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Nota (Junio 22, 2009) de Gabriel Ruiz y María Isabel Casas: El texto que
se publica a continuación en tamaño carta no corresponde a la
diagramación del libro (16.5 x 23,5 cms). Es el original del texto que
fuimos llevando al procesador durante 1999 (“Ellos, mis amigos fueron
llevando al procesador mis notas …”) y que luego el autor utilizó para la
publicación del libro, quizás con algunas modificaciones o correcciones
menores. Los errores e incongruencias son nuestras. Por lo pronto es el
único archivo que encontramos en nuestros antiguos disketes de ¾.
I
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Así, como deslizan las aguas sobre las rocas, al fondo de los ríos, y el aire
acelerado por la luz en sus entrañas, pasa sobre las cosas que embellecen
el mundo, de igual modo la vida de los hombres, va pasando, cumpliendo
su destino. No olvidemos que el hombre es racional y sensitivo.
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De todos los humanos, los que más me conmueven son los genealogistas,
despistados ancianos que reburujan papeles buscando los orígenes de
castas y fulanos. Como si se pudiera desentramar las ramas del árbol de la
vida, y decir, vanidoso, aquí empezó la rama de los malos hermanos. Aquí,
la de los mentirosos, traidores, ventajosos. Sobre estas piedras blancas,
construyeron sus casas, por la primera vez, los más virtuosos; y allá, tras
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esos bosques que incendiara Caín, estuvo el campo abierto donde mató a
Abel. ¡Ah, los genealogistas, armadores de líos!
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Los expertos que saben del origen del hombre, nos dicen que se ha
demostrado, tras noches de desvelos y experimentos muy finos, que
venimos del Cosmos, del juego incomprensible de los átomos, de las
fuerzas ínsitas de la materia inerte; que fuerza por espacio nos lleva a la
energía, al trabajo constante; y que la energía, el tiempo y el espacio,
llenan el universo. Sinceramente pido para ellos, aplausos. Así, que
gracias a la razón, se descubrió el origen del hombre universal. Y su
cansancio largo, su dolor por la vida, sus sueños y esperanzas, el amor, la
fragancia de unos labios de mujer, su nostalgia por todo lo que ama: el
arte, la lógica que aplica a todo cuanto mira, construye o dibuja sobre los
grandes lienzos; tal vez, - dicen los sabios - esos son los efectos de no
dormir bien de noche, y de un mal comer. Con esta explicación, nos vamos
todos a leer filosofía, a repasar la historia, a crear fantasías de muñecos
mecánicos, eléctricos o electrónicos, que entretienen a los niños, o a
escribir poesía moderna, esa que no se entiende, porque tiene su origen
allá, en el subconsciente, donde nadie penetra, con razón o sin ella, pues,
según mis estimas, la poesía es como un perfume que se aspira y agrada,
excita y embeleza, y al fin no dice nada.
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Hoy prefiero los verdes a los azules mares; quiero mirar los tallos
palpitantes de hojas verdes; quiero ver a las aves granando las semillas y
quiero ser muy simple, casi, un hombre lineal.
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Quisiera ser humilde como un ojo redondo pintado por un ciego. Adoro los
principios que se anuncian con frases sencillas, y poco a poco vuelan
hacia el cielo infinito.
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Y, por fin, llegó el día de deciros quién soy: piensa en un hombre viejo;
mediocre si lo quieres; que adora la belleza sin poderla crear, sensible y
mal poeta y un pésimo escritor.
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II
Sinceramente, quisiera no ser yo, el que hoy busca entre los bosques del
ayer distante, las huellas que dejara el paso de la vida de un niño,
anónimo, sencillo y vacilante. Pero no existe nadie, sin embargo, sobre la
tierra mía que sepa más que yo de la vida de ese niño. ¡Qué vergüenza!,
¡Hablar, a estas alturas, de sí mismo!
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Hay que amar a la tierra, para saber de ella sus secretos. Llevar en la
memoria los recuerdos. Saber que eran hombres de carne y huesos
aquellos que gozaban la vida, y que morían de una herida en el cuello con
barbera, de una gripa infecciosa, o de una bala certera al corazón.
Antioquia siempre fue valerosa y corajuda, y no hay que poner barniz en
sus heridas, para arreglar su piel. Lo que ha valido siempre y que será su
orgullo, es su decisión y su carácter. Su voluntad de ser, entre
dificultades, su fuerza creadora; su inventiva; su lucha por la vida sobre
tierras estériles y ariscas, y yo no sé de dónde ni por qué, su anhelo
indeficiente de aprenderlo todo.
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En la casa del abuelo, vivió mi madre, Agripina Ceballos, con sus cinco
hijos, hasta mi edad de seis años, cuando mi padre, un minero de río y
socavón que, tras varios años de aventurar por montes y cañadas, se
había aquietado en Segovia, desde donde venía periódicamente a Amalfi, a
la casa de mi abuelo, para irse de nuevo a su trabajo en la mina famosa de
El Silencio. Mi padre, Manuel Antonio Zapata, fue, esencialmente, un
campesino sin tierra que, por carecer de dónde sembrar, se echó a la
aventura de las minas de oro. Nunca consiguió nada, ni dinero, ni oro, ni
tierras, ni ganados, por eso digo, nada!.
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de haberlas olvidado, y, es posible, que para esa hora, el tiempo haya
pasado.
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¡Oh Yolombó infinito en mi memoria! Hoy evoco tus sueños y mis sueños.
Allí aprendí a leer. Don Francisco García fue mi maestro. El más amable
maestro de cuantos he tenido. Pequeño. Justo. Inquieto. Jorobado.
Erudito. Amigo de los niños y de las flores. Recuerdo ahora sus camisas
blancas, anchas, largas, con las que disimulaba su joroba, con bolsillos
inmensos en que cabían libros, tizas, lápices de colores, semillas, cuarzos
que recogía en los paseos, visitando las lomas, congostos y quebradas,
para explicarnos luego, que el mundo iba cambiando, y todos le creíamos,
porque así lo veíamos.
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Don Francisco García, mi maestro, nos hacía las clases no tanto en los
salones de la escuela, sino en el patio trasero, donde estaban las eras que
todos cultivamos. Allí, en las mañanas tibias o en las tardes de acero, nos
reunía en círculo, sentados en el prado de espaldas a la escuela,
dejándonos mirar a nuestras anchas, el extenso horizonte. Montañas y
montañas lejanas. Nubes blancas. Perfiles que subían y bajaban, con leves
manchas grises. Él, con su camisa blanca y su voz recia, clara, nos
hablaba del campo, de la luz, de las flores que parecían cultivadas por los
dioses del campo o, sacando de sus bolsillos piedras y minerales de caras
lizas, pulidas, por las lluvias y el viento, nos iniciaba en la geología. Con el
tiempo, interpreté sus clases como algo sencillo, propio y natural.
Empezaba por una hoja, por cascajos, o por la luz que nos caía del cielo.
Él no tenía notas, sino conocimientos. Lecturas, observaciones, silencios,
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reflexiones, razonamientos simples, y ese como respeto suyo por las
palabras que, casi sin querer escucharlas, las sigo oyendo.
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“Dios los guía”, decíamos Adán y yo. Pero nunca caían. Se desvanecían en
el azul profundo de la noche.
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A principios de 1932, mi padre volvió a Yolombó con una idea nueva y un
poco extraña. Pasó varios días pensativo. Recorrió las calles del pueblo
varias veces. Visitó a un familiar suyo, Abigail Atehortúa, un electricista
empírico que manejaba la planta eléctrica del pueblo, teniendo con él
largas conversaciones, tanto en la Estación generadora de la energía del
pueblo como en nuestra casa. Muy poco atendíamos nosotros a esas
conversaciones, porque tanto mis hermanas como Adán y yo, nos
pasabamos el tiempo entretenidos, éllas, en las cosas de la casa, y
nosotros jugando pelota en el rumbón de Las Camelias, o recorriendo
mangones y caminos, cazando pájaros con cauchera. Pero una tarde, nos
encontramos todos reunidos en la salita de la casa. Entonces vimos que mi
padre primero, y luego Agripina, se nos unieron como si ya lo hubieran
acordado todo, y nos sorprendieron con esta observación:
A nosotros, sus hijos, no nos extrañó que así nos hablara Agripina,
nuestra madre. Estábamos, como se dice, acostumbrados a que nos
hablara de ese modo. Alguna vez, lo recuerdo, dije que a ella le gustaba,
hacer “consideraciones”. Así nombraba a lo que filosóficamente , llamamos
hoy, reflexiones.
– Lo que Agripina les quiere decir – nos dijo – es que hemos resuelto que
nos traslademos a Bello. Allá podemos pagar un arrendamiento, como
aquí. Yo le sigo girando todos los meses a Agripina, y tal vez, en Bello,
que es un pueblo industrial, ustedes puedan conseguir trabajo.
No dijo nada más. No porque no hubiera más que decir, sino porque él fue
de muy pocas palabras, y como que se le acababan las suyas muy pronto.
Nosotros sabíamos que aquello no era una consulta, sino una decisión. Y
sabíamos también, que la última decisión era de Agripina.
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Mi madre, tan bella en ése tiempo, como lo es ahora en mi memoria. De
pequeña estatura, blanca, de ojos vivos, más o menos oscuros, y sus
cabellos largos que le daban hasta para hacerse una moña de un color gris
plata. Era la jefe única del hogar. Hizo una vida larga, de carácter amable
y órdenes sin vacilaciones. Al terminar el aviso de mi padre, Agripina,
como para ayudarnos a aceptar la propuesta, exclamó, ¡ahora a preparar
el viaje muchachos! Quedamos anonadados.
Uno puede pensar en las lechugas. En el agua que bebe. En el sol que
derrama sus esencias. En la tibieza de la voz. En cómo son los seres
mejores de la tierra. En de qué están hechas las frutas que perfuman y
alimentan y aroman el silencio. Pienso en tu ser pequeño, sosegado,
tranquilo. Flor, fruto, árbol perfumado mucho más lejos de ambición
extraña, sin embargo vives alegre, calladita y tímida. Pienso en ti, Josefina.
Eva, mi otra hermana, ha sido siempre un poco como yo. Divisó las
montañas, los riscos, y también los albures de la profundidad. Presintió
los peligros, previó la soledad y se contuvo. Ambicionó por años alcanzar
una cima. Bajó su rostro y me dijo: “Sigue, tal vez sea tu mundo” , y yo
seguí.
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III
Hoy puedo hablar de lo que significó esa mañana en mi vida, ese cambio,
no lo pensé ni reflexioné en esos momentos en que iniciaba un viaje al que
nunca retorné. Es decir, hoy puedo hablar de todo lo que se derivó de esa
decisión que fue mía y de mis padres, no puedo, ni siquiera recordar con
nitidez, mis sensaciones – y menos mis pensamientos, si los hubo – de lo
que pude haber pensado en aquellos hermosos recuerdos de mi primer
viaje en tren. Todo era nuevo. Como fantástico. Ver los “arbolitos pasar”,
los riachuelos y quebradas, los puentes como plateados que se
anunciaban a la distancia, los bosques, las llanuras extensas con ganados
sombreándose debajo de los árboles, y la luz del sol dorando las montañas
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onduladas donde las casas de campo iban pasando, quedándose en el
pasado, como mi propia vida. Sí. Porque fue una hermosa vida la que
dejaba al pasar, signos, que hoy los recuerdo con infinito cariño. No
cesábamos de mirar el paisaje. De pronto, un pájaro, creo que fue un
sinsonte, resultó penetrando por la ventanilla de mi madre, desorientado,
buscó protección en la falda de su vestido, deteniéndose asustado; yo lo
cogí sin vacilar, reteniéndolo entre mis manos. Mis hermanos se lanzaron
a mirarlo. Temblaba. Aleteaba. Miraba con ojos desorientados hacia todas
partes. Que lo soltáramos por la ventana, ordenó mi madre. Pero nosotros
seguíamos acariciándolo, queríamos hacer el viaje con él. Es pecado
retener a un pájaro, nos recalcó con autoridad. Pensé dejarlo volar. Mis
hermanos se opusieron. Se había aquietado. No le agradaban las caricias,
pero ya no parecía agitado. Lo observé con cuidado y cariño. Gris, cenizo,
el pico oscuro. Le silbé al oído, pero ni yo sabía imitar su canto ni él
parecía escucharme. Estaba tan embelesado con él que ni siquiera sentí
cuando se me escapó de las manos. Voló a la ventana y desapareció sobre
los inmensos campos abiertos que cruzaba el tren en ese momento. Sentí
pena. Como arrepentimiento. No por haberlo perdido sino por haberlo
retenido por tanto rato. ¿A dónde iría? Todo aquel mundo era suyo, pero,
talvez no volvería a encontrar su nido.
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En muy pocos días, mis padres, y nosotros, sus hijos, comprendimos que
habíamos cambiado de vida. Esos días, y noches, silenciosos de Yolombó,
habían cambiado por días y noches ruidosos, como agitados, revueltos,
mal hablados; mi madre decía que las calles de Bello eran pecadoras.
Porque se veían, por cualquier parte, gentes ebrias, mujeres abrazadas a
hombres que no podían moverse de la embriaguez. Cantinas ruidosas,
donde los tangos y las milongas, cantadas en el sonsonete argentino, no
permitían ni dormir, ni conversar, ni rezar siquiera el rosario nocturno.
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Josefina era la única que conocía sin vacilar cuáles eran sus oficios en el
futuro. Ella misma reconoció, en el mismo solar de la casa, un pequeño
espacio bien iluminado, plano y cubierto de yerbas salvajes. En ese lugar
se propuso sembrar una pequeña huerta de plantas aromáticas, y al
mismo tiempo, un diminuto jardín. Ayudada por una barra corta y un
azadón, que rodaban y estorbaban en la casa, herencia seguramente del
abuelo, ella sóla, acondicionó el espacio de unos tres por tres metros,
delimitando las eras con piedras recogidas en la calle. Este jardín, fue el
primer sueño realizado por Josefina, a quien todos le hemos dicho Jóse. Yo
digo que ella obtuvo de su trabajo los frutos más tempranos de su
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esfuerzo. Hoy recuerdo las flores cultivadas allí. Rosas blancas y rojas.
Claveles encarnados. Violetas diminutas derramadas de tiestos y ollas
desorejadas. Bebí tizanas deliciosas de yerbabuena, manzanilla y una
pizca de limoncillo, bendiciendo, de paso, los ocultos y graciosos regalos de
la tierra.
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Esa noche las dos señoras hablaron amistosamente hasta, por lo menos,
las once de la noche. Mi madre me dijo, muchos años después, que el
secreto de toda buena conversación, era permitirle a la otra persona que
hablara también. La conversación es buena, dijo, porque escuchamos y
nos escuchan. Por eso, esa noche, hasta que me venció el sueño, supe que
la señora Teresa era de Cisneros, que su esposo, Don Jesús, era hijo único
de Don José, el dueño de la empresa. Que tenían bosques en Puerto
Berrío, de donde traían las maderas. Y que Hernán, era el mayor. Que la
niña rubia, Gabriela, estaba en quinto año de primaria en el colegio de las
Hermanas de la Caridad, y que Alicia, la menor, apenas estaba en tercer
año. Estuve tentado a preguntarle a la señora por lo que hacía Hernán,
pero en esas circunstancias, los niños no tenían derecho de intervenir en
la conversación de los mayores. Después supe que había concluído la
primaria, como yo, pero que su padre lo necesitaba en la empresa.
Esa noche, doña Teresa habló, por un momento, de Chucho, el negro del
aserrío. Contó que era de Puerto Berrío. Hijo de un obrero de los aserríos;
que era servicial, honrado, trabajador y muy amable. Que cuando lo
necesitara, podía llamarlo para que la sirviera en cualquier trabajo. Yo
estuve atento a todo eso, mirando a Adán, mientras la señora hablaba. Mi
madre me miró a los ojos mientras Teresa hablaba.
Después de pocos días, volví a ver a las hermanitas Laverde, viniendo del
colegio. La menor, Alicia, que era muy blanca, de pelo negro y como
repollita, como decían los muchachos; me saludó con un gesto de su
mano, pero la mayor, Gabriela, apenas me miró, y sonrió al pasar.
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Era el final del año de 1932. Apenas tenía once años largos. Pero algo me
empezó a suceder. Hasta esos días, había vivido indiferente, olvidado, de
que llevaba una cicatriz en el lado derecho de la mejilla. De pronto, sin que
nadie me lo recordara, empecé a sentir como un fastidio por esa sola
circunstancia. No porque sintiera dolor físico por esa señal, sino porque a
menudo la recordaba. Me inquietaba. Sin otro motivo, me miraba en el
espejo. Miraba frecuentemente, en silencio, los rostros de otros muchacho
de mi misma edad, y empecé a notar que las personas, me miraban el
rostro con curiosidad, así no comentaran nada. Empecé a ver que casi
todos los muchachos de mi edad no tenían cicatrices: blancos, trigueños,
morenos y, el negro Chucho, tenía la tez liza y tersa, y como reía a menudo
con dientes blancos, parejos y bien cuidados, sentía a veces, como
admiración por su risa. Yo tenía también dentadura blanca y pareja, la
cual me ayudaba, a veces, a disimular la cicatriz, mostrando los dientes
como sin motivo. Buscaba a menudo el espejo, con el pretexto de peinarme
el cabello, que era negro y algo ondulado, pero, realmente, era para volver
a detallar la cicatriz, que me empezó a parecer realmente horrible. En
varias ocasiones, al mirarme al espejo, sentí como pesar de mí mismo ... .
Quise hablar con mi madre sobre la preocupación que sentía. Un día, lejos
de mis hermanos, le pregunté, - como si el asunto para mí fuera
secundario -, si no habría una crema para aplicarme en esa cicatriz. Ella,
que nunca se precipitó para dar una respuesta, y parecía comprender el
significado de todas las preguntas, me miró primero a los ojos. Levantó la
cabeza, como para mirar hacia las montañas, pero pronto volvió a
observarme. ¿Está preocupado por “eso”, Gelito?. Me preguntó. Me decía
Gelito, en algunas ocasiones. Si, mamá, le respondí, como destrozado por
dentro. Entonces vino hacia mí. Pasó su brazo sobre mis hombros y con su
mano derecha acarició mi rostro con cariño ... . Yo no sé Angel, si habrá
alguna crema que borre esa cicatriz. Es posible que la manteca de cacao,
la suavice. Que la crema de concha nácar, la borre un poco. Pero la única
crema que existe para esas situaciones – me dijo – es la que todos
podemos aplicar, es la del carácter. Acuérdese de ese libro que le obsequió
don Francisco García, su maestro. Vuelva a leerlo. Entiéndalo. “El carácter
es nuestra propia voluntad, guiando nuestros propósitos”. Si Usted se
propone no pensar en esa cicatriz y obrar siempre como un hombre, esa
seña se le borra por siempre.
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recordando esa escena, ¿ por qué lloró mi madre? La verdad es que a más
de setenta años de haber sufrido ese accidente, todavía hablo de él.
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Una tarde, Chucho vino a mi casa, a invitarme a ver, por primera vez, un
partido de fútbol del equipo Olímpico de Bello. Mi madre lo recibió con
amabilidad. Había, élla, despejado sus prejuicios, y le dijo que esperara
por un momento, en la puerta, que me iba a llamar. Salí de la casa con la
aquiescencia de mi madre. Me llevó a la cancha de Fabricato, que era, en
verdad, un campo de fútbol encerrado por rejas de alambre, pero con
graderías cómodas, de libre acceso. Me sentí emocionado. Por primera vez,
en mi vida, pude observar el juego de balón, en forma reglamentaria y
ordenada. Por mis juegos de pelota, sabía más o menos, cómo se
practicaba el juego. Esa tarde ví, por primera vez, a jugadores que
ocuparían en mi memoria, el mayor espacio de mis buenos recuerdos: ví,
al largo Berrío, el muchacho que, con dos compañeros, Rosenberg
Echavarría y el “trueno” Echeverry, formaban el medio campo del
Olímpico. Conocí al viejo Alvarez, un talabartero que era famoso como
centro delantero: calmado, técnico, veloz, sin precipitarse, que metió el
primer gol entre los aplausos de un público que cantaba
espontáneamente, las mejores jugadas. Pero, en el equipo contrario,
conocí también al doctor Villegas, un líder del equipo contrario, quien me
deslumbró por su fuerza y velocidad, que empató el partido hacia el
segundo tiempo. Este, era el capitán del club Fabricato, y gozaba de una
fama, de un prestigio como ningún otro jugador. Más tarde supe que era
ingeniero, que hablaba inglés, y que era uno de los directivos de Fabricato.
Volví a mi casa como a las siete de la noche, con Chucho. El fué el que me
dió los nombres de los jugadores, me explicó la técnica del juego, me
comentó cosas de varios de los jugadores y, al llegar, me dijo que era
amigo de Rosenberg Echavarría, que vivía por allí cerca. Fué una tarde
inolvidable que me introdujo en un deporte que bien, o mal jugado por mí,
durante cerca de cuarenta años, me dió resistencia física, amor al deporte,
seguridad en mis decisiones, honradez en todas mis jugadas,
personalidad, a la vez arriesgada y respetuosa, y, como una clara visión
del mundo moderno. Casi, casi, diría que me obligó a dejar el campesino
que traía, para llegar a ser, sin ningún complejo, el muchacho que alcanzó
a ser también ingeniero.
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Mi amistad con Rosenberg Echavarría nació pocos días después. Era un
muchacho alto, espigado, fuerte, blanco, amable y muy decidido. Vivía,
efectivamente a pocas cuadras de mi casa. Su familia, creo que había
venido de Carolina, un pueblo cercano a la represa de Guadalupe que, en
esos días, se mencionaba mucho. Nuestra amistad duró hasta después de
que terminé mi carrera de ingeniero químico, en la Universidad de
Antioquia; luego lo perdí de vista. Ignoro si aún vive. Asistí a sus
entrenamientos con el Olímpico; cabeceaba muy bien el balón. Me enseñó
a pegarle a la pelota con ambos pies. Cómo debía golpear la pelota con los
bordes de los zapatos, sin elevarla y cómo rematar con fuerza. Practicando
y practicando, alcancé a lograr el dominio del balón. Toda un escuela.
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Mi madre se alegró mucho con ese regalo. Como era despierta, siempre
entusiasta, y como con tiempo para todo, pronto aprendió a jugar,
acompañándome a jugar partidas varias tardes. No sé si lo hacía por
estimularme, o era que, en verdad, le agradaba. Ninguno de mis hermanos
se animó a aprender a jugar ajedrez.
Rosenberg era mayor que yo, por lo menos, en cuatro años, y creo que
entonces me tenía un cariño como de hermano mayor. Con él y con
Chucho, fuimos por primera vez a los campos de Niquía. Era una amplia,
azulina y hermosa llanura que se extendía hacia el Noroccidente de Bello,
que pertenecía a la Estación de Machado, del Ferrocarril, y a Bello. Eran
los campos que visitaban los domingos la gente de Bello, porque tenía
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arboledas, pequeños arroyos, y desde allí, volvíamos al pueblo, saltando
polines hasta la Estación del Ferrocarril en Bello. Era tan simple la vida,
tan tranquila y pacífica en esas soledades, que hoy al recordarla, me
parece que Antioquia, en todos sus rincones, era como un Edén.
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¡Ah! Exclamó don Miguel. Ese cuento, dijo, es delicioso. Por más de un
mes, estuve esperando al sueco que vendría a instalar el Torno. Yo
esperaba que fuera un viejo, talvez jubilado, experto en esas máquinas. Y
una mañana, muy temprano, llegó hasta mi oficina un muchacho, de
veinte años , si mucho: alto, blanco, de ojos azules, serio. Me saludó sin
quitarse el sombrero, que era una pavita blanca, adornada con una gran
pluma amarilla y roja, de puro papagallo ... . Me dijo que él era el ingeniero
que iba a instalar el torno. Yo era el jefe de los torneros, y habíamos
esperado su llegada, porque ninguno en el Taller, sabía, ni conocía, esa
máquina. Hablaba castellano perfecto, con acento español ... . Aterrado le
pregunté si era él el ingeniero sueco. Sí, me respondió, sin inmutarse. Pero
usted habla muy bien el castellano, le dije. Lo aprendí en España, donde
hice otros montajes hace tiempo. No salía de mi asombro. Vestía un traje
de paño gris delgado. Camisa blanca finísima, y zapatillas grises.
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Reconociendo que era un hombre serio, activo y como de afán, lo llevé al
lugar donde teníamos el torno desembalado y listo para instalar. Sin
preguntar nada abrió una como gaveta que conocía bien, extrajo unos
planos que allí había, planos muy bien dibujados, con leyendas en ingles y
en sueco. Los extendió y miró, como identificando partes y piezas del
torno. Rompió una cubierta de papel impermeable que protegía el tablero
de los controles eléctricos de la máquina y me preguntó , dónde había una
toma eléctrica. Vió que el torno no estaba anclado y me dijo: Yo voy a
ensayarlo aquí, pero ustedes lo instalan donde les convenga. Introdujo el
cable de la corriente eléctrica en la toma, y antes de encender la máquina
me preguntó, es de ciento diez voltios, ¿verdad?. Pidió un pedazo de bronce
y tras acomodarlo en la máquina, puso en rotación la pieza.. No sabía qué
hacer, ni qué decir. Me pareció que estaba soñando. Un muchacho, talvez
menor de 22 años, sin quitarse siquiera el saco, tenía el dominio de esa
máquina, como si le estuviera dando cuerda a su reloj. ¿A qué distancia
estaban nuestros mecánicos, de ése joven?. Comprendí claramente lo que
era nuestro atrazo ... . los obreros se rieron, pero yo tampoco entendí por
qué.
Entre los obreros de Fabricato y del Taller del ferrocarril, existía una sutil
pero cierta rivalidad. Aunque muchos eran amigos y hasta se
embriagaban juntos, los ferroviarios se sentían o se creían superiores
ganaban, en general, más dinero, hacían trabajos como de más hombría;
se conseguían las muchachas de la textilera, más bonitas; y formaban
como una casta superior. Pero había en esos tiempos, en Fabricato, un
técnico italiano que todos nombraban como el Señor Barboto. Era un
hombre más bien alto, grueso, moreno, y feo. Era – decían – experto en
toda la ciencia textil: Conocía todos los tipos de telares, hasta sus
mínimos detalles. Sabía de colorantes, de apresto, de diseño de telas,
pero, además, de motores de combustión interna, incluyendo las
máquinas Diesel. Decían que era graduado de una universidad italiana, y
le encantaban el aguardiente y los tangos.
Un día, ya al atardecer, creo que era un sábado, vimos, Chucho y yo, que
el Señor Barboto, con un amigo, entraba a una tienda cercana a nuestras
casas. Parecían borrachos. Hablaban. El señor Barboto, agitando las
manos, y el otro, cruzándole por los hombros su brazo, caminaban con
pasos vacilantes. Nos acercamos a la tienda sin mirarlos, pero
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escuchándolos. Hablaban como contradiciéndose. Barboto decía algo
sobre la forma como trabajaban los motores Diesel: habló de la potencia
que tenían. De la velocidad que podían imprimirle a un carro. Del tipo de
combustible que consumía, y, de pronto, agitó la cabeza, como negando
algo... No sé – dijo – carajo. “libros, que se pueden escribir con lo que yo
no sé de esos malditos motores”, y se quedo dormido sobre la mesa.
Nunca he podido olvidar esa frase del Señor Barboto.
Fueron éstos los conocimientos que tuve para decirle a mi madre, que,
como ya era un hombre, ella merecía que yo la ayudara trabajando en la
fábrica de Arriba. No puedo decir ahora que se alegró o se entristeció. Me
dijo: y porqué no Adán? Porque él esta aprendiendo a tocar tiple y lira, le
respondí. En efecto, Adán tuvo un oído natural, tan fino, que con pocas
horas de practicar en un instrumento, estaba tocando piezas completas de
música popular, acompañándose con una voz grave y muy sonora que
admiraban las personas. El, sin ayuda de Agripina, se había matriculado
en la escuela del maestro Mesa, quien formó a los serenateros del pueblo.
Mi madre alzó las cejas en un gesto muy suyo, apretó los labios y se
marchó, sin decirme ni sí, ni no.
En cambio, debía levantarme todos los cinco días de trabajo, a las cuatro
de la mañana. Bañarme y desayunar en media hora, salir trotando desde
mi casa a la fábrica y estar en la puerta de la fábrica a las cinco y cuarenta
minutos que, extrañamente era la hora en que sonaba la sirena por
primera vez, llamando a los obreros. Pero yo estaba empezando esa edad
en que la voluntad coincide con la fuerza física. Todo eso lo hice
religiosamente durante ocho meses de trabajo. Aunque yo le llevaba a mi
madre, como un presente, los viernes en la tarde, todo mi salario, a fin de
que no pasara tantas dificultades; ella, desde las primeras semanas, me
ayudó a abrir una cuenta de ahorros, en la Casa del Obrero, una
Institución que estimulaba el ahorro entre muchos trabajadores. Aunque
tenía derecho a retirar centavos de tal cuenta, cuando lo quisiera. Llegué
a pasar semanas sin retirar ni el precio de un helado de paleta, y valían a
dos centavos si eran de leche... Mi vida en la fábrica transcurría
normalmente. Un muchacho, tal vez de mi edad, a quien llamaban El
Chapin, porque tenía un pie, como en una bola, pero que así corría, hacía
mandados, jugaba pelota y era servicial como si hubiera nacido para eso,
se comprometió a llevarme el almuerzo todos los días, desde mi casa a la
fábrica por unos pocos centavos... Almorzábamos a las doce en un patio
que era, también, cancha de basquesbol. Allí íbamos llegando, lanosos,
empolvados, sudorosos, a reposar en los andenes del campo; muchos
obreros realmente cansados; pero los revisores, aprovechábamos para
soplarnos la nariz, sacudirnos las pelusas de algodón, escupir
discretamente las motas que seguían en la garganta, y sobre todo, a
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simular un sueño corto, transitorio, que nos subía de todo el cuerpo a la
cabeza, como deshaciendo el cansancio.
“Idilio Muerto”
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Qué será de su falda de franela; de sus
Afanes; de su andar;
De su sabor a cañas de mayo del lugar.
Más o menos, así es la memoria que guardo de esa niña hermosa, a la que
admiré desde lejos, día tras día, durante muchos días. La dejé sin
despedirme; un sueño, una nube, una ilusión, que tuvo la virtud inefable
de despertarme, silenciosamente, al amor.
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Cuando mi padre volvió a Segovia, a esa mina de El Silencio, que le costó
la vida, mi madre, una mañana, sin decírselo a nadie visitó al padre López.
Era su confesor, tanto de sus pecados como de sus angustias. Ella ni por
un solo momento, había aceptado que yo, el menor, el hijo por quien tal
vez, sin decirlo, sentía pesar por haber sufrido ese accidente, siguiera
trabajando. Por eso, visitó al padre López, párroco de Bello y compañero
ocasional del Padre Roberto Jaramillo, un sabio que vivió en Bello. El le
aconsejó que pensara seriamente en matricularme en el Liceo Antioqueño,
para que, más bien, yo llegara a ser un hombre educado y no un obrero
ignorante. Los consejos de un sacerdote eran, para el pueblo antioqueño,
en ese tiempo, casi una orden perentoria. Le advirtió además, que el Liceo
Antioqueño, era un colegio gratuito... Mi madre volvió a la casa,
guardándose la noticia hasta el fin de semana.
******
******
******
Todos mis amigos, desde mis hermanos, hasta los de la calle, aquellos que
por mi propia espontaneidad habían sabido de mi fracaso, quisieron
consolarme. Pero yo no tenía consuelo..... He pensado muchas veces en
esa situación. En qué fue ciertamente lo que la ocasionó.... Pero, de igual
modo, he pensado también en lo que fue mi reacción a élla. He creído que
mi reacción, marcó, desde esa época, lo que había de ser mi reacción
personal ante otras situaciones del mismo género que viviría en el futuro...
Quiero decir, con franqueza, -y lo he repetido muchas veces-, que nunca
me he considerado una persona inteligente, de esas que ven al vuelo las
cosas, que son imaginativas y, como dicen los muchachos “vuelan
rasante”. No. siempre desconfié de lo que entendía a primera oída. Me
tuve que repetir, en mis propias palabras, lo que escuchaba, molí los
conceptos y nociones hasta hacerlos míos, y solamente después, intenté
decir algo. Creo que éste, no es el comportamiento de una persona que
confía en su inteligencia, sino, más bien, el de una persona tímida y
desconfiada... Esta fue mi reacción:
Me fui sólo a buscar a un amigo que vivía algo lejos de mi casa. Se llamó
Raúl Muñoz Tobón ( q.e.p.d.). Estaba cursando el segundo año de
medicina, en la Universidad de Antioquia. Me parecía una persona tan
sería, amable, educada y tranquila, no obstante ser un muchacho un poco
mayor que yo, que de todos mis amigos, siempre lo consideré como el más
distinguido. Era un sábado. Lo saqué de su casa y me fuí con él
contándole lo que me había pasado: que había perdido, por mi estupidez,
33
la entrada al Liceo Antioqueño, por no saber cuándo se cerraban las
admisiones. El me miró a los ojos, y seguramente por mi tono, comprendió
que estaba muy triste. No me dijo: eso no vale nada..., tampoco me dijo: te
jodiste... ni que me dedicara al fútbol, porque sabía que me gustaba...no,
lo que me dijo fue que sentía mucho pesar. Que él también era bachiller
del Liceo, y que lo que debía hacer, era dedicarme ese año a estudiar por
mi propia cuenta, las materias más difíciles del Liceo, porque ese colegio,
era muy duro... Quiero decir ahora, que ese día, empecé a ser, en pocas
palabras, un autodidacta. Llevé, ese mismo día a mi casa, un arrume de
cuadernos y libros que él me prestó. Eran sus libros y cuadernos de su
bachillerato, que los conservaba ordenados por años de estudio, con la
intención de que los estudiara, a fin de que empezara a saber de qué se
trataban los estudios en el Liceo. De modo que, de un momento a otro,
resulté sabiendo, por anticipado, lo que había de estudiar en los siguientes
seis años.
IV
El año de mil novecientos treinta y cinco, al que llamo, el de mi falso
bachillerato fue realmente el período más bello de mi adolescencia. Muy
pronto mi madre, comprobando el empeño con que yo quería beberme esos
extraños saberes que traían tantos libros, me recomendó, con su modo de
hablar, que según lo hemos visto, eran recomendaciones amables,
mezcladas con órdenes terminantes, que no me engolosinara con tanta
cosa, ni abandonara a mis amigos, ni abandonara el fútbol, que trotara y
caminara, porque lo muchachos quietos, se anquilosan y mariquean… .
Por eso, sin andar pregonando por todas partes lo que me había sucedido,
volví a los entrenamientos de fútbol que el viejo Alvarez nos ofrecía a un
grupo de muchachos en la cancha de Fabricato, donde también iba a
entrenar con sus amigos, el Doctor Villegas, quien era como un motor en
ese campo.
34
Ejercicios gimnástiscos. Tróte hasta echar la hiel por la pista de la cancha.
Toques de pelota, hasta aprender a llevarla a la mayor velocidad sin
perderla en el encuentro con un contrario. Cómo parar la pelota sin
pisarla, de un sólo toque, sin dejarla rebotar. Era lo mas difícil, etc.
******
Aunque entre las dos familias había crecido una buena amistad, nosotros,
los Zapata Ceballos, muy de acuerdo con el concepto de mi madre sobre la
sociabilidad, que se reducía a la pauta, “ellos allá y nosotros aquí, y todos
tan felices”, apenas practicábamos los saludos atentos, respetuosos y
cordiales, pero nada más. De modo que nos pareció un poco raro que en
35
lugar invitar a mi hermana Eva, por ejemplo, a la fiesta, resultara siendo
yo el invitado. Claro, sin pensar en Adán, que era un poco agrio. Lo cierto
fué que como a las ocho de la noche, cuando empezaba la reunión, alguien
me empujó a que pasara la calle y me aproximara a la casa de mi amiguito
Hernán Laverde que, lo recuerdo muy bien, era para mí el único bien
conocido. Entré a una sala amplia, adornada con rosas rojas y festones de
telas brillantes, donde habían construido una como silla de reina que
ocupaba Gabrielita, recibiendo las felicitaciones de algunas personas.
Había oído decir ya: “a la tierra que fueres, haz lo que vieres”, por eso
avancé hacia donde estaba la niña, le dí la mano, pero ella, discretamente,
me haló, arrimándome y ofreciéndome su mejilla para que la besara. Fué
en ese momento cuando percibí lo que estaba haciendo: no me había
quitado la cachucha de la cabeza, y por poco le saqué un ojo a la niña con
la visera de la cachucha, que era dura, de cartón y forrada en el mismo
paño de cuadros estrambóticos. Me apresuré a tirar la prenda al suelo,
completamente azarado. La cachucha fué a dar a los piés de una señora.
Ella la recogió y nadie supo dónde la puso. Todos nos reímos, pero yo más,
porque era el mas nervioso. Pero la fiesta apenas empezaba.
******
Volví a mis cuadernos. Tenía novia, pero ni yo lo creía. Leía los cuadernos
de Raul, de un modo especial. Por el título del cuaderno, o porque él
específicamente los titulaba, conocía la materia o el tema de que trataba el
cuaderno. Así que si leía, por ejemplo la Historia de Grecia, entonces yo,
con toda la ignorancia que me asistía, intentaba llevar mi cabeza hasta
Grecia. Allí me detenía dizque a pensar en lo que sería esa historia, para
luego empezar a leer despacio, - siempre he leido despacio – lo que me
fueran a contar de esa hostoria. Así leí muchos temas. Cuando
encontraba alguna palabra que no comprendía, la subrayaba con mi lápiz.
Fueron tantas las palabras que no entendía, que terminé pidiéndole a
Agripina que me comprara un diccionario, pues sabía con seguridad, que
en el diccionario se encuentran las palabras. Pero no hubo forma. No sé
por qué, y me quedé con mayor ignorancia de la que tenía antes de leer
aquellos escritos. Eso me llevó a que cuando empecé de verdad mi
bachillerato, creo que era el único estudiante de primer año que pasaba
horas en la Biblioteca General de la Universidad de Antioquia consultando
diccionarios.
Leí muchos libros y cuadernos de los que me prestó Raúl Muñoz Tobón,
aunque no respondo por lo que entonces aprendí. Lo que sí recuerdo
claramente, fué que las notas y libros de ciencias me fascinaron. Ya había
sentido mucho cariño por las lecciones de ciencias naturales que me había
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dado mi maestro Francisco García, allá en Yolombó, en mi prehistoria
educativa. Lo cierto es que durante ese año de mil novecientos treinta y
cinco, administré, a mi modo, mi noviazgo entre hipotético y real que tuve
con Gabriela. Nunca tuve juicio, ni voluntad, para visitarla diariamente,
teniéndola allí tan cerca. Pero cuando por azar nos veíamos, charlábamos,
nos reíamos, hasta que un día - infortunado para ambos – la ví charlando
muy animada con un muchacho a quien llamaban “Muñosito”, trabajador
de Fabricato. Era un muchacho creo que mayor que yo. Blanco, bien
parecido, de cejas muy negras y expresión noble. Me propuse espiarlos y lo
verifiqué, varias veces, ví que ella salía a la puerta de su casa a conversar
con él. Parece que alguien le dijo que yo también era novio de ella. Por eso,
un día que salía de mi casa, me estaba esperando Muñosito en la esquina.
Parecía venir de la fábrica y me saludó, serio pero respetuoso.
Ingenuamente pero con decisión, me preguntó directamente si era cierto
que yo era el novio de Gabriela … . Nunca, en mi ya larga vida, me ha
gustado hablar con falsedad. Por eso, sin vacilar, le dije que ella, Gabriela,
era una amiga mía y de mi familia, pero que yo no tenía novia. El me
creyó, indudablemente. ¿Entonces puedo arreglar con ella? – me preguntó,
ingenuamente. Por supuesto, le respondí. A los pocos días, los ví juntos, y,
sinceramente, me sentí como liberado.
La familia Palacio Del Valle, en Bello, entre los años mil novecientos treinta
a mil novecientos cuarenta fué muy apreciada en el pueblo. Don
Nacianceno Palacio fué una persona muy respetada, por sus honorabilidad
y respetabilidad, y porque estaba vinculado a la administración y gobierno
del Ferrocarril de Antioquia… Su familia fué numerosa, y algunos de sus
hijos, hombres y mujeres, estudiaron en el Liceo Antioqueño y en el
famoso colegio llamado Central Femenino, las damas. Ahora recuerdo a la
niña menor, Gilma, y a Josefina, que se graduó en el Central Femenino.
Entre los hombres, Hernando, Guillermo, Luis Carlos y Gustavo, médico
de la U de A… Cuando cierro los ojos y traigo a mi memoria los nombres,
las personas y las circunstancias, que me rodearon en esos años de mi
adolescencia en Bello, me pregunto por la parte de nuestra existencia que
formaron el curso de esos años. Todos más o menos pobres, pero con
tantos motivos para seguir viviendo con el corazón abierto a los sueños del
futuro.
******
38
Espero no traicionar la memoria de Gabriela Laverde , si digo que en el
primer año que estuve estudiando en el Liceo Antioqueño, apenas me dí
cuenta de que existía. El estudio, me absorbió. El fútbol me comprometió y
a Rosenberg Echavarría, le dió, precisamente en la vacaciones de Julio,
por organizar, entre los muchachos aficionados a jugar ajedrez, que
éramos muchos, un campeonato, en el que, la primera figura y como
invitado especial, surgió un jugador local, - estudiante eterno de derecho
en la Universidad de Antioquia - , a quien todos le decían, el doctor Villa:
borrachín, hablador y comunista. El pregonaba que era comunista, y
cuando uno le preguntaba, qué es ser comunista, doctor?. Sin sacarse el
cigarrillo de la boca, solamente moviéndolo hacia un lado, respondía: “la
verraquera, mijo” La … ve…rraquera”. Y yo, en ese tiempo, me quedé sin
saber lo que eran el comunismo, y la verraquera.
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Pasaron los días. Por más que quería ver a Gabriela, no podía. Sentía
pesar y remordimiento, pero, en plata blanca, yo, ¿qué podía hacer?. Se lo
conté a mi madre. Le importó muy poco. Pero preguntó como sin quererlo:
- ¿Y esa pechoncita no dizque se iba a casar? No sé, le respondí. Luego
volvió a preguntar - ¿A Usted le importa?. No tanto, le dije, haciéndome el
fuerte. Mejor, respondió. Pero a mí sí me importaba. Era como el signo que
tenía de mi precoz hombría, porque sabía que a Rosenberg le encantaba y
Esaú Rendón, que algún domingo me vió con ella mirando un partido de
fútbol en la cancha de Fabricato, me picó el ojo y me hizo señas con sus
manos en el pecho como cogiendo cocos …
Supe que se marchó, con Teresa su madre y con una monja que las
acompañaba. Primero, a un internado de Medellín, hasta que pasados creo
que dos meses, Teresa misma me contó que haría el primer internado en
Barranquilla. No se despidió de mí … . No recuerdo cuando escribí este
soneto:
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El Liceo Antioqueño tenía desde el primer año, la rara virtud de mostrarle
a los alumnos lo que él era, y la calidad de la enseñanza que impartía. Allí
nada se ocultaba. Muchos muchachos hacían el primer año allí, y se
desaparecían. No imagino qué informe darían a sus padres, porque
muchas veces uno se los encontraba estudiando en el colegio de San José,
o en el San Ignacio, que quedaba entonces en seguida del Liceo. Sin
embargo, aquellos muchachos que continuamos en el Liceo hasta
hacernos bachiller, gozamos, toda la vida, el haber recibido una educación
completa, autónoma y liberal, en el mejor sentido.
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En esos tiempos, Medellín era una ciudad pequeña. Tal vez no alcanzaba a
los cien mil habitantes. La vida era barata a causa de que nadie tenía
dinero. Un almuerzo de sopa y seco, con masamorra pintada de leche y
dulce raspado, que bien podía ser el almuerzo de un muchacho del pueblo,
no alcanzaba a valer los diez centavos. Y este era el dinero que, con gran
sacrificio, me daba Agripina diariamente, para que pasara el día en
Medellín, antes de volver a tomar el tren en Cisneros (Guayaquil) para
volver a la casa. Todavía tenía que hacer las tareas, leer varias lecciones de
materias tan raras como Apologética (texto del padre Nicolás Marín
Negueruela). Ejercicios de Aritmética y uno que otro mapa de ríos y
regiones. Estudiaba solo. En el mismo rinconcito donde leí los cuadernos
de Raúl Muñoz Tobón y en el mismo taburete. Muchas cosas las había
abandonado, menos el fútbol en los sábados y el ajedrez con Rosenberg las
noches del viernes y del domingo. Aprendí a acostarme siempre a las once
de la noche, fuera cual fuere el número de lecciones. Por eso me esforcé
por no distraerme, y creo que aprendí a concentrarme tanto, que a veces,
como que no sabía dónde estaba. Si nó fuera petulancia decirlo, creo que
esta disciplina, este método, como que me fué dejando un margen de
tiempo libre en mi vida, por eso, cuando en los años superiores del
bachillerato me aficioné a la lectura hasta llegar a leerme dos o tres libros
por semana, sin que me perjudicara en el estudio, comprendí el efecto de
lo que es la disciplina. No recuerdo exactamente el año en que sucedió el
incidente que voy a relatar: Un ministro de educación emitió un decreto
que obligaba a los maestros de bachillerato, a presentar un exámen de
conocimiento de sus especialidades, ante delegados del ministerio. (Ah, ya
lo recuerdo, fué el ministro Castro Martínez.) Y yo, un estudiante de
pueblo de los primeros años de bachillerato, más ignorante que Caín de
las consecuencias que tendría matar a Abel, resulté haciendo parte de una
manifestación de profesores y estudiantes, que encabezaban los profesores
del Liceo, mis profesores. Hicimos unos grandes y largos rodeos por el
centro de Medellín, por lo que hoy es la Playa; pasamos por el frente del
famoso café La Bastilla, conocí – quiero decir que ví con mis propios ojos –
a un señor calvo y bien vestido, al que un compañero me identificó como al
Maestro Tomás Carrasquilla, que salió del café a ver a los revoltosos, que
protestaban por no querer hacer un exámen de conocimientos generales….
No sé porqué, la frente amplia y el rostro noble de Don Tomás, me
impactaron mucho más que todo el revoltillo de ese día … . Una quebrada
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hedionda con perros muertos y gallinazos hambrientos, bajaba descubierta
por la playa, y sentí ese ambiente como algo inaudito y vergonzoso.
Sucedió que el profesor Don Bernardo Arbeláez, en señal de protesta por la
que muchos profesores consideraron un irrespeto al profesorado,
renunció a su trabajo en el Liceo, y como era hombre fuerte, vigoroso,
aceptó el trabajo que le ofrecieron en la cobertura de la quebrada, y lo ví,
con mis propios ojos, rompiendo rocas con almádana, a las once del día,
en el fondo de ese canal fétido, que por tantos años avergonzó a Medellín.
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Empiezo por referir, lo que significó para los estudiantes Antioqueños que
vivíamos en estos tiempos en el cañón del Río Medellín, en el período que
describo. Hablo de muchos estudiantes de Barbosa, Girardota,
Copacabana y Bello, que debíamos levantarnos entre las tres y las cinco
de la mañana, lloviera o nó, a fin de tomar el tren que nos llevaría, todos
los días de estudio, desde nuestros pueblos de origen hasta la Estación
Central de Guayaquil. No quiero invocar ni fatigar; quiero hablar
solamente de la voluntad, la constancia, la responsabilidad implícita en la
acción diaria, durante seis años que dura el bachillerato, de este esfuerzo.
Conocí algunos médicos, abogados e ingenieros, que además hicieron el
mismo esfuerzo durante su bachillerato y sus carreras. Es decir, unos
doce años en este trajín, una sexta parte de su vida … .
Ahora bien, como estas notas quieren y pretenden ser, una especie de
inventario, tanto de personas que desde distintas posiciones y con
diferentes acciones contribuyeron a la completación de mi formación,
también parece importante detenernos a sopesar las acciones que me
llevaron al estado final. Buenos o malos actos desarrollados a lo largo de
un recorrido, son siempre causas visibles del éxito o fracaso de nuestras
acciones. Pensemos por un momento en un general que se vé enfrentado a
dar una batalla. Son cada uno de sus actos y decisiones previas a la
batalla, donde residen las verdaderas causas de su éxito final o de su
fracaso. El triunfo, o el fracaso, no son, en general, resultados de acciones
momentáneas, son, digámoslo así, una especie de consecuencia resultante
de una larga cadena. Si fallamos en alguno de los pasos, es casi seguro
que no lo podemos atribuir al azar, como la verdadera causa. Por ejemplo,
43
en el largo período de los seis años de estudio en el bachillerato, pensemos
en cuántas ocasiones tenemos de hacer mal las cosas, aunque muchos
terminen con un inútil diploma de bachiller. Yo diría ahora que entre
tantos factores, destacan: (a) El entusiasmo, como la componente más
comprensiva de todo esfuerzo. (b) La fé en el propósito. (c) Las cualidades
personales estimuladas, comprendidas y practicadas. (d) Los factores de
azar, inteligentemente sorteados. Para mí, un bachiller mediocre, es un
individuo que no aprendió, en seis años de estudio después de la primaria,
a expresar su pensamiento con claridad. Ni puede ordenar sus ideas por
escrito. Ni sabe hacerse preguntas y habilitarse las soluciones, sobre un
problema. Ni sabe mirar ni estimar cualitativa y cuantitativamente, un
problema. No distingue ni el significado ni el valor de la ciencia. No tiene
confianza en lo que aprendió. Ni comprende nada sobre la sociedad en que
vive. Ese señor, va, mediocremente, cumpliendo etapas, sin ningún éxito
hasta que muere.
Nadie puede afirmar, por otra parte, que todos los bachilleres de un
colegio, cualesquiera que sean sus calidades, cumplen con la misma
estructura intelectual. Ninguna institución obra como un torno revólver
automático y computarizado, para que todos los tornillos que produce,
sean idénticos. Tratándose de seres humanos, todos es “variable y
ondulante”, como dijo Montaigne. Pero una buena educación – en balance
- , produce hombres buenos, en promedio. Creo que el Liceo Antioqueño,
entre 1935 y 1945, produjo esa clase de personas. Sobre este aspecto,
deseo decir una pocas palabras.
Tal vez tuve que esperar más de setenta años, para apreciar, destacar y
reconocer, paladinamente, del Liceo Antioqueño, la fé, la confianza que nos
inspiró en nuestros estudios. Fué quizás este rasgo el que nos llevó a
levantarnos, al primer timbre de un despertador, a las cuatro de la
mañana, durante seis años; a meternos a un chorro de agua fría; a apurar
un magro desayuno, precipitadamente; a correr poniéndome la camisa,
por una calle muchas veces embarrada; a alcanzar el tren que,
cumplidamente, entraba a la Estación de Bello entre las cinco y diez
minutos y cinco y veinte, para partir, de noche, a meterse al último tramo
de su recorrido. A llegar a la estación Cisneros, casi sin habernos
saludado; partíamos cargando nuestros libros, cuadernos, mapas,
modelos, aparatosamente por la carrera San Juan, sin querer mirar,
aunque mirando, las putas amanecidas en las cantinas, gritándonos
barbaridades, mientras buscábamos las callejuelas que más rápidamente
nos llevaran a la plaza de San Ignacio, donde se alzaba, imponente,
silencioso, el edificio del Liceo, para recibir a las seis, la primera clase.
El hecho de que a las seis de la mañana estuvieran abiertos los salones del
Liceo, y que hubiera en todos los salones algún profesor esperando a sus
discípulos; que todos creyeran que su materia era la más importante; que
nos dijera el profesor de Historia que ningún hombre culto puede vivir sin
conocer el pasado, y que el futuro se gesta en el presente, pero tiene sus
raíces en el pasado; que existieran todas esas personas, con el mismo
entuasiasmo, con la misma motivación, que todas actuaran como si cada
uno fuera el Director, o el dueño del Liceo; con ese sentido de pertenencia
de la Institución, sentido de Comunidad, siendo laicos de distintas
filosofías, pero hermanos en el mismo propósito: educar a la gente del
pueblo. Negros, indígenas, blancos de las mejores familias de Sonsón, de
Rionegro, de la Ciudad de Antioquia, o de los pueblos más pobres y
atrasados que, sin ayuda, sin influencias, con sólo llegarse hasta la
Dirección y mostrar que el muchacho había demostrado tener aptitudes
para estudiar, ya podía entrar a ser un miembro del Liceo. Era como si allá
en el interior del Liceo, la orden hubiera sido: Eduquen. Eduquen. Que
algo queda; parafraseando a Voltaire que dijo: Calumnia, que algo queda.
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Yo soy un hombre simple, sin gracia ni elegancia, que dice lo que piensa sin
poderlo evitar. He ganado mi pan creo que honradamente, dando lecciones
duras en la Universidad. A veces pienso, sólo, que soy un ser inútil; pero
algo me consuela, leer prosa inmortal, o un poema de esos que siempre
dejan huella, o adorar unos ojos que viven en mi alma por una eternidad.
¡Oh la belleza inmensa de la vida tranquila!. De esa vida que tiene sabor de
soledad, si la nostalgia grita, me hundo en la tristeza, pero sólo yo mismo
vuelvo a resucitar. Me siento un hombre tímido, mediocre si lo quiere, que
adora la belleza sin poderla crear, y he visto a mis amigos sacrificar su
historia, detrás de esa ironía de la prosperidad.
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Fabio asistía muchas veces a las lecciones del Doctor Vélez V. Faltaba
también mucho a las otras clases. Había recibido espontáneamente de un
amigo, la noticia de que Fabio Gómez era un estudiante muy inteligente
del cuarto año. Mi carácter de persona tímida, desde mi niñez, aunque con
mis amigos fuera chistoso y espontáneo, me inhibía para que de buenas a
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primeras, resultara hablándole y como presentándome a otra persona
desconocida… El Liceo era muy grande. Había muchachos famosos por
varias cualidades: buenos en matemáticas, buenos en los juegos de pelota,
en los patios; buenos en dibujo, hasta el punto que varios sábados, fuí
convocado a recorrer exposiciones de dibujos hechos a lápiz por alumnos,
desde tercero hasta sexto año, etc. Y nó por eso, anduve yo buscándolos
para felicitarlos o hacerme amigo de ellos, sin más ni más. Nunca, sin
embargo, me he sentido orgulloso, ni me he creído superior a nadie.
Simplemente, tímido.
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Fabio Gómez Pizzano fué hijo único del Doctor Pedro Rafael Gómez.
Abogado, primero de la Universidad de Antioquia y luego especializado en
Europa: Holanda, París, Roma. Del campo penal, pasó a la psicología y de
allí, a la filosofía, a la angustia, para terminar en la soledad. Tal vez, el
signo y símbolo de este largo viaje, lo representó su hijo Fabio, quien fué
mi compañero en el Liceo, amigo entrañable y de tantos otros que lo
quisimos sinceramente, con esa clase de cariño formado por
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compañerismo, comprensión, consideración, deseo de ofrecer ayuda, y , en
mi caso, en una inconmesurable admiración por su inteligencia, por su
capacidad de análisis, por su lucha casi desesperada por aprenderlo todo,
hasta llegar al límite de la angustia, de la ansiedad, y finalmente, de la
locura en que se fué hundiendo hasta su muerte… A los pocos días de
haber conocido la noticia de la muerte de Fabio, en Cali, pensando en su
vida, hice una traslación mental y escribí unos versos que reflejan,
parcialmente mi dolor:
Cuando apenas tenía doce años, sabía más que todos nosotros. Llevaba, en
pequeñas libretas, apuntes y dibujos que en un mirar le recordaban todo.
Sobre astros sabía la mecánica y por donde seguían en el espacio azul. De
la tierra, rocas y minerales y plantas que podían cambiar la voluntad. Y en
las noches muy claras nombraba constelaciones o cantaba entre dientes
sus propias canciones hasta que elnloqueció. Caminaba despacio, mirando
con dulzura, y botando las frutas sin morderlas, Leyendo en los libros cosas
que no decían. ¡Oh mi amigo de infancia que te escapaste un día hacia
lejanos puertos, hacia río y mares que no están en los mapas! Y una tarde
te hallaron, cubierta tu hermosa frente de pájaros salvajes.
******
Desde ese día empecé a pensar que Fabio no era un estudiante común. A
menudo me miraba a los ojos y me repetía alguna frase que se parecía a
las frases que componían el libro que me obsequió Don Francisco García,
El Carácter. Y, poco a poco, fui entendiendo que había leído muchos
libros... Sin un propósito definido, quiero decir que sin que hiciera
cálculos para mi conveniencia, sin pensarlo siquiera,
espontáneamente, le conté un día, quién era yo. Dónde había nacido.
Quiénes eran mis padres. Dónde vivíamos y le manifesté, también, cómo
estaba de contento en el Liceo. Me escuchó con atención. Como era su
costumbre y temperamento. Me preguntó por mi pueblo, y cuando supo
que mi padre era un minero de socavón, inclino su cabeza y, como
volviendo de un mundo distante, me miro y me dijo: - Bueno. Ya estas
aquí y hay que seguir...
Fabio vivía por la Plaza de Bóston, en Medellín. Allí residía con su madre y
alguna tía. El matrimonio estaba disuelto y su padre, un intelectual a
quien nunca conocí, creo que llevaba otra vida fuera del hogar... Escribía
mucho. Sus libros eran mirados con recelo por la comunidad
medellinense: “ Libertad Humana y Estados Morbosos del Espíritu”... “El
alma, A la luz de la Psicología”, etc. Ignoro si Fabio leyó esos libros. Yo
diría que él vivió su propio infierno, para ocuparse mucho del que vivía su
padre...
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Lo que hablaron esa mañana el padre Roberto y Fabio, no es exagerado
decir, marcó mi vida para siempre. Lo que empecé a buscar desde ese
51
sábado, tras padecer la conversación entre ellos, Roberto y Fabio, fue lo
que he llamado, el ideal de mi vida. ¿Por qué?. Porque ese día empecé a
comprender que, a los dieciocho años, cursando el cuarto año de
bachillerato en un colegio famoso, no sabía nada. No entendía, nada. No
recordaba nada. Ni sabía hablar. Ni sabía pensar, ni reflexionar, ni
siquiera escuchar con atención. ¿Qué era entonces?. Nada. Sí. Hoy creo
que ese día nací a algo que aún no descifro qué es... La charla entre el
Padre Jaramillo y Fabio Gómez, no aparece en ningún libro, ni famoso ni
anónimo. Fueron dos horas de intercambio sobre las más peregrinas
materias. Materias que hoy recuerdo que para mí, eran como ver una
estampida de veloces conejos en un prado alto. Siempre miraba moverse la
espiga cuando ya había pasado el conejo. Quiero decir que los temas,
apenas me daba cuenta de que existían. Los autores que se citaban,
apenas por casualidad en, pocos casos, los había oído nombrar; los libros
que se citaban, nunca creí que existían, y las reflexiones que se
escuchaban, las dudas que se planteaban, los elogios y las ironías que se
manejaban, eran el producto de la capacidad intelectual, del número de
lecturas que ambos habían manejado, del número de campos que habían
trajinado, etc.
******
Llegó el quinto año de bachillerato. Era temido en el Liceo porque
empezaban la Química General, la Física, el Castellano de Bello, la Teoría
del Conocimiento y la Lógica. Había también materias como Literatura
Universal, Cosmografía, el último año de Literatura Francesa, etc. Algo,
muy profundo, estaba cambiando en mi. No era porque mis compañeros
fueran mas altos y casi todos más fuertes que yo. Desde hacia tiempo
sabía que sería un hombre de baja estatura, aunque de complexión fuerte.
Lo que percibía eran las profundas diferencias que existían entre nosotros.
En el grupo de Química, por ejemplo, recuerdo mucho a Esteban Rico:
inteligente, irónico, agudo, que parecía que no sabía, pero sabía mucho. A
Nelson Estrada, serio, callado, atento a las explicaciones y más bien
retraído. A Hernando Santamaría, amable siempre, simpático desde su
inmensa altura. A Gustavo Cadavid Benítez, amable, ordenado, inteligente
y siempre como sistemático. A Hernando Cadavid, metódico, organizado,
ansioso de conocimientos, etc. Todos eran mis amigos, y lo siguen siendo.
Yo recuerdo a muchos más... Pero el mayor hallazgo que hice en ese curso,
fue el conocimiento que tuve del profesor. Se llamaba Alfredo Restrepo.
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Ingeniero Civil de la Escuela Nacional de Minas. Flaco, blanco, de estatura
regular, serio, irónico, lo conocí mordiendo la punta de un pañuelo blanco
y mirando como sin fijar completamente la mirada. Uno de sus ojos era
mas blanco que el otro, y todos le decían, en secreto, el bizco Restrepo.
Fue la persona que más influyó en mi decisión de estudiar Química;
aunque en mis tiempos de bachiller, en Antioquia, no existía la carrera de
Química pura, y terminé estudiando Ingeniería Química.
******
Mi profesor de Castellano de Bello fue Don Alfonso Mora Naranjo. Un
maestro del idioma castellano y de la cultura universal. Humanista.
Director, en mis tiempos y por muchos años, de la revista Universidad de
Antioquia, que sigue siendo honra de la Institución. En esos tiempos, la
revista convocaba a los más preclaros escritores de Colombia, y de
Antioquia particularmente. Dinámico, simpático, inteligente, agudo, con el
mejor sentido del humor, pero exigente en su cátedra, hasta el punto que
tal materia, se constituyó en uno de los mayores obstáculos para obtener
el “Cartón de Bachiller”.
Cuando Fabio Botero Gómez, un aventajado estudiante del Liceo, por estos
tiempos, fue invitado por la Rectoría, ( que creo estaba en las manos del
doctor Ricardo Uribe Escobar) para que hablara o leyera un discurso suyo,
en la conmemoración de la muerte del doctor José Félix de Restrepo, Fabio
Botero sometió su discurso al análisis de don Alfonso (esto me lo contaron
a mí) y don Alfonso no solamente elogió el discurso, sino que se lo hizo
publicar en la revista. Así era don Alfonso Mora Naranjo, un avisado
descubridor de ingenios.
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Mi profesor de Física general fue Don Pablo Emilio Echeverri. Simpático,
culto, esforzado como profesor, amable como persona, didáctico y capaz de
hacerle cobrar a su materia interés, suprimièndole todo terrorismo a un
estudio de sí, difícil. Al nivel de los dos últimos años, casi todos los
profesores se comportaban con nosotros como verdaderos amigos. Era un
gusto hablar con ellos. Con don Pablo Emilio se podía hablar de todo,
desde las muchachas bonitas que todos los días pasaban a estudiar al
Central Femenino, arriba del Liceo, hasta de los pocos experimentos que
dicen hizo Newton para llegar a su concepción del mundo. Don Pablo tenía
una cierta tendencia hacia la Física Matemática. Es decir, un gusto, que lo
expresaba de diversas formas, por las concepciones teóricas, un poco
alejado del doctor Alfredo Restrepo, quien, teniendo también excelente
formación matemática, abogaba por el experimento como algo esencial en
la ciencia. Reconozco que ambos profesores me influyeron cada uno por su
lado. Me parece que en ese tiempo tenía yo una decidida vocación por la
ciencia. Con don Pablo tuve ocasión de comentar uno de los primero libros
de divulgación científica que me leí, “ Esquema del Universo”, creo que de
un autor Duncan, que con “La incógnita del hombre”, del doctor Carrel,
constituyeron los libros iniciales que estimularon mi incipiente visión
fáustica del mundo. Acerca de esa visión, que he perseguido por muchos
años, quiero decir dos palabras.
******
La visión que tienen las personas del mundo en que vivimos, sea muy
amplia, rica y productiva, o sea sin mayor profundidad, se adquiere desde
el bachillerato. Simplemente, hay personas que estimulan esta visión, o no
lo hacen. Pero es de la educación secundaria desde donde arranca esta
tendencia. Muchas veces, a causa de la unidad o no, que exista en los
55
planes de estudio, y por las tendencias propias de los profesores, se
incrementa o se pierde la visión del mundo. Si un profesor de Física, por
ejemplo, en algún aspecto de su curso, se detiene con gusto a mostrar la
importancia de una ley, la aplicación que encuentra en la Química o en la
Biología, está contribuyendo a la extensión de su materia, y a la utilidad
universal de esa ley. De esta actitud, no solamente resulta la importancia
de lo que él enseña, sino que contribuye absolutamente, a integrar el
mundo. Lo mismo se puede afirmar de los principios de la Química y de la
Biología. Por otra parte, si el profesor de Historia o de Filosofía, es capaz
de relacionar, mediante una cita oportuna, su ciencia con el idioma, el
arte, la poesía etc. también está contribuyendo a que el mundo de sus
alumnos no se cierre en un compartimento aislado, ayudando así, al
alumno, para que no crea que todo esta terminado en cada principio. La
visión fáustica que nació en el pasado, tiende, a causa de esa especie de
miopía de muchos profesores modernos, a hacer del mundo una bolsa de
canicas, en vez de un solo universo. Por eso hablamos de una visión
universal. Es extraño que en un mundo que los economistas actuales
llaman globalizado, en la educación persistan las visiones parciales. Que
haya temor de integrar los conocimientos. A este respecto tengo una
anécdota personal... En mi deseo de llevar esta visión del mundo a la
Universidad, hace más de treinta años formé con un grupo de colegas que
compartían estos propósitos, un seminario que se empeñó en ofrecer, a los
alumnos de primer año de Universidad, un curso que nombramos de
“Ciencia Integrada”. Preparamos conferencias y nos lanzamos a ofrecerlo.
Entonces algunos alumnos, esa franja que recibe el nombre de
“Revolucionaria”, vetó el curso, por reaccionario, dijeron. Pero esta
experiencia es posible que hoy resulte de avanzada.
******
Hasta ahora, pues, he mencionado algunas de las personas que influyeron
en mi formación: Fabio Gómez, con su singular ejemplo de lo que es un
joven precoz, capaz de dejar en menos de treinta años un ejemplo como el
suyo. Él me llevó a la lectura y el pensamiento. Me mostró autores que
dejaron huellas imborrables en mi vida. Por él empecé a leer a don Miguel
de Unamuno, su prosa, sus novelas, su teatro (“Nada menos que todo un
hombre”), su poesía interior y sus ensayos magistrales.
******
Fue en mi quinto año de bachillerato, cuando descubrí que el mundo no
era solamente el ambiente pequeño y familiar que me rodeaba. La radio,
los periódicos, los comentarios, los círculos de los profesores y
compañeros, de pronto, me mostraron lo que estaba pasando en otros
meridianos. Y yo, alelado, escuchando las voces de mi pequeño mundo.
París, la que aquí llamaban, “la capital del mundo”, temblaba de pavor
ante las fuerzas Nazis. Roma le mostraba a la gente, los presumidos
batallones de los “camisas negras”. Polonia ya mostraba los destrozos de
las fuerzas de Hitler; y España, la adolorida España, había pasado apenas
el crimen de Güernica. Pero el Liceo Antioqueño, apenas se reía mirando
los arrestos de un profesor empolvado que marchaba, con un grupo
pequeño de seguidores suyos, con sus camisas negras, por los patios del
colegio. Era apenas el símbolo y la muestra de lo que era el Liceo en su
interior. El Liceo era, entonces, un muestrario de todas las ideologías. Allá,
podían existir las corrientes ideológicas más diversas: Liberales Lopistas
que defendían a capa y espada, la “revolución en marcha”; conservadores
de la línea más reaccionaria, seguidores a ultranza de Monseñor Builes
quien, hacia poco, había prohibido que las mujeres, usaran en público,
pantalones largos como los de los hombres. -¿Por qué?- Preguntó en la
Asamblea de Antioquia un diputado liberal. - “Porque las mujeres vestidas
así, se ven como masculinas”- respondió el diputado conservador... – Yo no
sé si éso será cierto, honorable diputado. Lo que sí sé, “es que se ven más
culonas... y eso está bien”. Pero si estas cosas eran motivos de discusión
en un cuerpo colegiado como la Asamblea de Antioquia, en el Liceo las
discusiones se hacían sobre las ideologías en conflicto: Nacismo,
57
Comunismo y Democracia. Todo el ambiente del Colegio se saturó de estas
ideas. Muchos estudiantes leían, todavía sin haber cursado las lecciones
de filosofía, libros divulgativos de Marx, de Hegel, de Lenin; de
propagandistas del Comunismo. Pero también se leía a Jaques Maritain, a
Nicolás Verdaieff, había estudiantes que llevaban un periódico llamado “El
obrero Católico”, dedicado a guiar a los obreros frente al sindicalismo de
orientación Marxista, y muchos también, como el que estas notas escribe,
que viviendo en mi propio espíritu una especie de cambio sustancial en mi
comportamiento, en mis hábitos de lectura, en mi formación intelectual,
miré con indiferencia toda esta revolución; me refugié en la lectura intensa
de don Miguel de Unamuno, me amparé en él, dejando pasar esa fiebre
que abrazaba a tantos amigos. Sin haber sido nunca un reaccionario,
confieso paladinamente, que me gustó desde temprano la democracia del
Lopismo, de la “revolución en marcha”; me identifiqué, por muchos años,
con la filosofía trágica de Unamuno, y, poco a poco, me fuí aproximando a
una visión científica racional, del mundo que nos rodea. ¿Por qué?.
Casi nadie cree hoy, cuando con gusto lo refiero, que yo estudié
gratuitamente, desde mi escuela primaria hasta graduarme de ingeniero.
Mis únicos gastos se redujeron a los textos de estudio, que fueron, en el
bachillerato, libros usados, comprados a bajo precio al viejo Arcilita en el
Liceo, y después, algunos libros nuevos. La educación gratuita para el
pueblo, tal vez fue la primera pieza de ese mecanismo que se robaron los
que le sustrajeron al Estado su “rumbo de gobierno”; quiero decir, que al
mutilar el espíritu de la “Revolución en marcha”, tal vez aniquilamos
todos, la posibilidad de redimir a Colombia. El encarecimiento de la
educación, el volver el saber un privilegio; esa especie de Mixti Fori en que
cayó la educación, tan llena de etapas y sofisticaciones, llegando hoy a
hacerse inalcanzable para los niños, que siguen siendo niños, dispuestos
siempre a recibir el pan y el abecedario. Pero sigamos...
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No sé de dónde saqué energías para en ese quinto año de bachillerato
hacer lo que hice. El equipo de fútbol del Liceo, al que pertenecía, para
disputar el campeonato intercolegiado de ese año, contrató a un
entrenador extranjero. Era un viejo que unos días nos decía que era
Austríaco y otros Holandés. Se llamaba Leo, de apellido impronunciable, al
que nosotros por abreviar, le pusimos el apellido más familiar que se nos
ocurrió. Lo nombrábamos, Leo Chesterfied. Y él estuvo feliz.
Nos entrenaba en la cancha de Miraflores, arriba del Liceo. Era flaco, alto,
desgarbado, mal hablado, como si hubiera aprendido el castellano en un
muelle. Nos nombraba por apodos que él mismo se inventaba. A mí me
llama el “señor pelo”, porque usaba el pelo largo. Pero era un experto en
los pases cortos y el dominio del balón. “Pará el balón hiputa”, nos gritaba.
Y nosotros no podíamos obedecerle de la risa... Pero ganamos ese año el
campeonato. El Liceo nos dió de premio, un paseo en bus a la ciudad de
Antioquia. La señera, la colonial y hermosa ciudad de Antioquia. Esa
noche, después del partido con los muchachos del Colegio, a quienes
goleamos, nos ofrecieron un banquete. Recuerdo a muchos de mis amigos,
verdaderas estrellas del fútbol: Saúl Peláez, una gloria deportiva del Liceo,
de Antioquia y de Colombia: futbolista. Basquetbolista. Nadador. Atleta. Y
un caballero para no olvidarlo nunca. Gabriel Álvarez: Un maestro del
toque y la racionalidad en el juego, quien más tarde sería un médico
brillante, además de cantor de música americana, de grata recordación.
Carlos Marín Hernández, ése que hacía silbar el balón cuando lo
impulsaba con uno u otro pié. Más tarde agrónomo y distinguido
entomólogo. Jorge Jurado Rave, el parsimonioso, preciso en el juego, y
gracioso, irónico y siempre frotándose la nariz y sonriendo
mefistofélicamente después de un chiste, y yo, a quien todos me dijeron en
el comedor que no tocara un huevo duro adornado con ramitas que
trajeron en el centro de la bandeja de la ensalada, para que se lo comiera
de un bocado Jurado, a quien le quedó más cerca.
******
En 1941, al final del año, leí por primera vez, los “Veinte Poemas de Amor
y una Canción desesperada”, de Pablo Neruda. Me sacudieron como a todo
el mundo. Jorge Montoya Toro, campañero del Liceo y colaborador de El
Colombiano, el mejor periódico Antioqueño en ese tiempo, en su
suplemento literario, comentaba, por boca de distintos escritores, el libro
de Neruda. Jorge Montoya mismo era entonces un poeta conocido: pulido,
fino, armonioso, enamorado y amante de la belleza. Pero el libro de Neruda
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debió sacudirlo. Como lo hizo conmigo, y con Otto Morales Benítez que ya
figuraba en las páginas de El Colombiano. De Bogotá llegaba el periódico
Sábado, que dirigía el doctor Juan Lozano y Lozano, que devorábamos los
“intelectuales” del Liceo como pan caliente: Hedy Torres, Jorge Montoya,
Fabio Botero Gómez, Mario Franco Ruiz, un estudiante alto, rubio, vestido
de corte inglés, amable, simpático, quien cuando supo que a mí me
gustaba mucho una niña que pasaba por las mañanas frente al Liceo, y
que era pequeña como yo, me dijo: “Yo no sé qué se puede esperar de la
unión de dos moneditas de oro”. Así, con humor y alegría, de pronto, me
fuí metiendo en ese mundo de la literatura, de la novela, de los ensayos de
Otto Morales, de los poemas de Edgar Poe Restrepo, asesinado vilmente; el
poeta de “Yohar, la niña del verso”, quien, una tarde, mientras en su clase
de literatura Colombiana, exponiendo la emoción de un pintor que copiaba
el cuerpo de una hermosa modelo, la fue desapareciendo con cada rasgo
que lograba robarle; emocionado hasta el límite, volcó la mesa desde donde
hablaba, aporreando a varios alumnos que, boquiabiertos, no sintieron el
golpe. Edgar, sin inmutarse, se caló su pava blanca, y abandonó la sala...
Edgar era alto, bien parecido, serio, imponente, una joya sacrificada.
******
Desde antes de presentar los últimos exámenes finales del sexto año, por
iniciativa, creo de Pablo Cárdenas Pérez, del gran deportista del Liceo, Saúl
Peláez y el doctor Julio César Arroyabe, se empezó a promover la idea de
hacer, a pié, una excursión, que, saliendo de Medellín, fuéramos a Pereira,
Cali, Popayán (donde conoceríamos al Maestro Guillermo Valencia, para
muchos de nosotros, el mayor de los poetas Colombianos). Cruzaríamos la
cordillera Occidental por el temible Páramo de las Delicias, caeríamos por
la Plata, a Ibagué, buscaríamos la manera de llegar a Puerto Berrío, en
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Antioquia, y de allí, en el tren, llegaríamos a Medellín. Era como una
excursión tipo conquistador. Invitaron a los muchachos reconocidos como
deportistas, gente sana y con verraquera. En menos de cuatro días
estuvimos comprometidos a llevarle la cuota al comité organizador...
Entre Adán, Eva y Agrípina, me dieron la cuota, cuya cuantía no recuerdo.
El Ejército de Medellín, nos prestó morrales de campaña para que cada
excursionista, llevara sus cosas al hombro. El ejército lo hizo, porque casi
todos lo muchachos inscritos, habíamos sido entrenados por varios
instructores de ellos, quienes en un programa de conseguir la Libreta
Militar que, autorizado por el Ministro de Guerra, cumplíamos en la
Brigada... Me aparecí un día, en mí casa, con un morral de lona gruesa,
atorado de correas, para que allí acomodara todo lo que podía caber.
Acomodé todo lo que creí necesario para el viaje. Excepto un segundo par
de botas, así hubieran sido rotas. Un día, a las seis de la mañana, más de
quince estudiantes, cargando los morrales militares, partimos del patio del
Liceo, con rumbo a La Pintada. Aunque no nos llovió, las llamadas
carreteras, eran un verdadero calvario. De los buses que nos pasaban
entre gritos, confundiéndonos con el ejército, nos gritaban bestialidades.
Pablo Cárdenas, Saúl Peláez, el doctor Julio César Arroyabe y otros que no
recuerdo, nos servían de guías. Yo iba con Luis Carlos Palacios, entre la
tropa... Llegamos a Pereira en un día. Nos alojamos en algún Colegio cuyo
nombre no recuerdo. Pereira era un pueblo grande de campesinos activos,
blancos, alegres, expresivos y acogedores. Las gentes nos llenaron los
morrales de comida que nos duró hasta Cali. Lo que uno veía a lo largo de
ésas vías estrechas, por donde apenas cabían un bus de línea y nosotros
teníamos que orillar, para darle paso, eran casas de campo hermosas,
lejos de la vía; y cultivos de café y plátano y a veces, jardines florecidos...
En un día y medio llegamos a Cali. El Valle del Cauca siempre ha sido
hermoso. Para nosotros, antioqueños, que nos tocó en el reparto de las
tierras, plana apenas la palma de la mano, el paisaje del Valle, con sus
ríos azules, sus llanuras de esperanza, ésos guaduales poblados de garzas
blancas y rosadas, saltando sobre los verdes prados; las casas solariegas,
los ganados pastando en lontananza, todo, hasta el tibio aire y sus vientos,
nos cautivaron. En Cali nos alojamos en el Colegio de Santa Librada. La
ciudad era entonces pequeña, de construcciones un poco apeñuscadas,
calles estrechas y todavía ni siquiera tenía una Universidad. Lo más bello
del Valle eran sus campos. Nos decidimos por irnos a conocer el puerto de
Buenaventura. Queríamos todos conocer el Océano Pacífico. “¡Qué calor.
Qué horror. Qué hedor!”. Como dizque exclamó un pastuso, cuando fue al
puerto en luna de miel... En un barco destartalado y lento nos fuimos
hasta La Bocana. Un arrimo al mar, de playas pantanosas, lodosas y
sucias. Allí, por poco me ahogo. Conversando con Hernando Santamaría,
uno de mis amigos más queridos, nos fuimos lentamente acercando al
mar. Hablábamos. De pronto, me hundí en el agua. Como nunca aprendí a
nadar, chapucié en lo profundo. Hernando me sacó halándome del cabello.
Y yo, muerto de miedo, le dí gracias a Dios, a la estatura considerable de
Hernando, y a mi abundante cabello...
62
Recuérdese que el entrenador de fútbol, Leo Chesterfield me decía “señor
pelo”.
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65
V
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67
Muchos estudiantes, naturalmente inteligentes, se hundieron en ese mar
de casos particulares...
68
En ese primer año, invitaron también, al eminente profesor de bioquímica
de la Facultad de Medicina, el Doctor Jesús Peláez Botero, a que nos diera
un curso introductorio de Bioquímica del metabolismo. Era un Señor
trigueño, pálido, serio, elegante, vestía casi siempre de terno azul oscuro, y
nos trataba con tanto respeto, que obligaba nuestro respeto también. Se
sentaba en su silla. Aunque llevaba siempre un texto grueso, nunca lo
abría. Se frotaba la frente frecuentemente, como si sufriera dolor de
cabeza, y empezaba a exponer sus ideas. Era claro en sus conceptos, pero
nosotros no entendíamos nada. Porque su curso era, y estaba orientado, a
muchachos de medicina, que sabían biología, fisiología, química orgánica
de azucares y como era obvio que nosotros, apenas bachilleres, de éso, de
la dextrorotación, apenas medio comprendíamos el término, el curso, lo
ganaron algunos, y a los otros nos lo regalaron.
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Al término de ése año de 1943, la mayoría de los alumnos del primer año
de Química, llevaban perdido el año. El grupo inicial era de 45 alumnos, y
aparte de unos pocos que ya habían desertado, los otros, unos pocos,
esperaron al año siguiente para intentar las habilitaciones. Era natural.
Muchos alumnos habían llegado tarde a la Escuela, eran muchachos sin
una vocación definida. Habían aprovechando la oportunidad de iniciar una
carrera en cualquier Facultad de la Universidad que les diera ésa
oportunidad. Pero, ni les gustaba la química, ni tenían gusto por la
matemática; eran de otras ciudades y sabían que vinculándose a la
Universidad de Antioquia podían aspirar a otras carreras, etc. Así que
cuando el año terminó, apenas doce o quince queríamos seguir. El resto,
se confundió en ese mundo de los jóvenes donde nunca los volví a ver.
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Por éso, cuando Quique apareció en Bello, y casi toda la familia Ceballos
Ríos se había extinguido en Amalfi, quedando apenas, una hija natural del
hijo mayor de los abuelos, es decir, el último de los hermanos, de Agripina,
Toño Ceballos; mi madre ni se alegró ni se conmovió, simplemente, le abrió
un espacio, mientras se instalaba a trabajar en Bello... (Ven ustedes,
porque detesto a los genealogistas?)
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73
Cuando avanzaba el segundo año, y todos disfrutábamos de ese ambiente
de estudio que nos cautivaba, vino la noticia de que el Doctor Alfredo
Restrepo, nuestro flamante director, había renunciado a su cargo y que el
nuevo director sería el Doctor Antonio Durán, de quien sabíamos que era
profesor de química en la Escuela de Minas. Él ofrecía también Química
General, y como yo había aprobado bien ésa materia con Restrepo, no tuve
después la oportunidad de ser su discípulo. Algunos muchachos amigos
míos que estudiaban en la Escuela de Minas, me decían que era muy
exigente, pero también olvidadizo, que tenía días, en que el calcio tenía,
unas veces dos valencias y otros días, una. ¡Así que inventó el ion
calcioso!. Pero, por lo que a mí toca, siempre me trató con amabilidad y
simpatía. Era un hombre trigueño, más bien grueso, activo, sencillo y
buen organizador. Fue el director de la escuela por varios años y cuando
yo me separé de élla, siendo profesor, aún era su Decano. Al Doctor
Restrepo lo perdí de vista cuando aceptó ser director de una fábrica de
cemento, en el Brasil, y apenas, ocasionalmente, volví a verlo.
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Otro profesor que llegó ese año también, fue el químico Raúl Gualteros.
Era realmente doctorado de la Universidad de Lobaina, en síntesis
orgánica. Alto, con la cabeza ligeramente inclinada y un tic nervioso
consistente en llevarse a cada momento el índice de la mano derecha
extendido, a la parte posterior del cuello, como si le estuviera picando
siempre una avispa. Nos atormentó con las reacciones de Grignard, hasta
que nos supieron a cacho. Escribía con una bonita letra en el tablero.
Dibujaba muy bien los hexágonos del benceno, y golpeaba el tablero con
su índice extendido, el mismo que se llevaba al cuello, recalcando las
condiciones de la reacción o los catalizadores usados. Serio con los
estudiantes, imponía con su sola presencia respeto y disciplina, pero era
atento, respondiendo con gusto a las preguntas.
75
Creo que fue hacia el final del año, cuando llegó a la Facultad, el Doctor
Luis Pérez Medina. De mediana estatura, más bien pequeño.
Elegantemente vestido. Pálido. Bien afeitado. Serio. Doctor de la
Universidad alemana de Gotinga. Allá recibió su Doktor con K, en síntesis
orgánica. Pasó a los Estado Unidos de Norte América, a la Universidad de
Wisconsin, y también recibió allí, su PhD. Una autoridad en química
orgánica. Huilense, pero ya sin acento. Culto, amable, de un don de gentes
que nos fascinó, y sus clases, un modelo de órden, claridad, amenidad, de
un humor incomparable. Fué el primer investigador en química que
tuvimos en la Facultad. Al Doctor Pérez Medina le tocó ver las olimpiadas
mundiales de 1936 en Alemania, y nos contó que la delegación
Colombiana, que él fue a saludar, “eran unos negritos flacos, que no
ganaron ni una medalla. En lugar de enviar a unos mocetones bien
plantados, altos, así no hubieran, tampoco, ganado ningún trofeo”.
Seguíamos, claro esta, en la Segunda Guerra Mundial. El nunca dió signos
de ser Nazista, pero como “el que entre la miel anda, algo se le pega”, como
dice el refrán, debió sufrir el impacto de la propaganda y de los desfiles de
los jóvenes alemanes, ellos sí altos, rubios y engreídos, quienes, a su vez,
fueron avergonzados ante el mundo por el negro J. Owens, de EE UU.
¡Cosas de los tiempos!... El doctor Pérez fue uno de mis primeros socios,
en una compañía de fabricación de gelatina comestible que tuve el honor
de promover, en mi primera aventura industrial, unos cuatro años
después de haberme graduado de ingeniero químico. “Fábrica Nacional de
Gelatina” se llamó: “Fanagel”.
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VI
Aunque mi vida personal y familiar había mejorado un poco, no solamente
a causa de mi corto salario como instructor en la Facultad, sino también
porque mi hermana Eva, había logrado conseguir un modesto puesto en el
Municipio de Medellín, como secretaria en alguna de las dependencias de
las Empresas Públicas Municipales; Adán, seguía trabajando en alguna
pequeña empresa de carácter comercial y seguía, para su gusto solamente,
tocando su lira, su guitarra y soplando su dulzina. Jóse y mi madre, al
frente del hogar. Nos habíamos cambiado de casa. Hacia 1948 vivíamos en
un lejano barrio de nombre San Javier, en La América, un barrio popular
de Medellín. Allí tenía mi alcoba independiente, que por razones de mi
oficio e indeficiente afición a la lectura, fui llenando de libros.
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Tuve para prepararme, las vacaciones largas entre 1947 y 1948. Cuando,
en Febrero de 1948, entré al salón de clases a ofrecer mi primer curso de
la susodicha materia, había estudiado ya, en tres libros los principios de
élla. Había estudiado en el famoso libro del profesor Samuel Glasstone,
llamado, Text-Book of Physical Chemistry, casi todo el programa. Me había
detenido a trabajar por muchos días y noches, los problemas propuestos
por el Doctor Millard en su libro respectivo. Y conocía ya bien el texto que
se había impuesto en la facultad, de Prutton y Maron, fundamental
Physical Chemistry. Creo, honestamente, que el curso fue aceptable para
mis alumnos. Así empezó mi verdadera carrera de profesor, que ejercí
durante cerca de cuarenta y dos años.
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83
En esos días recibí la respuesta a una carta que había escrito, como por
no dejar, a un anunciador de El Tiempo, en el que solicitaban, de un cierto
ingenio azucarero, a un ingeniero químico joven. En verdad, todavía no me
había decidido absolutamente, a ser, por toda la vida, un profesor
universitario. Fue sobre esa base que antes del nueve de Abril había
respondido al aviso. La fecha de la respuesta que recibí, también era
anterior al día de la tragedia. Me pagaban una entrevista en Bogotá, con
un señor de nombre Ramón Muñoz Toledo, y daban en la carta la
dirección de la oficina –Gerencia del Ingenio Central San Antonio. Puse un
telegrama al señor en mención diciéndole que viajaría a Bogotá a la
entrevista inmediatamente se calmaran los ánimos en la capital. Tuve que
leer en mi casa, por cerca de veinte días. Una mañana viajé en Scadta, la
compañía de aviación, a la capital, que en verdad, no la conocía. Había
visto en los periódicos y revistas, fotografías de ciudades Europeas
bombardeadas durante la guerra, pero tales fotografías, fuera porque
estaban situadas en otros países o porque nunca las había conocido, me
impresionaban, pero nunca me llevaron al paroxismo. Tampoco había visto
antes a Bogotá, pero al llegar a ver el espectáculo de sus calles y edificios
destruidos, casas todavía humeantes, gentes aterradas como yo, algunas
llorando; niños mugrientos reburujando los escombros, y aquel
espectáculo de desolación y miseria, me detuve en una esquina y lloré en
público, sin importarme nadie en absoluto.
Me contó que por dos años fue guardia de frontera, motorizado, vigilando
una parte de una carretera entre Suiza y Francia. Que le podía dar a un
blanco móvil a ochenta metros y que en 1946 había viajado al Brasil... Fue
Felipe Dunnan el que me indujo a fumar en pipa por primera vez. Me
regaló una pipa en perfecto estado, pequeña, recta y elegante que había
sido de su abuelo, y me obsequió las primeras cargas. De esas fechas data
mi vicio de fumar en Pipa.
******
XXXX
Mis cursos en la facultad marcharon, hasta 1955, muy bien. Pero hacia el
fin de este año, una tarde, llegó a mi casa, (vivíamos entonces en la carrera
Popayán, arriba de la facultad de Medicina de la Universidad de
Antioquía), el ingeniero químico Gabriel Poveda Ramos, preguntado por
mí. Yo estaba en la facultad, y él quedó de volver más tarde. Volvió.
Conversamos. Yo no lo conocía y creo que él tampoco a mí. Me habló de la
Universidad del Valle, en Cali. La Univalle había iniciado labores, hacía en
ése momento, diez años. Pero, a pesar de su juventud, el doctor Poveda se
87
había vinculado a esa Universidad con un entusiasmo, con una fé, que me
los comunicó casi inmediatamente. Yo sentía a la vez, por la Universidad
de Antioquia, un amor, casi infinito. Lo que ella me había dado a lo largo
del bachillerato, lo que me había inculcado, lo que había aprendido en la
Facultad de ingeniería química; el orgullo que sentía por ser un egresado
suyo. Después recordé que todo lo había conseguido gratuitamente, allí,
donde lo único que me pidieron fue atención y esfuerzo mental para
aprender, y estar ahora, vinculado con éxito a ella, desde cátedras que me
honraban, y de las que nadie me estaba desplazando, ni solicitándome que
las abandonara; digo que, al escucharle a Poveda su oferta de que me
fuera a trabajar al Valle en los mismos cursos que estaba ofreciendo en la
U de A, me puso a pensar seriamente. Por supuesto, el doctor Poveda me
demostró, en ese amable diálogo que sostuvimos, que era mucho más
inteligente que yo, al lograr convencerme de mi traslado, a pesar de mi
“sentimental” resistencia. En efecto, algo como esto, me dijo: “La
Universidad de Antioquia, ciertamente, no necesita tanto de sus egresados,
por brillantes que sean, como sí los necesita otra Universidad que apenas
se inicia, en una región que, tardíamente, esta urgida por desarrollar su
educación profesional, como el Valle del Cauca. Usted, allá, será siempre
más importante que aquí. En Antioquia hay muchos hombres de
inteligencia y voluntad, en cambio el Valle, es apenas, como dijo el Poeta
Porfirio Barba Jacob, “un solar con obispo”. Nos reímos. Nos tomamos un
Whisky que le ofrecí; me contó, con ese ánimo y espíritu que comunican
más que las palabras, lo que estaba haciendo en Cali. Me habló de un
Departamento de Física y Matemáticas que estaba bregando a organizar.
Yo le dije, que como estábamos en Noviembre, le pedía plazo hasta Enero
de 1956, para responder su oferta… Nos despedímos. Me dijo a cuánto
dinero de mi salario, podía aspirar, y se marchó.
XXXX
90
Les conté que era amigo de Carlos Castro Saavedra. Que nos reuníamos en
el café La Bastilla a menudo. Que le había leído casi todos sus libros, y
que de todos, el que más me gustaba, se llamaba Fusiles y Luceros. Los
amigos de Leonidas no salían de su asombro. Esa noche, hasta más allá
de las doce leímos los poemas de Carlos y, por una noche, unimos el mar,
la poesía, y la violencia que había causado esos versos de fuego y pasión
del poeta. Con Leonidas me veía casi todos los días por las tardes, a su
regreso del trabajo. Charlábamos, y cuando supe que estaba yo pensando
en aceptar la oferta de la Universidad del Valle, me animó a que la
aceptara. Pero cuando verificó que a mí no me gustaba el trago, no
obstante que en la isla abundaba, barato, y de distintas marcas y orígenes,
creo que se desanimó un poco. En verdad, nunca he podido vivir sin un
propósito, y comprendí que no podría estar por muchos días en ese
Paraíso donde abundaban las bebidas, se tenían las comidas más
exquisitas y baratas, podía gozar del mar más maravilloso, los nativos eran
cultos, amables y respetuosos, no se escuchaban las noticias de lo
horrendos asesinatos que se sucedían en el continente, no tenía las
obligaciones que me imponía el trabajo en la Universidad y había
muchachas sencillas y cariñosas, que, sin ninguna promesa, accedían a
hacer pequeños favores con una naturalidad que me hacían pensar si en
verdad, aquel lejano lugar, no era, ciertamente, un Paraíso. Pero me
aburrí. Tal vez fuera la única persona que se aburría en el Paraíso… Pensé
mucho, por mi propia cuenta, en lo que podría ser mi vida en Cali. No
conocía propiamente la ciudad.
Los últimos dos días de mi estancia en San Andrés, los pasé casi todas las
horas en el mar y en la choza. Allí tomé la decisión de aceptarle la
propuesta al doctor Poveda. Siempre lo llamé así, aunque yo tenía ya cerca
de treinta y cuatro años y él tendría unos veinticinco. Pero mi respeto
emanaba de su prudencia, el respeto con que me trataba, su reconocida
agudeza intelectual y, por supuesto, de mi carácter tímido o acomplejado,
que había llevado de mi hogar.
XXXX
91
“Pues si el amor huyó, pues si el amor se fue…
dejemos el amor y vamos con la pena,
y abracemos la vida con ansiedad serena,
y lloremos un poco por lo que tanto fue…
Pues si el amor huyó, pues si el amor se fue…
¡Dejemos el amor y vamos con la pena…
Vayamos al Nirvana o al reino de Thulé,
y entre brumas de opio y aromas de café,
abracemos la vida con ansiedad serena!
Y lloremos un poco por lo que tanto fue…
por el amor sencillo, por la amada tan buena,
por la amada tan buena, de manos de azucena…
Corazón mentiroso ¡si siempre la amaré!”
VII
93
de levantar las piedras y de trazar caminos,
ser una fuerza viva que derriba montañas
y ser dulce, amoroso, para engendrar la vida.
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Uno de los primeros días del mes de Enero de 1956, viajamos a Cali, en
automóvil, Hernán Echeverri, Ramiro Sierra y yo, en aceptación a la
invitación que el doctor Gabriel Poveda me había hecho de vincularme
como profesor al Departamento de Física y Matemáticas, que apenas se
iniciaba en la naciente Universidad del Valle del Cauca. Univalle tenía ya
diez años fundada. Conocía por propia experiencia, las vicisitudes de la
aventura que en Colombia significan estas empresas que se empeñan en la
creación de Cultura, máxime que el Valle del Cauca había empezado tarde
y partiendo de una reconocida base agrícola, rica, pero bastante ajena a
los problemas de la educación y de la cultura superior. Esta característica
- circunstancial por lo demás – fue uno de los acicates que me llevaron a
pensar, que mi pequeña participación en el desenvolvimiento de su
Universidad, podía ser apreciada por la Comunidad. Tal fue la verdadera
razón de mi viaje. Venía yo de una Universidad vieja, histórica, que había
demostrando en muchos años de trabajo continuo, lo que la educación de
sus gentes significa en el progreso y desarrollo de una comunidad.
Reiterando, la Universidad de Antioquia y la Facultad Nacional de Minas,
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con el tiempo, fueron las responsables de ese reconocido liderazgo que
Antioquia tenía en el País… A eso viajaba yo, esa mañana de Enero,
optimista, orgulloso de llegar a ser partícipe de un desarrollo similar al de
Antioquia, trabajando en Univalle.
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Esa noche, en la cena, compartí la mesa con dos jóvenes que me acogieron
con especial simpatía. Eran antioqueños también. Hablo del doctor Alberto
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Fernández Cadavid y Alonso Restrepo, quienes no vivían en el Hotel, pero
cenaban esa noche allí. Supe que ambos eran Abogados de la U. de A.
Fernández era asesor del Municipio de Cali en la ejecución del primer
Estatuto de Valorización Municipal. Restrepo también ejercía la abogacía.
Eran graciosos, simpáticos “dicharacheros”, sobre todo el doctor
Fernández, pero a la vez, muy centrado y atildado al hablar de su
profesión; y después supe, que fue el autor del primer Estatuto de
Valorización de Cali… Su charla, hecha de espontaneidad, humor y
simpatía, me encantaron, hasta el punto de que en los días siguientes, yo
los esperaba para hacer la cena, con éllos en el Hotel… Gabriel Poveda
regresó de uno de sus viajes, creo que de Manizález, donde tenía su novia,
y, desde nuestra primera entrevista, empezó a ser ése, como “paño de
lagrimas” – como decía mi madre -, de todas mis preocupaciones.
Hablamos de orden, de disciplina de los estudiantes, del respeto al
profesor y a la Cátedra, de formación y de Cultura. Estuvo de acuerdo
conmigo. Me habló de profesores sin autoridad propia. Gentes que
compensaban su falta de carácter, como una falsa amistad y permisividad
que destruía el orden, por una falsa camaradería… Con esa charla entre
Poveda y yo, iniciamos una tertulia interminable que duró casi todo el
tiempo de muchos meses en la Universidad del Valle, y que para mí, fue
como un nuevo principio de mi trabajo de profesor.
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A principios de 1958, antes de volver a Cali, conocí a una niña que, un año
más tarde sería mi esposa. Hablo de Margarita Luján. Su dulzura, su
belleza y discreción, colmaron en pocos meses mi sueño de tener una
esposa digna… Siempre he recordado, al vivir a su lado, durante más de
cuarenta años, el principio del hermoso poema del español don José María
Gabriel y Galán: “Yo aprendí en el hogar, en qué se funda la dicha más
perfecta. Y para hacerla mía quise yo ser como mi padre era, y busqué una
mujer como mi madre, entre las hijas de mi hidalga tierra” etc. Me casé en
Medellín con Margarita Luján. Sin ostentación. Sin lujo. Sin fiesta ni
amigos. Los dos y dos testigos. Digo hoy, que la vida nos ha dado todo lo
que ella ofrece: felicidad, penas, pesares, alegrías, temores, ansiedades,
enfermedades, todo. Y, como escribió Porfirio Barba Jacob, nuestro amado
poeta: “Y nadie ha sido más feliz que yo”. Un día, pensando en nuestra
vida, le escribí a Margarita, estos sencillos versos:
A Margarita
Los muros de mi casa crecieron un poco más veloces que mis niños. Así
que cuando el Arquitecto Ivan Muñoz en 1961, me convidó a visitar la casa
en obra negra, pude hacerlo con mi familia. Llevando Margarita en sus
brazos a la niña Luz Elena. En 1962 nos pasamos a la casa terminada.
Alegría. Alegría. Solamente alegría… Y mi trabajo? Qué había de mi trabajo
en la Universidad?.
Una amigo mío Jorge Jurado Rave, razonador y sensitivo, el mismo que me
había recordado el poema Rondeles de León Degreiff, y a quién siempre le
falle, ni me despedí de él cuando me vine para Cali en 1956, ni le avisé de
mi matrimonio en 1959, me escribió, no obstante, una hermosa carta en la
que me dijo: “Aunque bien sabía que tu boda no sería como “la de
Camacho”, y siempre anónimo como te gusta ser…etc. Te envió de
presente, un precioso Quijote de Granito negro, pues él, y nadie más,
representa tu vida.
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Con el doctor Antonio Vélez Montoya, estuve muy vinculado en una
amistad sincera, de admiración mía por su inteligencia matemática;
admiré y sigo admirando, su disciplina, dedicación, y profundos
conocimientos de la matemática moderna. Un día o mejor, una noche,
mientras yo leía a uno de mis escritores favoritos, León Tolstoi tuvimos
una memorable discusión. En esos tiempos, Vélez no les daba
importancia, a los autores que yo leía. Era, en esos tiempos repito, una
admirador casi fanático de Euler, de Fermat, y de tantos otros
matemáticos de la historia. Me regañó, por consiguiente, porque a mí me
gustaban mucho Shakespeare, Tolstoi y otros de mis ídolos. –“No pierda su
tiempo, Zapata – me dijo – leyendo cuentos de esa gente”... Yo, que estaba
ya muy viejo comparado con él que era un joven que adoraba a sus genios
– le respondí: Usted, no sabe lo que dice. ¿Por qué no hace el ensayo de
leer, por ejemplo, “Julio Cesar”, de Shakespeare? -, “¡Qué vale ese señor al
lado de Newton!” – me respondió, molesto.
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A mi Padre
Negros, secos, profundos,
así eran los ojos de mi Padre
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Las fundaciones sin ánimo de lucro en Colombia, han sido, muchas veces,
fuentes de inmoralidad, pues si por delante muestran la limosna o ayuda,
por la espalda afilan las garras del león.
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Había becas de estudio a todo. Bastaba con que los candidatos fueran
muchachos sanos, que no portarán gérmenes del hambre de los trópicos.
Era suficiente. Hubo muchos viajeros lerdos, estúpidos, pero que hablaban
fluidamente el americano. Eso era lo esencial. Lo había dicho Juan Luis
Vives, en tiempos muy remotos.
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Los estudiantes que querían continuar con sus estudios, así como los
profesores que permanecimos en la Universidad, con el mismo espíritu de
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enseñar, de seguir trabajando en nuestros proyectos de investigación y de
estudio, sufrimos todos los vejámenes que unas agresivas pandillas de
gentes compuestas por estudiantes y algunos profesores, dizque de
formación Marxista. Ellos se encargaron de demostrar muchas cosas:
primero, que la Universidad del Valle, como la Entidad que era, a éllos no
les importaba. Segundo, que sus estudios mismos, eran simples pretextos
para poder impulsar la Revolución de traían de afuera. Tercero, que para
éllos, la presencia y destino del líder, era secundaria, y que lo que se les
presentara en tales circunstancias, era la ocasión, la oportunidad, de ser
ellos los precursores de la esperada revolución. Por supuesto hubo en la
Universidad varios infartos al corazón, de profesores. Una pena. Un dolor
indescriptible. Apóstoles de la ciencia y la cultura. Maestros incomparables
que sufrieron en su propio cuerpo fisuras irreparables. El hombre es
racional y sensitivo, y no hay que poner barniz en sus heridas para cubrir
su angustia.
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Cuando repaso mentalmente cuántas cosas útiles para mi trabajo, para la
Univalle, para mis hijos y familia etc., hice en la década de 1960 al 1970,
me admiro de cómo es de larga la vida, ciertamente, cuando uno se aplica
a vivirla, con fe y entusiasmo. En ése período profundicé, por mi propia
cuenta en la teoría de la investigación científica. Leí y releí, libros como,
“An Introduction of Scientífic Research” del E. Brght Wilson, Jr.; el clásico
libro de Norman Robert Cambell, “Founddations of science”. The
philosophy of theor and experimente, etc. En ellos comprendí – creo yo -,
los fundamentos de la investigación científica. Adoptamos el método que
practicaban los profesores de la Facultad de Medicina, en el cual
analizaban artículos clásicos de investigación, y también artículos
recientes, publicados en los Journals, ellos en sus campos, pero nosotros,
en nuestros campos: Journal of physical Chemistry, J. Of Chemical
Education, etc. Así, nos fuimos aproximando a ese mundo maravilloso de
la Investigación científica y tecnológica.
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Después de 1970, la Universidad del Valle, fue dirigida por varias personas
durante el largo periodo de su crisis. El suceso del doctor Alfonso Ocampo
Londoño, fue un joven economista del Valle, sacado de sus asuntos de
Bogota, donde residía, y a quien le correspondió obedecer las disposiciones
de las autoridades del Departamento del Valle, para sancionar a aquellos
profesores y estudiantes que fueron señalados por las autoridades como
los responsables de la huelga y movimientos que dieron el traste con la
Rectoría del doctor Ocampo y sus consecuencias. Mirando, el doctor Hugo
Restrepo, el Rector encargado de quien estoy hablando, la galería de
retratos de Rectores que adorna la sala de sesiones del Consejo
Académico, de la Universidad, me dijo un día: “Y saber que yo no alcancé
en mi rectoría, ni siquiera el honor de una acuarela”. El doctor Restrepo,
cumplió fielmente las encomiendas recibidas que hizo Mutis por el foro. La
Rectoría del doctor Alberto León Betancourt, si fue en propiedad. El doctor
Alberto León fue un ingeniero civil de la Universidad Nacional de Bogotá .
PHD de los EE.UU. Una autoridad en sistemas. Había sido servidor de la
Univalle como Decano de la Facultad de la Ingeniería. Autor de varios
libros y de muchos estudios sobre temas de su campo. Hombre amable,
accesible, enamorado de la educación y de la academia, simpático y buena
vida, sin nunca olvidarse de sus altas disciplinas científicas y matemáticas
y, especialmente, de la computación: el introdujo la computación a la
Universidad y, en ese campo, se movía como pez en el agua. Nombro como
Decano de Estudios de la Universidad, al Doctor Francisco Gensini Fosi,
ya mencionado en estas notas. El doctor Gensini había recibido su PHD en
la Universidad Cornell de EE.UU, con las mayores distinciones... Dentro
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de lo que permitían hacer los estudiantes de izquierda que se habían
propuesto deformar la Universidad y prepararla para la Revolución, la
administración de los doctores León Betancourt – Gensini Fosi, fue, el
primer intento serio por rescatar la Universidad de esa jauría que se había
apoderado de ella.
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Volvía mis clases normales. Había pensado que ese año de duro trabajo
mío, a favor de los estudiantes, quizás, había demostrado cuánto quería yo
mi trabajo. Pero sucedió que mis jóvenes enemigos no habían cambiado
nada. Ni ellos, en ese período, habían propuesto nuevas iniciativas, ni los
cursos eran mejores que los que yo había ofrecido. Ni había mejorado las
prácticas de laboratorios, en cambio, continuaban haciendo lo mismo: una
rutina y hablando mal de todos los ingenieros químicos que, por las
circunstancias, habíamos iniciado y desarrollado el departamento.
Encontré que el doctor Edgar Mutina, el profesor que había iniciado la
enseñanza de la química inorgánica estructural, se había pensionado,
abandonando el departamento sin pena ni gloria, y con una ridícula
pensión. La doctora Nelly de Palacios, la persona que le había enseñado
química analítica a todos los químicos e ingenieros químicos, no se había
retirado, pero llevaba una vida aislada, refugiada en su oficina,
cumpliendo, resignadamente, con sus clases... Pensé en la mística, la
dedicación tenaz y animosa, no era suficiente en el departamento, para
convencer a los sabios graduados en el exterior de que nuestro trabajo era
honesto. Resolví pensionarme. Lo hice a principio de 1977. Me sentí libre,
con ánimos, y, como en otras ocasiones, me puse a pensar en lo que podía
hacer. Volví a pensar en la pequeña industria.
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El Ultimo acto a que asistí con Escobar Navia fue una noche en la que me
ofreció un pequeño premio que me había sido concedido por un jurado que
califico algunos trabajos de investigación, que habíamos presentado a un
concurso auspiciado por la compañía, Expreso Palmira, con motivo de sus
veinticinco años de actividades. El premio, esa noche, lo ofrecieron los
doctores Escobar Navia, como Rector. El doctor Emilio Aljure, como
Presidente del Jurado califacador, el representante de la empresa y el
Decano de la Facultad de Ciencias, doctor Jairo Alvarez, PHD. Esa noche,
como siempre, hablamos de la Universidad, de mi investigación, que fue
una serie de experimentos sobre la tierra diatomáceas del norte del Valle
del Cauca, su uso e importancia y el doctor Escobar, me ofreció el titulo de
Profesor Honorario. El doctor Escobar Navia murió, en 1978.
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Madre: ¿Qué voces de sacuden en tus largos silencios?. ¿Háblas con Dios?
¿Reniegas de la vida? Tu me enseñaste que todos los que reniegan,
invocan al demonio. No creo que lo hagas. Tu rosario nocturno, tus
plegarias, las oraciones que hablan por nuestro pueblo, pobre,
abandonado y triste, no pueden ser reniegos: son voces de esperanza.
Descansa en paz Madre, deja que el cielo todo te penetre, que la vida es
así, como tu vida: deberes, trabajos interminables, débiles ilusiones, y
dolor incansable. Algún día, Madre yo estaré a tu lado. Hablaremos de
todo lo hermoso de la vida: del amor, de las flores, de tus ojos alegres con
que me despertabas, de la esperanza, cierta, de que aún te quiero, y
sabrás que te quise, a pesar de las horas que estuve separado.
Recuérdame, Madre y vive siempre en mi...
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A mi Madre
Pequeñita, risueña y
agorera era mi Madre
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Durante esos diez años, hice, en verdad, muchas cosas. Ayude a realizar,
con colegas tan eficientes y bien preparados como el doctor Jaime
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Jaramillo, un adelantado ingeniero químico de la Universidad Industrial de
Santander; con el doctor Alfonso Manrique, ingeniero químico de Univalle
y Master de los EE.UU., además de especialista de la Universidad de
Holanda; con el profesor doctor Oscar Vergara, un clásico maestro de la
ingeniería química de Univalle, y con la tecnóloga química de Univalle,
señora Gloria Lasso de Fernández, etc. desarrollamos más de quince
investigaciones, con alumnos de Ingeniería química, cuyos resultados
adornan mi biblioteca personal, sirviendo, a su vez, de modelos para
posteriores investigaciones y trabajos básicos, con posibles desarrollos
industriales. Fue un trabajo intenso. Cada tesis terminada, cada grado
obtenido por los alumnos, era como un paso delante de todo nuestro
esfuerzo. Solicitamos ayudas a Colciencias y ellos apoyaron muchos de los
proyectos. Ello nos permitió conseguir equipos más modernos. Dotar mejor
nuestro laboratorio de Procesos. Y doña Gloria Lasso, parecía no poder con
la carga de proyectos, en sus ayudas con los instrumentos: cromatografía
de gases. Espectrometría de Infrarrojo, visible y ultra violeta.
Cromatografías de Columna. Potenciometría. Tratamientos térmicos.
Espectometría de absorción atómica, centrifugación, etc. Fueron diez años
en que trabajamos como enamorados de todas las cosas.
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A. Zapata C.
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Contracarátula del libro
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ANGEL ZAPATA CEBALLOS (Junio 1921- 19 de Junio 2009)
Fotografía (Abril 2007): María Isabel Casas de NTC …
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