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Teódulo López Meléndez

EN AGONÍA

A Eva Feld
Nadie ha escrito, inventado, pintado o
esculpido nada, como no sea, de hecho,
para salir del infierno

Antonin Artaud

¡Tiene que haber una salida! Y


en efecto la hay, pero en otro plano, el de lo irreal

Mircea Eliade

Jacob Karpovic estaba vivo;


para él los acontecimientos
no existían

Boris Pilniak

PRIMERA PARTE

HELO AQUÍ

“Mirad, se inicia un nuevo siglo, un siglo llamado de hierro por razón de su dureza
nefasta, de plomo, por razón de la maldad difusa y tenebroso por la falta de autores...”
Está en la pared del estudio lo dicho por el Cardenal Boronius en Annales Ecclesiastici.
Además están aquí “Desnudo con frutas y flores”, de Reverón; “Después del baño”, de
Renoir; y “Desnudo gris”, de Matisse. Eso evidenció, y se dejó caer sobre el sofá como si
hubiese concluido la verificación del mundo. El cuello le molestaba. Desde hacía tres
meses le molestaba, pero no tenía la voluntad para llamar al instructor que en otras
ocasiones le había atendido su maltrecha columna. De manera instintiva realizó el ejercicio
de llevar la barbilla alternativamente sobre los hombros. La molestia le enervaba y
deprimía, pero la atesoraba quizás como una muestra del irremediable desgaste. El siglo
comenzaba y él no avanzaría demasiado en su precurso. ¿Comenzaba? ¿Qué comenzaba?
En realidad la mediocridad se hacía cada vez más asfixiante. Frente a sus ojos estaba la
sentencia. ¿Comenzaba? La palabra escrita era suficiente, como de costumbre, como desde
los lejanos tiempos en que se descubrió escribiendo un artículo de prensa para el pequeño
periódico local de su pueblo. Se imaginó como signo y sonrió ante las posibilidades.
Definitivamente no le gustaba uno de interrogación, no él, que ya no tenía nada que
preguntarse. Vio una página en blanco dejada sobre el sofá, una de donde había escapado
toda impresión y una alba leche se extendía como en los poemas que había escrito semanas
atrás. ¿Comenzaba? El marcaje del tiempo era un solaz humano. Aún en sus oídos los
ruidos disparatados de las celebraciones. Aún en sus ojos las manipulaciones

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massmediáticas. “Mierda, –dijo en voz alta- a mí qué me importa el número atribuible a
éste mi momento”. La interjección para nadie, pues Tiago no estaba en los alrededores, le
tranquilizó. Se encaminó al refrigerador. Se sirvió un vodka, exprimió medio limón viendo
como los gajos se extendían sobre el hielo y se dijo que había escrito una palabra cítrica.
¿Comenzaba? A mí me consta que Leonardo no comenzaba ni nada a su alrededor
comenzaba. Puedo asegurar que su memoria estaba colmada y, en consecuencia, se había
detenido. Jugaba con la servilleta empapada que rodeaba su vaso de vodka, mientras las
gotas de la condensación caían parsimoniosas sobre sus piernas velludas. Se rascó la barba
con saña, como si pretendiese desprender la caspa y las bolillas de comida y podría
aventurarme a asegurar que debajo del pelambre su piel estaba inusitadamente roja, como si
se hubiese empeñado en trazar pequeñas veredas sobre el mapa de la piel.
Puedo estar de acuerdo con usted en que la decisión sobre los cuadros fue arbitraria, sólo
que yo entiendo tal arbitrariedad como un derecho natural. Es más, en su momento discutí
la lista con él, lo confieso. Incluso acepto que lo influencié. Él y yo nos parecemos, qué
quiere que le haga. No tuvimos, por ejemplo, ninguna discusión sobre Picasso y Matisse. Si
él se decidió por el “Desnudo gris” es porque ambos tenemos preferencia por la manera en
que el último manejó el desnudo femenino y ese cuadro en particular se lo señalé y él
estuvo de acuerdo, decisión en la que tuvo ingerencia la ciudad y el museo donde el cuadro
reposa. Leonardo y yo nos parecemos. ¿Comenzaba? No sé cuanto tiempo permaneció en el
sofá, sólo que aquella pertenencia a sí mismo es importante en esta historia. Allí estuvo un
rato largo, levantándose sólo para servirse de la botella de vodka. Durante aquel lapso sólo
pronunció improperios. “Este país está hecho una mierda”, para muestra, manifestando así
su desarraigo total, su desvinculación afectiva indiscutible con un país donde ni siquiera
había ya autores, como bien lo sentenció, para otro tiempo, el Cardenal Boronius. Leonardo
y yo nos parecemos. No, no comenzaba nada, ni siglo ni milenio. El mundo había
terminado en algún punto indefinido. Precisarlo era una absoluta sandez, especialmente
para Leonardo, conocedor como el que más de las necedades humanas. En alguna ocasión
me había dicho de la estupidez científica de atribuirle al big bang el inicio, cuando en
realidad había sido el fin. No necesité interrogarlo, pues de inmediato me explicó que tal
hipótesis, reducida a lo onopatopéyico, era el fin, pues había terminado la concentración de
lo único. Si bien era un científico notable nadie puede negar que filosofaba por igual en
aquellos estoraques que dejaba filtrar en su computadora con precisión lingüística
envidiable. Había desarrollado una tesis sobre la relatividad y la cuántica y se obstinaba en
guardarla. Sentía un gran desprecio por la prensa y por las revistas. Por las científicas y las
literarias, sin distingo. Que ya no había periodistas, argumentaba, que los editores sólo se
dedicaban a publicar autorcillos detestables que escribían con un siglo de retardo, repetía.
Yo me parezco mucho a Leonardo. ¿Comenzaba? La mediocridad, la oscuridad y la
inclinación a esperpentizar no eran agobio exclusivo para este hombre en este momento.
Mucho otros habían experimentado tales sentimientos, si la palabra es correcta, ante las
debacles de la inteligencia, sólo que luego se habían producido auténticos renacimientos.
Ahora no, ahora la ciencia nos llevaba hacia la dejadez de lo humano. La evolución había
terminado y el cambio hacia el defecto era patético. ¿Comenzaba? No le hacía gracia ser
recordado por máquinas con brazos y mucho menos con hígados mecánicos. Para él los
hígados se destruían a fuerza de vodka y bajo decisión soberana. Jamás estuve en
desacuerdo. Creo que estaba cansado de dar aportes, de descubrir, de inventar. No obstante,
su amor por la palabra se mantenía, no para el propósito de comunicar, sino para el de
internarse. “Los terceros son muy desagradables”, decía con frecuencia y nunca me di por

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aludido, pues yo era él. “Recuerda los temores del poeta Pessoa a ser entendido”,
argumentaba. Yo estaba de acuerdo, pues conocía a ese poeta. En alguna ocasión,
memorable para mí, echó mano de un legajo donde se amontaban docenas de poemas y me
lo entregó como si de consignar una prueba en un tribunal se tratase. Los leí bajo la
absoluta convicción de ser un privilegiado, porque Leonardo me los había confiado y
porque los entendía, pero también porque confirmé que me parecía a Leonardo y no a los
terceros. No por ello me he convertido en un vanidoso, pero sí cada vez más en ermitaño.
Cuando uno entiende debe aislarse a toda prisa, para evitar una irritación de ánimo
permanente en los ajenos, claro está; para evitar que el desprecio lo domine a uno, claro
está; para evitar el dedo acusador de los terceros, claro está. Así, resultaba molesto para
Leonardo dar al conocimiento público la tesis que resolvía las contradicciones entre
relatividad y cuántica. Me imagino las interminables conferencias a las que hubiese sido
invitado para dar espacio, no a la tesis, sino a la caterva de estúpidos interesados en
contradecirle. Le hubieran dicho loco, por centésima vez, claro está, y él hubiese recurrido
a una de sus frases preferidas. Vamos, me refiero a su estandarte, aquélla de...”váyanse al
mismísimo carajo”. Yo nunca discrepé de Leonardo. No era un iconoclasta ni un
pendenciero capaz de negar su aporte, pero todo debía quedar preferiblemente para después
de la muerte.
Movió la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha. La molestia era insoportable.
Puede que haya pensado en mí; es, al menos, lo que quiero creer. Admito, no obstante, que
me estoy convirtiendo en una interferencia inaceptable. Debo discretamente apartarme y
que él se manifieste. ¿Comenzaba? Leonardo fijó su vista en el vacío. Su propia vida
obviamente había tenido un inicio, lo que le impelía a dejarla terminar. No era una abrupta
decisión suya lo que podía determinarlo, pero su cansancio ayudaría, su dejadez sobre el
sofá contribuiría a una marcha rápida. Atrás quedaría la vida con sus logros portentosos,
aunque buena parte de ellos serían apenas atisbados mucho después de su partida. Las
pocas mujeres que se atrevieron a engullirse aquella humanidad desconcertante, las
atribulaciones indeseadas de la detestable vida política de su tiempo, la intrascendente
banalidad humana llamada historia, todo atrás, como un fardo inútil, como una pesada
carga que se encargó de reducir el tiempo del verdadero vivir. Se sentía fuerte para su edad,
pero ya sabía demasiado.
-- Tiago - dijo volteándose lentamente hacia su asistente que entraba proveniente del
mercado - parece que para los escritores el mundo siempre está acabándose.
El asistente se acercó al maestro mirándole el rostro y vio miles de rostros en la piel
curtida.

Un punto impreciso la corriente, abajo, lejana e inexacta. Una superficie distorsionada a


recuadros por un zoom. Una mancha de espumas encarrilada por las paredes laterales. Una
frágil riada paralizada por la velocidad. La realidad seguía su marcha ajena a las
definiciones. Llamarla humana hubiese sido reiterar el error. Transcurría sobre la redondez
del planeta sólo influenciada por el horario, uniforme, parda, definida en la intrascendencia
de las angustias solitarias y en la identificación con los trayectos obligatorios. Algunos
saltos semejaban burbujas que, como todas, estallaban reincorporándose a la materia que en
un momento de exhalación las había conformado como testimonio de existencia. Chato el
movimiento, terca la repetición, persistente la rueda cansina. Aburrimiento. Se veía el
propósito de insistir como una máquina fotocopiadora incesante que reproduce hasta el
agotamiento. Hasta que los líquidos circulantes se agoten, hasta que el material desista

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harto de ser engullido en una trascripción agotadora archiconocida. Aceptar parecía la
consigna en la informidad de abajo. “Repitámonos, repitámonos”, podrían haber gritado sin
producir ninguna sorpresa. ¿A quién sorpresa? ¿Acaso a quien miraba desde arriba por no
tener en aquel momento ocupación más importante? ¿O a ellos mismos? A ellos mismos
nunca, pues ser sorprendidos no querían. Al de arriba ya nada podía admirarlo, nada de las
definiciones de lo definido podía ingresarle un destello en la mirada lánguida. Las
variaciones eran sólo el resultado del desconocimiento que algunos podrían tener de lo
sucedido en otros. Ignorancia, extravío, aplastamiento, constituían el transcurrir. El de
arriba lo sabía, aquellos que conformaban el movimiento uniforme sólo conocían de las
perversidades cotidianas, de la rehechura del grumo, del viejo reloj que se levantaba y se
apagaba. Banalidades que se alzaban como torres a alcanzar veían en los laterales y en
lontananza, estalactitas que de tocarse se harían pegajosas y sostendrían los dedos
arrancados de lo ominoso que soñaban dejar sin ni siquiera darse cuenta que el espejismo
era su norte. Los dedos se pegan y arrastran al resto del cuerpo. Puede que el artefacto
pegajoso cobre su cuota arrancando la piel de los dedos. No puede descoyuntar lo vano,
limpiar la contextura, arreglar la composición química del conjunto, producir elevamientos
insospechados en las calles con sus grandes pantallas a lo lejos. La hipnosis es rectangular y
emite quejidos lastimeros. Es un ojo grande que todo lo ve y obliga a reproducir su visión
unilateral, una multiplicada en los pequeños ojos que si alguna pretensión tienen es
marchar hacia él, acercársele, parecérsele, abrazar las venas que lo irrigan y tal vez, si la
suerte y las leyes del mercado ayudan, clavarle los dientecillos en la pulpa blanca hasta que
él se permita un giro y lo reconozca. Oh, éxito, el gran ojo ha asumido a algunos de la
mancha que ahora tienen derecho a ser burbujas. Revientan aquí y allá. Tienden a
sobrevivir como un defecto los paseantes de la larga vía. El ojo totalizador les demuestra
que han dejado de ser cosa nombrable, que sólo son unas identidades débiles que se
refugian abandonado todo protagonismo. Huele a decadencia, es decadencia, lo que transita
mansamente ante el ojo. Van autosatisfechos en la mediocridad. Están abaratados. Se ven
firmes, decididos, fuertes en su paso por la vía enmarcada por las dos hileras de
construcciones y hablan, gritan, se manifiestan, pero están abaratados y la algarabía es la
prueba. Son unos estupefactos mamarrachos, saben que no pueden irse, son prisioneros
incapaces de un suicidio colectivo ordenado, programado, decente. Viven en una euforia
presuicida. La decadencia es gradual, la asumen como vivir, en deslizarse han convertido
la vida. Allí van, destinados a convertirse en engranaje de piezas de metal y plástico. Cada
uno es un átomo indeciso y enloquecido dentro de la trampa que el ojo ve, omnipresente,
poderoso, dominador. Es una trampa la que circula allá abajo. Tiene ruedas, la rueda la han
concebido para un deslizamiento que creen controlar, pero la rueda no es más que un
inventario. El ojo entusiasma, aletea, droga. Es el orden falsificado, la alteración que
regresa la quimérica participación en una integridad inexistente. Prosaicos, sin sentido,
zumban en las aglomeraciones que han edificado. Ya no son albergues de sí mismos, la
inconsistencia se ve en el caos que son, uno enloquecido donde está excluida toda voz que
no sea la del ojo. Son víctimas, ¿de qué otra manera llamarlos?, del éxtasis de la separación.
No hay nada que establezca hilos entre los átomos embriagados a no ser el fetichismo. Los
estímulos son a la inexistencia. Carecen de toda articulación, a no ser la de mantenerse
vivos, y con ella basta, pues creen haber confundido a la poderosa nada. Uno a uno se
evitan. No hay electricidad capaz de devolver el anhelo. Lo oscuro se nutre de penes y
vulvas, la dicha del coito, la dicha del objeto, la dicha de no tener luz. Sonambulismo. ¿Qué
puede salir de quienes caminan dormidos? La confusión, la dejadez del todo irresuelto, una

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extraordinaria desbandada donde lo primero que caerá abandonado será todo sentido de lo
humano.

Leonardo quita la mirada de la ventana. Mira a Tiago afanado en la computadora y con


un murmullo apenas audible le ordena responder que no a todas las solicitudes. El asistente
conoce perfectamente todas las excusas y sabe administrarlas. Tiene un sentido de la
oportunidad y de la elegancia que levanta la burla de Leonardo, ajeno a toda consideración
de etiqueta, pero también una escondida admiración por la habilidad de aquel hombre para
zafarlo de asistencias desagradables a congresos, conferencias y encuentros indeseables. Le
divierte oírle respondiendo el teléfono e inventar enfermedades, molestias pasajeras o arduo
trabajo. Tiago tiene una diversidad impresionante de textos para responder los correos
electrónicos y una habilidad innata para entender los deseos de su patrón. Es un fiel
servidor que le mantiene aislado y, al mismo tiempo, permea información sobre lo que el
mundo exterior pretende. Sabe que cuando Leonardo trata de levantarse no debe ayudarlo.
Sabe que lo conseguirá al tercer o cuarto intento. Conoce los colores de las venas de su
nariz y por ellas determina humores y estados de ánimo. Tiago no habla casi y ello aumenta
la estima de Leonardo. Es alto, semicalvo, culto y discreto. A mí mismo, en un portugués
gutural, su lengua materna, me ha ofrecido, otras veces en perfecto francés, información
valiosa sobre ediciones raras y novedades que sabía me interesarían. Yo también le tengo
absoluta confianza y siempre le autorizo a proveerme de lecturas. Leonardo jamás hizo
comentario alguno sobre su amaneramiento. Leonardo no se ocupaba de esas nimiedades.
Yo tampoco. Le debo la totalidad de la obra de Pessoa, el conocimiento de la historia
cultural de Portugal en la palabra escrita de António José Saraiva, páginas inmejorables de
Fernando Namora, Lobo Antunes y José Cardoso Pires, entre otros de su tierra. Rara vez
marchaba de vacaciones a su Lisboa natal, pero, cuando lo hacía, visitaba las librerías
viejas del Chiado en procura de algún incunable para traérmelo. No había humor en nuestra
relación, pero cuando se presentaba con sus tesoros galos, amén de agradecérselo, le
recordaba el viejo fado “...Lisboa não sejas francesa...” y él sonreía acompañándose con
una leve inclinación. Hasta allí llegaba cualquier cordialidad. Se retiraba casi de espaldas a
cumplir con sus deberes para con Leonardo y yo recordaba que era una impertinencia
introducirme en el texto.
Leonardo mira de nuevo los cristales empañados y ya no ve. La lluvia es intensa, cae a
borbotones inundándolo todo. La locura del clima ha llegado al paroxismo. Los incidentes
en la autopista se han multiplicado en las últimas semanas. Las quebradas se desbordan y
arrastran a los automóviles. Sólo aquí se puede morir ahogado en una autopista urbana. No
es necesario encender la televisión o la radio para enterarse de lo que sucede. Los
acontecimientos parecen colarse, independientes y poderosos, por los intersticios de los
ventanales que dan al valle. Ni siquiera el aislamiento impide que el marasmo se hinque
como una cuña en el aislamiento. La defensa consiste en resumirlos al desván. El
observatorio permite una visión amplia. Es un penthouse y desde allí puede verse como la
lluvia escoge su sitio predilecto de la montaña para depositar la carga y como el
hormiguero se mueve a la desbandada. A veces el viento hace temer una fractura de los
vidrios y una invasión de la montaña. Ya sucedió en una ocasión y el exterior pareció tomar
venganza introduciéndose hasta Leonardo y Tiago, empapándolos, llenándoles de ciudad y
dejando los muebles con el caos aposentado dentro. Leonardo permaneció impávido frente
a la invasión, inmóvil a pesar de la tormenta que tomaba venganza. Un día duró la
restauración, con obreros hacendosos recolocando los cristales y reconstruyendo los marcos

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de aluminio. Ahora mismo los nubarrones vienen del este y se sienta en la misma butaca
convencido de que la inconexión se mantendrá. Tiago no muestra preocupación alguna.
Confía en que el cerrojo esta vez no cederá. El estudio está situado a un costado. Una
pérgola lo protege. Matisse, Reverón, Renoir, el letrero con las palabras del Cardenal
Boronius. Seguramente las escribió bajo un aguacero, cuando los rayos cruzaban las puertas
y ventanas de su palacio y la antorcha que le iluminaba se batía queriendo asimilar las
gruesas paredes a su particular manera de incentivarse el pensamiento. La tormenta es
implacable y los temores de nuevos deslaves rondan la ciudad. Huele en el ozono el peligro
y se pregunta si Boronius tuvo la misma sensación de desmoronamiento cuando sintió la
lluvia del siglo que le tocaba en suerte. Miró los estantes vacíos, idos los libros hacia la
Biblioteca Nacional por obra y gracia de Tiago que se ocupó de la donación y sintió el
dolor de no poder llenarlos con nuevas obras pues que merecieran tal nombre no había.
“Todo es repetición - se dijo - y cada siglo parece nacer hacia la oscuridad”. Tamborileó los
dedos sobre su grueso escritorio de caoba y vio a un hombre saliendo de la aparente
oscuridad de la placenta hacia la aparente claridad de la vida y sonrió. Era evidente que las
palabras traicionaban los sentidos y que cada cosa era lo contrario de su significante. Un
aburrimiento intenso se tradujo en bostezo y Tiago, maravilloso portugués adivinatorio, lo
rescató hacia la realidad colocando en sus manos un vodka con jugo de naranja. Tomó un
sorbo e incurrió en un desliz pocas veces repetido: ordenó al asistente servirse y colocar
música. Tiago colocó a Astor Piazzolla y esperó el comentario previsible. Llegó puntual:
“Piazzola es el mejor alumno argentino de Mozart”, comentó Leonardo y Tiago estuvo
seguro que todo andaba bien, que la vida transcurría repetitiva y lenta y que el gran nudo
gordiano del universo estaba resuelto. La escena duró horas. Describo a los dos hombres
en la repetición, desde la banalidad del maní con concha que Leonardo mascaba hasta sus
sorpresivos giros hacia la computadora para continuar el texto que permanecía en la
pantalla.

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URBEM PONERE
La falta absoluta de contradicciones entre novela y ciencia la había descubierto Leonardo
sentado en una acera o en el pretil de una ventana en el lejano pueblo de su infancia. Allí,
con Herman, el vecino, pasaba revista a los mundos interestelares hasta que la imposición
del silencio pueblerino les obligaba a reducirse a murmullo. La posibilidad de vida
extraterrena les hacía fantasear cada noche y dar por cierto que bastaban dos niños en la
semipenumbra para poblar algún lejano planeta. El poder de la imaginación era suficiente
para crear vida, la fantasía bien podría no tener comprobación fehaciente, pero todo se
explicaba en la falta de poder y de medios. Si se adquiría el conocimiento científico bien
podría ponerse al servicio de la especulación y el método experimental y demostrativo
quedaría reducido a mero auxiliar secundario de un poder superior. Desde entonces,
sintetizar, unir, resolver contrarios, fue germinación en la mente de Leonardo. No habría,
además, límites autoimpuestos. La razón pasaba a ser subsidiaria del poder creador. El
hombre llegaría a destinos lejanos y algún día alcanzaría la capacidad de merecer los
límites del universo en expansión y podría asomarse al borde y mirar en la nada verdadera,
no en ésta que los hombres llamaban tal, ese espacio situado entre cuerpos y que, en
verdad, estaba poblado por otro tipo de materia. Todo lo comprobaría luego, cuando
descubrió los huecos negros, la materia negra, el espíritu oscuro del hombre. Lo intuía
mientras constataba que Herman quedaría allí y él se elevaría hasta aquello llamado
conocimiento. Se vio aislado en un alto apartamento de una ciudad contrahecha y poco le
importó que la inutilidad de lo adquirido lo contrajese a un espacio despoblado. Leonardo
entraba en la adolescencia y se dijo que iría a visitarle aquella bailarina de mono rosado que
unos días antes lo había enamorado en la pantalla del cine. Jamás olvidó el rostro y ya con
el conocimiento a cuestas la esperaría en los días en que la tormenta y el descontrol del
tiempo le mantuviesen tamborileando con los dedos sobre su escritorio de caoba. Vendría
con sus zapatillas blancas y sus labios imitadores del sexo del universo. Ese sería su
premio, su recompensa verdadera, nada más preciado que la bailarina sin nombre para
retribuir su sapiencia. Eso pensaba el joven adolescente mientras se encaminaba hacia el
colegio caminando sobre las altas aceras que advertían al río sobre eventuales excesos. No
podía, ni siquiera con su imaginación descontrolada, llegar a sospecharse como autor de un
libro donde se alzaba como Nietzsche a levantar una lápida, a Dios aquél, al amor él. Intuía,
sin embargo, un destino. Uno ambicioso donde todo cabría, la bailarina rosada, la ciencia,
la literatura. Todo esto lo tendría, convertida la bailarina en musas fugaces, la ciencia en
conclusiones trascendentales y peligrosas, la literatura en descarnado examen de un mundo
terminal. Todo envuelto en una soledad deseada, obtenida, amada, final al final.
En el jardín de la vieja casona los gusanos verdes, parsimoniosos y oferentes. Delante el
cine y la niña convencional que le atraía y que todo lo supeditaba a un baile. Al promediar
la adolescencia el interés por los asuntos públicos, el artículo de prensa y el contacto con
las multitudes. Herman traía misteriosos artículos sobre aparecidos y alguna fotografía de
lejanos sistemas planetarios sacados de alguna enciclopedia.
-- Señor- llamó quedamente Tiago rompiendo el pedazo de recuerdo.
Leonardo continuó con los ojos fijos sobre sus dedos. “Recordar es morir”, pensó
mientras percibía al asistente esperando, sin prisa su mirada. No se sentía allí, en el estudio,
se sentía vagar en el viejo pueblo, trasladado de un medio a otro sin que hubiese terciado un
intervalo, una sensación de cambio. “Ya no soy mi casa”, se dijo absorto.

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-- ¿Recuerdas, Tiago, la frase de Jules Romains que Sartre incluye en sus “Cuadernos de
guerra?”
-- Sí, - respondió rápidamente el portugués: “Los hombres son como las abejas. Sus
productos tienen más valor que ellos”. Al menos es una de ellas- precisó el asistente.
-- Sé que vienes a informarme de la calle – dijo Leonardo moviendo la cabeza con
resignación-. Por ello te recuerdo una del propio Sartre en el mismo cuaderno: “La
destrucción se destruye a sí misma”.
¿Qué valía él frente a su obra? Nada. Era apenas un saco de huesos y piel, de cabellos
blanquecinos y de tedio. En el disco duro de la computadora, y por seguridad en un EVD,
estaba la respuesta largamente buscada, la tesis, la explicación, la posibilidad de llegar no
sólo con la palabra a aquel borde acariciado en sus poemas. En un disquete guardado en la
gaveta derecha estaban siete libros inéditos. En el estante estaban los tomos de sus obras
completas, culpa de editores apresurados que habían pensado ya no escribiría más. Ahora
era cuando, hasta el último día, que preguntaran los incrédulos sobre sus últimos diseños
para penetrar los corredores del tiempo, que se tomaran años para asimilarlos, que no
entendieran sus poemas o simplemente no se preocuparan por leerlos. Si alguien sabía de
tiempo era él que había tenido en sus manos viejos libros seguramente por nadie leídos en
su momento y que eran auténticas joyas. Habían sido escritos para que sus ojos mortecinos
descifraran entre símbolos un esfuerzo y una grandeza. Aquellos habían conseguido en él al
lector ambicionado, también sus textos conseguirían uno. Y si no lo conseguían, ¿qué
importaba? Ya nada importaba. Prefería el discreto silencio y el olvido total que la lectura
automatizada de un engendro.
-- Dime, Tiago, ¿qué le ha sucedido a la buena gente?
-- La autopista se inundó con el aguacero, arrastró más de 200 vehículos y hubo un muerto.
La cifra de homicidios de fin de semana es de 130. El dictador pronunció un discurso para
anunciar que armaba a más de 15 mil hombres. La oposición política sigue dando tumbos.
Han escogido como belleza nacional a una joven de su tierra chica. Hay tres solicitudes de
conferencias. Una revista de España reproduce un pequeño texto suyo sobre la bufonada de
un escritor que llama payasos a los demás. Revistas suecas, holandesas y francesas se
ocupan de usted. ¿Cuál desea le amplíe? - suspiró el asistente dando por terminado el
boletín de prensa.
-- ¿Hay algún conocido entre los muertos?- fue la pregunta de Leonardo.
-- No, ninguno- fue la respuesta de Tiago.
Leonardo alzó el vaso vacío. Al tenerlo de nuevo entre las manos notó que esta vez Tiago
había agregado un pedazo de concha de limón. Lo mordió levemente y asumió los
acontecimientos conforme a sus propias posibilidades. En consecuencia, le alcanzaban. De
cuando en vez soltaba una andanada por Internet con copia a varias docenas de periódicos.
Esta vez no lo haría. Había prohibido a Tiago verificar si, en efecto, alguno incluía los
artículos. Cumplía un deber elemental, creía, aunque ya había dejado atrás cualquier
expectativa sobre los posibles efectos. “Estoy de más respecto al mundo”, pensó. Ya no
tenía interés en ser comprendido por los restantes hombres y, más aún, la certeza de no
serlo. No sabía si él los comprendía, seguramente no, y menos en que momento había
perdido tal comprensión. Se había propuesto, desde los lejanos días en que edificaba la
ciudad de su infancia, adquirir una alta dignidad en el orden del ser, a existir en la mejor
medida del término y había concluido en la soledad, la única ciudad posible, la que se alza
sobre la colina del aislamiento. “Soy un habitante de lo lejano”, se dijo y su mirada, entre
penetrante y refractaria, cubrió el valle para inmediatamente refugiarse en sus dedos que

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continuaban sobre el gran escritorio produciendo apenas ruido y causando un desgaste
imperceptible en la leve capa de barniz que cubría la caoba.
Somnoliento vio piernas femeninas y comenzó a jugar con ellas. Columnas de carne
envueltas en terrones incapaces de resistir la corrupción del tiempo y del recuerdo danzaban
por voluntad de su mano izquierda. Los nombres se le asomaron entrando por la izquierda y
desapareciendo por la derecha en la pantalla de la memoria devastada. Alguna vez sobre
aquéllas había pensado edificar el palacio hincándolas en el promontorio. Ahora eran tenues
y fastidiosas imágenes que se movían con una lentitud abrumadora, pero que aún le
despertaban el deseo del sexo. Una a una fueron desfilando, con olores propios y tintes de
cabello diversos. Los nombres, uno tras otro, en estricto orden cronológico, producían un
efecto extraño y las letras de todos ellos se fueron amalgamando en un círculo que se
distorsionaba por efecto del recuerdo. Construyeron un idioma no actual, uno perdido en el
tiempo. Leonardo pensó que podía ser arameo, pero concluyó que era una observación
arbitraria y que quizás estaba buscando una mujer suave perdida en la historia en lugar de
interpretar el estado previo al sueño. Si iba tan atrás por algo sería y concluyó en su
sempiterna tendencia a sumergirse. Se quedó allí, fijo en el centro del círculo que no podía
ser llamado mandala sino sexo aunque no se distorsionara hacia labios verticales. Buscó
vencerse y vio como las palabras se espantaban tal cual como hacen las palomas ante una
arremetida. Logró, no obstante, asomarse y comprobó que detrás sólo había silencio. Ya lo
sabía, ya había escrito muchos poemas describiendo aquel sitio, aquel sitio estaba allí y
podía ser llamado como cada cual quisiera, nada, atrás, silencio, retorno. ¿Y si modificara
el tamaño de las letras? ¿Y si con ello cambiaba la sustancia de las mujeres que componían
el círculo? ¿Bastaría el dominio sobre sus dedos para acompasar en un solo punto todas las
fuentes? El asalto era en arameo y no podía evitarlo. Lo aceptó, no sin esfuerzo, y encontró
olores fuertes, de madera quemada bajo un gran caldero lleno de verduras y de grasa, de
sexo ácido, de sobacos donde los vellos se armaban, con sudor y suciedad, en hileras de
palabras que formaban frases irreconocibles. Procuró traducir y la vagina de la mujer se le
acercó hasta el asco. Retomó los senos pequeños de la primera, la cintura de la segunda,
los labios de la tercera, las largas piernas velludas de la penúltima y horrorizado prefirió
meter su lengua en el sexo de aquella lejana mujer aramea cuyos olores desagradables
desaparecieron como por encanto sustituidos por una fragancia de hierbas desconocidas. El
sortilegio fue interrumpido por la más que desagradable imagen de Pitágoras diciéndole:
“Nunca regreses”.
La carcajada tropezó a Tiago en un ángulo del estudio. Dirigió la mirada hacia Leonardo
y ello bastó como signo de interrogación. “Ya no me pregunto quien soy – respondió – sólo
me remito a lo que he hecho”. Tiago asintió con la cabeza y se dijo que él, desde la
modestia, ya tampoco se interrogaba de esa manera, ya no se dirigía a un Dios, sólo a lo
que hacía. “Tal vez – reflexionó – todos hemos abandonado la condición humana para
cambiarla por algo hecho por nosotros mismos”. Leonardo, habituado al silencio de su
ayudante, adivinaba sus pensamientos.
-- No existe “degradación” – comentó – que no recuerde un estadio más elevado, perdido o
deseado de manera confusa.
Por toda respuesta Tiago dio las buenas noches y se retiró a su habitación. Él era el
contacto exterior de aquel hombre excepcional, el portador de los sucesos, la conciencia de
lo humano normal y mediocre y, sin embargo, ya comprendía bastante lo que pasaba y una
capacidad de reflexión se le había desarrollado. Quizás estaba demasiado influenciado por
Leonardo, pero esta era su ciudad y Leonardo el otro habitante. Él era lo común, el hombre

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anodino que Leonardo resistía, aunque, quizás, había alcanzado un estadio intermedio.
Jamás había recibido un maltrato, un gesto de rechazo, una mueca de desprecio.
Comprendía la existencia de hombres superiores y su patrón lo era en grado superlativo. Le
servía con toda prudencia e, inclusive, hacía demostraciones serviciales al intruso que se
atrevía a profanar las murallas del castillo. Enfundado en su pijama blanco de rayas azules
Tiago reflexionaba sobre la necesidad que tiene el hombre de pensamiento de tener cerca lo
cotidiano vulgar. Se alegró de su suerte. En verdad no se parecía para nada al Tiago joven
que había sido reclutado para incorporarlo al servicio de Leonardo. “Ahora soy una nulidad
ilustrada”, se dijo, no sin agregarse que estaba pensando y que ello ya marcaba una
importante diferencia. Había aprendido idiomas, conocía a los escritores de su Portugal
natal y había incursionado en la lectura de textos franceses. “Todo un portento”, suspiró
apoyando la cabeza en la almohada de goma espuma. Lisboa había quedado atrás, muy
atrás, en la juventud, en los enamoramientos de los mozos bellos a los que coqueteaba
paseándose elegante por Bairro Alto y por la costa de Estoril. Casi todas las noches
recordaba al efebo de un bar, el que le había enloquecido: precioso como una pintura
antigua de la Fundación Gulbenkian, rubio, ojos azules, distante. Sí, Joao había sido el
amor de su vida, pero luego el deseo de la carne lo había conducido a otros derroteros, a los
bares del puerto, a la concupiscencia, a la promiscuidad. Eran lejanos episodios, pero aún
emigrado, el gusto por los hombres no había disminuido. Tuvo que hacer esfuerzos para
disimular en la tierra machista adónde había arribado. Para el momento en que el narrador
asistió a la fiesta de despedida del embajador en Portugal, trasladado a Grecia, y se produjo
la recomendación del diplomático al intelectual amigo, Tiago había perdido la voluntad de
fundarse en otro. Liberado de todo gesto inútil su sexo fue apaciguándose. Lentamente se
entregó al sueño, Leonardo seguro trabajaría fuerte al día siguiente, lo hacía cada vez que
entraba en reflexiones concluidas en carcajadas.

Heme aquí de nuevo. Los veo zambullirse en los recuerdos y no resisto la tentación de
intervenir. Ya oí a Leonardo argumentar que “recordar es morir”. Frase banal, sin duda,
pero hasta un hombre como él dice sandeces. Después observé a Tiago y creo que mi tesis,
a defender en este texto que no me pertenece, es la de “recordar es ficcionizar”. He
encontrado en el hombre mediocre mayor profundidad que en el sabio en cuanto se refiere a
esto de los recuerdos. Ello debe significar que el contraste con el común es siempre útil al
equilibrio. Lo digo porque encuentro mejor capacidad de narrar los recuerdos en Tiago que
en Leonardo. Apenas comienzo a explicar lo que quiero decir y ya oigo las voces que me
acusan de “narrador omnipresente”, de “entrometido vulgar que rompe las reglas de la
novela”. Hace mucho tiempo que tales invectivas no me preocupan. Para empezar, este
texto no es una novela, es un recuerdo y así, sólo por esta vía, le llega la condición
ficcional. La memoria es una piedra porosa que se distorsiona con la visita de las corrientes
de aire y de agua. Nadie puede asegurar que los recuerdos de Leonardo y de Tiago reflejen,
con exactitud, experiencias vividas. Es más, ¿hemos vivido? ¿Es posible que estemos en un
eterno presente donde ficcionalizamos el futuro procurando consolidar nuestra justificación,
pero también que ficcionicemos un pasado para alegar nuestro sufrimiento? Cuando lo
pensamos, el futuro ya se ha hecho presente y rápidamente trazamos nuevos derroteros. Ese
olvido del futuro que nos alcanzó se va haciendo memoria, inventada por nosotros mismos,
adornada con justificaciones y explicaciones del fracaso, porque el fracaso es el estado
natural del hombre. Nacemos para fracasar y todo lo que llamamos vida es un esfuerzo para
luchar contra el destino originario. ¿Cómo puede la mente no adornar el cúmulo de fallos o

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cómo puede no injertar venas que transporten bellezas falsas y ciertas y justificaciones
falsas y ciertas? Ya ustedes se imaginan que voy a concluir con una tajante afirmación de
inexistencia de la realidad y una especie de proclama sobre la vida como ficción. Pues sí,
no están equivocados. Todo es ficción, la realidad no existe. Recordar es volver sobre un
texto viejo a ejercer correcciones sólo para nuestro interés puesto que no hay editor que
pueda plasmarlas en una reedición. ¿Recuerdan aquella expresión cursi sobre “el libro de la
vida?” A veces un texto malo dice cosas relevantes. Pues bien, estas correcciones que
hacemos al recordar es ficcionizar sobre la ficción. Un poco Borges, por poner un ejemplo,
sólo que el argentino lo hace por partida triple cuando Pierre Menard escribe el Quijote. He
observado los recuerdos que ante mis narices están pergeñando Leonardo y Tiago,
experiencia que espero ustedes hayan compartido conmigo, y entro en una espiral sin fin.
Ahora que recuerdo haber recordado sus recuerdos ficcionizo sobre la ficción y trataré, sin
inmiscuirme, de dejarles a ambos en paz con sus ficciones. También sé que en el DRAE el
verbo ficcionizar no existe lo cual me parece una manifiesta incapacidad para levantar una
ciudad.

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VERITAS

El aire depresivo de la amalgama citadina semejaba una espesa capa de humo y residuos
vegetales. Los mendigos se amontonaban en aceras, pretiles y escalinatas. Los vendedores
ambulantes gritaban su mercancía y los falsificadores de CDs colocaban sus productos a
todo volumen. Las loas al dictador prevalecían. Los vendedores alzaban las franelas sucias
por encima de los ombligos en una demostración de poder sobre el espacio urbano.
Amanecía sobre el antiguo boulevard ahora convertido en una costra de inmundicia que
había absorbido los rombos del piso otrora bien cuidado. El olor a orines y cerveza se
evaporaba con los primeros rayos del sol recordando la putrefacción de la noche ida. Las
jeringas y los condones se amontonaban al pie de los tubos de los tarantines que
comenzaban a alzarse de nuevo como un bosque de hongos desmontable. El instructor
había llegado temprano, gracias a la presión ejercida por Tiago, y Leonardo, en posición de
descanso, ya pasaba el rayo láser fabricado en su mente por su columna deteriorada.
Leonardo y el instructor estaban sentados lejos, allí donde prevalece el absoluto silencio. La
bullaranga de abajo se diluía a mitad de camino entre la calle enfervorizada y el balcón
donde la montaña recién amanecida se hacía azul y morada. El rayo producía su efecto
mientras las mentes de los dos hombres cruzaban el límite de la muerte y exploraban tras la
puerta los beneficios de la dimensión distinta. No se puede pensar en este estado y los dos
hombres no lo hacían. El pensamiento quedaba de este lado. Era él el que oía la miseria de
la ciudad que comenzaba a repetirse. Del otro lado la poesía es pura y anega, es ella líquido
amniótico, absoluto silencio, flotación placentaria. Del otro lado la mente se integra al todo,
el yo desaparece, la detestable individualización se hace pasado y relato añejo impreso en
páginas amarillas de un libro superado. Leonardo se preparaba para quedarse de ese lado.
Sabía que la muerte de su envoltorio físico estaba cerca y se preparaba. Aliviaba los dolores
de la vejez y después se sumergía. La esperada muerte debía llegar pronto, estaba retardada,
no tenía la punción de una aguja para introducírsele en la carne, pero había que tener
paciencia. El suicidio no era asunto suyo, ni siquiera uno producido con la mente. Sabía que
si decidía partir lo haría a no más tardar en tres días, pero quería respetar el ciclo natural,
que ella llegara no como una prueba de la potencia de su mente sino por agotamiento de sus
órganos. Que sobreviniera un infarto, que reventara el hígado maltratado por tantos años de
licor o que se le esponjara un pulmón hasta el nivel de un globo aerostático inflado por el
humo de tanto tabaco. El respeto por el orden normal y aceptado de las cosas debía ser
mantenido hasta el momento final. Que la muerte viniese sola a grabar una sonrisa en su
rostro. La posición de descanso servía sólo para aliviar los dolores del viejo cuerpo y poder
así cruzar la puerta por un rato. Ya se estaba habituando al muelle acomodo del otro lado,
pero tenía la voluntad de regresar a cumplir con el castigo de la vida. Ya casi no necesitaba
la ayuda del instructor, pero no era necesario despedirle. No cruzaban palabra alguna, no
había ya gestos entre ambos. El instructor entraba en la mañana temprano, ambos se
colocaban en posición de loto y el rayo láser aparecía en la mitad del estudio. Aliviados los
dolores, partían al otro lado. Tiago, a mitad de mañana, se asomaba a verlos, no sabía muy
bien a qué, tal vez a comprobar que los cuerpos seguían allí o simplemente a extasiarse con
una respiración imperceptible o a verificar que no flotaban o a evidenciar que el ruido de la
calle no tenía el poder de interrumpirles. Sabía que a esa hora se produciría el regreso, que
lentamente los cuerpos saldrían de su posición extática y un leve quejido le alertaría sobre

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la literal reencarnación de ambos hombres. Tendría, entonces, la desagradable tarea de
hacer el balance informativo, de poner sobre la mesa los requerimientos externos, de
taquigrafiar algún dictado de Leonardo en respuesta a algún desaguisado. Pocos minutos
después escuchó la suave exhalación y entró al estudio con una fusión de hierbas que
despedían un humo anaranjado. El estudio se impregnó de todos los olores. El instructor
respiró hondo y se tragó la mezcla de los bazares de Estambul. Se colocó la camisa con
parsimonia y partió. Tiago esperó por alguna palabra de Leonardo, pero éste se limitaba a
mirarle. Finalmente se levantó y fue al balcón. En el borde de la acera un mendigo,
rodeado de cartones y periódicos viejos, dormía sobre sus orines. La montaña recobraba el
verdor de la hora e insinuaba formas logradas con el pincel de las sombras mientras las
nubes climatizaban un borde caprichoso que alteraba la realidad de los riscos. El clima era
cálido, pero desde el oeste llegaba una brisa fresca. Leonardo alzó los ojos para abarcar la
totalidad del panorama. La figura era tan imponente que me dolió haber discrepado por el
asunto de los recuerdos, pero había sido aquel disentimiento una excepción que confirmaba
la regla. Mirándole tuve la sensación de un elevamiento. Estaba de nuevo en el pensar y
pude percibir que había personalizado su tiempo. Vivía donde le daba la gana y me
arrastraba con él. Sólo los cambios en la montaña me permitían sostenerme en el
vertiginoso proceso hasta que la velocidad se me convirtió en una amalgama de colores
soltados en espumarajos. Debí aferrarme fuerte a la balaustrada. Cuando me atreví a abrir
los ojos tuve delante de mí un maravilloso cuadro anticipatorio. Lo así con mis manos para
comprobar que no estaba inmerso en la locura y lo trasladé al interior del estudio. Cuando
llegué con él ya Leonardo tenía un largo rato contemplándolo.

Tiago esperaba pacientemente un gesto de asentimiento de Leonardo para hacerle el


resumen de los acontecimientos del día. Éste se mantenía fijo en los colores. Tiago jamás
perdía la compostura y en pose que asemejaba a un sargento a la espera de que su general
decidiera la estrategia a seguir continuaba discretamente tenso. Leonardo respiró hondo y
con los labios dio la esperada señal. Tiago comenzó explicando el alza de los alimentos, la
escasez de productos en los supermercados, la hambruna generalizada y el aumento de la
mendicidad en la calle. Leonardo respondió con un ligero parpadeo. El asistente continuó
con un resumen de los últimos discursos del tirano y con las respuestas de la oposición.
Leonardo impelió la silla giratoria hacia la humanidad del asistente.
--Creo que deberemos ampliar la sentencia del Cardenal Boronius- dijo por todo
comentario.
Tiago enunció el balance de muertos por bala el finalizado fin de semana, leyó algunos
párrafos de los articulistas de la prensa, pero la ira en los ojos de Leonardo lo interrumpió
bruscamente.
-- ¿Te he dicho que este país está hecho una mierda? ¿Sabes, Tiago, que la sarta de
estupideces que dicen me provoca náuseas? ¿Cómo es posible que semejantes balurdos
sean los creadores de opinión? Ese diario de porquerías que me acabas de leer tiene a tres
supuestos intelectuales como colaboradores fijos y ninguno de ellos es capaz de escribir
una frase coherente o que valga la pena.
Tiago conocía muy bien el orden de las alteraciones de media mañana. Procedió a
finalizar el boletín con algunas citas de los discursos del tirano, segmento que incluía en su
resumen, pues los tales discursos se producían a diario, dos o tres en la mayoría de las
ocasiones.

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-- Infectado, excrescencia del siglo XIX, maldito tarado, tiranuelo de pacotilla- soltó
Leonardo visiblemente excitado.
Tiago conocía bien el orden de las alteraciones y se aprestó a transcribir el dictado.
Leonardo atacó duramente al tirano, fustigó reciamente a los imbéciles de la oposición y
terminó con un alegato diciendo que en el país no había un espécimen que mereciese ser
llamado intelectual y menos escritor. Dijo textualmente porque yo lo oí: “Intelectuales no
hay y buena parte de los escritores son unos cómicos”. Y de seguidas dio la orden:
“Mándalo por Internet a todo aquél que no te parezca un idiota y a todos los diarios del
interior del país”. Tiago dispuso todo en la computadora para cumplir el encargo, pero antes
de hacerlo trajo café y tabaco, mucho de ambos, una cafetera completa y dos paquetes de
cigarrillos. Cumplido el deber para con el país Leonardo se disponía a cumplir el deber para
consigo mismo. En ese instante pensé que podía agregar “...y para con los hombres”, pero
me sonó excesivo el ditirambo, puesto que cabría preguntarse ¿cuáles hombres? O tal vez,
más filosóficamente, ¿cuál hombre? ¿Acaso para esa partícula aterrada y sin criterio?
Bastaba mirar abajo para ver los microorganismos moverse como una suma. Podía oírse el
aterrador silencio de lo masivo. Era evidente que Leonardo no podía estar allí. Tenía que
estar donde estaba, en la soledad de la paciencia. “Horror vacui” me dije, no sin constatar la
contradicción que mis ojos presenciaban. El hombre se había sumido en un bienestar
unificador sin límites y aquí, en este espacio geográfico donde Leonardo estaba y yo lo
describía, se aunaban otras miserias, las del subdesarrollo, las de los brotes decimonónicos
y las de los discursos altisonantes y desvariados. Estaba seguro que Leonardo lo percibía
por igual. Es bastante probable que yo estuviese pensando en función suya y de sus dichos,
pero, al fin y al cabo, yo con Leonardo no discrepaba, a no ser de esa frase infortunada que
se le salió en relación con los recuerdos. Para describir al hombre en estos momentos había
que hablar de pesadilla weberiana y él, mientras analizaba la triste situación de un siglo que
se iniciaba bajo el signo de la mediocridad pura y del bienestar paralizante, tenía que, al
mismo tiempo, ocuparse de su entorno marcado por el desfase, por la miseria más abyecta
hecha crecer desde el poder por un tirano emergido del pasado como una reminiscencia de
lo peor. Sí, Leonardo tenía la paciencia del instante de luz. Creo que había aprendido a
manejar el juego desatado entre un mundo perverso dominado por el gran ojo que mantenía
inmóvil al hombre y esta irracional apuesta al desatino que se desarrollaba en sus
vecindades. Lo que sucedía en las cercanías no era consecuencia de la degeneración del
hombre, era un caso atípico de regreso casi marcado por los genes. Al fin y al cabo, siempre
había sido así; eso que los instrumentos del destino llamados historiadores habían dejado
como la huella de sus conciudadanos era un elenco de perversidades. Era como el rebrote
de una vieja enfermedad eliminada desde tiempos inmemoriales por los médicos. Sin
embargo, debía ocuparse de ambas cosas. De los grandes malestares provenía la materia
fundamental, la que obligaba a la gran reflexión. Con la sarna de su entorno sólo podía
hacer de entomólogo dedicado y recetar quinina para los pacientes y queroseno para los
charcos donde anidaban y se reproducían los insectos. Y la gran tarea ya concluida,
escondida en el EVD, la explicación final del universo mediante la tesis, en una mano
Einstein y en la otra un quantum. Sobre el planeta el hombre parecía haberse detenido.
Procuraba una huída, sí, y la única que parecía encontrar era la de destruir la casa. Una
colección de cínicos estúpidos era lo que podía encontrarse, ya lo había dicho antes, unos
cínicos que funcionaban como asociales integrados. Y en su entorno la miseria increíble de
un tirano rodeado de bastardos ladrones y de ineptos de magnitud tal que había que
identificar las mentiras que emitían como un problema grave de salud mental y como

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resultado de un grado de imbecilidad que lleva a pronunciar frases y acertijos con la
inocencia de una enfermedad congénita.
Leonardo, recobrada la serenidad y cumplido el deber para con las circunstancias de su
entorno, enfrentó de nuevo la pantalla en blanco. Este trabajo lo hacía directamente, no
dictaba como en el caso de su país. Vaciló unos instantes, distrayéndose con el cambio del
protector de pantalla y, con un gesto decidido acompañado de suspiro profundo, abrió la
carpeta contentiva de la novela que escribía. Observó la última línea y decidió que le
gustaba la intromisión de un narrador omnipresente, necio e incisivo. Escribió, entonces, la
parrafada anterior, la que ustedes acaban de leer, y se plantó frente a la desarticulada
sociedad que le rodeaba. La risita burlona que emitió hizo pensar a Tiago, sentado en el
anexo de al lado contestando la correspondencia del día, que Leonardo iba a ocuparse de las
conversaciones de la llamada “clase media” o que se iba a deleitar con las espectaculares
hembras llamadas, por la moda en boga, “ombliguito afuera” y que podían verse por
centenares en las manifestaciones oposicionistas. Leonardo no había perdido la sensualidad
y ante sus ojos se produjo el desfile: la marcha de las comunidades extranjeras, con
banderas de tantos países, con la señora sueca sacada de una película de Bergman, la
italianita regordeta de bello rostro que agitaba entusiasmada a Garibaldi por encima de las
cabezas amontonadas de sus compatriotas, la familia argentina con camisas de la selección
nacional de fútbol donde competían los balones de la madre con los de la hija, la morena
brasilera convencida de estar en el carnaval de Río. O aquélla otra, la más ridícula de todas,
la marcha por la autopista en apoyo a los “medios de comunicación” donde en lugar de
oradores esperaban a la multitud las “estrellas” de la televisión, las actrices de las
telenovelas, muy asustadas porque el tirano pensaba cerrar los canales y ellas se quedarían
sin trabajo, es decir, no podrían hacer llorar más al público consumidor de estereotipos; esa
era buena, se dijo, la narraría en todo su esplendor: las feas periodistas de la televisión
tomadas de la mano con las empantaletadas actrices, al fin y al cabo la soap opera de moda
se llamaba “Trapos íntimos”; sí, y las niñas de la “clase media” con los colores patrios
envolviéndole los traseros y los pearcings en aquellos lugares donde una vez se conectó el
cordón umbilical, extraña manía la de privar a los hombres de un hueco donde meter la
lengua y extraña manera de quitarle a los alacranes el sitio ideal para hacer su nido. Todo
muy bien, sólo que se le sobrepuso la imagen de una manifestación progubernamental, con
los borrachos desahuciados y los parlamentarios dando órdenes para acabar a pedradas y
botellazos lo que se atravesara y las “dirigentes sociales” histéricas dando gritos a favor del
“pueeeeblo”. Debía ocuparse de la palabra maltratada, de los “de que” del dirigente
empresarial, de la incapacidad del dirigente sindical para leer los comunicados o “partes de
guerra” de la huelga fracasada, de la manifiesta incapacidad del gobernador de provincia
para articular una frase, de la basura vacua de los “oradores refinados” que modulaban sus
peroratas hasta la caricatura. Pero no, allí estaba la voz del tirano ejerciendo el retroceso,
emitiendo conceptuelos, nocionzuelas, concepcionzuelas, conocimientuelos,
percepcionzuelas, significacionzuelas, sensacionzuelas, intencionzuelas, impresionzuelas,
pensamientuelos, frasezuelas, sentenciezuelas, conjeturuelas, famuelas y tituluelos. Y la
sonrisa rapaz después de cada una, aquélla que le indicaba en su interior estar diciendo
verdades obvias, pero no menos sabias, escapadas por el arte de su genio entre los dientes
separados, no obstante aptos para masticarse una república y engullírsela hasta el
crecimiento desmesurado de su lunar frontal, como si el mismísimo acólito predilecto le
hubiese dado un martillazo para hacerle salir un cuerno.

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“Troppo, - se dijo- mascalzoni”, y una repentina visión de su amigo muerto Ludovico
Silva le hizo venir unas ganas irrefrenables de tomarse un trago. “Ludo, Ludo, veritas – dijo
en alta voz, fuerte tanto como para que Tiago y yo lo escuchásemos. De inmediato el
asistente colocó el vaso con vodka al lado del “ratón” de la computadora, pero fui yo quien
se lo tomó, puedo asegurar que por decisión suya, para impedir que los “intelectuales” del
diario dijesen que él lo resolvía todo con un trago. En verdad, él lo resolvía todo
escribiendo, pero creo que la presencia del vodka le daba un aire romántico a lo
Dostoievski. Leonardo tenía, quien lo duda, y a pesar de su profundo cansancio de lo
humano, vanidad y algún interés por las idioteces de los demás. Lo que hizo de mí no me
atrevo a valorarlo. Que me manipule a su antojo como peón de ajedrez para sus fines
narrativos debo confesar no me molesta. Al fin y al cabo nunca he discrepado de Leonardo,
a no ser en aquella ocasión de la que no quiero acordarme.

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ALTER EGO

Puede pensarse que mi acuerdo con Leonardo se debe al poder que tiene sobre mí. En
pocas palabras, si discrepo puede borrarme de su texto. Debo desmentir semejante especie.
Por otro lado, aquí en confianza, entre nosotros, si Leonardo me eliminara la novela no
existiría, no porque me considere un personaje imprescindible, simplemente lo soy. Las
características que me ha dado lo ligan a mí indisolublemente. Me ha dado vida y ya no
tiene el poder de quitármela; podría, incluso, escribir una novela paralela, firmar yo este
texto, convertirlo en un intelectual megalómano, reponer la trillada “torre de marfil”, en
fin, desvirtuarlo. Véanlo de esta manera: podría matarme, pero sería tarde, ya estoy aquí, ya
he hablado, cada segundo que me ha dejado queda imborrable. Incluso, siempre se puede
revivir, vamos, mediante algún flash back o mediante algún recurso onírico o de alguna
variación del tiempo, me refiero a que podría reponerme escribiendo desde el futuro. No
ejerzo mi poder mediante la aprobación vasalla. Lo ejerzo mediante la honestidad. Lo dejo
hacer porque tengo plena confianza en su criterio. No me rebelo porque no tengo ninguna
necesidad de hacerlo. Soy suyo y no me disgusta para nada el rol que me ha asignado.
Además, y esta es otra confesión íntima que debo hacerles, me importa un bledo lo que me
asigne. Podría convertirme en un canalla, en un alcohólico (ya ha probado poniendo a cada
instante que bebo vodka como un cosaco), en un criminal o podría atribuirme alguna
perversión sexual o enterrarme en medio del boulevard que tan bien describe a merced del
ripio humano que por allí transita. Pero cometió un acierto, o un error, según se le mire:
hizo de mí un narrador y todas las perversiones que pudiese atribuirme resultan atenuadas
por esa condición. Narradores los ha habido drogadictos, borrachos y pervertidos y de los
que escribieron mal nadie se acuerda, pero de los que escribieron bien se recuerdan sus
obras y no sus vicios, a no ser referencialmente por parte de uno de esos insoportables
profesores que escriben en revistas literarias ilegibles influenciados por teorías
psicologistas trasnochadas. Al hacerme narrador le soy útil dado que le ayudo en su texto.
¿Qué más se puede pedir de un personaje que, además de prestar su presencia y voz, ayuda
con la escritura propiamente dicha? Leo en un ensayista colombiano que el hombre
homérico se ha convertido en Homero Simpson. Me gusta la frase, es asertiva, es
patéticamente cierta. ¿Creen ustedes que los Homeros Simpson van a estar muy
preocupados de mis condiciones de vida, de mis pequeñas perversiones? Vamos a ser
honestos: tampoco les interesa lo que Leonardo y yo podamos escribir. Los libros que se
venden son de cocina (las recetas de Mamá Luisa, los potingues de Ernesto Luis, las babas
hervidas de la abuela Carolina); los de autoayuda (lecciones para tener éxito en la vida,
opciones para obtener una rebanada del queso, recetas prácticas para no avergonzarse de
tener el pene chiquito); o de esos autores que se la pasan copiándose pendejadas para luego
venderlas a las secretarias que gustan de ir con un libro en el metro o a las señoras
pudibundas que quieren pasar por cultas en las cenas de familia; estoy pensando en uno
apellidado Coello, horrible, simplemente horrible. Ah, y los escritores del entorno, vaya,
vaya. Seguramente Leonardo lo dirá más adelante, pero se los digo yo: jamás tuvieron tanto
valor las palabras del cardenal Boronius. En fin, no me importa absolutamente nada lo que
la humanidad piense de mí y eso es también una fuente de poder, dado que no puede
Leonardo chantajearme con nada, con absolutamente nada. Soy libre, en suma, y si estoy de
acuerdo con Leonardo es porque estoy de acuerdo con Leonardo. Estoy feliz de ser su

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personaje en medio de este marasmo, de esta idiotez generalizada, de esta inmundicia
galopante que hace de un corto viaje a comprar el pan o cigarrillos una auténtica visión
dantesca de mutilados, de zarrapastrosos, de drogadictos, de vagos y maleantes. Malos
tiempos estos. Puedo ser envidiado por estar en una novela y no por la calle a merced del
hampa. Esto es un auténtico refugio. También por ello Leonardo me simpatiza. Podría
exclusivamente dedicarse a su tarea científica e intelectual, que ya tiene su puesto
asegurado en la mente de no sé quien, pero lo tiene, sin embargo se ocupa, con tesón, de
denunciar, de criticar acerbamente, de señalar los estropicios de estos bárbaros que son
protagonistas en un momento mal parido de la historia. Pero dejo de hablar bien de
Leonardo, vaya usted a saber si algún Homero Simpson me castiga con un comunicado
oficial o con una declaración solemne sobre “la salida pacífica, democrática, constitucional
y electoral”. O algún destacado miembro del Sindicato de Escritores argumenta que la
apoliticidad debe ser la característica del gremio. O los eximios “pensadores” entran en una
disquisición sobre el sexo de los ángeles, la idiosincrasia de las masas de abejas y la
inmortalidad del cangrejo. O un columnista de prensa, de esos que ahora llaman “analistas
políticos”, escribe un ininteligible artículo que le permita ser llamado a la TV a explicarnos
cuál es la real situación dentro de las fuerzas armadas o, peor aún, a darnos un sesudo
análisis sobre lo que sucede en ese antro llamado parlamento. No quiero ser fuente de
semejantes engendros. No quiero ni imaginarme a una licenciadita de la televisión diciendo
que va a informarnos “un poquito” de lo que argumenta el personaje de Leonardo o de el
momento histórico que le tocó vivir a Leonardo. Troppo, diría él con uno de los
italianismos que de vez en cuando se le salen. Ya estoy delirando, ninguno de ellos se va a
ocupar de una novela. La televisión no está hecha para las informaciones que no dan rating,
anglicismo que los desvive y los viste. El otro día vi en la TV (yo, para mi desgracia, la
veo) al conductor de un programa argumentando que un compositor local parecía un
hombre del renacimiento; el argumento era que tocaba piano; a mí el asunto me golpeó,
pero gracias a Tiago, que de uno de sus viajes a Lisboa me trajo un texto de Paul Rougnon
sobre la historia de la música, pude precisar mi asombro: fue apenas en 1777 que los
hermanos Erard, Sebastián y Juan Bautista, construyeron un piano en Francia, aunque
pequeño, de cinco octavas y dos cuerdas; un piano cuadrado había sido ya construido en
1753, en Turingia, por Frederici; Guy d´Arezzo, un ilustre músico, que aparece en otra
novela donde tengo algo que ver, tocaba el monocordio, el más remoto antecedente;
después vino el salterio, después el claviceterium y el clavicordio, después el clave, después
el clavicémbalo con piano e forte. Toda una historia evolucionista que entusiasmaría a
cualquier Darwin de la música. Esta digresión la hago para formular en clara e inteligible
voz una pregunta: ¿Quién se atreve a decir que la televisión no es una fuente de cultura?
Basta oír las barbaridades que allí se propagan; usted, si tiene un pequeño grado de
inteligencia, se siente golpeado, agredido y ofendido y va en procura de la información
correcta y algo aprende. Mientras tanto los Homeros Simpson llaman al animador de
marras para felicitarlo “por su estupendo programa”. En fin, soy lo que Leonardo ha
querido hacer de mí...y lo que yo le he permitido hacer de mí, déjenme decirles. Cuando el
autor crea al personaje tiene el poder omnímodo, pero a medida que el chiquillo crece sale
respondón, como lo estoy constatando en estas líneas. Hasta tal punto, les agrego, que el
poder marcha en dos direcciones y el personaje se permite modelar al autor. Supongo que
Leonardo, a lo largo de este texto, se permitirá algunas observaciones al respecto; yo me
reservo el derecho de intervenir en lo que diga. En fin, que estoy “gozando una bola”, como
se dice en esta otrora tierra de gracia hoy reducida a la miseria. Poco me dura el goce pues

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leo un artículo de Mario Vargas Llosa titulado “La hora de los cómicos” y no aguanto más.
Le respondo de inmediato y con voz de trueno le ordeno a Tiago, con las mismas palabras
con que lo hace Leonardo, “mándaselo a todo el que no parezca idiota y a todos los diarios
de provincia”. Me mira con ojos de asombro, seguramente pensará que quien diablos me ha
autorizado a darle órdenes, pero él sabe lo que seguramente un poco más tarde ustedes
sabrán, y cumplirá mis instrucciones al pie de la letra. Aquí se los copio:

¿QUIÉNES SON LOS CÓMICOS?


Mario Vargas Llosa cree llegada la hora de los cómicos porque Arnold Schwarzeneger
marcha hacia la victoria por la gobernación de California. Atribuye al poder de la imagen
el que batacazos políticos de esta magnitud se sucedan. Yo mismo he analizado en dos
libros el poder de la pantalla, pero el análisis del escritor peruano cojea por todos lados.
Vargas Llosa no se ha dado cuenta que los cómicos son los políticos. ¿O acaso no es un
cómico el gobernador Davis mal administrador a los límites, el hombre que más ha
contribuido a la bancarrota de California? ¿O acaso no es un cómico el vicegobernador
Bustamante, corresponsable de la bancarrota y que sólo limita a su condición de hispano
la ambición de suceder a su antiguo socio y jefe? Los actores aparecen cuando los
políticos demuestran que son pésimos actores.
El mundo está lleno de cómicos por una degradación total de la política. Los políticos se
han dedicado a actuar y los profesionales de la actuación están en pleno derecho a
considerar que pueden representar mejor el papel. ¿No es cómico Vargas Llosa? En plena
campaña electoral suya estuve horas, para complacer a una europea curiosa que no
quería perderse el espectáculo del escritor transformado en candidato presidencial,
esperándole en el Centro Peruano de esta ciudad. Al fin llegó, impecable, con su traje azul
oscuro a rayas, su corbata italiana, sus zapatos de marca y su pelo engominado a dar un
discurso actuado. Vargas Llosa era un cómico. Vargas Llosa asegura que votaría por Cruz
Bustamante si fuese elector en California. Votar por alguien por que pertenece a una raza
es racismo. Yo no voto porque alguien sea hispano, negro, ario o de ascendencia oriental.
Voto por lo que dice y propone. Al parecer los californianos, para desgracia de Vargas
Llosa, piensan igual.
Es obvio que no me interesa la suerte de Arnold Schwarzeneger. Me importa un pito si
gana la gobernación; para mí será sólo un elemento que sumaré al conocimiento que ya
tengo de la política norteamericana. Lo que quiero significar es que Vargas Llosa omite el
verdadero fondo de lo que considera una crisis de la democracia y no es otro que los
políticos no son digamos cómicos, sino que se han convertido en unos auténticos payasos.
En cuanto a los asesores, siempre los ha habido. Conservo una anécdota al respecto de
estos fabricantes de imágenes. Cuando Luis Herrera Campins era candidato a la
presidencia su equipo de campaña entró en desesperación porque hacía exactamente lo
contrario de lo que los asesores le recomendaban. Llegaron a increparlo sobre el gasto que
ello representaba, para nada argüían, visto que las recomendaciones le entraban por un
oído y le salían por el otro y le interrogaron: ¿ Entonces, para que los tenemos? Y el bueno
de Luis les respondió: “Se tienen para no hacerles caso”. De más está recordar que ganó
las elecciones.
Hay políticos y políticos. Que ahora los candidatos se precien de tener a su lado a
actores, animadores de televisión, cómicos y toda la gama de la farándula, en lugar de
escritores e intelectuales, es algo cierto, pero se explica con la misma medida: no hay
intelectuales y buena parte de los escritores son unos cómicos. La política de este país, por

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lo demás, está plagada de cómicos. Bla, bla, bla, es lo único que se les oye. ¿O acaso no es
un cómico el dictador, con sus desplantes, metidas de pata, exabruptos, errores e
ignorancia? Es un cómico que además comete sus gracias en cadenas nacionales, uno
patético, destructor, peligroso; sí, todo eso, pero después de todo un cómico. ¿Acaso la
política de este país tiene algo de serio? No, es una “comiquería”.
Pregunta dramática la de Vargas Llosa: “¿La civilización del espectáculo es compatible
con la democracia?” Por supuesto que sí, señor Vargas Llosa. De otra manera cómo se
explica a George Bush o al histrionismo de Chirac? ¿Cómo se explica a Vargas Llosa?
Una a favor del peruano: sin lugar a dudas este es un mundo desprovisto de ideas.
Cualquiera que quiera comprobarlo puede darse un paseo por aquí y escuchar las
estupideces del poder y las estupideces de la oposición.

Debo admitir que en el artículo hay una mentira sobre mí, más ninguna sobre el fondo del
asunto. La mentira consiste en que he publicado dos libros. Evidentemente se me ha ido a la
cabeza el rol que Leonardo me atribuye en esta novela. Vaya, vaya, si Leonardo descubre
mi impostura puede tener una reacción ardorosa. En fin, como dice el viejo refrán
castellano, “para un buen gusto, un buen susto”. Está bien, hay otras dos mentiras: no tengo
ningún conocimiento de política norteamericana y no conozco al presidente Luis Herrera
Campins. Este es el momento de confesarles que me he inventado, o estoy en proceso de
inventarme, una falsa biografía. En ella incluyo conversaciones con senadores en
Washington, giras acompañando a algunos candidatos demócratas al Congreso, una
preciosa chiquilla en Miniápolis y una borrachera en Nueva York con Miguelito Valdez. En
cuanto al presidente lo nombro, en la falsa biografía se entiende, como a un querido amigo.
Es que tengo unos poderosos deseos de vivir por mí mismo y no depender de la voluntad de
Leonardo, de sus caprichos, de su mal genio, de su demoledora capacidad de verlo todo
desde el bendito balcón. Confío en que Tiago no me delate. Él sabe lo que puedo hacerle si
le chismea a Leonardo que he introducido este texto en su novela. Prefiero ser prudente y
callarme...por ahora, como una vez dijo el tirano dejando entusiasmadas a las masas.

Yo me quedo con las cursivas, lo que no me molesta para nada, pues son más elegantes y
refinadas. Así no podrá confundirse mi texto con el del narrador, machista más que
omnipresente. La verdad es que por elemental agradecimiento no puedo hablar mucho. Ya
él lo dijo pero lo repito: le debo la vida. No me creó por un buen motivo, pero lo que
importa es que aquí estoy y tratando de pasarla lo mejor posible, pero ay, es difícil. No lo
digo por Leonardo. Le sirvo de asistente con el mayor de los gustos y, déjenme decirles,
con gran orgullo. Estoy al lado de un gran hombre, qué más se puede desear. Me trata con
respeto y estoy seguro me tiene afecto, como yo a él. Tiene manías como todos, pero así son
los hombres y uno tiene que adaptarse. Es el entorno lo que me mortifica. Es rudo, hostil y
desalmado. Yo no puedo vivir sin ver la TV o sin salir de vez en cuando como no hace él.
Cierto que disfruto, no tanto diciéndole que no a todo el mundo, pues yo tengo tendencia a
decir que sí; es ese contacto con la inteligencia lo que me gratifica. Gracias a Dios me
cultivé, aprendí francés y puedo hablar de literatura. Leonardo no me pide opiniones
directamente, pero sé que aprecia cuando le hago alguna observación inteligente. A mi
creador le he comprado libros y le sugiero los títulos nuevos que le puedan interesar; para
ello hago mis tours de librerías, aunque cada vez es más complicado. Ya no voy a las que
están en el centro, qué barbaridad, no se puede, los partidarios del gobierno han inventado
lo que llaman “esquinas calientes” donde se apostan unos hombrazos muy ordinarios

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capaces de agredir a cualquiera. No, ni loco vuelvo a esa zona. La última vez se me acercó
un tipazo de boina roja empeñado en que yo le firmara una planilla para revocarle el
mandato al Alcalde Mayor, pero nada de pedírmelo por favor, todo lo contrario, casi como
dándome una orden; a mí ningún hombre me constriñe a hacer lo que no quiero. Decidí
que llegaba hasta el centro comercial que divide la ciudad entre oficialistas y
oposicionistas y más vale que no: un basurero, un auténtico basurero, ya no se puede mirar
las vitrinas y los caballeros van todos muy mal vestidos. De manera que decidí limitarme a
las librerías del este, donde todavía uno medianamente puede caminar sin que le falten el
respeto. Me recuerdo tanto de mi Lisboa. Cuando Salazar era una tacita de plata, uno
podía caminar por la Avenida da Liberdade mirando los gorriones del otoño posarse sobre
los árboles desnudos y comerse una castaña servida por un tipo de Alfama, rudo pero
decente. Después vino la Revolución de los Claveles y la democracia y yo decidí no tomar
más el ascensor para subir a Bairro Alto pues hasta un pellizco me dieron. El narrador
decidió trasladarme hasta aquí y debo decir honestamente que no me arrepentí, ni me
arrepiento...de su decisión, claro está. Esta era una ciudad bella donde los caballeros
andaban bien vestidos y uno iba en las tardes a caminar por el boulevard a mirar, con
discreción, pero a mirar, y sentado en el Gran Café cualquier cosa podía pasar. Incluso
había escritores y pintores y hasta una conversación inteligente podía presentarse. Decía
que este narrador machista no me inventó por razones justas, lo hizo porque quería
congraciarse con Leonardo y no sabía que regalarle. Nada le pareció mejor que un fiel
asistente y conforme a su libre albedrío determinó todas mis inclinaciones. Habrá pensado
que somos más fieles, discretos y serviciales. Seguramente no se equivocó. Estoy feliz con
este gran hombre y se lo hago saber a todo el que se me atraviesa. El otro día debí
tomarme unas radiografías porque los riñones me estaban matando y se lo dije al
simpático doctor: guárdalas que el día de mañana valdrán oro. No sé si cayó en cuenta,
pero mi fama será inconmensurable cuando esto termine: unas radiografías del asistente
de Leonardo serán algo de museo. Como conozco de mi trascendencia tengo especial
cuidado en el trato con terceros. No se puede estar hablando con la chusma. Ya ustedes
saben que me llamo Tiago; pues ahora déjenme decirle que mi nombre no me gusta. Este
narrador machista parece haberlo tomado de una telenovela brasileña, pues, la verdad, en
mi Portugal natal no existe ese nombre, hasta donde puedo recordar. Pero es burdo este
hombre: darle a un portugués educado un nombre brasileño no tiene perdón de Dios. A
ratos, para consolarme, me digo que lo tomó de Shakespeare y lo distorsionó un poco para
no aparecer como copiándose. En fin, me vengo dejándole ver sus verrugas culturales,
como en el caso del animadorcillo de televisión. Si no hubiese sido por mí ni cuenta se
habría dado del asunto del piano del renacimiento. Pero bien, la verdad es que me quejo
por quejarme, porque de la ficción no se desprende nada malo irreversible. Lo malo es el
entorno, ay mi Dios, eso sí que no tiene nada de novela, es la pura verdad, aunque las
novelas sean más reales que la realidad. Lo que quiero decir es que no depende de la
voluntad del narrador, más bien se le impone a él y a todos nosotros. Yo no me he quedado
en casa, yo he tomado la calle, para ver con mis propios ojos lo que sucede y tener
experiencia y también, claro está, para informarle a Leonardo de primera mano. He ido a
las manifestaciones de los dos bandos, he llevado más sol que una teja en la Plaza de la
Meritocracia y fui a entregar las firmas en protesta por la agresión contra los medios; esta
última estuvo linda, con todas las actrices llorando, pero sobre todo con los actores, bellos
y radiantes, gritando “se va, se va, se va”, algo inolvidable. Debo decir la verdad: sólo
fui a una del gobierno y quedé arrepentido. Aquello era para morirse: hombres rudos y

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feos con una violencia reflejada en el rostro que daba miedo; a mí los negros me encantan,
pero al frente de la marcha iba uno particularmente horrible que es ministro del gabinete,
imagínense. Además Leonardo me ha enseñado muy bien lo que se plantea en este nuevo
milenio y ver a esos hombres peludos gritando “yankees go home”, “patria o muerte
venceremos”, “viva la revolución”, todo enmarcado con retratos del dictador y del Che
Guevara, me produjo lo que mi genial patrón llama “rechazo a la excrecencia”. Además
gritaban contra los oligarcas y las mujeres que participaban parecían muy peligrosas,
desmelenadas, con el pelo mal pintado. No, no y no. Aquellas consignas eran las de los
años 60, yo las escuché cuando la Revolución de los Claveles. Tantos años después lo
mismo, nooo, me pareció estar viendo una película de Hollywood donde se relata la vida
de John Reed en los tiempos de la Revolución Bolchevique. Por si faltara poco comenzaron
a lanzar piedras contra las vitrinas de los negocios y unos cohetones que llaman “Bin
Laden”, supongo que en honor a ese terrorista feo que anda poniendo bombas por todos
lados. Me dije ¡ay bendito!, como exclama esa amiga puertorriqueña del narrador, y salí
corriendo de allí. Las manifestaciones de la oposición son toda otra cosa. Van caminando
pacíficamente, con banderas, pitos y cacerolas. Hasta una moda han desarrollado: hay
franelas tricolores y gorras de todo tipo; la última vez vi el non plus ultra, el tricolor en los
pantalones, por supuesto con corte por debajo del ombligo. Los vendedores ambulantes
acompañan la marcha con carritos con agua y gaseosas; todo tan ordenado. Uno puede
chismear de todo con las señoras: me conozco los nombres de todas las peluquerías de la
ciudad, los mejores tintes, los restaurantes de moda. Los hombres también son
conversadores, pero muy groseros, de cada tres palabras una es interjección de alto
calibre. Pero la mayoría es de mujeres. Creo que hay cuatro o cinco mujeres por cada
hombre, de manera que, desde cierto punto de vista, no son tan interesantes las marchas
como uno deseara. En la de las colonias extranjeras me gocé la música y también las
banderas pues me pasé las tres horas que estuve sentado en una acera tratando de
identificar unas rarísimas, creo que de cantones suizos o de lands alemanes; la de Baviera
la reconocí de inmediato, pues mi creador me llevó una vez y bebí una cerveza deliciosa
que tenía ese nombre. Nadie habló y yo con ganas de escuchar portugués y francés. Pero
les contaba lo de las mujeres: tienen todísima la razón cuando aseguran que en este país
no hay hombres. No hay, reafirmo yo. En primer lugar, casi no se ven en las
manifestaciones y cuando vienen los soldados son los primeros en correr. En este país las
mujeres llevan los pantalones, qué lástima. He visto mujeres forcejeando con los soldados,
yo jamás me atrevería; las he visto devolviéndoles las bombas lacrimógenas y hasta
dándose de puños con ellos. Ave María Santísima, cuanta valentía. Es verdad que muchas
de ellas van elegantísimas y todas con el ombligo afuera y tantas con su pearcing tan chic,
pero el valor les sobra. Esto lo debo decir para corregir un tanto al narrador que se limita
a hablar de las “ombliguito afuera”. ¡Claro, como él ha ido sólo a una manifestación y se
la pasó hablando con un gordo horrible! Yo seguí el ejemplo de las mujeres e incluí en mi
“combo”(así llaman al equipaje con que van a las marchas) una mascarilla de enfermera
y un frasco de vinagre para contrarrestar los gases represores. La cosa es más difícil
cuando llegan los llamados “círculos violentos” del gobierno. Tiran piedras y botellas
para disolver la manifestación pacífica y, muchas veces, disparan. El día de la
manifestación hasta una base militar esos tipos horribles del gobierno se escondieron en
las márgenes del río y el plomo parecía una cortina; a las mujeres había que contenerlas,
mientras los hombres, echados en el suelo, se tapaban las caras con las banderas. No, en
este país no hay hombres, qué lástima. Para comprobarlo, y por si fuera poco, uno oye

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como hablan de los militares: que no tienen cojones, que están comprados, etcétera,
etcétera, y deben tener razón. Atacan a mansalva con peinillas y perdigones. Las mujeres
le gritan “cobardes, cobardes” y les lanzan pantaletas. El colmo, con esto de las prendas
íntimas, lo puso el Ministro de la Defensa que apareció en la TV indignado por la cantidad
de estos útiles adminículos que le habían enviado por correo a los generales. No, no hay
hombres; será por eso que muchas de esas chiquillas “ombliguito afuera” se están
marchando al exterior. Yo no puedo hacer lo mismo, sujeto como estoy a la voluntad del
narrador, aunque ahora, después del obsequio al hombre sabio, también a la de Leonardo.
Yo sé que él se marcharía gustoso, pero no tiene un centavo y argumenta que está muy
viejo y que llegar a otro país requiere de una dosis de voluntad y sacrificio de la que él ya
no dispone. Ay, bendito, tendrá razón, pero yo aunque fuese para Cuba, donde se hace un
turismo sexual de primera, pero no, Cuba está en la mira pues veinte mil isleños andan por
estos predios haciendo de todo y nombrar la isla es casi pecado mortal. A mí me parece
que la irritación de Leonardo es alta y que se esfuerza por cumplir con su deber de
intelectual de la única manera que cree útil, escribiendo, aunque debo hacer una confesión
que creo no me perdonará: yo lo he visto tocando cacerola y colocando piedras en un
bloqueo de calle. Eso se llama pensar y actuar y yo me siento muy orgulloso. Sin embargo
a mi patrón no le gustan los coitus interruptus, a quién podrían gustarle, y por eso se ha
ido replegando exclusivamente a la palabra escrita. El narrador también hace lo suyo y
con mucho gusto le voy a distribuir por correo electrónico el artículo feroz que escribió
contra Vargas Llosa; si ustedes se ven bien es, en realidad, un artículo contra la
mediocridad de este mundo y, con acento, contra la mediocridad de este país. Ay, bendito,
qué precio hay que pagar por la inmortalidad. Heme aquí con este destino dual, creado
por un narrador y asistente de alguien que no parece de este mundo, pero con esta
realidad, con este entorno desesperante, con esta angustia cotidiana. Ay, mi Lisboa, donde
nací y donde me concedió el narrador. Ni una angustia, si bien todavía había algo de
inestabilidad política, sobre todo porque el presidente Eanes de vez en cuando asomaba
como unas ganas de gobernar en soledad; todo culpa de la Constitución que no delimitaba
bien las funciones con el Primer Ministro, pero paz. En el centro de Lisboa había algunos
papeles por el suelo, pero eso bastaba para que la gente dijese que la ciudad estaba
inmunda. Si viesen esto, las calles llenas de vendedores ambulantes, la mugre acumulada
en el piso levantando las baldosas, los montones de basura en las esquinas. El narrador
me llevaba en las tardes hasta Cascais a buscar sardinas frescas que los pescadores
sacaban de sus botes aún vivas, pues eran sardinas grandes, como auténticos peces y no
estas cositas que se conocen aquí. Luego encendíamos un fuego para ahumarlas y en
verano las comíamos con un vino verde delicioso. Otras veces nos deteníamos en un
bellísimo bar donde bebíamos oporto y comíamos nueces hasta el hartazgo; de allí guardo
los mejores recuerdos, creo que ya el narrador lo dijo, puesto que estaba en la barra quien
sería el amor de mi vida; gordito levemente, rubio de pelo largo, una madonna
renacentista pero con todos sus atributos varoniles, ¡qué belleza! Terminó de engendrarme
de manera menos romántica, comiendo hamburguesas en el lunch del Hotel Sheraton, pero
no importa. Después de entregarme se olvidó de mí, hasta que regresó a este país y
continuó usándome para congraciarse con Leonardo. Me regaló la inmortalidad, los
mesoneros de los restaurantes deberán guardar las servilletas con que me limpio los
labios...es la servilleta que usó el asistente de Leonardo; esas señoras de las marchas
deberán contarle a sus nietos...en una de ellas conversé con el asistente de Leonardo. Lo
lamentable es que lo que nos rodea no es ficción. Bueno, ya finalizando, ¿quién mejor que

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yo para ser el asistente de Leonardo? Portugués culto, con cuatro idiomas, experto en
librerías, elegante en el vestir y en el porte, de conversación fácil y refinada. Por
momentos el narrador parece arrepentirse. De Leonardo no hay dudas, está feliz conmigo.
Es más, soy el alter ego, no podría existir esta novela sin mí.

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FELIS

El estado del tiempo se había tornado impredecible. Leonardo miraba la lluvia caer o
más bien el vidrio empañado. Se había sentado en el sofá extensible con una manta
cubriéndole las piernas. Las luces de la ciudad se distorsionaban en el balcón. Veía los
relámpagos y esperaba los truenos. Calculaba la distancia de la tormenta midiendo el
espacio entre unos y otros con una simple operación matemática que ejercitaba casi
automáticamente. Ya en una ocasión el viento había destrozado los vidrios corredizos y
anegado todo desprendiendo trozos de parket, arruinando las cortinas y fracturando frente a
sus ojos la montaña. Tiago, solícito, había conseguido una empresa especializada que había
reforzado con nuevos marcos de aluminio los grandes ventanales y había entregado
seguridades de que el desastre no se repetiría. Desenrolló la manta y la llevó hasta los
hombros y se dijo que quizás le tocaría realizar el proceso a la inversa e ir él a buscar la
tormenta. Tiago se había permitido colocar música de Wagner y ordenó apagar las luces.
Giró a buscar a Matisse en el desnudo y en el gris y proyectó la mujer como un borde que
reducía la borrasca a sus formas. Modificó así el carácter del balcón y los colores de la
montaña atormentada fue colocando sobre diversas partes del cuerpo femenino, pintando
desde su inmovilidad. Decidió traer la montaña hasta la mujer y la colocó en cada uno de
sus senos y luego sobre el pubis. Finalmente decidió lanzarla al vacío y el estruendo fue
igual a aquél en que el viento disolvió los cristales y el agua sin control tomó posesión del
espacio. El efecto se reprodujo a la inversa. Del balcón salían viento, relámpagos y agua a
inundar la ciudad y la montaña, al ser restituida, absorbía materia que originalmente no le
pertenecía. Verificó si los caminos en ella habían quedado igual que antes y notó que habían
sido borrados por los derrumbes y la reconstitución de las piedras. Los riachuelos habían
cambiado de curso y lo incapaz de consolidarse se había retirado al otro lado, al mar,
extendiendo la longitud de las playas. La ciudad estaba igual, inmodificable, incapaz de ser
limpiada por la abundancia de las aguas. Percibió un momentáneo silencio y, de repente,
recomenzó el vendaval, con más fuerza, desatado y vengador, dispuesto a regresar al balcón
de Leonardo a la mujer gris desnuda y a dar en regalo la restitución de todo a sus formas
originales. Leonardo sintió que las piernas le dolían y que Wagner se hacía conciliador.
Matisse estaba tranquilo y los ventanales resistían el embate. El frío aumentaba y la
convicción de lo inútil se hacía laja afilada de río en pena. Ligeramente trastabillante se
levantó, comprobó que el estudio estaba cerrado y decidió dormir la hostilidad y enterrar en
el silencio el cacofónico mundo.
El frío continuaba en aumento. Era insólito para esta época del año, pero ya cualquier
cosa podía suceder. Fríos de otros tiempos vinieron a su mente. Frío en Lisboa, cuando el
narrador le había entregado a Tiago y él le había llevado por la carretera costera bajo la
cortina de agua que el mar lanzaba sobre los automóviles; frío con los árboles desnudos en
el hotel y la chiquilla de lisos vellos en el pubis. Frío en Buenos Aires bajo la lluvia fría que
presagiaba la muerte del poeta amigo y la falsa chimenea se bastaba para calentar el espacio
donde la mujer atormentada pretendía tomar decisiones sin lograrlo. Frío en Viena
capeando una tormenta que resultaría inevitable. Frío en París de madrugada cuando los
copos de la nieve le envolvían la espalda y lo empujaban hacia adentro del cálido recuerdo.
Frío en Chicago cuando había decidido entregarse al viento para regresar a Miniápolis
trasegando sobre los lagos azules y las cañas de pescar se le ofrecían a las manos para sacar
del agua helada el olor de la bienaventuranza. Frío en Nápoles con el árbol que pretendía

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entrar a la sala llevado por los resquemores del temblor de la tierra y los gritos de injustos
reclamos parecían venir de las fumarolas que se resistían al invierno. Frío en Sevilla
asistiendo a una procesión a destiempo con el pasado a cuestas. Frío en todas partes
atacado, a veces, con el sopor de la chimenea y otras con la tibieza de otro cuerpo, a veces
con los cuerpos dentro de la chimenea. Frío de oporto, de coñac, de vodka, de vino
recalentado en la pomposa llama alimentada con alcohol. Frío en la larga avenida sembrada
de luces de neón, frío en la noche solitaria acompañada sólo de las máquinas que barrían las
calles, frío en la casa sin calefacción donde encontrar el calor equivalía a un riesgo, frío en
la plaza a medianoche sembrada de farolas expelentes de bruma, frío en las mañanas
trágicas del andar sin destino, frío en los atardeceres apesadumbrados de regreso a ningún
lado, frío en el brusco despertar a deshora para encontrarse el vuelo de una paloma
quisquillosa, frío y ahora aquí también el frío, fuera de toda lógica, en un mes donde el
calor revienta los termómetros, un frío venido no se sabe de dónde, un frío en un lugar
donde el calor hace evaporar el asfalto y los aparatos de aire acondicionado hacen ver las
luces de las avenidas como estrellas en retroceso, un frío que fricciona y ficcioniza, uno que
traslada y refriega la memoria lanzándola contra las paredes para que rebote y se reinserte
recrecida por los golpes. Aquí está, jorungando la espalda, haciendo revivir viejas fracturas,
atormentando dolores que se creían desaparecidos. Noche fría que semeja a demasiadas
noches frías. Impertinencia de los huesos, trajín de un cuerpo desprovisto, soportar el frío
bajo la vestimenta recién sacada del armario donde no hay otra cosa que ropa para el frío.
Trajes de invierno, colchas gruesas de algodón, ropa interior para forrarse en la memoria y
desaparecer de la de otros, largos abrigos contra la intemperie ahora raídos y fuera de
moda, gruesas medias para evitar el agua de las tormentas, protectores para que los zapatos
pudieran navegar hasta los teatros, escenarios y proscenios a dictar a los actores monólogos
ininteligibles. Era necesario dormir, internarse en lo más parecido que había a la flotación
fuera del cuerpo y dejarse estar para que el vacío sostuviese y el silencio sólo permitiese la
intromisión agradable del canto del universo en sus últimos estertores de crecimiento.
Estaba cerca, ya se asomaba la luz de una redondez imperfecta que le acompañaba desde la
infancia cuando su madre le acariciaba el cabello y daba la orden de recluirse. La cuna con
barandas de madera, la lechuza estacionada en la mata del jardín, los ruidos sobre las tejas
para que las mujeres se acostaran con susto, las rejas para aislar el patio de intromisiones,
los perros buscando su noche, la lamparita alumbrando a los santos y ahumando al viejo
retablo que acompañaba al abuelo desde sus tiempos de guerrillero; en el cuarto de los
trastos la bicicleta, todo en orden, el bulto escolar listo con los cuadernos del mañana, la
tela metálica de las ventanas impidiendo que resabios e influjos se colasen a buscar
madriguera en las hamacas o en los viejos baúles. Las preguntas tempraneras sobre el
resultado del plebiscito, mañana sonará la discordia, eterno país. La luz asume cantos
verdosos, verde oscuro que la apaga, negrura que se inyecta. La sonrisa fabricada no tendrá
paisaje original, más bien uno traído del norte; puede levantar la ropa salida de sus manos y
con ellas ver la blancura frígida de sus piernas regordetas. Velludo, muy velludo el sexo,
una explosión de viejos idiomas amontonados y de signos inextricables. Grandes las
protuberancias hermanadas, sabor a sangre de árbol lacerado que sonríe a pesar de la
incertidumbre que producen los largos corredores. Parirá copias de mi obra al cincelar su
rostro sin arrancar heridas y sin dejar sobras de materia. El paisaje cambia, los límites han
sido traspasados. La morbidez no tiene sexo, es el ancho sin límite, luz y oscuridad
confundidas. Quedar, quedarse, por siempre que allí existe, el no-ser es siempre. Se
expande y la respuesta es el vacío que se llena; es “anti” absorbido, un animal que se come

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a otro, se lo engulle, pero habrá de terminar y el comido saldrá del vientre del depredador y
revertirá el proceso hasta convertirse en glotón oscuro y nada envolvente. Materia
deglutida, materia ensalivada, materia disuelta, materia engullida y expulsada, detritus,
materia cagada, mierda, mierda, mierda.
-- Señor, señor, - insiste preocupado Tiago- disculpe, pero lo he dejado mucho más allá de
la hora habitual.
-- ¿A que hueles, Tiago?
-- A basura, señor. Los mendigos abrieron todos los recipientes de la calle. Ya no son sólo
los “recogelatas”, sino gente hambrienta buscando sobras de comida. De manera que
cuando fui a comprar los diarios se me pegó el olor.
Leonardo le mira con ojos plomizos. Otro día estaba allí, cubierto, pero la luz bastaba
para teñir el cuarto de un azul sustraído a las persianas. Todo estaba en su sitio, hasta él. Se
alzó lentamente y comprobó que todo parecía normal. Estaban en su sitio las palabras de
Boronius, estaban en su sitio Matisse, Reverón, Renoir. Estaba la ciudad, estaba la niebla
persistente que se había convertido en cáscara habitual, estaba el ruido permanente que
llegaba hasta su apartamento como un zumbido, estaba Tiago y creyó ver al narrador en las
vecindades de la computadora rondando como ave de rapiña sobre las posibles palabras que
el día portase. Niní alzó la cabeza y le dio los buenos días con un maullido que implicaba
hambre y reclamo. Extrajo del congelador la comida para gatos y fue lo primero que hizo
para no contradecir lo que hacía a diario desde hacía siete años. Se acercó al balcón y pensó
que aquella ciudad era un inmenso recipiente donde debería depositarse alimento cada
mañana sin esperar a que maullara ni fijara sus ojos azules en alguna parte. Una vez
duchado, ingirió su plato de cereales y se sentó en el sofá giratorio abrazándose con su bata
japonesa y a la espera de Tiago. El habitual zumbido parecía un pito intermitente como el
de la alarma de un vehículo. Subía en decibeles hasta el punto que la gata comenzó a
moverse nerviosamente por la sala y a saltar de jardinera en jardinera como si quisiese
encontrar el interruptor que le permitiese eliminar la molestia. Tiago la observaba sin saber
si tomarla y encerrarla en una de las habitaciones interiores o ayudarla en su búsqueda. La
montaña comenzaba a presentar sombras que modificaban sus laderas y el gorro de dormir
persistía sobre la cima dándole el aspecto de un ser vivo que no quiere enterarse de lo que
sucede al pie de su cama. Un pájaro que revoloteaba en busca de una flor captó finalmente
la atención de Niní que se decidió a jugar a la oportunidad. Leonardo dio por sentado que
todo transcurría por sus carriles habituales y con un movimiento de mano le indicó al
ensimismado Tiago que estaba listo, haciéndole despertar de su ensueño gatuno. Habría
manifestaciones de los dos lados, ya la televisión mostraba a los soldados listos para repeler
a la oposición que marcharía sobre una base aérea, los partidarios del gobierno se
atrincheraban en las márgenes del río con bombas lacrimógenas que sólo de procedencia
militar podían ser, las mujeres envueltas en sus banderas y con sus gorras tricolores
comenzaban a lanzarles pantaletas, el dictador mantenía encadenados todos los medios
televisivos y radiales. Tiago tomó aire: en los diarios sólo había entrevistas intrascendentes
a los mismos personajes de siempre que repetían lo de siempre. Algún sesgo había
encontrado, pero no era difícil deducir la verdad, explicó no sin dirigir aún una mirada de
preocupación a la gata que ahora permanecía extrañamente quieta. No era fácil convivir con
una dictadura constitucional que guardaba, de cara a la comunidad internacional, todas las
apariencias. La gata se había subido al mueble del bar y colocado al lado de la estatuilla de
una gata. Imitaba con precisión la porcelana y cualquier desprevenido hubiese pensado que
los habitantes de esta casa gustaban de tener dos gatas de porcelana. El producto interno

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bruto continuaba cayendo, el desempleo había subido en dos puntos, la cesta básica
alimenticia había aumentado en algunos miles de monedas, había escasez de pasta y azúcar,
los pacientes renales estaban muriendo por falta de diálisis. Tiago respiró hondo. La gata
caminaba por las cuerdas de una hamaca que atravesaba el salón de música; mejor,
intentaba una sesión de equilibrio a la mejor manera de un trapecista de circo. Tiago
continuó con su balance del día y Leonardo tuvo la sensación de que su voz se hacía
amplificador del zumbido que subía desde la ciudad hasta alcanzar el poder de destruir
vidrios o de tumbar los libros del armario. Tiago hablaba, pero él yo no le entendía. Era un
rumor in crescendo que le hería los tímpanos, una bola de fuego cuyas lenguas
entremezclaban sílabas, fonemas, sintagmas, en un giro de alta velocidad imposible de
controlar, una locura tan devastadora que al llevarse las manos instintivamente a los oídos
pensó que la intensidad llegaría a tales extremos que por ley física tendría que disminuir
hasta apagarse. La gata se había colocado en posición de ataque, las orejas erectas y los
bigotes en máxima alerta tratando de captar lo que sucedía. El único que parecía no darse
cuenta de nada era Tiago que continuaba con la lectura de su informe matutino sin percibir
otra alteración distinta de la que procedía de los movimientos de la gata, absorto como
estaba en su trabajo. Leonardo veía como si el rostro de Tiago se desfigurase en ondas, tal
como sucede con algunos protectores de pantalla. Le pareció que el estudio se movía y la
única sensación de fijeza le provino de Niní que parecía inmóvil. Le pareció que el televisor
se había encendido solo y la imagen de aquel hombre vociferante pretendiera salirse del
aparato. Lo sintió respirarle en el cuello y las mujeres arreciaron su grito hasta que se nubló
la pantalla por efecto de los gases. No obstante, continuaba emitiendo su contribución al
rugido que parecía brotar de todos los intersticios. Tiago continuaba imperturbable en su
informe y como nunca deseó la presencia del narrador, de otra presencia humana, que le
pudiese confirmar o negar, de alguien que pudiese precisarle si todo acontecía en su mente
o si un extraño fenómeno se estaba produciendo ante sus sentidos. El narrador no estaba,
jamás estaba cuando se le necesitaba. Por un momento lo justificó pensando que quizás se
mezclaba con la multitud o, aún más grave, había sido herido. La idea lo perturbó hasta el
paroxismo. Si el narrador estaba gravemente herido o tal vez muerto o, vago consuelo,
asfixiado y tirado en alguna callejuela de las que fabricaban a su antojo los vendedores
ambulantes, él mismo estaba en peligro y todo su mundo a punto de derrumbarse. Se
levantó como si pretendiese asumir de una vez por todas autonomía e independencia y
Tiago, al fin, tomó conciencia de la situación y se interrumpió. Vivió el peligro y midió su
magnitud cuando vio a su madre acariciándole en la vieja casa lisboeta de Alfama y
contándole de cuando una flota inglesa exigió a Portugal que retirara sus tropas del valle de
Chire. Ultimátum, Ultimátum, se dijo y vio la decadencia, aunque el rostro de Leonardo se
le transformara momentáneamente en el de Alvaro de Campos y de esta boca ajena y
abierta comenzaran a salir improperios contra todos los políticos y escritores y falsos
intelectuales de este tiempo. Sin embargo, Leonardo permanecía mudo. Al percibir que
Tiago había reaccionado se sintió menos solo, pero leyó en sus ojos la misma pregunta por
el destino del narrador. Preocupaciones con algún sentido: yo estaba en una barricada.
Habíamos colocado unos cinco automóviles, piedras y troncos arrancados por la lluvia de la
noche anterior. Me tocó explicarle lo que hacíamos a un atónito diplomático inglés que
transitaba por la zona y ordenar de inmediato se le permitiese el paso, no sin pedirle que
informara al Foreign Office del objetivo de nuestra lucha. En ello me ayudó un Capitán de
Fragata de la Armada que mantenía en el asiento de conductor de su auto, atravesado como
los demás, dos grandes pistolas listas para ser usadas. Tapamos de inmediato la brecha

29
abierta para el escape del representante de Albión, como si estuviese viendo el crucero
británico que ocupaba la mente de Tiago, cuando una lluvia de huevos comenzó a caer
sobre nosotros. Una señora española a mi lado alzó su mirada hacia el edificio de donde
provenían los proyectiles y le gritó a la mujer autora del bombardeo “lo que nos tiras son
los huevos de tu marido, porque no te sirven para nada”. Distendido, tomé conciencia plena
de lo que ocurría en el penthouse y decidí resolverlo de inmediato.
Las dos gatas, Niní y la de porcelana, se movieron al unísono. Ambas giraron las cabezas
de izquierda a derecha, se fijaron en la pantalla de donde desaparecieron al instante las
imágenes, giraron hacia el reproductor de CDs donde Wagner reapareció; Matisse, Renoir,
y Reverón dejaron de tintinear para recobrar la calma. Leonardo se dejó caer sobre el sofá y
frente a él Tiago, sentado en la silla giratoria de la computadora, lo miraba fijamente como
preguntándose por lo ocurrido. “Santa Virgen de Fátima”, alcanzó a susurrar. Leonardo
procuraba recobrar la capacidad de análisis cuando las dos gatas despegaron del mueble del
bar trazando en el aire una colorida curva de arco iris y cayeron sobre sus piernas fijándole
los dos pares de ojos azules ya con respuestas. Leonardo las acarició. Cargó a Niní con su
brazo izquierdo, mientras con la mano derecha tomaba a la de porcelana por el cuello y la
restituía a su lugar de procedencia. El zumbido retornó a su intensidad habitual. Tiago, no
obstante, permanecía rígido, como asido a las posesiones portuguesas de ultramar.
Leonardo entendió que debía animarle y con voz segura le dijo: “El narrador está vivo. Ha
retomado la novela”.

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ACTA DE LA REVOLUCIÓN

“La novela que Leonardo escribía nunca fue encontrada. Es más, a estas alturas, no está
plenamente probada su existencia. Los investigadores tienen referencias de ella por algunas
notas inconexas, pero todas las búsquedas han resultado infructuosas. A su muerte, el
penthouse que ocupaba en el este de la ciudad fue sometido a una rigurosa revisión. Allí
fueron encontrados todos los cuadernos donde sintetizaba las teorías sobre la relatividad y
la física cuántica, un testamento con disposiciones sobre muebles y enseres, algunos
apuntes y dibujos sobre extrañas máquinas que, al parecer, el científico creía podrían
introducirse en los corredores del tiempo y hacer los viajes interestelares cosa de poca
monta. Considerando la excentricidad del personaje se hizo un registro con rayos x en
procura de escondrijos donde pudiesen haber sido disimulados otros documentos y, en
efecto, fueron encontrados tres, uno detrás del armario donde guardaba la ropa interior
contentivo de algunos billetes de dólares americanos y de euros, por un monto
insignificante; un segundo en un doble fondo de su escritorio de caoba que ocultaba,
precisamente, los EVD contentivos de sus teorías seudocientíficas, y un tercero, en el
maletero del penthouse situado en el sótano del edificio, donde estaban unas viejas fotos,
unas maletas con libros y algunos casetes cuyos contenidos están todavía siendo sometidos
a análisis para determinar en que lengua conocida están grabados o, si por el contrario,
están en clave.
Así se expresó el diligente investigador ante la comisión encargada por la Asamblea
Nacional de establecer si Leonardo había incurrido en prácticas de magia negra o en algún
otro desaguisado. Era necesario restablecer la moral de la República y condenar la memoria
de cualquiera que hubiese incurrido en prácticas ajenas al buen nombre del país. Los
señores diputados se dispusieron a inquirir al presidente de la junta investigadora y
comenzaron por la teoría sintética, como es costumbre llamarla para ahorrar espacio en los
papeles oficiales. El diligente investigador respondió que se había nombrado una
subcomisión integrada por los más brillantes cerebros científicos de la revolución para
hacer un análisis exhaustivo del material encontrado. Un diputado patriota y antifacista alzó
su mano desde el fondo de la sala y preguntó si la subcomisión entendía algo de lo expuesto
por Leonardo en su teoría a lo que el diligente investigador debió responder con un seco
“no”. Agregó que aquel enjambre de ecuaciones, logaritmos y consideraciones filosóficas
parecía descabellado y que los brillantes cerebros designados a tal efecto por la revolución
pensaban que el fallecido había intentado una locura de las tantas que cometió en vida.
Otro, más acucioso, preguntó sobre los cuadros de Matisse, Reverón y Renoir que
supuestamente el investigado había tenido en su poder, a lo que el diligente investigador
precisó que esa supuesta posesión sólo había sido una manifestación más de desequilibrio
del susodicho que, como era sabido, padecía de fantasías esquizofrénicas y que tales
cuadros estaban a buen resguardo en lo que quedaba del Museo de Bellas Artes de la
ciudad, ocasión que aprovechó para admitir que las pinturas presentaban serio deterioro
debido a que, por falta de presupuesto, habían sido eliminados los aparatos que controlaban
la temperatura y la humedad. Fue interrogado si se conservaban algunos de los libros de
Leonardo que la distribuidora oficial del Estado había retenido; explicó que el techo de la
distribuidora estaba plagado de goteras y que buena parte de esos ejemplares se había
dañado con las lluvias, pero que, con toda diligencia, se buscaba entre los restos para

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ponerlos a buen resguardo hasta que la investigación terminase. Cuando Tiago fue
mencionado el diligente investigador tomó un aire muy serio y, al mejor estilo de los más
conspicuos agentes de la KGB, explicó que se desconocía el paradero del asistente, pero
que se había descartado la hipótesis de un regreso a Portugal, pues no había registros de tal
reingreso y los agentes de seguridad del Estado habían escudriñado todo el continente y las
islas, tanto Madeira como Las Azores, sin resultado; la hipótesis más aceptada era que se
había internado en el barrio Carapita donde resultó muerto en un enfrentamiento entre
bandas rivales; en cualquier caso existía la certeza de que el asistente no había sacado nada
del penthouse, a excepción de la gata Niní, la que aseguraba también estaba muerta. Una
diputada del espectro ultrarevolucionario interrogó sobre las previsiones que se habían
tomado con relación a un tercer sujeto apodado “El Narrador” y a quien se atribuía una alta
peligrosidad. El diligente precisó que se había comprobado en la Dirección de
Identificación y Extranjería que tal ser, teóricamente descrito como cruel e insidioso, jamás
había existido, a no ser en la mente recalentada del paranoico Leonardo. Continuó con una
perorata psiquiátrica tratando de explicar los extravíos de aquella mente investigada hasta
que los diputados, patrióticamente convencidos de que una vez más se había llevado a cabo
una investigación coherente y total, decidieron dar por concluido el asunto y ordenaron al
secretario levantar un acta de la sesión. La misma fue aprobada por unanimidad.
El narrador pagó en secretaría el importe de la copia del acta y salió regocijado del
edificio del parlamento. Le había costado tiempo y dinero encontrar aquella copia, pero ya
la tenía en su poder. Mientras intentaba atravesar la calle llena de basura y de kioscos
donde se vendía la Constitución Nacional reflexionó sobre el arduo trabajo del escritor.
“Las investigaciones consumen más tiempo que la escritura misma”, se dijo. Se restregó los
ojos irritados por la espesa capa de monóxido de carbono y pensó por un momento
dirigirse hacia la Biblioteca Nacional, pero la cantidad de desechos en el piso y el trazado
del mínimo espacio dejado a los peatones por los vendedores ambulantes le hicieron
desistir de la idea. En cualquier caso, el viejo edificio deteriorado por las filtraciones y con
los ingresos prácticamente tapiados por la basura ya no albergaba más que los restos de
algunos objetos inservibles que habían sido dejados allí por algunos escritores antifascistas
y defensores del orden revolucionario. Era imposible entrar por Internet a la Biblioteca
Nacional pues siempre respondía que la página estaba en mantenimiento. Decidió dirigirse
a algún cibercafé e investigar en cualquier biblioteca del extranjero donde, seguramente,
encontraría la información requerida. “En cualquier parte menos aquí”, se dijo mientras
trataba de ingresar al subterráneo entre un enjambre de niños de la calle que recordaba las
escenas más patéticas de los campos nazis de concentración. Logró sentarse en un asiento
roto y enfrentó el verdadero dilema: ¿Debía mostrar a Leonardo y Tiago el acta? O, por el
contrario, ¿debería limitarse a reproducirla en la novela? Una tercera opción era la de
mantenerla en reserva, pero rápidamente la rechazó, aquél era un documento público; de
inmediato decidió que la incluiría en el texto, pero se dijo que si Leonardo y Tiago la
conocían de esta manera jamás le perdonarían su falta de tacto. Abandonó decidido la Línea
“A” del Metro, caminó con prisa el largo corredor que lo comunicaba con la “B” y a duras
penas logró ingresar a un vagón destartalado. La reacción de Niní, por lo demás, era
impredecible. Los afrontaría, era su deber y lo cumpliría.
Allí estaban: Leonardo hundido en el sofá con un tratado de cosmogonía entre sus manos,
Tiago afanado en la computadora y Niní contemplando las pequeñas garras de sus patas.
“En cualquier momento busca una pintura de uñas y se las arregla”, pensó no sin dejar de
especular que le convendría hacerlo con un esmalte brillante. Tiago le dirigió una mirada

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desdeñosa y fingió continuar ocupado en lo que hacía. La mirada de Leonardo comenzó un
viaje escrutador. Sintió que le analizaba los cabellos cenicientos, que se posaba en su larga
y curva nariz, que determinaba los años de su camisa, que calculaba la edad de sus
pantalones y que memorizaba cada herida de sus zapatos. Cerró el tomo sin que el narrador
pudiese apreciar el nombre del autor y continuó mirándole fijamente sin emitir palabra
alguna.
-- Tiago –ordenó- ofrece una copa.
El asistente me miró con el rabillo del ojo y con un mohín interrogó sobre mis
preferencias.
-- Usted sabe que el vodka es la bebida oficial de este texto- dije como toda respuesta.
En estos inicios Tiago me trató con hostilidad, como si yo hubiese emitido una ofensa
contra el oporto de su tierra natal. Traté de relajarme en el interminable lapso que medió
entre la decisión sobre el trago y el momento preciso que lo colocó delante de mí en una
angosta y coqueta mesa. En verdad no había justificación para este antagonismo. Él estaba
contento con lo que era y había recibido los libros que me había regalado con entusiastas
manifestaciones de agradecimiento, por lo que atribuí su proceder a un estado nervioso. El
embarazoso silencio se prolongó aún. Era mi trabajo romperlo.
-- Tengo el acta de la investigación revolucionaria sobre el final - anuncié.
-- Soy todo oídos -dijo Leonardo.
La leí en alta e inteligible voz. Niní se movió de su posición predilecta sobre el bar hasta
el cojín situado en el ángulo izquierdo de la computadora. Tiago repitió por tres veces
“Santa Virgen de Fátima”, preso de gran palidez.
-- No sé que pensar de usted - fue el primer comentario de Leonardo.
-- Estamos en libertad de hablar - acoté.
-- Déjeme decirle que estoy indeciso- dijo Leonardo- entre acusarle de falta de imaginación
o de poseer una imaginación incontrolable. Admito que me siento incómodo. No logro
discernir si nos hemos convertido en unos videntes del futuro, al fin y al cabo privilegiados
por saber de antemano lo que nos sucederá, o si, por el contrario, hemos sido condenados a
la burla permanente. Me imagino sus problemas - suspiró.
-- La única realidad es la de la ficción - asomé como mi primer comentario.
-- Tiene usted razón- observó conciliador- sólo que la vertiente histórica donde nos
desenvolvemos es dramáticamente cómica.
-- Sí, pero no olvide usted que este es el primer texto, donde yo participo, que las cosas se
suceden en un presente perturbador y nefasto.
-- Yo he leído todas las novelas anteriores donde usted ha participado como narrador - dijo
con un tono entre irónico y comprensivo- y, en su descarga, puedo asegurarle que aún
estando en el futuro ha reflejado la condición humana a plenitud. El hombre repite sus
barbaridades, sólo cambia la forma.
-- Quizás he cometido un error - admití - al presentarle las cosas de este modo.
-- Admito que este es un tiempo difícil, aborrecible y mediocre – continuó -. Esto que
sucede en el entorno inmediato es deprimente, por la falta de ideas y por el retorno a lo que
yo llamo prácticas tribales en pleno siglo XXI y que nos son ofrecidas como panaceas.
Admito que a un narrador le es imposible abandonar las “actas de su tiempo”- rió haciendo
con las manos las comillas.
La conversación iba mejor de lo pensado, aunque el asunto de fondo del destino final
había sido cuidadosamente omitido. Leonardo se fue aproximando.

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-- Déjeme decirle que no me quejo de nada de lo que ha narrado de mí. Inclusive, me siento
cómodo con esta alteración del tiempo y con esta burla inusitada que ha introducido. Al fin
y al cabo, siempre fui un adelantado enigmático cuyas conclusiones científicas no son
entendidas y un escritor de versos herméticos. Por lo demás jamás me ha interesado lo que
mis contemporáneos piensen de mí. Y déjeme agregarle algo que por primera vez digo: si
durante mucho tiempo estuve pendiente de lo que en el futuro se diría de mi persona o de
mi obra, ahora le puedo asegurar que he olvidado completamente esa idea para concluir que
tampoco me importa. Y le aseguro que estoy siendo absolutamente sincero - dijo acercando
su cara.
Niní no quitaba sus ojos azules de mí mientras mantenía en el rostro una expresión
neutra. Tiago había decidido clavar los ojos en la gata y mantenerse así hasta que lo
absurdo se le hiciese comprensivo.
-- Estoy completamente de acuerdo con usted- le dije -. Sin embargo, ¿no tiene nada que
decir frente al acta en sí? - pregunté dispuesto a romper con mis dedos la nuez con la que
había estado jugando.
Leonardo hizo un gesto como indicando que a los otros también le correspondía una
opinión. Niní emitió un corto maullido y con perezosos pasos decidió marcharse, les juro
que pensé que a buscar la pintura de uñas, mientras Tiago, desaparecido el objetivo de su
mirada, se volteó hacia la computadora y se puso a trabajar, o fingió hacerlo.
-- ¿Lo ve usted? - preguntó Leonardo colocando hacia arriba la palma de su mano derecha
en un gesto ambiguo -. A mí tampoco me importa un bledo. Estoy convencido de que lo
humano es un error. Yo tengo una ventaja: la de siempre haber estado colocado en la
ficción. En cualquier caso, déjeme decirle, que usted no es para nada original. Ese ha sido
siempre el destino de alguien como yo y esa acta se ha multiplicado por millares a lo largo
de la historia.
-- Pero – me atreví a balbucear- ¿sirve o no sirve esta acta para la novela?
-- Sí y no – dijo con seguridad – ¿O es que no se ha dado cuenta que su Yo se ha disuelto en
la comedia?
La sabiduría de Leonardo se me había mostrado implacable. Aún así intenté prolongar el
diálogo.
-- La realidad es terrible - argumenté.
-- Nadie puede escapar de ella, pero dese cuenta que todas son ingratas. Usted está narrando
y la que le ha tocado, o la que nos ha tocado – corrigió - es particularmente cruenta. Ha
decidido reflejarla y a mí me parece muy bien. Ha podido hacer de mí un nihilista insufrible
y no lo hizo. Me ha regalado un asistente inmejorable y una gata extremadamente femenina
que me compensa. ¿Por qué no un acta que anticipa con comicidad un final que, al fin y al
cabo, será determinado por el escritor?
Estaba anonadado, pero insistí:
-- Este final reflejado en el acta es duro.
-- O usted no ha aprendido nada de física cuántica o no conoce su oficio - me reprendió -.
O tiene mala memoria. Usted sabe que en ella, y en mi propia teoría - argumentó con un
dejo de satisfacción - todos los individuos pueden tener varias historias, grabados diferentes
que forman parte de la misma unidad. Esa acta es apenas un aspecto de tantos posibles. No
se preocupe y siga adelante, de manera que pueda continuar viviendo.
-- He aprendido la falsedad del precepto según el cual se escribe para vivir. La única verdad
es que se escribe para morir - le dije dando por terminada la conversación.

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No supe como ni cuando, pero volví a mí en la entrada del subterráneo rodeado de
vendedores ambulantes: la tarjeta telefónica, el té verde, la gorra patriótica, el combo de la
oposición, los bolígrafos de varios colores. Di una limosna a dos niños de la calle y bajé las
escaleras corroídas por la inmundicia. El viento caliente desplazado por el tren despeinó
mis ya escasos cabellos.

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CONFUSIO

“La anarquía reina por doquier, afuera y adentro, arriba y abajo, por la calle y en su
texto. Han llegado demasiado lejos. Las cadenas de radio y televisión nos han
enloquecido. Hoy he contado tres discursos trasmitidos por todos los medios
radioeléctricos. He pensado refugiarme en el texto, pero noto que el exterior lo ha
infiltrado y afectado. Bombas, órdenes de sacar los tanques a la calle, indígenas con niños
en cada esquina, estadísticas que demuestran que cae en picada el consumo de alimentos.
Ese es el pan de cada día, aunque hablar de pan resulte un contrasentido, pero ya no sé
muy bien lo que digo: el dictador está discurseando de nuevo y alega que el 12 de octubre
debe llamarse “Día de la resistencia indígena”. Claro que los indígenas están resistiendo:
miren en cada semáforo, miren el estado lamentable en que están. El dictador proclama un
“Plan Robinson” de alfabetización como si fuera el non plus ultra; eso debe ser tarea
normal de cualquier gobierno. Lo llama “Robinson”, por Simón Rodríguez, maestro del
Libertador que así firmaba cuando andaba por las Antillas en plan de exiliado. Fama de
loco tenía Don Simón cuando de verdad era un genio un tanto excéntrico. Estoy seguro que
si oyese al dictador montaría en cólera. Esto es la anarquía. Por el centro de la ciudad no
se puede caminar. La Gran Plaza Central está tomada por unos violentos que agreden a
todo aquél que no es partidario del gobierno. Haga la denuncia, inserte esto. Trate de
hacer algo”.
El narrador lee por tercera vez el mail que acaba de recibir. Ya ha recibido antes mensajes
de diversas fuentes opositoras y progubernamentales, pero el que tiene delante de sus ojos
no parece tener relación con algún movimiento específico. Es un particular, uno de esos
extraños seres que llaman lector. ¿Cómo pudo alguien enterarse de lo que tiene entre
manos? ¿Tal vez se trate de un virus? Deberá llamar al técnico. El mail aumenta su
confusión. No ha salido bien de la reunión con Leonardo. Ahora se da cuenta que el viejo
zorro se deslastró de toda responsabilidad en la redacción del texto. Le imputó todas las
cargas y se refugió en su condición de personaje. Las frases le martirizan: “...usted me
regaló un asistente...”, por ejemplo, o “...una gata extremadamente femenina”. Sin
embargo, esa otra, “...su Yo se ha diluido...”, tiene graves implicaciones. ¿Acaso quería
significar que me he integrado al colectivo? Eso podría explicar el correo electrónico, uno
sin remitente. Es posible que sea un hacker. Es verdad que el texto lo inquieta, que no
puede conciliar el sueño, que da vueltas en la cama pensando en la mañana siguiente, en lo
que deberá escribir. Pondrá algo cerca de la computadora que delate si se levanta a
medianoche. ¿A autoescribirse? La posibilidad de la paranoia lo atormenta. Es cierto que no
anda bien, que hace tiempo no va a ninguna parte, que ha dejado de participar en cualquier
acto. ¿La soledad lo está enfermando? No lo cree, pero ese “Yo diluido” hay que tenerlo
bajo observación. Es cierto que hay una voz colectiva que mueve los labios, que protesta,
que insurge, pero sin sonido, como si las palabras estuviesen en un nivel sólo audible por
oídos no humanos. Veamos, se dice, que alguien asuma en un momento una voz colectiva
no tiene nada de particular, ese es alguien que se puede llamar un líder, pero yo soy apenas
un narrador atormentado con un texto donde el exterior se entromete. Este mail puede ser
un anuncio del cese del egoísmo. No, estoy especulando, este es un caso típico en que el
lector pretende entrometerse en un texto que ni siquiera está terminado. ¿Acaso no sabe que
no escribo para los lectores? No escribo para nadie, escribo para morir, como bien se lo dije

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a Leonardo. Ahora bien, ¿qué pretende el viejo zorro al deslastrarse de toda
responsabilidad? Es posible que la cuestión sea más grave y lo que se proponía era
recordarme que él y yo somos el mismo. Es cierto que nunca he discrepado con Leonardo, a
no ser en aquella ocasión de la que me arrepiento, pero esa fue la excepción que confirmó
la regla. ¿Habrá querido decir que todos aquí somos un ser colectivo? Yo soy Niní, yo soy
el narrador dice Niní, yo soy Leonardo digo, Tiago asegura ser la gata, así hasta que se
agoten las posibilidades. ¿Quién es la gata de porcelana sobre el bar que sólo adquiere
movimiento cuando Niní la asume? Ese es el verdadero quid. Cada uno, a su turno, se
mueve cuando otro lo asume. Tal vez el mail lo que plantee es que el colectivo necesita ser
asumido. Freud, Jung, Lacan, etc, etc, todos me pasan por la cabeza. Algunas cosas las
puedo entender. Que feminidad y felinidad (esta palabreja la acabo de inventar) vayan de la
mano, no tiene nada de raro. Los amaneramientos de Tiago no tienen nada que ver con el
recio pueblo portugués capaz de hazañas marítimas sin parangón. Tiago me debe venir de
alguien conocido, de alguien que el escritor robó para esta historia. A Niní la conozco, no
tengo dudas. A la gata de porcelana, no, a esa no. ¿Qué importancia tiene? Está sobre el
mueble del bar y punto. ¿O es, acaso, el congelamiento, la impotencia, la falta de vida? Me
olvido de la excepción y vuelvo a repetir que yo nunca he discrepado de Leonardo. Yo
nunca he discrepado de la gata de porcelana que está sobre el bar. Tendré que advertirle al
lector que su opinión no me interesa, que no me interesa ni el presente ni el futuro, si es
que este último se atreve a reclamar una presencia. Hay un eterno presente que se alterna.
¿Y el hombre? Demasiado imbuidos andamos todos con esta crisis patética de nuestro
entorno inmediato para dedicarnos a reflexionar sobre el hombre, mejor, sobre la muerte del
hombre. Es bastante probable que la gata de porcelana sea el futuro, apoltronado,
petrificado, inmóvil, congelado. No necesita moverse para existir o, mejor, para “existir”.
Recuerdo haber hablado poco del ambiente en el penthouse, Tiago y Niní están, pero he
mencionando un sofá, en realidad, son dos, uno normal de dos puestos y otro muy
particular, giratorio y con ruedas; no, no es una silla de escritorio, es un sofá, pero creo que
no le corresponde la palabra sofá; es algo que el propio Leonardo diseñó para su
comodidad, porque debo decir que Leonardo diseña bastante a menudo. Cosas imprácticas,
sin aplicación industrial, como esa silla personalizada, llamémosla silla para salir del apuro,
o ese extraño aparato que asegura sirve para cruzar las puertas de las dimensiones. Quizás
en esto último esté la explicación final: él asegura que hay dimensiones paralelas y que
todos estamos también en otra, lo que podría explicar la confusión de hoy. Es posible que el
otro narrador, es decir yo, del otro lado del telón (no sabría como llamarlo) me haya
enviado un mail, es posible que se llame lector y esté del otro lado, que tenga la capacidad
de ir leyendo mientras uno narra. Sería una gran ventaja, puesto que no habría necesidad de
publicar. En verdad, es lector que me siento, de allí debe provenir la confusión de hoy, el
desprecio que me estoy autoinflingiendo. He allí la respuesta para el taimado de Leonardo:
soy un lector que lee, viejo zorro, lo que tú escribes. Al leerlo lo reaparezco, lo resurjo, lo
resucito, lo recupero, lo restablezco, lo retorno, lo repito, lo exhibo. Ahora lo reto,
comienza de nuevo, comienza, utilízame que ya estoy deslastrado de confusión, que ya sé
todas las respuestas.

Desde la visita del narrador Leonardo se había mostrado más huraño que de costumbre.
Tiago procuraba apenas rozar el piso y hasta Niní había dejado su hábito de cazar pájaros
en el balcón para limitarse sobre la alfombra. La literatura parecía echada a un lado, al
menos por los momentos, puesto que Leonardo se concentraba en los métodos para

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trasladarse por los corredores del tiempo. La visita parecía haber tranquilizado la calle y
Tiago había informado apenas de novedades en la prensa literaria del exterior. Un extraño
silencio y una aún más extraña paz les rodeaba. Tiago, una de las mañanas, se había
permitido agregar como respuesta a una pregunta inexistente, un enigmático “esperan”.
Había que precisar la manera de vencer la materia oscura y una de las vertientes que
Leonardo trazaba pacientemente en un cuaderno era la de la fricción. A veces se aceleraba,
quizás como la máquina que inventaba, y se le veía morderse los labios mientras quebraba
las micas de los lápices. Tiago había constatado que dormía bien, a pesar de que persistía el
dolor en el cuello. En más de una ocasión lo había oído gritar, pero sin despertarse. “Nadie
como él para conocer su propio cuerpo”, había pensado, absteniéndose de sugerir cualquier
visita del instructor. Esa era, en cualquier caso, la única posibilidad pues sabía que su
patrón detestaba cordialmente la medicina oficial. Ya se vería, mientras la molestia se
limitara a la noche y no enturbiara su diaria tarea, podía demorarse la decisión. Niní se
había tornado más misteriosa, desaparecía por largos ratos y, en más de una ocasión, la
había buscado por todo el penthouse temeroso de que se hubiese lanzado al vacío. La idea
del suicidio de los gatos estaba ocupando la mente de Tiago. Recordaba perfectamente lo
sucedido con Don Giovanni, un hermoso gato persa de un escritor amigo de Leonardo, que
se había suicidado dejando a su dueño sometido a un estrés de meses; sí, lo había superado
escribiendo poemas a su amigo desaparecido, pero no quería una situación parecida en esta
casa de la cual él era el guardián. El porqué de los suicidios gatunos le resultaba
incomprensible, pero todos los casos que recordaba se referían a gatos, ninguno a gatas. La
inédita tranquilidad la estaba aprovechando para poner al día su correspondencia personal y
hasta se había demorado en los camiones de verduras escogiendo sin apuro e incorporando
vegetales a la dieta, elemento que hacía falta en esa casa, pues Leonardo era reacio a las
ensaladas. La presencia del narrador la había degradado a un segundo plano, aunque
conservara todas y cada una de las palabras que en esa ocasión se habían dicho. Al fin y al
cabo, pensaba, Leonardo se había puesto a trabajar como hacía meses no lo hacía y él tenía
tiempo para el ocio. Sentado en la sala ojeaba una novela de Lobo Antunes cuando escuchó
un maullido descomunal, una especie de eructo volcánico, y a Niní que corría hacia él. No
reaccionó de inmediato, pero antes de que la gata alcanzara sus piernas la explosión cercana
conmocionó las paredes y los cristales temblaron como no lo hacían desde que la tormenta
los había arrancado de cuajo. Quedó inmóvil por unos segundos, pero rápidamente se
repuso y corrió hacia el estudio. Leonardo estaba de pie, los cuadernos regados por el piso y
la estupefacción se le aposentaba en los labios abiertos. Tiago tomó en brazos a Niní y con
Leonardo corrió hacia el balcón. Las llamas alcanzaban varios metros de altura en la
cercana Base Aérea. Se produjeron, entonces, algunas explosiones secundarias y el aullido
de los carros de bomberos. Contemplaron la escena en total mudez. Regresaron al estudio y
por vez primera vio a Leonardo mirando las noticias. El gobierno hablaba de un acto
terrorista de la oposición y la oposición hablaba de una escalada de violencia del gobierno
para distraer a la opinión pública internacional. La bomba lo alteró todo. Leonardo
abandonó sus cuadernos y retornó a la computadora a escribir, la molestia del cuello
reapareció en toda su magnitud y, lo peor, temió se repitiese la visita del narrador.
Llegaron las órdenes habituales y Tiago envió el artículo de prensa. Lo insólito, lo
verdaderamente insólito, ocurrió por la tarde: Leonardo tomó en brazos a Niní, bajó hasta el
jardín del edificio y se dispuso a hacer una caminata. Tiago observaba la inédita escena
desde el balcón. Vio como el vigilante del edificio saludaba cortésmente y con evidente
sorpresa al más famoso vecino, vio como algunos transeúntes daban las buenas tardes y

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como Leonardo se encaminó por la acera hasta llegar a un pequeño parque que permitía una
estupenda vista de la ciudad. Tan buena era, que los autobuses, cargados de turistas, cuando
turistas había, se detenían allí para permitir a los visitantes disfrutar de la vista panorámica.
Leonardo miraba la ciudad desde una perspectiva diferente. De joven la había caminado en
su totalidad, había vivido en al menos cuatro pensiones distintas durante su época de
estudiante y había, como todo joven, ejecutado sus correrías nocturnas. ¿Qué sería de la
cervecería alemana? ¿Qué sería de la amable y gorda señora húngara que le fiaba
hamburguesas? ¿Cómo estarían los pasajes subterráneos del centro donde acostumbraba
almorzar? En aquella época estaba orgulloso de su ciudad. A los visitantes extranjeros les
llevaba a ver los grandes sistemas de tránsito, el boulevard que algunos comparaban con
algunos famosos de Europa, las hermosas playas del litoral central, los restaurantes que
muchos consideraban los mejores del mundo. Niní, habitualmente arisca, se dejaba
acariciar. La campanilla de un heladero lo sacó del ensimismamiento. Tiago no podía
creerlo: allá abajo, en el parquecito, sentado en un banco de cemento, Leonardo comía
plácidamente un helado. Hablaba con el vendedor, seguramente en francés, pues esa dura
tarea de arrastrar por las calles uno de esos carros se había hecho exclusiva de los
inmigrantes haitianos. El negro sonreía complacido. Seguramente era interrogado sobre su
país, sobre las circunstancias que le permitieron llegar hasta aquí, sobre la familia, sobre la
miseria haitiana que lo había empujado a otras costas. Los disparos se oyeron primero hacia
el oeste y se extendieron hasta el viaducto del centro. Tiago pensó en correr hacia el
ascensor, pero algo lo detuvo, seguramente un sentimiento de respeto que inhibía al miedo
y decidió volver al televisor. Nada, no se informaba nada. Volvió al balcón y allí
continuaban Leonardo y el haitiano, en una perorata interminable. Luego de unos largos
minutos vio a Leonardo despedirse y emprender el regreso. Acariciaba a Niní que mostraba
una insólita complacencia. Sintió el ascensor abrirse en el pasillo y lo vio entrar. Leonardo
notó su palidez, colocó a Niní sobre la alfombra y la mano sobre el hombro de su asustado
asistente.
-- Nuestro inefable amigo el narrador ha vuelto a las andadas, sigue reflejando el entorno
real que nos asedia - dijo por toda explicación y se dejó caer sobre el sofá, cansado, pero
evidentemente contento del paseo.

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PUENTES

El narrador pensaba. Tanto como la entrevista con Leonardo le mortificaba lo visto en el


regreso en Metro. Había dedicado el tiempo del trayecto a analizar los rostros, las
vestimentas, los comportamientos, el caos. Había estado con una persona dilatada y visto el
deterioro galopante, escuchado una voz superior y percibido un deslizamiento. Ciertamente
las realidades conviven y la verdad es una multiplicidad de facetas. Lo que estaba
percibiendo escapaba a las dos caras de Jano. Ni siquiera de caras se trataba. La lectura del
acta le había demostrado que ese texto podía variarse hasta el infinito. Leonardo le había
recordado que la realidad es una multiplicidad que convive. La novela que escribían era una
puesta en escena en la cual los actores no encarnaban estereotipos. En la realidad del texto
no había modelos filosóficos, pero sí se había colado, como tenía que ser, la posibilidad
metafísica y moral abstracta junto a una de las caras perversas de la realidad. Tenía poder,
un inmenso poder, para trastocar las actas finales, para hacerlas reflejar otros resultados,
pero ninguno sobre la ignorancia. Meditó sobre el régimen y no pudo encontrar máximas
de Estado. Pobre Gerberto de Aurillac que había pensado que junto a ellas era igualmente
necesaria una poética. “Ni una cosa ni la otra, todo lo contrario”, se dijo, parafraseando a un
político de su tiempo. Jamás podía considerarse una máxima de Estado el improperio y
menos una poética la sujeción en la pobreza. Leonardo, con toda su inventiva y genio, no
era un poderoso alzado sobre la masa. La conversación le había ayudado a comprenderlo.
No era eso que los malos traductores de Nietzsche habían llamado el “superhombre”. Era
un ser inclinado a un nuevo estadio antropológico, a una mejor forma de individuo liberado
de los confines tradicionales, la encarnación viviente de la indeterminación del ser más allá
de la construcción estoico-humanista del Yo. Por ello carecía de todo interés la polémica
sobre la titularidad de la autoría de la novela. El propio Leonardo le había advertido de su
disolución. Repasó de nuevo el panorama que tenía ante sus ojos: el pensamiento
trascendente sobre el hombre y la necesaria atención a una crisis que podría llamar histórica
en su propio entorno y en su propia medida. Conviviendo, partículas muy diversas del caos
se entremezclaban en la medida que la condición de intelectual alerta de Leonardo le
obligaba, por honestidad y conciencia, a participar en el combate circunstancial teniendo ya
dominado el combate crucial. Aquí tenía un caso extraño de retroceso histórico, un país que
se dirigía hacia el siglo XIX, un país donde brotaban como hongos todas las deformaciones,
tumores y llagas que había puesto a la vista desde sus propios inicios. Aquí tenía, en el
propio centro del planteamiento salvaje, el cambio definitivo, el traspaso de una medida de
hombre a otra. Lo vio con toda claridad y no sin miedo: este hombre era lo que Nietzsche
había querido decir siempre, antes de que los traductores enfermaran a occidente con sus
invenciones; era mitad y mitad, era una transición, al fin y al cabo, un puente entre un
individuo tradicional y una nueva forma. Él, el narrador de los pantalones raídos, estaba en
la obligación de describir un puente, uno estrecho y peligroso, uno por el cual debía
caminar para dejar constancia de la peligrosidad de todos los puentes y comenzar a
anunciar lo que vendría.
Y para ello debería sopesar sus fuerzas. En ese momento se sintió débil e incapaz. Para
colmo de sus problemas las palabras eran escenario de otra batalla: cada día los
significantes se alejaban más de los significados, una rebelión se manifestaba en las cosas

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que se negaban a ser designadas, las palabras tendían a convertirse en ecos remotos y
parecían encontrar la conclusión y la felicidad en el silencio. Le quedaba la realidad
histórica, esa sí que podía ser narrada y las palabras fáciles de encontrar. Corrupción, robos,
malversación, militares corruptos, políticos ladrones, dictadura, pillaje. Pero no bastaba. La
preocupación trascendente, la intemporal, la visión sumergida en lo que sería el gran
tránsito de lo humano hacia la nueva densidad, debía ser plasmada y era allí donde las
palabras se mostraban en toda su flaqueza. La tragedia del entorno terminaría alguna vez,
todas las tragedias siempre terminaban aunque los hombres comenzaran otras para vivir en
un eterno presente trágico.
Sobre el hombre reflexiona el texto. El lenguaje se observa en el espejo. Humanitas sobre
el ensamble de órganos artificiales. Intercepción decreta el Gran Ojo. El narrador recapacita
sobre las sabias y exactas palabras de Boronius, pronunciadas para un siglo cinco siglos
atrás. Los mismos temores por diferentes causas. Oscuridad recurrente, sólo que ahora
estaban los puentes de los cuales Leonardo era la cuerda lanzada sobre el vacío para sujetar
las posibles pisadas. ¿Qué hacía ese ejemplar humano en medio del subdesarrollo, de un
proceso retrógrado, de una boca negra hacia el pasado? Los temores anteriores eran otros y
los mismos. Temían el fin del mundo, pero ello no significaba otra cosa que cambios de
costumbres y hábitos y gobernantes. Nunca se había planteado, como ahora, cambio del
recipiente mismo, del cuerpo humano, del hombre como había sido por milenios. ¿Acaso
ahora iría hacia una gran cabeza y unas extremidades débiles por causa de la parálisis? ¿La
apariencia física sería lo de menos ante los brutales cambiamientos de las concepciones? El
narrador medita. La novela que escriben debía entornarse en dos ramas de cabellos hechas
crineja, suave y perfumada como la de una mujer echada sobre un paisaje ligur, debía ser de
líneas inconexas como una mujer desnuda de Matisse, debería aproximarse al silencio sin
alcanzarlo todavía.
El narrador meditaba. Tiago percibió sus desvaríos y la exhalación de un insondable
suspiro. Odiaba al padre que le había creado, pero para sí mismo debía admitir que nunca
había estado realmente en desacuerdo con él. Sentía un amor que ocultaba celosamente y
un desprecio que dejaba fluir. Lo admiraba, sí, aunque se hubiese dejado torturar antes de
admitirlo. Leonardo percibió que Tiago meditaba sobre la meditación del narrador. Se
congratuló por su asistente y comprendió la manera en que administraba sus sentimientos.
Sentía un profundo afecto por Tiago, patentizado en el silencio, sí, pero no por ello menos
legítimo. Bastaba con que el portugués le comprendiese y solícito le facilitara la vida. Era
un hombre muy inteligente y la prueba estaba en la manera en que sobrellevaba la relación,
más que de trabajo, casi filial. Niní percibió que Leonardo meditaba sobre Tiago que
meditaba sobre el narrador y meditó. En la ubicuidad de sus ojos azules los tres hombres se
movieron duplicados y le pareció que un ejército le servía el alimento y el agua. Maulló e
inició un inédito reconocimiento por cada una de las habitaciones del penthouse. Se subió a
las camas, ensayó unos saltos acrobáticos entre las mesas de noche y las ventanas, se
descolgó por los hilos de la hamaca, limpió las garras en la alfombra de la sala, pasó sobre
el reproductor de CDs y se posó en actitud de caza sobre el mueble del bar al lado de la
gata de porcelana. En sus ubicuos ojos los tres hombres se hicieron hombre único que la
miró preguntándose por la actividad desusada. La parte llamada Leonardo se preguntó si
había algún vuelo extra de los pájaros sobre el balcón. La parte llamada Tiago se alarmó
por la posible presencia de roedores en el penthouse. La parte llamada narrador parecía
encantada con los elegantes movimientos de la gata. Las miradas del hombre y de la gata se
cruzaron como un puente entre el sofá y la alfombra. La gata maulló. El hombre dejó de

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saber donde estaba y se sintió en varios sitios a la vez. El don de la ubicuidad había salido
de los ojos felinos. La feminidad de la gata se sintió halagada ante la admiración. De los
ojos del hombre había salido el reconocimiento a la belleza. El hombre supo que podía estar
en cualquier época y espacio y, con un manotazo, dejó clara su inconformidad con el
presente y con su tiempo. El narrador percibió que su meditación había hecho meditar a
Tiago que había hecho meditar a Leonardo que había hecho a Niní transferir desde sus ojos
el don de la ubicuidad. Él tenía delante la multitud de realidades y a cuatro seres ubicuos.
Dependía de él. Vio lo que sucedía en todas las ciudades y los rayos desprendidos de la
nueva situación chocaron con las partes metálicas de los nuevos cuerpos. Los vio atravesar
los corredores y comer tallos de flores en paisajes inéditos. Sobre toallas de aluminio, sobre
otras tejidas con hilos viejos, las lluvias desatadas arrasando en deslaves los edificios: vio a
Kung-Kung tumbado los pilares del cielo en el monte Pu-shou y a Niní-Kua salvándose
sobre una batea; vio a Utnapishtin metiéndolos a los cuatro en un azafate y mandando al
aire una paloma que Niní-shtin miró con ojos codiciosos; vio a Manu con un pez hablador
en la mano y sintió cuando lo devolvía al mar no sin un zarpazo de Niní-nu en procura de
alimento; vio a la diosa Hathor inundando el mundo con sangre que Niní-thor cambio por
cerveza roja para engañarla y vio a Niní-Leonardo-Tiago-narrador borracho comiéndose las
entrañas vivas de un caos y la condena convirtiendo al planeta en una Gran Ojo. El deslave
está allí, ante sus ojos, en la pantalla y los coches amontonados en la autopista y los pobres
de las viviendas de los cerros cayendo en cascada presas de la pobreza. La realidad real es
siempre el vómito de un tiempo específico, pensó el narrador, lo que hizo pensar a Tiago,
que a su vez hizo pensar a Leonardo, que a su vez desató el maullido de Niní para que todos
sus congéneres en las capas del tiempo maullaran, desde los túneles de las tumbas hasta
debajo de los viaductos. Sí, un ejército se acercaba al narrador levantando puentes,
torciendo con las manos las hierbas secas que deberían sostener algo sobre el agua. La
lluvia continuaba golpeando las ventanas. “Noche infernal”, se dijo el narrador. Esperaba
que los ventanales del penthouse de Leonardo no cediesen otra vez. No quería otro vómito
de cristales hirientes. “Los cristales no cederán”, pensó Tiago, al igual que Leonardo, al
igual que Niní. Si alguna seguridad podía tenerse sobre el particular sin lugar a dudas
correspondía a ella. La trasmitió a todos y lo demostró con hechos al no ocuparse de la gata
de porcelana que seguía impertérrita sobre el mueble del bar. Leonardo cerró el libro de
cosmogonía, Tiago cerró los ojos vencidos por el sueño, Niní se ocupó de su cola que
parecía dirigir el estruendo de los relámpagos y el narrador retiró las manos del teclado de
la computadora.

El amanecer fue lento. La calma pretendía ahora ocupar el lugar de la borrasca. El viento
se simulaba cansado de sus esfuerzos, pero no lograba engañar, puesto que olía a presagio.
La luz hacía un gran esfuerzo por vencer la calina que envolvía la ciudad. Me detuve en la
gata de porcelana y el olor a licor me provocó náuseas. Estaba en manos de una doncella de
veste blanca y párpados de negro sentada en las piedras de un otrora y confirmé los
síntomas. Las patas ahora eran rojas, la cabeza azul, la cola había tomado los destellos de
un amarillo iridiscente y los ojos semejaban esmeraldas encendidas por una combustión de
materias agredidas. Sacudí la cabeza y me dije de un adelanto del eclipse de luna que
veríamos en la noche a las 9 horas y doce minutos. Las primeras noticias informaban que
la policía política había encontrado tres depósitos de armas, lo que indicaba que estaban
prefabricando un intento de golpe de estado para utilizarlo como pretexto e impedir que la
gente acudiese a firmar la solicitud de referendo contra el dictador. Los personajes

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holgazaneaban a la espera de que este sábado fuese una excepción y el escritor no
irrumpiera con sus protervas intenciones de colocarlos sobre el entarimado. La noche había
sido difícil, habían dormido mal despertados varias veces por el viento. El escritor estaba
atento a lo que sucedía en la Sala Situacional del Palacio de Gobierno. Los altos jerarcas
repasaban sus planes y analizaban la situación del general corrupto que había estafado a
uno de sus colegas y tratado de asilarse en una embajada. Era evidente que no creían en el
viejo refrán de que “quien roba a ladrón tiene cien años de perdón”. Les angustiaba la
posibilidad de que la actividad de firmas convocada por la oposición fuese un éxito tal que
temblaran los cimientos del viejo palacio. Descubrirían otros depósitos de armas, lanzarían
atentados contra ellos mismos, anunciarían un nuevo intento de magnicidio, sacarían los
camisas rojas a la calle. Era desde allí de donde el presagio se colaba en el viento quieto y
provocaba el olor turbulento. Los tintes de la gata se desleían y se hacían hilos multicolores
que alcanzaban ya el cristal del bar. El desorden del penthouse se patentizaba en el tomo de
cosmogonía en el suelo, en Niní defecando fuera del cajón de arena, en el archivero dejado
abierto y en desorden por el asistente. Cinco ceniceros repletos de colillas testimoniaban el
insomnio. Había entrado al nuevo día imitando su lentitud, aunque el cúmulo de rumores
que llegaba desde el poder le mantuviese medianamente atento. Era sábado, día de
proveerse de alimentos, de los tres o cuatro viajes a los camiones que vendían pollo,
pescado, verduras y queso. Podía dejarles libres, a su antojo, al menos por los momentos,
mientras la combinación de eclipse y de extrañas maniobras oficiales fuese mostrando sus
intenciones. Después de todo lo que vendría podía no darse hoy, arrastrarse unos días hasta
que el veneno se hubiese amontonado en las glándulas de manera suficiente para, al ser
eyectado, alcanzar en el rostro a sus víctimas. Los personajes percibieron la intención y
suspiraron aliviados y hasta la gata de porcelana comenzó a recobrar su textura habitual.
Los rumores normales de la calle comenzaban a sentirse. Tal vez no hubiese necesidad
deprisa, tal vez los acontecimientos tardarían. Encendió el televisor y las noticias no eran
para nada excepcionales, claro que no podían, estos periodistas tarados, enterarse como él
de lo que sucedía en las altas esferas del poder, pero en términos generales se dedicaban al
resumen noticioso semanal, a las recetas de cocina y a las informaciones necias sobre los
amoríos de la farándula. Había tiempo para comprar comida, más no dinero suficiente.
Constata la nueva alza de los precios: no podrá comprar lo necesario, deberá escoger y lo
hace, pollo. Los precios se comportan como la situación del país en que cada día parece el
último, pero el nuevo día llega. Así el precio de un alimento parece el último, hasta que
llega el nuevo día. Los dejará en paz, pero observará como proceden. De nuevo cadena
nacional. El dictador regala dinero a diestra y siniestra. Los ministros se babean ante las
palabras grandilocuentes. De todos los balcones de todos los confines comienza la protesta:
suenan las cacerolas. Hoy las sonará él también, más que por las palabras insulsas, por los
precios; la verdad es que no sabe como logrará sobrevivir. La olla está hundida de tanto que
la ha golpeado. Al menos sirven para algo, como dice la gente pobre en los cerros, pues
para cocinar ya no tienen utilidad. El cacerolazo no dura más de media hora: nadie es capaz
de sonarla por las cinco o seis horas que durará la perorata. La pantalla de su computadora
sube de intensidad, es evidente que millones de televisores se han apagado. Vaga por el
apartamento. Qué hoy hagan lo que mejor les parezca. Otra vez se pone a ficcionizar, es
decir, a recordar. En todos los habitáculos de la ciudad el aburrimiento se aposenta. Se
miran las caras unos a otros y comienzan a elucubrar con la posibilidad de salir, de caminar
por un centro comercial, de anticipar un poco las compras navideñas antes de que los
precios impidan hasta la presencia de una cerveza en los mustios refrigeradores. Él no

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puede permitirse el ocio, pero tampoco siente ningún deseo de tomar la calle infecta. No le
provoca una cerveza. Está libre y no sabe para qué. Los recuerdos deberán ser escondidos
entre los cojines del sofá. Enciende otro cigarrillo y comprueba que pronto no podrá
respirar. Comienza por hacer pequeñas tareas domésticas, como botar los restos de los
ceniceros y pasar un trapo húmedo por las ventanas heridas por la ventisca de la noche. El
teclado está inmundo y con un poco de detergente procura eliminar los malos pensamientos
que lo oscurecen. Se bebe el décimo café de la mañana. Idea cambiar los muebles de lugar,
pero el vigente es el único orden posible. El cuello le molesta, pero decide absorber el
estoicismo de Leonardo. Hace un balance de todo lo que habría que reparar y se da cuenta
que ya nada resiste una reparación. El deterioro exige sólo una imposible sustitución. Está
impuesta la necesidad de renovación total. La noche anterior el animador de televisión
corrigió a una señora que dijo “alquímico” señalándole “químico”. Es evidente que nunca
había escuchado la palabra. Él necesita de alquimia para transformar en provechoso el
tiempo que este sábado se le escurre como los tintes con los que, en un momento
imaginativo, pintarrajeó a la gata de porcelana. Hoy no quiere ficcionizar, amontona más
cojines sobre los recuerdos. Él está en el lugar en ninguna parte y logrará tender un puente
hasta el domingo y el domingo un puente hacia el lunes y el lunes un puente hacia la
proximidad de la nada.

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CALENDAE

Domingo primero de mes y el dictador habla desde hace cinco horas en cadena nacional
de radio y televisión. La serpiente de la oscuridad se ha posesionado de la mañana. Se pasea
inquieto por el pequeño apartamento y las imprecaciones se escuchan hasta los confines de
la urbanización. Para vencer a la bocota que no se detiene hay que disfrazar al sol de Niní,
Ra en forma de gata hará callar a Apep, la lengua oscura. El conjuro parece funcionar. El
sol se asoma, primero con timidez, luego con vehemencia, y la lengua se detiene. La
mañana asume tonalidades entre brillantes y rojizas. Se marcha al parque a caminar y a
prender el sol como acostumbra hacerlo todos los domingos. “Anatolia- dice- Anatolia-
repite- sí, por el conjuro de este domingo la gata de porcelana se llamará Anatolia”. Los
árboles brasileños del parque venezolano se le lían con las primeras imágenes de un gato y
de repente se siente confortable como cuando cruzó el estrecho para ir al Asia turca.
Yrundí, Pan-Brasil, Falsa Caoba, Árbol de la Cera, Árbol de la Charretera, Árbol de la Col,
Árbol de la Gutapercha, al que rebautiza de la Gata Parda e, impregnado de los aromas del
bazar de Estambul, se detiene en la Hymenaea. La serpiente de la oscuridad le ha
despertado viajes, sueños y olores y sabores escondidos en su memoria. Mientras avanza en
la caminata se pregunta si lo que le asalta no son unas inmensas ganas de marcharse del
país. Mar negro, Mar Mediterráneo, Mar Egeo. Cuando se abandona la pequeña parte
europea y se cruza hacia la Turquía asiática se siente como si las distancias hubiesen
desaparecido. Podría envenenarse de especias e ir al café a masticar borra. Sí, es quizás eso,
es cansancio del palabrerío insulso, de la pérdida de tiempo, de la serpiente de la oscuridad
extendida como manto patético. Sí, seguramente son deseos de estar en otra parte, de no de
vivir de apelaciones mentales a los mitos, sino de andarlos, de involucrarse en Grecia, de
besar con la frente el suelo en la mezquita, de ficcionizar en una pagoda, de saltar de las
islas del Egeo hasta las del Pacífico Sur, de marearse, de ir a Bastet, ciudad y diosa, donde
los habitantes son gatos y copular con la diosa de cabeza de felina y cuerpo de mujer. Apura
el paso para drenar, para sudar las horas de improperios, para lavarse el cerebro y poder
regresar a escribir la novela. Sí, el conjuro egipcio surtió efecto, pero la imagen gatuna lo
lanzó hasta Anatolia y helo aquí en el parque donde los gatos parecen querer fijar
residencia. Apura la marcha, ahora corre, y ensaya unos pasos de baile. No tiene un sistro,
pero debería, de esa manera se haría autosuficiente como las bailarinas y las gatas. Sí, con
un sistro a percutir. Aprisionaría el metal con la mano izquierda si lo encuentra con forma
de aro y con la derecha si en forma de herradura y haría retumbar sus varillas sobre la
pierna opuesta a cada mano. Sí, debería marcharse, pero no puede. Las responsabilidades,
las benditas responsabilidades y la razón fundamental: no tiene dinero. Nunca ha aprobado
bañar camellos en el Sahara, nunca ha intentado hacer de polaco en Roma lavando los
parabrisas de los autos, nunca ha tratado de hacer de guía turístico en el Bósforo, jamás ha
asumido el rol de león marino en las Galápagos. El cansancio comienza a dominarlo y
emprende el regreso a casa. Viajar cansa. Cansa no poder. Tendrá que esconder a Niní y a
Anatolia, otra santa inquisición se regodea en las paredes de su país quemando todo lo que
fue manifestación integradora de cultura. En cualquier momento se produce la orden:
“¡Quemen los gatos!, instrumentos nefastos de los brujos y hechiceros golpistas”. Si Niní y
Anatolia se arrechan botarán fuego por las bocas haciéndose la diosa Sekhmet y tal vez le

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quemen los pelos de la barba a más de uno que se la está dejando para graduarse de
revolucionario. Sería como dos chorros de propulsión que desatarían celebraciones
orgiásticas y frenéticos rituales. He aquí que me interrumpe una procesión: un grupo de
beatíficas mujeres lleva en andas a la Virgen María; no entiendo, no es Semana Santa, no es
el día de la Inmaculada Concepción, no es el día de la Divina Pastora. Pregunto y me
responden: es la lucha del bien y del mal, es María contra los demonios desatados en
palacio, es la pureza contra el súcubo. Me echo sobre los hombros a la diosa virgen gata
Sekhmet y regreso a mi tarea de combatir mis propios traviesos.
Mi “tuta” de trote está llena de pelos blancos, de manera que debo dejar la primera
persona y retornar a la tercera. Niní está contenta. De Anatolia no lo sabe, al fin y al cabo es
de porcelana, pero no importa, se admite un reconocido iconodula. Leonardo y Tiago son
memoria y la memoria se aplaza. Está sensual, como para no ocuparse de un sabio y de un
marica. Quiere feminidad y placer sexual que bastantes tenía Afrodita, gata griega; Diana
la Cazadora gata se pasea en Roma entre las piedras de la pirámide frente a la estación del
subte donde la “professoressa” de griego y latín lo cargó, entre gatos, en una Vespa hasta
las oficinas de la Unión Europea; quiere la presencia del dios gatuno peruano de la cópula
entre las piedras perfectamente ensambladas de los incas que para lograrlo utilizaban uñas
de gato. O a Japón a cazar el budismo entre garras felinas. No, no, debería ser Francia,
quiere irse a París donde no hay cadenas de radio y televisión aunque Chirac sea un
histriónico, sí, a Francia, donde para conquistar a una mujer no se le ofrecen flores sino un
gato. “Niní y Anatolia” – pregunta solemne - ¿cuál de ustedes estaría dispuesta a entregarse
para que sea mío un culo francés que me recite en la cama a Verlaine y a Rimbaud?” La
única respuesta fue un giro de cabeza de ambas hacia la puerta donde alguien golpeaba. De
un manotazo la abrió y he allí a Tiago.
-- ¿Qué carajo hace usted aquí, no ve que deliro? - le espetó.
-- Lo sabemos, pero Leonardo me ha encomendado venir a buscarle pues está preocupado -
respondió el asistente.
-- ¿No hay manera de que ustedes me dejen copular con el aire en sana paz?- preguntó
como en un trueno.
-- El señor piensa que al tratarse de Francia yo debería estar presente.
-- ¿Acaso necesito un “voyeur?” - agregó con la mejor sorna que encontró a mano.
Tiago comprendió que no podía continuar la conversación. Apartó los cojines y se sentó
con un aparente gran cansancio.
-- ¿No recordáis que hoy es domingo y los domingos no escribo?- continuó furioso.
-- ¿Y no es eso lo que usted ha hecho hasta ahora? – respondió el asistente con una voz tan
baja como si solamente le hablara a las gatas.
Quedó perplejo y desarmado. La rabia se le había esfumado en un santiamén. Ofreció té
verde, oferta que el asistente aceptó. Encendió un cigarrillo no sin advertir la mirada de
Tiago sobre el cenicero repleto de colillas. Lo tomó con un gesto entre burlón y
condescendiente y lo vació en la papelera debajo de la computadora. Aspiró hondo, como
cuando se recobra la normalidad.
-- Leonardo ha creído conveniente que usted tenga una copia de la tesis - dijo Tiago
entregándole un EVD.
El narrador la sostuvo por unos instantes y luego la depositó con cierta brusquedad sobre
la mesa portuguesa, mantel verde y tejido de mano blanco, que rellenaba un rincón de la
sala. Tiago no dejó de percibir el lugar escogido.
-- La veré después- dijo por todo comentario y se alejó hacia el estante de los libros.

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No obstante, regresó sobre sus pasos y tomo de nuevo el pequeño disco.
-- ¿Acaso cree Leonardo que estoy perdiendo mi tiempo con especulaciones felinas y debo
dedicarme a temas más profundos?
-- No creo sea el caso – respondió Tiago- Si usted ve bien los gatos han estado llenos de
filosofía desde Egipto hasta nuestros días.

El asistente intentó adentrarse en un discurso sobre las primeras imágenes gatunas en


Anatolia, pero el narrador lo interrumpió con un movimiento interrogativo de sus manos.
-- Leonardo piensa que usted se ha estetizado en demasía- dijo finalmente.
-- La verdad es que lo ha hecho el lenguaje filosófico y en ello no veo desventajas- dijo el
narrador después de pensar por unos instantes.
Tiago procuró replicar, pero el narrador había tomado vuelo.
-- No he visto aún la tesis, pero, conociendo al autor, le puedo asegurar que ese texto podría
ser acusado de lo mismo. Pero para mí esa no es una acusación. Leonardo es filósofo a la
par de científico, una mezcla que no encontraba desde la antigüedad clásica. Por lo demás
ya se terminó la época de los grandes relatos que explicaban la historia. En el texto estoy
jugando a la existencia de sujetos múltiples, o mejor, de un sujeto múltiple.
Tiago procuró apaciguar:
-- La palabra acusación no es la correcta. Leonardo simplemente quiere equilibrar el texto
con un poco de lenguaje científico. El filósofo no hace más que especular.
-- Si, está bien, pero le digo a usted y a través suyo a Leonardo, que hay que tener cuidado
con las verdades científicas. Lo que queda del ser humano podría estar amenazado si la
verdad sólo se encuentra en las medidas matemáticas.
-- He hablado sólo de equilibrio- respondió Tiago, entre enojado y resignado.
-- Tenga la seguridad que apenas disponga de tiempo suficiente me sentaré a ver, estudiar,
penetrar y, sobre todo, a tratar de comprender lo que contiene ese EVD. No será fácil -
bromeó finalmente distendiendo el ambiente - pues le aseguro que no me encuentro entre
las personas que entienden a Einstein.
Tiago entendió que había concluido su misión y se avecinó a la puerta. El narrador
gentilmente la abrió para él.
-- Otra cosa, – dijo Tiago cruzando el umbral - no me vea como a un marica.
El narrador comprendió que no podía ocultar ni sus más secretos pensamientos.

“Lo real es perentorio”, pensó el narrador la noche del domingo mirando el techo blanco
de su habitación. Desde la cama podía ver el EVD de Leonardo sobre la mesa portuguesa.
Era extraña la utilización de Tiago como mensajero. ¿Cómo podía Leonardo haber omitido
la entrega de la tesis el día de su visita al penthouse? ¿Por qué ahora, y con Tiago, le
enviaba el conocimiento? Había sido un domingo particularmente agitado, qué duda cabía.
Los acontecimientos lo habían desvelado. Quizás unas gotas de valeriana le ayudarían a
conciliar el sueño, pero ¿quería dormir? Lo de Tiago había sido interesante. Había estado
con él en una porción de la realidad de un día domingo primero de mes y lo real de aquel
día le semejaba sólo una manera de ordenar los seres y las cosas dependientes de algunos
determinantes. “Sobre los seres- se dijo- lo mejor es apreciar las diferencias”. Allí estaba la
teoría que sintetizaba los fundamentos del universo. En su mente comenzaron a girar quarks
y “tronos” y “trinos” que no pueden ser sujetos de experimento dado su alto nivel de
abstracción. ¡Quién podía probar que ellos existían! ¿Dónde había ido a parar la
objetividad? “Tronos’ y ‘trinos”, se repitió. Vio al estupendo escritor Oswaldo Trejo

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sentado en lo que otrora era el boulevard donde los escritores iban a encontrarse, y ahora
sólo un río de desechos, y se repitió “trajo, trejo, trijo, trujo, trojo”. “Conque Tiago
descubrió que lo había pensado como marica”, se dijo en medio de un bostezo. “Bueno, no
lo pensé, lo escribí”, se dijo desechando posibles capacidades extrasensoriales en el
asistente. Lo había leído, pero ¿cómo lo había logrado? Apenas esa mañana había escrito el
texto en cuestión. Lo estrambótico del domingo primero de mes había sido el asalto de la
realidad. La explicación debía estar en que toda posible objetividad se da en el interior de
los paradigmas. Se había sentado frente a la computadora y había escrito, había utilizado
palabras nominales y verbales y las había hecho flexionar en la pantalla. Arriba, abajo,
imprime, borra, recupera, guarda, todo formalidad y organización. Sin duda, el lenguaje no
sólo tenía un sentido denotativo. Indicar, anunciar, significar. Denotar era objetivo, pero
había ido más allá, a lo opuesto o complementario. ¿Connotar? Él había hablado de las
palabras. Una cosa era el texto y otra los seres que lo poblaban. El texto era el poniente de
los seres. Si aquí habían vivido aquí morirían. No habría más allá. “Quizás hoy estoy
profundamente nihilista” se dijo. Era tarde, el silencio de la noche total. Dio aún una
cuantas vueltas y convencido de que no necesitaba la valeriana comenzó a eliminar con la
mente el dolor del cuello.
“Nos conviene morir”, fue lo último que pensó antes de dejar de pensar.

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SOMNIUM

Trata de soñar que sueña. El dolor del cuello le hace gritar, dormido. Escribe páginas que
se pierden. La ficción del sueño es antigüedad que se hace polvo. Los laberintos se andan
a gran velocidad, pero casi nunca se memorizan. El cuello duele. Pasa de cámara en cámara
ligeramente sobre las huchas. Su cuerpo dormido se mueve lentamente hacia el ángulo que
permita la entrada del rayo por la abertura predeterminada. Tiene una máscara sólida. Un
zumbido de abejas se extiende como una frase. El tiempo se deshace como un manto de
lino expuesto al poder corruptor del oxígeno. Duerme. Está internado y el afuera podría
despertar sin él. Sabe que Niní está sobre la colcha que le envuelve, echada a sus pies, pero
que le abandonará en el sueño para marcharse a hacer ruido con sus patas femeninas que
desordenan para que todo regrese a su sitio tras el breve escándalo. No sabe, está dormido.
Escribe dormido y ve las páginas de quien ficcioniza aprovechándose de su inercia,
utilizando las copias de seguridad de su memoria. Previsivo y ahorrador quiere conservar lo
escrito, apela a sus fantasmas y a los ajenos que han hecho dictados a los oídos de poetas y
fantaseadores, pero los mecanismos que se reordenan solos se niegan a acatar violaciones y
a justificar trasgresiones. Hileras de moscardones, sartas de insectos, ristras de larvas
ondulan como paredes predestinadas, pero no a sobrevivir. El gusano verde se deshace tras
el pinchazo de un alfiler. Las imágenes del cine son parásitas rojas que se ponen y se quitan
en las carteleras. La mujer hace maullar a Niní, celosa de una competidora. La ecuación, el
logaritmo, neperiano porque anda sobre la letra, el cálculo, la omisión de la partícula y,
detrás de ella, el silencio. Es este último el que absorbe la marcha de las oraciones
convertidas en zumbidos y las desbarata. Los números se deforman y estallan, a diferencia
de las letras que se deshacen suavemente apenas con el rumor de la caída. Hay aquí una ley
a investigar. Una nota matemática no puede lograrlo, debe recurrir a la especulación, pero
mientras se sueña no se especula, a menos que se sueñe que se sueña. Trata de soñar, pero
no puede. Soñar que se sueña es una especulación. Trata de hacer las maletas, una dentro de
otra, la más grande conteniendo a la más chica, pero mientras se sueña no hay equipaje que
uno pueda introducir, camisas debidamente dobladas, pantalones cuidados en las rayas,
corbatas para colgarse a voluntad del cuello adolorido. Lo que está dentro son trapos raídos,
grabaciones viejas, ropa que uno intenta botar para introducir las cosas nuevas que ha
comprado. A toda velocidad por el laberinto, por los túneles se pasa zigzagueando, las
puertas están carcomidas por termitas hambrientas, las estalactitas se borran al paso
vertiginoso, las trampas se hacen inocencia púber, la única posibilidad es encontrar la salida
diseñada hacia arriba para conectarse con la muerte de las partículas. En una torre mira
enamorado, en otra los gritos son impenitentes, en otra se marea ante los escalones
deformes. Los observatorios están diseñados con matacanes para que el volador introduzca
hacia lo de afuera o se atreva a buscar la atalaya con ojos de vidrio para ver donde está el
corredor, la materia oscura, la antimateria que nos duplica y simplemente nos convierte en
imagen reproducida. Hasta la barbacana, el aislamiento, la soledad, quemados los puentes
levadizos, harto el foso de agua sucia, clausuradas las almenas, harto de la condición
humana y ahíto de conocimiento. Es la gata que se ha restregado contra sus pies lo que lo
ha hecho llegar hasta la semivigilia y piensa. Deja de hacerlo y regresa al sueño. Niní,
despechada pero resignada, decide seguirlo y coloca la blancuzca cabeza sobre sus dedos de

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peluche. La corta intromisión en lo despierto no lo ha desviado. Allí está de nuevo la larga
fila de signos marchando hacia la blandura de la nada. Allí va el olvido, vestido de rojo
traje largo; allí va la inútil mnemotécnica anunciada de que saber mucho es lo mismo que
no saber nada. Para los mecanismos automáticos se aplica el mismo principio: están fijos a
parámetros, recuerdan el comportamiento, no pueden violarlo, tal como cuando despiertos
recordamos porque es muy difícil olvidar. No se puede olvidar a voluntad. El olvido es un
intento de metáfora introducido a la fuerza. Pero el sueño tiene la virtud de que casi
siempre no recordamos. “¿Vivir el sueño?”, se pregunta Leonardo dormido mientras sueña
porque es Leonardo el que sueña.
La gata sueña, la gata viva de ojos azules, a ella me refiero, porque la de porcelana no
sueña. Sueña el narrador que sueña. Sueña Tiago confundido por los otros sueños. Sueña
toda la multitud del afuera. Sueñan para el sueño colectivo. ¿Quién ha dicho que lo
colectivo no olvida?, pregunto yo, el escritor, en esta mi primera aparición personal en el
texto. Vaya si este país olvida. De otra manera no habría como explicar que estemos en el
siglo XIX, a pesar de Leonardo, de esa presencia de diosa gata femenina y, déjenme
decirles, nada lasciva, aunque a veces recuerde las orgías hechas en nombre de sus más
ilustres antepasados. Y de Tiago, el fiel y astuto asistente, que es quizás mi mayor
contribución con el narrador, pues les debo confesar que existió. El asunto se resume en que
no hay una memoria sino una multiplicidad de memorias. Honestamente no me atrevo a
asegurar en cuál de las varias esté funcionando cada quien en estos momentos; ni siquiera
me atrevo a decirlo de mí que acabo de cometer la infidencia sobre la existencia real de
Tiago. Si sigo por este camino de intromisión indebida les diría que Niní también existe y
que le hemos (sí, le hemos, pues esto es una obra colectiva) cambiado el nombre
simplemente para protegerla. Para protegerla, ha leído bien, pues mi conocimiento, saciado
de información inútil, alguna memoria tiene sobre represión contra los gatos, no sé en este
instante si lo leí en los Annales o en la Plutosofía de Gesualdo o si se trató de una matanza
que encontré en la historia de los sármatas. Que importa, tengan la seguridad de que no iré
a la web a verificar la información, cuando ustedes muy bien pueden hacerlo. Les decía de
la multiplicidad de las memorias. Hay universos paralelos, materia oscura, puntos negros,
¿por qué no habrían de coexistir varias memorias? Al igual que con el sueño de Leonardo,
que es el sueño de todos nosotros, porque yo también estoy soñando. Puede que tengamos
varios mecanismos automáticos. ¿Cómo saber en cuál de ellos soñamos? Esta intromisión
se ha alargado en demasía. Ya les he hecho demasiadas confesiones, en especial sobre los
que aquí aparecen. Bueno, una última, antes de despedirme para siempre (eso espero):
Leonardo me parece increíble en este contexto de miseria intelectual. ¿No creen ustedes
que al narrador se le pasó la mano? Está bien, admito, ésta sí es la última interferencia, que
Leonardo existe, pero, ¿cómo podrá sobrevivir el pobre en esta atmósfera viciada? Hasta el
momento sólo se ha dado un argumento para explicarlo: es el adentro, es la soledad, es la
creación, es el sagrado invento. A mí me parece inverosímil, pero son ustedes los jueces
(palabra peligrosa, pues el que decide contra el gobierno es destituido).

Niní se gira. Ahora está patas arriba. No hay quien le acaricie la panza, pues todos
sueñan. Ella también. Niní no es pecaminosa, ha sido capada, debido a sus maullidos
estruendosos en época de celos, de manera que no sueña con algún fálico gato. Es bastante
probable que sueñe con que otros vengan a resolver los problemas que angustian a los de
afuera y que, obvio, angustian a los suyos. No puede soñar con ser madre de una camada de
mimosos gatitos, dado que ha sido esterilizada. Sueña con que le vuelvan a dar la comida

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de lata que tanto le gustaba y de la que ha sido privada pues con la inflación ha llegado a
precios inaccesibles para los suyos. Los ha escuchado: no se puede ir al mercado, no se
puede comprar carne, el pollo desapareció de los estantes, no hay azúcar, la comida para
animales está por las nubes. Si bien ella es de procedencia humilde se fue acostumbrando a
lo bueno. Le contaron la historia: fue abandonada apenas nació y regalada al buen señor
que andaba por una clínica de perros buscando la manera de que sacaran de la barriga de su
ejemplar las porquerías que se había tragado, seguramente porque la comida para perros
también estaba en la estratosfera. El perro se murió atragantado de dedales, de gomitas de
esas que sirven a sus patrones para hacer atajos de papeles y de bolsas de plástico del
supermercado y así ella había hecho su entrada triunfal. Sospechas había sobre alguna
aventura nocturna de un gato de raza, pues la verdad es que tenía unos inocultables aires de
persa. No, no soñaba con alzarse cual diosa gatuna y exhibir un hermoso cuerpo de mujer;
los cosméticos estaban muy caros, las afeitadoras para las piernas estaban escasas y, por si
fuera poco, Tiago decía, cada vez que regresaba de la calle, que en este país se habían
acabado los hombres. El narrador sueña con el sueño de Niní y percibe con exactitud el
sueño gatuno: Niní sueña con ser Anatolia, la gata de porcelana que está sobre el bar,
inmóvil, estática, insensible, ajena, sin oídos para escuchar las peroratas del dictador y, por
lo tanto, sueña que el dictador no existe.

Tiago sueña con una beatífica sonrisa en el rostro. Sueña, quién lo duda, con el muchacho
rubio, “el amor de su vida”. En este punto específico es descartable la teoría del narrador
sobre las memorias múltiples; Tiago tiene una sola, la del muchacho rubio. También sueña
con sus lecturas de escritores portugueses, eso tampoco es novedad. Sueña con Agustina
Bessa Luís, con Lobo Antunes, con Saramago, con José Cardoso Pires y Fernando Namora,
entre otros muchos. Sueña con las tareas que traerá el nuevo día. Sueña con
manifestaciones violentas, con el peligro de caminar unos pocos metros pues encontrará
drogadictos, limosneros andrajosos, policías poco confiables. Soñará con que de la casa
vecina del alcalde progubernamental se han marchado esos agentes con traje de camuflaje y
armas largas y aparatos de radio listos para reportar si algún vecino intrépido ha osado
mancillar con cacerolas el sueño del funcionario que sueña como legalizar la apropiación
indebida del día anterior. Se le atraviesa el Monasterio de los Jerónimos y vuelve a ver la
nave de piedra que incrusta la proa en el mar. Tiago es lisboeta hasta en sueños. Tiago tiene
una particularidad que no tienen los otros: sueña con despertar.

Sueña el narrador. Sueña con sus personajes, es decir, sueña inclusive consigo mismo.
Sueña con Leonardo reconocido por su trabajo científico y literario, pero, en el sueño, se
pregunta quién tiene capacidad de reconocer a nadie en este país donde lo único que se
reconoce es la miseria mental. Vislumbra a Tiago regresando a Lisboa cuando Leonardo
parta, circunstancia que avizora cercana. Le canta “Lisboa não sejas francesa, tu es
portuguesa, tu es para mi...” Canta mientras duerme, duerme mientras canta. Se sueña
retirado, regando las plantas en la mañana, sin bombas lacrimógenas, sin un papagayo
hablando tres veces al día por largas horas, sueña con encontrar alimentos en los
supermercados y sueña que los precios son razonables. Sueños de respeto y admiración por
lo suyos, sueños utópicos para lo de afuera. Sueña con finales felices, el narrador está
imposible mientras sueña. Leonardo y Tiago no se imaginan el amor del narrador mientras
sueña. El narrador no se imagina el amor del narrador mientras sueña. El narrador no se
imagina porque Niní maúlla cada vez que lo siente llegar. El maullido significa maullido.

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Sueña que todos, incluido Anatolia, están vestidos de negro. Sueña en una transformación
de las piedras que los violentos del gobierno lanzan a la oposición en piedras griegas, en
sagradas piedras del Egeo, en sagradas piedras del Parnaso, en sagradas piedras pisadas por
el Sócrates que mantiene en busto en el estante de los libros, en piedras pisadas en Póvoa de
Varzim por Eça de Queiroz (en honor a Tiago), en piedras pisadas en Siracusa por
Arquímedes con precisión matemática. Suda copiosamente mientras el coro avanza bajo la
lluvia de piedras, tragedia de Sófocles. Le increpan, le gritan, desde lejos, pero se avecinan
y, cuando están cerca, cuando tienen delante su cara deforme de fenicio que jamás se ha
montado en un barco, gritan la terrible pregunta:
-- Y tú, escritor, ¿con quién o con qué sueñas?
-- Váyanse al mismísimo carajo- les respondí como era obvio.
Todos despertaron al unísono del sueño.

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SEGUNDA PARTE

VORÁGINE

Pendejadas, sólo pendejadas dicen los periódicos. Sólo pendejadas en la radio y en la


televisión. Sólo pendejadas destacan los medios. La mediocridad cabalga, galopa, se
ensaña, se dirige, ataca, monta, embiste, arremete, asalta. La pendejada es el signo del país.
La pendejada es el común denominador. La gente quiere “Navidad, blanca Navidad” y se
dirige a buscar las firmas contra el dictador “para salir de eso”. No hay una idea, un
planteamiento serio, cualquier cosa de interesante. Sólo pendejadas. Para llamar a la gente a
firmar se utilizan actrices y cómicos. Las pantallas están llenas de telenovelas a toda hora.
Si el gobierno no fuese uno de pendejos comenzaría por aplicar los reglamentos que
prohíben el lagrimeo y la fábrica de estereotipos a toda hora. Las señoras se dedican a
organizar bazares para cumplir con sus obras de caridad. El animador emblemático pone
rancheras y boleros para despedir a su ayudante que se marcha a fastidiar a otra hora. La
prensa inventa titulares pues noticias no hay. Las noticias murieron, las noticias no existen,
sólo pendejadas. Lloriquean y gimotean las nuevas animadoras de TV que ahora están
dedicadas a ir a las fiestas donde la juventud se pudre en banalidades y a realizar
propaganda para que vayan a firmar contra el dictador. Pendejadas. El dictador critica a la
televisión, la llama golpista y oligarca, y él es el primer animador. Sólo le falta hacer
comerciales, anunciar pasta dentrífica, anunciar la soap opera de turno, vender detergentes,
manifestar la preocupación de Pfizer por la falta de erección. Pendejadas. Este país carece
de erección, es uno sin vitalidad, sin inteligencia, sin orgasmo. Las pendejadas dominan el
aire, la tierra, el aire y el fuego apagado, extinto, seco. Las pendejadas se cuelan por los
oídos logrando una superproducción de cera que los tapa. Las pendejadas entran por las
fosas nasales que se llenan de vellos defensivos. Las pendejadas se impregnan en la piel
resistiendo al jabón y a las tuzas. Las pendejadas se hacen hongos entre los dedos de los
pies. Las pendejadas, cual ladillas, se entrometen en los vellos púbicos. Las pendejadas
desesperan, exasperan, encolerizan, crispan, indignan, agrian. Yo pendejeo, tú pendejeas, él
pendejea, nosotros pendejeamos, vosotros pendejais, ellos pendejean. Hemos conseguido el
punto de unión, la consigna que une a gobierno y a oposición, la fórmula mágica de la
unidad nacional, la estructura para una salida pacífica, democrática, constitucional y
electoral. ¡Qué ladilla! La ladilla crece a proporciones inauditas, se hace monstruo
prehistórico, se aposenta en la sala, empuja las paredes con sus patas descomunales. La
ladilla debe ser colocada en el escudo, en la bandera, en los cartelones de las
manifestaciones. La ladilla debería hacer las cuñas de la televisión llamando a firmar.
Leonardo le solicita a Tiago la suspensión indefinida de los boletines mañaneros. Tiago se
abstiene de comprar los periódicos. Niní se coloca en la alfombra frente al televisor para
un vistazo a los dibujos animados (suplanta los programas de opinión con el gato Félix),
pero se ladilla. El narrador se pasea inquieto pensando en cómo combatir a la ladilla. Las

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pendejadas asfaltan las calles, se hacen cohetones para una celebración anticipada de la
Navidad que los alcaldes de los municipios capitalinos enarbolan cada noche con el sano
propósito de deslastrarse de ladillas. Pendejadas dicen los políticos que parecen actores de
televisión y los actores de televisión metidos a políticos, pendejadas que dicen mejor los
actores porque actores son. Esto es un cráter de ladillas. Se ladilla hasta el cielo que estalla
en una lluvia de meteoritos. Leonardo dice que un cometa nos hace el regalo porque está
ladillado. La televisión llama a los brujos que advierten que tenemos que concentrarnos en
cosas positivas para lograr que las ladillas del cielo nos desladillen y tengamos muchos
años de prosperidad y felicidad. Primero un eclipse de luna y ahora este otro espectáculo de
rayas de niños sobre un pedazo de papel donde el cielo es azul. Seguro que el narrador
comparte la idea de que el universo está ladillado de este país. Es preferible no alborotarle
la lengua porque cuando se ladilla se pone de muy mal humor. Es necesario apagar todas
las pantallas para controlar la ladilla. Las pendejadas salen de entre la unión de las baldosas
del baño y de la cocina, las pendejadas se cuelan por debajo de las puertas, las pendejadas
cuelgan de las telas de araña en los rincones del techo, las pendejadas se aposentan en el
control remoto del aparato de radio, las pendejadas están estampadas en los libros que la
asociación de escritores anuncia por mail. Boronius, Boronius, las palabras pendejada y
ladilla no existían cuando el cardenal escribió la sentencia; aún hoy la computadora del
narrador las marca en rojo, pero son las palabras insignias de este país, las dueñas de este
país, las próceres de esta nación. El dictador aún no se ha dado cuenta, debería entronizarlas
en sus largas peroratas, colocarlas a manera de decorado en la nueva producción que las
agencias especializadas le han dado a sus programas. La electrónica al servicio de la ladilla
y de las pendejadas. En cada puerta de cada edificio que los oficialistas han invadido
deberían colocarlas, en cada finca ganadera o agrícola ocupada por el hermano del dictador,
en la entrada de los ministerios, en las solapas de los ministros de boca abierta y de baba
colgante, en las sedas que adornan a las feas mujeres que miran embelesadas al dictador en
sus cadenas de radio y televisión. Pero son signos patrios, en consecuencia deberían ser
apropiados por la oposición y marchar en los ombligos, en las franelas que muestran
hombros descubiertos, en los pantalones ajustados, en las planillas para firmar contra el
dictador. Hasta Tiago llega la radio del vendedor de verduras y oye a un general: el pueblo
es como Superman y como Batman, jamás será vencido. Idea, idea nueva, que se proyecte
la ladilla en los cielos de la patria como hace el jefe de policía de Batman con la insignia
del hombre murciélago cada vez que lo necesita, es decir, siempre. Que en lugar de la S de
Superman coloquemos sobre los pechos de los habitantes de la patriótica república una
ladilla. Que se haga un himno a las pendejadas. Que se convoque a los escritores afectos al
régimen a escribir la más poética letra y, para demostrar las virtudes de la revolución hacia
el mundo proletario, se llame a músicos franceses dirigidos por “Le Monde Diplomatique”
a escribir la música y a cineastas irlandeses a hacer el documental de la nueva ideología
ladillosa y pendeja. Que se reúna de urgencia la Coordinadora Democrática a estudiar un
plan de cómo apropiarse de la ladilla, porque lo que es la pendejada ya la tiene. Una ladilla
que demuestre que somos democráticos a los ojos del mundo. Que saquen a Marvila, la
mujer maravilla, que se haga renacer a todos los superhéroes, a Super Ratón, a Super Piojo,
hasta llegar a la quintaesencia, al arma letal, a la maravilla que sirva para firmar contra el
dictador, para llamarla, para materializarla ante nuestros ojos, ¿a quién?, ¿a quién va a ser?
A Super Ladilla, la defensora suprema de las pendejadas, la reina del oprobio y de la muerte
de la inteligencia, el símbolo de los escritores, la sustituta del caballo en el escudo nacional,
la heroína mayestática, el ejemplo a seguir por la juventud futuro de la patria, la expresión

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cabal del país prehispánico que ha tomado venganza de los colonizadores que se llevaron
nuestras riquezas. Eso nos hará olvidar que todos los bancos están en manos de los antiguos
invasores o que el dictador ha entregado concesiones petroleras y gasíferas como nunca en
la historia o que los banqueros son felices como jamás en la vida. La ladilla deberá ser
colocada en los sembradíos de coca en solidaridad con el boliviano que ahora ocupa el
puesto del antiguo compatriota que les fundó el país. La ladilla será colocada en la entrada
de los asentimientos indígenas que sustituirán a las ciudades corruptas víctimas del
neoliberalismo salvaje y repletas de oligarcas. El verdulero sube el volumen de su aparato
de radio, todo el mundo parece haber encendido radios y televisores, los periódicos crecen
en los kioscos, hasta los meteoritos que caen hacen de satélites retransmisores, el ruido es
infernal, los oídos se revientan lo que es conveniente pues mejor es no oír. Tiago no puede
más, corre a casa, al fin y al cabo hay escasez de verduras y las pocas que se ven están a
precios inalcanzables. Corre y encuentra a Leonardo aislado en el estudio con el ventanal
cerrado a cal y canto. Niní lo mira plácida como explicando que el sistema auditivo de los
gatos es diferente. El narrador no se ha entrometido, piensa el asistente, pero se equivoca
por segundos. El narrador vuelca su ira contra las pendejadas escribiendo, avanzando en el
texto. La única forma de matar la ladilla es escribiendo. La única manera de sobrevivir es
escribiendo. Leonardo, Tiago y Niní se sienten reconfortados, tonificados, animados,
alentados, vigorizados, remozados. Ser personajes es otra manera de sobrevivir. “Gracias
Virgen de Fátima por el narrador”, dice Tiago. “El universo provee”, dice Leonardo.
“Anatolia y yo sentimos un gatuno agradecimiento”, maúlla Niní.

El narrador mira el EVD que está colocado sobre la mesa portuguesa desde que Tiago
cumplió el encargo de Leonardo de entregarle una copia de la tesis. Sería un buen antídoto
antiladilla. Pendejadas no hay ninguna, de ello puede estar seguro. Pero ¿en verdad no será
una ladilla ponerse a leer, o más exacto a oír, complicadas fórmulas matemáticas? Es cierto
el viejo dicho que “un clavo saca a otro clavo”, pero ¿podría traducirse como “una ladilla
saca a otra ladilla?” Él es un ignorante, lo reconoce. En el colegio siempre fue aplazado en
matemáticas, la palabra logaritmo tiene para él una connotación poética, las fórmulas
científicas le aburren y desesperan. Ronda alrededor de la mesa, toma en sus manos el EVD
y lo devuelve al mantel blanco, enciende el reproductor y de seguidas lo apaga. No es sólo
este país suyo el que está hecho una mierda. ¿De qué servirá tener la respuesta final sobre el
origen y la formación? ¿Acaso conocer el pasado, por remoto que sea, servirá para detener
el deterioro ambiental o evitar que el hombre se convierta en un ensamblaje de piezas
metálicas o evadir la sustitución del amor por una cópula virtual? Eso más allá de la
realidad actual, con terrorismo, países ocupados, guerras fratricidas, pretensiones
independentistas, hambrunas y pendejos y cómicos dirigiendo naciones. Sin embargo, si
hay una norma continua podrá sacar conclusiones más exactas sobre el futuro, uno que no
le interesa, claro está, pero al que se siente obligado por la elemental curiosidad que lo hace
seguir viviendo. Introduce el EVD en el reproductor, pero no lo enciende. Está cansado,
este país cansa, quizás no sea el momento más adecuado para emprender una tarea que se le
presenta como obligatoria y fastidiosa. No obstante, la ocasión deberá ser cualquiera, si se
detiene a la espera del momento adecuado el EVD estará allí pagando una larga condena de
desatención. Será interrogado, seguro que será interrogado, Leonardo lo mirará con ojos
preguntones, Niní querrá saber si los gatos recobrarán la dignidad perdida, Tiago querrá
saber si Portugal lanzará la proa hacia el mundo y él, él ¿qué querrá saber? Nada, pero se
alentará, vivirá otros días, pasará página a otras horas, fuera de la ladilla y de las

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pendejadas. Al menos el EVD ya está dentro del reproductor, ese es un paso importante, ya
no seguirá sobre la mesa portuguesa que es incapaz de leerlo, ahora está en el sitio
apropiado, bastará tocar un botón del control remoto para que brote el universo. Se decide,
toca el botón, la voz de Leonardo brota achacosa, monótona, estándar. No hay fórmulas
matemáticas, lo que oye es un lenguaje poético de tal profundidad que la voz se le hace la
fuerza de un expresivo silencio logrado con la sabiduría del olvido del Yo y de la
descarnadura del Ser. No puede precisar cuantas horas permanece alelado. No percibe que
oscurece. No siente el hambre que le provoca dolor de estómago. No atiende a la tormenta
que sacude la ciudad y no se apersona del agua que se cuela por las ventanas abiertas.
Leonardo sigue y el narrador en su postura, rato después de que el EVD ha terminado. Está
inmóvil, no puede levantarse, la respiración se le ha hecho un susurro. Echa la cabeza hacia
atrás. Ha estado tanto en la misma posición que el dolor del cuello reaparece. Hace el
ejercicio de mover la cabeza sobre los hombros, a la izquierda y a la derecha, finalmente se
levanta y no siente los pies sobre el suelo. Percibe su mirada como distinta. Una
tranquilidad que autocalifica de pasmosa se le incrusta en los dedos de las manos como si
carne, piel, venas y falanges pudiesen absorber sin dolor. Se siente como el perro andaluz al
que el surrealismo cortó el ojo en la pantalla. Se las lleva hasta ellos esperando quizás una
secreción, un fluido, un goteado de sustancia gelatinosa. Ha salido y mientras se dirige al
subte los siente como maestros desarrollados al grado de ver más allá. Leonardo le ha
mostrado una ciencia de lo visible. Sus ojos han sido colocados sobre una bandeja, han sido
escudriñados, hervidos y cortados en láminas para colocarles un nuevo cristalino. Enumera
mentalmente los conceptos a los que se ha enfrentado: medicina, matemática, anatomía,
electrónica, fisiología, física, geología, meteorología, hidráulica, cosmología, química, pero
sobre todo, por encima de todo, óptica y acústica. Ahora entiende el porqué había que
remontarse a los orígenes del universo y se lamenta de su imbecilidad al preguntarse al
respecto. Es una inmensa línea curva que se traslada. Ahora puede verla y oírla. Mira al
cielo y puede ver y comprender, en pleno día, el titileo de los astros y sentir la música
original, una en graduación ajena a los oídos comunes, sólo asequible al perro andaluz del
ojo laminado. Ahora lo entiende todo, ahora sabe el porqué de Matisse, de Reverón, de
Renoir, ahora sabe que ante los ojos de Leonardo las pinturas tienen un valor especial, que
se puede ver entre los puntos de tintura, que allí están los orígenes de enunciaciones
pictóricas que él ha llevado a la formulación final. El ruido del afuera es extremo. Una
treintena de motorizados oficialistas quema los toldos donde, a la entrada del subte, la
oposición ensaya la recolección de firmas para el referendo revocatorio. Los colores le
danzan de dentro de sus ojos. El narrador decide terminar lo comenzado.

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EL PAÍS DE LA LÍNEA

El país unidimensional queda en evidencia. El país es una línea de subte, una línea que
comienza y termina, que termina y se devuelve. Sólo se puede tomar esta línea de subte.
Las estaciones son puntos de la línea. En el país unidimensional sólo se puede ir a estos
puntos llamados estaciones. No hay más. Aburren los puntos de la línea. No hay otras
formas admisibles en el país de la línea. Todo es plano, chato, romo. El país transita la
línea. El país es la línea. Los habitantes del país de la línea corren entre bostezos y agrura el
único binario como pequeños puntos automáticos atados a los rieles. No se puede mirar
más allá porque más allá no hay. El narrador baja a la estación habitual de la línea y los
pasajeros se apartan. Los cuchicheos van en aumento y unos guardias en el andén
comienzan a mirarlo con sospecha. El narrador parece un elemento perturbador que
pretende descarrillar la línea. Una mujer toma a sus hijos en brazos cuando ve al narrador
pasearse por el andén; es un loco que puede ver más allá de la línea. Afuera se oyen sirenas,
es evidente que han solicitado ayuda, el loco puede estar planificando alguna acción
terrorista, es, quizás, alguien que pretenda que la gente constate el cansancio de la línea. El
narrador comienza a retirarse hacia las escaleras mecánicas atentamente vigilado por los
guardias de seguridad. Una adolescente se esconde detrás de una columna y ensaya una
risita nerviosa, un loco, la línea ya no es segura, está invadida por gente extraña que quiere
ver más allá de la línea. El narrador imagina cuadrados, hexágonos, triángulos, esferas
donde los otros sólo ven la línea. La línea no es quebrada, mixta, perpendicular, oblicua, de
paralelas, con intersecciones, no, la línea es recta. El narrador ve que se le aproximan los
guardias y apresura el paso. Los transeúntes comienzan a arremolinarse y a pensar en
capturar al perturbador. No se puede permitir que el conocimiento invada la línea. Eso sería
la locura. El conocimiento es locura, si circula por la vía, alterará los puntos. El narrador
sabe que no puede enfrentarlos con un discurso. Si trata de explicarles sería encerrado. El
narrador apresura el paso. Se mete en una marcha que protesta contra la brutalidad de los
soldados, salta hacia otra que protesta quién sabe qué, se diluye, se mimetiza, se escabulle.
El narrador se siente a salvo y se dirige hacia el penthouse. Leonardo lo sabe y se arma de
paciencia. Tiago lo sabe y prepara, anticipadamente, té verde. Niní lo sabe y se resigna,
anticipadamente, a las caricias. Anatolia lo sabe y se prepara, anticipadamente, a soportar
algún comentario sobre su máscara verde. El libro de cosmogonía lo sabe y,
anticipadamente, se abre.

El narrador supo que estaba en otra parte, estaba en el penthouse que era real, pero el
penthouse no lo era, lo era pero estaba en otra parte. Física de partículas, física gravitatoria,
todo giraba en su mente. Los misterios cosmológicos ya no eran tales: cómo fue el big bang
y la continuidad de la expansión, las dimensiones conocidas y las que los otros ignoraban.
Las ideas confluían. Leonardo era un salto, el puente construido por fuerzas
interdimensionales. Velocidad de la luz superada por un pulso de radiación láser,
descomposición y recomposición de la estructura fundamental de la materia, todo le giraba
mientras sentado en el sofá sudaba copiosamente la huida apenas finalizada. Leonardo,
Tiago, Niní y Anatolia lo miraban. Tiago, obsequioso, le alcanzó una toalla. “Física
hiperdimensional”, alcanzó a murmurar y el asistente consideró adecuado el momento para

57
servir el té verde. El narrador agradeció con la mirada. Nadie le dirigía la palabra y él
tampoco tenía ganas de hablar. No necesita contar lo recién acaecido, pues todos parecían
saberlo. Organizó los conceptos: electromagnetismo-la relatividad de Einstein-mecánica
cuántica de Planck, Heisemberg y Schrodinger. Ahora estaba claro, los de la línea sólo
accedían a una dimensión, él había sido capacitado con un simple EVD y unos oídos
atentos a las otras dimensiones y sabía ahora lo que Leonardo sabía, que todas ellas
interactúan y que las desconocidas cuando se logran relacionar con el mundo material nos
autorizan el acceso a los secretos. Lentamente se fue tranquilizando y reduciendo el sofoco.
El té verde le hacía bien. Miró a Leonardo con los nuevos ojos y pensó con odio en el
escritor que se había permitido una intromisión en el texto para describirlo como
inverosímil. No era esa la palabra. Admitía que las ocupaciones de Leonardo eran
profundas, pero también que en medio de lo grotesco e inadmisible se podía pensar y crear.
Igualmente, que en ese estadio superior se encontraba la posibilidad de sobrevivir a la
angustia de los acontecimientos pasajeros. La excepcionalidad del personaje estaba dada
por conceptos científicos que él no entendía en detalle, pero cuyo conjunto le había
invadido hasta el punto de concederle la comprensión. El escritor que se pudriese con sus
observaciones necias y enmarcadas en los parámetros tradicionales. Por vez primera Niní se
le acercó como sugiriéndole la caricia. Creyó ver dos tigres de madera rodeando a Anatolia.
Tiago, no satisfecho con los resultados, traía ahora un té de ginseng. El narrador lo vio
montado en una patineta espacial trasladándose a gran velocidad por los portales. La
infusión coreana lo reanimó. Había tardado muy poco en contrastar la mediocridad con la
inteligencia. El contraste se le había hecho sudor y miradas desconfiadas recorriéndole la
espina dorsal. No se trataba sólo de una investigación profunda, más bien era el hecho de
vivir en el mundo del pensamiento frente a una realidad real desfigurante. Una inteligencia
produce ideas y siempre está aislada, pero ¿soportarlo? ¿Cuán difícil le resultaba a aquella
mente despierta convivir con el entorno? Allí estaba, él mismo lo había visto, escribiendo
artículos y soltando invectivas sobre la mediocridad y sobre la realpolitik, cumpliendo lo
que consideraba su obligación, distrayendo tiempo de sus investigaciones y consideraciones
filosóficas. Lo más extraño le parecía que la propia teoría de Leonardo explicase a
Leonardo. Pero ahora ¿a él quién lo explicaba? Leonardo no tuvo necesidad de responder a
la pregunta no expresada verbalmente. El propio narrador se la dio: mi papel es narrar. Pues
a narrar. ¿No se había hecho la promesa de terminar lo comenzado? Acusaban a Leonardo
de no dar aplicación práctica a lo que teorizaba. Él se mantendría vivo narrando, él estaría
para contarlo. La novela se terminaría. Él haría entender, a quien quisiera entender, que
existe una combinación entre la masa de los planetas y la energía de su desplazamiento
alrededor del sol que genera un punto de contacto con otras dimensiones. Sí, les haría
entender que esto produce una transferencia de energía inaccesible a los habitantes de la
línea. Les recalcaría que el propio sistema solar funciona como un mecanismo que genera
los portales interdimensionales a través de los cuales penetra esa energía. Nadie había dicho
una palabra. Nadie había maullado. Él sería el difusor de Leonardo. Fijó la vista en Matisse,
en Reverón, en Renoir. “Transmutación de los elementos”, se dijo y abandonó el penthouse
sin despedirse.

Miró los titulares en el kiosco de periódicos. Ensayó su vieja teoría sobre la lectura de un
diario tapándole la fecha y se dijo que la tecnología era lo único que hacía imposible que
aquél fuese uno del siglo XIX. La unidad con altavoces convocaba a los vecinos a una
reunión esa noche, pero borró la hora y el lugar. Se acercó a la estación del subte, pero la

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experiencia lo hizo retroceder. Caminaría. Caminaría con los ojos bajos. Se sumó tratando
de ser uno más, recibió los panfletos que le entregaban simulando interés y guardándolos
rápidamente en los bolsillos de la chaqueta, pidió excusas cada vez que tropezó a alguien,
cruzó las esquinas con la multitud y contra la voluntad de los semáforos peatonales,
comprobó la suciedad de las aceras y la basura amontonada le hizo levantar la cara
olvidadas por un momento sus reticencias. En la vitrina de una tienda de electrodomésticos
treinta pantallas reproducían cara y voz del tirano vociferando contra oligarcas, tirios y
troyanos. “Fusión fría”, se dijo. Física hiperdimensional asociada a mecánica celeste, pero
¿qué más? “Fusión fría”, se repitió, mientras un imponente aguacero comenzaba a caer
sobre la otrora bella ciudad de Caracas arrastrando las inmundicias hacia las quebradas que
bajaban de la montaña. La miró tal como estaba descrita en el texto, fractal para los ojos de
Leonardo y se preguntó como tanta belleza podía ocasionar destrucción y muerte. El calor
subió varios grados a medida que el torrente se precipitaba imponente sobre las bolsas
negras de la basura abiertas por los mendigos. Agua pesada- había escuchado en el EVD en
la propia voz del autor- mediante electrodos de platino y paladio hacia una producción de
energía calorífica. Había que encontrar la manera de aprovechar el exceso de calor, tenía
que transformarlo en combustible para vencer la modorra que las altas temperaturas le
producían y le sacaban de su tarea, la de narrar. Esa energía debería ser suya ahora mismo,
apenas cruzara el umbral del lugar en ninguna parte donde la computadora le esperaba.
Mientras ingresaba al edificio pensó que debía arreglar cuentas con el escritor. No se
quejaba del oficio ni del trabajo, pero le molestaba la intervención injustificada en el texto y
también someterlo a presiones como las que el día le había traído provenientes del país de
la línea. Tenía conciencia de que narrar no era crear. Esto último era función del escritor. A
ver bien, él, como narrador, era un personaje más, un instrumento para describir a
Leonardo, a Tiago, a Niní, a Anatolia...y al narrador, agregó después de un segundo. Pero el
escritor abusaba, lo de la estación del subte había sido demasiado, lo estaba sometiendo a
presiones indebidas, que se metiera él en las manifestaciones, que oliera el gas
lacrimógeno, que se enfrentara a la sabiduría de Leonardo. No, hacía todo lo contrario, se
ocultaba caprichosamente, las frases polémicas las colocaba en su boca, lo hacía desesperar
y, por si faltara poco, hacía un largo tiempo que no ponía en sus manos un vaso de vodka.
Si los habitantes del país de la línea lo habían considerado peligroso, pues ahora lo
demostraría. Se enfiló como una tromba por el pasillo, abrió la puerta de un envión y se dio
cuenta de estar en el lugar que el escritor le había inventado; el escritor no estaba allí, no
sabía dónde habitaba el escritor.
Se sentó pesadamente, encendió la computadora y miró la pantalla en blanco. Un golpe
seco le hizo voltear. El grueso libro rojo había caído al piso. Cada vez que ese libro caía
había recibido malas noticias. Lo dejó por tierra, pero un ruido como si alguien abriese la
puerta le hizo girar hacia la izquierda. Verificó que la había cerrado bien y no se explicó el
sonido, sino mediante una presencia ajena. Sintió la orden y escribió: “Ahora combina de
todas las maneras posibles la razón de la circunferencia respecto del diámetro del círculo”.
Lo que me faltaba, pensó, trigonometría. Se sintió profundamente inquieto. Tiago le había
contado de algún poeta portugués que alegaba recibir dictados del otro lado siempre y
cuando escribiera a la luz de una vela y con un vaso de leche, después de haber ingerido
unos tragos de bagazo, pero esto era demasiado. Tal vez el escritor había sentido su amago
de rebeldía y quería jugarle una mala pasada. ¿Y si se tratase de otra cosa? Por un instante
pensó en caminos celestiales, influencias extrañas, espíritus juguetones. Decidió que la
respuesta debía estar en el EVD y encendió el reproductor; el disco continuaba en su

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interior desde aquella memorable sesión en que se enteró de la teoría. La voz de Leonardo
le sonó en esta ocasión como un mantra. Bajo su influjo viajó a un lugar que le parecía no
tener ubicación determinada, pero sí capacidad de hacer comprender. En una calle de
boticarios vio recipientes y hierbas y detrás, escondidos de la curiosidad pública, supo de
los talleres de unos alquimistas. Entendió lo que le pasaba, sólo estaba siendo testigo de un
momento astrológico propicio en el que la transferencia de energía entre las dimensiones se
manifestaba como en la fusión fría descrita por Leonardo. De manera que aquellos hombres
extraños ya sabían de las corrientes y de las ventanas. Entró sin que nadie se diera por
enterado y vio la estructura cristalina en forma de tetraedro tal como la describía el EVD
atribuyéndosela a la física hiperdimensional. Comprendió que estaba ante una puerta que
cambiaría el mundo conocido. Este flujo sería libre algún día y tomaría forma de palabras,
de pensamientos y de energía pura. Creyó haberse llevado la mano derecha a la muñeca
izquierda, puesto que sintió latidos como los que se perciben al tomar el pulso. Sus manos
estaban abajo, no hacía lo que creyó hacer. La voz le susurró al oído la explicación de lo
que percibía. Se trata, le dijo, de tu privilegio, uno que te concede el escritor para que le
disculpes por las molestias ocasionadas y por la carga de trabajo adjudicada. Estás sintiendo
las resonancias electromagnéticas del planeta, estás sintiendo, en otras palabras, el pulso de
la Tierra. El narrador comprendió que estaba siendo testigo, más aún, viviendo la subida del
patrón vibratorio. Se sintió en armonía. Por esta vez, y quizás para siempre, el escritor le
había compensado. Escuchó con displicencia los gritos de la manifestación que marchaba
por la calle. Cuando comenzaron los estallidos comenzó a narrar la parte correspondiente al
país de la línea, cuento que se le asemejó a un trabajo de arqueología. Sonrió al imaginarse
con martillos y escobillas desenterrando una historia presente que semejaba a una
sepultada. Puede decirse que hasta sintió afecto por el escritor.

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LA TESIS

Quizás debo ocuparme personalmente de este texto. He meditado sobre el cansancio del
narrador, debo decir que con comprensión y benevolencia. Mi intención es mandarlo un
mes de vacaciones al exterior, pero deberá ser a un país cuyo consulado no esté colapsado.
A él le gustaría viajar a Portugal, por Tiago claro está, pero aquello es un pandemonium.
Las colas son impresionantes, al igual que en los consulados de Italia y España. Estamos
asistiendo al fenómeno de la emigración en masa. Las encuestas dicen que un altísimo
porcentaje de jóvenes quiere marcharse de este país. Los viejos ya están sembrados aquí,
pero los jóvenes desean un país de oportunidades y piensan, de otra manera no podía ser, en
el de sus ancestros. Estuve en Italia, recorriendo los pueblos cercanos a Bari y debo decir
que quedé impresionado con la cantidad de muchachos hablando español con acento
venezolano en plazas y bares. En L´Aquila conseguí una arepera regentada por un
matrimonio de ingenieros, en Madeira lo mismo, Galicia está perdiendo el acento por causa
de tanta gente nuestra que deambula por las calles, en París hay tantos compatriotas que la
harina de maíz se consigue en los supermercados y en Estados Unidos ya hay asociaciones
de compatriotas en no menos de veinte ciudades. Hace años un jinete, cuando aquí el
hipismo era una pasión, anunció que se marcharía a cabalgar a hipódromos
norteamericanos; advertí en ese entonces que veríamos a nuestra gente limpiando camellos
en Arabia Saudita o de taxistas en Buenos Aires. La reacción fue de sorna. Me consideraron
un atrabiliario, claro, no estábamos habituados a emigrar, por el contrario, salíamos al
exterior sólo a hacer turismo de lujo. Recuerden que en Miami nos llamaban “ta barato,
deme dos”. Hoy en día asistimos a esta dolorosa experiencia. Cientos de miles de
colombianos se marchan hartos de la violencia y cerebros argentinos expulsados por la
última dictadura militar están realizando investigaciones científicas en medio mundo.
Chilenos hay por doquier, incluyendo a mi amigo Lagos Nilsson en Buenos Aires, destino
que estoy considerando para el narrador, aunque pienso que no se entendería con Jorje.
Ambos tienen malas pulgas. Es muy difícil que un Jorje con dos jotas resista más de un día
a un ser traumatizado como lo es esta creación mía. Ahora somos nosotros, el otrora refugio
para todos los exiliados de las dictaduras militares, los que debemos partir. Es por eso que
tengo problemas en seleccionar el destino del narrador. A temperar a República Dominicana
no se podrá, pues el gobierno alega que allí hay un nido de terroristas oligarcas que quieren
asesinar a nuestro parlanchín dictador. A Costa Rica, tampoco, ya están amenazando con
romper relaciones diplomáticas con los amables “ticos”. El destino sería Cuba, pero el
asunto es que aquí hay tantos cubanos y allá tantas sospechas sobre nuestro acento, debido
a que un partido político se ha dedicado a mandar activistas a enseñarles sobre la
democracia, que me temo que nuestro afable y cansado narrador termine en una prisión de
alta seguridad. A Brasil será difícil, dado que el gobierno de ese país ha tomado distancias
del nuestro. Con Ecuador sucede lo mismo. Conseguir una visa norteamericana resulta
imposible. Esto es lo que los analistas llaman “aislamiento internacional”. Bien, es difícil,
nos estamos convirtiendo en unos parias; en cualquier caso, toda esta divagación sobre
posibles destinos se debe a que he tomado en serio su amago de rebelión. Mandarlo a hacer
turismo interno no serviría de nada, pues bombas lacrimógenas, explosiones y basura va a
conseguir en todos lados. Mientras logro decidirme lo excluyo provisionalmente del texto,

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lo mando a jugar banca, lo remito a las cuatro paredes de su apartamento de clase media
pasado a marginal. Ese es otro aspecto de este drama. La pobreza se viene comiendo la
ciudad, ganando territorio, avanzando con tal precisión que todos sabemos donde está el
límite, la frontera entre la ciudad sucia e intransitable y la ciudad que todavía permanece
medianamente limpia. Las invasiones de edificios se están multiplicando, para este
momento 40 han sido ocupados. El gobierno manda a un grupo de bandoleros a atacar a las
empresas recolectoras de basura para alegar que no cumplen con su tarea y tratar de
expropiarles los equipos. Pero basta, no quiero hacer una enumeración de nuestros males ni
estoy tratando de evadir responsabilidades en relación con el narrador. En su estrés la
mayor responsabilidad me corresponde. Es cierto que el ambiente exterior es hostil y
contaminante, pero lo que lo tiene al borde del colapso son las responsabilidades que le he
atribuido en relación con el texto. Pues bien, relevado...por ahora, como dijo en su
oportunidad el dictador, lo que le valió el apoyo entusiasta de la mayoría que ahora está
arrepentida. Además, la confesión vale, lo de la rebelión me afectó un tanto el ego. No
porque un personaje se insubordine contra mis designios, al fin y al cabo todos los que he
creado han terminado haciendo siempre lo que les da la gana, sino porque se trata del
narrador, alguien que debe ser de la más absoluta confianza de un escritor. El narrador es
mi alter ego, la voz de mi conciencia, mi instrumento clave para dominar la novela.
Leonardo, Tiago, Niní y Anatolia tienen libertad plena de decir lo que les venga en gana, de
hecho hacen lo que les viene en gana, pero el narrador es mi voz, si se anarquiza la novela
deja de ser mía y debo firmarla, de otra manera el CENAL, que es el instituto oficial que da
los números de ISBN, me lo negaría; ya su presidenta me acusó públicamente de faltarle el
respecto al viceministro de cultura. Y, además, no me gusta firmar lo que otros escriben,
pues pretendo que los errores de sintaxis sean exclusivamente míos. Ahora recuerdo el caso
de la novela que ofrecí a una editorial y me fue rechazada porque el informe del lector
decía que mi manera de construir las frases era impertinente y me marcó en el original
(falta de respeto inadmisible) cada una con números, así, 1,2,3, para significar que un
escritor que acceda a esa editorial debe escribir correctamente y en ese orden, sujeto, verbo,
predicado. En fin, no es mi caso ni pretendo contar las lecciones que las editoriales han
pretendido darme, hablaba de la absoluta confianza que debe existir entre el escritor y el
narrador colocado allí dentro. Si no recuerdo mal Leonardo le advirtió que el Yo estaba
disuelto, pero ahora el mío deberá reaparecer, necesidad obliga. Además, la situación es tan
grave que no quiero ni remotamente que alguien piense me estoy ocultando tras una
máscara. Creo que está dicho en el texto, por alguien, no recuerdo si Tiago o Niní, que,
mientras ellos se dedicaban al pensamiento de altura, yo (aquí está el primero de la serie)
estaba en una barricada. Eran los tiempos de la desobediencia civil, puesto que ahora estoy
en desobediencia auditiva frente a las estupideces que se dicen. En fin, el narrador aseguró
que la única manera de sobrevivir a este embrujo tropical era escribiendo y es eso lo que
me propongo. No será 1,2,3, pero sí tendré que ocuparme de la recolección de firmas para
el referendo revocatorio y de algo de suma importancia, como lo es la tesis. En ella no está
sólo la física hiperdimensional o la fusión fría, sino también algunas fórmulas que el
narrador, no sé por qué, dijo que no estaban, como es el caso del análisis geométrico de
“Pi” o el de “L=mr 2”, algunos análisis de las ecuaciones matemáticas de la física de la
teoría de la relatividad y un complicado chapuzón en los quarks y en los antiquarks y una
identificación de alrededor de 200 hadrons que son unas partículas interiores de aquellos.
Gravitación, electromagnetismo, interacción débil, interacción fuerte y algo sobre el
desplazamiento del rojo en las líneas espectrales de las galaxias distantes. Pero hay algo

62
más importante que el origen, desarrollo y evolución del cosmos, es lo que se refiere al
hombre como lo ve Leonardo, asunto que me interesa en sí, pero también como fenómeno
de la resistencia en la reflexión profunda en medio de este caos nada benévolo. Aún quedan
unos días para la firma de solicitud del referendo revocatorio y, aunque pudiera escribir de
antemano lo que pasará, prefiero ser paciente al respecto, y dedicarme a escuchar el EVD
entregado al narrador, pues no quiero abusar de la paciencia de nadie forzando a Leonardo
a que me lo cuente de viva voz. Después del despido temporal del narrador un acto
impositivo contra Leonardo podría provocar un comunicado del Pen Club reclamando
apoliticidad. Prefiero escuchar acerca de nanotecnia, robótica y genética, pero bien dichas.
Leonardo habla de todo. El patético tiempo en el nuevo milenio, el futuro del lenguaje, la
crisis apocalíptica del amor, las diversas aristas de la globalización, las interferencias
religiosas, del cínico hombre de ahora y de los conflictos que afligen a la democracia, esos
son algunos de los temas. También incluye la descripción del aparato volador para pasearse
entre galaxias en las abiertas corrientes de energía de las dimensiones. No me alcanzaría la
vida para ocuparme de todo. Estoy dispuesto a hendirle el diente al queso cuando cae
estrepitosamente el libro rojo que está en el sexto travesaño del estante. De seguidas
sacuden la puerta de mi apartamento. Me está sucediendo ahora, no le sucedió antes al
narrador. No me gusta la advertencia, cada vez que ello ha sucedido no han pasado 24 horas
sin que me llegue la noticia de un fallecimiento. El novelista Denzil Romero tuvo la fuerza
de lanzar el bendito libro en un trayecto de tres metros y la poetisa Elena Vera me golpeó
con él la espalda también a una considerable distancia. Amigos que se despedían, sí, pero
no quiero seguir despidiendo amigos. El hombre ha sido mi amigo y ahora los filósofos
posmodernos la tienen contra la humanitas. Admito que estoy de acuerdo con buena parte
de lo que dicen y que yo mismo he repetido, pero también me he dado cuenta de que todos
desembocan, a pesar de las vueltas y revueltas, en un humanismo de nuevo cuño. Será un
ensamblaje de prótesis, parece irremediable, pero más irremediable aún es que la muerte se
alejará y el cansancio será la peor de las ladillas. He dicho que si el hombre deja de tener
importancia no concibo qué podrá tenerla. Se alejará la muerte, pero no todavía, es lo que
pienso cuando veo en el televisor la manifestación multitudinaria que avanza por la
autopista colmándola. Las cámaras han mostrado como los grupos violentos están
esperándola en la avenida de Los Próceres. Entrevistan a los manifestantes que alegan que
están hartos y protestan con banderas, pitos y cacerolas. Van hermosas mujeres, como de
costumbre, ancianos y hasta niños. No sé dónde anda el narrador. Espero que el despido
temporal no lo haya deprimido en demasía. Oscilo entre el texto y la imagen de la otra
pantalla. El narrador deberá entender que no he hecho otra cosa que tratar de complacerlo.
Su agotamiento era evidente y creo haberlo interpretado relevándolo de responsabilidades.
Veo un mundo que se cae a pedazos. Los soldados forman hileras con sus escudos de
plástico y sus vestimentas del futuro. El narrador puede que se haya tomado a mal mi
decisión, habrá pensado que le estoy cobrando una deslealtad o un exceso de
independencia. La avanzadilla de la manifestación llega a donde la esperan. Tengo previsto
mantener una conversación con él, creo que le debo una explicación personal en medio de
un ambiente distendido, tal vez con un oporto de 20 años que me regaló Tiago y que debo
haber puesto en alguna parte. La preocupación sobre el hombre se acentúa cada vez que
termina un siglo, pero no creo que el que acaba de terminar nos conceda optimismo ni que
la sociedad de consumo triunfante deje de convertir los avances científicos en ganancias y
pérdidas. Veo que los primeros gases lacrimógenos impelen a los periodistas que cubren la
manifestación a usar máscaras, pero también veo que soldados y policías desaparecen

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como dejando los acontecimientos a su propia suerte. Lo del desentrañamiento del código
genético puede convertirse en un arma peligrosa, si se le exige a cada trabajador para ver
cuantos años pasará sin enfermarse. Suenan las primeras detonaciones. Veré si puedo
reunirme con el narrador esta misma noche. Le manifestaré mi agradecimiento y elogiaré su
buena prosa en la descripción de estos contrastes. ¿Si las llamadas fuerzas del orden han
desaparecido quién lanza los gases y quien origina las detonaciones que evidentemente son
de armas de fuego? Hace un par de décadas me ocupé de la robótica, pero el peligro de
ahora es la reducción del producto final de la técnica hasta el punto de que pueda ingerirse
e integrarse a nuestros organismos. Se salvarían vidas, pero ¿de hombres? Debo detenerme
a escuchar lo que Leonardo dice sobre el futuro de la inteligencia. Coloco el EVD mientras
escribo y mientras veo la violencia desatada. Están incendiando hasta los árboles que
rodean el río. La voz de Leonardo es un mantra. Las detonaciones disgregan. Mi
preocupación por el narrador se atenúa. Leonardo habla del hombre caído. Yo escribo sobre
el narrador. En la pantalla se ven caer. La batalla enfuria, hay muertos, hay franelas
ensangrentadas. Una señora se desploma como reclamada por el viento. Leonardo recita.
Yo escribo. Las balas silban. Esta preocupación de Leonardo por el hombre podría
convertirse en la última manifestación del humanismo. Comienzo a ver los rostros de los
caídos. Antes de que les cubran los rostros con la bandera nacional. La gente está en el
suelo, protegiéndose de cualquier manera de los embates de esta tormenta nacida en el
código genético de un pueblo. Código P:
populismo+caudillo+impotencia+repetición+frustración+ignorancia. Rostros jóvenes se
ensangrientan. Llamo al narrador, quiero saber de él. No responde. El reproductor no
responde a las órdenes del control remoto y la voz de Leonardo en el EVD sigue por su
cuenta, independiente, rebelada contra la prisión del mineral donde fue grabada. Las
cámaras de televisión alcanzan a mostrar los rostros antes de que los manifestantes que
reptan y aún no han sido heridos los cubran con la bandera nacional. Rostros, de señoras, de
hombres curtidos, de hombres sin curtir, de jóvenes, rostros desconocidos, un rostro
conocido, es el narrador, el rostro del narrador, es el rostro de mi narrador, ensangrentado,
no respira, la cámara se detiene, se regodea en el rostro del narrador, los bomberos y los
paramédicos lo rodean, mi narrador está agonizando o quizás muerto, el narrador ya no
narrará, el narrador ha caído, el narrador se marchó a la manifestación de la oposición y
cayó, está allí, lo veo, Leonardo no se detiene y su voz toma la expansión de un aullido, los
cascos rojos de bomberos y paramédicos se mueven negativamente, significan que no se
puede hacer nada, a su lado una manifestante intenta un grito que no le sale, el narrador está
allí, puedo verlo, de los labios le sale un hilillo de sangre, inténtelo, móntenlo en una
camilla, corran con él al hospital repleto de heridos, un médico habrá que le extraiga el
plomo y lo devuelva; un hombre se arrastra y le cubre el rostro con la bandera nacional. Sí,
confirmado, está muerto, lo dice la periodista de cabellos alborotados que luce una máscara
antigás último modelo, le atribuye un número, dice que es el número tal en morir, el
narrador ha expirado, no se ve el aire henchir el color de bandera que le cubre las fosas
nasales, el narrador ha muerto, sin mí que lo abandoné, sin Leonardo, sin Tiago, sin Niní,
sin Anatolia. Me quedo pasmado. La cámara se queda allí, los otros muertos están distantes
e inaccesibles. Están en terreno peligroso. El narrador ha caído donde aún se puede
transmitir en directo. Son largos minutos. Veo sus pantalones raídos, su camisa vieja, su
tristeza de narrador pobre y sus dedos manchados de nicotina que salen de entre una franja
de color de la bandera. Lo veo narrando para mí, lo veo en su conversación con Leonardo,
lo veo intercambiando ojos con Niní. El grito me sale de repente. Mi grito hiende el silencio

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de todos los que vemos la tragedia en la pantalla. Mi grito se hace mil mujeres vestidas de
negro que aúllan al unísono y se lanzan desgarrándose las vestiduras contra los postes del
alumbrado. Mi grito es largo y sostenido, como expresión desencajada de mil mujeres a
quienes se les hinchan los ojos y las manos se les hacen raíces. Logro mirarme, me veo la
boca abierta profiriendo el grito, la desesperación marcada, las uñas rojas, los dedos
impotentes. Después supe que ellos también habían gritado. Sobrevendrían otras tragedias.

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LA ANTÍTESIS

Todo es paz y amor. La OEA, el PNUD, el Centro Carter, Lula y las hijas de María
coinciden. “Los habitantes han dado una gran lección de civismo”, se repite. Déjenme
aclararles que se refieren a la recolección de firmas que hizo el gobierno para revocarle el
mandato a 38 diputados de la oposición. Esos parlamentarios deben ser revocados porque
en la Asamblea Nacional se han opuesto al dictador. Éste mismo ha aparecido en televisión
con traje nuevo, corbata nueva y reloj nuevo repartiendo millones y con una piel de cordero
cortada a la medida. Paz y amor, el pueblo se ha expresado. El vicepresidente miente y ve
alargarse su nariz, no hace otra cosa que mentir. Me pregunto cuando la oposición ha
saboteado un acto del gobierno. Nunca. Lo que hemos visto en los largos meses que tengo
escribiendo este texto son agresiones de paramilitares, militares y civiles armados contra la
oposición. Esperemos la recolección de firmas de la oposición para pedir el revocatorio del
presidente y entonces escucharemos a estos cretinos que se la pasan elogiando el
“comportamiento cívico del pueblo”. Paz y amor, repiten los idiotas analistas políticos que
son una plaga peor que una de langostas comiéndose la inteligencia. Estoy afectado,
déjenme decirles. Estoy utilizando la bendita plaga exterior para eludir la muerte del
narrador. He asumido mi papel de escritor-narrador con fingida naturalidad. Escribo a duras
penas. Me cuesta dormirme, me cuesta levantarme, me cuesta sentarme frente a la
computadora. Tal vez haya en mí un sentimiento de culpa. Si no lo hubiese despedido tal
vez no hubiese muerto. Tal vez hasta el infinito. No sabía de su participación en las
marchas oposicionistas. Lo creía un escéptico, antigubernamental, por supuesto, pero
irremediablemente condenado a no creer en nada ni nadie. ¿Fue a la manifestación por
despecho o por convicción? ¿Buscó la zona más peligrosa a propósito o cayó como tantos
otros simplemente porque las balas eran ciegas? He repasado el escenario cientos de veces.
Quiero encontrar algo que me confirme que no asistió a buscar la muerte, que fue una
víctima ocasional, circunstancial, una más. Les confieso que he caminado con ese propósito
por la Avenida de Los Próceres, como ustedes saben, el lugar donde se sucedieron los
hechos. Acostumbraba ir allí en mis tiempos de estudiante, con una silla de extensión, un
termo de café y la mejor voluntad de aprenderme los tratados de derecho penal. Se
amanecía estudiando y directamente al examen. Ahora encuentro que los bustos de los
padres de la patria tienen las narices cortadas, que el olor a orine es insoportable, que los
letreros obscenos ocupan los lugares de las batallas y tapan los nombres de los próceres. He
tratado de ubicar el lugar exacto donde cayó el narrador. Aún se ven los pesquisas de la
policía científica haciendo planimetría para otra investigación que concluirá en nada. Me
asomo a las márgenes del río para tratar de ver los lugares donde los pistoleros se
apostaron. Calculo las distancias y las trayectorias de las balas. No obtengo respuestas.
Recuerdo que cayó en un lugar donde las cámaras de televisión pudieron seguir
transmitiendo y me alegro pensando que estaba en un sitio más o menos protegido, que no
buscó intencionalmente una exposición a los disparos. En esa pizzería comí tantas veces en
el pasado, cuando la invención napolitana estaba al alcance de un estudiante pobre. Ahora
que soy un escritor arruinado no puedo comer pizza. Días después todavía pueden verse los
rastros de sangre sobre la acera. Se me acercan dos policías y me preguntan si fui testigo
presencial de los hechos. Niego y me alejo. Esto es una farsa, todos sabemos que dispararon

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los partidarios del gobierno y que nunca habrá culpables, nunca un detenido, nunca un
asesino con un expediente y un número carcelario. Puede ser que haya ido hacia la zona
más peligrosa y se haya devuelto herido. Puede que el sitio donde cayó no sea el mismo
donde fue herido. La duda me atormenta. ¿Tengo una responsabilidad directa en su muerte?
La duda, para mi desventura, me la aclaró Leonardo el día en que por fin nos enfrentamos a
hablar del asunto. Me dijo que el narrador no había muerto en la balacera de la Avenida de
Los Próceres, que había muerto cuando yo lo excluí del texto. Creo que tiene razón. Lo de
la manifestación fue una segunda muerte, una muerte de la realidad. La muerte de la ficción
es de mi absoluta responsabilidad. Paradójicamente, y días después, la expresión de
Leonardo me tranquilizó. Yo soy el escritor y lo que sucede a mis personajes es asunto mío.
Forma parte de mi trabajo hacer de partero en nacimientos, de constructor de historias y de
asesino. Hago nacer y hago morir. Es mi obligación hacer mi trabajo lo mejor posible y, en
este caso específico, tomé mi decisión (casi escribo “ajustado a derecho”, como solía decir
en mis tiempos de estudiante) por necesidades del texto: el narrador se estaba convirtiendo
en un problema. Aún así, mientras recorro la zona de la tragedia, aliviado en lo personal,
me sigue intrigando la muerte real del narrador en la Avenida de los Próceres. No pretendo
hacer de policía, ni falta que hace, todo el mundo vio en directo la transmisión de la
tragedia, pero subsiste en mí la duda. Si bien cumplí con mi trabajo admito que ello no
prueba que el narrador no haya ido voluntariamente a buscar la muerte. Me examino sobre
las condiciones histriónicas del narrador. Ir a morir en la manifestación significaría un
auténtico montaje teatral. Honestamente no lo creo capaz. Mientras el olor a orine de
borracho me marea comienzo a pensar que asistió porque lo consideró necesario. Es más, a
mí también me pasó por la cabeza disfrazarme con mi banderita. Seguramente me recordé
de las semanas pasadas en que el olor a dictadura me agobiaba tanto como éste de orines y
me fui a levantar barricadas en la avenida “Rómulo Gallegos”. El humor me retorna y me
digo que hasta para actos como esos me voy a buscar a un escritor. Alargo la caminata hasta
el Círculo Militar donde ahora se hospedan más civiles que militares, incluyendo varios
ministros, pues allí se sienten seguros de que la población no les tocará cacerolas. No puedo
acercarme mucho, el primer círculo de seguridad se me aproxima e interroga sobre mi
destino. Digo que estoy perdido y me regreso. En mi época de estudiante más de una vez
entré a ese ahora sagrado recinto a tomarme una cerveza. Vaya que los tiempos han
cambiado. Una víctima más del régimen, me tranquilizo mientras con la conciencia lavada
tomo un autobús hacia el penthouse de Leonardo.

Tiago miraba la televisión y pudo ver la muerte del narrador “en vivo”, como se dice
paradójicamente. Gritó, al igual que yo, lo que hizo gritar a Leonardo, a Niní y a Anatolia.
Para fortuna de todos Leonardo controla sus emociones y restableció la tranquilidad, no sin
pesar, claro está. Me contó como había percibido la segunda muerte. La inferencia sobre la
eliminación en el texto le había llevado a concluir que la muerte real andaba cerca, aunque
nunca se imaginó que pudiese suceder en la marcha de la oposición. Me dijo que lo más
difícil había sido tranquilizar a Niní, pues la gata buscó las puertas con la desesperación de
la huida y hasta tomó la precaución de cerrar los ventanales ante la posibilidad de que
olvidase la altura en que se encontraba. Recuerdo la entrevista mientras el conductor del
autobús relata las innumerables veces que lo han asaltado. Al parecer los ladrones abordan
su unidad como pasajeros comunes, en un determinado momentos sacan sus armas y piden
a todos entregar dinero y prendas. Alega que alrededor de 30 de sus colegas han sido
asesinados en el último año. La historia debe repetirla cada vez que cubre la ruta asignada;

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tal vez de esta manera exorciza la posibilidad de un nuevo asalto. Los pasajeros escuchan
de la violencia apretando instintivamente sus bolsos. Mientras sudo copiosamente recuerdo
a Francis Bacon cuando afirmó que el tiempo presente era siempre el más antiguo pues
había requerido una maduración de siglos. Llevo en el oído la voz de Leonardo en el EVD
analizando el fluido de la energía libre y la consecuencial desaparición de conceptos como
riqueza, pobreza, propiedad; un caos, sin lugar a dudas, pero uno de nacimiento en el cual
se desplomarían los mecanismos que sustentan la actual realidad. La voz alterada del
conductor me sume en la reflexión, tal vez para escapar de una versión en directo de lo que
los medios radioeléctricos repiten día a día. Logro imaginarme la Tierra mirando desde el
Sistema Ptolemaico y desde el Sistema de Copérnico, logro ver los desplazamientos del
rojo en las líneas espectrales de las galaxias distantes conforme a Edwin Hubble y Milton
Humason. De allí partió Leonardo y es posible que ahora se atreva a preguntarme por la
tesis registrada en el EVD. Debo mentalizarme con muon, pion, leptones, fermion,
partículas elementales. Yo soy una de ellas. Leonardo ha debido incluirme en la lista
cuando inició su explicación del origen. No porque tenga alguna importancia, sino porque
lo que busco desesperadamente es regresar a él. El narrador no había muerto para mí. Creo
los personajes para que vivan por mí. La muerte es parte integral de la vida y, en
consecuencia, eso fue lo que hizo: vivir el ciclo completo. Claro, dirán algunos, si los
personajes viven y necesariamente mueren, este escritor lo que busca en el fondo es escapar
del fin. Déjenme decirles que tengo plena conciencia del vacío. Ahora voy a casa de
Leonardo, alguien que creció tanto que su palabra se ha hecho inaudible para los hombres.
No sé si los dioses lo escuchan, pero me temo que los dioses murieron hace un buen rato.
Así, nadie lo escucha. ¿Qué puede importarme a mí la indiferencia a mis palabras necias?
Si piensan que tengo algún interés en permanecer están muy equivocados. Aún disfruto
viendo, y creando, sí, los múltiples rostros de Madonna Intelligenza. Estamos inmersos en
un tiempo histórico, pero conservo, Leonardo especialmente, la apertura hacia el Gran
Tiempo. Mi verdadero nombre debería ser cesura, pero en el sentido griego, pues me
considero la sílaba con que termina una palabra. Si quieren un apellido póngame
anamnesis, pues soy la representación de algo inexistente. También soy un expediente
clínico, lo admito. Sólo que detesto la medicina legal o tradicional y me refugio donde
Teodorico Sawaya, un peruano extraordinario que hace acupuntura y medicina alternativa.
La última vez que lo visité el calor me resultaba insoportable, hasta el punto de pensar que
se estaba reproduciendo la situación de Europa este verano con una ola de calor que mató a
varios miles. Sudaba copiosamente y el termómetro repetía que teníamos 28 grados, lo que
no era tan alto. Teodorico, entre aguja y aguja, me dejó saber, con la milenaria sabiduría
que adquirió en la India, que cuando se unifican dos principios extraños se sobrepasa la
condición humana y sobreviene un calor muy intenso.

Jeremiqueaba, Tiago jeremiqueaba. Apenas me vio se le anegaron los ojos portugueses.


Lo atraje hacia mí, coloqué su cabeza en mi pecho y suavemente lo empujé hacia adentro.
Pensé aprovechaba el momento a solas para desahogarse del dolor causado por la muerte
del narrador. No habíamos tenido oportunidad de hablar durante mi visita anterior, pues
Leonardo me había acaparado. Lo llevé hasta el medio de la sala con una ligera presión y
allí permanecimos sin mediar palabra. Niní me saludo con un maullido que me pareció
insignificante y no creo haber visto lágrimas en sus ojos azules. Lo separé de mí y le
acaricié las mejillas. Leonardo se asomó a la puerta del estudio y pareció convertirse en el
dintel. Parecía cansado. Intenté pronunciar algunas palabras de consuelo, pero no me

68
salieron. Con un gesto Tiago me pidió que mirase el suelo. Había un reguero de pequeños
astros que navegaban sobre la alfombra y debajo de los muebles. Centenares de pequeños
pedazos de porcelana cubrían el piso. Fui con mis ojos de uno en uno, desde el rojo hasta el
azul, desde el amarillo hasta el verde. Niní los tocaba delicadamente con la pata derecha,
sin empujarlos al juego, como solía hacer con cualquier cosa que estuviese a su alcance. Yo
miraba la constelación desplegada a la manera de una caída, una visión terrena de un cielo
nocturno, como si un descenso se hubiese producido y un intenso calor me fue abordando.
Sentí el sudor en las manos y en la barbilla. Interrogué incrédulo con la mirada y Leonardo
bajó los ojos. Niní dejó de tocar los pedazos y contorneándose comenzó a caminar en zic
zac entre ellos, con respeto. Tiago percibió mi estupefacción y casi irritado por mi despiste
mencionó el nombre que pareció brotarle de las profundidades lusitanas: Anatolia. Abrí la
boca con pasmo. Fijé de nuevo la mirada en los pedazos multiplicados y multicoloridos y
me giré hacia el bar. Anatolia no estaba, estaba en la multiplicidad rota que regaba el piso.
Tracé arcos y trayectorias posibles, como lo hice en la Avenida de los Próceres con los
pesquisas de la policía científica, pero aquí no había nadie haciendo planimetrías o
dibujando trayectorias. Busqué rastros de sangre en las vecindades de la cocina y la posible
arma homicida en los rostros de los tres seres que me clavaban sus ojos. Anatolia estaba
destrozada, multiplicada, despellejada, desencajada, destruida. Niní se contorsionaba,
Leonardo parecía de madera, Tiago parecía de porcelana, el bar parecía un barco a merced
de pairos caprichosos. En este momento en que escribo les confieso que me resulta
imposible contarles lo que sucedió a continuación, pues no lo recuerdo. No sé si apartamos
algunos pedazos de Anatolia para sentarnos en el sofá o si permanecimos por un tiempo
indeterminado en medio de la sala con la escena paralizada o si pedí explicaciones sobre lo
sucedido o si me fueron dadas sin pedirlas. Aún tengo en la memoria los pedazos de
Anatolia regados por el piso. Sé que evito mirar el bar cuando voy al penthouse. Sé que
desde aquél día Niní se me asemeja con sus contorsiones a un dragón de papel moviéndose
entre astros desperdigados. Tardaría algún tiempo la versión sobre la muerte de Anatolia.
Tardaría algún tiempo en conocer los detalles del vuelo de Anatolia sobre el mar y su
conversión en islas. Tardaría.

69
ALITERACIÓN

La muerte de la gata de porcelana generó introspección. Todos asumieron un rostro


entrópico a la espera de la información precisa entre la multiplicidad de posibilidades. Sólo
que esta vez no habría juego. La imposición vino de Leonardo quién decidió que el discurso
debía sostenerse a la manera de una palabra invertida. Leonardo no quería apocarse a un
retozo de valor. Anatolia había caído por una travesura de Niní. Anatolia había caído en un
descuido de Tiago al limpiar con su sempiterno plumero. Anatolia había caído víctima del
tomo de cosmogonía en una rabieta de Leonardo. Anatolia había caído por decisión del
escritor, puesto que para todo escritor el mundo siempre está acabándose. Anatolia había
caído porque el mundo estaba acabándose. Anatolia había caído por la furia del viento.
Anatolia había caído. Leonardo no quería que la atopía se degradase. Leonardo no quería
deslumbramientos heurísticos. La sabiduría de Leonardo impuso la permanencia del texto
en una relación proporcional de proximidad-distancia con el paradigma de Anatolia.
Leonardo había dejado al Yo del escritor brotar de manera arrolladora después de la muerte
del narrador por un acto de simple necesidad. Ahora creía llegado el momento de imponerle
la renuncia a la captura, hacerle saber que se hablaría sin ejercer la función-poder que pone
en marcha el lenguaje. Había percibido como los deseos, temores y angustias del escritor
trabajaban sobre el lenguaje empleado en el texto. Para el escritor no había sido fácil
someterse a la voluntad de Leonardo pues creía haber jerarquizado muy bien las palabras en
lo que consideraba un relato sin montaje. Leonardo, en cambio, había mirado el excursus, la
deriva, la simulación y comprobado que el escritor estaba incursionando en una ficción
peligrosa que conducía a la muerte. El narrador y Anatolia no habían caído por casualidad.
Algo se estaba derrumbando en la realidad exterior, era cierto, pero la ficción estaba
sometida a tales injerencias que la muerte se presentaba como la única posibilidad y
Leonardo no quería, al menos por ahora, la total desaparición, el final anticipado. La
realidad exterior olía a muerte y el texto, si bien debía reproducir el olor, debía encerrarse
en la posibilidad de las distancias y las proximidades, de las reglas y de las libertades, de la
comunicación y de la discreción, de los deseos y de las abstinencias. Idiorritmia quería
Leonardo antes de que la avalancha de las desapariciones arropara al escritor mismo.
Anatolia había sido un signo reproductor de un espectáculo real y el texto era un
espectáculo imaginario. Había estado dentro de las dos perturbaciones, estaba claro, pero
Leonardo no quería a la muerte enseñoreada, al menos mientras la circunstancia de afuera
no perfilara su destino final. Prefería una sobriedad voluptuosa.

El escritor se hundió en la multitud sin rumbo fijo. Pensaba y deslastraba mientras


observaba los rostros feos de los transeúntes. Estaban mal vestidos, empobrecidos, feos.
“Sobriedad voluptuosa”, se repitió a Leonardo con sorna. Tropezó varias veces y masculló
excusas ininteligibles. Cruzó las calles con la multitud y se repitió que tenía el derecho de
preguntarse el porqué sobre la muerte de Anatolia. No recordaba haber intervenido en el
suceso, de hecho no había intervenido. Alguien estaba narrando por él y ese alguien debía
darle una explicación de por qué la gata de porcelana abandonó su lugar en el bar para
estrellarse en el piso. Reordenó su pensamiento y se dio cuenta que había inferido una
acción voluntaria en Anatolia. Al parecer el suicidio se le estaba convirtiendo en una

70
fijación. Rechazó la idea de volver a la Avenida de los Próceres. Anatolia había caído lejos
de allí y no debía buscar una asociación geográfica inexistente. Quizás el punto de
convergencia era el bar. Una reflexión, sin embargo, lo sacó del delirio espacio-tiempo.
Estaba mezclándolo todo, le había asaltado Einstein, se había ido hacia la relatividad,
cuando el verdadero asunto era el lenguaje. Compartía con Leonardo que con él no debía
sojuzgar a nadie, pero percibía una trampa. Alguien estaba actuándolo o parodiándolo,
alguien estaba interfiriendo el teatro de lo imaginario. Sin darse cuenta había desembocado
en el centro de la ciudad. Los carteles anunciaban un foro sobre la literatura en lo urbano y
le pareció atrabiliario el tema. La ciudad estaba diluida. Él había puesto en escena, al menos
lo había intentado, horizontes de existencia. Él era un diseñador de ficciones. La masa se
había espesado como si un ingrediente le hubiese sido colocado con ese propósito. Un
amontonamiento de gente lo detuvo en el boulevard que conducía a la Biblioteca Nacional.
En el pavimento un motociclista se retorcía y unos policías enderezaban la moto. Leonardo
vivía ocio, libertad y autarquía, una vida protegida en el aislamiento, mientras él tenía que
empaparse de la realidad. Era el habitante de la hesychía. A él le tocaba sentir en la carne la
intolerancia hacia el presente. Miró el rostro ensangrentado del motociclista y no pudo dejar
de pensar que, en efecto, su texto se estaba corporeizando en muerte. Fue entonces cuando
comprendió que quien narraba era la realidad exterior, potente, desmesurada, irritante,
entrometida. El afuera estaba hecho de muerte y mataba los signos de la ficción por el
mismo deseo dictatorial que dominaba al parlanchín de los tres discursos diarios. Lo que se
estaba infiltrando, entrometiendo, imbuyendo, grabando, influyendo era la incertidumbre de
la verdad. El motociclista no había caído por efecto de una manifestación, pero ese día los
partidarios del gobierno se desplazaban en motos atemorizando con los rugidos de sus
máquinas y con sus boinas rojas y sus chaquetas con la estampa del dictador. Era probable
que ese motorizado en el suelo se dirigiese a incorporarse a la marcha rugiente, como era
probable que se tratase de un trabajador que tuvo un accidente mientras repartía lo que
debía repartir. En cualquier caso, el hombre de la máquina estaba en el suelo y los policías
la levantaban y la sirena de la ambulancia de los bomberos buscaba víctimas, pues para eso
se limpiaba la voz de las sirenas en días de manifestaciones, es decir, todos los días. El
escritor comprendió que era completamente absurdo plantearse si el escribir era una falsa
ocupación en tiempos de disturbios políticos. La realidad se entrometía y rompía los signos,
quebraba la porcelana establecida en el bar y dejaba envuelto en una bandera ensangrentada
al narrador. Miró hacia la montaña, hacia la montaña mágica, hacia la montaña que salvaba
a la ciudad de ser una mera aglomeración de gente fea y de calles sucias y el alivio del élan
llegádole en forma de figuras caprichosas impostadas sobre los tonos azules y verdes de la
vegetación le hizo entender que él y Leonardo no discrepaban.

Jeremiqueaba, Tiago jeremiqueaba mientras recogía la multitud de pedacitos. No había


sangre en las cercanías de la cocina, como creyó ver el escritor durante su fugaz visita.
Quizás en el rostro desperdigado que reordenaba la escoba hacia la pala de plástico que
ahora se convertía en un protector tardío contra las caídas. Sentía aún el abrazo afectuoso
del escritor, su gesto de atraerle la cabeza sobre su pecho, y lo agradecía. Cuando cayó
Anatolia estaba sucia. Tiago admitió que había descuidado la limpieza que ejercía
primorosamente con el plumero verde y que Anatolia estaba sucia. El polvo que entraba de
afuera era abundante, incontrolable, negruzco. Había que limpiar a Anatolia todos los días,
pero él se había descuidado. El polvo negruzco estaba sobre Anatolia cuando había caído.
También caía sobre Niní, pero la gata alisaba su lengua rosada sobre la pelambre blanca

71
quitando el polvo negruzco. También caía sobre los libros, pero ellos se sacudían. Caía
sobre Leonardo que veía al polvo negruzco como la presencia del afuera. Él sentía
repulsión por el polvo negruzco, pero aquí vivía. Cuando cayó, el tono verde de Anatolia
parecía un lago con manchas de petróleo. Cuando cayó, el tono rojo de Anatolia parecía
sangre del narrador contaminada de pólvora. Cuando cayó, el negro de Anatolia había
desaparecido bajo el polvo negruzco. Cuando Anatolia cayó, Leonardo estaba en el sofá
con el tomo de cosmogonía en las manos. Cuando Anatolia cayó, Niní se divertía en el
balcón vigilando el vuelo de un pájaro. Cuando Anatolia cayó, él estaba en las cercanías de
la cocina buscando rastros de sangre. Cuando Anatolia cayó, no había viento. Cuando
Anatolia cayó, sólo existía la caída de Anatolia. Tiago recogía y depositaba en una bolsa de
plástico la caída de Anatolia. Niní se había colocado en medio de la sala observando la
marcha final de Anatolia. Leonardo observaba por sobre sus lentes de lectura. Anatolia
descenderá por el ducto de la basura. Al caer, Anatolia chocará contra las paredes del ducto,
Anatolia caerá sobre la gran bolsa de la basura. Una vez abajo será recogida y llevada a la
ciudad donde se deposita la basura. Integrada a la ciudad, Anatolia se hará parte del afuera.
Niní no la extrañará. Leonardo pensará en la sobriedad. Tiago jeremiqueará al recordarla.
Para el escritor será una pregunta. Los cientos de pedazos de Anatolia caminan por las
aceras. El escritor se detiene en el kiosco de la esquina. Mira los titulares de los periódicos
y no compra ninguno. El deseo de un vodka lo asalta. Hace muchos días que no toma un
trago. Hoy lo tomará. Esta vez inducirá a Leonardo a su viejo hábito de caminar muchas
veces desde el sofá hasta el refrigerador a servirse de la botella helada. Incluso permitirá a
Tiago montarle cuernos discretamente al oporto. Pondrá unas gotas en el plato de Niní.
Bien se lo merece Anatolia. Al diablo con las aprensiones de Leonardo. Hoy hará del vodka
evasión. El narrador lo hubiese aprobado.

Cornetas, pitos, estruendo. Hoy es el día de recoger firmas para pedir la revocatoria del
dictador. Ya en la lejana década de los 50 un tirano convocó a un plebiscito y desconoció
los resultados. Éste ha permitido a regañadientes que se cumpla el derecho constitucional
de pedirle que se vaya. Hoy es el día. Leonardo se levanta con una resaca insufrible. Niní
no se levanta; no se aplicará aquello de que hasta los gatos firmarán. Tiago no se levanta;
no está nacionalizado, conserva a Portugal en el alma y en los documentos. El escritor se
levanta y trata de combatir la resaca con jugo de naranja. Leonardo y el escritor firmarán,
no faltaba más. Quieren ser los primeros. Leonardo llega al lugar donde le toca. El escritor
llega al suyo. Mucha gente, miles de personas y pocos incidentes. Un general que quiere
quedarse con las planillas, unos violentos que atacan a un dirigente petrolero, unos
oficialistas tratando de impedir la instalación de las mesas de recolección. Cientos de miles
firman. De las consultas que Leonardo y yo hicimos en las colas queda el siguiente listado
de las razones por las que firman: porque el dictador destruyó la moral de las Fuerzas
Armadas, por desmantelar la industria petrolera, por el cruel asalto a los trabajadores en los
campos petroleros para quitarles sus viviendas, por la adquisición de un fastuoso avión
presidencial, por degradar a los venezolanos más pobres, por desmantelar la atención
integral a los barrios populares, por el incremento de los crímenes en las cárceles, por
destruir la ciudad, por los gallineros verticales y los cultivos hidropónicos (mejor conocidos
como orinopónicos), porque la provincia está estrangulada en la miseria, por el
cortocircuito a que sometió las programaciones de las instituciones culturales, por intimidar
todo pensamiento disidente bajo la acusación de golpista, terrorista y fascista; por incumplir
su promesa de mudarse de la residencia presidencial y convertirla en un museo, por

72
incumplir la promesa de convertir la residencia playera en hogar para los niños de la calle,
por incumplir la promesa de cambiarse el nombre si seguían existiendo esos niños en las
mismas condiciones, por incumplir la promesa de dignificar a nuestros indígenas, por
incumplir la promesa de reducir el déficit habitacional y por las cadenas de radio y
televisión. Y por dictador, puesto que los miles que firman quieren vivir en libertad.
Leonardo y yo nos despedimos con un buen sabor de boca. Si bien el elenco está
incompleto, lo que más nos ha gustado hoy es la gente. Hoy es la calle la que prevalece.
Terminada la euforia de la multitud la resaca parece regresar con bríos acrecentados. El
dictador dice que le han hecho fraude. El presidente de la Asamblea Nacional dice que le
han hecho fraude. No se puede decir en público, pero hasta Niní sabe que la oposición
recogió alrededor de cuatro millones de firmas, millón y medio más de las necesarias para
activar el referéndum revocatorio del dictador. No sabemos hasta donde está dispuesto a
llegar el dictador. La OEA y el Centro Carter actúan de la manera más diplomática: nadie
ha sido impedido de firmar, el proceso ha sido normal, los incidentes no han logrado
impedir el derecho de la gente. En pocas palabras, validan el proceso. Veamos si el dictador
desafía a la comunidad internacional. Veamos si el dictador desafía la voluntad popular.
Leonardo y yo nos acostamos satisfechos con el pueblo.

73
DIBUJO

La vida y la muerte juegan sobre este tablero. En el penthouse se respira un aire sobrio.
Tiago ha hecho desaparecer la vacía botella de vodka y discretamente organiza el archivo.
Leonardo apoya una hoja de papel sobre el tomo de cosmogonía y dibuja la cabeza de una
mujer. Niní está echada sobre la alfombra, en actitud de reposo. Hacía mucho tiempo que
Leonardo no tomaba el creyón para usarlo en formas humanas. Traza una pequeña cabeza
femenina de pelo corto, con desgano, con cansancio. La dibuja como si quisiera olvidarla.
Aún sobre el papel amarillo puede adivinarse que tiene ojos verdiazules y cabellos rubios.
No necesita color para dejar claro las características del rostro. Nunca sabremos quien es la
mujer que Leonardo dibuja. Tal vez la plasma para hacerla desaparecer. Quizás por eso
trabaja lentamente sus labios, a mitad de camino entre difusa y pulposa discreción. El rostro
es ovalado y podemos constatar que no es joven. Le coloca líneas de expresión en los
alrededores de los ojos. Las orejas son pequeñas y perfectas. Nadie preguntará a Leonardo
quien es la mujer. Es posible que Leonardo no lo sepa. Conociendo la exactitud matemática
con que traza las figuras es fácil establecer, partiendo de las dimensiones de la cabeza, que
la mujer mide alrededor de 1.73. Se podría esperar que Leonardo bajase por el cuello y
dibujase la totalidad, pero las dimensiones del papel hacen concluir que sólo tendremos un
busto de la perturbación. Sombrea los labios y la nariz perfecta comienza a gozar de la
condición de faro. Por los trazos en el cuello la presentimos inquieta y ágil, inclusive
alegre. También distante. También mujer madura. La mañana avanza lenta, pesada,
perezosa. En el penthouse nadie hace un movimiento de más. Niní no se ha movido de la
posición inicial que decidió para afrontar el día. Tiago carece de su habitual agilidad en el
manejo de papeles y carpetas; está lentificado por la perturbación confusa que recorre el
lugar. Leonardo no deja de mover la mano, pero pareciera que refuerza minúsculos trazos
sin avanzar. Posiblemente no hay hacia dónde avanzar. Si fuese imaginaria lo habría, pero
todo en la mano de Leonardo indica que la mujer es real. Esta vez el afuera se ha
entrometido en forma de mujer, ha sido inédito al presentarse en forma amable. Se coló con
la rudeza del exterior, a propósito del exterior, con el pretexto del exterior. Niní y Tiago
esperan pacientes que la intromisión se explique por sí sola o, al menos, que se desenrolle
en el entarimado donde se juega para saber a que atenerse. La mano de Leonardo no mueve
una pieza, más bien recuerda el tablero. Seguramente no podrá esperarse que el dibujo que
se traza sobre el papel apoyado en el libro de cosmogonía responda por sí mismo. El
dibujante le ha dejado en los labios una pequeña apertura y pueden verse unos dientes
perfectos y alineados como piezas de juego, pero de allí a pensar que el dibujo cuente lo
que sucede parece una ambición desmesurada. Lo que está claro es que ni el dibujo ni la
mujer dibujada están allí por voluntad propia. De manera que esperar que se expliquen
equivaldría a un acto de voluntad inexistente y en el penthouse todos sospechan, inclusive
quien dibuja, que no habrá otro gran vuelo como el de Anatolia, que el dibujo no será
estrujado y arrojado a la papelera donde van a parar los textos desechados y los dibujos
abortados. En esta puja lenta la vida parece quedarse por el tiempo en que Leonardo
sostenga el creyón entre sus dedos. La mañana avanza y la fecha, 1° de diciembre, está
imponiendo carácter y melancolía. Semeja una puerta temporal que se abre y chirría sin que
el viento sople o una voluntad la manipule. Los trazos de Leonardo actúan como una

74
unidad de medida que determina las dimensiones de la puerta, más no han originado su
existencia. Determinan, sí, la fecha, convertida en símbolo de los trazos. Parece una fecha
de renacimiento, pero la puerta no está para ser cruzada, se limita a declarar que la libertad
de Leonardo ha terminado. Un ciclo de la patología humana ha recomenzado para el
hombre que se mantiene inmóvil. Tiempo después supimos que ello lo había llevado a
sentirse un astro muerto. El dibujo era un intento de restauración. La fórmula, pues la
deformación profesional lo llevaba a reducir a signos, era guardarse la mujer y los trazos de
la mujer sin hacer el menor movimiento por buscarlos. Leonardo estaba consciente de la
ficción. Tenía el dibujo, fruto de su voluntad, la experiencia del contacto exterior había
iniciado su periplo disolutivo y se consumiría dejándole esa sensación que años después
conoceríamos. La fecha tendría mediodía y comenzaría a caer. La puerta se cansaría en su
espera por ser cruzada y se vertería sobre la cotidianeidad del astro muerto que traza el
rostro de una mujer sobre un papel amarillento apoyado en un libro de cosmogonía. El ars
operandi del dibujo cambiaba la esencia de la alteridad. El código de la mujer en el dibujo
era distinto desde el punto de vista óptico-lumínico. Todo pasaba a significar ausencia. No
había comienzo ni fin, ordenar no era necesario. La mujer en el dibujo era una metáfora.
Leonardo podía escaparse de los modos esclavizantes de los límites, pero, aún así, había
perdido la libertad. La mujer en el dibujo era abismo pues homologada estaba al caos. La
paradoja nacía de los trazos sobre el papel puesto que los trazos aseveraban. Leonardo
comprendía que al dibujar a la mujer la admitía imposible, más aún, no deseada. Si entrase
por la puerta que todavía vagaba en el penthouse de manos de la fecha todo se rompería y la
forma de ver retrogradaría a la normalidad. La mujer en el dibujo era pura invención, signo
de la ambiciosa medida nueva que salía de los trazos. Una nueva forma de convivir con el
lenguaje de manera distinta concebido fue lo que iluminó la sonrisa de Leonardo cuando
garabateó su firma en el dibujo. Ahora éste iría a parar a un código y acompañaría bocetos
de caballos, de máquinas, de esculturas, de fórmulas. Al firmar lo había declarado
inconcluso. Había decretado el fin de la evolución del dibujo hacia formas materiales y
condenado al recuerdo. Subsistiría, pero diluido. Caería desleído como la puerta que al
marcharse había provocado la atención de Niní echada sobre la alfombra a la espera de que
la perturbación cesase. La mujer del dibujo había sido integrada al 1° de diciembre.

La mentira derrotada está en la calle, liberada de la ilusión del dibujante. Los trazos
caminan como desprendimiento del deseo. La disolución de Leonardo ha quedado patente
en la fugaz aparición de la puerta. Los trazos que se mueven son la constancia de un trabajo
de agonía. El dibujo es un epítome de lo inútil. La ilusión de Leonardo ha encontrado la
puerta de la calle. Ahora la mujer del dibujo asiste a la sucesión de puertas de la calle. Una
encontrará para introducirse a la realidad. Ya no pertenece a la mano de Leonardo. Lleva,
sin embargo, la marca del 1° de diciembre de Leonardo. La mañana no ha avanzando. Es
apenas ahora cuando Leonardo coloca el papel amarillo sobre el tomo, cuando Niní se echa
sobre la alfombra, cuando el asistente comienza un perezoso acomodar de papeles en el
archivo. Tiago quita del tomo de cosmogonía con un suave movimiento desprendido sin
que los ojos del dibujante abandonen el marrón de la tapa. Archiva. En el gavetero se
alinean las carpetas de suave tono amarillento. Leonardo comienza a dibujar, la mano
apoyada sobre el papel, el rostro de la mujer. Sobre el papel la mano de la mujer comienza a
dibujar el rostro de Leonardo. Leonardo dibuja lo de afuera. La mujer dibuja lo de adentro.
Trazo a trazo van surgiendo los dos rostros. Los cortos cabellos rubios se hacen melena
blanca. La barba enmarañada se hace nariz-faro. La mañana avanza lenta y las dos manos

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se mueven al unísono. No se entrelazan, pero un rostro es el causante del otro. Hasta que
quedan inmóviles, dibujados. Los rostros se ocasionan separados. Están sobre el papel
amarillo armonizados en una relación originada en dos lápices que se apuntan. Todo el
espacio del papel está copado. El papel no permite bajar hacia el diseño de los cuerpos. No
hay manera de bajar, aunque se deduce de los trazos que la mujer es madura y que
Leonardo es un viejo. Conociendo la rigidez en la proporción matemática con que la mujer
dibuja se puede concluir que Leonardo mide 1.73. La mujer ha dibujado un rostro de
Leonardo aproximado a la vejez. Los pelos de la barba de Leonardo semejan un remolino
de virutas limitado a un espacio de vuelo. Su nariz semeja un olfato anclado. Su cabello
desordenado parece hecho de gusanos de muerte dispuestos a invadir el rostro terso del
dibujo de la mujer. Los rostros están levemente inclinados el uno hacia el otro, como si
buscasen mirarse sin conseguirlo. El papel de ambos rostros está fijado sobre el tomo de
cosmogonía en los cuatro puntos cardinales mediante sujeciones indeterminables. Debajo
de los rostros están las sombras y entre ellas algunos residuos caídos del desgaste de las
puntas de los lápices. Los rostros no pueden continuarse fuera del papel porque a pesar de
estar éste sujeto, sus límites se levantan impidiendo la continuidad del trabajo de los
lápices. Más allá está sólo la dura tapa marrón del tomo de cosmogonía. El sistema
establecido en el papel se comprende a sí mismo. La paradoja se hace teorema de lógica
matemática. Tiago está interesado en una evidencia del dibujo. El dibujo está interesado en
encontrarse un sentido. Si las respuestas fuesen rígidas, como pretende Tiago, el dibujo se
convertiría en una excepción. El dibujo ha alcanzado su máxima capacidad de interpretar el
punto crítico que se originó como una perturbación del contacto de Leonardo con el afuera.
Si se pudiese llegar a la representación integral, el rostro de Leonardo y el rostro de la
mujer se besarían y entonces morirían. Todo está en la tesis de Leonardo. Basta escuchar el
EVD para entender porqué los rostros así quedaron una vez dibujados. Es una declinación
obtenida de la Teoría de la Incompletitud de Gödel, del teorema de la Indecibilidad de
Church, del Problema de la Detención de Turing y del Teorema de la Verdad de Tarski. La
mañana retrocedió porque un rostro necesitaba de la capacidad de dibujar del otro, eso lo
entendemos; quizás sea un poco más difícil entender el resto, pero si se piensa un momento
no podía haber completitud entre los rostros, menos se podía decir nada, el encuentro
llevaba en su interior la necesidad de detenerse para poder existir en los límites de su
capacidad. Proseguir hubiese equivalido a nunca terminar. Haber alargado los trazos
hubiese significado nunca significar. Forma parte de la tesis de Leonardo. Él lo llama
Teorema de la Metamatemática de los rostros que mutuamente se dibujan.
Tiago recoge de la tapa del tomo de cosmogonía y archiva. La mañana ha avanzado. El
dictador grita desaforado. Asegura que le han hecho fraude, que se desatará la guerra civil,
que el suyo es un país soberano que no acepta las aprobaciones a la recolección de firmas
que abundantemente otorgan los observadores internacionales, que sus partidarios deben
defenderle rodilla en tierra, que la sangre llegará al río. Tiago cierra el ventanal y observa
la ciudad. Todo está en calma. El asistente archiva.

El escritor toma el marcador y subraya la frase de Pavese: “Todo este hablar de


revoluciones, esta manía de presenciar acontecimientos históricos, estas actitudes
monumentales, son consecuencia de nuestra saturación de historicismo, por la cual,
habituados a tratar los siglos como las hojas de un libro, pretendemos oír en cada rebuzno
de burro el tañido del futuro”. La usará la próxima vez que la paciencia se le acabe y
decida escribir un artículo de opinión sobre el parlanchín de los tres discursos diarios para

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los diarios del interior. Cierra El oficio de vivir y mira los trazos de los rostros. Ha leído el
texto y comprende perfectamente que Leonardo encarna en las cosas que sabe. La vieja
mortificación que lo asolaba comienza a despejarse. No lograba entender la reticencia de
Leonardo hacia cualquier posibilidad de divulgación de la tesis. Mirándole el rostro que el
rostro de la mujer ha dibujado comprende que Leonardo piensa que el asunto clave no es
publicarla, sino haberla escrito. Shakespeare mismo dejó inéditas las dos terceras partes de
lo escrito y nadie puede decir que no se ocupó de la edición por falta de tiempo. Vuelve a la
voz cavernosa registrada y se siente satisfecho de la convicción de andar transitando la vía
justa para con Leonardo. Una teoría es una proposición explicativa del presente, propone
una historia que si hubiese tenido lugar habría sido el presente que la teoría explica. Es
decir, usa los distintos aspectos de la multidimensionalidad de sí mismo, observador del
presente, presentándolos como procesos que si hubiesen durado habrían dado origen al
presente como se explica. Lo que se escribe es el epítome de la agonía. Sí, está satisfecho.
Tiago archiva. El aguacero llega por el este y se enfuria sobre la ciudad. Hoy es un buen día
para quedarse en casa, piensa. Niní no tiene alternativa, debe quedarse en casa. Leonardo
piensa en algunas conversaciones pendientes con el vendedor haitiano de helados, pero
decide quedarse en casa. Tiago archiva.

77
EL ANCIANO DEL ABRIGO AZUL

El anciano archivador deconstruye. Está parado en Boca do inferno. El mar le marea al


reventar contra el acantilado. Apoya las dos manos sobre el muro de cemento y la tentación
le adviene. Las risas de unos niños lo sacan del coma. Camina lentamente, apartando las
hojas caídas del otoño con el bastón de mango metálico. El anciano archivador
deconstruye. A lo lejos ve el bar y hacia allí se decide. Está igual, sólo que falta el joven
rubio. Ordena un oporto. Esta vez se lo sirve un anciano curtido. Pide nueces. El grueso
abrigo azul arrastra sus bordes sobre el piso de madera. Siente calor y con torpeza se lo
quita. Gira hacia el perchero cuando alguien ordena un vodka con algunas gotas de limón.
Un estremecimiento lo recorre. Está en el bar de Cascais, pero este lugar no es
verdaderamente un centro donde está. No hay nada unívoco mientras se cuelga un viejo
abrigo y alguien ordena un vodka. Los recuerdos se le remezan. No puede asegurar que se
tomó vodka cuando la sentencia del cardenal Boronius fue colocada en el estudio. Leonardo
esperaba pacientemente en el sofá que él le sirviese o Leonardo se levantaba cada vez hacia
el refrigerador a servirse de la botella. Cuando Leonardo proclamó su pasión por los
cuadros ya había ocurrido la manifestación que culminó en la muerte del narrador. No,
todavía no había ocurrido. Vuelve a la barra y mira al oporto como una intromisión de su
juventud en Lisboa. La única manera de ordenar sus recuerdos, piensa, es tomando un
vodka, ligándose al elemento despertador que pasó a su lado. Pide la bebida y los recuerdos
se le reconstruyen independientemente de su voluntad o de la bebida fuerte que cree probar
por vez primera en su vida, lo cual no es cierto. Los recuerdos son metáforas. El archivador
ha colgado un abrigo azul en el perchero. No puede precisar el inicio mismo. La ropa que
vestía Leonardo aquella mañana se le hace tres o cuatro posibilidades. Piensa que está
demasiado viejo para beber. A medida que se siente cómodo en la butaca de la barra lo
asaltan diversas y hasta contradictorias contextualizaciones. Se da cuenta que la variedad le
impide significar. La ocasión en que Leonardo sacó a pasear a Niní se le mezcla con el
momento en que el narrador realizó una visita. Los archivos son inestables. Las marchas de
la oposición y las acciones violentas del gobierno le fulguran en la concha de limón en el
fondo del vaso. Esos acontecimientos fueron escritos en su propia historicidad, en la de su
devenir. Tiago tiene los archivos, pero no puede ser centro. Los recuerdos de Tiago no
significan. Comienza a preocuparse por el regreso a la pensión de Lisboa donde aún las
maletas están sin deshacer. Está a una distancia considerable de una estación de tren que le
permita el retorno sin contratiempos a Cais do Sodré. Ordena otro vodka. Comienza a
desesperarse cuando intenta recordar toda la historia y comprueba que el archivador no
tiene la suma. Recuerda algunas cosas, como la suerte que corrió el escritor. De otras cosas
apenas le asaltan vislumbres. No sabe si recuerda bien los últimos días de Leonardo o son
pulsaciones de Leonardo las que modifican la visión que tiene en el archivo. El escritor
mismo pugna por modificarle el recuerdo de su fin. Fija sus ojos en el pez-espada disecado
que cuelga aún en la pared. Se recuerda a sí mismo antes de la entrega hecha a Leonardo
por el narrador impulsado por el escritor o tal vez de su decisión independiente y autónoma
de partir hacia América. En el interior de Tiago hay muchos archivos fuera del archivo. Se
siente reconfortado por la conversación alegre que parroquianos y turistas mantienen en el
bar. No hay pesadumbre ni olor a sardinas ahumadas. Está confortable, ya encontrará la

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manera de regresar sano y salvo a la pensión de Lisboa. Se relaja, todo debe provenir de la
mezcla de oporto con vodka. La caída del narrador es la imagen que ahora le asalta de entre
las botellas alineadas detrás del viejo que le sirve. Lo ve ensangrentado envuelto en la
bandera nacional, al escritor a la puerta de la morgue tratando de reclamar el cadáver
durante tres días interminables. ¿Fue así como sucedió? Tiago no sabe que grado de ficción
existe en sus archivos. Se disculpa a sí mismo, él no es el centro, nadie podrá sentirse con
autoridad y confianza como para convertirle en referente exacto de lo sucedido. No está
recordando por efecto de su voluntad, comprueba mientras mira la botella de vodka. Se
trata del pasado de un anciano que bebe solitario en la barra de un bar de Cascais. El joven
rubio entraba por la puerta de la derecha a dejar en el depósito las botellas vacías y a traer
otras llenas a los parroquianos sedientos. También los barriles de metal que producían
aquel sonido de pez desinflado cuando venían pinchados por la manguera dispensadora de
la cerveza. Los mangos que el viejo que sirve toma entre sus dedos arrugados son, sin duda,
los mismos de siempre. Están gastados y manchados. Transforma la mano del viejo en la
del joven rubio y recupera por un instante la presencia de un recuerdo. La memoria de
aquellas manos regordetas que estuvieron hace décadas sobre aquellos mangos se le ha
restituido en metáfora en las manos del viejo que hoy hala y sirve abundante cerveza,
momentos análogos restituido el uno dentro del otro. Decide que ha bebido mucho y
camina a buscar la estación más próxima del tren que lo dejará en la pensión de Lisboa.

Llovía intensamente y el escritor caminaba hacia Cais do Sodré. Yo supe que caminaba
hacia esa zona, pues era predecible hasta los extremos. Después me lo contó, en la
embajada, pero ya lo sabía. Quería despejar la cabeza antes de llegar a la recepción. Quería
olvidar y eso me pareció razonable. Para memorizar primero hay que ocuparse del olvido.
El escritor buscaba la huella y posiblemente no encontraba otra cosa que indiferencia.
Llegó a la embajada sin sombra del licor ingerido y se comportó diplomáticamente. Le veo
saludando en francés a los embajadores, cordializando con los latinoamericanos,
ocupándose de manera especial del señor elegante y maduro que se había convertido en
centro de la atención. Cuando dio la orden al narrador mi destino quedó marcado. Esa
situación ha dejado de tener consistencia, no sé si lo que recuerdo es objetivo o si
subjetivamente me ofrecí a partir a América. Al fin y al cabo, miles de mis compatriotas
habían conseguido albergue y trabajo en aquellas tierras. Para mí tiene significado aquel
momento, pero sólo para mí, porque ahora que cabeceo en el tren sobre el hombro de una
gentil señorita que soporta al anciano se trata sólo de mi recuperación de un instante crucial
en la dimensión inconsciente. No puedo decir que importancia tuve en la vida de Leonardo,
del escritor y del narrador; ya no hay nadie para contarlo, sólo quedo yo por una decisión
del destino y está claro que no puedo ser interrogado, pues centro de esta historia no puedo
ser. Estoy recordando y debo limitarme a rastrear los incidentes, cualesquiera que sean, sin
darles un fundamento real. La recepción de la embajada fue para mí una mera coincidencia.
Tal vez si recuerdo es porque busco liberarme de la muerte. Admito tal posibilidad aunque
conscientemente deseo terminar. Quizás por eso no hago otra cosa que recordar desde el
mismo momento en que descendí del avión de TAP que me devolvió a Lisboa. Es porque la
memoria conserva lo que este sistema llamado Tiago ha ya borrado. El escritor, lo pude
percibir, hacía un gran esfuerzo por mostrarse cordial, bromista y abierto. Cuando partí con
Leonardo no tenía de él una opinión firme. No me agradaba el sufrimiento que se le notaba
debajo de la impostura, pero comprendía que actuase en el medio en que se desenvolvía.
Llegué a pensar que no lo vería nunca más o, al menos, que pasarían muchos años antes de

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volver a encontrarlo. Entró, es al menos lo que me parece, tiempo después, rozando con su
cabeza la sonaja china que había colgado en el pasillo del penthouse. Lo noté envejecido,
corvado y ya sin necesidad de fingimiento. Había vuelto a lo suyo, a un cigarrillo perenne
entre los dedos, a docenas de tazas de café al día y al vodka. Había vuelto a ser un escritor.
La chica que marcha a mi lado me sacude con delicadeza y me propone un buen café en
Cais do Sodré. Las huellas pasan de un sistema a otro, se retranscriben del recuerdo al
presente. A él le hubiese encantado esta frase, pero, admito, siempre lo miré con frialdad,
aunque sólo agradecimiento había en mi alma. Ahora lo entiendo y sé que mi memoria es
ya escritura de la suya. Podríamos discutir sobre los signos que la caracterizan, pero aún
sobre el asfalto de la carretera donde murió me diría que la memoria es múltiple y contiene
diversas variedades de signos. No gracias, no tomaré café con la menina pacienzuda y
amable, debo deshacer las maletas, debo reencontrar a Lisboa, debo sacar de entre mis
bártulos todo lo que conservo. En los objetos, en los olores, en lo viejos papeles estarán las
huellas mnémicas, las marcas escriturales que podrán ser activadas. Fue a su regreso
cuando decidió escribir, entregarse a la literatura, asumir como suya la palabra que es
muerte de la cosa y hace de la muerte posibilidad de vida. Jamás me preguntó como me
sentía. Desconozco si interrogó a Leonardo sobre mí. No supe si se había interesado en mi
suerte hasta que leí el manuscrito y no estoy seguro todavía si me pensaba con algún afecto.
Hay allí párrafos que me molestan, pero admito que hay un trecho grande entre la realidad
de mi ser y la manera ficcional como él me escribió. Aquí en el cuarto de la pensión dudo
cuál soy, si este viejo de regreso o el Tiago descrito. Tengo dudas inclusive sobre cual
prefiero, pero a esta edad me doy perfecta cuenta que todo es un mero proceso mental. Si
trato de ordenar mis pensamientos casi creo que mi pasado está en el texto y que mi
presente está en mis recuerdos. Ambos coexisten. El tiempo interior sobrepasa la lógica
normal del espacio y del tiempo convencional. Deberé pedir a la amable señora que regenta
este sitio una mesa redonda para colocar el mantel verde y el tejido blanco que me llevé de
Lisboa a América y que ahora he traído de vuelta. Los portavasos con “I love Portugal”
están despintados, pero igual está el puente que me une entre dos épocas. Ya Lisboa no es
Lisboa. Ahora está sucia, las autopistas corren hacia el norte y hacia el sur, en el lugar
donde estuvieron las estrechas carreteras; el escudo dejó de ser la moneda nacional; se
levantan edificios modernos por todas partes. Estoy muy cansado. Me siento un extraño en
mi ciudad natal. El narrador era más comunicativo y desenvuelto, a veces bromeaba y creo
que tenía el afecto de Leonardo. Para él, narrar era encontrar el exacto significado de la
sensación. Hay muchas cosas de él que no recuerdo, pero sí puedo ver al escritor tratando
de retirar el cadáver de la morgue durante tres días interminables. No puedo precisar como
nos enteramos de su asesinato, pero el escritor relata que Leonardo y yo lo vimos en directo
por la televisión. Lo he olvidado, pero estoy seguro que la escena está guardada en mi
memoria escondida.

El anciano coloca la ropa sobre la cama y parsimoniosamente saca los ganchos de un


viejo escaparate. Cada pantalón y cada saco lo hacen detenerse a mitad de camino entre el
gesto de colocar la prenda en el gancho de colgar y efectivamente introducirlo en la reliquia
de madera. Los pantalones que usaba para hacer mercado e implantarse en las
manifestaciones de la oposición, el saco que lució en el velorio de Leonardo, la corbata
negra que se colocó en tres ocasiones. El manuscrito, el manuscrito atado con pabilo, la
historia de todo lo contado, la unidad infectada por sus recuerdos. Los signos utilizados
serán distorsionados por su memoria, pero he allí, sobre la cama, el gran caudal que podrá

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ser tomado como punto de partida para satisfacer las legítimas exigencias de los pocos que
se interesen. La memoria es el órgano de la historia y deberá ayudar a distorsionar todo
verismo; los vacíos hechos de falta de recordaciones también contarán. Sólo tiene una
ambición, la de dejar sus recuerdos y su olvido y sustraerse de la historia. Teme ser
recordado. Quiere marcharse a la inexistencia que ya no es histórica. Seguramente lo que
interesará estará limitado a lo sucedido en el país, mientras Leonardo, el narrador y el
escritor, permanecerán como referentes de segunda línea. Ya él ha perdido el terror del
tiempo y se ha separado totalmente de la calamidad productora de historia. La única que
ahora le interesa, cuando ha regresado viejo y cansado a Lisboa, es la del punto final a las
vidas que ha vivido y a aquéllas con las que compartió. No es el primero en tener a la vista
la continuación, los capítulos perfectamente titulados y ordenados, la unidad básica del
texto y sólo querer la huida fuera del tiempo. No ha regresado a Lisboa a cosa distinta de
morir. No ha venido con el propósito de trasladar el manuscrito. El manuscrito simplemente
viajó con él. Lo había aceptado como compañero de desplazamiento porque no le
interesaba a nadie y también porque le parecía la encarnación viva del precepto de que toda
memoria es escritura. Lo tendría hasta su muerte, y después que la raíz desatinase,
dependería del azar si pasaba a ser un saliente del mundo. El texto continuaba gracias a
TAP, a una vieja maleta y a un anciano. Tiago no tenía a nadie en Lisboa. Había regresado
desde y con unas páginas atadas con pabilo. Eso era todo.

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EL CORSÉ

Tiago abre el manuscrito

-- El país me aprieta como un corsé. Quiero quitármelo.


Me lo dijo sintiendo realmente las ballenas clavadas en las costillas y la falta de oxígeno.
En otros tiempos hablábamos de dejar el país, de residenciarnos en otra parte, de encontrar
alguna institución que lo recibiera en su seno y le posibilitara el desarrollo de sus ideas. El
planteamiento de ahora, si bien se parecía, era distinto: se trataba de arrancárselo. El
dictador se había pronunciado unos minutos atrás desconociendo las firmas de la oposición,
insultando al Secretario general de la OEA y proclamando como inevitable la guerra civil.
A la perorata incendiaria y descabellada la había seguido la respuesta de la oposición. Era
imposible que Leonardo no se sintiese asfixiado. Encendí un nuevo cigarrillo
agradeciéndole, sin decírselo, que me permitiese fumar en su presencia, y a mí también me
faltó el aire. Casi al unísono giramos la cabeza soportando estoicamente el dolor en el
cuello. No se trataba sólo del acontecimiento más reciente. Ante el aire de mediocridad un
hombre como él, y aquí debo decir que como yo, se tenía que sentir asfixiado. No había
otra opción. Mecánicamente me levanté y abrí el ventanal. El calor era insoportable, no se
remediaba con una simple medida de contingencia. El idioma venía destruido en aquellas
palabras de lado y lado. De la calle entró un vaho hirviente, tal como si el animador de
televisión hubiese comenzado su programa con salsa y música navideña comiéndose todas
las eses y ensayando frases que desmentían que todo Homo Erectus tuviese lenguaje.
Conocía la sensación, pero el verbo usado por Leonardo me había impresionado: quitar. El
país se pegaba a la piel como un corsé y la desesperación por la falta de oxígeno llevaba a
la necesidad de quitárselo. Observé su respiración defectuosa y las gotas de sudor que le
empapaban la comisura de los labios y me pregunté cuál sería la vía más expedita para
quitarse un país. Yo se lo hubiese arrancado de inmediato, pero no concluí en otra cosa que
en mis límites. Semejante cirugía no era posible, estaba fuera de mi alcance, ni siquiera a
mí mismo podía realizarme semejante intervención. Abandonar el país, el planteamiento de
años atrás, se llamaba emigrar, quitarse el país equivalía a algo muy distinto, quizás a
despellejarse. En ese instante tuve un presentimiento. Aquella respiración defectuosa y
aquella lasitud ilimitada no presagiaban otra cosa que el fin próximo. Comencé a escribir
mentalmente el obituario, como si aún estuviese ejerciendo el periodismo y tuviese la
exigencia de un jefe de redacción de estar al tanto de la salud de los notables, pero me
pareció incurrir en un pensamiento obsceno por lo que se lo entregué al balcón que lo
incorporó a la porquería de la calle. No se habló mucho más en aquella mi visita. Nos
limitamos a banalidades, a repetir la vacuidad de los “intelectuales” del periódico y a mi
vieja idea de escribir para la web un artículo que se titularía “Los tres mosquiteros”
denunciándoles como farsantes que mantenían un espacio para cuando llegara el momento
de recomenzar a medrar en la política cultural de un nuevo gobierno. Ese artículo jamás lo
escribí, apremiado como andaba por el acelerar de los acontecimientos. Leonardo padecía
de la peor de las enfermedades, la del cansancio. Yo mismo estaba en los bordes de mis
límites. Me concentré, por un largo rato, en los lentos movimientos de Niní y, finalmente,
puse mi mano sobre su hombro a manera de despedida. Tiago no estaba.

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La Navidad llegaba perezosa. Más que una alegría era un peso. Se notaba en los árboles
inmóviles y en el simulacro de otoño que en el trópico hace amarillentas algunas hojas. Los
vendedores ambulantes exhibían las propuestas de la época, con las insoportables ristras de
luces de colores, los pinos artificiales que ahora se habían convertido en la única opción
dado que la ciudad llena de árboles importados del Canadá había quedado para el recuerdo.
Otras preocupaciones me asediaban. Diciembre era un mes de balances e inventarios y me
sentía culpable de un año bastante pobre en resultados. Me repetía que la justificación
perfecta me la había dado Leonardo. No podía castigarme por mis magros éxitos, si así
podían llamarse, por cuanto teníamos puesto un corsé. La vieja costumbre de mirar las
vitrinas había desaparecido, a menos que uno se encerrase en un monstruoso centro
comercial y saliese en su propio auto a una hora no tan avanzada. Hacía muchos años que
yo no tenía uno. El viejo Fiat había quedado convertido en un pasaje aéreo para Europa, de
manera que la última vez que lo sentí fue al entregárselo a la empleada de Alitalia. No
quería regresar a mi pequeño apartamento, pero mantenerme en la calle era un riesgo
mortal. Ya no podía ir al viejo boulevard ahora repleto de mendigos, buhoneros,
drogadictos y niños de la calle que se peleaban por una migaja de cualquier cosa. El
obituario de Leonardo continuaba rondándome, pero me justifiqué con la idea de que quería
transformar en ejercicio periodístico la ansiedad que me producía el agotamiento de aquel
hombre. Estaba triste, si bien la Navidad siempre me había deprimido ahora se me
asemejaba a un apretón del corsé, una nueva ballena hundiéndose en mis desprovistas
costillas. Juré no hacer en este final nuevas promesas de enmienda y otorgarme el perdón
eterno por mis pecados y omisiones. Cuando llegué a casa y comencé a escribir este
capítulo de la novela concluí, por enésima vez, que en este país se podía ser cualquier cosa
menos escritor.

Desde hacía varias noches esperaba el escándalo madrugador del teléfono. Cuando a las 2
y 30 sonó contesté con la mayor naturalidad. Tiago me informaba que había trasladado a
Leonardo a una clínica privada, que los médicos le habían puesto oxígeno puesto que
ingresó casi sin respiración, que había hecho un gran esfuerzo para que fuese admitido pues
no había una tarjeta de crédito que respaldase los gastos y que no tenía la menor idea de
cómo pagar la factura cuando el paciente fuese dado de alta. Ya lo había pensado. Al
producirse la crisis Tiago tendría suficiente razonamiento para no llevarlo a un hospital
público, pues allí moriría por falta de oxígeno. En los hospitales públicos no había ni
alcohol. Iría, sin duda, a una clínica privada. Días antes había hablado con el dueño de una
galería que se había convertido en el centro de presentación de mis libros, entiéndase que
para evadir el porcentaje que cobran los libreros, y le había pedido que comenzase a pensar
en uno de tres, o Renoir o Reverón o Matisse. La respuesta había sido que nadie estaba
comprando obras de arte, pero ante mi insistencia había prometido que se abocaría de
inmediato a la difícil tarea. Nada hacía marchando hacia la clínica privada, Leonardo
necesitaba oxígeno y oxígeno le estaban dando, el único que quedaba, ese que viene en
cilindros. Esperé a las seis de la mañana y el galerista, molesto por la hora, me informó de
un posible comprador del Reverón a un precio risible. Aprobé la transacción y me dirigí a la
clínica dispuesto a firmar lo que fuese. La ansiedad porque alguien se hiciese responsable
económico del paciente me asaltó apenas crucé el umbral y allí estampé mi firma, como
días atrás lo había hecho para solicitar el revocatorio del dictador. Pregunté si también
necesitaban mi huella dactilar, como en la solicitud del referendo, y recibí una fría mirada.
Tiago estaba cadavérico, las ojeras semejaban Boca do Inferno en horas de marea alta. Lo

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tomé del brazo y entramos a la habitación. Por un instante pensé me había equivocado.
Quien estaba en la cama era apenas una reducción. Completamente entubado Leonardo
semejaba un experimento. Sus sabios ojos miraron a Tiago como recriminándolo y a mí
como un peticionario. Lo tenía claro, no aceptaba la situación, me pedía le dejase morir. Yo
tenía experiencia al respecto. Cuando mi familia tuvo la peregrina idea de dejarme una
noche al lado de mi madre que ya estaba muerta aunque respirase, extraje la sonda de su
nariz y le quité, una a una, todas esas infames ventosas que colocan sobre el cuerpo para
medir las reacciones vitales. Esta vez no podía hacerlo, con Tiago presente y los médicos
afanándose, puesto que habían descubierto quien era el paciente. De manera que tomé el
camino más práctico y le informé que no se preocupase por la cuenta puesto que el asunto
estaba resuelto. Ante sus ojos interrogativos respondí secamente “Reverón”. Me miró entre
divertido y conforme, entre irritado y desprendido de toda posesión terrenal. Incurrí en una
ironía de la cual hoy me arrepiento. Le dije: “Renoir y Matisse”. Estoy absolutamente
seguro que pensó en uno de sus poemas donde afirma que “la condena será larga”.

Todo el mundo sabe que no simpatizo con las religiones, pues me parecen la concreción
del miedo del hombre, pero al salir de allí invoqué todo lo que pude recordar para que
Leonardo muriese lo más pronto posible. Por supuesto que no fui oído y tal como se
preveía el teléfono sonó otras dos veces en la madrugada. Y dos veces llamé al galerista. Y
los tres cuadros que amaba Leonardo sirvieron sólo para prolongarle la agonía. La tercera
vez me miró con una irritación que jamás olvidaré y de nuevo incurrí en una respuesta de la
cual no sé a ciencia cierta si arrepentirme o enorgullecerme. Le dije simplemente “eran tres
las pinturas”. Pienso que me lo agradeció, que supo que el fin de la tortura estaba cerca,
pero, al mismo tiempo, mi remordimiento proviene de mi convicción de haberle provocado
arrepentimiento por haber tenido aquellos cuadros; eso no me lo perdono. Los amó tanto y
al final mi voz impropia le había hecho comprender que había sido un error tenerlos, que ha
debido desprenderse de ellos a tiempo para evitar que hubiese una fuente de dinero para
mantenerlo con vida. La mirada que Tiago me dirigió no fue de odio, pero sí de algo más
profundo que el odio. Fue una mirada neutra de cuencas vacías, de un gris tenebroso. Jamás
la olvidaré.

Fui al penthouse en un par de ocasiones. Leonardo esperaba ahora con paciencia. Sentado
en el sofá apenas quería alimentarse. Me pregunté por la suerte de Tiago y mi respuesta fue
que se quedaría a cuidar a Niní y a los recuerdos. Sólo que sucederían cosas que mi
imaginación de novelista no pudo alcanzar en ese momento. En algo acerté, que jamás
Tiago pensaría en entregarme la gata. Me equivoqué con la gata y ello cambió toda la
historia. Me equivoqué conmigo mismo, pero eso quedará a buen resguardo en la memoria
del asistente. Durante esas visitas Leonardo gustaba de que le leyese algunos párrafos de
sus libros preferidos. No los mencionaré puesto que varios correos electrónicos recibidos
esos días me preguntaban por mis diez libros de todos los tiempos y asocié ambas
situaciones eliminando de raíz cualquier posibilidad de enumeraciones. Lo cierto es que le
leía sin esperar me dijese lo que quería. Era una tarea fácil. Sabía lo que quería escuchar,
incluso los párrafos precisos de cada libro. Le hacían bien mis lecturas; puedo asegurar que
quizás mi alegría de hacerlo era tan grande como su placidez. Nos despedíamos con
palabras ya escritas, ahorrándonos el esfuerzo de inventarlas. Las imágenes y las metáforas
no eran de nuestra responsabilidad, a no ser aquélla que tiene un lector cuando escoge.

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Debo decir que nunca antes la muerte me había reconfortado tanto. La admisión del fin es
una de las más bellas metáforas.

Y llegó el esperado repiquetear del teléfono la madrugada del tres de enero. No tuve
dudas del anuncio de Tiago, puesto que ya cuadros no había. Mi impulso era el de
trasladarlo directamente al crematorio, pero un Tiago portugués y católico me había llevado
a la conclusión de abstenerme de cualquier ingerencia. Así, hubo velatorio en la más
conocida funeraria de la ciudad. Y sucedió lo que me esperaba. Nadie asistió al velorio ni a
la cremación, aparte de mí y de Tiago y de dos poetas que no supe si estaban en la zona
amanecidos de tristeza y de licor y al enterarse de la identidad del muerto habían decidido
acompañarnos o simplemente habían recalado en el lugar por hábito.
Cuando regresé a mi apartamento sólo debí pulsar la tecla de “enviar”. Ya estaba en
“bandeja de salida” el mensaje que había redactado con antelación. Así me evitaría las
llamadas hipócritas para preguntarme la causa de la muerte o las ofertas de excusas por no
haber asistido o las llamadas de los periódicos para solicitarme algunos datos. En este país
se ocupan de los grandes muertos al día siguiente y de una vez son sepultados en el olvido.
Cuando pulsé la tecla me sentí solo, más solo que nunca. Transcribiré únicamente el título
de mi artículo:
Falleció Leonardo
LO MATÓ EL PAÍS

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EL EDITOR DE LA MUERTE

Visitaba a Tiago y a Niní una vez al mes. Explicaba, no lo sé por qué, que estaba en las
vecindades, que pasaba por allí casualmente, que había aprovechado la ocasión para
saludar. Tiago estaba siempre archivando, Niní había perdido todo rastro de alegría. Desde
el punto de vista económico todo andaba aceptablemente. Llegaba puntual la pensión de la
Seguridad Social portuguesa, los gastos de la cremación de Leonardo habían sido
finalmente pagados y de la venta de la biblioteca todavía quedaban restos que Tiago
administraba sabiamente buscando en los bancos mayores tasas de interés. El pago del
condominio a la administradora del edificio era quizás el más inquietante, pues subía mes a
mes, pero no se olvidaba la previsión de Leonardo de cancelar la última parte del crédito
hipotecario del penthouse. El libro de cosmogonía no se había movido del escritorio. En las
dos primeras visitas pensé que el asistente se dedicaba a organizar inéditos o a poner en
orden facturas o a dar cierto orden a los apuntes de Leonardo. En esas dos ocasiones noté
un comportamiento extraño en Niní. Ya no salía al balcón a juguetear con los pájaros ni
perseguía los objetos caídos en el suelo. Había escogido una silla del comedor de la cual
apenas se movía. En marzo, en mi tercera visita, pude percibir en toda su magnitud la
alteración. No había interrogado a Tiago sobre los papeles, esperando que me consultara
sobre cualquier inédito y su destino o sobre cualquier asunto práctico, pero el portugués se
limitaba al saludo y a algunas frases intrascendentes sobre el tiempo o sobre la situación del
país. Por primera vez en mi vida acaricié a la gata y por primera vez, fingiendo que ojeaba
el libro de cosmogonía, lo observé atentamente. Noté terror disimulado en sus
movimientos. Pregunté directamente, dejando de lado toda precaución, si Leonardo había
dejado inéditos. Me respondió que no. Animado pregunté sobre lo que archivaba y me
respondió que recuerdos. Al principio no le di demasiada importancia a la frase. Pensé que
se trataba de objetos personales o de tonterías como alguna firma de Leonardo autorizando
un pago o el cobro de una acreencia. Me acerqué y pude constatar que no introducía nada
en el archivo, simplemente hacía los gestos. Comprendí que la mecánica de abrir los
gaveteros, de introducir la mano y de aparentar un reordenamiento de papeles inexistentes,
era simplemente la traducción física de un proceso mental. Archivaba, sí, pero en su
memoria. Retrocedí con la palabra locura. Salí al balcón y quise atribuir tal
comportamiento a manías de viejo. Me pedí comprensión para alguien que había perdido la
razón de su vida y que ahora se encontraba sin nada que hacer. Lo miré a través del
ventanal, ahora sucio, y sentí una grandísima pena. Estaba encorvado, casi totalmente
calvo, muy delgado. Mientras continuaba sus gestos de archivador fantasma me dije que no
habría cuadros que vender para cuando le llegara su turno, uno que me pareció a la vuelta
de la esquina. Comprobé que la gata no había asumido aquella silla del comedor por pura
casualidad. Desde allí tenía un perfecto ángulo de visión sobre el viejo que archivaba. De
manera que era ésta la nueva ocupación de Niní. Allí, parado de espaldas a la ciudad y a la
montaña, me pregunté si mi nueva ocupación no debería ser quedarme donde estaba.
Me dije que apenas arreglara mis asuntos aumentaría el ritmo de las visitas. Quizás la
soledad pudiese ser mitigada un poco. Tenía por delante compromisos ineludibles, más
bien, esfuerzos ineludibles. Esfuerzos destinados a procurarme dinero. Con la crisis
nacional habían cerrado unas diez mil empresas y no conocía a nadie que estuviese en
posición holgada. El desempleo superaba al 20 por ciento. Para un hombre como yo no

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había trabajo en ninguna parte. Los diarios se habían reducido a menos de la mitad y no me
quedaba un conocido que conservase algún poder como para ayudarme. Mis esperanzas
estaban cifradas en un premio literario que se otorgaría en el exterior en las próximas
semanas y que consistía en el reconocimiento a una obra de vida; no se trataba de un
concurso literario, yo no había enviado un original al maltrato de un jurado inepto. Era un
premio bianual que se confería a un escritor de lengua castellana que hubiese acumulado
méritos a criterio de la institución que lo otorgaba. No iba a someter a Tiago a la
humillación de un psiquiatra, pero pasaría mayor tiempo con él cuando resolviese mis
apremios económicos. Tenía prevista una reunión con mi editor, de quien, seguramente,
escucharía las quejas habituales sobre la inexistencia de compradores para mis libros, del
cierre de librerías y de la contracción del mercado editorial. Sí, tenía muchas falsas cosas de
las que ocuparme.

Tiago archiva, Niní elucubra. Las variantes se entremezclan en los falsos movimientos del
asistente. Falso guardar, falsas las traslaciones. Niní parece segura en su inmovilidad.
Afuera el país arde, banal, condenado, agonizante. Maúlla: la explicación de la falta de
dirigentes que merezcan tal nombre se debe a dos causas: a la guerrilla de los años 60 que
acabó con la generación de relevo de la izquierda y al caudillo que exterminó la juventud de
su partido para hacerse dos veces con la presidencia. Eso explica el barullo, el ruido
infernal de la mediocridad que azota los ventanales del penthouse y le quita el apetito.
Tiago está asustado, le asaltan recuerdos del futuro. No le ha gustado el escritor. Siente
pena por él. Lo ve excesivamente delgado, el cabello encanecido, agotado y harto. Ya no
quedan cuadros para prolongarle la vida. Fuma demasiado, contribuye en exceso con el
corsé. Está amarillento como si fumara con todo el cuerpo, como si lo bañara en nicotina,
como si cargara adherida la suciedad que brota de los grifos cuando de los grifos sale algo
más que aire en esta ciudad peculiar y estrafalaria. Tiago comienza a tener memoria del
futuro y se asusta. Para la gata que ha tomado el observatorio perfecto, aplica, como hacía
Leonardo, un principio de lógica: si ella me ve está al alcance de mi vista. La gata necesita
a un escritor, pero no a éste, descuidado, apagado, agónico sobre un texto que se le agotará.
Vendió la biblioteca de Leonardo, pero no la suya. Están sus escritores en portugués y en
francés, y, sorpresa, unos cuantos tomos en inglés. Nadie lo sabía, que Tiago leyera en
inglés, pero he aquí que sus pensamientos lo revelan mientras observa a Niní observándole.
Si la gata leyese, si la gata llenase el vacío de lector que ronda como un oscurecimiento
adicional al de afuera. Desvaría: está con su blanca pata pasando páginas de Byron, de
Milton, de Pope, de Keats, de Shelley, de Blake. Una gata culta que no puede ser
condenada a este escritor esmirriado y moribundo. A uno que no le duraría mucho, a uno
que descuidaría, por el poco tiempo que le queda, sus comidas enlatadas. La perturbación
que le asalta lo distrae, la chifladura distrae. Le colocará libros alrededor de la cesta de
mimbre, los meterá entre los dos almohadones que le sirven para la noche, si no es que se
está quedando dormida en el observatorio en que ha convertido la silla del comedor. Allí
también dejará lo relativo a la multiplicidad del alma. Nada mejor para quien tiene siete
vidas que una lectura sobre las facultades de la mente de Alexander Search. La gata lo mira
con los ojos azules turbados por la falta de comida. El pelo ya no le brilla como antaño. De
repente, a Tiago se le agota la euforia de los últimos momentos y se siente desmayar. Ha
perdido toda fuerza y tiene un acceso de llanto al ver a Niní inmóvil y desapetente. La gata
es una renuncia. Ya no podrá tener descendencia, su capacidad fue exterminada cuando la
posibilidad de una población mestiza rondando en el penthouse se planteó amenazante en

87
un gato negro y poderoso que había encontrado el camino hasta el balcón. Niní necesita a
un escritor. Ya no hay cuadros para vender. Las paredes están vacías.

El escritor fijó sus ojos en las paredes vacías. Tiago archivaba. De improviso le habló de
una corrida de toros en el Algarve, de la serranía de Sintra, de la metalografía de Porto, de
la biblioteca de la universidad de Coimbra. Tiago archivaba. Le dijo de un club con el
pomposo nombre de Villa D´Este en las proximidades de su casa en Estoril. Le contó de
mujeres, de una llamada Fátima que había tenido a su servicio cuando ocupaba la incómoda
casa inglesa de tres pisos, del miedo que sentía al encender la incómoda estufa a gas. Tiago
no se inmutaba. Le dijo de Camoes y de Eça de Queiroz. El escritor habló largo y sin pausa.
Tiago no respondía. O no lo afectaba la conversación sobre Portugal o se hacía el
desentendido. El escritor optó cortésmente por pedirle un vodka. Añadió que quedaría
encantado si le acompañaba. Tal vez una copa le haría soltar la lengua. Tiago satisfizo la
orden y se sentó frente al escritor. La imagen de la servilleta mojada le trajo a Leonardo. El
escritor le apenaba. Se sentaba en ese sofá convertido en el trono de la muerte y ya no había
cuadros en la pared. Niní observaba a cuatro hombres. No había leído los comentarios de
Search sobre la multiplicidad del alma, sólo que era una gata. Tiago permanecía con los
ojos bajos. El escritor guardaba silencio. Lo cortó pidiendo repetición del trago. Tiago lo
miró con conmiseración y fue hasta el refrigerador en procura de la botella. El escritor vio a
Leonardo en ese habitual movimiento. Ahora cortaría el limón, guardaría la mitad en el
espacio destinado a los huevos y la otra mitad la exprimiría sobre el hielo abundante. Así
hacia Leonardo. Así hacía Tiago. Lo único que le faltaba era el tomo de cosmogonía sobre
las rodillas. Tiago regresaría con los dos tragos y lo vería como a Leonardo. Él no era
Leonardo. Él aún tenía preocupaciones y afanes, cotidianeidad enojosa que afrontar. El
libro de cosmogonía se quedó sobre el escritorio. Cuando le entregó el vaso se fijó en sus
manos: flacas, huesudas, pecosas, falanges en huída. Sintió pena por Tiago. Le habló de O
vento assobiando nas gruas, de la manera en que Lidia Jorge abordaba los problemas de
Mozambique, de la fatídica plaga de langostas que había cubierto la tierra de una capa
verde. Tiago dijo que había estado allí y el escritor no comprendió si en el país africano o
en la novela. Le insistió en el asunto del licor adulterado a propósito del trago que bebían y
Tiago sonrió. Sí, dijo al fin, había leído la novela. Allí se trataba de güisqui adulterado,
aquí se trataba del mejor vodka, del que Leonardo bebía y del que quedaban aún algunas
botellas. El escritor se sintió reconfortado por la noticia. Apreció que con dos tragos era
suficiente, el asistente no iría más allá en la conversación. Sin embargo, había sido bastante.
Al menos la soledad había tenido el ataque certero de dos vodkas. Quizás Niní necesitaba
un trago. Él necesitaba ocuparse de la cotidianeidad. Así lo hizo saber y partió. Tiago
archivó y miró el sofá aún caliente, el trono de la muerte.

El país asalta al escritor. Escucha en la radio desatinos de todos los colores y de todas las
procedencias. Presiente que se ha despedido de Tiago, que los ojos azules de Niní serán
estrellas errantes, que el corsé se abrasará. En la vitrina de una tienda una pantalla de
televisión muestra a quien seguramente será presidente si se logra desenraizar al dictador.
“El país seguirá siendo una mierda- se dice- una tal vez más hedionda, más subterránea,
más mierda”. Las ballenas se le hacen brasas, percibe una gran debilidad, las piernas le
duelen. El primer aniversario de la muerte de Leonardo se acerca. La prensa seguramente
ignorará la fecha, ocupada como anda en entrevistar a analistas políticos que repiten
sandeces y a los más representativos dirigentes de la mediocridad nacional. Se dirige a la

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oficina del editor. La secretaria no le pide que espere, le regala una espléndida sonrisa, le
reclama no haber estado en casa, le insiste en que lo han estado buscando. El escritor no
sabe con que asociar tanta amabilidad. La mujer le introduce de inmediato ante su jefe. Éste
le ordena sentarse, ordena un par de vodkas, le muestra los dientes podridos de tanto
masticar escritores.
-- ¿Dónde andabas? – reclama-. Te buscamos desde hace horas.
El escritor no se lo explica. Llega la secretaria con los dos tragos.
-- Brindemos por el galardonado- exclama derramando parte del trago sobre la humanidad
del escritor.
Ahora entiende. Le han dado el premio, el primero de su vida. Tiago sabe que será el
último. Multiplica los euros por el monto de su devaluada e inservible moneda nacional.
Pagará las deudas, quizás alcance para comprar un auto modesto. Se ocupará de Tiago.
-- Es extraordinario, no eras el favorito, la competencia era dura- insiste el editor.
El escritor se pregunta cuál de sus libros pudo terminar de convencer a la institución
organizadora. El editor deja caer que cabildeó, que pudo ser determinante su amistad con
uno de los ejecutivos de la organización. El escritor se pregunta cuánto le costará tal
ejercicio de bondad.
-- El éxito ha llegado, amigo mío, siempre tarda pero llega- sorbe del vaso de vodka el
editor.
El escritor sabe que el premio se otorga por una obra completa, pero se interroga sobre
cada una de sus novelas, pasa la memoria por sus ensayos, piensa en sus traducciones tan
criticadas, se repite los títulos de sus incontables poemarios. Es el primer premio. Tiago
sabe que será el único.
-- Ahora iremos con tus obras completas, pero primero agotaremos los ejemplares de los
libros ya editados. Que, por cierto - agrega con sorna – quedan por miles en el depósito.
El escritor piensa que la pantalla de la computadora le ha quemado los ojos. Jamás le ha
hablado al editor de la novela que escribe, ni de Leonardo, ni de Tiago, ni de Niní.
-- Todo está arreglado – asegura el editor al tiempo que ordena otro trago- partiremos a
recoger el premio el lunes 4 de enero. Mientras tanto, te mereces una Navidad
esplendorosa. Te haré un cheque.
El escritor archiva que es la primera vez que recibe dinero del editor. Asoma que tiene
casi terminada una novela. El editor advierte que es necesario mantenerla inédita, lo
primero es lo primero. Trata de recordarle que se cumple el día 3 el primer aniversario de la
muerte de Leonardo y el editor parece no entender.
En la taquilla del banco lo atiende una antipática señorita con un gorro de San Nicolás. Le
extiende los billetes y la mujer no comprende por qué el cliente no se retira. “El siguiente”,
ordena imperativa y entonces el escritor halla que ya ha cobrado, que han hecho efectivo el
cheque, que debe retirarse de la taquilla y de la presencia de la antipática cajera. Se detiene
en la licorería y pide una botella de vodka. Entra a su apartamento, mete la botella en el
refrigerador y se echa en el sofá. No recuerda si tiene limones. No está el experto en
botellas de vodka. Siente como si Tiago se hubiese marchado. Niní ya no está echada en la
silla del comedor. Es de nuevo Navidad. Aprovechará el tiempo para escribir. Nadie lo
invita jamás ni él tiene a quien invitar. Hará lo mismo de todos los años, con la diferencia
de que beberá vodka y no cerveza. Recordará, y eso es lo que menos le gusta. Ya la botella
se debe, al menos, haber refrescado. Abre el refrigerador y por vez primera se da cuenta que
el aparato está a punto de finalizar su vida útil. Está realmente destartalado, pero tiene
limones. Parte uno, coloca la mitad en el espacio destinado a los huevos, exprime la otra

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sobre el hielo y se pregunta cómo puede estar bebiendo en el primer aniversario de su
muerte.
La noticia del premio había sido discretamente destacada por los diarios. Las dos
llamadas se archivaban en la contestadora telefónica. Su prima del pueblo estaba agitada y
alegre, la desaparecida amante había recordado su número. Decidió no atender en ningún
caso. No estaba para entrevistas, si es que a alguien le pasaba por la mente tan peregrina
idea. Las notas publicadas eran incompletas y hasta algún título estaba errado. Decidió abrir
el correo electrónico y sí, allí había mensajes, sólo que del extranjero. Santiago, Milano,
Lima, Buenos Aires y Barcelona. Vaya que las agencias internacionales habían sido
prolijas. Sólo del extranjero. Era el primer nacional en ganar aquel premio y no había
mensajes locales. Sonó el teléfono y se aprestó a escuchar la voz que quedaría en el
archivo. Efectivamente, una periodista española quería una entrevista. La voz sonaba
bisoña, algún jefe de redacción había enviado a la niña tibia recién llegada a entrevistar al
prominente escritor ganador de tan importante galardón. Uf, la segunda llamada era de
Italia, de Il Corriere de la Sera, el mismísimo diario que jamás había querido saber de él. Le
aburrió el juego, apagó el teléfono, al día siguiente o tal vez nunca escucharía los
telefonemas. Tenía casi lista una novela y a nadie le interesaba. A nadie le interesaba el
primer aniversario.
La única actividad que se permitió ese diciembre fue deambular por el barrio. Estuvo un
rato en el kiosco de periódicos, visitó el camión del pescadero, saludó a la barbera que le
mantenía informado de lo que decían los brujos sobre el destino nacional, se acercó a los
verduleros de la calle paralela a la suya, se asomó a la panadería y compró una torta negra.
También a la licorería en procura de otras botellas de vodka, pues había ganado un premio
y debía pasar una Navidad excelente, tal como le había ordenado el editor. Para eso le había
hecho un cheque y lo había cobrado de manos de una cajera antipática que desconocía que
el cliente había olvidado los hábitos correctos de comportamiento en una entidad bancaria.
Le faltaba la carnicería y echó a andar en procura de salchichas italianas. Tenía un
presentimiento. Echó las salchichas sobre un sartén y decidió que era la hora. Escribiría
hasta donde se pudiera. Hasta que las salchichas oliesen a quemado. Hasta que tuviese que
ser reemplazado por un narrador omnipresente llamado de emergencia para cubrir la
vacante. O hasta que el archivo de Tiago comprendiese terminada la hora del alimento y
llegada la hora de vomitar versiones contrahechas y contradictorias.

Tiago cierra el manuscrito.

Como siempre el 31 de diciembre se emborrachó temprano y se fue a la cama. Los


cohetones lo despertarían a medianoche, se asomaría a la ventana a ver a los infieles
celebrar un nuevo año como si estuviesen seguros de vivirlo completo y cuando terminase
el estruendo regresaría a la cama a preguntarse si tenía como enfrentar la resaca el primero
de enero. Era innecesario recordar por cuántos años la escena se había repetido. La única
variante consistía en que el editor le recogería temprano el lunes 4 para tomar la autopista
nacional con destino al aeropuerto. Le habían dado un premio.
El teléfono sonó a las diez de la mañana. El editor le buscaría en una hora. Había estado
escribiendo en tercera persona, de manera que la llevaría con él. Al igual que el manuscrito.
Lo colocó en una carpeta marrón y se dijo que tomaría su destino independientemente de su
voluntad. El escritor tenía un presentimiento. Comprobó que faltaban unos minutos antes
que el claxon sonase en la calle. Tomó El hombre rebelde de Albert Camus y miró a largo

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la foto en la contraportada. La cara del argelino fue lo último que vio en su desmoronado
apartamento.
El editor estaba locuaz. Manoteaba mientras trazaba planes y anunciaba traducciones. El
vuelo sería tranquilo. Al día siguiente recibirían el premio, siempre lo decía en plural, y
concederían una rueda de prensa. A las 13.54 horas el auto se estrelló contra el árbol
designado. A las 13.54 horas murió el escritor. A las 13.54 horas el manuscrito estaba en el
asiento trasero del auto. “De allí lo rescaté”, atesta Tiago a Niní.

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LA GATA DE LOS OJOS AZULES

A duras penas la dueña de la pensión ha tolerado al huésped de la gata. Ha tenido


inquilinos extraños, como el médico Ricardo Reis, pero ninguno con un animal. Este
retornado de América es muy raro, más que los provenientes de África. Cuando lo ve salir
envuelto en su abrigo azul, y ha llegado el turno semanal del cambio de sábanas, curiosea
entre sus cosas. Buena ropa, pero poca y vieja. La carpeta amarilla con manchas de sangre
parece ser su posesión más valiosa. La ha visto bajo el colchón, escondida en el armario
entre la ropa interior y llevada celosamente bajo el abrigo en alguno de los paseos. La
dueña sospecha se trata de dinero, tal vez mal habido. La idea del crimen la seduce y la
preocupa. Debe cuidar su reputación. Al menor indicio de delito dará aviso a la policía. Ha
visto en la televisión que en el país de donde procede el inquilino hay serias turbulencias
políticas. Tal vez se trate, simplemente, de un compatriota que se ha metido en lo que no le
importa. Estará atenta con el viejo de apariencia inofensiva. Debajo de la fragilidad puede
esconderse un pasado turbulento. No le gustan los animales, aunque admite que el inquilino
se ocupe de la gata que hasta el momento no ha causado ningún problema. En un rincón de
la habitación ha colocado un cajón para los excrementos del animal y los bota a diario en el
pipote para la basura que la municipalidad ha colocado a unos 50 metros de la pensión.
También ha notado que guarda unas fotos dentro de un sobre. Las mirará a la menor
oportunidad para verificar si se trata de miembros de su familia o de algún personaje
extraño. A lo mejor está allí con algún político del país de donde procede y esa sea la causa
de su repentina repatriación. La policía debería investigar automáticamente a quienes
regresan, nunca se sabe que maldad han cometido. No olvida el caso del madeirense que en
ese mismo país disparó contra la multitud congregada en una plaza ocasionando varias
víctimas. No quiere ni pensar que la sangre en la carpeta provenga de ese atentado que copó
los noticieros de la televisión durante varios días. Pondrá mayor atención al noticiero de la
noche. Es posible que allí le digan la razón de por qué un viejo emigrado regresa
intespectivamente de América. No hay guerra civil, aunque podría estar cercana. Tal vez
huyó pensando en esa posibilidad. La gata se queda como petrificada cuando su dueño
parte, pero no le gusta como la mira cuando está curioseando. Es como si registrara sus
movimientos esperando un desliz para abalanzarse sobre ella a defender las pigras
posesiones del viejo. Ha notado que la mirada se le turbia cuando toca la carpeta amarilla
manchada de sangre. El viejo pagó dos meses por adelantado, pero podría devolverle el
dinero y echarlo, o dejarlo por un par de semanas a ver que sucede y luego comenzar a
presionarlo para que se largue. Ya se verá, piensa mientras lo ve alejarse por el Largo do
Carmo en procura de quién sabe qué.

Niní no está acostumbrada a comer pescado crudo y eso es lo que le ha estado dando.
Tiago procura alimento enlatado y marcha hacia una tienda para mascotas que le han
recomendado. El paso del abrigo azul se está haciendo familiar para los verduleros, para los
pescaderos, para los panaderos. Estos lugares son como los otros que frecuentaba en
Santiago de León de Caracas, en la otra, en aquélla que ha dejado atrás encendida en su
memoria. Estos son tan portugueses como aquellos. La lengua parece distinta, pero las
verduras, los pescados y el pan huelen igual. Niní lo espera, como allá. Hace lo mismo. Los
otros están en la carpeta amarilla manchada de sangre. Siempre estuvieron allí, sólo que

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ahora están añadidas las manchas de sangre. O tal vez siempre estuvieron allí, presentidas.
El golpe contra el árbol fue un accidente, exceso de velocidad, imprudencia, el editor era
gordo y torpe. El árbol estaba sembrado allí para que el escritor muriese. El escritor conocía
el árbol. Tiago se lo había visto en los ojos y en la convicción de muerte que desprendía por
los poros. Aún hoy, cuando camina por Lisboa en busca de comida para gatos, está
convencido de que el escritor no esperaba recibir el premio en el exterior, que el premio
para él estaba en la autopista. No hubo necesidad de llamada telefónica pues el libro cayó
en medio de la sala desde el estante con tal fuerza que sólo un impulso de agonía pudo
lanzarlo a tal distancia. El libro puede caer de lado si no está bien aprisionado o tal vez
hacia delante si está mal colocado, pero jamás puede trazar un arco de varios metros hasta
el centro de la sala si no existe alguien que lo aguije con el aliento final. Niní no reaccionó
asustada cuando el libro cayó. Niní también se lo esperaba. Cuando un par de horas más
tarde llegó la llamada telefónica no podía representar algo distinto de la confirmación.
Tiago hurga en el archivo. Fueron los bomberos quienes realizaron la notificación. No
quiso ver el cadáver, previa advertencia que el escritor estaba destrozado en tal manera que
había que proceder lo más rápido posible. Realizó los trámites con mayor facilidad que
cuando murió Leonardo. Dispuso todo, la misma funeraria para esperar a los poetas
borrachos de la zona, quienes no llegaron, el mismo cura portugués, los mismos costos de
incineración. Tiago abre el gavetero. La noche del velorio fue fría, él solo, él cumpliendo
con lo que consideraba su deber, él contraviniendo lo que el escritor hubiese querido, un
rápido viaje desde la morgue hasta la incineradora, hasta el fuego final liberador de restos
de carne y huesos. Él esparciendo las cenizas en el campo abierto del cementerio privado en
procura de viento favorable que se las llevase hacia la montaña y así el escritor pudiese ver
el ventanal del penthouse ya sin la carga de su cuerpo. Nada había, a no ser los documentos,
la vieja foto sobre el documento de identidad mostrando la fecha de nacimiento y aún no la
fecha de la despedida. Tiago hurga en las gavetas. El auto había sido trasladado por la grúa
hasta el cementerio que existía en la autopista para los vehículos que se deshacían. Tiago
buscaba el testamento. Allí debía estar, en el asiento trasero con seguridad, pues conocía el
gesto del escritor de lanzar hacia atrás lo que más le importaba. Hasta allí fue, hasta el sitio
donde los retorcimientos y la ruptura eran la regla. Allí reconoció el auto del editor, allí
hurgó sin dificultad entre los vidrios rotos y los hierros retorcidos, allí vio la carpeta
amarilla manchada por una ventarrón de sangre que retrocedió buscándola. Quitó los
fragmentos de vidrios, no sin cortarse levemente, de allí la recogió sin que nadie se diese
por enterado, sin que nadie se interesase en aquella carpeta, sin que a nadie le pudiese pasar
por la mente que allí estaba un manuscrito, allí donde alguna gota de sangre suya había
caído sobre la sangre del escritor. Tiago cierra las gavetas en Alfama y mira. La Baixa le
devuelve un Tajo gris y reposado. Ya es mediodía y los pasajeros que pueden hacerlo
cruzan el río. Sobre el puente los neumáticos de los autos levantan las capas de humedad y
los chirridos del metal. Allí mismo, arriba, su madre había sufrido el primer ataque de
arteriosclerosis, había preguntado dónde estaba, se había interrogado sobre quien era. Allí
cerca del Cristo que semeja una copia en miniatura del Corcovado había mostrado los
primeros síntomas del deslave. Allí había comenzado la ruptura de los cables del puente,
allí se había hecho vulnerable a la tentación de emigrar. Tiago mira La Baixa. Se le ha
abierto una gaveta oculta de otro archivo. Se recuesta de la pared de rosado desteñido. Mira
el farol en forma de triángulo invertido envuelto en vidrio y coronado con cuatro barras de
hierro que distribuirá la luz apenas la noche tome posesión del barrio. Al farol se acerca una
mujer portando en la cabeza una cesta abierta hacia el cielo cupo. Lleva medias rojas, falda

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negra, suéter tejido. Desde la izquierda, como apuntándole, un tendedero sostiene la ropa
recién lavada, mientras a la derecha un enrejado presidido por una bola de cemento como el
mundo le indica una torcedura caprichosa de la callejuela. La pared del fondo se conserva,
las laterales están despintadas por el agua de jabón. En buena parte han desaparecido los
rombos de piedra del pavimento y las manchas de cemento echadas como al azar
contribuyen con las sombras a desfigurar Alfama. Tiago gira la mirada como si manipulase
un calidoscopio. La realidad es una intervención calidoscópica. Tiene al frente el Chiado.
Alcanza a ver el ascensor decimonónico que se arrastra sobre el cerro como una garrapata
inmune a los desinfectantes. Allí estaba Amalia Rodrigues, como lo está en la foto que la
dueña de la pensión en el mismo momento está sacando del sobre en procura de
antecedentes del inquilino. Girando un poco se encontrará a Carlos Do Carmo. El fado se
envolverá de negro y desgajará lamentos. Tiago vivió de joven en Lisboa. Tiago abre
gavetas. Tiago se aferra a las partes no acabadas de la realidad, a sus puntos áridos y a los
brotes que bajo un oscuro mediodía se levantan de Lisboa hasta tal altura que el Tajo se
siente afectado y reacciona quedándose profundamente quieto sobre su desembocadura.
Ahora Tiago es, aferrado del borde del archivero que se le abre porque dejó de ser. Lisboa
se le aparece frágil y le afecta cuando no debería, pues frágil es y nadie puede dominarla.
Tiago entiende que la realidad es siempre algo inacabado. Hay cortes radicales en la
sucesión de los hechos. Los relámpagos del automóvil destrozado se le atraviesan cuando
decide caminar hasta el café A Brasileira. El Chiado le parece sucio. A esta hora los locales
de fado están cerrados, pero las carteleras indican nombres y horarios. No conoce a nadie.
Ahora también hay baladistas y hasta conciertos de rock. Lisboa es Europa, los precios
están fijados en euros; mientras, la dueña de la pensión revisa al retornado, le ve joven con
Amalia y Do Carmo, no se atreve a tocar la carpeta amarilla manchada de sangre. Niní no
se mueve, observa la revisión, sigue de cerca la desconfianza que gira sobre el diferente.
Tiago bebe bagazo en la barra de A Brasileira resignado al escrutinio porque teme por la
suerte de la gata. Niní deberá ser aceptada, es ella la inmigrante, la ajena, la cultura extraña
que ha llegado de la mano del repatriado. No será fácil para Niní, la que ha huido
involuntariamente del conflicto político, la expatriada, la llevada hacia la tierra original y
desconocida de Tiago que sorbe lentamente el viejo licor mientras clava los codos en la
madera añeja y recorre las etiquetas de las botellas alineadas por el factor determinante de
los picos de metal que les colocan para medir mejor los contenidos, como los faroles de
Alfama sirven para entregar la luz medida cuando en Lisboa la tragedia del fado se estira
como las alas de un murciélago. La dueña de la pensión revisa, extraña, muestra desagrado,
mientras Tiago se siente extranjero y los nombres nada le dicen y Niní se deja observar
envuelta en el pelaje blanco de la resignación. No había traído consigo el libro que cayó en
medio de la sala lanzado por la despedida del escritor al morir. Lo ha abandonado todo,
menos la carpeta amarilla. El penthouse quizás ha sido expropiado por la revolución o
invadido por las hordas organizadas que se dedican a identificar las viviendas vacías. El
apartamento del escritor quizás ha sido revisado por la policía política en procura de algún
documento que lo vincule con los golpistas fascistas, con los contrarrevolucionarios
agresivos que pretendían derrocar al dictador. Lo que sobrevive, lo realmente importante, lo
realmente calidoscópico está en las gavetas de su archivo y en la carpeta amarilla manchada
de sangre. Cuando él muera quedará el manuscrito. Nadie sabe que suerte tendrá. El
manuscrito es una ristra de signos muertos. La que aún respira y necesita comer y debe aún
permanecer es Niní. La gata deberá pasar el tiempo que se requiere para la aceptación del
extraño. Tiago come pequeñas sardinas en aceite de oliva y bebe bagazo. Una vez más

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siente miedo al temblor de sus piernas cuando bebe, a la neblina tenaz que pone blancos sus
ojos y convierte las grúas de sus iris en tenue contexto disuelto. Debe regresar a la pensión,
hacer la siesta vespertina, llevar a Niní las latas de alimento. Debe verificar si la dueña de la
pensión ha tenido el cuidado de colocar todo nuevamente en su sitio, si se ha atrevido a
abrir la carpeta amarilla manchada de sangre, si ha mostrado algún ápice de aceptación
hacia Niní. El mesonero comprende, el mesonero recuerda que ahora Lisboa es europea y
que encontrar un taxi ha dejado de ser un esfuerzo y un costo alto. Apenas al salir, apenas
se asome a la tarde que le espera fuera, apenas por un par de euros tendrá seguridad y podrá
reencontrarse con su gata. El mesonero está seguro.
La dueña de la pensión ha sido cuidadosa. Lo ve en los ojos azules de la gata. Se echa
vestido sobre la cama sin quitarse el abrigo azul. El manuscrito está allí, alimentado. Le ha
tocado a él engrosarlo con sus archivos. Es sólo una operación de cambio de carpeta. Envía
desde su memoria a la manchada de sangre. Ahora para abrir no se requiere de un abrelatas.
Introduce el dedo en la argolla y Niní tiene alimento. Está en un largo pasillo donde todas
las habitaciones tienen doble puerta. Las de la izquierda no dan a ninguna parte. Las de la
derecha a otro corredor, a uno donde las paredes están cubiertas de azulejos. Leonardo
viene como transportado por un riel. El escritor asoma una amplia sonrisa. Está feliz de
haber muerto. El Tajo está a un nivel superior, pasa por sobre el ventanal y los ferrys
parecen gaviotas. Su cuerpo se acartona, se hace carpeta amarilla. Se deja ir. Es
simplemente un cambio de carpeta. Niní busca en el aire un libro que vuele. Esta vez no lo
hay, está pendiente, está en la carpeta. Nadie sabe cuál será su suerte.

--No me gusta- grita el editor desde la silla de ruedas donde ha estado desde el día del
accidente.
El joven escritor empalidece. Se ha tomado muy en serio la tarea que le fue
encomendada. Ha pasado varias semanas en Lisboa, ha visitado la pensión, ha conversado
con la dueña, ha visto a Niní, ha hecho varias veces los mismos recorridos de Tiago, ha
estado en el bar de Cascais, en la tienda donde venden comida enlatada para gatos, ha
hablado con los verduleros, con el panadero, con el carnicero, ha leído una y otra vez el
informe final levantado por la policía portuguesa sobre el repatriado encontrado muerto en
la cama de la pensión. Ha escrito el capítulo final apegándose estrictamente a una
investigación absolutamente seria. Se lo dice al editor.
-- Y la gata, ¿dónde está la gata? Has debido traer la gata – responde el hombre
visiblemente alterado.
El joven escritor parece no entender.
-- La gata ha debido quedarse con un escritor, contigo, has debido regresar con la bendita
gata a este infierno.
El joven escritor balbucea explicaciones. Niní está bien en la pensión de Lisboa, no
quiere regresar, le aterra la posibilidad de otro escritor.
-- ¿A quién diablos le importa lo que la gata quiera? Eres tú el escritor, el nuevo que entra
en esta historia para que recomience el ciclo, de manera que has debido imponer tu
voluntad y escribir que regresaba contigo. La gata debe terminar con un escritor.
El joven escritor explica que para cumplir con la escritura final ha respetado
escrupulosamente el manuscrito que le fue entregado por la policía portuguesa. Ha
respetado la estructura y el estilo impuestos por el escritor y las traslaciones que hizo Tiago
desde la carpeta de su memoria a la carpeta amarilla manchada de sangre.

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El editor arguye que jamás ha debido escribir que el manuscrito quedaba al azar y que
para determinar la calidad de una edición siempre ha estado él, aunque se encuentre en una
silla de ruedas.
El joven escritor tiembla de miedo e ira con la carpeta amarilla manchada de sangre entre
sus manos. Deberá decirlo. Lo dice:
-- No escribí solo el capítulo final. En verdad me fue dictado. Y le ordenan, entiéndalo, le
ordenan, que haga todo lo necesario para evitar que yo entre en agonía.

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ÍNDICE
PRIMERA PARTE
Helo aquí
Urbem ponere
Veritas
Alter Ego
Felis
Acta de la revolución
Confusio
Puentes
Calendae
Somnium
SEGUNDA PARTE
Vorágine
El país de la línea
La tesis
La antítesis
Aliteración
Dibujo
El anciano del abrigo azul
El corsé
El editor de la muerte
La gata de los ojos azules

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