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Y algunas noches, con las llaves an en la mano, se para frente a la puerta y no se atreve a conjugar el verbo abrir.

Tmido, agacha la cabeza y vuelve a recorrer a la inversa el puado de escaleras que minutos antes se fundan en un beso con las desgastadas suelas de sus zapatos. Ya en el portal, se mira las manos, grandes, robustas, aparentemente seguras. Eso podra decir de ellas cualquiera que no supiera que en realidad estn paralizadas por el miedo. Temblorosas y atrapadas en mareas de sudor fro que rompe su oleaje contra calas de rocosa indecisin. Otra noche ms sin atreverse a dormir en su cama. Sale y camina. Juega a mirarse los pies y confundir sus pasos con los de aquellos que pasan por la baldosa de al lado. Eso le hace sentirse acompaado. Camina rpido. No tiene prisa, nadie le espera. Como la frrea ancla de un barco pirata, su mirada se clava en su particular fondo. Sin demasiada curiosidad, consigue esbozar un guio de complicidad con la luna, testigo de su hiriente y mezquina soledad.

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