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Compilación de textos (cuentos y ensayos) por Profa. Ruth X.

Vargas Scuotri para el


curso ESPA 3101

Universidad de Puerto Rico en Humacao, Departamento de Español

Publicación sólo para uso académico

I. "La mancha de humedad" (Juana de Ibarbourou)

1. Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes.
Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de
Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero si la
humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo.
Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el
remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos
tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes
del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral,
encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos,
que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la
gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a
Desdichado de Brabante y montañas echando humo, de las pipas de cristal que fuman sus gigantes
o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su
tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas generalmente ya
me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con
las pupilas brillantes, tomándole las manos:
2. –Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuantos árboles en sus orillas! Tal vez sea el
Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
–¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mío, esta criatura no tiene
bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de
trenzas su ancha mano protectora:
–No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
3. Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi
imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me
encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel
grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por
la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba
del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de biscochos y lápices despuntados. De pie
en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para
mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella
mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había
desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho y como
burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico.
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Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los
brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una O de gigantes, se
quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar
por fin lleno de asombro:
4. –¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
–¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo
mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me
obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales.
¡Te odio, te odio; los odios a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de
bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la
vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada e inútilmente.
Porque ninguna lágrima rescata el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece... ¡Ay, yo lo
sé bien!

[Fuente: Juana de Ibarbourou. "La mancha de humedad". Chico Carlo. Buenos Aires: Editorial
Kapelusz, 1953.

II. "La mancha de humedad" (José Enrique Rodó)

1. Paseaba en compañía de un amigo, hace años, frente a la ruinosa pared de un edificio, cuando
señalándome aquél una mancha de humedad que sombreaba un gran trozo del muro, díjome,
mientras me hacia detener el paso:
2. –Mira, qué admirable cabeza para una bruja del “Macbeth”, ¡si algún artista de esos que,
cumpliendo el precepto de Leonardo, están atentos a estos caprichos de la casualidad, la viera y
supiese hacerla suya! ...
3. Miré, y no vi sino la mancha informe, extendida al azar sobre el blanco sucio del muro. En vano
mi acompañante instaba mi atención: yo sólo una informe mancha veía. Entonces, acercándose a
ella, y siguiendo con el índice el contorno: –Repara, me indicó, en la frente estrecha y las greñas
hirsutas; mira en esta línea la corva, innoble nariz; observa el ojo oblicuo, los labios contraídos en
un gesto de odio; ve aquí el flaco pescuezo... Y al compás que mi acompañante me indicaba, la
figura iba ordenándose en mi percepción, y una fisonomía, entre risible y siniestra, brotaba de los
contornos de la sombra, completados por algunas grietas del muro.
4. Después que logré asir con la atención la forma representativa en que podían, efectivamente,
concertarse, mediante un poco de buena voluntad, aquellas líneas confusas, la percepción de esta
imagen en la mancha de humedad fue tan inmediata y clara para mí, que apenas concebía cómo
pude dejar de notarla a la primera indicación de mi amigo; y cuantas veces, desde entonces, paso
frente a aquel ruinoso muro, ella se destacaba, infaliblemente, a mis ojos, de manera superior a mi
voluntad, la cual en vano se esforzaría por volverme a la simple percepción de una mancha.
5. Esto puede corroborarse por la observación común. ¿Quién es el que descifrando, por ejemplo,
uno de esos gráficos enigmas, en que se trata de encontrar una figura que se forma del blanco de
las otras, no habrá notado cuanto supera al esfuerzo de la voluntad, dejar de discernir la figura
secreta, en la visión del conjunto, una vez que se ha acertado con ella?
6. No es otro el modo cómo una lectura intensa y eficaz te impone para siempre un concepto del
mundo y de la vida. Un libro enérgico, si coincide con propicia ocasión, tanto más cuando aún no
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hay en tu alma una idea neta y fija del mundo, el cual equivale entonces para ti a la mancha de
humedad donde no ves nada representativo y concreto, es el acompañante que te enseña a ordenar
tu concepción de la realidad dentro de una imagen precisa. Nada será capaz de sustituir en ti esta
imagen por tu indefinido anterior. Nadie podrá emancipar tu pensamiento del orden que le fue
impuesto con ella, si no es quien tenga arte para hacer que descifres una nueva y más, patente
figura en la mancha de humedad...

Fuente: José Enrique Rodó. “La mancha de humedad”. Los últimos motivos de Proteo… Manuscritos
hallados en la mesa de trabajo del maestro. Prólogo de Dardo Regules. Montevideo: J. M. Serrano, 1932.

III. "El revólver" (Emilia Pardo Bazán)

1. EN un acceso de confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los balnearios, la


enferma del corazón me refirió su mal, con todos los detalles de sofocaciones, violentas
palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que se ve llegar la última hora... Mientras hablaba,
la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada
por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que
hubiese algo más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha
sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente
gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las
anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por la mano artística del otoño, caían a tierra
majestuosamente y quedaban extendidas cual manos cortadas, le hice observar, para arrancar
confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía del tránsito de las cosas...
2. —Nada es nada— me contestó, comprendiendo instantáneamente que, no una curiosidad, sino una
compasión, llamaba a las puertas de su espíritu. —Nada es nada..., a no ser que nosotros mismos
convirtamos ese nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque
triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.
3. El encendimiento enfermo de sus mejillas se avivó, y entonces me di cuenta de que habría sido
muy hermosa, aunque estuviese su hermosura borrada y barrida, lo mismo que las cintas de un
cuadro fino, al cual se le pasa el algodón impregnado de alcohol. Su pelo rubio y sedeño mostraba
rastros de ceniza, canas precoces... Sus facciones habíanse marchitado; la tez, sobre todo, revelaba
esas alteraciones de la sangre que son envenenamientos lentos, descomposiciones del organismo.
Los ojos, de un azul amante, con vetas negras, debieron de atraer en otro tiempo; pero ahora los
afeaba algo peor que los años: una especie de extravío, que por momentos les prestaba relucir de
locura.
4. Callábamos; pero mi modo de contemplarla decía tan expresivamente mi piedad, que ella,
suspirando por ensanchar un poco el siempre oprimido pecho, se decidió, y no sin detenerse de
cuando en cuando a respirar y rehacerse, me contó la extraña historia.
5. —Me casé muy enamorada... Mi marido era entrado en edad respecto a mí; frisaba en los cuarenta,
y yo sólo contaba diecinueve. Mi genio era alegre, animadísimo; conservaba carácter de chiquilla,
y los momentos en que él no estaba en casa, los dedicaba a cantar, a tocar el piano, a charlar y reír
con las amigas que venían a verme y que me envidiaban la felicidad, la boda lucida, el esposo
apasionado y la brillante situación social.
6. Duró esto un año —el año delicioso de la luna de miel—. Al volver la primavera, el aniversario de
nuestro casamiento, empecé a notar que el carácter de Reinaldo cambiaba. Su humor era sombrío
muchas veces, y sin que yo adivinase el porqué, me hablaba duramente, tenía accesos de enojo. No
tardé, sin embargo, en comprender el origen de su transformación: en Reinaldo se habían
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desarrollado los celos, unos celos violentos, y razonados, sin objeto ni causa, y por lo mismo,
doblemente crueles y difíciles de curar. Si salíamos juntos, se celaba de que la gente me mirase o
me dijese, al paso, cualquier tontería de éstas que se les dice a las mujeres jóvenes; si salía él solo,
se celaba de lo que yo quedase haciendo en casa, de las personas que venían a verme; si salía sola
yo, los recelos, las suposiciones eran todavía más infamantes...
7. Si le proponía, suplicando, que nos quedásemos en casa juntos, se celaba de mi semblante
entristecido, de mi supuesto aburrimiento, de mi labor, de un instante en que, pasando frente a la
ventana, me ocurría esparcir la vista hacia fuera... Se celaba, sobre todo, al percibir que mi genio
de pájaro, mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y que muchas tardes, al encender luz
se veía brillar sobre mi tez el rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada de mis inocentes
distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela, de mi propia familia, porque Reinaldo
interpretaba como ardides de traición el deseo de comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo
lloraba a menudo, y no correspondía a los transportes de pasión de Reinaldo con el dulce
abandono de los primeros tiempos.
8. Cierto día, después de una de las amargas escenas de costumbre, mi marido me advirtió:
9. —Flora, yo podré ser un loco, pero no soy un necio. Me he enajenado tu cariño, y aunque tal vez
tú no hubieses pensado en engañarme, en lo sucesivo, sin poderlo remediar, pensarías. Ya nunca
más seré para ti el amor. Las golondrinas que se fueron no vuelven. Pero como yo te quiero, por
desgracia, más cada día, y te quiero sin tranquilidad, con ansia y fiebre, te advierto que he pensado
el modo de que no haya entre nosotros ni cuestiones, ni quimeras, ni lágrimas, y una vez por todas
sepas cuál va a ser nuestro convenio.
10. Hablando así, me cogió del brazo y me llevó hacia la alcoba.
11. Yo iba temblando; presentimientos crueles me helaban. Reinaldo abrió el cajón del mueblecito
incrustado donde guardaba el tabaco, el reloj, pañuelos, y me enseñó un revólver grande, un arma
siniestra.
12. —Aquí tienes —me dijo— la garantía de que tu vida va a ser en lo sucesivo tranquila y dulce. No
volveré a exigirte cuentas ni de cómo empleas tu tiempo, ni de tus amistades, ni de tus
distracciones. Libre eres, como el aire libre. Pero el día que yo note algo que me hiera en el alma...
ese día, ¡por mi madre te lo juro! sin quejas, sin escenas, sin la menor señal de que estoy
disgustado, ¡ah, eso no!, me levanto de noche calladamente, cojo el arma, te la aplico a la sien y te
despiertas en la eternidad. Ya estás avisada...
13. Lo que yo estaba era desmayada, sin conocimiento. Fue preciso llamar al médico, por lo que
duraba el síncope. Cuando recobré el sentido y recordé, sobrevino la convulsión. Hay que advertir
que les tengo un miedo cerval a las armas de fuego; de un casual disparo murió un hermanito mío.
Mis ojos, con fijeza alocada, no se apartaban del cajón del mueble que encerraba el revólver.
14. No podía yo dudar, por el tono y el gesto de Reinaldo, que estaba dispuesto a ejecutar su amenaza,
y como, además, sabía la facilidad con que se ofuscaba su imaginación, empecé a darme por
muerta. En efecto, Reinaldo, cumpliendo su promesa, me dejaba completamente dueña de mí, sin
dirigirme la menor censura, sin mostrar ni en el gesto que se opusiese a ninguno de mis deseos o
desaprobase mis actos; pero esto mismo me espantaba, porque indicaba la fuerza y la tirantez de
una voluntad que descansa en una resolución..., y víctima de un terror cada día más hondo,
permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un paso. Siempre veía el reflejo de acero del cañón del
revólver.
15. De noche, el insomnio me tenía con los ojos abiertos; creyendo percibir sobre la sien el metálico
frío de un círculo de hierro; o, si conciliaba el sueño, despertaba sobresaltada, con palpitaciones en
que parecía que el corazón iba a salírseme del pecho, porque soñaba que un estampido atroz me
deshacía los huesos del cráneo y me volaba el cerebro, estrellándolo contra la pared... Y esto duró
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cuatro años, cuatro años en que no tuve minuto tranquilo, en que no di un paso sin recelar que ese
paso provocase la tragedia.
16. —¿Y cómo terminó esa situación tan horrible? —pregunté, para abreviar, porque la veía
asfixiarse.
17. —Terminó... con Reinado, que fue despedido por un caballo y se rompió algo dentro, quedando
allí mismo difunto. Entonces, sólo entonces, comprendí que le quería aún, y le lloré muy de veras,
¡aunque fue mi verdugo, y verdugo sistemático!
18. —¿Y recogió usted el revólver para tirarlo por la ventana?
19. —Verá usted —murmuró ella—. Sucedió una cosa... bastante singular. Mandé al criado de
Reinaldo que quitase de mi habitación el revólver, porque yo continuaba viendo en sueños el
disparo y sintiendo el frío sobre la sien... Y después de cumplir la orden, el criado vino a decirme:
20. —Señorita, no había por qué tener miedo... Ese revólver no estaba cargado.
21. —¿Que no estaba cargado?
22. —No, señora; ni me parece que lo ha estado nunca... Como que el pobre señorito ni llegó a
comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces, si quería que me pasase por casa del armero y
las trajese, y no me respondió, y luego no se volvió a hablar más del asunto...
23. —De modo —añadió la cardiaca— que un revólver sin carga me pegó el tiro, no en la cabeza, sino
en la mitad del corazón, y crea usted, que a pesar del digital y baños y todos los remedios, la bala
no perdona...

[Fuente: Emilia Pardo Bazán. “El revólver” (1903?). Obras completas. Volumen II, Madrid: Aguilar,
1947.

IV. "Yo siempre tengo razón" (Vicente Fatone)

1. "Quien no opina como yo está equivocado". Éste es el convencimiento secreto de todas las
personas que discuten. Y es lógico que así suceda, porque tener una opinión significa creer que se
tiene una opinión acertada; de donde resulta que quienes no tengan la misma opinión tendrán
forzosamente una opinión errónea.
2. El que las propias opiniones sean siempre acertadas se basa en un hecho ya señalado en un
pequeño librito de cincuenta páginas escrito por el señor Descartes. Comienza diciendo, ese
librito, que la inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno está conforme con
la que tiene. Es decir: con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que cada uno esta
conforme, también, con la poca que tienen los demás. Gracias a la mucha inteligencia que uno
tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que quien siempre está en lo cierto es uno mismo, y
quienes siempre se equivocan son los demás.
3. Como opinar es tener razón, lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten: "¡Usted se
calla!". Así los padres le amargan a uno la adolescencia, y de la misma manera se la amargan los
profesores de matemáticas pues en matemáticas resulta que tampoco lo dejan a uno opinar, que es
no dejarlo tener razón. Y lo mismo sucede en la comunidad, cuando uno les grita a todos:
"¡Ustedes se callan!", después de lo cual ese uno puede, justamente, decir: "¡Yo siempre tengo
razón!"
4. En el famoso librito del señor Descartes se aconseja no discutir y conformarse con la generosa
dosis de inteligencia que Dios le ha dado a cada uno, sin regocijarse por la poca que le ha dado a
los demás. Pero sería falso sostener, sin embargo, que las discusiones son inútiles, porque de ellas
no surge ninguna verdad. Surge, por lo menos, la reafirmación de dos verdades: precisamente las
que se refieren a la mucha inteligencia de uno mismo y a la poca ajena. (Con la ventaja de que de
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esas dos verdades se convencen las dos personas que discuten). Como, en definitiva, toda
discusión tiende a reafirmar ese convencimiento, no conviene invocar razones que compliquen una
cosa tan sencilla. Las razones se invocan para demostrar la propia inteligencia, pues tener razón en
algo es ser inteligente en la apreciación de ese algo. De ahí que cada uno se resista a aceptar las
razones ajenas, y de ahí, también, que cada uno diga que el otro no quiere entender razones. El que
discute no acepta razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que quien está
equivocado es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valía la pena discutir. Lo mejor,
pues, cuando alguien desconocedor de la técnica de la discusión, invoca razones, es recurrir al
argumento clásico y definitivo y decirle: "¡A mí no me va a convencer con razones!" (De otra
manera, más popular, pero menos sabia: "¿Usted me quiere trabajar de palabra?").
5. Un procedimiento eficaz para evitar que la discusión se complique con razones es emitir la propia
opinión lo más oscuramente posible. Es el consejo que hace veintitantos siglos daba el señor
Aristóteles, que de estas cosas entendía una barbaridad: "Es necesario presentar oscuramente la
cosa, pues así lo interesante de la discusión queda en la oscuridad". Si el otro no entiende, tendrá
que confesarlo, y confesar que no se entiende algo es confesar que la inteligencia no le da para
tanto. (Con este procedimiento se evita, además, que aprendan gratis los curiosos atraídos por la
discusión).
6. Lo molesto, en una discusión, es que cuando uno está exponiendo sesudamente sus opiniones, el
otro lo interrumpa para preguntarle: "Me permite, ahora, hablar a mí?" O sea: ¿Me permite opinar?
Pero, ¿cómo se lo va a dejar al otro que opine? ¿Cómo se lo va a dejar que, opinando, se forme el
prejuicio de que tiene razón? A veces, el otro, pasándose de vivo, lo interrumpe a uno para decirle:
"¡Yo no opino lo mismo!" Y con eso cree tener razón, sin darse cuenta de que precisamente porque
no opina lo mismo está equivocado. De ahí que, para abreviar la discusión y demostrarle
rápidamente al otro que está equivocado, conviene preguntarle: "¿Usted no opina lo mismo? Si
contesta que sí, reconocerá que quien tiene razón es uno; y si contesta que no, estará perdido, pues
habrá confesado que quien no tiene razón es él. Por eso, quienes saben qué está en juego en una
discusión, si se les pregunta: "¿Usted no opina lo mismo?", contestan evasivos: "Mire, yo
francamente... ". El "francamente" es para despistar. Los que así contestan son los que no tienen
interés en ponerse de acuerdo con nadie. Y, si se mira bien, se verá que en las discusiones nadie
puede tener interés de ponerse de acuerdo con nadie. Si después de discutir dos horas es necesario
admitir que se estaba de acuerdo, se produce una doble decepción, porque cada uno se ve obligado
a estar conforme con la mucha inteligencia que al otro le ha tocado en suerte, que es una manera
de no estar conforme con la poca inteligencia que le ha tocado a uno. Y para llegar a eso, tampoco
valía la pena discutir.
7. Como se ve, una buena discusión es toda una técnica de higiene mental; en las discusiones
conviene que hable uno sólo y que el otro sea quien confiese que no opina lo mismo. En rigor,
cuando se discute no interesa decir qué opina uno mismo ni averiguar qué opina el otro. Lo que
interesa es decirle, al otro, que está equivocado, como se asegura que hacía Unamuno. Unamuno
entraba en una reunión y preguntaba: "¿De qué se trata? ¡Porque yo me opongo!" Y les
demostraba enseguida, sin dejarlos chistar, que todos estaban equivocados. Y si a alguien se le
preguntaba después: "¿Qué dijo Unamuno?", ese alguien contestaba: "¡No sé!" ¡Pero tenía toda la
razón del mundo!"
8. Y ahora algún lector podrá sostener que no, que todo esto es falso, que la técnica de la discusión
no es ésa. Pero ese lector, por el simple hecho de confesar que no opina como nosotros, reconoce,
sin quererlo, que está equivocado.

[Publicado originalmente en El Mundo (periódico) 17-X-1939.]


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V. "Desdistancias" (Agustín Díaz Pacheco)

SU mano derecha, al igual que una onda arrojó con fuerza la botella lo más lejos del peñasco que se
adentraba en el mar. La botella emergió rápidamente y se convirtió en una provisional boya. En su
interior, un escrito, un pequeño mensaje, acompañado de un corto verso de Pablo Neruda: A quien la
recoja, mi entrañable saludo. He escrito estas líneas en los momentos de recreo, en el transcurso de la
actividad de mis compañeros, y mis contados amigos, quienes se entretienen haciendo cabriolas, jugando
al fútbol o al baloncesto, haciendo todo lo contrario que yo. Espero que esta botella sea recogida por una
mano bondadosa, y el texto que permanece en su interior desplegado por unos dedos tan ávidos como los
míos, a la vez que unos ojos inteligentes y curiosos lean mi mensaje. Soy un adolescente que confía en las
ondulaciones del mar, en las corrientes del océano, en los atajos marinos. En el destino. Espero que otra
persona, una mujer, lea mi texto y me escriba a la dirección que acompaña mi carta. Mi más cordial
saludo.
Fernando Amaral

¿Sufre más el que espera


que aquel que nunca esperó a nadie?

¿Dónde termina el arco iris,


en tu alma o en el horizonte?

¿Tal vez una estrella invisible


leerá el cielo de los suicidas?

¿Dónde están las viñas de hierro


de dónde cae el meteoro?[1]

Transcurrieron los días, pasaron los meses, abundaron los años, y cierto día, en el mes de agosto, cuando
estaba de nuevo en aquel pueblo costero pasando un tiempo de descanso, alguien tocó en su puerta. Se
dirigió hacia la puerta, y pudo comprobar que habían introducido un sobre bajo ella. Su mano derecha
recogió el sobre. Contempló la letra, grácil y en forma de extraños bucles. Miró extrañado el remite. A
continuación, abrió cuidadosamente el sobre. De su interior extrajo un papel doblado. En él aparecía un
texto manuscrito a estilográfica que decía:

Estimado señor Fernando, hace tan sólo unos días he podido recoger una botella conteniendo un
pequeño texto; un texto cordial y abundante en esperanza. Lo he leído detenidamente, y ahora me atrevo
a contestarle. Creo que debo decirle que yo también jugaba cuando tenía su edad, y mis amigas se
entretenían en charlar con mis compañeros de clase. Recuerdo que hace algún tiempo, admiré a un
compañero de instituto. Él nunca se fijó en varias de las chicas, entre las cuales me encontraba yo. Era
un adolescente agraciado, alto y sensible. Llegué a amarlo. Pero temí y hasta padecí su timidez. Ahora,
transcurrido el tiempo, sólo le deseo a usted que viva en salud y paz.

Depositó la carta sobre la mesa. Se retiró lentamente las gafas. Estuvo pensativo durante un buen rato,
tiempo que aprovechó para mesar su blanca barba. Volvió a mirar la carta de nuevo y luego se detuvo en la
firma, Sor Margarita Balboa. Se entretuvo en la dirección, y un escalofrío recorrió su columna vertebral.
Su mano derecha corrió la cortina de la ventana y sus ojos se fijaron en el convento que podía divisar a
centenares de metros de su casa.
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[Fuente: Agustín Díaz Pacheco. "Desdistancias". Breves atajos. Tenerife: Ed. Baile del Sol, 2002 (p. 87-
88).
[1]
El libro de las preguntas, Pablo Neruda.

VI. “La muerte en la calle” (José Félix Fuenmayor)

Hoy me ladró un perro. Fue hace poquito, cuatro o cinco o seis o siete cuadras abajo. No que me ladrara
propiamente, ni me quería morder, eso no.

Se me venía acercando, alargando el cuerpo pero listo a recogerlo, el hocico estirado como hacen ellos
cuando están recelosos pero quieren oler. Después se paró, echó para atrás sin darse vuelta, se sentó a
aullar y ya no me miraba a mí sino para arriba.

Ahora no sé por qué me he sentado aquí sobre este sardinel, en la noche, cuando iba camino de mi casa.
Parece que no pudiera andar un paso más, y eso no puede ser; porque mis piernas, bien flacas las pobres,
nunca se han cansado de caminar. Esto tengo que averiguarlo.

También por primera vez pienso que mi casa está lejos, y esta palabra me suena extraña. Lejos. Será
¿"lejos? Sí. Es "lejos". Es que ya tenía olvidada la palabra.

Yo digo "casa" pero no es más que una cuevita a la salida de la ciudad, casi en el puro monte. Me gusta
poner nombres así. A mis conocidos, a quienes pido los centavos que diariamente necesito, me les arrimo
diciéndoles: Qué tal, caballerazo. Son pocos esos conocidos. Verdaderamente son mis amigos. Yo busco
uno o dos de ellos cada día y voy dejando descansar de mí a los otros; y como solo les pido muy de
tiempo en tiempo no me huyen ni se me excusan. Cuando me encuentro alguno que no está en turno para
el día, lo saludo "Qué tal, caballerazo" y sigo de largo con mi paso que siempre parece que llevo un poco
de prisa. Si es alguno a quien le toca, le digo: "Qué tal, caballerazo. Échese ahí tres centavos, o cinco, o
siete o diez". Con tres tengo para el café tinto. Si son cinco, hay para el pan. Si son siete, ahí está el
azúcar, y entonces bajo mi mochila, saco mi jarrito y le echo el café; y saco mi botella de agua y echo,
revuelvo con un dedo y así el café aumentado me alcanza para el pan. Y si son diez, añado una arepita de
masa dulce. Tres es malo; cinco, regular, siete, bueno; y diez, completo. Con uno solo o con dos nada
más, o sin uno o sin dos, no sé, porque nunca me ha pasado. Dios me favorece. Y también me dio el don
del orden.

A veces es más de diez, porque cojo a un caballerazo en un momento así, y entonces puede haber para el
almuerzo y hasta para la comida. Pero eso de almuerzo y comida no me importa mucho. Mi mala
costumbre, que no he podido quitármela, es el desayuno. Otra que sí me quité, era que toda la plata me la
acababa inventando cosas; y eso noté que me perjudicaba la salud y me estorbaba para caminar. Entonces
dejé la mala costumbre, y lo que me quedaba lo guardaba para el otro día. Pero aunque tuviera algo
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guardado yo no dejaba de hacer mi trabajo de caminar. Naturalmente, mientras me duraba el guardado y
yo no pedía nada; y si entretanto me cruzaba con algún caballerazo a quien le tocaba, lo saludaba y seguía
de largo porque su turno quedaba aplazado.

Una vez tuve un problema de mucha plata. Llegué por la nochecita a la casa de un caballerazo a quien le
tocaba y lo encontré en la terraza, donde estaba en reunión con mujeres y todo. Le dije: "Caballerazo,
échese ahí tres, o cinco, o siete, o diez". Entonces otro caballerazo que estaba allí sentado se levantó y se
me puso al frente y me dijo que repitiera lo que había dicho. Yo repetí. Me dijo que le explicara lo que yo
quería decir con eso, y yo le expliqué, largo. Porque a mí me gusta hablar de las cosas mías y es de lo
único de que hablo; porque en mis cosas veía siempre la mano de Dios. Cuando me encuentro a una
persona que le pone interés a mis asuntos, hablo; pero es muy raro que la encuentre, como aquel
caballerazo. Entonces me la paso callado. A mí me ven pasar, como mudo, y la gente pensará que a mí no
me gusta hablar; pero no es así, es lo contrario, porque yo estoy siempre hablando, hablando conmigo
mismo. Bueno: y aquel caballerazo me tendió delante de los ojos cinco pesos. Yo le veía el billetón en la
mano. "Caballerazo, es de quinientos" le dije, para que se fijara, si era que se había equivocado. "Sí,
tómalo" me dijo. Lo cogí, qué caray, y me despedí.

Esta es la voluntad de Dios, pensaba yo, caminando; él me dirá lo que me corresponda hacer. Dos días, o
tres, o cuatro, o cinco, tardó en llegarme la iluminación. Y entonces, lo hice: envolví el billete en un
papelito y lo amarré al fondo de la mochila. Ahí está, desde entonces; para que cuando yo me muera el
que me recoja lo encuentre y sea suyo. Dios le guiará la mano para que dé con él, como premio de su
buena acción.

Una cosa rara, que me haya sentado aquí, cuando yo sigo siempre en viaje liso. Y acabo de fijarme que
sólo he traído tres periódicos en vez de los cuatro que deben ser. Nada de esto me había sucedido nunca. Y
viendo eso me quedo aquí sentado en lugar de devolverme a buscar el que me falta. Dios mío. Tú debes
saber lo que me está pasando; me está pasando algo malo, pero Tú haces tu voluntad. Ahora tengo la
preocupación de mi mala costumbre de abrir dos periódicos en el suelo y echarme encima dos también;
porque solo traje tres, y ahora no sé si convenga más dos arriba y uno abajo que dos abajo y uno arriba.
Dios mío, líbrame de esta preocupación, porque me siento sin ganas de devolverme a buscar el que me
falta.

Hace tiempo tenía yo una manta. Dios me hizo ese milagro, porque me condujo a pasar por una casa en el
momento en que un hombre en la puerta decía, y yo lo oí: "Llévese eso y bótelo". Miré, y vi la manta. Y le
dije al hombre: "Qué tal caballerazo; échesela acá si va a botarla"; y el hombre me la dio.

Aquel fue un buen tiempo. Comenzó cuando yo estaba ya cansado de pedir alojo, hoy aquí, mañana allá,
porque no me lo daban más que una vez. Yo solo pedía que me dejaran dormir en la cocina o bajo alguna
enramadita, o en cualquier parte del patio; en cualquier parte que no fuera la calle, en un sardinel, como
estoy ahora; porque yo tengo mis gustos y hay dos cosas que no paso: ni dormir en un sardinel, en la calle,
ni pedir comida: Siempre me contestaban con mala cara, lo mismo cuando me decían sí que cuando me
decían no. A veces tenía que rogar el favor en dos o tres o cuatro o cinco casas antes de conseguirlo. Y un
día que pedí permiso para ir atrás en un patio por una necesidad, vi un hoyo en el suelo que quién sabe si
lo habían hecho puercos o lo cavó algún perro. Lo medí con el ojo y lo encontré de mi largo y ancho, y
bien seco estaba. Miré para la casa, y lo tapaba la cocina. Miré derecho para la calle, y había un portillo en
la cerca. De una vez lo pensé. Y en seguida fui a hablar con la gente de aquella casa y expliqué mi asunto:
que yo siempre llegaba a acostarme muy tarde cuando todos están durmiendo; y salía muy temprano,
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cuando nadie se había levantado; y allí estaba el portillo para entrar y salir sin que sintieran; y como no
iba a molestar a nadie, que me dejaran dormir en el hoyo del patio que no se veía desde la casa porque lo
tapaba la cocina: todo bien explicado. Aquella gente era buena y me lo permitió.

La primera noche, cuando me metí en el hoyo creí que el frío de la tierra no iba a dejarme pegar los ojos.
Pero Dios me ayudó, porque después de rato ya estuve en calorcito. Lo mismo siguió pasándome todas las
noches.

Una noche, cuando menos lo pensaba, me cayó un aguacero; pero fue ya a la madrugada, casi cuando iba
a levantarme, y me salí y me sequé con la brisa, caminando. Y mientras andaba se me presentó en la
cabeza un pedazo de cerca con una lámina de zinc que quedaba a tres, cuatro, o cinco o seis o siete pasos
del hoyo. Esa misma noche aflojé la lámina, la quité y la puse de tapa al hoyo; y por la mañana la volví a
su sitio; y nadie se dió cuenta, y así seguí haciendo; y ya podía llover. Esa idea del zinc no me vino de
Dios, porque El es bueno, y aquello de usar la lámina sin autorización era cosa que no debí hacer, cosa
mala. La idea me vino de la lluvia, que no es ni buena ni mala; pero tapar el hoyo era bueno. Como fuera,
Dios me lo perdonó; porque al otro día del zinc, me mandó la manta.

Aquel buen tiempo duró hasta que los muchachos me descubrieron. Yo digo que los perros son buenos y
los muchachos son malos. Esto quiere decir que yo no he conocido muchacho bueno ni perro malo. Pero
seguramente Dios ha hecho de todo.

A mí ningún perro me ha molestado. Y algunos me siguen, desean vivir conmigo, eso muy claro se los
comprendo. Ellos no buscan mi comida sino mi compañía, porque bien saben que yo no tengo comida
porque demás que pueden oler mi mochila. Viene uno y me ve. Se estira, alzando la cabeza; luego se
afloja, se me va poniendo detrás y continúa adelantando hasta que marcha a mi lado acomodando su
pasito brincado al mío suave y largo. Así voy con él, vamos juntos, mirándonos. El bate y bate más y más
su esperanza con la cola. Hasta que yo le doy la última mirada y muevo la cabeza pensando: no puedo
vivir contigo caballerazo perro. Y él me entiende; y con pasito más brincado y más triste, se aleja.

Qué pasaría hoy con aquel perro. Eso tengo que averiguarlo.

Los muchachos con quienes yo me he estado cruzando, son malos. Hablan sucio y feo. Y se fijan en uno,
y le tiran piedras y le gritan apodos. Si es uno solo, yo sé que se hace el que no me ve, pero me está
preparando y buscando ocasión. Si son dos, o tres, o cuatro, o cinco mi peligro es mayor porque entonces
se descaran, juntos pierden el miedo y cada uno quiere ganarse en maldad a los otros. A mí me parece que
cuando están así, también les sale rabo pero no de perro bueno sino de Malino que se los pone y por eso
no puede vérselo el que está con Dios.

Verdad que yo sé que con mi flacura cada día se me ha ido saliendo el esqueleto más y más para afuera, y
esto es bueno de ver para los muchachos que no están con Dios. También les gustarán mis pantalones
rotos, tal como se han roto, porque yo no los remiendo, remangados en mis canillitas, sobre mis zapatos
que yo los abro bastante en la punta para que los dedos de mis pies tomen aire y no críen mal olor. Y tal
vez lo que más les pica son mis patillitas que de una vez crecieron y ahí me las he dejado y no son más
que unos pelitos ralos y larguitos, un poco monos, pero, eso sí, suaves como de seda, y por eso estoy
siempre pasándome la mano por la cara.

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Todo eso lo sé yo. Pero me defiendo. Y un modo es que no les huyo y si me gritan, no es conmigo. Y
tampoco les doy tiempo ni lugar para que me pongan ningún apodo que se me quede pegado, porque
nunca me ven achantado ni dando vueltas por esos sitios que hay donde se amontona gente, que unos
vienen y van y se ve que están como en ocupaciones y diligencias; y otros parece que algún viento los
hubiera tirado allí para nada o que creo que están esperando que el mismo viento que allí los echó les
lleve algo, y no saben qué. Yo nunca estoy por esos sitios. Yo camino en busca de mis caballerazos; y
después que los encuentro sigo caminando, caminando.

Otro modo de defenderme es que si un muchacho viene o va por delante de mí o lo siento que anda por
detrás de mí, yo estoy arisco y vigilante para sacarle el cuerpo a la piedra. Si no fuera por eso, quién sabe
cuántas veces ya me hubieran roto la cabeza de una pedrada.

Y lo que me hicieron los muchachos en mi hoyo de dormir, no es que yo no hubiera tomado precauciones.
Es que no sé cómo me descubrieron los muchachos. Eso, no he podido averiguarlo. Pero una noche sentí
puyitas por el cuerpo, y era cadillo que me echaron en el fondo del hoyo. Otra noche, seguido, me
enronché porque me pusieron pringamoza. Y la última noche, seguido también, cuando abrí la manta me
ensucié todo de porquería. Había tanta que comprendí que no era obra de un solo muchacho.

Me salí del hoyo y me limpié con tierra, bien restregado. Pensaba: Por qué habrán hecho esto conmigo.
Pero Dios lo había permitido.

Está visto que las cosas malas que a uno le pasan, son buenas por otro lado que uno no llega a conocer
sino después, cuando es su momento. Es lo que siempre sucede.

Y aquella noche me dije que no iba a dormir. Puse la lámina de zinc en su puesto de la cerca y salí por el
portillo. La manta, la dejé; yo pude habérmela llevado y lavarla, pero se las dejé allí.

Caminé, caminé, como si fuera de día. Seguía derecho, no doblaba por ninguna esquina, sino derecho. Y
después vi que ese era el camino. Ya estaba en las afueras cuando paré. Y allí mismo la vi: mi cuevita, la
que desde ese momento iba a ser mi casa. Entré, agachándome. Daba media vuelta y hacía como sala y
cuarto. De una vez me acosté. Y cuando ya no estaba despierto pero tampoco me había dormido, Dios me
dio la idea de los periódicos, y yo ayudé, pensando: deben ser cuatro: dos en el suelo y dos como sábana.

Desde entonces estoy mejor, como nunca. En mi casa puede llover lo que quiera llover, y no me mojo, y
sin tener que tapar nada con zinc. Y por allá no he visto a ningún muchacho.

Aquí llevo mis diez para mañana. Mi botella de agua está llena. Si mi mamá me ve desde la otra vida
estará contenta de que a su hijo no le falte nada. Lo único ahora es el periódico; pero eso ya no importa
porque he resuelto poner uno solo en el suelo y arroparme con dos, y ya se me acabó esa preocupación.
También si mi tío lo supiera le gustaría conocer que, si no fui zapatero, busqué en cambio mi propio
camino y en él no paso necesidades.

Una cosa que yo he debido averiguar es que nunca he sabido quien fue mi papá. Pero como no me lo
decían, pensé que era que no debía saberlo, y por eso no lo averigüé.

Mi mamá trabajaba mucho. Todo era lavar ella; ella coser, ella, planchar; ella, cocinar. No me dejaba que
le ayudara. Me decía: Tú no sabes de eso, anda a jugar. Y yo jugaba en el patio, que era chiquito, pero
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podía correr de una punta a otra y me gustaba clavar un palo en el suelo y saltar por encima. Y yo a veces
no tenía ganas de jugar, pero jugaba para que mi mamá viera, porque a ella le gustaba mucho verme jugar.

Un día mi tío se fue a vivir con nosotros. Mi mamá me dijo: Este es tu tío. Era él muy ancho. Yo lo veía
por detrás y me parecía que no tenía cabeza, o que su cabeza no era cabeza. Mi mamá nos ponía la mesa
con mantel. Los dos no más nos sentábamos, porque ella iba y venía, seguía trabajando. Mi tío, cuando
acababa su comida hacía pedacitos de bollo, los pasaba por el plato y se los comía. Le decía a mi madre
que eso era para que le fuera más fácil lavar el plato. Haz tú lo mismo, me decía, y así ayudas a tu madre.
Yo lo hacía, por obedecerle; pero no me gusta hacer eso.

Toda aquella comida la tengo olvidada, ya no es nada para mí. De lo que me acuerdo es de aquellas
tajaditas de plátano maduro que mi mamá me dejaba coger cuando las estaba friendo. Después, cuando
estaban sobre la mesa en un plato, ya no me gustaban tanto como cuando las comía cerquita a mi mamá,
en la cocina.

Un día murió mi mamá. Yo comencé a llorar; pero mi tío me cogió por un brazo, me sacó al patio y
señalándome un rincón me dijo: Siéntate ahí, y nada de llorar, porque los hombres no lloran.

Mi tío se hizo cargo de todo. Me dijo: Hay que venderlo todo: este es un deber que yo tengo que cumplir.

Y otro día, cerró la casa. Coge eso y vamos, me dijo. Yo alcé un saco grande, uno mediano y uno pequeño
y seguí detrás de él. Llegamos a un buque. Me quitó los sacos y no me dejó subir. Te puedes caer, me dijo,
espérame aquí. Tardó mucho y al fin volvió con un bultico en la mano. "Ya no tienes a tu madre ni a tu tío,
me dijo; ahora vas a hacerte hombre y debes asegurar tu porvenir. Yo quiero que seas zapatero. Es un
oficio honorable y produce mucho dinero. No se dirá que yo te abandoné a tu suerte, aunque eso es lo que
Dios quiere, que cada cual busque su propio camino. Aquí te doy esto, con lo cual puedes empezar la
zapatería". Me entregó el bultico y se volvió al buque.

Comenzaron a soltar los cabos; y yo, parado en la orilla, esperaba que mi tío se asomara para gritarle:
Adiós, tío. El buque se abrió en el agua, respirando fuerte, y comenzó a irse. Se iba el buque, yo esperaba,
pensaba que era mejor que mi tío no se asomara sino cuando fuera bien lejos, para que entonces lo
alcanzara allá mi grito de adiós, porque me parecía que dar un grito desde la orilla hasta un buque muy
distante, era como soltar un pájaro que sigue volando hasta después que uno ya no lo ve. Pero mi tío no se
asomó.

Cuando recibí el bultico noté que era pesado. Anduve un buen rato con él sin desenvolverlo. Aunque no
imaginaba lo que pudiera ser, no estaba curioso por saberlo. O tal vez sí sentía mucha curiosidad y por lo
mismo demoraba en abrirlo. O era que sin darme cuenta, yo lo tenía sabido, porque mi tío me lo había
dicho: lo que yo llevaba en la mano era mi zapatería.

Al fin me senté en un sardinel, como estoy ahora, y quité el papel y vi: era una horma de zapatero. Claro,
tenía que ser una cosa de zapatería. Y lo mejor que se me ocurrió fue ir a buscar un zapatero. Seguramente
era eso lo que mi tío había pensado que yo haría: que, con la horma, yo encontrara un zapatero que me
hiciera socio de su zapatería.

Fui donde uno y le tendí el bultico, sin decir nada. El zapatero me miró a la cara. Qué traes ahí, me dijo; y
cogió el bultico y lo desenvolvió. Esta es una horma izquierda, dijo; dónde está la derecha. Yo no entendí
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y no supe qué contestar. El volvió a mirarme a la cara; y agarrando con una sola mano el papel suelto y la
horma desenvuelta, los tiró al suelo y me dijo: Eso no sirve, y ahora vete. Yo me fui, rápido, sin atreverme
a recoger el papel y la horma; y ya andando en la calle comprendí que mi tío se había equivocado y no se
fijó; pero yo le agradecí su buena voluntad aunque se hubiera equivocado. Y cuando Dios permitió que
eso pasara es porque no quería que yo fuera zapatero.

Entonces vi grandes las palabras que me había dicho mi tío: ahora no tienes ni a tu mamá ni a tu tío. Me
puse a mirar por todas partes y vi que tampoco tenía ya ni mi mesa para comer ni mi patio para jugar. Yo
pensaba: algo se puede encontrar en el mundo. Yo no conocía la gente ni las calles. Me miré yo mismo
para adentro y pensé: yo no puedo quedarme con la gente porque cada una es de otra y yo perdí la mía,
entonces, la parte que me queda del mundo son las calles; por las calles es por donde puedo buscar mi
propio camino, que es lo que Dios quiere, como me dijo mi tío.

La manera como Dios lo conduce a uno, yo la conocí: es con riendas. Lo mejor es no resabiarse y dejar
uno que le apriete bien justo el freno pues así va uno más seguro porque siente los tironcitos por pequeños
que sean, que Dios le dé. Por eso yo sentí el que me dio un día que yo me iba a ser hombre de pala para
coger arena; y enseguida dejé la pala. Otros me ha dado y también los he sentido. Pero cuando voy por la
calle, caminando, me deja suelto, porque ese es mi camino y ahí no necesito tironcitos y entonces parece
que ni freno llevara puesto.

Hay un peligro, que yo lo tuve, y es el misterio de la mujer. Yo me dije: eso tengo que averiguarlo: Y me
puse a fijarme en las mujeres; pero el misterio no se me resolvía con cualquier mujer en que me fijara. Un
día vi a una que estaba sentada y se me pareció a mi mamá; pero se levantó y ya no se parecía. Otra vez
me iba delante una mujer que en el bulto y en los movimientos era como mi mamá; eso veía yo; pero
cuando me la pasé y le vi la cara, se fue el parecido. Me sucedió también que yo iba distraído y de pronto
oí la voz de mi mamá; alcé la cabeza y vi unas mujeres que iban hablando, pero la voz de mi mamá no
volvió.

Entonces, yo me puse a pensar que mi mamá estaba como repartida en pedazos, y también en pedacitos,
entre otras mujeres. Esto me gustó al principio y yo las seguía disimuladamente y con el misterio
dándome vueltas en la cabeza y que a veces comenzaba a regárseme por todo el cuerpo.

Pero, después, me molestaba que una mujer pudiera ser en ninguna cosa como mi mamá. Y entonces ya
no les hallé más parecidos. Primero pensaba yo: es que se los estoy negando, porque sí lo tienen. La
verdad la vi, al fin, cuando comencé a sentir los tironcitos; esos parecidos no existían y era que el misterio
de la mujer me los ponía como trampa. Y ya no quise averiguar más el misterio de la mujer.

Sí, Dios me ha favorecido. Con su protección y ateniendo a las riendas encontré mi propio camino en el
mundo. Mi trabajo es caminar, y eso me gusta. El alimento lo consigo con solo decir: Qué tal, caballerazo.
Ahora tengo mi casa. Dios me ha librado de toda inquietud.

Y El me ha sentado hoy aquí y no quiere que me levante y camine. Qué raro, aquel perro. ¿No habrá por
ahí algún muchacho con una piedra en la mano? No. No hay nadie. No hay más que la calle. Pero la calle
comienza a desaparecer, me va dejando. Y el sardinel donde estoy sentado se está alzando como una nube
y me lleva en la soledad y el silencio. Ahora veo a mi mamá. Está de pie, a la puerta de la cocina, pero no
me ha visto. La llamo: ¿Ya vas a freír las tajaditas de plátano, mamá?

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VII. "Espuma y nada más" (Hernando Téllez)

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No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo
reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La
probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el
cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del
ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo
de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme.” Y se sentó en la silla. Le
calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro
aparecía quemado, curtido por el sol.

Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el
recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma.
“Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo.” Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue
bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán
todos muertos.” “¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar
con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno.” Se echó para atrás en la silla al
verme la brocha en la mano, rebosante de espuma. Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente, yo estaba
aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. Él no cesaba de hablar. Suponía
que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día,” dijo.
“Sí,” repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno,
verdad?” “Muy bueno,” contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto
de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón.

Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la
escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de
los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a
tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no
le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le
había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo
una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. “De
buena gana me iría a dormir un poco,” dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer.” Retiré la brocha y
pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento,”
respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas.” Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba.
Otra vez me temblaban las manos.

El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera.
Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone
condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de
un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando
de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel, quedara limpia,
templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo
era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud
en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena. Tomé la navaja, levanté en
ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La
hoja respondía a la perfección.

El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a
poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con
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VIII. "Pecado de omisión" (Ana María Matute)

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya
hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado
para otro. Su único pariente era un primo de su padre, llamado Emeterio Ruiz Heredia.
Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y
rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientos cabezas de ganado paciendo por las
laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia.
Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz
no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole
jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque lo recogió una vez huérfano, sin herencia ni
oficio, no le miró a derechas. Y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio
cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón,
apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera,
espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-- ¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y
tenía la cabeza grande, rapada.
-- Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con
pimentón. Lope las engulló de prisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
-- Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Aurea,
con las cabras del Aurelio Bernal.
-- Sí, señor.
-- No, irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-- Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
-- Andando --dijo Emeterio Ruiz Heredia
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-- ¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que
aguardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde,
en la taberna, don Lorenzo lió un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.

-- He visto al Lope --dijo--. Subía para Sagrado. Lástima de chico.


-- Sí --dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano--. Va de pastor. Ya sabe:
hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El "esgraciao" del Pericote no le dejó ni una tapia
en que apoyarse y reventar.
-- Lo malo --dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta --es que el
chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
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-- ¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada
día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza.
Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y
hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no
hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el
abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenían que entrar a gatas, medio
arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día
de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la "collera": Pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una
botella de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El
sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba ahí. En la neblina del amanecer,
cuando aún no se oía el zumbido de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la
techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el
cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el
cerradero. En el mismo cielo, cruzados como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y
grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos,
cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a
Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
¡Vaya roble! --dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un
perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel
Enríquez, el compañero de clase que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y
llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
-- Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito
detenido, como una bola, en la garganta.
-- ¡Eh! --dijo solamente. O algo parecido.
Manuel volvió a mirarle, y lo conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-- ¡Lope! ¡Hombre, Lope...!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras
palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las
venas, mientras veía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos
que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como trozo de
cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una
mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquella, de
color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual.
La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco, frágil, extraño, en sus dedos
amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas.

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Tenía una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con
los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que
seguía llamándole:
-- ¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía
viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano.
Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
-- Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones
que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre
sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha
metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el
salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron
hasta él, así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le
querían pegar e iban tras él, con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de duelo, de
indignación "Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se
habría muerto de hambre si él no le recoge..." Lope sólo lloraba y decía:
-- Sí, sí, sí...

IX. "La boda" (Virgilio Piñera)

Los invitados que llegaron con la debida puntualidad pudieron ver cómo dos hombres de alguna
edad, caminando de espaldas al atrio y viniendo del altar, desenvolvían de un enorme carrete dos
cintas blancas que colocaban sobre los espaldares de los asientos situados junto a la senda nupcial.
Los que no llegaron con la debida puntualidad vieron las cintas ya colocadas. También la gran
alfombra roja. A una señal, el altar se iluminó, mientras el pie derecho de la novia penetraba en el
templo. Cuando el extremo de la cola de su vestido tocó justo el sitio donde su pie derecho había
marcado una levísima huella, se pudo observar que dejaba atrás treinta cabezas de águila que
formaban el tope de otras tantas columnas situadas en el atrio. Así que una vez llegada la novia ante
el oficiante, el extremo de su cola vino a quedar separado de su cuerpo por una distancia de treinta
cabezas de águila. Claro que la distancia parecía un tanto mayor a causa del ángulo que se formaba
de los hombros al suelo. Pero no era tan agudo como para que se le considerase capaz de producir
una sensación de ostensible malestar físico. El piso, de mármol, estaba un poco manchado. También,
las cintas limitadoras dejaban ver un pequeño ángulo por el vacío existente entre asiento y asiento.
Pero ya la novia iniciaba la salida apoyando suavemente su pie izquierdo en el primer peldaño de la
graciosa escalinata que conducía hasta el altar. De modo que, a causa del paso dado por su pie
derecho, el extremo de la cola avanzó un tanto en dirección del altar. Igualmente, por efecto de su
cuerpo al volverse hacia la concurrencia, parte de la cola que arrancaba de los hombros enrollose
sobre la espalda y en su parte izquierda. Entonces fue descendiendo pausadamente los peldaños de
la alfombra roja. También el piso de la senda estaba un poco manchado. Ya se acercaba al punto
donde el extremo de la cola se abandonaba como un animal echado. Al coincidir ésta, hizo un
ligerísimo movimiento desarrollado de abajo arriba, esto es, de su talle a sus hombros, y el extremo
de la cola respondió con un breve funcionamiento, pero tan afinado que permitió al pie derecho
pasar sin fatiga alguna. Desde este momento la cola fue perdiendo su inclinación y comenzó a seguir
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a la novia. Esta ya daba su último paso con el pie derecho sobre la alfombra roja, y su cuerpo,
perdiéndose en la caja del coche, indicaba claramente que la boda había terminado.
La Habana, 1944.

X. "El cataclismo de Damocles" (Gabriel García Márquez)

Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y
el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en
el mundo. Un invierno de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y
volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros no
encontrarán el cielo. Las nieves perpetuas cubrirán el desierto del Sahara, la vasta Amazonía desaparecerá
de la faz del planeta destruida por granizo, y la era del rock y de los corazones transplantados estará de
regreso a su infancia glacial. Los pocos seres humanos que sobrevivan al primer espanto, y los que
hubieran tenido el privilegio de un refugio seguro a las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe
magna, solo habrán salvado la vida para morir después por el horror de sus recuerdos. La creación habrá
terminado. En el caos final de la humedad y de las noches eternas, el único vestigio de lo que fue la vida
serán las cucarachas.

Señores Presidentes, señores Primeros Ministros, amigas, amigos:

Esto no es un mal plagio del delirio de Juan en su destierro de Patmos, sino la visión anticipada de un
desastre cósmico que puede suceder en este mismo instante: la explosión -dirigida o accidental- de sólo
una parte mínima del arsenal nuclear que duerme con un ojo y vela con el otro en las santabárbaras de las
grandes potencias.

Así es. Hoy, seis de agosto de 1.986, existen en el mundo más de cincuenta mil ojivas nucleares
emplazadas. En términos caseros, esto quiere decir que cada ser humano, sin excluir a los niños, está
sentado en un barril con unas cuatro toneladas de dinamita, cuya explosión total puede eliminar doce
veces todo rastro de vida en la Tierra. La potencia de aniquilación de esta amenaza colosal, que pende
sobre nuestras cabezas como un cataclismo de Damocles, plantea la posibilidad teórica de inutilizar cuatro
planetas más que los que giran alrededor del sol, y de influir en el equilibrio del sistema solar. Ninguna
ciencia, ningún arte, ninguna industria se ha doblado a sí misma tantas veces como la industria nuclear
desde su origen, hace cuarenta y un años, ni ninguna otra creación del ingenio humano ha tenido nunca
tanto poder de determinación sobre el destino del mundo.

El único consuelo de estas simplificaciones terroríficas, - si de algo nos sirven -, es comprobar que la
preservación de la vida humana en la tierra sigue siendo todavía más barata que la peste nuclear. Pues con
el solo hecho de existir, el tremendo Apocalipsis cautivo en los silos de la muerte de los países más ricos
está malbaratando las posibilidades de una vida mejor para todos.

En la asistencia infantil, por ejemplo, esto es una verdad de aritmética primaria. El UNICEF calculó en
1.981 un programa para resolver los problemas esenciales de los quinientos millones de niños más pobres
del mundo. Comprendía la asistencia sanitaria de base, la educación elemental, la mejora de las
condiciones higiénicas, del abastecimiento de agua potable y de la alimentación. Todo esto parecía un
sueño imposible de cien mil millones de dólares. Sin embargo, ese es apenas el costo de cien bombarderos

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Publicación sólo para uso académico- ESPA 3101
estratégicos B-1B, y de menos de siete mil cohetes Crucero, en cuya producción ha invertido el gobierno
de los Estados Unidos veintiún mil doscientos millones de dólares.

En la salud, por ejemplo: con el costo de diez portaviones nucleares Nimitz, de los quince que van a
fabricar los Estados Unidos antes del año 2.000, podría realizarse un programa preventivo que protegería
en esos mismos catorce años a más de mil millones de personas contra el paludismo, y evitaría la muerte -
sólo en África - de más de catorce millones de niños.

En la alimentación, por ejemplo: el año pasado había en el mundo, según cálculos de la FAO, unos
quinientos setenta y cinco millones de personas con hambre. Su promedio calórico indispensable habría
costado menos que ciento cuarenta y nueve cohetes MX, de los doscientos veintitrés que serán
emplazados en Europa Occidental. Con veintisiete de ellos podrían comprarse los equipos agrícolas
necesarios para que los países pobres adquieran la suficiencia alimentaria en los próximos cuatro años.
Ese programa no alcanzaría a costas ni la novena parte del presupuesto militar soviético de 1.982.

En la educación, por ejemplo: con sólo dos submarinos atómicos Trident, de los veinticinco que planea
fabricar el gobierno actual de los Estados Unidos, o con una cantidad similar de los submarinos Tifón que
está construyendo la Unión Soviética, podría intentarse por fin la fantasía de la alfabetización mundial.
Por otra parte, la construcción de las escuelas y la calificación de los maestros que harán falta al Tercer
Mundo para atender a las demandas adicionales de la educación en los diez años por venir, podrían
pagarse con el costo de los doscientos cuarenta y cinco cohetes Trident II, y aún quedarían sobrando
cuatrocientos diecinueve cohetes para el mismo incremento de la educación en los quince años siguientes.

Puede decirse, por último, que la cancelación de la deuda externa de todo el Tercer Mundo, y su
recuperación económica durante diez años, costaría poco más de la sexta parte de los gastos militares del
mundo en ese tiempo. Con todo, frente a este despilfarro económico descomunal, es todavía más
inquietante y doloroso el despilfarro humano: la industria de la guerra mantiene en cautiverio al más
grande contingente de sabios jamás reunido para empresa alguna en la historia de la humanidad. Gente
nuestra, cuyo sitio natural no es allí sino aquí, en esta mesa, y cuya liberación es indispensable para que
nos ayuden a crear, en el ámbito de la educación y la justicia, lo único que puede salvarnos de la barbarie:
una cultura de la paz.

A pesar de esas incertidumbre dramáticas, la carrera de las armas no se concede un instante de tregua.
Ahora, mientras almorzamos, se construyó una nueva ojiva nuclear. Mañana cuando despertemos, habrá
nueve más en los guadarneses de muerte del hemisferio de los ricos. Con lo que costará una sola de ellas
alcanzaría - aunque sólo fuera por un domingo de otoño - para perfumar de sándalo las cataratas del
Niágara.

Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros
planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último
suburbio de la gran patria universal. Pero la sospecha creciente de que es el único sitio del sistema solar
donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida, nos arrastra sin piedad a una conclusión
descorazonadora: la carrera de las armas va en sentido contrario de la inteligencia.

Y no sólo de la inteligencia humana, sino de la inteligencia misma de la naturaleza, cuya finalidad escapa
inclusive a la clarividencia de la poesía. Desde la aparición de la vida visible en la tierra debieron
transcurrir trescientos ochenta millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros ciento
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ochenta millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa y cuatro eras
geológicas para que los seres humanos - a diferencia del abuelo Pitecántropo - , fueran capaces de cantar
mejor que los pájaros y morirse de amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de
la ciencia, haber concebido el modo de que un proceso multimilenario tan dispendioso y colosal, pueda
regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un botón.

Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí, sumando nuestras voces a las innumerables que
claman por un mundo sin armas y una paz con justicia. Pero aún si ocurre - y más aún si ocurre - no será
del todo inútil que estemos aquí. Dentro de millones de millones de milenios después de la explosión, una
salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la escala completa de las especies, será quizás coronada
como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia,
hombres y mujeres de las artes y las letras, hombres y mujeres de la inteligencia y de la paz, de todos
nosotros depende que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos
terrores de hoy. Con toda modestia, pero también con toda la determinación del espíritu, propongo que
hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al
diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojados a los océanos del tiempo, para que la nueva
humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la
vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero también conocimos el amor y
hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber por todos los tiempos quiénes
fueron los culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que
ésta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan
mezquinos la borraron del universo.

Conferencia de Ixtapa. México, 1986. Editorial Oveja Negra. Bogotá.

XI. "La mujer" (Juan Bosch)

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La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la
piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que
se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de
la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas.
Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy
largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero
blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera
se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después
aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud.
Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen
cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de
blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de
quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía,
primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la
momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el
sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los
ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas.
Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura
desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la
gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un
auto".

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa
colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces
secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie
dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves
rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la
persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
22
Publicación-¡Hija deusomala
sólo para madre!
académico- ESPA¡Hija
3101 de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra,
desvergonsá!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.


Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él
veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos
de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver
de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la
leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura
sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara con su hijo:

-¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético,
la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran
momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la
mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada
para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto
fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a
pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del
muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo
de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al
rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como
lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco
el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los
brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz
brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando
por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero
sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al
final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos 23
Publicación sólo para uso académico- ESPA 3101
en el acero.

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