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LAS MADRES CORAJE DEL FÚTBOL BARRANQUINO

Víctor M. Urbano Katayama – 1 de agosto de 2009

Jugar al fútbol un domingo en la cancha “Unión” significa prever todo con


anticipación. Algunos jugarán por la mañana, otros al mediodía, o por la tarde;
pero todo debe quedar listo el día anterior. El domingo es el día “D” y hay que
concentrarse en el rival y en los puntos a ganar. Algunos irán al club o a casa del
presidente para tomar el desayuno. Otros almorzarán, gracias a la generosidad
de algún socio benefactor. Los menos afortunados irán de frente a la cancha y
esperarán que la suerte les ponga en su camino a un alma caritativa.
Las primeras jugadas del domingo se producen en las iglesias, mercados y
puestos de periódicos. En la Plaza Butters, los “Padres Oblatos” reúnen a sus
fieles del “Santa Rosa”, “San José”, “Fraternal”, “García y García”, “Montero
Bernales”, “Vigil” y “Arica”. Al noroeste, frente al Parque Confraternidad, el
“Sagrado Corazón de Jesús” y el RP Ricardo Wiesse bendicen a sus ex acólitos del
“Naveco”, “Enrique Barrón”, “Tejada” “Las Águilas” y “Partizán”. Hacia el sureste,
en la calle Malambito, “San Martín de Porres” junta a sus amados hermanos del
“Santiago”, “Juventud”, “Mariátegui”, “Tejadita”, “Anaya” y “Huáscar”. Al
suroeste, en el Parque Municipal, la “Santísima Cruz del Barranco” congrega a los
devotos del “Tarapacá”, “Defensor”, “Dos de Mayo”, “Libertad” y “Melgar”. Al
centro, “San Francisco” acoge al “Marcos Pascua”. Desde luego, son muchos más
los clubes y los que confían en el triunfo.
Apenas terminen el desayuno las mamás harán la plaza en el mercadito de
San Martín de Porres, Grau, Balta o Surco. Elegirán la preparación de un plato
sencillo que no les complique la vida: una papa a la huancaína, pescado frito a la
chorrillana, tallarines rojos o arroz con pollo: Esta tarea no debe demorarles la
partida a la “Unión”. “Caserita, échele su yapita”, “rapidito nomás que se me va
el día”. “si me demoro mi marido me mata”, dicen las más picaronas. El
encuentro con las matronas de otros barrios es motivo para desafiarse
mutuamente y para verse las caras más tarde, vecinita.
Los días previos al partido son de entrenamiento. Algunos hacen sus
ejercicios por cuenta propia; otros, en la pista atlética del “Luis Gálvez Chipoco” y
en los alrededores de “Las Mimosas”. En las zonas más populares la gente toma
momentáneamente las calles y aprovecha la luz de la luna o del alumbrado
público para estirar los músculos. Ágiles sombras de los muchachos saltan por
encima de las cuerdas que sostienen en sus manos los “chibolos”. Los aplausos
de las madres gratifican los esfuerzos de sus atletas, y las “jermas” se burlan de
los gorditos espontáneos que quieren quemar grasa en el spa callejero.
Finalmente, la olla de un humeante quáker, acompañado de panes y plátanos,
espera calmar la furia de los leones.
Las partidas a la cancha “Unión” son muy emotivas. Cuando no hay dinero
y la distancia no es muy grande, la gente emprende la marcha a pie, en medio de
aplausos y hurras. Las mamás, hermanas y enamoradas de los jugadores les
hacen adioses desde sus puertas o ventanas. Ellas irán más tarde al estadio con
toda la familia, incluido el perrito para que no se quede solo. Bendiciones por
aquí y por allá: ¡Qué ganen los muchachos!, imploran las “tías”. Los más
poderosos económicamente echan mano de los automóviles y camionetas de los
dirigentes y socios. A la caravana suele sumarse una combi, transitoriamente
“secuestrada” con chofer y todo. Pitos, matracas e improvisados bombos hacen
más sonora la algarabía del tumulto.
El cerco de alambre perimetral y las tribunas divisorias entre la primera y
la segunda cancha le dieron otra fisonomía al Estadio “Unión”. Cambió el
desplazamiento y las ubicaciones de las “barras”; le dio pinta de un verdadero
estadio. Por sus graderías, y entre el público, se pasean vendedores de helados,
marcianos, barquillos, canchita, pop corn, manzanas acarameladas, coquito, y
maní salado. Las viseras “rayan” en las épocas de calor, y los cigarrillos en el
invierno. Kioscos de metal dispuestos en la zona sur, promocionados por la Coca
Cola, suplen a los antigüos kioscos de madera. La gente viene a tomar desayuno,
a comer un cebiche, un frejol con seco, un pan con huevo, un sandwich con pollo,
hot dog, o sangrecita. La venta de cerveza está prohibida pero los “guayacoles”
saben cómo ponerse sabrosos con sorbos de “racumín”.
En la fachada principal del estadio, frente a la ventanilla, una larga cola de
niños, mujeres y hombres esperan su turno para sacar su entrada. Otra larga cola
se extiende en dirección al Colegio “Laura Alva Saldaña”. Todos cuidan su sitio y
miran a los “zampones” con cara de pocos amigos. En el portón de ingreso los
guardias civiles ponen orden y los controladores reciben los boletos y los van
echando a un ánfora. En la ventanilla aficionados descontentos protestan porque
no alcanzó “El Hincha” para ellos.
Estar sentado en la tribuna ya es un privilegio. Pero, primero, hay que
buscar a la gente en las tribunas. De allí brotan saludos y bromas que el público
festeja. Uno de los tantos “locos”, descamisados, sucios, greñudo y con la barba
crecida, prendido en el alambrado, grita los goles y desafía a las “barras”. Pero
cuando se trata de guapear, las mujeres son las más aguerridas, no tienen pelos
en la lengua y le cortan la cabeza al más bravo. Claro, las víctimas principales
siempre son el árbitro y los guardalíneas. ¡Pobres de ellos que se meten con los
hijos de las doñas!
Motivo de admiración y deleite de las enfervorizadas tribunas, en estas
fiestas deportivas, son las madrinas de los equipos. Muchachas guapas y
radiantes, provistas de un ramo de flores en las manos, caminan flanqueadas por
los capitanes de los equipos rivales. Hay silbidos y aplausos de todos lados;
piropos y saludos para las suegras anónimas. Es uno de los momentos cumbres
para que los “cirios” estiren el cuello.
Los partidos se ganan o se pierden. Los empates son un consuelo contra
las derrotas pero no es esto lo que celebra el aficionado. Los perdedores del día
no querrán ni volver al barrio. Y mucho menos, contemplar en medio de la
desolación, el paso de un inesperado cortejo fúnebre en su camino al cementerio
de Chorrillos.
Los triunfadores de la jornada volverán a sus barrios para celebrar. Algunos
bajo la luz de los postes, otros en la casa del presidente o en sus locales. Es feliz
el concesionario que por algunas horas venderá más cervezas, la lavandera en
cuyas manos está la suerte, el utilero que acaricia los chimpunes “lecheros”, y el
aguatero que beberá lo que no pudo tomar en la cancha. Hay propinas dobles a
los cuidadores y limpiadores de automóviles. El presidente romperá el chanchito
aunque choque con la jefa, y el tesorero recibirá más donaciones para el club.
Son decenas de generaciones de adolescentes y jóvenes los que pasan por
las cancha “Unión”, y son decenas de generaciones de dirigentes los que van en
su busca, año tras año. Es una tarea silenciosa que las autoridades políticas
desconocen. Sólo las madres comprenden y facilitan esta labor, cuidando que sus
hijos atiendan sus responsabilidades escolares. Son cientos de horas que no
tienen ninguna recompensa económica, excepto la gran satisfacción de saber
que están formando personas sanas y de bien.
Cuando el ex alcalde limeño don Alfonso Barrantes Lingán creó el
Programa del Vaso de Leche, los primeros en abrirles las puertas de sus locales a
las madres barranquinas fueron los clubes de fútbol. Muchos adultos de hoy,
deben guardar en sus memorias imágenes de esos episodios de su vida infantil.
Allí sus madres aprendieron a organizarse y a tomar decisiones políticas en la
vida del distrito, y se integraron a la vida deportiva institucional. Ellas son las
madres coraje del fútbol barranquino, mujeres que le cambiaron la faz a las
tribunas del Estadio “Unión”, y cuyos hijos, adultos hoy, reciben a las nuevas
generaciones.

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