Suya.
Todo lo cual no quiere decir que el juicio sobre la justicia de una norma legal sea
meramente teórico y abstracto; muy al contrario, tales juicios tienen que ser hechos en
función de determinadas y circunstanciales condiciones de existencia, es decir, referidos a
las modalidades de la concreta realidad social, política y económica del lugar y el momento
en que el juicio ha de ser hecho. Esto es, precisamente, lo que caracteriza a los juicios de
prudencia, obligados a pronunciarse sobre algo de por sí tan mudable como es la
contingente realidad de lo que acaece. Pero como no se trata sólo de ver como es esa
realidad sino de juzgarla, -ver si es lo que debiera ser-, y gobernarla, tratar de hacer de ella
lo que debe ser o de impedir que sea lo que no debe ser, los principios primeros inmutables
tienen que presidir esos juicios eminentemente. Esos principios no pueden ser, en cuanto
tales, susceptibles de más de un entendimiento cierto. Supeditarlos a un modo
circunstancialmente generalizado de entenderlos es una manera de negarlos. Se trata de lo
contrario; precisamente; de juzgar la circunstancialidad a la luz de los principios. Pero se
trata también de hacer vivir a los principios en determinadas condiciones de lugar y tiempo;
de que asuman a una materia dada, para promover su perfección. Y es natural que para ello
el juicio esté condicionado en una cierta medida por esas circunstancias; por esa materia
dada. En este punto interviene en el juicio de prudencia la subjetividad de quien lo formula.
Porque hay aquí una cuestión de connaturalidad concreta. De lo bueno y lo malo en una
determinada oportunidad singular nadie estaría mejor habilitado para juzgar, que quien
además de poseer los principios -la doctrina- fuese personalmente virtuoso. Por eso hacía
Aristóteles la gravé advertencia de que el juez debiera ser como "lo justo animado", tanto
mejor dispensador de la justicia no sólo cuanto mejor jurista, sino también cuanto más
entrañablemente justa sea la disposición de su voluntad.

No tanto las ventajas cuanto la rigurosa necesidad de una legislación positiva relativamente
estable y rígida provienen precisamente de que los primeros principios del orden jurídico,
lo esencial e inviolablemente exigido por la naturaleza humana en la condición común de
su existencia temporal, que es la convivencia o socialibidad, tienen que hacerse cargo de lo
concreto contingente, de la circunstancialidad, de lo que hemos venido llamando ciertas
condiciones de existencia, y ello puede hacerse de muchos modos distintos, todos
compatibles con lo indeclinablemente exigido por esos principios. La inestabilidad que
acarrearía el dejar sin determinación esas posibilidades y sin límites o normas conocidas
por todos los componentes de la colectividad la atribución de las autoridades de elegir aquel
de esos modos que ha de tener vigencia con respecto a cada ámbito de la convivencia, se
supera relativamente mediante la estabilidad de un orden jurídico positivo formalmente
obligatorio para todos, inclusive para la autoridad que lo sanciona. Las cosas podrían
haberse dispuesto de otro modo, quizás mejor que el establecido ¾ pero si el modo no es
incompatible con el orden natural, con lo esencialmente constitutivo del derecho o
institución de que se trata, y en última instancia con lo esencialmente exigido por la
realización del destino humano en la vida de sociedad, lo cual implica también lo
esencialmente exigido por la sociedad misma para la recta y eficaz obtención de su fin
propio, obliga incontestablemente, obliga en conciencia, en razón del orden, y por eso
autoriza a imponer coactivamente su vigencia.

Es la diferencia que ya discernió Aristóteles entre lo justo por naturaleza y lo justo legal.
Esto último podría ser con justicia, de otro modo que como la ley lo ha establecido, como el
límite de la mayoría de edad, o los plazos de la prescripción, o los términos del
procedimiento, etc., pero una vez establecido obliga como lo justo por naturaleza porque de
lo contrario el orden de la convivencia se hace imposible, y con ello toda justicia.

Por este camino se retorna la comunicación con lo que desde la más remota tradición
jurídica y filosófica se llama el derecho natural. Aquel conjunto de primeros principios del
orden jurídico que deben informar esencialmente toda legislación -positiva para que sea de
veras -derecho o asignación de lo propio a cada uno de acuerdo con las esenciales
exigencias de la naturaleza humana en cada circunstancia.

Se trata, es verdad, de un fundamento remoto de la legislación positiva vigente. Pero por


remoto que sea un fundamento la estabilidad de aquello que en él se funda depende tanto de
él como de su más próximo sostén. Llevar la averiguación hasta ese extremo es todo lo
contrario de comprometer la estabilidad del régimen puesto en vigencia por la legislación
positiva; es procurar esa estabilidad auténtica que es la del urden correspondiente a la
naturaleza de las cosas; orden natural que la ley positiva aunque no puede aniquilar, puede
sin embargo violentar o enmascarar. El orden natural concluye por prevalecer siempre
contra toda adulteración de él, pero es de desear que obtenga su prevalencia por los
caminos del orden, como la que trata de obtenerle en nuestro régimen positivo el recurso de
inconstitucionalidad en cuanto garantía de ese objeto por sobre todos eminente de la ley
suprema, que es "afianzar la justicia", y no a través de las convulsiones y desintegraciones
que la mencionada adulteración produce fatalmente en los hechos.

En la línea del recurso de inconstitucionalidad y con análogo fundamento la jurisprudencia


de la Suprema Corte de la Nación admite que se recurra a ella extraordinariamente cuan do
se considera que una 'sentencia es arbitraria. Semejante ejercicio de su potestad importa,
como en el caso de la declaración de inconstitucionalidad, un tácito reconocimiento -y
acatamiento-, de la realidad y la supremacía del derecho natural. Por eso agregamos aquí
una referencia a él.

Hay arbitrariedad, -en términos generales-, cuando un acto, libremente ejecutado, no se


atiende al orden que, por naturaleza, es propio de la realidad sobre la cual recae la acción.
Esa realidad es tanto la del sujeto actor, cuanto la de algo exterior a él sometido a su acción.
Aquí solo importa considerar lo segundo. La sentencia arbitraria es aquella en la que se
altera el orden con sujeción al cual debió darse a cada uno lo suyo, es decir, su derecho.
Una alteración consistente en que, al no atenerse el juez a la norma pertinente, cabe decir
que la sustituye por la que pone su arbitrio.

Tratándose de la arbitrariedad de una sentencia lo que está en tela de juicio en el recurso


extraordinario con el que se procura remediarla no es -ni podría ser-, la existencia de un
propósito deliberado, por parte del juez, de apartarse de la norma a la qué se debió atener,
sino el efecto o consecuencia del apartamiento en orden a lo que correspondía decidir en
justicia ; es la arbitrariedad de lo decidido y no la del acto con el que se lo decidió.

Toda invalidación de una sentencia por arbitrariedad en el recurso extraordinario a que nos
estamos refiriendo, se funda formalmente en que el juez se ha apartado de las normas
legales por las que el caso debía ser juzgado, sea porque el apartamiento consiste en haber
prescindido de ellas o en una interpretación que tanto importa como la lisa llana
prescindencia.

Esto vale tanto respecto a las leyes de fondo cuanto a las de forma o procesales. Es
arbitraria una decisión que puede aparecer como fundamentalmente justa si llega al término
de un procedimiento irregular, con violación del "debido proceso" pues con ello se cometió
la injusticia sea de dar a una de las partes una posibilidad a la que no tenía derecho según el
orden del proceso, sea la de habérsele negado la que en dicho orden le asistía. Pero como
también se funda en ese apartamiento la revocación de las sentencias en el recurso ordinario
de apelación, y tratándose, como se trata de la aplicación del "derecho común" en lo cual no
tiene competencia la Corte Suprema como lo ha declarado invariablemente su
jurisprudencia, ¿qué es lo que distingue en estos casos al recurso extraordinario del
ordinario y da potestad a la Corte para procurar la corrección de lo decidido en casos
regidos por el derecho común? Que está en cuestión lo esencial por excelencia del
ordenamiento jurídico -positivo, esto es, su finalidad de justicia.

El juego de ese ordenamiento, si así cabe llamarlo, se propone asignar a cada uno su
derecho y asegurar que le sea dado cuando se lo cuestiona. En ello radica- la autoridad -el
imperio-, de la ley positiva, en que procura "afianzar la justicia". Y como "lo suyo", el
derecho de cada uno no es tal porque la ley positiva se lo atribuya. Sino porque lo atribuido
está últimamente, en relación con exigencias esenciales de la naturaleza humana, de esa
finalidad de justicia de la ley tiene que hacerse cargo últimamente el juzgador.

En el recurso de inconstitucionalidad la Corte suprema, como tratamos de explicar en la


primera parte de esta nota, enjuicia en realidad la justicia de la ley, que consiste en su
conformidad con el derecho natural; en el recurso por arbitrariedad lo enjuiciado es la
justicia. del pronunciamiento, es decir, la aplicación de la ley mediante la cual ha de
hacerse lo que esencialmente se propone -que es lo que le da valor y autoridad de ley-: dar a
cada uno lo suyo con sujeción fundamental al derecho natural. En suma la sentencia es
invalidada por arbitrariedad cuando lo decidido es lisa y llanamente injusto. Y es lisa y
llanamente injusto lo que no da o niega a alguien lo que le corresponde según ese último
fundamento de la autoridad dé la ley positiva, que es el derecho natural. Esto es lo que hace
"extraordinario" a este recurso como salva-guarda fina] y extrema de que el orden jurídico
articulado por la legislación positiva- "afiance la justicia" como lo manda la ley suprema de
él en el coronamiento de la enunciación de sus finalidades.

V. SOBRE LA VIRTUD INFUSA DE JUSTICIA EN LA PERSPECTIVA DE UNA


CONCEPCION CRISTIANA DEL DERECHO

Por la Gracia y las virtudes teologales; esas operaciones de Dios en nosotros sin nosotros,
somos incorporados al organismo viviente del orden sobrenatural y participamos de la vida
divina para lo cual fuimos creados. Cuando la Fe ha puesto los cimientos la desesperación
de desterrado que consume al hombre sin la Gracia se trueca en el esplendor de la
Esperanza; esperanza indefectible de una perfecta beatitud de la que es una anticipación en
este mundo la vida de Caridad.

Pero la vida de la Gracia es, en cierto sentido, tan la Vida del hombre como la de su común
naturaleza. No es una realidad sobreagregada sino la propia realidad natural sobreelevada.
El ápice de perfección allegada naturales comporta, sin duda, de por sí una perfección
espiritual de la naturaleza humana. Pero no hemos de pensar en algo como una suplencia de
las virtudes teologales. La obra de Dios en nosotros no nos dispensa de la obra propia, y
hay por lo común, una cierta relación de proporcionalidad entre lo; dones de la Gracia y la
disposición de la naturaleza que ha de recibirlos. Todo paso en el camino de la virtud es una
cierta elevación del hombre y por ello algo así como un apremio en la expectación de un
destino más alto que aquel a que las potencias naturales son capaces de llevarnos. No es un
mérito al cual el don de la Gracia corresponda en justicia, porque la infinitud de la Gracia
no puede ser humanamente merecida. Ni un requisito de la operación de la Gracia en
nosotros puesto que es operación de una omnipotencia. Aquello tiene más bien el sentido y
la eficacia de una impetración. Hay un sentido y un valor impetratorio en la esencia y como
en la entraña de toda operación virtuosa, porque los actos de esa especie por ser una
victoria sobre sí mismo, no pueden en rigor traer consigo nada parecido a una complacencia
de sí mismo; están hechos de propia negación y vencimiento propio y son como un clamor
por una existencia superi9r que nos redima.

Entre los dos términos de la vida moral y espiritual del hombre: las virtudes eminentemente
sobrenaturales, que son las teologales, y las virtudes naturales o adquiridas, aparece el lugar
de un tercer término que ilumina el régimen de la relación de aquellos y el más íntimo
sentido de la vida cristiana en cuanto elevación y transfiguración de la totalidad de la vida
del hombre, Se trata de las virtudes infusas que no son las teologales. "Hábitos, dice Santo
Tomás, divinamente causados en nosotros, que son respecto a las virtudes teologales, como
las virtudes morales e intelectuales del orden natural con respecto a los principios naturales
de la virtud, y que difieren específicamente de las virtudes morales adquiridas en que las
primeras ponen en buena disposición para el orden de cosas que vincula a la persona con
"la ciudad de los Santos y la casa de Dios”(S. Pablo, Et 2.19), y por las segundas el hombre
se dispone bien en orden a las realidades humanas"
Henos ante una fecundación sobrenatural del régimen de las virtudes naturales. No se trata
de un sistema de virtudes aparte que no tengan con las del orden natural otra relación que la
de llevar los mismos nombres y operar sobre objetos análogos. Es la promoción hacia un
fin sobrenatural del movimiento propio de las virtudes naturales. Estas últimas no miran al
orden de las realidades humanas porque los sujetos de ellas np hayan querido proponerse
mirar más alto, sino porque lo sobrenatural no es algo así como un extremo de altura al
término del orden natural, sino un orden distinto e inaccesible a las potencias humanas sin
el auxilio de la Gracia. Sobre el abismo que separa a la vida virtuosa del orden natural, de la
Vida sobrenatural constituida bajo el régimen de las virtudes teologales, se tienden las
virtudes infusas por obra de las cuales obra de la Gracia, es decir, sólo de Dios la operación
de las virtudes naturales, la templanza, por ejemplo, para emplear el de Sto. Tomás en esta
parte de la Suma, no es sólo la medida en la apetencia del bien que procuran las cosas
agradables en vista de la salud del cuerpo y de que el uso de la razón no sea impedido, sino
también "la reducción del cuerpo a servidumbre" según la palabra de San Pablo; porque se
trata de una recta disposición no en orden a las realidades humanas, sino, a las cosas que
vinculan a "la Ciudad de los Santos y a la casa de Dios , es cierto, pero a través del orden de
las realidades humanas y temporales. No, hay sacrificio del orden natural y de sus
exigencias propias sino una conformación de él y de sus exigencias al orden sobrenatural
operado por la transfiguración del objeto de las respectivas virtudes. Ser justo según la
virtud infusa de justicia no es serlo del mismo modo que según la justicia adquirida, pero es
un modo de serlo que incluye la perfección posible a la virtud de justicia en el orden
natural; es por de pronto ser pura y simplemente justo, pero según una medida que no es
humana sino divina y gracias a una potencia operativa que no es de la naturaleza sino de
Dios.

Hemos mencionado la relación vital de las virtudes infusas con las virtudes adquiridas de
análoga especie porque lo requería la ilustración de la siguiente consecuencia en vista de la
cual fue dicho todo lo precedente puesto que a la materia de las virtudes infusas la
constituyen, como a la de las adquiridas las pasiones y las operaciones humanas y tener
prudencia o fortaleza infusas no es ser fuerte o prudente de una manera ajena al serlo según
las respectivas virtudes morales adquiridas sino serlo "de una mas elevada manera , dice
Santo Tomas, el enriquecimiento y como sobreelevada perfección que las virtudes infusas
allegan a la operación propia de las virtudes morales, comporta una iluminación del objeto
de éstas.

Ese objeto es de este mundo; por la práctica de la virtud natural adquirida de justicia se da a
cada uno lo suyo según las exigencias de esta vida humana y temporal. El de aquellas es del
otro, y por eso el ser justo según la virtud infusa de justicia es estar en disposición de dar a
cada uno lo suyo en orden a la salvación eterna y según la medida del amor, que puede
llegar a ser la de un dar hasta- lo que en justicia natural es rigurosamente propio. Pero como
es uno y el mismo el hombre que practica la justicia del orden natural y el que es elevado
por la Gracia a un modo de ser justo que atiende a lo que les es debido a los demás según el
Orden de "la Casa de Dios", esta superior disposición tiene que comportar en él un
discernimiento nuevo y distinto, bajo otra luz, del objeto de la virtud natural o adquirida de
justicia. Puesto que aquella disposición es más elevada, en el régimen de comunicación
viviente de las dos especies de virtud sucede que el discernimiento propio de la virtud
inferior, con respecto a su objeto, es asumido por el discernimiento propio de la superior
según la relación de lo subordinado a lo subordinante.

Ese objeto es el derecho; consiste en dar a cada uno lo suyo; y lo propio de cada uno es
precisamente, su derecho. Hay, pues, un derecho relativo a la virtud adquirida de justicia y
un derecho correspondiente a la virtud infusa del mismo nombre; y entre una y otra especie
de derecho ha de existir una relación análoga a la que hay entre las respectivas virtudes. La
noción de derecho correspondiente a la virtud natural de justicia no es sustituida por la que
corresponde a la justicia infusa, porque ello importaría la arbitrariedad de juzgar del orden
natural según los principios del orden sobrenatural que le son radicalmente inadecuados. Se
trata de la iluminación que para el discernimiento del derecho en el orden humano temporal
allega una disposición de justicia que proviene de la Gracia y pone a la consideración de lo
que le es debido al prójimo en la línea de lo que requiere su destino sobrenatural, al cual ha
de acceder a través de esta existencia temporal. Es una refracción de la luz del objeto de la
virtud infusa de justicia hacia el objeto de la justicia adquirida, y con ello una posibilidad
de hallarle a este último su más entrañable sentido. Un modo de discernir que salvaguarda
la comunicación viviente y substancial de los dos principios, el natural y el sobrenatural
con que se constituye la estructura esencial del hombre redimido.

Bajo esa luz aparece como debido por los semejantes, a los miembros de la comunidad
social, en el orden temporal, algo que por la magnitud, o por la especie, o por el modo de
deberlo trasciende lo debido en el puro orden natural. En la sociedad de los hombres
redimidos debe imperar un derecho superior al derecho natural; así como su estado no es de
pura naturaleza, tampoco su derecho; a ese derecho propio de su estado cristiano es a lo que
llamamos un derecho cristiano o un estado cristiano del derecho que comporta una
elevación de su naturaleza.

Si esto se considera no del punto de vista del objeto de la virtud de justicia sino de su
práctica, lo que de inmediato nos aparece manifiesto es una comunicación de la virtud
natural de justicia con la virtud teologal de Caridad a través de la justicia infusa. No es una
suplantación, ni una complementación, ni una rectificación. de la justicia por la Caridad
sino un modo de ser justo, en los deberes de justicia del orden natural, informado por la
Caridad. La formalidad de la Caridad recae como sobre una materia que le está ordenada,
sobre el ejercicio de la virtud natural de justicia. Y es así como hay un' modo de ser padre,
ciudadano, dueño, acreedor o magistrado en la Caridad, sin ninguna renuncia o sacrificio
substancial del derecho que asiste por ley de naturaleza, al padre, al dueño, al magistrado,
al acreedor o al ciudadano. El entendimiento del propio derecho o la propia obligación y el
ejercicio del uno y el cumplimiento de la otra reciben de la vida de Caridad una iluminación
y un confortamiento que promueven la congruencia de todo ello -el entendimiento y la
ejecución-, con las exigencias del orden sobrenatural. Sin ser un modo de comportarse en
justicia que trascienda el límite de los mandatos y opere según los consejos evangélicos, es
una perfección de la conducta justa que proviene del espíritu de los consejos y obedece a
una viviente intencionalidad sobrenatural.

Pero esto es así en orden a la práctica de la justicia porque hay una noción objetiva de lo
propio o del derecho, en lo que concierne a la convivencia de los hombres en este mundo y
al bien puramente humano y temporal de esa convivencia, que se funda sí, en la
consideración de las exigencias de la naturaleza y en este sentido la noción a que nos
referimos implica la de un derecho natural y la asume, pero en cuanto ordenada -dicha
naturaleza- a un destino sobrenatural y asistida por la Gracia.

Reduzcamos las consecuencias de todo esto a una breve enunciación de conclusiones.


La ley divina revelada y sobre todo la Ley nueva, la ley de Cristo, no rige en algo así como
una porción del hombre distinta e independiente de aquella que es regida por la ley natural.
No puede ser querido por un cristiano el bien humano y temporal sin consideración de lo
que es y exige de todas las potencias humanas el amor a quien debe ser amado sobre todas
las cosas. Desde que la virtud teologal de la fe existe en el alma no se puede considerar
esencialmente buena y justa la instalación del hombre en un orden de convivencia o
régimen jurídico temporal que no esté como en tensión hacia la ciudad de Dios que no esté
urgido y urja indirectamente él mismo a sus súbditos en todo lo que comporta la ciudadanía
celeste y eterna de éstos. No hará asignación adecuada de lo propio el derecho que la haga
según aquella condición de cada uno en el cuerpo social, que no contemple el bien propio
de ese cuerpo a la luz de aquella más eminente incorporación de cada miembro de él al
Cuerpo Místico. No ha de demorarse, en fin, el cristiano en una concepción de la autoridad
temporal sin comunicación concreta y viva con la realeza social de Jesucristo.

El proceso de la civilización antigua que hizo el genio de San Agustín en la "Ciudad de


Dios" es un ejemplo egregio de determinación de lo que comporta la Nueva Ley en todos
los órdenes de lo humano, y no sólo en la intimidad de los espíritus, confrontado con la
obra de los hombres antes de su promulgación. Su ciudad de Dios no se contrapone a la
ciudad temporal y terrena; el cristiano es a un tiempo ciudadano de la una y de la otra y no
es concebible una sustitución de la una por la otra, como no sea al fin de los tiempos. La
que se opone a la Ciudad de Dios es la de Satanás, y de lo que se trata es de que la sociedad
de los hombres en este mundo se substraiga al imperio del demonio, para lo cual el camino
es constituirse bajo el signo de Cristo. Constituir bajo él todos los órdenes humanos; hacer,
en fin, del orden positivo de los Estados una incoación de la Ciudad celeste.

La cristiandad medieval asumió esa misión y la llevó a grados diversos de realización


concreta en todos los órdenes de la civilización y la cultura, dando con ello testimonio de su
afectiva posibilidad, como -para no citar sino un ejemplo relativo a nuestro tema-, al
constituirse jurídicamente con las estructuras del derecho romano, esto es, de un derecho
positivo exclusivamente fundado en los principios del orden natural, pero operando en él
una progresiva transformación entrañable por virtud de la formalidad cristiana que presidía
la actuación con-creta de aquel ordenamiento.

VI . EL JUEZ EN LA SUMA TEOLOGICA DE SANTO TOMAS, 2º, 2º CUESTIÓN


60

Esta nota no pretende ser un comentario de la Cuestión de la Suma mencionada en el titulo,


en la que se trata del juicio judicial, sino sólo una remisión a la autoridad de Santo Tomás
contó fundamento de lo expuesto en el acápite del libro relativo a la misión del juez.

En dicha parte de la Suma se refiere Santo Tomás al juicio como acto de la virtud de
justicia. Si bien el acto de juzgar no es propio sólo de los jueces, en la misión de éstos tiene
su más especifica expresión, porque la virtud de justicia ordena respecto a lo que es de otro,
y decisión sobre ello no puede provenir sino de superior autoridad. Así como sólo la
autoridad constituida para regir a la comunidad tiene la potestad de dictar leyes que ordenen
la conducta de los particulares en lo que cada uno debe a otro como suyo, el acto de juzgar
con imperio a ese respecto no es propio sino de quienes-están puestos sobre las partes -los
particulares- para decir el derecho -lo suyo- que las leyes enuncian (art. 6º de la cuestión
citada). Por eso en el Suez el juicio es el acto de una virtud arquitectónica, que prescribe y
manda, mientras que en -el particular es virtud de "servicio” en el sentido de que lo es de
ejecución de lo que se juzga justo (respuesta a la 4º objeción del art. 1º). Esa preeminencia
del acto de juzgar propio del juez explica que la palabra "juicio", aplicable tanto al acto de
conocer en el orden teórico, como al acto de justicia propiamente dicho, pro-viene, recuerda
Santo Tomás, de la denominación del juez, judex, -ius-dicens, el que dice el derecho y da
con ello a cada uno lo suyo.

Para los fines de esta nota que, de todo expuesto en la cuestión citada sobre el juicio como
acto de justicia, se atiene sólo a lo que concierne particularmente a la misión del Suez,
cabria considerar a dicha cuestión articulada, sobre estas tres proposiciones: 1º) el juicio es
acto de la virtud de justicia; 2º) como tal es primordialmente acto propio del juez; 3º) por
ello el juez debe ser corno "cierta justicia animada", expresión de Aristóteles, que Santo
Tomás cita en el art. 19 al responder a la 4ª objeción.

Sobre lo primero observa Santo Tomás, respondiendo a quienes entienden que el juicio es
acto de la facultad de conocer perfeccionada por la prudencia, que el juicio es acto de la
virtud de justicia en cuanto ésta inclina o dispone para juzgar rectamente, la prudencia
interviene en el ejercicio de todas las virtudes morales, pero éstas la preceden como causas
dispositivas, lo cual es eminentemente así en el caso de la justicia porque las otras virtudes
morales remuev9n obstáculos puestos a la práctica de la virtud, mientras que la justicia
dispone para ello positivamente, La prudencia interviene en esta última "al proferir el
juicio". Mientras que a la virtud de justicia ha de atribuirse la rectitud intencional de dicho
juicio, que es lo esencial de él, a la prudencia incumbe lo que podría llamarse el ajuste dé lo
que el juicio concretamente determine e imponga. (art. 1º, respuesta a la primera objeción).
Es que, se dice en este mismo pasaje, si bien "definir algo es propio de la razón", lo que
hace idóneo al que juzga para juzgar recta-mente es su "disposición” interior para el
discernimiento de lo justo. Es lo que se llama conocimiento por connaturalidad. La práctica
de la virtud de justicia connaturaliza con lo justo y por ende con su recto discernimiento en
lo concreto, de un modo incomparablemente más entrañable que el conocimiento racional
del derecho. Este conocimiento sin aquella práctica no hace de] juez "justicia animada". Y
es por serlo que al juez le asiste moralmente la potestad de Juzgar.

Por eso, en el art. 2º sobre "si es lícito juzgar", respondiendo a una de las dificultades
puestas al comienzo de él, dirá Santo Tomás que "quienes están en graves pecados no
deben juzgar a los que tienen iguales o menores pecados". Es de la esencia del pecado
grave ser una "iniquidad", una injusticia; por serlo indispone para el discernimiento de lo
justo, que dijimos. Con su discreción característica Santo Tomás se hará cargo de la
situación del juez apremiado por la razón del cargo" y agrega que en tal caso, siempre que
sus pecados no sean públicos, le será licito juzgar, pero "con humildad y temor", es decir,
con una disposición de espíritu que, por consistir en la conciencia del propio pecado, en
cierto modo, si no neutraliza, atenúa la indisposición para el connatural discernimiento de
lo justo en que se halla quien al hacer agravio a la virtud, cualquiera sea, en la propia
conducta lo hace a la virtud de justicia en razón de la esencial unidad de la vida virtuosa.

Luego, en este mismo orden de consideraciones Santo Tomás destacará hasta qué punto
haya de ser el juez “justicia animada", recordando, aquello del Deuteronomio (1.16) de que
"el juicio es de Dios, para agregar, en consecuencia> en la respuesta a la segunda objeción
de este artículo, que "el juez es constituido ministro de Dios".

Y por fin en la respuesta a la interrogación de "si debe juzgarse siempre según las leyes
escritas" (art. 59 de la misma cuestión) se refirma cuan decisivamente importa, habida
cuenta de la naturaleza de la misión del Juez, que la práctica de la virtud de justicia sea un
constitutivo esencial de su vida moral, es decir, que sea corno "justicia animada". Porque la
expresión de Aristóteles da a entender una presencia viva pero no impersonal de la justicia.
No se puede concebir la animación de algo por una virtud, sino de la de alguien, es decir
una persona.

Recuerda Santo Tomás que el juicio es cierta determinación de lo justo; y una cosa es justa
por naturaleza -derecho natural- o por cierta convención entre los hombres "y entonces es
derecho positivo". Las leyes tienen por objeto la determinación de uno y otro derecho, pero
la ley escrita "contiene el derecho natural mas no lo instituye, pues el derecho positivo no
toma fuerza -de la ley sino de la naturaleza-". De ahí que "si la ley escrita contiene algo
contra el derecho natural es injusta y no tiene fuerza para obligar", Modo de decir que no es
ley. Esto sentado concluirá Santo Tomás que el juez debe juzga; siempre según la ley
escrita, entendido que sólo es ley la que guarda conformidad con el derecho natural, como
está expresamente dicho en la respuesta a la primera objeción.

Por consiguiente el primer deber del juez es el de discernir la conformidad de la norma con
el derecho natural. Lo cual requiere sin duda ciencia del derecho, pero ante todo, conciencia
de lo justo por naturaleza, con ese conocimiento por connaturalidad propio del justo, así
como aquel en quien la templanza es un hábito, está en disposición de discernir con
particular acierto lo que la práctica de esta virtud impone.

Además como las disposiciones de las leyes son de carácter general y a veces, como todo lo
humano, deficientes, y, por otra parte no le es permitido al juez dejar de juzgar por
obscuridad o silencio de la norma, la remisión al fundamento de la ley, que Santo Tomás
llama en este pasaje "la intención del legislador" -en cuanto supuesto intérprete fiel del
derecho natural-, se le hace al juez ineludible. La sentencia es como la ley de] caso
sentenciado (cuestión 67), es lo que el legislador "si lo hubiera previsto lo habría
determinado en la ley" (respuesta a la segunda objeción).

En suma, el ejercicio de la función judicial requiere siempre en sus dos extremos, el de la


debida remisión al fundamento del que las leyes reciben su autoridad de tales, y el
discernimiento de lo justo en el caso particular, una disposición de la voluntad armada por
esa conciencia viva de lo justo, que es propia del justo, de quien cabe decir, en el extremo
rigor de la expresión, que es como "justicia animada".

VII. NOTA SOBRE "PLURALISMO IDEOLOGICO" Y VIGENCIA DE UN


DERECHO FORMALMENTE CRISTIANO.

En punto a exigencias de la naturaleza nada le es impuesta al cristiano que no obligue en


conciencia al incrédulo; la diferencia, entre derecho natural y derecho formalmente
cristiano consiste, en este punto, en la modalidad y el alcance, no en la substancia de la
permisión del mandato o de la prohibición, porque si bien el último ha de disponer
substancialmente lo mismo que el primero, lo dispondrá con el sentido y con la medida de
rigor o de atenuación correspondientes a la condición de la naturaleza humana caída y
redimida. Esta adecuación no afecta la recta libertad ni la conciencia del incrédulo para
quien no tienen razón de ser ni el sentido ni la medida a que aludimos. Y si se consideran
las exigencias del orden sobrenatural, que para el incrédulo es como si no existieran,
tampoco hay violación de la libertad de su conciencia, porque nada de lo que esa
formalidad cristiana de un orden jurídico imponga, comporta la imposición de que se
acepten las verdades de fe que le dan razón de ser. Se trata, es cierto, de un orden que
orienta hacia lo que debe ser la forma de Vida del hombre redimido, pero esto no determina
ninguna constricción que trascienda los límites de lo que impone la ley natural.

Estos son los dos sentidos de la perfección con que el derecho formalmente cristiano supera
al derecho natural: porque tiene en vista el verdadero estado actual del hombre y su destino
supremo, que no es de este mundo y este tiempo, y porque lo que dispone en vista de ello
trae consigo un ajuste, un afinamiento y una elevación del mero orden natural, del bien
común temporal, de la conducta jurídica considerada en sí misma, abstracción hecha del fin
sobrenatural en que ese ajuste, ese afinamiento, y esa elevación se inspiran. Este último es,
de los dos alcances de tal derecho, el único en el que están inmediatamente comprendidos
los sujetos de él, creyentes o incrédulos, y el sentido de este alcance no requiere la Fe para
ser comprendido. Es verdad que sin la Fe no se discierne esta elevación o perfección del
orden jurídico natural porque la razón mediata y última de él está en el orden sobrenatural;
pero puede discernirse sin ella su razón de ser inmediata, el bien que comporta para la mera
naturaleza humana en su orden propio. Por consiguiente, a la vigencia de un derecho
positivo formalmente cristiano, no puede oponérsele la inviolabilidad de la conciencia de
quienes no son cristianos. Sería una tácita oposición a la ley natural y a la soberanía de la
verdad, cognoscible por la sola razón como una y la misma para todos, siempre. Sería,
pues, una pretensión de libertad individual erigida en fin supremo.

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