LOS FILÓSOFOS

NIETZSCHE Y EL HOMBRE COMO CULTURA

Nietzsche es el único alemán de mentalidad latina.

Lo era inconscientemente, y de ahí su cólera, su frenesí,
su irritable naturaleza. Porque contrastaba en el interior
de él su raza nórdica con su educación clásica y meridio-
nal. Su vida fue la lucha por definir al hombre que se
hallaba perdido tras el yo germánico. Enamorado del
mundo antiguo convirtió al cristianismo, que lo reempla-
zó históricamente, en el objeto de todas sus invectivas,
cuando en realidad perseguía y odiaba solamente el cris-
tianismo germánico, el protestantismo de Lutero y de
Kant.
Los pueblos latinos le han comprendido mal, porque
Nietzsche no hablaba su lenguaje; criticaba realidades ex-
trañas a lo meridional; exaltaba con las palabras del ex-
tranjero lo que el latino ha siempre amado más, pero
con nombres distintos.
Para la cabal comprensión de Nietzsche es menester
saber contra qué luchaba: luchaba contra los alemanes.
No aceptaba el yo del idealismo, ni el idealismo trascen-
dental, ni la primacía de la conciencia moral sobre la
acción, ni la concepción subjetivista de la belleza, cosas

todas estas sobre las que hace cuatrocientos años viene
edificando Alemania su gran contribución a la cultura
del mundo moderno.
Parecerá audaz, pero hay que aventurarse a decirlo:
el filólogo Nietzsche, el reconstructor de las culturas pa-
sadas no miraba la propia cultura en que vivía, con pers-
pectiva histórica. Incorporó en la época moderna mil seis-
cientos años de catolicismo, confundiendo el catolicis-
mo romano con el luteranismo y marcándolo sin más con
el nombre de cristianismo. Como el cristianismo fue lo
contrario del paganismo y como Nietzsche amaba el ideal
pagano, creyó que bastaba tener en cuenta aquella opo-
sición para decidir contra quién debía luchar.
Pero el cristianismo primitivo conservaba con el pa-
ganismo un punto de contacto. Este lazo de unión lo
destruyó totalmente la Reforma protestante. Nietzsche
desconoció aquel cristianismo primitivo y solo tuvo en
cuenta el moderno, el protestantismo en cuyo ambiente
nació. Por esto Nietzsche sin quererlo, a través de su pa-
sión por el mundo clásico pagano, se une al cristianismo
de las primeras épocas.
El vínculo de unión entre el paganismo y cristianismo
está en el ser, en el supremo valor que el ser y sus obras
tienen, por encima de toda conciencia personal, de toda
buena intención. El cristianismo protestante marcará
más tarde todo el acento en el yo, en la pureza de la vo-
luntad, en la conciencia a solas con su Dios.
Esto es lo que el paganismo no había conocido, al eri-
gir el logos como supremo valor; esto lo extraño al cris-
tianismo primitivo que buscaba el reino de Dios en la
tierra, en la comunidad de la Iglesia Universal. Esto lo
que Nietzsche rechazaba desde lo más profundo de su
formación clásica
.'. El paganismo, el catolicismo y Nietzsche comparten
el amor por la objetividad, el desprecio de todo subjeti-
vismo así sea trascendental como el de Kant.
Sin duda que lo objetivo no es igual en las tres con-
cepciones del mundo representadas con esos nombres.
Pero todas ellas, desde ese ángulo, se enfrentan a la sub-
jetividad de la Reforma.
En el mundo antiguo no cuenta el hombre; sólo vale
la razón universal que en él palpita, el tipo genérico, la
especie, La inmortalidad personal se desconoce y Aris-
tóteles sólo entiende que sea imperecedera aquella parte
del alma que lleva a cabo la abstracción; el entendimien-
to agente.
El cristianismo primitivo introduce el valor de la per-
sona humana, con la idea de la creación particular de
cada alma individual y con el dogma de la inmortalidad
personal. Con todo, no marca el acento en el alma, sino
en el mundo como escenario del reino de Dios. Si la en-
carnación del Verbo ha sido para la redención del gé-
nero humano, la redención misma ha de ser por la ma-
yor gloria de Dios. Si la muerte del Cristo es un milagro,
el mayor de los milagros y el centro de los dogmas cris-
tianos es la resurrección en que se manifiesta el poder
divino. El fin del hombre es Dios; fin a que sólo llega
mediante condiciones subjetivas (en otro sentido del
actual) en que consiste la perfección pero que no son,
empero, el fin último, sino un fin secundario (finís sub
fine); sobra decir que la felicidad es sólo así una conse-
cuencia, pero ni siquiera un fin secundario. Por último,
la gran corriente de la objetividad del cristianismo se
muestra en su tipo de hombre superior, el santo. El santo
no es el que se salva; es aquel que mediante virtudes he-
roicas de suprema renunciación, ha procurado en la más
alta forma, la gloria de Dios en este mundo. La salva-
ción es así, solamente, una consecuencia del noble em-
peño por la gloria de Dios.
El protestantismo cambió todo este ideario. Renun-
ció a la Iglesia, como intermediario objetivo en la comu-
nicación del alma con Dios. Rechazó la confesión auri-
cular, la interpretación por autoridad de ios libros sa-
grados, las formas litúrgicas en que bastaba obrar "ex
operae operato", para acentuar hasta el extremo el valor
del elemento intencional, del "ex operae operantis", de
la conciencia dirigida desde lo más hondo de sí misma
y en la más angustiosa soledad, hasta el seno mismo de
Dios. El protestantismo desconoció el sentido profundo
de la oración dominical que no pide precisamente que
Dios venga a nosotros, sino que venga el reino de Dios.
El mundo pagano hace una cultura del logos imper-
sonal; el catolicismo crea una cultura del hombre como
hijo de Dios. El protestantismo niega toda cultura por-
que destruye los elementos visibles y hace descansar en
la sola intención todo el valor de la santidad. Nietzsche
se empeña en crear una cultura del hombre terrenal, del
hombre del más acá, del hombre que aspira, "no a la vida
eterna, sino a la vivacidad eterna".
Hasta Nietzsche, el hombre debía ser un servidor de
algo extraño a él. Toda su misión en el mundo estaba en
su obra. El hombre era simplemente el operario de una
gran obra maestra, de una cultura no humana. Nietzche
quiere justamente que la cultura sea el hombre mismo;
que no haya esclavos para hacer las Pirámides, ni des-
conocidos operarios para levantar las catedrales. Que no
haya artistas para las obras de arte, ni pensadores para
la ciencia, sino que el hombre mismo sea una obra de
arte, una realidad cultural.
Esto explica su admiración por los artistas del Rena-
cimiento italiano y esto muestra también la aproxima-
ción al ideal católico del santo. Sólo que el santo lo ha
de ser todavía para algo fuera de él mismo, para Dios,
en tanto que el superhombre de Nietzsche lo es para
nada distinto que la obra misma que de serlo resulta. El
santo es un ideal supraterreno; el super-hombre en un
ideal terreno. Pero uno y otro no son nada inmanente al
yo, sino trascendente a la conciencia, visibles, objetivos.
Ya en "Los Orígenes de la Tragedia" encuentra Nietzs-
che en las fiestas de redención liberatriz que "la destruc-
ción del principio de individuación se manifiesta como
un fenómeno artístico". El coro trágico que da origen al
drama y a la tragedia, en oposición a la actividad del
rapsoda y del héroe épico, consiste esencialmente en "una
abdicación del individuo, que se pierde en una naturaleza
extraña". "Cualquiera otro coral lírico de los helenos no
es más que una extraordinaria ampliación del cantor in-
dividual apolíneo, mientras que el ditirambo nos ofrece
el espectáculo de una comunión de actores inconscien-
tes que se contemplan a sí mismos, metamorfoseados en-
tre los demás".
Nietzsche perseguía por lo tanto, desde su juventud,
ese ideal del hombre objetivo, de la renuncia al yo como
principio de todo lo grande que la humanidad ha lleva-
do a cabo. En "Más allá del bien y del mal", en seguida
de un elogio suyo al egoísmo, cita Nietzshe las frases de
Goethe dirigidas al Consejero Schlosser: "No se puede es-
timar verdaderamente más que a aquél que no se busca
a sí mismo". Pero es que el egoísmo de Nietzsche no es el
egoísmo alemán. "El alma noble acepta la existencia de
su egoísmo sin escrúpulos, y también sin experimentar
un sentimiento de dureza, de coacción, de capricho, sino
más bien como algo que debe tener su razón de ser en
la ley fundamental de las cosas. Si quisiera dar un nom-
bre a este estado de hechos, diría: "Esta es la justicia
misma". El egoísmo nietzscheano no viene de "ego", sino
de "hombre distinguido", podríamos decir. No es el re-
sultante de un enfrentarse al mundo de los valores para
afirmar el yo, sino el considerar al yo valioso como una
cosa valiosa en sí, que convive en su valor con las restan-
tes cosas valiosas. Nietzsche no cree en forma alguna que
el yo sea la más alta realidad y el más alto valor. Por eso
defiende el ideal de los hombres superiores, que obran
inconscientemente como la naturaleza, frente al resen-
tido, en que el sentimiento del yo está altamente aguzado.

Recuérdese, si no, la extraña manera como interpreta la
leyenda del templo de Delfos: "Una cosa que se explica
deja de interesarnos. ¿Qué quería decir aquel dios que
aconsejaba: Conócete a sí mismo? Esto significa: "Deja
de interesarte por tí mismo; hazte objetivo".
Y cuando Kant afirma que la astronomía destruye
su importancia, como yo moral, como sujeto libre, Nietzs-
che no quiere entenderlo en este alcance y glosa la frase
diciendo que todas, todas las ciencias actuales "trabajan
hoy para destruir en el hombre el respeto que se tenía a
sí mismo",
Por lo mismo que no es egoísta, tampoco Nietzsche
es altruista. Uno y otro concepto se hermanan dialécti-
camente. El egoísmo nace con las corrientes modernas
centradas en el yo. Los clásicos carecen de palabras como
éstas, o de otras que expresen sentimientos semejantes.
A los moralistas católicos medievales también les son ex-
trañas. Para quien el valor del hombre no viene del yo,
tampoco asignará valor a los demás por el sólo hecho de
que sean un tú. En esto radica el último sentido por lo
que Nietzsche rechazaba la moral de la compasión de
Schopenhauer. Aunque de paso, hemos de decir que, sin
embargo, Nietzsche confundía el altruismo moderno con
el cristiano amor al prójimo.
El altruismo mira al yo ajeno en el Valor de su propia
intimidad. Considera este yo universal como un fin en
sí, y estima inmoral todo empleo de la persona humana
como medio de nuestros deseos y de nuestro querer. En
Kant y en los kantianos inspirados en su ética, la nor-
ma altruista es: "obra siempre de suerte que respetes la
persona en ti mismo y en los demás, tomándola como fin
de tus acciones y no como medio". La moral anterior
llegaba a igual conclusión, mas no por respeto al yo, sino
por amor al hombre mismo, criatura de Dios y sujeto
de deberes morales impuestos por la divinidad. Ante ese
valor supremo y trascendente, para la moral católica
bien podían existir en esta vida, muy diferentes empleos
de la persona humana; hijos todos de Dios, se imponía,
sin embargo, acá en la tierra, el relativo mayor valor de
unos hombres sobre otros, mayor valor que era nada a
los ojos de Dios, pero por lo mismo, suficiente para mar-
car distancias a los ojos del mundo. Por eso el amor ge-
nuinamente cristiano sólo es caridad, no altruismo.
Ajeno Nietzsche a toda concepción trascendente, era
apenas natural que marcara con la conocida fiereza la
desigualdad entre los hombres, El altruismo no podía
significar valor alguno para quien hacía caso omiso del
yo. El amor y la piedad para los débiles no nacían en él,
por respeto a una igualdad que repudiaba con suprema
lógica, pues si no podía ser igualdad ante Dios, es im-
posible que sea igualdad ante los ojos puramente mun-
danos de los hombres. Amor y piedad existen en la mo-
ral de los señores, por superabundancia y riqueza de do-
nes. Es entonces objetividad, obra, tarea, acción. Este
amor y esta piedad son el signo de que el hombre es me-
jor en sí mismo, no de que sea mejor porque en torno
suyo sólo haya miserables.
Nietzsche en "Ecce Homo" acepta los instintos desin-
teresados pero sólo como vía para llegar "a la obra maes-
tra en el arte del egoísmo". Los instintos desinteresados
trabajan "al servicio del egoísmo y de la disciplina per-
sonal", afirma entonces: ¿Pero cómo Nietzsche iguala
ambos conceptos? Egoísmo es todo lo contrario de disci-
plina personal. Solo para él, que creía combatir el cris-
tianismo desde la altura de estos tiempos, egoísmo sona-
ba a algo anticristiano, cuando no lo es del todo si egoís-
mo es equivalente a disciplina personal. Y Nietzsche fun-
daba este peculiar egoísmo al considerar que el "nosce te
ipsum" puede ser la manera de hacerse más estrecho y
más mediocre, ya que llegar a ser lo que se es, implica
que se sabe ciertamente lo que se es; mas este saber es
de rara ocurrencia, por lo cual es necesario ocupar la vida
"al servicio de los demás y de otra causa". En esta forma,
la tarea objetiva en sí misma no correrá peligro de estar
más allá de nuestra misión, puesto que encontramos en
el amor al prójimo una especie de ejercicio sin tarea que,
al mismo tiempo que nos disciplina, impide el frustrar la
acción con obras inferiores a nuestras posibilidades. Co-
mo se ve, una vez más Nietzsche busca el hombre como
cultura, sin dar mayor valor a su obra misma y sin inte-
resarse desde luego en la acción propiamente altruista.
Un hombre como Nietzsche, conscientemente enfren-
tado al egoísmo y al altruismo en el sentido que venimos
indicando, tenía que ser también incapaz para el amor.
De hecho el amor ha existido siempre; pero como fenó-
meno cultural solo pertenece a los tiempos modernos. No
es casual que el diálogo de Platón lo traduzcamos indis-
tintamente "Del amor" o "De la amistad". Y es que el
amor, como "egoísmo mutuo", según escribió Unamuno,
como relación intersubjetiva no podía significar nada pa-
ra la cultura objetiva del catolicismo romano. Que el amor
clásico de Platón sea una aspiración a engendrar en la
belleza, es ya cultura objetiva que no puede sentir nin-
gún moderno enamorado. Que el amor católico sea pre-
cisamente el que mejor se ordena al matrimonio es, igual-
mente, extraño al mundo actual en donde matrimonio
vale tanto como término de relaciones objetivas de con-
veniencia, no de esa alada y fina ecuación que es el amor.
Nietzsche, gran clásico, no podía sentir el amor. En
cambio la amistad, que es objetiva, tuvo en él uno de los
más egregios cultivadores. Su amistad con Wagner es para
Spengler uno de los acontecimientos capitales de la his-
toria espiritual del siglo XIX. El propio Nietzsche la des-
cribe con caracteres dramáticos, mostrando en ella toda
la incertidumbre y la angustia por el valor de la obra que
el amigo realiza. Mas esto mismo indica que la amistad
era para él, como clásicamente lo ha sido siempre, un
vínculo objetivo, no una relación interpersonal. .
Por algo Nietzsche se dirigía a sus amigos desconoci-
dos. "Heme aquí conducido a mi problema, a nuestro pro-
blema, oh amigos míos, desconocidos! (pues yo no co-
nozco aún a ningún amigo mío)". Adviértase cómo el filó-
sofo corrige la frase, "a nuestro problema", para mostrar
ese lazo objetivo que he querido señalar en el concepto
de la amistad nietzscheana. Su odio a la mujer se explica
así por la incapacidad de ésta para la relación objetiva.
Igual sentimiento se adivina en el Banquete de Platón
respecto del sexo femenino. El mundo clásico desconoció
el amor a la mujer y sólo admiró en ella sus formas cor-
porales. El amor entre los sexos debía resonar en los oídos
paganos como algo privado, como literatura de alcoba. Ni
aun "Dafnis y Cloe", ya en la decadencia, se asemeja en
nada a cualquier novela amorosa del presente.
Igual concepto desarrolla Nietzsche sobre la enemis-
tad. Así como el amigo es amigo por lo que hace y no por
lo que es, el enemigo lo es por su obra y no como simple
proyección en el otro de un yo resentido. Los enemigos
contrastan con nuestra persona humana activa y visible,
al par que los amigos armonizan con ella. El papel del
enemigo es hacer resaltar la obra propia por oposición,
mientras el amigo la realza por complementación. Por
esto el enemigo como el amigo son dignos del mayor res-
peto y de la más alta veneración: "¡Qué respeto de su
enemigo tiene ya el hombre superior! y tal respeto es la
vía trazada hacia el amor. Si no, ¿cómo haría para tener
su enemigo propio, un enemigo que le sea peculiar como
una distinción? Pues no puede soportar más que un ene-
migo en el que no haya nada qué despreciar y mucho qué
venerar. Por el contrario, si nos representamos al enemi-
go tal como lo concibe el hombre del resentimiento se com-
probará que éste es su creación propia: ha concebido ai
"enemigo malo", al "maligno" en cuanto concepto fun-
damental, y a este concepto le opone una antítesis, "el
bueno", que no es otro que el mismo . . . " (Genealogía de
la moral).
No era Nietzsche un pragmatista vulgar. No deben in-
terpretarse al sentido de William James sus conocidas pa-
labras: "La falsedad de un juicio no es para nosotros una
objeción contra ese juicio". Para Nietzsche la vida inte-
lectual era primeramente vida y después, relación de ver-
dad. La inteligencia desempeña en él una potencia supe-
rior, portadora de un valor supremo. No es un simple
cálculo de posibilidades para vivir, es ella misma vida, y
de la más alta estirpe. Los pensamientos pertenecen a la
cultura del hombre, no importa, eso sí, que sean verdade-
ros o falsos. Es necesario darnos cuenta que Nietzsche re-
cibe su educación en las universidades alemanas, pobladas
de sabios especializados, sub-hombres en la relación vital y
a los que falta, como a la solteronas, las dos funciones
más importantes del hombre: "engendrar" y "dar a luz".
Este tipo de sabio mezquino, con la sola voluntad de ver-
dad, tiene que parecerle ajeno a la especie humana, al
tipo humano que busca realizar.
Pero quien ha dicho que "nuestros pensamientos son
nuestros más grandes acontecimientos", no puede ser tra-
tado como vulgar pragmatista. Hasta en la vida mental,
Nietzsche busca, no el yo, sino la obra, no la relación su-
jeto-objeto a que se encamina el pensamiento, sino el
pensamiento en sí como grande obra, como expresión del
valor vital. Reflexiónese sobre la sentencia citada: "los
pensamientos son nuestros más grandes acontecimien-
tos". Diríase que el pensamiento es fin en sí, que es gran-
de por sí mismo, no importa su verdad o falsedad. El prag-
matismo nace por desconfianza excesiva ante el fin del
pensamiento, la verdad. Nietzsche hace caso omiso de es-
te fin, e incorpora el pensamiento en la vida, cualquiera
que sea su relación con la verdad.
En este sentido Nietzsche exalta al gran metafísico
cuya misión en la historia de nuestra cultura no ha sido
descubrir verdades, sino imponer sistemas, legislar sobre
el universo y sobre los hombres, El propio Nietzsche du-
daba que hubiera habido alguna vez semejante tipo de
hombres; pero es lo cierto que si han existido metafísicas,
ellos no han sido distintos a los que Nietzsche aspira:
"Pero los verdaderos filósofos tienen por misión mandar
e imponer la ley". Ellos dicen: "Esto debe ser así". Deter-
minan, ante todo, la dirección y el porqué del hombre y
disponen para esto del trabajo preparatorio de todos los
obreros filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado;
cogen el porvenir con mano creadora y todo lo que ha sido
les sirve de medio, de instrumento, de martillo. Su inves-
tigación del conocimiento es "creación", su creación es
legislación, su voluntad de verdad es... "voluntad de po-
derío". ¿Existen hoy día semejantes filósofos? ¿Hubo ja-
más semejantes filósofos? ¿No será preciso que haya se-
mejantes filósofos?" (Más allá del bien y del mal).
Quien miraba en el exceso de estudios históricos el pe-
ligro del escepticismo y el mayor aún, del cinismo; quien
sostenía que el exceso de estudios históricos propaga la
creencia siempre nociva de que somos seres retardados,
epígonos (cf. "Consideraciones inactuales"), no puede ser
tachado de pragmatista. Ponía de presente todos esos pe-
ligros en el excesivo amor por la historia, no sólo para
evitar la idea de la caducidad de la especie humana en el
tipo del héroe, sino también en la especie del gran pensa-
dor. Pero el pensador de Nietzsche no ha de ser sólo pen-
sador; ha de estar incorporado el hombre todo, en el ideal
del superhombre. En esto Nietzsche no hacía más que re-
petir el ideal del Renacimiento, el "uomo singolare" en
que el saber es apenas una parte del ser.
En síntesis, podríamos decir que el ideal de Nitzsche
no es el superhombre, sino el hombre a secas. Enfrentado
a una época de tanto filisteísmo, de tanta grandeza ar-
tificial y simulada, Nietzsche, sin cuidarse de los térmi-
nos, recoge la tradición renacentista y la acentúa siste-
máticamente para configurar una teoría del hombre co-
mo cultura. "El hacer lo es todo, el hacedor no es nada",
dice Nietzsche para condenar esa superconciencia protes-
tante que hace consistir todo el valor de la obra en la
intención.
 "Penétrese hasta el fondo del asombro de Napoleón
cuando vio a Goethe. Este asombro deja adivinar lo que
se había supuesto durante siglos del espíritu alemán.
"¡He aquí un hombre!" Lo cual quería decir: "¡Pero esto
es un hombre! Y yo no esperaba ver más que un alemán!"
La admiración de Nietzsche hacia Goethe tuvo siempre
este objetivo: lo que Goethe tuvo de clásico, de imperso-
nal, de creador inconsciente, de realista, contra el idea-
lismo alemán: "Goethe, escribe Nietzsche, fue, en una
época de sentimientos irreales, un realista convencido;
dijo que sí a todo lo que sobre este punto era afín a él;
no conoció ningún acontecimiento más grande que el "ens
realissimum", llamado Napoleón. Goethe concibió un hom-
bre fuerte, de alta cultura, hábil para todas las cosas del
cuerpo, teniendo perfecto dominio de sí mismo; un hom-
bre que osase concederse toda la amplitud y la riqueza
de lo natural y que fuese bastante para esta libertad; el
hombre que es tolerante no por debilidad, sino por fuer-
za, porque sabe usar en provecho propio aquello mismo
que haría perecer a una naturaleza mediocre; el hombre
para el cual no hay nada prohibido, a no ser la debilidad,
que se sitúa con un fatalismo gozoso y confiado en medio
de todo, con la creencia de que sólo las cosas aisladas son
reprobables, que todo se resuelve y se afirma en el Todo:
no niega nunca".
En Nietzsche la misma alegría es objetiva, no es un
estado de sentimiento, sino una categoría del ser. Son
miopes los que no comprenden cómo un filósofo transido
por todos los dolores, puede ser también el apologista de
la alegría de vivir. Para esos, sin más paisajes que el de
la subjetividad moderna aprendida en las llamadas no-
velas psicológicas, la única dimensión es el yo y la única
forma también de espiritualidad. Pero Nietzsche había
descubierto en los orígenes de la tragedia, la "consolación
metafísica", fundada en "el pensamiento de que la vida,
en el fondo de las cosas, a despecho de la variabilidad de
las apariencias, permanece poderosa y llena de alegría".
Este es el fundamento de la frase citada atrás, según la
cual el hombre superior debe hallarse "a la altura sufi-
ciente para el rayo".
Nietzsche podría ser llamado el filósofo de la gloria.
Tal vez la gloria es el supremo bien y el fundamento de
toda su teoría moral. Ahora bien, la gloria es una cuali-
dad objetiva, es algo que adviene al individuo a costa de
su bienestar, por encima de su felicidad, y sólo en razón
de su capacidad de renunciamiento. La gloria es el pre-
mio a aquella capacidad de negarnos a nosotros mismos
como subjetividades egoístas, pero encaminada a realizar
nuestra persona total, visible e invisible, como en Benve-
nuto Cellini o en Napoleón. No es con melancolía como
debe decirse que la gloria es el sol de los muertos. Es de
su esencia el que solo llegue con la seguridad de la muerte
en que ya el hombre no traicionará su obra de hombre,
a favor de la intimidad que era para Nietzsche, egoísmo
resentido. El fin del hombre superior, escribe, "es una
dicha cualquiera, quizá no es la suya; muchas veces es la
de un pueblo o la de la humanidad entera. Retrocede ante
la resignación y la historia es para él un remedio contra
la resignación. Las más veces no le espera ninguna re-
compensa, si no es la gloria, es decir, la espectativa de
un puesto de honor en el templo de la historia, en que él
también podrá ser, para los que vengan más tarde, maes-
tro, consolador y admonitor. Pues su lema dice así: "que
el que sea capaz de ensanchar la concepción del "hom-
bre" y de realizar esta concepción con mayor belleza, de-
biera existir eternamente, para ser eternamente capaz de
lo mismo: Que los grandes momentos en la lucha de los
individuos formen una cadena, que las cimas de la huma-
nidad se unan en las alturas a través de miles de años..."
("Consideraciones inactuales").
"Ser capaz de ensanchar la concepción del hombre".
Aquí radica toda la filosofía nietzscheana. Lo decía con
 sas. Se encuentra siempre en su sociedad, cualesquiera
que sean los libros, los hombres o los paisajes entre los
cuales se encuentra; honra eligiendo, aceptando, conce-
diendo fe. Reacciona lentamente a todo género de estímu-
los, con aquella lentitud en que le han educado una larga
prudencia y un orgullo deliberado; indaga la seducción
que se aproxima pero está muy lejos de irle al encuentro.
No cree ni en la "desgracia"' ni en la "culpa"; está bien
consigo y con los demás, sabe olvidar, es bastante fuerte
para que todo deba realizarse con la mayor ventaja pa-
ra él".