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ePUB v1.0
AlexAinhoa 01.10.12
Título original: El secreto del Nilo
El libro de la abundancia
1
La luz se desparramaba por entre los palmerales para crear una suerte de ensoñación
a la que resultaba difícil sustraerse. Envuelto por la magia, el paisaje quedaba así
enmarcado dentro de un lienzo en el que los colores parecían estallar de vida. Los rojos, los
azules, los amarillos, los pródigos verdes…, todos se encontraban allí, como pinceladas
salidas de las manos de los dioses creadores.
Los velos tejidos por el sol de la mañana hacían que el lugar pareciera ilusorio, pues
Ra, el padre de los dioses, había regresado una vez más de su viaje nocturno para alumbrar
de nuevo la tierra de Egipto.
El verano ya se anunciaba, y el aire se llenaba con los trinos de las aves que
inmigraban desde el lejano sur y los sonidos propios del valle: los mugidos de las reses que
pastaban plácidamente en los campos, los rebuznos de los pollinos que transportaban
resignados sus alforjas repletas por los caminos vecinos, el murmullo de las aguas del río,
el chapoteo de los hipopótamos…
El Nilo bajaba perezoso, como adormecido, creando meandros sin fin camino del
lejano delta. Venía casi exhausto, con su nivel más bajo, estrangulado quizá por unas orillas
que parecían más sedientas que nunca. Sin embargo, la vida bullía a su alrededor, y las
gentes se mostraban henchidas de optimismo ante la buena cosecha que se presentaba, y la
proximidad de la nueva crecida. Min, el dios de la fertilidad por excelencia y señor de
aquellas tierras, les daba su bendición, una vez más, al tiempo que mostraba su generosidad
al regalar la abundancia a su pueblo. Así, el ambiente se cargaba con el olor de la mies, con
la fragancia de las flores que atiborraban la campiña hasta cubrirla con su manto multicolor,
con la luz incomparable que irradiaba el poderoso astro rey.
Desde su posición, el chiquillo disfrutaba de todo aquello sin perder detalle. Para él
representaba un privilegio; un regalo al que no estaba dispuesto a renunciar, pues pocos
eran los que recibía. Observaba con atención cuanto le rodeaba, para tratar de comprender
el porqué de las cosas, las leyes inmutables que imperaban en el país de Kemet. Su mente
analizaba todo de forma natural, sin proponérselo, lo cual a menudo resultaba motivo de
chanzas entre los demás niños, e incluso entre los mayores.
Esa era la causa por la que todos le llamaban Neferhor; un nombre poderoso, sin
duda, y que en nada se parecía al que le habían puesto al nacer, Iki, vulgar donde los
hubiera. Claro que poco tenían que ver los padres de Neferhor con los de Iki, puesto que el
primero era hijo de Thot, dios de la sabiduría, las ciencias y las letras, y de su consorte
Nehemetauey, y el segundo había nacido de la unión de un pobre campesino llamado Kai y
su mujer Yah, de la que Iki nada recordaba pues había muerto al poco de venir él al mundo,
durante el parto.
Que la diosa Nehemetauey pudiera ser su madre, al rapaz no le parecía mal, pues no
en vano era tenida por la patrona de los oprimidos: la Defensora de los Despojados, la
llamaban. Pero otra cosa bien distinta era que le emparentaran con Thot, dios por el que
sentía auténtica veneración, sobre todo porque el muchacho no sabía leer ni escribir.
Indudablemente esto no era nada extraordinario, ya que corio, yala mayoría de la gente era
analfabeta sin que ello fuera causa de vergüenza. Si necesitaban que alguien los sacara del
apuro acudían a un escriba, que para eso estaban, y así resolvían el asunto. Mas el
jovenzuelo no se resignaba, y soñaba con poder leer algún día las inscripciones sagradas
grabadas en las piedras que cubrían Kemet, o los papiros milenarios guardados en los
templos.
En ocasiones se imaginaba descifrando los problemas matemáticos a los que eran
tan aficionados los agrimensores, aunque en su fuero interno se ufanara de no necesitar
cálamo ni papiro alguno para resolver cualquier operación. Él se sentía capaz de calcular el
área de una tierra cultivable, y también el volumen de la cosecha que esta podría producir;
pero ardía en deseos de saber cómo eran los números que los inspectores de los campos
utilizaban para registrarlo todo apropiadamente, tal y como el dios Thot les había enseñado
en el principio de los tiempos.
Iki, o mejor Neferhor, era un niño como la mayoría: pobre y sin muchas
posibilidades de dejar de serlo. Para su edad no era ni alto ni bajo, ni feo ni guapo. En esto
último no hacía honor a su sobrenombre, ya que Neferhor significa «el bello Horus», y él
de bello tenía poco, y mucho menos de Horus. Aun así, con diez años recién cumplidos, el
pequeño podía presumir de tener una agilidad mental fuera de lo común, y una capacidad
de análisis que a todos sorprendía; un don sin duda recibido del mismísimo Thot, puesto
que su padre mortal, el viejo Kai, no tenía muchas luces. Este era uno de tantos campesinos
que trabajaba de sol a sol una tierra que ni siquiera le pertenecía, para así lograr el sustento.
Él y su difunta esposa habían tenido siete hijos, que les habían ayudado en las labores
diarias hasta que Osiris los fue llamando ante su Tribunal. Solo dos se habían librado de
acudir a la presencia del señor del Más Allá. Su hija Repyt, una joven bonita y bien
dispuesta que era la luz de sus ojos, y el pequeño Neferhor, que había venido al mundo
cuando ya nadie le esperaba.
Este era todo el patrimonio con el que contaba el viejo Kai, y su única ayuda para
sacar adelante los doce seshat de tierra que tenía que cultivar.
Aquella mañana, como tantas otras, Neferhor se había sentado junto a la orilla del
río para disfrutar de cuanto le rodeaba. Era el mes de paone, abril-mayo, el segundo de la
estación de Shemu, la cosecha, y el día era tan radiante que invitaba al optimismo. Con la
proximidad del verano el calor ya se hacía notar, y multitud de especies se reunían en el río
como si se hubieran citado con antelación. El nivel del Nilo era tan bajo que los bancos de
arena habían formado multitud de islas en las que los cocodrilos tomaban el sol
plácidamente. Los ibis y los pelícanos recorrían los márgenes en busca de alimento, y las
oropéndolas volaban sobre las cabezas de los hipopótamos que ya se refrescaban en las
sagradas aguas. Neferhor reparó en una jineta que cazaba entre los cañaverales, y luego
dirigió la vista hacia las pequeñas islas pobladas por los cocodrilos. Al chiquillo estos le
fascinaban, pues para él representaban las leyes que regían aquella tierra: eran pacientes,
astutos e implacables, pero también sabios, y al observarlos ellos le habían transmitido sus
secretos.
Neferhor pensó en esto un instante y se regocijó íntimamente por su perspicacia; de
alguna forma Sobek, el dios cocodrilo, se había convertido en su coequido en nfidente, o al
menos eso creía él.
Los desagradables graznidos de una garza real vinieron a sacarle de tales
pensamientos. Al niño le gustaba verlas volar y observar cómo se aventuraban en el agua en
busca de sustento. Era un animal sagrado, pues el ba de Ra, al que su pueblo llamaba Benu,
se manifestaba por medio de una garza real; una suerte de ave fénix con la que volver a la
vida. Al chiquillo le pareció un buen augurio y suspiró satisfecho por encontrarse allí,
respirando aquel aire límpido que invitaba al abandono. Si había algún lugar bendecido por
los dioses era aquel, se dijo convencido, pues estaba seguro de que no había en toda la
Tierra Negra un paraje que se le pudiera comparar, aunque él nunca hubiera salido de su
pueblo. Neferhor se ufanaba de pertenecer a Ipu. Ser originario de este lugar suponía todo
un orgullo, pues no en vano el dios Min lo tutelaba, y él era la fecundidad por excelencia.
Por tal motivo no le extrañaba escuchar de los mayores que aquella tierra era fértil como
pocas, y que las cosechas allí superaban a las del resto de Egipto.
Ipu era la capital del noveno nomo del Alto Egipto, llamado Min en honor a su
santo patrón, aunque geográficamente se encontrara en el Egipto Medio. Situado a poco
más de 150 kilómetros al norte de Tebas, Ipu estaba rodeado de grandes extensiones de
campos en los que se cultivaban el lino y los cereales, y donde abundaban la caza, la pesca
y los árboles frutales. Allí el Nilo se retorcía en sinuosos meandros que daban a la vega un
aspecto de quietud de singular belleza, tal y como si el tiempo se detuviera unos instantes al
compás de sus aguas. Al este, agrestes farallones delimitaban aquel vergel con el terrible
desierto. Yermas tierras donde nada crecía, surcadas por montañas escarpadas y valles
pedregosos en los que moraban la cobra y el escorpión; el reino de Set, el dios del caos, que
se extendía hasta el lejano mar. Hacia el oeste la buena tierra se aventuraba, atrevida, en el
desierto occidental más allá de lo que era usual para crear hermosas campiñas que llegaban
hasta los pies de la necrópolis, en donde solo habitaba el silencio. Así era Ipu, tierra de
abundancia, y también de hombres poderosos creadores de una estirpe que había terminado
por emparentar con el mismísimo faraón.
Tal era el caso de Yuya, maestro de Carros y comandante de Caballería que había
servido nada menos que a tres reyes. En las postrimerías de su reinado, Amenhotep II ya
había sabido reconocer su valía, y su hijo y sucesor, Tutmosis IV, lo había honrado con su
amistad para ponerle al mando de los tent heteri, los soldados de carros. Fue tal su
ascensión que el faraón decidió emparentarlo con una aristocrática familia de rancio
abolengo. Así fue como se casó con Tuya, una hermosa joven que descendía de la
legendaria reina Amosis Nefertari y que, además, era paisana suya. Tuya poseía cargos tan
importantes como los de superiora de los Harenes de Min y Amón y cantora de Hathor. Sin
embargo, Renenutet, la diosa que encarnaba la fortuna caprichosa, tenía reservada a la
pareja una sorpresa mayúscula, ya que una de sus hijas, llamada Tiyi, se desposó con el hijo
de Tutmosis IV, Amenhotep III, al poco de subir este al trono con apenas diez años de
edad.
El nuevo faraón se enamoró perdidamente de quien todavía era una niña, y se dejó
guiar por los sabios consejos de su suegro, al que nombró primer profeta de Min y señor de
Ipu. Además, Amenhotep donó a su familia política la mayor parte de aquellas tierras para
que Tiyi señoreara en ellas como la Gran Esposa Real que era.
Neferhor había oído muchas historias acerca de esta familia, y también del romance
que mantuvieron aquellos niños tan principales. Él no comprendía muy bien cómo un
monarca de diez años se había prendado de una niña que ni siquiera era de sangre real,
aunque sus paisanos aseguraban que Hathor, la diosa del amor y de la belleza, había tocado
directamente el corazón de Amenhotep para obrar así el milagro. ¿Acaso Tuya, la madre de
la pequeña, no era una de sus «divinas cantoras»?, se decían. Claro que también estaban los
que aseguraban que aquel enlace se había realizado por decisión de la madre del rey,
Mutemuiya, que según contaban era hermana de su consuegra.
Para alguien tan analítico como Neferhor, tales cuestiones le parecían más propias
de hekas y adivinos que otra cosa; chismes con los que no le interesaba perder el tiempo,
aunque pudieran parecer divertidos.
De lo que no cabía duda era de que Amenhotep III, el dios que gobernaba el país de
Kemet, había traído la prosperidad a su tierra. Nebmaatra, nombre con el que se había
entronizado el rey, había enriquecido Egipto como nunca en su milenaria historia,
manteniendo las antiguas fronteras que sus antepasados guerreros habían establecido sin
necesidad de iniciar campañas militares contra los pueblos de Retenu.
El Oriente Próximo había quedado apaciguado desde los tiempos de su combativo
abuelo, Amenhotep II, y solo en su quinto año de reinado Nebmaatra tuvo que llevar a cabo
una pequeña expedición de castigo al lejano Kush.
Egipto estaba en paz, y sus gentes se regocijaban por ello hasta el extremo de llegar
a olvidarse de las temidas levas que tanto pesar habían causado años atrás. Sin embargo,
estas habían sido sustituidas por las no menos odiadas corvadas con las que el Estado
reclutaba mano de obra para la construcción de monumentos; y a fe que el faraón había
salido aficionado a ello. «No se recuerda ningún dios que haya emprendido tantas obras
como este», aseguraban sus paisanos, y Neferhor sabía muy bien a lo que se referían. No en
vano él mismo había sido testigo de ello en la persona de su padre. Al pobre Kai se lo
llevaron una noche de verano para que trabajara durante la estación de Akhet, la crecida, en
la construcción de un templo en Solab, en la lejana Nubia. Cuando el agua anegaba los
campos y los campesinos no podían trabajar, estos eran reclutados a menudo por la
corvada, que no solía apiadarse por mucho que le suplicaran. El faraón necesitaba mano de
obra, y ellos habían sido elegidos para mayor gloria de Kemet; eso sí, a cambio de un
salario paupérrimo.
Cuando Kai regresó, pasados algunos meses, no era más que una piel pegada a los
huesos con arrugas por doquier, por mucho que el viejo se esforzara en mostrar los pocos
dientes que aún le quedaban en lo que se suponía era una sonrisa. El dios, el faraón, había
quedado complacido con su labor, y al cabo le autorizó a regresar a su casa, justo a tiempo
de recoger la cosecha de la tierra a la que se encontraba ligado.
Al verlo, Neferhor pensó que se trataba de un genio del Amenti enviado para
castigarlos por váyase a saber qué, aunque enseguida su hermana lo tranquilizara en tanto
ayudaba al viejo a entrar en casa. Aquella escena quedaría grabada en el corazón del
chiquillo, y siempre que recordaba a su padre su imagñoadre suen se presentaba como si en
verdad Kai ya hubiera sido momificado.
Indudablemente, su familia debía sentirse afortunada. En su hogar nunca había
faltado un bocado que llevarse a la boca, aunque Neferhor anhelara algo más que las
verduras y cereales que acostumbraba a comer. Él siempre tenía hambre, y gustaba de ir a
pescar al río e internarse en los marjales para cazar patos.
Su amigo Heny solía ser su compañero de fatigas en tales ocasiones, y juntos se las
arreglaban para tender redes y trampas con las que cobrar sus presas. Cuando regresaba a
casa, su hermana Repyt solía advertirle de los peligros que acechaban junto al río.
«Recuerda que a tu hermano se lo comió un cocodrilo», le advertía invariablemente.
Neferhor la miraba con cara de circunstancias mientras devoraba alguna de las piezas que
hubiera cazado, como haciéndose cargo de la recomendación.
Que las márgenes del Nilo eran un lugar peligroso en aquellos parajes ya lo sabía él
de sobra, mas valía la pena tentar a la suerte si con ello podía conseguir algún pato, su plato
favorito. Además, su hermana ignoraba el pacto que él suponía haber hecho con los
cocodrilos y, sobre todo, que estos le confiaran sus secretos.
El chiquillo se ufanaba de este particular y pensaba que la buena de Repyt nunca lo
podría comprender.
Su padre, por su parte, permanecía con expresión ausente en tales ocasiones. Todo
lo más esbozaba lo que sus hijos se imaginaban debía de ser una sonrisa, pero se abstenía
de hacer ningún comentario. El silencio formaba parte de su persona, y sus ojos transmitían
miradas que parecían perderse en cualquier recoveco. En ellas se escondían los avatares y
sinsabores de una vida en la que la supervivencia era todo cuanto le había importado, pues
no en vano había perdido a su esposa y a cinco de sus hijos. Demasiada dureza para un ba
tan frágil como el suyo.
Neferhor pensaba que un día Kai no se levantaría para iniciar las labores del campo;
que Osiris estaba próximo a citarle ante su Tribunal, y que entonces él tendría que hacerse
cargo de la hacienda. Llegado a este punto, el niño se enfrascaba en sus habituales cálculos
que tanto le divertían, aunque enseguida se sintiera abrumado ante el hecho de tener que
permanecer ligado a aquella tierra para cultivarla durante el resto de su vida.
De nuevo el graznido de una garza hizo que Neferhor regresara de su abstracción.
El ave sobrevoló el lugar donde él se encontraba para posarse seguidamente junto a la
orilla. El chiquillo la observó con curiosidad un instante, y luego paseó su mirada por los
trigales que le rodeaban. Estos se encontraban casi a punto de ser recogidos, y pensó en el
duro trabajo que le esperaba durante las próximas semanas. Suspiró, y sin pretenderlo
volvió a mirar a la garza que caminaba lentamente sobre el barro de la orilla. Entonces, de
repente, la tierra pareció abrirse bajo sus patas y de ella surgió la cabeza de un cocodrilo.
Era enorme, y antes de que pudiera alzar su vuelo, el reptil había atrapado a su presa
irremisiblemente. Sus fauces se cerraron raudas, y hasta el chiquillo llegó el crepitar de
huesos. Luego, el monstruo engulló al ave para desaparecer bajo las aguas, donde había
esperado pacientemente desde hacía horas.
Neferhor se sintió tan impresionado que cusionadopor un tiempo permaneció
inmóvil, sin poder apartar la vista del lugar en el que había ocurrido la escena. Todavía
tenía viva la imagen de la garza debatiéndose inútilmente entre los dientes del tenaz
cocodrilo, y pensó que aquellas eran las leyes que regían en la Tierra Negra. Para sobrevivir
era necesario ser cauteloso como el cocodrilo, que siempre se encuentra oculto, agazapado,
listo para cobrar su presa. Aquel era un símil que resultaba válido para otros aspectos de la
vida, y a pesar de contar con solo diez años, Neferhor lo comprendió al momento. De
nuevo Sobek le había dado una lección, y él nunca la olvidaría.
2
Se podía asegurar sin miedo a equivocarse un ápice que Pepynakht era un déspota
de proporciones colosales; un campeón del atropello; un granuja formidable; un libertino
deshonesto que desconocía por completo el significado de la palabra moral, y al que le
importaba poco averiguarlo. Él campaba a sus anchas por aquel nomo del Alto Egipto, para
hacer valer las atribuciones que su cargo le confería sin demostrar ningún escrúpulo. Su
caso era singular, aunque no nuevo, ya que había alcanzado su privilegiada posición al
emparentar nada menos que con la familia de la reina.
Pepynakht era un simple funcionario de la administración local que había tenido la
fortuna de cruzarse en el camino de la dama Nebt. Esta era una muchacha poco agraciada
cuya hermana estaba casada con Anen, uno de los hermanos de la reina Tiyi, que ostentaba
el cargo de segundo profeta de Amón. Era este un puesto importantísimo dentro del clero
de Amón, de gran responsabilidad, entre cuyas obligaciones se encontraba la
administración de los inmensos bienes que poseía el Templo de Karnak.
Como tantas veces ocurriera en la historia, el caprichoso Shai decidió cambiar el
destino de aquel gris escriba para favorecerlo con la abundancia. Pepynakht era un joven
apuesto, y cuando Nebt lo vio por primera vez durante las celebraciones locales en honor
del dios Min, se enamoró de él al instante, perdiendo la cabeza irremisiblemente.
Pepynakht, que era taimado como pocos, vio las puertas del edén abiertas de par en par.
Los Campos del Ialú, el paraíso, le daban la bienvenida en vida, y él no iba a dejar pasar
una oportunidad semejante. Poco importaba que aquella joven fuera fea como un genio del
Amenti; era la oportunidad de su vida y él no la desaprovecharía.
La boda se celebró en Djarukha, lugar de nacimiento de la novia y del que
curiosamente también era originaria la reina. Esta no acudió al acto, pero el enlace
congregó a una buena parte de la aristocracia local que dio la bienvenida a un nuevo
acólito.
Dado que Pepynakht era tan despierto como astuto, pronto ascendió en el entramado
de la administración del n Nustify"omo para demostrar sus notables dotes organizativas.
Fue así como se convirtió en sehedy sesh del catastro local, o lo que es lo mismo, escriba
director. Allí tomó conciencia de los beneficios que podían llegar a proporcionar aquellas
tierras, y de las luchas de poder que se encontraban tras ellas. Una pugna soterrada en la
que participó y que, curiosamente, terminó por brindarle el puesto que cualquier
funcionario soñaría poseer.
Todo vino de la mano de su cuñado, aunque él no tuviera duda de que la sombra de
la reina se encontraba detrás de su nombramiento.
El cargo de escriba inspector de los Dominios de Amón en el noveno nomo del Alto
Egipto había quedado vacante y, con la potestad que le concedía el ser segundo profeta,
Anen se apresuró a nombrar a Pepynakht para dicho puesto. De este modo un miembro de
la familia pasaba a controlar las posesiones de Amón en Ipu, algo con lo que la reina Tiyi
se sintió encantada.
En realidad, Tiyi llevaba siguiendo esa política desde hacía años. Ella fue la que
medió ante su divino marido para que su hermano ascendiera al alto clero de Amón, aunque
no fuera sacerdote. Era una forma de fiscalizar su poder, y también de tender sus hilos a fin
de salvaguardar los intereses de la corona. Así, con el nombramiento de Pepynakht, la reina
conseguía fiscalizar las posesiones del dios tebano en una provincia que prácticamente le
pertenecía por completo.
El nuevo escriba inspector fue consciente de ello desde el primer momento, y
aunque nunca hablara con la reina, comprendió cuál era el papel que los dioses habían
decidido que representara. Él se plegaría a los deseos de Tiyi, y a cambio haría lo que le
viniera en gana. Pronto su talante empezó a ser bien conocido entre los campesinos que se
encontraban bajo su supervisión, y también lo que les esperaba.
Pepynakht les mostró su gusto por la extorsión y, sobre todo, por los castigos. Los
abusos de todo tipo se convirtieron en algo corriente, así como su desmedida
concupiscencia. En muy poco tiempo su fama se extendió por los campos de labranza de la
región como una amenaza cierta, y su nombre fue sinónimo de los peores presagios.
El temor se apoderó de los corazones de aquellas humildes gentes que no
comprendían cómo el divino Amón podía haberles enviado a aquel hombre sin alma. Desde
tiempos inmemoriales habían servido al Oculto, labrando sus fincas para recibir un trato
justo. Sin duda los castigos habían existido siempre, pero no con la severidad de hogaño, y
en cualquier caso en nada se parecían los antiguos inspectores a aquel enviado del Mundo
Inferior.
Indudablemente, Pepynakht era consciente de sus abusos, y de la forma en que
debía manejarlos para salir impune. Su misión principal era velar por los intereses del dios
de Karnak en el nomo, y a ella se dedicaba con especial celo. Era muy puntilloso a la hora
de la recolección, y se jactaba de no perder ni un solo grano de cereal. Para ello contaba con
la ayuda de varios escribas de su confianza. Estos llevaban cuenta de la producción de hasta
el último codo cuadrado de sus fincas, y medían los campos con regularidad a fin de
mantener sus lindes como correspondía. Oficialmente, pues, los sacerdotes de Karnak no
tenían ninguna queja; Ipu era una bendición para sus arcas, un vergel sin igual, y sin
embargo…
Pepynakht había tenido buen cuidado de extender sus intereses al margen del
Templo al que servía. Enseguida fue consciente del rendimiento que producía una tierra
como aquella. Allí había beneficio para el clero de Karnak y también para él, aunque para
ello se viera obligado a explotar a sus trabajadores. Pero ¿qué significaban unos míseros
campesinos? En su opinión no valían el precio de una gavilla de trigo, y como les ocurriera
a otros muchos escribas, los despreciaba.
Quizá fuera este el motivo por el cual no tenía reparo en sus abusos, o simplemente
se debiera a su falta de escrúpulos. Mas enseguida les hizo ver lo que esperaba de ellos.
Como todos los años, llegado Shemu, la estación de la cosecha, las familias que
trabajaban los campos debían dar al Templo de Amón una tercera parte de lo cosechado. El
resto pertenecía a los campesinos que habían labrado la tierra. Ese era su beneficio, y con él
debían tener para vivir todo un año. En Ipu, la mayoría de las fincas pertenecientes al dios
Amón variaban entre diez y veinte seshat. Sin duda se trataba de una tierra muy fértil que
podía producir diez khar de cereal, setecientos treinta litros, por cada seshat. Así, una
parcela de diez seshat produciría cien khar de trigo si la cosecha era buena, de los cuales
treinta y tres irían a parar a los silos del Oculto y los sesenta y seis restantes serían para los
labradores que vivían allí. Una familia obrera media necesitaba unos sesenta y dos khar de
cereales al año para poder subsistir. Con ellos harían frente a todas sus necesidades básicas,
intercambiando su grano por otros productos fundamentales para la vida diaria. Además,
tendrían que cuidar del ganado a su cargo así como de los aperos. Esto les daba un
excedente aproximado de unos cuatro khar, de los cuales poco quedaba después de haber
pagado su sueldo a los segadores que solían ayudarles a recoger la cosecha.
Pepynakht decidió que también debía obtener un beneficio de cada finca, y este
habría de proporcionárselo la familia que la trabajaba. De esta forma, y en función de su
superficie, instauró unos baremos que oscilaban entre un diez y un quince por ciento de la
producción anual, que él recibiría so pena de que los labradores sufrieran las consecuencias.
Además, determinó unos estipendios mínimos que no se podían eludir. Daba igual que la
crecida de aquel año hubiera sido beneficiosa o no. Aquella tierra debía producir su
máximo rendimiento y él llevarse su porcentaje. Si los campesinos pasaban hambre debían
elevar sus preces a Hapy, el señor que habitaba en las aguas, a fin de que les proporcionara
una crecida perfecta cuando llegara la estación de Akhet.
Para demostrar a aquellas gentes hasta dónde estaba dispuesto a llegar, Pepynakht
estableció terribles castigos que se apresuró a ofrecer con prodigalidad. Si el resultado de la
cosecha no era el apetecido, sometía a los desdichados labriegos a terribles palizas hasta
molerlos a bastonazos. Semejante proceder creó un clima de temor entre los agricultores
que resultó muy útil a los intereses del escriba inspector, pues nadie se atrevía a negarle su
porcentaje, aunque con ello tuvieran que pasar penurias durante todo el año S ton d.
En poco tiempo Pepynakht amasó una fortuna. Todo aquel grano lo transformó en
valiosas joyas, y se aficionó al lujo en todas sus formas. Se hizo construir un palacete junto
al río que era la envidia de su cuñada, que no entendía cómo su marido, siendo segundo
profeta de Amón, no tenía una villa como aquella.
Sin duda el escriba sacaba el máximo rendimiento a sus turbios manejos, y llegó a
comerciar con el excedente de grano que poseía cuando hubo algún año de mala cosecha,
hasta aumentar el precio de forma abusiva a quien no tenía más remedio que comprarlo.
Una vez instalado en la indignidad, Pepynakht dejó ver su lado más oscuro. Lo peor de su
infame naturaleza afloró como el loto en la mañana de entre las aguas del Nilo. El escriba
comenzó a hacer visitas a todas aquellas familias que sabía tendrían problemas para pagarle
o bien para subsistir. Una vez en sus casas, y sin ningún reparo, les hacía ver lo magnánimo
que podría llegar a ser con ellos si accedían a satisfacerle en determinadas cuestiones. Estas
no eran otras que las que le planteaba su concupiscencia, que podía llegar a atormentarle
como el fuego más devorador.
Así fue como el escriba comenzó sus prácticas sexuales con todas las jovencitas en
edad de merecer. Enseguida se percató de lo acertado de su estrategia, y hasta se arrepintió
de no haber empezado antes. A cambio de tales favores, Pepynakht se mostraba benévolo
con sus arrendados, y les hacía ver lo transigente que podía llegar a ser. Mas si alguna
joven se resistía, redoblaba sus castigos con más saña que nunca sobre la familia de la
desventurada.
—¿Ves como no es tan malo como pensabas? —les decía mientras copulaba.
Del hombre atractivo que en su día fuera poco quedaba, ya que el escriba había
engordado mucho, como solía ocurrir entre los hombres de las clases altas para demostrar
su opulencia; mas continuaba conservando un gran vigor sexual que le costaba saciar.
Lo que comenzó como un simple provecho sobre aquellos que no podían hacer
frente a sus abusos se convirtió en hábito. Si Pepynakht ponía los ojos en alguna mujer,
solo tenía que personarse en su casa a presentar sus respetos para que supieran las
desgracias que les esperaban si no se daban por enterados.
Lo que ocurrió a continuación fue que el escriba decidió satisfacer sus más bajos
apetitos; y lo mismo le daba copular con las hijas que fornicar con las madres, pues
encontraba en ello un gusto morboso al que se aficionó en extremo. Así que, andando el
tiempo, no hubo familia que no tuviera que padecer su lascivia.
Su esposa Nebt no tenía ni idea de tales prácticas, y era dichosa mientras vivía en su
palacete, rodeada de sus hijos. Ella le había dado seis, aunque solo tres hubieran
sobrevivido a la cólera de Sekhmet, la diosa que enviaba las enfermedades. Su marido
satisfacía todas sus necesidades, y ella nunca se detuvo a pensar en la forma en que se había
enriquecido. Ni que decir tiene que en Karnak nadie estaba enterado de lo que ocurría en
Ipu, donde el hermetismo sobre el asunto era absoluto, aunque la reina estuviera al cabo de
aquellos abusos. Su desprecio por el escriba inspector era total, y nunca se dignó a cruzar la
más mínima frase con él en aquellos actos en los que coincidieron.
Sin embargo, en su fuero interno Tiyi estaba encantada con los abusos que aquel
déspota infligía a sus arrendados, pues sabía que con ello sembraba la semilla del odio en
los campos que pertenecían al dios tebano. Ella gobernaba sus tierras con equidad, al
tiempo que respetaba las reglas de Maat, la diosa de la justicia y el orden universal, y
aspiraba a recuperar algún día para sí todas aquellas fincas que el clero de Amón aún
conservaba en Ipu, su región natal.
En realidad, todo era mucho más profundo. La reina estaba decidida a despojar de
sus posesiones a los sacerdotes de Karnak, y Pepynakht suponía un paso más a la hora de
ayudarla en sus propósitos.
Quizá fuese ella quien sugiriera el nombre, o bien alguna lengua ingeniosa siempre
presta a los buenos apodos. Pero el caso fue que Pepynakht quedó rebautizado, cual si fuera
un faraón en el momento de elegir su prenomen, con el nombre con el que subiría al trono:
Hekaib. De este modo comenzó a ser conocido el escriba inspector, y en poco tiempo todo
el mundo se refería a él de esta manera, aunque evitaran decírselo a la cara.
No obstante, Pepynakht no se ofendió lo más mínimo por ello. El apodo le gustaba,
e incluso le hacía gracia pues reconocía que era ingenioso. Todo partía de su propio nombre
de nacimiento, y de lo que representaba. Era necesario remontarse casi mil años atrás para
comprender la historia; hasta el reinado del último de los dioses que gobernaron en la VI
dinastía: Pepi II. En aquel tiempo hubo un hombre llamado Pepynakht que ocupó puestos
de relevancia en la zona de Elefantina, en la frontera con Nubia. Al parecer dirigió una
expedición punitiva más allá de la primera catarata para castigar a los kushitas, con los que
se encontraban en permanente conflicto. Según sus propias palabras: «Dirigió a numerosos
soldados con corazón firme para extender el temor del faraón en el país de Kush.»
De aquellas campañas surgió su apelativo de Hekaib, cuyo significado literal era
«aquel que controla su corazón» y que seguramente se debió al valor que demostró, y
también a su labor de pacificación y a los valiosos tributos que consiguió para el rey.
Sin duda su figura se perdía entre las brumas de casi un milenio y, no obstante,
llegó a ser venerada desde el mismo momento de su muerte. Su tumba, situada frente a
Asuán, al otro lado del río, hablaba de la importancia de aquel individuo que había llegado
a recibir culto y tener su propio santuario, aunque nunca alcanzara a ser divinizado. Mas
quedó su recuerdo grabado en la piedra como sinónimo de «perfección en sus actos y fiel
cumplidor del maat».
Es fácil comprender las sonrisas sibilinas que cruzaban los rostros de los
funcionarios cuando se referían al escriba con este apodo, que había pertenecido a alguien
que se llamaba igual pero que era la antítesis del inmoral inspector.
Cuando este se enteró se regocijó ante la importancia de su figura, y también por el
temor que infundía. Hekaib era un nombre poderoso que correría entre los labriegos como
una advertencia, pues estos ignoraban que hubiera existido un hombre justo que se llamara
así. Pepynakht rio entre dientes, y se preguntó si sus padres conocerían aquella historia
cuando lo bautizaron.
5
Tal y como les habían advertido los escribas, el inspector se presentó muy de
mañana acompañado por un funcionario, su portador del abanico y uno de sus hijos. Vestía
un faldellín plisado y portaba un cetro was, símbolo de su jerarquía como representante del
Oculto en aquella comarca. También llevaba un ancho collar de cuentas de oro y amatistas
que colgaba sobre sus flácidos pechos, así como varios anillos del mismo metal, al que era
muy aficionado. Su cabeza, de generoso tamaño, estaba totalmente tonsurada, y las
facciones de su rostro hacía tiempo que se habían dado a la molicie y mostraban unos laxos
mofletes y una papada monumental. Su nariz era proporcionada y sus labios finos y crueles,
y en sus ojos, sombreados por el mejor khol, se advertía la mirada del depredador, fría e
implacable.
Cuando Hekaib llegó a la finca del viejo Kai este le tenía preparado un taburete y
agua fresca junto al sicómoro, bajo cuya sombra solía sentarse. Su copa densa
proporcionaba refugio para cualquiera que quisiera resguardarse de la fuerza de Ra-
Horakhty, el sol del mediodía. Por ese motivo llamaban a aquel árbol sagrado nehet; ya que
esta palabra significa abrigo o refugio, lo cual no podía resultar más acertado.
El inspector quedó complacido al comprobar la abundante cosecha que se iba a
recoger, pero se cuidó mucho de demostrarlo. Por contra se sentó con apariencia cansina
sobre el viejo taburete, la única silla que poseía el pobre Kai, e hizo ademanes para que le
sirvieran un poco de agua.
—Parece que este año Renenutet ha sido clemente contigo y podrás entregar tu cupo
—dijo el inspector tras llevarse el cántaro a los labios.
Kai hizo un gesto ambiguo, pues las reacciones de aquel déspota podían llegar a ser
impredecibles. El viejo ya había sido apaleado por él en varias ocasiones, y no tenía el
cuerpo como para recibir más bastonazos; y menos en un año como aquel en el que la
cosecha había sido tan buena.
Hekaib hizo caso omiso de la apatía del labriego y empezó a dictar al escriba que le
acompañaba, en tanto el portador del abanico lo movía lentamente a su espalda. Su hijo
permanecía de pie, a su lado, sin decir nada.
—No pierdas detalle de cuanto digo, hijo mío —señaló Hekaib, y acto seguido
enumeró la cantidad de cereal que esperaba repartir—. Así pues —dijo para finalizar—, el
rey de los dioses será complacido con cuarenta khar de trigo, ni un hekat menos, y a la
familia del hombre conocido como Kai, que tiene el privilegio de habitar este lugar bajo la
protección del divino Amón, le corresponderán ochenta khar. Esas son las cantidades que
deberá dar este campo, y cualquier irregularidad producida durante la recolección será
castigada con arreglo a la ley. Esta es la palabra de Pepynakht, inspector de los Dominios
de Amón en el noveno nomo del Alto Egipto.
Dicho esto, el escriba que le acompañaba enrolló el papiro en el que había toma [e
hpynakhtdo nota de cuanto le habían dicho, y Hekaib hizo una seña a Kai para que se
aproximara.
—Este año hay demasiada producción de cereales en esta finca para solo tres bocas
que alimentar. Te aplicaré un porcentaje del diez por ciento de tu beneficio, lo cual
convendrás en que resulta generoso. —El inspector se detuvo un instante para ver el efecto
de sus palabras, y lanzó una pequeña carcajada—. Un diez por ciento no es nada —
continuó divertido—. Solo tendrás que darme ocho khar de trigo, ya que me siento
particularmente generoso.
Kai no pudo evitar hacer un gesto de disgusto ante tamaño abuso.
—Pero, escriba sapientísimo —apenas se atrevió a decir—. Habrá que pagar a los
segadores que vengan a ayudarnos y…
—Ese es un problema que deberás resolver tú —le interrumpió el inspector.
—Tendré que pagarles siete khar, y…
—Por lo menos —volvió a interrumpirle Hekaib en tanto endurecía su mirada—.
No se te ocurra economizar en brazos. El río comenzará a subir en pocas semanas y para
entonces todo tiene que estar recogido. No hace falta que te recuerde cuáles serán las
consecuencias si no cumples a mi satisfacción.
Kai se inclinó servilmente, sobreponiéndose a su rabia, como en tantas otras
ocasiones.
—Hori, hijo mío, así es como deberás gobernar los campos cuando te corresponda
—continuó el inspector muy serio—. Estos labriegos viven aquí para servirnos y no
entienden de miramientos. Recuérdalo.
Hori asintió con la cabeza como si fuera lo más natural del mundo, pues estaba
acostumbrado a ver cómo se las gastaba su padre. A sus nueve años, el chiquillo era un
niño muy desarrollado, con aspecto de bravucón, aficionado a levantar la mano a todo aquel
con el que podía; era mohíno y rencoroso, y aunque hacía años que acudía a la Casa de la
Vida de Ipu a estudiar, era lento en su aprendizaje, por no decir un poco zote; en suma, un
zoquete de consideración.
Entonces Hekaib reparó en la presencia de Neferhor, que no había perdido detalle
de cuanto él había dicho. Le divertía aquel niño que poco tenía que ver con su desdentado
padre.
—¡Thot sapientísimo! —exclamó el inspector haciendo aspavientos—. He aquí a
aquel que llaman Neferhor, cuya perspicacia es asombro de estas tierras, ¡ja, ja, ja! Seguro
que ya habías calculado lo que os correspondería hace semanas.
El niño se encogió de hombros mientras miraba a Hori, que le observaba
aviesamente.
—He oído que eres capaz de adivinar la altura que alcanzarán las aguas durante la
crecida, pero me resisto a creerlo —señaló el inspector—. ¿Acaso hay algo que no
sepamos?
El pequeño se sintió cohibido y bajó su vista hacia el suelo. Había oído m
[abstiuchas historias acerca de aquel hombre a quien todos temían, y en varias ocasiones
había presenciado cómo ordenaba golpear a su padre.
—No sé —dijo al fin con timidez—. Hablo con el río.
Hekaib lanzó una carcajada.
—¿Tienes tratos con Hapy? —preguntó divertido.
—El río me cuenta sus secretos.
—¿Y cuáles son esos secretos?
—Los secretos no se pueden contar.
—Ya —señaló el inspector en tanto se golpeaba el muslo con la palma de su
mano—. Habla con Hapy, ¿qué os parece?
El escriba que le acompañaba sonrió levemente.
—Quizá sea un heka —indicó con socarronería.
—¿Es eso cierto? —quiso saber Hekaib—. ¿Andas entre hechiceros y magos?
—Mis secretos no tienen nada que ver con la magia —se apresuró a contestar el
niño—. Solo hay que saber escuchar al Nilo.
Hekaib hizo un gesto de asombro.
—Y bien, Neferhor, pues según creo así te haces llamar —prosiguió el inspector sin
disimular una sonrisa burlona—. ¿Cómo será la próxima crecida? ¿Será tan beneficiosa
como la última?
El chiquillo lo miró atemorizado, y Hekaib lo animó a contestar con un ademán de
sus manos.
—Será beneficiosa, pero no tanto como la anterior. El año que viene las cosechas no
serán tan abundantes.
Kai miraba a su hijo como si fuera una aparición, un genio del Amenti llegado para
traer algún tipo de desgracia, pues nada bueno podía salir de aquello.
Hekaib se quedó pensativo un instante.
—¿Has oído, Hori? Neferhor es capaz de hablar de cifras e incluso de prevenir la
próxima avenida sin haber acudido ni un solo día a la Casa de la Vida.
Hori apretó los dientes, molesto, y se prometió dar su merecido a aquel bocazas que
le ponía en evidencia.
—Me temo que tus previsiones me hagan reconsiderar determinados asuntos —dijo
Hekaib, entrelazando las manos bajo su voluminosa barriga—. Creo que haría bien en subir
mi porcentaje este año, en vista de que el próximo no será tan productivo. Tú mejor que
nadie sabes que conviene ser previsor.
Y dicho esto, lanzó una estrepitosa carcajada.
—Por cierto, Kai —continuó el inspector—, no veo por aquí a tu hija. No estará
indispuesta, ¿verdad?
Kai mostró aquellas encías castigadas por el sufrimiento de toda una vida e hizo
ímprobos esfuerzos para poder contestar.
—Está ordeñando las vacas —dijo al fin entre dientes.
—Ah, muy adecuado —observó el funcionario con malicia—. Me agradaría mucho
que viniera a ofrecerme un poco de queso tierno. Supongo que tendréis queso fresco…
Kai tuvo que morderse el labio para poder asentir.
—Espléndido. Hoy los dioses me bendicen con el mejor de los humores. Prometo
interceder por vosotros ante el Oculto a fin de que os proteja y aparte de todo mal.
Kai se inclinó una vez más y a continuación se dirigió hacia su casa en busca de
Repyt. Hekaib lo observó un momento mientras se alejaba.
—Ahora, Hori, acompañarás a Neferhor a dar un paseo por la orilla del río, a ver si
aprendes algo de él. Me sería muy útil que te instruyeras en el arte de conocer secretos —
apuntó en tanto volvía a reír.
Ambos niños desaparecieron por una vereda junto a los trigales sin decirse una
palabra, y Hekaib reflexionó durante unos instantes. Desgraciadamente su hijo no poseía
muchas luces para los números, aunque dejaba entrever algunas «virtudes» que le serían
provechosas para desenvolverse en Kemet. En cuanto a Neferhor, saltaba a la vista que era
despierto y muy observador, aunque tales aptitudes fueran poco provechosas para quien
estaba destinado a labrar los campos durante toda su vida.
El inspector suspiró y dirigió su atención hacia el camino que llevaba hasta la casa.
Por él venía Repyt, con una pequeña cesta en la mano, y al verla aproximarse, así,
contoneando suavemente sus caderas, Hekaib se relamió.
Repyt era una joven grácil y bonita que inundaba de alegría el corazón de su padre.
Con dieciséis años recién cumplidos ella era todo lo que le unía a sus recuerdos, y su rostro
una suerte de ilusión que le hacía aferrarse a la vida cada día, pues era el vivo retrato de su
difunta esposa.
Al verla se diría que Yah se encontraba de nuevo entre ellos, como cuando era joven
y él la cortejaba. Con aquella mirada pícara y los ojos almendrados que tanto le gustaban,
Yah lograba hacerse corpórea cada mañana aunque fuera en la figura de su hija, la única
que habían tenido. El resto habían sido varones, y todos menos Iki fueron llamados ante
Osiris por diferentes motivos. A pesar de los sinsabores que Shai les había reservado en su
día, la pareja se había querido mucho, y habían pasado momentos de felicidad que el viejo
nunca olvidaría. Todo terminó la noche en que el benjamín se presentó a la vida. Yah tuvo
un mal parto, y de resultas de ello falleció para dejarle aquel niño a quien ya nadie esperaba
y que a la postre resultaría como un extraño para él. Iki no se parecía a ninguno de sus otros
vástagos, como si las divinidades que rigen el sino de los hombres hubieran cometido un
terrible error al alumbrarlo en su casa.
Mas Kai nunca reprochó nada al chiquillo, y lo cuidó lo mejor que pudo aunque
tuviera el corazón destrozado. Qué duda cabe de que Repyt resultó de gran ayuda a la hora
de criar al niño, ya que era muy espabilada y bien dispuesta, y entre ambos hermanos se
crearon unos lazos de profundo cariño.
Repyt se encargaba de llevar la casa y arrojar un poco de luz sobre el maltrecho
corazón de Kai. A una edad en la que la mayoría de las egipcias estaban ya casadas y tenían
algún hijo, la joven continuaba soltera para cuidar de su padre y su hermano, a los que
dedicaba la mayor parte de su tiempo. Ello no significaba que no tuviera pretendientes, que
los tenía, pero un invisible lazo la unía a aquella finca cual si fuera un nudo de Isis con el
que protegía a los suyos.
Como cualquier muchacha de su edad, ella también tenía sus ilusiones, sus anhelos.
Sin embargo, era consciente de la realidad que la rodeaba desde mucho antes de llegar a la
pubertad. Como era esbelta y muy graciosa, pronto los hombres empezaron a mirarla, y
conforme sus formas se desarrollaban aprendió a leer el deseo que despertaba en ellos, y
cómo navegar entre él sin zozobrar. No obstante, también sabía que su suerte estaba
echada, y que tarde o temprano debería claudicar sin remisión.
Hekaib se fijó en ella desde el mismo momento en que Repyt alcanzó la pubertad.
En Egipto las niñas solían andar desnudas hasta que llegaba su primer período; entonces se
vestían y ya podían ser tomadas por esposas. La joven conocía de sobra a aquel hombre
feroz que tiranizaba a cuantos campesinos le salían al paso. Desde muy pequeña lo había
visto ordenar apalear a su padre en su propia casa, y también hacerles frecuentes visitas. La
difunta Yah callaba, pero Repyt sabía muy bien lo que ocurría y cómo su madre se prestaba
a yacer con aquel déspota para proteger a su familia.
Hasta poco antes de la muerte de Yah, Hekaib la estuvo visitando; luego, durante
años, solo se presentó para pedir cuentas de las cosechas hasta que un día regresó para
quedarse de nuevo.
Repyt siempre recordaría aquella tarde. Ella venía del río, con un cántaro en la
cabeza, caminando muy derechita mientras tarareaba una antigua canción que hablaba de
amores y esperanzas. Ra-Atum, el sol del atardecer, comenzaba a desperezarse para
dirigirse hacia el ocaso, y sus rayos recortaban la frondosa copa del viejo sicómoro, el
único que tenían en la hacienda. Entonces reparó en las dos figuras situadas junto al tronco.
Una llevaba un aparatoso abanico de plumas de avestruz que movía acompasadamente, y la
otra parecía que la observaba con atención mientras se acercaba. Enseguida supo de quién
se trataba, y también lo que la esperaba.
—La más hermosa flor se abre paso por la vereda —exclamó Hekaib galante, a
modo de salutación.
La joven no dijo nada, pero al punto vio cómo el inspector le hacía señas para que
se aproximara.
—No tengas miedo, pequeña —la animó el escriba—. Ven y descansa un poco; ese
cántaro que llevas debe de resultarte pesado. —Repyt se le acercó, como no podía ser de
otra forma—. Así está mejor —dijo Hekaib a la vez que la ayudaba a quitar el cántaro de su
cabeza—. Pero déjame que te vea. Te has hecho toda una mujer, y tan hermosa como lo era
tu madre.
Aquel comentario le hizo soltar una risa. Mas al punto la miró de arriba abajo sin
ningún recato.
—Ha llegado la hora de que te explique determinadas cosas —señaló Hekaib a la
vez que deslizaba suavemente las yemas de sus dedos por los hombros de la joven—.
Ahora tienes una gran responsabilidad —continuó—, ya que posees, nada menos, la llave
que proporcionará la felicidad a los tuyos.
El inspector la examinó un instante para ver el efecto de sus palabras, y percibió la
agitación que sentía la muchacha; aquello lo enardeció aún más.
—Imagínate una finca como esta, de doce seshat de superficie, para una familia de
tan solo tres miembros. Mucha tierra para tan pocos, y también mucho trabajo y
sufrimiento. Los años pasan, y el pobre Kai se las ve y se las desea para poder hacer frente
a una empresa así.
—Cuenta con mi ayuda, y también con la de mi hermano —se atrevió a decir la
joven.
—¡Ah! —exclamó Hekaib, encantado de escuchar aquella voz—. Sin duda el
pequeño podrá ser valioso en unos pocos años, pero no me cabe duda de que tú lo puedes
ser ahora.
Repyt bajó su mirada, y el inspector sintió cómo se inflamaba de pasión. Sin
disimulo alguno paseó su vista por aquellos pechos, pequeños pero bien formados, y luego
por sus labios, que lucían frescos y jugosos como granadas maduras.
—Incluso un corazón tan duro y negro como el mío puede tornarse compasivo y
generoso como el de la más delicada de las madres. Puede ser dulce y tierno, y muy
comprensivo en determinadas ocasiones, ¿comprendes? Solo necesita que alguien se haga
cargo de él; que se preocupe de sus necesidades y le alivie de la carga que a veces tiene que
llevar.
Repyt levantó su vista para clavarla en los ojos de aquel tirano, y al leer en ellos
sintió que su desprecio estaba por encima de la maldad del escriba. Allí no había más
alternativa que la de la supervivencia, y al punto se le aproximó sin dejar de mirarle.
—Veo que has comprendido perfectamente mis razones, y que estás dispuesta a
hacerte cargo de ellas —dijo Hekaib con suavidad, en tanto la cogía de la mano y la
invitaba a seguirle hasta unos arbustos cercanos—. Eres digna de ser regada a menudo para
que no te marchites —le susurró mientras se disponía a besarla—. Como el más preciado
jazmín.
Para Repyt era su primera vez, y aunque en el país de la Tierra Negra no se daba
importancia a la virginidad, nunca olvidaría el modo en que la perdió. Su amante era un
hombre depravado que la hizo ver desde el principio lo que la esperaba. Ella se dejó llevar
como si su ka, su esencia vital, se encontrara en un lugar muy lejano, junto a su corazón y
sus emociones, que también la habían abandonado. Solo se estremeció cuando vio el grosor
del miembro del escriba; era enorme, y él la invitó a que lo tomara entre sus manos para
aproximarlo a aquella hendidura que le prometía infinitos goces. Cuando lo notó dentro de
sí, Repyt ahogó un grito de dolor, y creyó que le [reyarlo a quemaban las entrañas. Luego
todo fueron furiosas embestidas, como si Set, el dios del caos y la tempestad, la cabalgara
desbocado en una carrera sin fin.
Cuando todo terminó, la joven se quedó postrada sin saber qué hacer. Mas al punto
su amante se levantó, con el miembro todavía tumefacto, cubierto de un líquido viscoso.
Resoplaba como congestionado, y le dedicó una mueca que ella no supo interpretar.
—Has aliviado mi pesar de forma placentera —le dijo al fin—, como hacía mucho
tiempo que nadie lo conseguía. Creo que nos veremos a menudo, pues tu compañía me
resulta muy grata.
Pronto descubrió Repyt que aquellas palabras resultaban ciertas, ya que Hekaib se
aficionó sobremanera a visitarla. Espabilada como era, la joven se dio cuenta de que podía
tener cierto ascendiente sobre el escriba, y en poco tiempo aprendió cómo sacar algún
provecho de la situación. Las presiones y castigos sobre su pobre padre fueron
desapareciendo, y hasta vieron reducida la tasa de impuestos que el inspector les solía
aplicar.
A pesar de la discreción que Repyt acostumbraba guardar, su padre estaba al tanto
de todo, aunque mirara hacia otro lado, como ya había hecho en tiempos con su difunta
esposa. Para él ya nunca habría felicidad, y sufría en silencio sin atreverse a decir nada a su
amada hija.
Con el paso de los años Repyt se convirtió en una amante experimentada, a pesar de
su corta edad. Ella había leído en el corazón del escriba y era capaz de conducirle por
caminos que le enardecían.
Aprendió a dominar la situación y descubrió que a aquel sehedy sesh venido del
Amenti le gustaban las prácticas más oscuras, como lo era su ba. Todo su despotismo
desaparecía como por encanto cuando Repyt alimentaba sus deseos. Entonces Hekaib se
transformaba en un individuo servil, capaz de suplicar para que le llevaran a través de las
sombras de su propia desesperación. Cuando Repyt se sentaba sobre su miembro se sentía
dueña de la voluntad de aquel remedo de la infernal Apofis para desesperarle todavía más,
y así tejió la invisible red con la que trató de proteger a los suyos.
Indudablemente, aquellos encuentros no garantizaban que Hekaib fuera a cambiar
su malévolo carácter. El inspector tenía amantes por todo el nomo y Repyt no era tan
estúpida como para creer que influiría en cada decisión que tomara el escriba; no obstante,
ella y su familia pudieron vivir con relativa tranquilidad.
Una de las consecuencias de las prácticas de Hekaib fue la de dejar descendientes
por muchas de las granjas. Él no sentía el más mínimo remordimiento por ello, e incluso se
tomaba la libertad de visitar a la familia para dar la enhorabuena al sufrido marido. El
escriba se vanagloriaba de esto no pocas veces, y animaba a sus allegados a que le llamaran
«Toro Poderoso», como si se tratara del dios que gobernaba Kemet.
Repyt tuvo buen cuidado de guardarse de un inoportuno embarazo. La horrorizaba
la idea de que pudiera concebir de una bestia como aquella, aunque siempre existía un
riesgo. La joven tomaba sus precauciones y evitaba recibir la simiente del déspota en su
interior. Cuando veía que este gruñía más de [ítomla cuenta y comenzaba a bizquear,
descabalgaba al momento para sentarse sobre su cara, cosa que enloquecía al sehedy sesh, y
hacer que este se derramara hasta dejarlo exhausto.
Nadie se atrevió nunca a hablar al canalla de sus posibles paternidades. Él jamás
reconocería más hijos que los que le había dado su esposa. Para el inspector, todos aquellos
niños surgidos de sus constantes amoríos eran como el resto del ganado que habitaba en las
haciendas, y solo a los dominios del divino Amón pertenecían; en todo caso, este era su
verdadero padre.
Cuando Repyt caminaba por la vereda aquella mañana con la cesta entre sus manos,
pensaba en cómo habían sido aquellos últimos años y también en su familia. Su padre había
envejecido mucho y hacía tiempo que su mirada se había tornado algo vidriosa, tal y como
si su kaya lo hubiera abandonado. Temía que en cualquier instante Anubis viniera a
visitarlo para llevárselo al mundo de los muertos, y estaba convencida de que Kai ya
esperaba ese momento. Iki era su otra preocupación; el pequeño era como un hijo para ella,
pues se había encargado de criarlo desde el mismo día en que naciera. En unos años el
chiquillo se haría un hombre, y heredaría aquella tierra que tendría que cultivar hasta su
muerte; sin embargo…
Hacía tiempo que Repyt sabía que su hermano era muy diferente a ellos, y no
porque se abstuviera de ayudarles en las labores cotidianas o no fuera trabajador. Iki se
esforzaba cada día, como hacían la mayoría de los niños que vivían en el campo, a fin de
echar una mano cuando era preciso. Pero estaba claro que el pequeño no tenía alma de
campesino. A sus diez años, Iki poseía una mente despierta y una facilidad para hacer
cálculos que llenaban de orgullo a su hermana. Siempre que podía, esta lo llevaba a la
ciudad para que la ayudara a comprar en el mercado, donde el chiquillo era ya bien
conocido por la habilidad que demostraba en los cambalaches y la facilidad con la que
calculaba los precios.
—Este niño acabará trabajando para la tesorería del faraón —le decían en ocasiones
los mercaderes, divertidos.
A Repyt tales lisonjas la colmaban de felicidad, pues quería mucho a su hermanito.
Cuando supo que le apodaban Neferhor se sonrió complacida, aunque ella siguiera
llamándole por el nombre con el que le bautizara su padre. Estaba convencida de que Iki
podía liberarse del yugo que suponía estar atado a aquellos campos para siempre, o al
menos ella tenía esa ilusión. En caso contrario, cuando Hekaib ya no estuviera en el mundo
de los vivos, otro, seguramente alguno de sus hijos, ocuparía su lugar para exigir las
cosechas cada año a sus labriegos. Entonces Iki envejecería, y se lamentaría en vano de que
Shai nunca le hubiera favorecido. El Nilo seguiría su curso y también la historia de Kemet,
y pasados los hentis nadie se acordaría ya del bueno de Iki.
Por todo ello, y de un tiempo a esta parte, Repyt había vertido pequeñas gotas en los
oídos del sehedy sesh que le hablaban de las dotes de su hermano. Con habilidad y
prudencia, ella le susurraba sus aptitudes y lo que podría llegar a ser si tuviera oportunidad
de ingresar en la Casa de la Vida. La joven aprovechaba los momentos en los que el
corazón del escriba era más vulnerable a causa de sus deseos, y Hekaib terminó por co
[rmide ntestarle un día que estudiaría el asunto para ver lo que se podía hacer.
Mas, en su fuero interno, Hekaib no tenía la más mínima intención de ayudar a un
meret, un siervo de la tierra. A él le interesaba que las cosas continuaran tal y como
estaban. El viejo Kai acudiría ante el Tribunal de Osiris en pocos años, y su hijo era la
persona que debería reemplazarle. Tendría que casarse y tener muchos hijos para que le
ayudaran en la labranza. Así podría seguir visitando a su hermana, y quién sabe si también
a la mujer que fuera su esposa. Sí, aquello sería lo más apropiado, por muy listo que llegara
a ser el muchacho.
Sin embargo, Repyt creía que su amante estaba próximo a brindarle la ayuda que
necesitaban y recomendar a su hermano para que pudiera ser admitido en la Casa de la
Vida. Pero el tiempo pasaba, y diez años empezaba a ser una edad avanzada para acudir a
aquellos centros; por lo que la joven se decidió a convencer definitivamente al escriba.
Próxima al sicómoro, Repyt divisó la oronda figura del sehedy sesh. Aquella
mañana Hekaib le pareció más gordo, como si se hubiera hinchado o atiborrado de pasteles
en una de las fiestas a las que era tan aficionado. Además de su concupiscencia, el inspector
era esclavo de su glotonería, y no solía tener medida, sobre todo con el dulce al que era tan
aficionado.
Repyt, que conocía sus gustos, le había preparado un poco de queso tierno,
pastelillos de miel y también una jarra de cerveza que elaboraba ella misma. El escriba
aguardaba sentado en el viejo taburete, y al verla acercarse se relamió sin ningún recato.
Había despachado a sus dos acompañantes y, como de costumbre, sus ojos brillaron de
deseo al contemplar a la joven. Le pareció más apetitosa que nunca y, sin mediar palabra
alguna, notó cómo su miembro se inflamaba.
—Hoy la espera se me hizo tediosa —dijo al fin por todo saludo.
—Te traigo un poco de queso, y también unos pastelillos que yo misma hice.
—Deja la cesta junto al tronco. La espera me despertó otro tipo de apetito, ¡ja, ja, ja!
Ella le sonrió maliciosa y se sentó sobre sus rodillas. Enseguida él la asió de las
caderas y comenzó a besarle los pechos.
—Parece que estás hambriento —le susurró ella—. Te advierto que los pasteles son
de miel.
—No hay dulces que se puedan comparar a estos —respondió él, atragantándose en
tanto le mordisqueaba los pezones.
Repyt rio quedamente, sin ocultar el desprecio que sentía por aquel tipo.
—Hoy estás particularmente lascivo —le dijo mientras alargaba su mano para
acariciarle el pene. Al sentir su contacto, Hekaib gruñó con desesperación—. Llevabas más
de un mes sin visitarme —le advirtió ella, para simular un tono de reproche. Él la miró de
soslayo, sin atreverse a apartar los labios de sus pechos.
—Demasiado tiempo —dijo haciendo un esfuerzo por separarse—. La estación de
Shemu requiere de toda mi atención; pero ya falta poco para que llegue la crecida.
Hekaib parecía más ansioso que de costumbre, y la joven decidió sacar partido de
ello.
—Echaba de menos tus caricias —le mintió—. Hoy te ofreceré algo especial.
—¿Qué es? —quiso saber el escriba, que para entonces ya se hallaba enardecido.
—Algo que sé te gustará y que deseas desde hace tiempo.
—Dime qué vas a ofrecerme —se atropelló él en tanto le apretaba los pechos.
Repyt le miró fijamente a los ojos. Aquel infame era un pozo de vicio, tan profundo
como aseguraban que era el Gran Verde, el mar que se extendía más allá de la Tierra
Negra.
—No desesperes, cada cosa a su tiempo —le susurró.
Hekaib emitió un sonido gutural y le dedicó una mirada suplicante. En tales
momentos le gustaba mostrarse servil sin temor a que le envilecieran.
—Te llevaré en presencia de Hathor, la diosa del amor, pero deberás concederme un
deseo —le advirtió ella.
El escriba tragó saliva con dificultad, pues la joven le acariciaba el glande con una
habilidad que le acercaba al paroxismo.
—¿Qué es lo que deseas?
—Cada cosa a su tiempo. Tú solo debes prometerme que lo harás —le contestó
mimosa.
Hekaib gimió sin contenerse por el placer que sentía y volvió a mirarla fuera de sí.
—Te concederé lo que me pidas —le dijo sin ocultar su ansiedad.
Ella le sonrió ladina.
—Hathor es testigo de tu promesa. Ahora ocultémonos tras los arbustos.
Aquel lugar fue testigo de un nuevo encuentro, como ya lo había sido en numerosas
ocasiones. Allí había perdido Repyt su doncellez, y también allí pensaba, por fin, sacar
algún provecho de ello, aunque se viera obligada a vilipendiar a su detestable amante para
conseguirlo.
Hekaib se encontraba desatado, como jamás lo había visto, y en su mirada cargada
de lujuria se podía leer el sufrimiento que la concupiscencia producía en su alma
condenada. Mientras le pasaba suavemente su lengua por el glande, la joven se imaginó al
déspota a la hora de rendir cuentas ante el Tribunal de Osiris. Allí, en la Sala de las Dos
Justicias, estaría todo preparado para realizar la psicostasia, el pesaje de su alma. Repyt no
tenía ninguna duda de lo que ocurriría. En la balanza en la que se pesarían sus acciones, su
ba corrompido vencería a la pluma que representaba al maat, el orden y la justicia, en el
contrapeso, y sería condenado sin remisión. Ammit, la «Devoradora de los muertos», daría
buen fin del alma de aquel canalla cuyo nombre sería maldito para siempre.
Tales pensamientos le produjeron un indisimulado regocijo, y sin poder evitarlo
mordisqueó aquel miembro con más entusiasmo del habitual. Hekaib se quejó con un
espasmo y al punto se incorporó para mirarla inflamado, para suplicarle que continuara con
aquellas prácticas en las que le infligía dolor. Ella lo martirizó un poco más y,
seguidamente, se sentó sobre su abultado vientre, tal y como acostumbraba, para sentir en
su interior toda la desesperación de tan abyecta naturaleza. El falo del sehedy sesh la
quemaba como si fuera una tea, y al inclinarse sobre él para morderle las areolas el escriba
bramó como un toro en celo, en tanto se aferraba a sus nalgas con desesperación. Hekaib
disfrutaba con el dolor que le causaba y su pene se endureció hasta límites desconocidos
para él. Era un camino que no tenía final, y Repyt descargó parte de sus aflicciones hasta
atormentar aquel cuerpo voluminoso sin compasión alguna. Mas el inspector aparentaba
encontrarse en los Campos del Ialú, en un paraíso más allá del mundo de los vivos donde
parecía haber hallado la completa felicidad. Gemidos, lamentos, convulsiones… Repyt lo
observaba perpleja en tanto aceleraba la cadencia de los movimientos que imprimía a sus
caderas; decidida a terminar de una vez con el éxtasis de su amante. Cuando adivinó
próximo el final de aquel galope desmontó de su grupa entre protestas contenidas y,
asiendo el miembro entre sus manos, lo apretó con fuerza para moverlo arriba y abajo, muy
despacio. Ella sentía su palpitar, y también cómo la pasión de aquel canalla pugnaba por
abrirse paso a través de sus metu, desde sus entrañas. Entonces todo se precipitó, como
solía ocurrir de ordinario; Hekaib gimió lastimeramente para arquearse en tanto se aferraba
a los pechos de la joven. Una serie de espasmos se apoderaron de su corpachón y una
descarga de fuego líquido se desparramó sobre su vientre en forma de espesos goterones,
mientras Hekaib bizqueaba de manera exagerada.
A Repyt el cuadro le pareció gracioso y se levantó para observar mejor al escriba.
Desde arriba su cuerpo parecía inerte, pues se le veía desmadejado, incapaz de mover un
solo músculo. Únicamente su abultada barriga subía y bajaba al compás de una respiración
que poco a poco trataba de normalizarse.
La joven se hizo a un lado para orinar, y al darse cuenta Hekaib se incorporó para
observarla. Le gustaba verla en cuclillas y Repyt lo miró maliciosa. El escriba inspector
más parecía una piltrafa que un representante del clero más poderoso de la Tierra Negra. Su
estampa era cómica, sin duda, con su protuberante vientre y su miembro derrotado, y la
mirada perdida como quien regresa de un sueño imposible.
Repyt vio llegada su oportunidad y rio grácilmente.
—Toma un poco de queso —le ofreció—, y prueba los pasteles; te gustarán.
Hekaib alargó su mano en un acto reflejo para llevarse aquellos alimentos a la boca.
Cuando saboreó los pastelillos, su rostro se iluminó.
—Humm… —exclamó con glotonería; luego se chupó los dedos e hizo una mueca
grotesca—. No podría aspirar a tener una esclava que me tratara mejor —continuó como
quien dice algo ingenioso—. Ahora que la estación de la crecida se aproxima tendré que
frecuentar más tu compañía. —Luego lanzó una risotada y se comió otro pastelillo.
Repyt clavó su mirada en él pero no dijo nada; se limitó a ofrecerle el pequeño
cántaro de cerveza. Hekaib echó un buen trago y luego se relamió complacido.
—¿Estás satisfecho? —quiso saber ella.
—He de reconocer que sí —contestó el escriba a la vez que se miraba el miembro
que parecía dormido. Luego volvió a reír.
Repyt fingió una sonrisa y se le acercó zalamera.
—¿Intuyo que tienes una petición que hacerme? —le preguntó él con astucia.
—Tan solo una muestra de tu generosidad —contestó ella con candidez.
Hekaib se limpió lo mejor que pudo y la miró un instante antes de levantarse y
ponerse su faldellín.
—¿Acaso pretendes que os haga un descuento en tu porcentaje? —inquirió el
escriba receloso.
Repyt le mostró las palmas de sus manos en señal de conformidad.
—Nunca osaría plantearte semejante cosa —se apresuró a decir ella. Hekaib alzó
una de sus cejas con suspicacia—. Lo que quiero pedirte nada tiene que ver con tu
hacienda, ni es gravoso para ti.
El sehedy sesh terminó de vestirse y miró fijamente a la joven.
—No es para mí para quien solicito tu ayuda —se decidió a decirle—, sino para mi
hermano.
—Tu vieja pretensión de que sea admitido en alguna Casa de la Vida, ¿no es así? —
señaló él con suficiencia.
—Ese es mi mayor deseo.
Hekaib hizo un gesto de fastidio.
—Te equivocas al decir que tu anhelo no es gravoso para mí. Lo es; y mucho.
¿Quién trabajará por él? ¿Tú?
—Lo haré; durante todo el día si es preciso. Si es necesario, contrataremos más
brazos.
Hekaib rio con desdén.
—¿En serio? ¿Y cómo podréis vivir?
—Eso no debe preocuparte —contestó ella sin poder contenerse—. Somos señores
de la pobreza.
El escriba la fulminó con la mirada.
—¿Cómo te atreves? Es mi deseo que te mantengas lozana para que continúes
siendo grata a mis ojos y a los del divino Amón. No puedo concederte lo que me pides.
—Pero me prometiste…
—Yo no te prometí nada —estalló Hekaib como un energúmeno—. Fue Set el que
habló por mi boca. Él se había apoderado de mi corazón, de mi voluntad. Tus artes hicieron
que el señor del caos nublara mi entendimiento.
Repyt se mordió el labio para aguantar su rabia.
—Prometiste ante la divina Hathor que cumplirías mi deseo. Ella es testigo…
—¿Testigo? —la interrumpió el escriba despectivo—. Hathor solo ha sido testigo de
nuestro solaz.
Repyt miró con indisimulado odio a aquel canalla.
—Si no cumples lo que prometiste, la diosa te castigará —se atrevió a decir.
Aquel tono enfureció aún más al sehedy sesh, que se aproximó a la joven con el
rostro congestionado.
—Debería apalearte por tus palabras. Puedo destruiros si lo deseo, lo sabes muy
bien. Obligaros a abandonar esta granja y a que tengáis que recorrer los caminos para vivir
de la caridad de los demás. Claro que tú bien podrías emplearte en cualquiera de las casas
de la cerveza de la región. Quién sabe, hasta podrías hacer fortuna dadas tus habilidades. —
Repyt se puso ambas manos en la cara y comenzó a sollozar—. Fuera de mi vista, meona
insolente. ¿Pensabas que tus artimañas bastarían para gobernarme? Largo si no queréis
veros fuera de aquí esta misma noche.
Repyt salió corriendo mientras lloraba amargamente. Se sentía pisoteada por aquel
déspota, vilipendiada de la peor forma posible. Ni tan siquiera la dura vida que llevaban los
había tratado peor. Había sido una estúpida al pensar que tenía algún valor para el corazón
de aquel monstruo. Ella era como las demás; un mero instrumento con el que satisfacer la
inagotable lascivia de aquel hombre, como también lo había llegado a ser su madre. Este
pensamiento la deprimió terriblemente hasta hacer que sus lágrimas se tornaran
incontenibles. Aquel ser malvado le había infligido la más ruin de las humillaciones, y lo
peor era que tendría que seguir soportándolas durante toda su vida.
Cuando Kai vio a su hija entrar en casa llorando, apenas movió los labios. No había
nada que decir o que preguntar, pues ya sabía él de sobra lo que se había visto obligado a
soportar su bien más preciado. Se limitó a mirar hacia otro lado, resignado, en tanto alguna
lágrima perdida resbalaba por su ajado rostro. Luego salió de allí, decidido a no hacer más
insoportable la pena de su hija.
Hori y Neferhor caminaron durante un buen rato por la orilla, en silencio. En
realidad ninguno de los niños sabía a ciencia cierta qué hacían allí juntos, mas si el escriba
inspector así lo había determinado no había mucho que decir. Ambos se miraban de vez en
cuando, au [en y Nnque por motivos bien distintos. Neferhor lo hacía con incomodidad, y
Hori con altanería.
—¿Cómo un meret como tú puede alardear de tener conocimientos? —le preguntó
Hori de improviso con tono burlón. Neferhor siguió caminando sin decir nada—. ¿Acaso
eres hechicero o algo parecido? ¿O adoras al dios Heka? Mi padre dice que los campesinos
sois muy dados a adorarlo para pedir que fructifiquen más las cosechas.
Neferhor se encogió de hombros pues, aunque conocía a aquel dios, no sabía mucho
acerca de sus singularidades. El viejo Kai nunca hablaba de los innumerables dioses que
poblaban el panteón, como si prefiriera vivir apartado de ellos. Seguramente porque no les
debía nada.
—¿Tienes miedo de contarme tus secretos? —volvió a insistir Hori.
—No tengo secretos —contestó al fin Neferhor.
—¿Ah, no? ¿Y cómo un ignorante como tú puede saber la altura de la próxima
crecida?
—Es Hapy quien decide eso. Él es el señor de las aguas.
—Qué sabrás tú de Hapy —señaló Hori despectivo—. En la Casa de la Vida del
templo de Min, a la que asisto, nadie puede conocer con antelación la naturaleza de las
cosechas. Allí hay hombres muy sabios, ¿comprendes?, que nada tienen que ver con
analfabetos como tú. Porque tú no sabes leer, ¿verdad? —Neferhor negó con la cabeza,
aunque ni siquiera le miró—. Me lo suponía. Pues yo sí, y también escribir y sumar
fracciones —se ufanó.
—A mí también me gustaría aprender —indicó Neferhor sin hacer caso del tono
desdeñoso de su acompañante.
—¿Y para qué quieres tú saber eso? —rio Hori divertido—. Tú no lo necesitas.
Hapy te dice cuanto deseas saber. Además, lo que tienes que hacer es instruirte bien en el
manejo de los aperos. Labrarás estos campos hasta que Anubis venga a buscarte, je, je.
—Eso nunca se sabe —contestó Neferhor lacónico, cansado de escuchar a su
acompañante.
Hori lo miró estupefacto.
—¿Acaso venderéis vuestras azadas para pagar tus estudios? —se mofó.
Neferhor no hizo caso de su burla y fijó su atención en un grupo de hipopótamos
que se bañaban plácidamente en el río, no muy lejos de la orilla.
—¿Sabes? Cuando termine mi formación en la Casa de la Vida, mi padre me
introducirá en los altos estamentos de la administración. Puede que hasta me involucre en
los intereses de Amón y llegue a ocupar su cargo, ¿te imaginas? En tal caso trabajarías para
mí, y podría mandar que te apalearan si no cumples apropiadamente. Sí, eso sería posible
—dijo Hori, regodeándose.
—¿Has visto a esa familia de hipopótamos? —señaló Neferhor como si no hubiera
escuchado nada de lo que le habían dicho.
Hori apretó los puños y le miró irritado. Aquel niño le parecía insoportable y de
inmediato sintió deseos de pegarle.
—¿Qué pasa con los hipopótamos? —le contestó mientras se aproximaba a la orilla,
para situarse a su lado.
—Cualquiera diría que son los animales más peligrosos del río —le indicó
Neferhor.
—Eso es estúpido. Todo el mundo sabe que los cocodrilos son más peligrosos.
—Te equivocas. Los hipopótamos matan más personas que los cocodrilos. Son muy
feroces.
A Hori le pareció que ya había aguantado bastante a aquel paria con aires de erudito
y, sin mediar palabra, le arreó tal sopapo que le tiró al suelo. Neferhor le observó
sorprendido.
—Ya tenía yo ganas de arreglarte las cuentas —le dijo Hori mientras le mostraba
sus puños—. Hoy no te librará ni el divino Hapy con el que aseguras tratar.
Entonces se abalanzó sobre Neferhor y empezó a propinarle puñetazos aquí y allá
en tanto le insultaba. Neferhor trataba de protegerse como podía, pero Hori era mucho más
fuerte que él, y le repartía golpes a diestro y siniestro; mientras intentaba quitárselo de
encima, Neferhor pensó que no podría librarse de aquel matón. Entonces Hori se incorporó
para poder cogerle del pelo con intención de arrastrarle, y Neferhor aprovechó la ocasión
para poner ambos pies sobre el vientre de su atacante y empujarlo con todas sus fuerzas.
Hori salió despedido hacia atrás, con tan mala suerte que cayó al río, donde al punto
empezó a chapotear angustiado.
—¡No sé nadar bien! —gritó asustado—. ¡Ayúdame a salir!
Neferhor se aproximó a la orilla y comprobó que esta tenía un desnivel que era
imposible salvar. Enseguida se fijó en los hipopótamos que observaban la escena con
atención.
—Parece que los hipopótamos nos miran —señaló Neferhor en tanto se limpiaba la
sangre de uno de los golpes que le había propinado.
—¡Ayúdame o me ahogaré! —volvió a gritar Hori.
—No sé nadar —dijo Neferhor muy serio.
Hori se angustió aún más y empezó a chapotear con desesperación.
—No hagas tanto ruido o atraerás a los hipopótamos.
Hori miró de soslayo a los animales, que en efecto no perdían detalle de la escena, y
se puso a gritar más todavía.
—Iré a buscar ayuda, es cuanto puedo hacer por ti.
—¡No! —protestó Hori—. ¡No! ¡Me ahogaré! Ya casi no puedo mantenerme a
flote.
Neferhor se puso en cuclillas mientras lo observaba tranquilamente.
—Parece que uno de los hipopótamos se ha separado del resto; quizá venga hacia
aquí.
Hori empezaba a dar síntomas de cansancio, y cada vez le era más difícil mantener
la cabeza fuera del agua. Neferhor pareció pensativo.
—¿Ves esos cañaverales? —le indicó a la vez que señalaba los papiros que salían
del agua unos metros más allá—. Trata de nadar hasta ellos. Allí la profundidad es menor.
—¡No puedo más! —gritó Hori despavorido—. ¡Ayúdame!
Entonces Neferhor se aproximó a una palmera cercana y cogió una de las enormes
hojas que habían caído al suelo. Luego se dirigió a la orilla.
—Agárrate al extremo y déjate llevar; yo tiraré de ti hasta los cañaverales —le
indicó Neferhor.
Hori se sujetó tal y como le dijeron, y enseguida Neferhor pudo arrastrarlo hasta el
macizo de papiros. Como el pequeño había predicho, allí la profundidad disminuía y era
fácil alcanzar la orilla. Cuando Hori sintió que sus pies tocaban el suelo soltó la hoja de
palmera y se apresuró a salir del agua. Inconscientemente miró hacia el río por si se
aproximaba algún hipopótamo, pero no vio ninguno. Al poco Hori salió del río, asustado y
todavía respirando con dificultad. Buscó con la mirada a Neferhor, pero este había
desaparecido como por ensalmo. Entonces su miedo se transformó en rabia y su corazón se
llenó de odio. Su padre debía ser implacable con aquella gente.
6
Tenía mucha razón el escriba de los campos adscrito al Templo de Amón al decir a
Neferhor que Renenutet y Shai podían variar el destino del individuo. La diosa controlaba
el sino de la humanidad y también su fortuna, y Shai representaba al destino misterioso; las
venturas y desventuras de la vida; los años que la persona pasaría en el mundo de los vivos.
Todo era tan sutil y al mismo tiempo enigmático que nadie comprendía los motivos
que llevaban a los dioses a ofrecer caminos tan dispares a los mortales. Mas su mano se
veía por todas partes, y Neferhor fue testigo directo de ello, aunque nunca entendiera los
porqués.
Todo ocurrió tras la recolección. Kai y su familia habían trabajado durante dos
semanas para dejar la tierra segada y las gavillas bien dispuestas para su posterior
inspección. Para realizar tan ardua labor habían contado con la ayuda de cinco segadores
que habían trabajado con tesón a su lado. La figura del segador era muy popular en Kemet,
ya que cuando llegaba la estación de la cosecha solían recorrer los campos para ofrecer sus
servicios a cambio de un salario justo. Este solía ser igual a la cantidad recolectada en un
día de trabajo, y una vez transcurrida su labor iban a las granjas vecinas para continuar
ofreciendo su colaboración. Así recorrían el valle del Nilo durante Shemu, de campo en
campo, siempre dispuestos a alegrar los corazones con sus canciones cargadas de
esperanza. Por todo ello lo ^mesyt, la cena, y reponerse tras una dura jornada.
Neferhor se sentía entusiasmado con los jornaleros, y durante horas escuchaba muy
atento las historias que aquellos hombres acostumbraban a contar. Hablaban de otros
nomos, y de las maravillas que se alzaban en Waset, Tebas, el lugar del que muchos de
ellos procedían.
—Allí las piedras desafían al poder del tiempo. Se alzan hasta el cielo como colosos
al servicio de los dioses —aseguraban orgullosos.
El chiquillo los observaba boquiabierto, y se imaginaba las enormes construcciones
a las que se referían. Todo le resultaba fascinante, y se figuraba cómo debía de ser el
mundo que le dibujaban los segadores. Se veía a sí mismo recorriendo los interminables
caminos de Kemet, de pueblo en pueblo, hasta los límites del remoto país de Kush, donde
aseguraban que el oro era más abundante que las arenas del inmenso desierto que se
extendía por doquier. Pensaba en cómo serían los monumentos de los que le hablaban; los
templos que, sin duda, se elevarían orgullosos por todos los rincones de su querida tierra
para decir al mundo que las gentes que habitaban Kemet eran rendidas devotas de sus
dioses. ¿Qué tamaño tendrían las columnas sobre los que se levantaban? ¿Y sus pilonos?
Todas estas cuestiones intrigaban al chiquillo sobremanera y no dejaba de preguntar a sus
invitados los aspectos más peregrinos. Estos reían por las ocurrencias del niño.
—¿Hay muchos símbolos grabados en las piedras? —inquiría excitado.
—¡Millones! —exclamaban los jornaleros divertidos—. Ten en cuenta que muchas
de esas construcciones son moradas divinas, y que en sus muros se inscriben las alabanzas
y todo lo bueno que el dios necesite para su vida diaria.
—¿Y qué es lo que dicen esos símbolos?
—¡Cualquiera sabe! —volvían a exclamar entre carcajadas—. Piensa, pequeño, que
nosotros somos tan analfabetos como tú. Para conocer su significado deberías preguntar a
alguno de esos escribas estirados, tan aficionados a meter las narices en todo.
Los segadores asentían entre risas, e incluso Kai se mostraba de acuerdo con ellos y
les mostraba sus encías.
—Tu padre tiene mucha razón. Cuanto más lejos de ellos, tanto mejor para ti. Es
preferible que no sepan de tu existencia; en cuanto toman nota de ti estás perdido. El
cálamo que manejan tiene más poder que los arcos nubios.
Semejantes comentarios cubrían el corazón del chiquillo con toda suerte de
enigmáticos pensamientos. El mundo que rodeaba a los escribas era tan misterioso que se
sentía subyugado. En su fuero interno estaba convencido de que existía algún pacto secreto
entre ellos y el divino Thot, a fin de que este les enseñara sus infinitos conocimientos. Un
trato sagrado, o algo parecido, en virtud del cual se sentían imbuidos por el conocimiento;
nada había como aquell ca cconoo, y por eso eran tan temidos.
—Mira nuestras manos —le decían los jornaleros a la vez que mostraban sus
palmas—. Están tan duras como las piedras de las que te hablamos. —Sin poder evitarlo, el
pequeño observó las suyas, pues estaban doloridas y con incipientes callosidades—. Algún
día las tendrás como nosotros, y los únicos símbolos que verás grabados en ellas serán los
de tu esfuerzo —le indicaban orgullosos.
Así transcurrieron las veladas durante la siega de aquel año, bajo el manto que Nut
les proporcionaba y los sonidos propios del campo en las noches de verano. La diosa les
mostraba su vientre plagado de estrellas, y el ambiente se saturaba con la fragancia de las
adelfillas y los arbustos de alheña. No había mejor invitación al sueño que aquello, y tras
dar cuenta de la cena y de la excelente cerveza que Repyt preparaba, los jornaleros se
tumbaban al raso para dejar que sus ojos se cerraran bajo el fulgor de mil luceros.
Neferhor se acostaba sobre su estera, bajo la ventana, y recordaba todas las historias
que aquellos hombres le habían contado, a la vez que imaginaba cómo sería el mundo más
allá de los campos en los que vivían. Así se dormía; entre ilusiones imposibles y los
habituales ronquidos de su padre, de los que Kai no se olvidaba ni una sola noche.
El último día de trabajo hubo un gran revuelo; un ir y venir de funcionarios que
dieron a la mañana un matiz de sobresalto. Poco tardó el viejo Kai en darse cuenta de que
algo ocurría y, visto el nerviosismo de los escribas, llegó al convencimiento de que aquello
no auguraba nada bueno para él. Si había problemas, los bastonazos se repartirían en la
misma dirección.
Fue a media mañana cuando llegaron noticias de lo que pasaba. Uno de los
jornaleros vino a avisarle de que altos dignatarios del clero de Amón habían llegado a Ipu
sin que nadie los esperara.
—Han visto su barco en el río, y se dice que visitarán los campos —señaló el
segador, agitado.
Kai notó que le temblaban las piernas.
—Pero ¿quiénes son? —preguntó al punto sin ocultar su nerviosismo.
—No lo sé —respondió el jornalero, encogiéndose de hombros—, pero parece que
son personas principales.
El viejo se rascó la cabeza y enseguida comprendió el porqué del ajetreo de aquella
mañana. Fueran quienes fuesen los recién llegados, estos habían desatado el nerviosismo
entre los funcionarios. En ocasiones, los propietarios de las granjas mandaban supervisores
para comprobar el buen hacer de sus empleados locales y las posibles irregularidades. En su
caso, el Templo de Karnak enviaba a algún inspector superior para que determinara si el
rendimiento de sus posesiones era el adecuado o si, por el contrario, hallaba arbitrariedades
o algún signo que invitara a pensar en la existencia de infracciones. Para ello estudiaban
minuciosamente toda la documentación relativa a sus propiedades, que obraba en poder del
máximo responsable nombrado por el Templo. Luego comprobaban que las lindes
permanecían inalteradas y que las granjas se encontraban en orden.
Como era bien sabido, en aquel nomo la autoridad sobre las posesiones de Amón la
ostentaba Pepynakht, y era a él a quien pedirían cuentas.
Kai se regodeó interiormente al comprobar la desazón que demostraban los escribas.
No había nada que atemorizara más a un escriba que ser inspeccionado por otro de rango
superior. Hacía muchos años que no había una inspección general, y durante todo aquel
tiempo los abusos se habían multiplicado, como bien sabía. El viejo se imaginó la cara de
Hekaib al ser informado de aquella inesperada visita, y también el temor que le invadiría,
pues sus atropellos alcanzaban a todas las granjas.
Sin embargo, Kai conocía de sobra al sehedy sesh. Este era un tipo muy astuto, por
lo que los campesinos harían bien en extremar su prudencia. La trilla ya había sido
realizada, y el grano aventado. Solo faltaba llenar los sacos de cereal para que todo el
trabajo quedara finalizado de forma apropiada. Las previsiones se habían visto superadas,
hasta el punto de haber cosechado algún hekat de más, y el viejo se sentía dichoso pues la
tierra había vuelto a mostrarse generosa.
El muy alto Pepynakht, al que llamaban Hekaib, se encontraba en un estado cercano
a la exacerbación. Tal condición no le era extraña en absoluto, ya que poseía una naturaleza
colérica y una predisposición a la histeria; mas en aquel trance se había visto incapaz de
controlar ambas, y el resultado no había podido ser peor para cuantos le rodeaban; ni el
temido Mundo Inferior les habría parecido tan malo.
Hekaib se encontraba de visita en los campos situados al norte del nomo para
inspeccionar las cosechas en aquella zona. Como cada año, aprovechaba la ocasión para
hacer rendir cuentas a los arrendatarios y de paso saciar sus apetitos. Le gustaba solazarse
en aquel territorio tan apartado de la capital. Era como si lejos de Ipu sus instintos se
desbocaran aún más, hasta invitarle a abandonarse a ellos con facilidad. Allí era feliz, y en
su corazón no había atisbo alguno de moralidad, tal y como si Maat, la diosa de la verdad y
la justicia, hubiera abandonado aquellos pagos a su suerte; un lugar magnífico donde vivir,
sin duda.
El sehedy sesh se sentía eufórico, pues las cosechas habían sido tan abundantes que
esperaba sacar un buen provecho de ellas. Con todo lo que había ganado durante aquellos
años de bonanza bien podía pensar en su retiro, y aquella comarca resultaría un paraíso para
pasar una vejez en la que esperaba tener cubiertas todas sus necesidades; sin que nadie se
acordara de él.
Sin embargo, alguno de los innumerables dioses de Kemet parecía inclinado a que
esto no ocurriera. ¿Sería Maat, a la que tan indiferente se mostraba el escriba, o quizás
Amón, el dios al que servía, el que se había incomodado? Que él supiera, con Maat nunca
había tenido tratos, pero siempre había sido escrupuloso a la hora de cumplir sus
obligaciones con el Oculto, y no veía motivo, humano ni divino, para que el señor de
Karnak se sintiera enojado. Pero alguien lo había señalado, y toda aquella sensación de
bienestar y buenas perspectivas de las que disfrutaba había desaparecido como por
ensalmo.
Cuando vinieron a avisarle se quedó tan sorprendido que se resi co qjusstió a dar
crédito a lo que escuchaba; pero al punto comprendió que no se trataba de ninguna broma,
y sintió que el vientre se le descomponía. Según le aseguraba el emisario, dos altos cargos
del Templo de Karnak habían llegado a Ipu para efectuar una inspección a su
administración local, y lo habían hecho sin avisar. El acto de haberse presentado sin que en
el nomo hubiesen tenido la más mínima noticia de ello ya era motivo suficiente para
inquietarse, pero fue la identidad de los sujetos lo que realmente alarmó a Hekaib.
Naturalmente, no era la primera vez que venían a inspeccionar su labor. El sehedy
sesh ya había tenido que aguantar en dos ocasiones a los puntillosos funcionarios de Tebas,
aunque en ambas se tratara de visitas rutinarias, llevadas a cabo por personal sin ninguna
relevancia. Ahora la cosa era diferente, pues los inspectores le resultaban bien conocidos
por su importancia.
Dentro del complejo entramado que representaban los intereses del clero de Amón,
todo se hallaba organizado hasta el mínimo detalle. En lo referente a sus propiedades y
tierras, existía un departamento perfectamente jerarquizado que se ocupaba de gestionar y
velar por el buen orden de dichas posesiones. Al frente de este estamento existían dos
cabezas visibles: un encargado de administrar el Bajo Egipto, y otro responsable del Alto
Egipto. Estos cargos atendían al nombre de administradores de los ganados y graneros de
Amón y los ostentaban dos funcionarios; uno llamado Neby para el Bajo Egipto, que
además era el alcalde de Menfis, y otro de nombre Amenhotep para el Alto Egipto.
Era por tanto Amenhotep la persona en quien el Templo de Karnak había delegado
su poder en aquel nomo. Mas para el buen gobierno de sus tierras era necesaria toda una
pléyade de funcionarios. Estos formaban parte de un estamento piramidal en el que subían
o bajaban en función de sus méritos, y en cuyo vértice se encontraba el susodicho
Amenhotep. Este contaba con dos hombres de su confianza para llevar a cabo su cometido.
Uno era Pairi, y el otro Nebamón. El primero ostentaba el título de supervisor de los
Granjeros de Amón, y el segundo el de contable de los Graneros del mismo dios. Dos
cargos de la máxima importancia que habían decidido ir a visitar al inspector encargado del
noveno nomo, Pepynakht.
Hekaib conocía a aquellos dos individuos. Pairi era un sacerdote web, un purificado,
de intachable moral y rectitud. A pesar de que pertenecía al bajo clero, Pairi había
ascendido dentro de la administración del Templo gracias a sus grandes dotes y honradez.
No era extraño que los sacerdotes web sirvieran en áreas diferentes a las que generalmente
acostumbraban. Como sacerdotes puros que eran, estaban preparados para mantener un
contacto directo con el dios, bien en su asistencia diaria como auxiliares del alto clero en
las liturgias sagradas, o bien en el manejo de los objetos relacionados con el culto; sin
embargo, era corriente que desarrollaran otras actividades, como ocurría con Pairi. Ni que
decir tiene que Hekaib lo aborrecía, ya que el sacerdote representaba la antítesis de su
persona.
El otro individuo, Nebamón, era un sehedy sesh como él, contable de los Graneros
de Amón para el Alto Egipto. Hekaib sabía muy bien que no se llegaba a un puesto como
aquel sin buenos contactos y sobre todo aptitudes; y a fe que Nebamón las poseía. Este era
famoso por su sagacidad y por ser ca c y como aquepaz de calcular lo que otros no podían.
Decían que retenía las cifras y medidas sin dificultad, y que conocía el grano que albergaba
cada silo desde Maten, en el límite con el Bajo Egipto, hasta Asuán.
Era comprensible que, al conocer la identidad de la visita, a Hekaib se le hubiera
descompuesto el vientre. No era para menos con semejantes supervisores, se decía
enrabietado, en tanto pateaba todo aquello que encontraba a mano. Los peores que se
podían desear.
Pero, pasados los primeros momentos de enajenación, el déspota trató de poner
orden en sus emociones y analizar la delicada situación en la que se encontraba. No era tan
ingenuo como para creer que aquellos personajes se habían presentado por casualidad.
Nada de lo que ocurría en Karnak era casual. El clero de Amón tenía ojos y oídos por todo
Egipto, y si había dirigido su vista hacia el escriba era porque tenía algún motivo de
sospecha.
Hekaib pensó en ello y soltó un exabrupto. Era lo que tenía el estar instalado
permanentemente en la molicie. Llegaba un momento en el que uno se volvía descuidado, y
los abusos acababan aflorando de una forma u otra. Habían sido años de excesos
perpetrados en la más absoluta impunidad, y a la postre alguien se había ido de la lengua.
No tenía duda de que, en tal caso, el delator debía de pertenecer a la burocracia local,
posiblemente alguno de sus escribas, o quién sabe si alguien más poderoso. El suyo era un
puesto sumamente deseado, y muchos estarían dispuestos a lo que fuese por arrebatárselo.
El sehedy sesh se acarició la barbilla. También cabía la posibilidad de que algún
campesino se hubiera atrevido a denunciarlo, aunque en tal caso su demanda tendría poco
peso. Los castigos eran moneda común en el trabajo en el campo, y las quejas de los
agricultores rara vez eran escuchadas. Además, estos conocían las terribles consecuencias
que les acarrearía el osar acusarle.
Hekaib reflexionó al respecto. Durante el tiempo que llevaba al frente de su cargo
siempre había sido escrupuloso y fiel cumplidor para con el Templo. Eran los labriegos y
no los sacerdotes quienes habían sufrido sus atropellos, y ello le daba cierto margen de
tranquilidad. Pero no debía engañarse. Él había acumulado grano procedente de aquellos
campos en sus silos para beneficio propio, y si aquello salía a la luz tendría problemas.
Lo primero que hizo Hekaib fue ordenar que prepararan su barco inmediatamente.
Debía partir hacia Ipu lo antes posible y no perder de vista a los supervisores. Fuera lo que
fuese lo que buscaran, él lo averiguaría.
Durante su singladura, río arriba, al sehedy sesh se le presentaron sus peores
fantasmas. Quizá fuera su mala conciencia la que los hiciera corpóreos, aunque él fuera
incapaz de saberlo, o simplemente el hecho de desconocer lo que realmente ocurría. Eran
tantas las faltas e injusticias que había cometido, que terminó por convertir aquellos
fantasmas en toda una legión de sombras que se cernían sobre él de improviso. Mas no era
el peso de sus culpas lo que le abrumaba sino su propia soberbia; el no haber reparado en
que un día pudiera ser encausado.
7
Todos los campos del nomo bullían de expectación. Rumores y chismes de toda
índole recorrían las veredas para desbocarse hasta dar lugar a historias inauditas. Los
labriegos, tan aficionados a ellas, fantasearon para terminar por concebir fábulas dignas del
mejor de los escribas aunque, eso sí, se cuidaran mucho de hacerlas públicas. La ley del
silencio imperaba en aquel lugar, y ellos evitarían transgredirla, por mucho que detestaran
al escriba inspector.
Los vecinos que trabajaban para otros acreedores se regocijaban, ya que existía una
gran rivalidad, pero sus comentarios se hacían en voz baja o si acaso entre sonrisas
maliciosas.
Repyt, por su parte, se hallaba nerviosa, convencida de que todo aquel revuelo, de
una u otra forma, traería consecuencias. Ignoraba por completo a qué se debía tanta
agitación, pues no era la primera vez que los visitaban inspectores llegados de Tebas; no
obstante, advertía que en aquella ocasión las cosas eran diferentes.
Toda la mañana había sido un ir y venir de funcionarios a fin de que tuvieran todo
bien dispuesto para recibir la visita de Pairi.
Los escribas de Hekaib habían sido los más madrugadores, y no habían perdido el
tiempo en advertirles.
—Si sabéis lo que os conviene, procurad no contrariar al muy alto Pepynakht —les
habían dicho—. Es como un padre que vela por vosotros. Todo lo malo que le pueda
acontecer lo recibiréis multiplicado por cien.
De manera que cuando llegó la comitiva todo estaba preparado. Hacía varios días
que el grano había sido recogido en sacos, y aquella misma mañana Repyt había ayudado a
que quedaran bien dispuestos.
Los jornaleros habían continuado su camino hacia otros campos en los que ofrecer
su ayuda, y en la granja Kai esperaba receloso, como siempre que recibía visitas de aquel
tipo.
Cuando el séquito llegó por fin, la pequeña familia lo esperaba junto a su casa. Al
frente de él se destacaba una figura alta y delgada que portaba un báculo, símbolo de su
autoridad. Iba vestido con una amplia camisa de lino de un blanco inmaculado, y calzaba
unas sandalias del mismo color, como solía ser habitual entre los sacerdotes de rango. Iba
afeitado de pies a cabeza y su rostro lucía una expresión de total ausencia, como si fuera
ajeno a todo lo que le contaban sus acompañantes.
Entre estos Repyt reconoció al instante a Hekaib y a varios de los acólitos que
solían ayudarle en sus desmanes; al ver a su amante, la joven notó que su pulso se aceleraba
y también cómo su corazón se llenaba de despecho.
—Paso al muy alto Pairi, sacerdote purificado, supervisor de los Granjeros de los
Dominios de Amón —anunciaron desde la comitiva.
Kai hizo amago de postrarse, pero el sacerdote se lo impidió con un gesto.
—Te doy la bienvenida a mi humilde casa —se apresuró a decir el viejo—. Mi
nombre es Kai y esta es mi familia.
—Gracias, Kai. Observo que habéis trabajado la tierra de forma apropiada. Con
arreglo a las leyes que rigen en Kemet desde los tiempos antiguos.
Kai no supo qué contestar. La voz de aquel hombre le intimidaba pues, aunque su
tono era amable, su timbre resultaba grave, como su gesto, que parecía poco propicio al
agasajo.
—¿Me presentas a tu familia? —le indicó el sacerdote seguidamente.
Kai se azoró durante unos instantes, pero al momento le mostró sus desdentadas
encías en lo que se suponía era un gesto de agradecimiento.
—Esta es mi hija Repyt, y él es mi hijo Iki.
—¡Repyt! —alabó el sacerdote—. Un nombre magnífico, y muy apropiado para
alguien que vive aquí; no en vano, Repyt es la diosa que se venera en Ipu. Te felicito.
La joven le sonrió y, sin poder evitarlo, dirigió la vista un instante hacia Hekaib, que
la miraba fijamente. El sehedy sesh había llegado el día anterior a Ipu, y no pensaba
separarse del sacerdote ni un instante. Sabía que su sola presencia atemorizaba a los
campesinos, y eso era suficiente para él.
Pairi observó un momento al chiquillo, que lo miraba con los ojos muy abiertos,
pero se abstuvo de hacer ningún comentario.
—Cuidar de doce seshat con tan pocos brazos se me antoja una ardua tarea —
continuó Pairi.
—Tuve seis hijos —respondió Kai—. Pero Osiris los fue llamando uno a uno, y
esto es cuanto me queda, noble sacerdote —dijo, señalando a sus dos vástagos—. Aun así,
siempre hemos cubierto el cupo correspondiente al Templo.
—Sin la ayuda de los segadores no podrían recolectar la granja —intervino Hekaib,
que quería dejar claro a Repyt cuál era su posición.
Pairi giró ligeramente la cabeza para mirar de soslayo al escriba e hizo un gesto de
disgusto. Luego se dirigió de nuevo a Kai.
—Los segadores son benditos a los ojos del Oculto. Ellos ayudan a mantener los
campos bajo las reglas del maat, y así evitan que el tiempo cometa injusticias con quienes
han pasado toda una vida en ellos.
Durante unos segundos se hizo el silencio. La actitud del sacerdote había dado
confianza al corazón de Repyt, que aprovechó la ocasión para fijar la vista de nuevo en
Hekaib, desafiante; este la fulminó con la mirada, y ella se dio cuenta de que solo podría
esperar desgracias de aquel hombre.
—Quiero que me muestres los establos, el ganado y donde guardas el grano —dijo
Pairi muy serio.
Kai hizo un gesto para que lo siguiera, y toda la comitiva se puso en marcha de
nuevo. Entonces el sacerdote se volvió hacia sus acompañantes.
—Yo soy el superintendente de los Granjeros, no vosotros. Deberéis esperar aquí.
Hekaib sintió un sudor frío que le recorría todo el cuerpo y cómo le flojeaban las
piernas. Apenas pudo sobreponerse a su ira apretando los dientes. Entonces supo con
seguridad que estaba señalado.
Tal y como había requerido, Pairi visitó los establos, que, aunque humildes, estaban
ordenados y con forraje suficiente para alimentar al ganado. El sacerdote asintió satisfecho
al comprobar que los bueyes se encontraban bien cuidados.
—Son nuestro sustento. Los quiero casi tanto como a mis hijos —se apresuró a
decir Kai.
Pairi lo miró con gesto inexpresivo y luego pidió que le mostrasen el grano.
Mientras caminaba hacia el granero, Repyt no apartaba la vista del sacerdote. Aquel era un
hombre recto, pensaba, y ello la reconfortó hasta el punto de olvidar el temor que le
producía Hekaib. Pairi era poderoso, y al ver a Iki correteando a su alrededor vio llegada la
oportunidad que durante tanto tiempo había estado esperando.
—¡Neferhor, deja de molestar! —se atrevió a decir la joven.
El sacerdote no ocultó su sorpresa.
—¿Neferhor? ¿No es Iki su nombre? —inquirió al momento.
—Así es, noble sacerdote, aunque en el nomo todos le llaman Neferhor —señaló
Repyt, satisfecha de haber conseguido despertar el interés del supervisor.
Kai miró con disgusto a su hija, ya que era poco aficionado a lo que él consideraba
como majaderías. Pero el sacerdote no parecía ser de la misma opinión.
—Ese sí es un buen nombre. De los mejores que se pueden elegir. ¿Y dices que
todos le llaman de ese modo?
—Así es, noble Pairi —se apresuró a señalar la joven, que se sentía animada por la
confianza que le demostraba un personaje tan importante como aquel.
El sacerdote miró con atención al pequeño unos instantes.
—¿Sabes quién fue Neferhor? —le preguntó.
—Claro —contestó el niño con timidez—. Fue hijo del sapientísimo Thot.
Pairi enarcó una de sus cejas.
—¿Por qué te llaman así? ¿Acaso estás emparentado con el dios de la sabiduría?
El chiquillo se puso colorado como una sandía y fue incapaz de pronunciar palabra,
pero Repyt acudió en su ayuda.
—Mi hermano es famoso entre las gentes de estos campos por su perspicacia y buen
juicio. Calcula las cosechas sin ninguna dificultad, e incluso es capaz de predecir el nivel de
k eltre lla crecida; los escribas lo conocen bien, y todos nos preguntamos adónde podría
llegar si pudiera asistir a la Casa de la Vida.
Kai no daba crédito a lo que escuchaba, y el muchacho se sintió tan abrumado que
clavó la vista en el suelo; incapaz de mirar al sacerdote. Este se quedó estupefacto ante la
audacia de la joven y emprendió de nuevo el paso hacia los graneros.
—Todo el grano está dispuesto en los sacos —dijo Kai al llegar.
Pairi echó un vistazo y vio los fardos separados en tres grupos.
—Bien, Neferhor —indicó en tanto señalaba las sacas—. No podemos negar que
este año la Señora de las Cosechas fue pródiga.
El pequeño le sonrió.
—Renenutet nos dio diez khar por seshat —se atrevió a decir.
—Y eso es mucho, ¿verdad?
—¡Ciento veinte khar en esta granja; del mejor trigo! —exclamó el niño con
entusiasmo—. Nunca había visto unas espigas semejantes.
Pairi asintió y, poniendo una de sus manos sobre el hombro del chiquillo, le invitó a
que le acompañase.
—Es una magnífica cosecha —aseguró el sacerdote—. A veces los dioses están
satisfechos con nosotros y se muestran pródigos. Nuestro padre Amón, que vela por todos
los que le sirven, se regocija con esta abundancia. Él proporciona los campos y alimenta a
quienes viven en ellos. Es justo que reciba nuestro tributo.
—Esto es lo que le corresponde —señaló Neferhor, sonriente—. La tercera parte de
lo recolectado, cuarenta sacos de un khar, y no falta ni un hekat. Yo mismo estaba presente
cuando lo pesaron los escribas.
—El Oculto os bendecirá por ello —continuó Pairi—. ¿Es cierto lo que asegura tu
hermana de ti? ¿Que calculas las cosechas y predices la avenida de las aguas?
El niño se puso colorado de nuevo, y se encogió de hombros. Se sentía
impresionado por aquel hombre al que atribuía los más profundos conocimientos. Su
aspecto lo intimidaba, pues llevaba afeitadas las cejas y las pestañas, y su mirada le
desarmaba.
—Dime, ¿cómo puedes hacer tales cosas si, al parecer, no has acudido nunca a la
Casa de la Vida? —le preguntó el sacerdote en tanto le invitaba de nuevo a caminar.
—Son mis secretos —respondió el niño con tono misterioso.
—¿Y no me los puedes contar?
—Entonces dejarían de serlo.
Pairi lo miró sorprendido.
—No hay nada como la discreción —le dijo con una media sonrisa—. Sobre todo
cuando se trata de secretos, ¿verdad?
Neferhor asintió, y al momento pareció arrepentirse de algo.
—Bueno, hay uno que te puedo contar, porque eres un hombre sabio, pero no
deberás decírselo a nadie —advirtió.
—Conforme.
—No necesito saber leer ni escribir para hacer mis cálculos. Mi padre me enseñó a
contar y con eso me basta. —Pairi le dio una palmadita en el hombro, animándole a
continuar—. Lo que hago es dividir los campos en parcelas de un codo cuadrado. Una vez
un escriba me mostró cuál era su medida, y yo la copié con mis pasos. Cada uno que doy es
un codo, y solo necesito saber la cosecha en cada superficie de un codo por un codo para
conocer lo que dará todo el campo. Es fácil —se ufanó.
—Entonces conoces el número de espigas que ha de tener cada área del terreno —
observó Pairi.
—No hace falta. Esta tierra es buena, según dicen la mejor de Kemet; mi padre
asegura que cuando la crecida es beneficiosa las espigas surgen del suelo casi
atropellándose. Esa es mi referencia.
—Ah. Olvidaba que también predices la crecida —apuntó Pairi, jocoso.
El niño pareció cohibido.
—Ese secreto no te lo puedo contar. Lo hice con Sobek, y Hapy estaba de testigo.
Aquella respuesta dejó al sacerdote pasmado.
—¡También conoces a los señores del río! —exclamó Pairi con ironía.
—Tengo tratos con los cocodrilos —le confió el chiquillo en voz baja.
—Los cocodrilos son sabios —aseguró el sacerdote con gesto circunspecto—, pero
es a nuestro padre Amón a quien deberías elevar tus preces. Él te escuchará.
—¿Aunque lo que le pida sea ir a estudiar a la Casa de la Vida?
Por primera vez Pairi le sonrió.
—Tú pídeselo.
Kai y Repyt observaban la escena desde cierta distancia, aunque no acertaban a
escuchar lo que decían.
—Veo que este año tus cálculos han sido correctos —indicó el sacerdote para
cambiar de conversación—. Nada menos que ciento veinte khar, de los cuales cuarenta
serán para nuestro divino padre y ochenta para tu familia…
—No —le interrumpió el chiquillo sin pensarlo—, nos corresponden sesenta y
cinco. Tuvimos que pagar siete khar de salario a los segadores y el resto será para el
inspector.
Al escuchar aquellas palabras Pairi torció el gesto, y Neferhor se llevó las manos a
la boca en un acto reflejo. El sacerdote observó de nuevo los sacos dispuestos en tres partes
y pudo contar los ocho que corresponderían a Pepynakht, tal y como había sospechado al
verlos separados.
El niño, asustado, cruzó su mirada con la de Pairi, y le pareció tan dura que empezó
a hacer pucheros, para reprimir sus lágrimas. Al punto salió corriendo a abrazar a su
hermana, que no entendía nada de lo que pasaba.
El que sí lo entendió fue Kai en cuanto el supervisor le señaló los sacos en cuestión.
Aquel niño les había metido en un buen problema, y todo por su afición a los cálculos.
Enseguida comprendió que el sacerdote le había llevado a su terreno para sonsacarle algo
que ya sospechaba. Los más oscuros presagios nublaron el corazón del pobre viejo. De una
u otra forma su suerte estaba echada, pues ellos siempre eran la parte más débil. Habría
castigos, de eso no tenía ninguna duda, y según se aproximaba al supervisor notó que las
piernas le temblaban, y se sintió desfallecer.
Repyt y su hermano acudieron prestos a apoyar a su padre, que se secaba una
lágrima solitaria de su ajado rostro, en tanto Pairi le observaba impasible.
—¿Para quién son estos sacos? —le preguntó al viejo mientras este se levantaba.
—Tú sabes para quién son —le contestó este lacónico, harto de tantos vilipendios.
—Quiero que tú me lo digas.
—He llevado una vida de humillaciones para intentar huir de Anubis. Pero de él
nadie puede escapar; tarde o temprano viene a buscarnos, y mi ba se encuentra tan marcado
por el odio que al final será pasto de Ammit, la Devoradora. Hubiera sido mejor irme antes,
al menos podría haber sido declarado justificado ante Osiris en la Sala del Juicio.
—No has contestado a mi pregunta —le repitió Pairi.
—Por lo que parece, mi hijo ya lo hizo por mí —aseveró Kai con una mueca.
Pairi pareció considerar aquellas palabras mientras miraba al viejo. Este se imaginó
la que se le venía encima. Habría litigios, interrogatorios, amenazas, golpes… En cualquier
caso los poderosos saldrían indemnes y de alguna manera se lo harían pagar a él y a los
suyos.
—¿Cuánto hace que ocurre esto? —preguntó el sacerdote en un tono más amable.
Kai resopló, pues no tenía alternativa. Era el momento de rescatar su dignidad.
Entonces contó al sacerdote todo cuanto había ocurrido.
Al terminar su historia, Kai observó al sacerdote. Este permanecía impertérrito,
como si nada de lo que había escuchado le extrañase. A veces ocurrían casos de corrupción,
pues la ambición desmedida es despiadada con el alma del hombre. En cuanto a los abusos,
no representaban nada nuevo aunque él se negara a consentirlos.
Ahora aquella pequeña familia lo miraba como si estuviera desamparada, y Pairi
comprendió cómo se sentían.
—El maat no ha existido en estos campos —dijo al fin.
—La diosa se olvidó de nosotros —respondió Kai.
Pairi asintió con gravedad.
—Sois gratos a los ojos de Amón —señaló el sacerdote, levantando el dedo índice
de su mano derecha—. Nada habéis de temer, pues yo soy aquí la justicia.
8
Neferhor nunca pudo imaginar que existiese un sitio así. El nomo de Min, en el que
había nacido, o su capital Ipu, le parecían lugares insignificantes y tan remotos como lo
pudieran ser los países situados al norte de Retenu, la tierra de Canaán. Sin duda el pequeño
se sentía cohibido y diminuto como un vulgar mosquito, un ser insignificante, abrumado
por una grandiosidad que sobrepasaba cuanto pudiera imaginar. La primera vez que el
rapaz estuvo ante las puertas del templo pensó que en verdad Amón era el rey de los dioses,
y que no había poder en la tierra que se le pudiera comparar.
Después de desembarcar en el muelle de Amón, situado al oeste del templo, el niño
se encaminó hacia su propio destino. El pavimento que pisaron sus pies se hallaba adornado
de la plata más pura, y a ambos lados de la fachada dos enormes estelas de lapislázuli
festoneadas con estrellas doradas le daban la bienvenida al nuevo cosmos que le recibía. Un
poco más adelante, se extendía una avenida flanqueada por esfinges con cabezas de carnero
que represeciaAun doradntaban a Amón y que tenían figuras del faraón entre sus patas
delanteras como símbolo de protección hacia él. La vía comunicaba con un vestíbulo
soportado por doce enormes columnas de orden papiriforme abierto; era la primera vez que
Neferhor veía unas columnas así.
—Miden casi cuarenta y tres codos de altura —le dijo suavemente Nebamón.
—¡Cuarenta y tres codos! —murmuró el chiquillo, impresionado.
El escriba le sonrió.
—Dentro de poco te resultarán diminutas. Observa el pilono al que dan acceso.
Neferhor ahogó un silbido cuando contempló lo que le decían. Era una estructura
colosal que se alzaba hasta alcanzar el firmamento en un claro desafío al poder de los
hombres. A ambos lados, cuatro oriflamas del más puro electro se elevaban hacia el cielo,
orgullosas, a la vez que guardaban la entrada al templo.
Aquel enorme pilono había comenzado a ser edificado poco después del quinto año
de reinado de Amenhotep III, quien no había dudado en desmontar la docena de
construcciones que se alzaban junto al pórtico de entrada para llevar a cabo su magno
proyecto. Hubo que desmantelar algunas capillas y santuarios que fueron depositados
posteriormente en los cimientos del grandioso pilono de piedra arenisca.
Era una entrada enorme, como correspondía a un dios como aquel, cuya puerta,
enteramente cubierta de oro, le daba una dimensión que parecía transmutar lo humano en
divino. En ella se encontraba una imagen de Amón revestida del más rico lapislázuli con
incrustaciones de oro y valiosas piedras preciosas, como no poseyera ningún otro
monumento en Egipto. Era tal su magnificencia que Neferhor sintió temor ante semejante
visión; consciente de que al traspasar aquella entrada, quizá su destino ya nunca le
pertenecería. Una mano le invitó suavemente a continuar, y el pequeño se vio en la frontera
que daba acceso a un universo cargado de esplendor y a la vez de misterio. Una obra que
recordarían los tiempos para mayor gloria del Oculto y el dios viviente Nebmaatra,
Amenhotep III, el más prolífico constructor de toda la historia de Egipto.
El faraón había conseguido su propósito de separar lo humano de lo divino, al
menos para Neferhor, quien nunca había podido imaginar un lugar como aquel. ¿Cuántas
toneladas de piedra habían sido necesarias para levantar aquellos monumentos? Allí los
cálculos del pequeño no valían para nada.
Al otro lado del pilono había un patio con cuatro obeliscos macizos, cuyos vértices
apuntaban al cielo. Tutmosis I y su nieto Tutmosis III los habían erigido, dos cada uno,
como un tributo más al Oculto por dirigir su brazo victorioso en las guerras que habían
emprendido, y más allá se alzaban imponentes otros dos construidos por la reina
Hatshepsut.
—Existen otros tres pilonos más hasta llegar al santuario de Amón —le explicó
Nebamón—. Un recinto que quizás algún día puedas visitar.
El niño le miró sin poder ocultar su excitación y se encontró con la sonrisa del
escriba, que no en vano se hacía cargo de sus emociones. En Karnak todo estaba hecho a la
me heEl niñdida de los dioses.
Karnak representaba un Estado en sí mismo. Un territorio dentro del país de Kemet
con su propia administración y gobernado por el rey de los dioses. A través del «primero de
sus servidores», Amón dictaba la política más conveniente para salvaguardar sus vastos
intereses y administrarlos con sabiduría.
Ipet Sut, que era como los antiguos egipcios llamaban a Karnak, era un
microcosmos completamente autónomo, en el que los acólitos del dios se esforzaban a
diario para que el perfecto engranaje de la maquinaria del Templo se mantuviera siempre
engrasado. Allí no había sitio para la improvisación, y cuanto se ejecutaba se hacía con
arreglo a unas normas que se cuidaban al detalle y que eran cumplidas desde el primer
profeta hasta el último siervo. Aquella política basada en una admirable organización había
dado magníficos resultados durante siglos, hasta el punto de que lo que un día comenzara
con pequeñas construcciones hacía mil cuatrocientos años, se había transformado en la
mayor estructura religiosa construida por el hombre. Nunca, en el transcurso de los
tiempos, se vería superada.
Las primeras edificaciones habían dado paso a un imperio colosal que poseía cerca
de trescientas mil hectáreas de terreno cultivable por todo el país, cuatrocientas mil cabezas
de ganado y unos ochenta mil esclavos; amén de cuarenta y seis astilleros y una flota de
más de ochenta barcos. Además, Karnak era dueña de sesenta y cinco ciudades e inmensas
cantidades de oro, plata, cobre y piedras preciosas, acumuladas con habilidad a través de
los siglos.
No resultaba extraño que a una ciudad así la hubieran bautizado con aquel nombre,
Ipet Sut, que significa «el más selecto de los lugares», y tampoco que, con semejante poder
económico, Amón se hubiera convertido en el rey de los dioses.
Su fortuna, sin duda, había resultado sorprendente, pues de ser un oscuro dios de
Tebas había pasado a convertirse en la más poderosa divinidad del inagotable panteón
egipcio.
Al observar la santa ciudad de Amón, cualquiera podía percatarse de la magnitud de
lo que representaba. Karnak era todo un universo en sí mismo al servicio del Oculto. Más
allá de un alto y bajo clero perfectamente jerarquizado existía todo un ejército de personal
auxiliar al servicio del Templo. Dicha servidumbre se ocupaba de la buena marcha diaria de
los asuntos del dios, pero sin tener que ejercer ninguna misión religiosa. Entre ellos se
hallaban recaudadores de impuestos, policías, escribas, cocineros, labradores, ganaderos,
pescadores, artesanos…; y un regimiento de albañiles, carpinteros, escultores o pintores se
encontraban a las órdenes del clero, allí donde fueran necesarios.
Naturalmente, una administración como aquella necesitaba personal cualificado
para atender de forma conveniente las necesidades y la explotación de tan cuantiosos
bienes, que podían abarcar desde el cuidado de las colmenas de abejas hasta la explotación
de las minas de oro del Sinaí.
Semejante vasallaje hacía que la ciudad de Tebas gravitara alrededor del Templo.
Waset, que era como llamaban a esta, se extendía orgullosa al amparo de aquel poder que
se les antojaba omnímodo. Ella era la capital del sur, y durante los últimos siglos se había
beneficiado comercialmente hasta convertirse en unaertro de ciudad próspera a la que
llegaban mercaderías desde los más remotos lugares del mundo conocido. La riqueza y la
opulencia se habían instalado en Kemet, y Waset no era ajena a ello, aunque fuera
considerada la capital espiritual de la Tierra Negra.
Así era el mundo que abría sus puertas a Neferhor; un lugar al que nunca soñó poder
acceder. Iki quedaba definitivamente atrás; olvidado en un pequeño campo del nomo de
Min. Pero al niño no le importó pues, de alguna manera, sentía que había nacido de nuevo a
la vida, y esta vez con el nombre que le correspondía.
La Casa de la Vida de Karnak era sin duda una de las más prestigiosas de Egipto.
Había otras bastante más antiguas, como las de Heliópolis, Menfis o Abydos; sin embargo,
el creciente poder del dios Amón había conseguido que fueran muchos los que quisieran
estudiar en su templo. Por eso a Karnak no solo acudían los que aspiraban a convertirse
algún día en sacerdotes, sino todos aquellos que deseaban profundizar en el estudio de
alguna materia en particular. Los archivos del templo se vanagloriaban de guardar todo el
conocimiento acumulado en Kemet desde hacía milenios, incluyendo copias de los papiros
más antiguos, que habían terminado por perderse con el transcurso de los siglos.
Pero no solo los iniciados eran bienvenidos a Karnak, también acudían los que nada
sabían y pretendían aprender las palabras de Thot. Eran pues muchos los niños que iban a
estudiar los primeros símbolos jeroglíficos y reglas gramaticales de manos de los maestros.
Lo habitual era que con cinco años los pequeños empezaran su aprendizaje en la Casa de la
Vida, aunque podían ser admitidos hasta los diez. Educarse en un lugar como aquel era
muy caro, por lo que los pequeños que solían ingresar en él pertenecían, en su mayor parte,
a las clases acomodadas. Por lo general, estos no estaban internos en el templo, sino que se
presentaban cada día acompañados por alguno de sus padres. Solo si, con el transcurso de
los años, deseaban pertenecer al clero de Amón, debían ingresar en Karnak.
No obstante, también había niños de condición humilde que, por un motivo u otro,
eran aceptados en la Casa de la Vida. Generalmente, estos vivían dentro de la ciudad santa,
donde recibían cobijo y manutención a cambio de realizar funciones de ayuda diaria en el
templo. Obviamente, Neferhor pertenecía a este grupo, y él se sentía bendecido por la
fortuna.
La jornada para el pequeño comenzaba al alba. Todavía con las sombras, Neferhor
se aseaba convenientemente en unas grandes pilastras que contenían agua fresca del río.
Acto seguido se encaminaba hacia la panadería, donde ayudaba a colocar el pan recién
horneado para su distribución en el templo. Al chiquillo le gustaba mucho el olor que
despedía aquel lugar y aprovechaba para desayunar alguno de los panecillos con anís que
tanto le gustaban. Luego, cuando Ra-Khepri, el sol de la alborada, se alzaba en la mañana,
salía corriendo para acudir a clase donde le esperaba el temible Sejemká.
Sejemká era un viejo alto y enjuto cuyos brazos, azulados por la gran profusión de
venas que tenía, más parecían sarmientos que otra cosa. Él era el escriba encargado de
enseñar a leer y escribir a los recién llegados, y toda una institución en Ipet Sut. Por sus
manos habían pasado la mayor parte de los escribas y sacerdotes que cumplían alguna
función para el templo, y era respetado tanto por sus conocimientos como por la intachable
conducta que había observado da y manuturante toda su vida. El viejo nunca se había
casado, y toda su existencia la había dedicado a servir a Amón como mejor sabía; recluido
en su templo, enseñando.
Sobre Sejemká se contaban curiosas historias que habían ido desarrollándose a
través de los años. Algunas decían que procedía de una familia tan antigua como el propio
Kemet, en la que siempre había existido un miembro dispuesto a transmitir sus
conocimientos a los demás; y otras que en el transcurso de su dilatada carrera Sejemká
nunca había hecho distinciones entre sus pupilos, para mostrarles cuál era el camino que
esperaba que ellos siguiesen; sin ninguna doblez.
Pero, sin duda, los relatos más numerosos hablaban acerca de la personalidad
autoritaria del maestro y su gran severidad. Sobre este particular corrían todo tipo de
rumores y, peor aún, chismes. Había quien juraba ante el mismísimo Amón que el viejo
escriba había sido capaz de zurrar de lo lindo nada menos que al heredero de la doble
corona, el príncipe Tutmosis, con el beneplácito de su padre el faraón, quien consideraba
que lo mejor era dejar que los maestros impusieran la disciplina que los padres nunca serían
capaces de impartir. Según aseguraban, al viejo no le tembló la mano a la hora de repartir
sus castigos hasta meter en vereda al díscolo principito; y nadie dudaba de ello a juzgar por
la afición que Sejemká demostraba por el uso de la vara de junco. No había alumno que no
la hubiera probado en alguna ocasión, y esta circunstancia también había llegado a formar
parte de su propia leyenda. El viejo escriba se tenía por un perfecto conocedor del alma de
sus pupilos. Para él, la mayoría de ellos no eran sino unos redomados bribones que venían a
pasar el rato y, de paso, a intentar aprender algo a la vez que se reían del maestro. Mas con
él lo tenían difícil, ya que se sabía todos los trucos que los mismos alumnos le habían
enseñado en el transcurso de los años.
No tenía más que agitar suavemente su vara para que las aguas volvieran a su cauce.
La vieja máxima que decía: «los oídos del alumno se encuentran en su espalda», era
seguida a rajatabla por el maestro quien, por otra parte, había llegado a un grado de
virtuosismo tal en el manejo de su particular fusta, que era capaz de realizar con ella los
alardes más inauditos, para asombro de unos discípulos que terminaban por ver en el viejo
todo un compendio de fuerzas tan heterogéneas como pudieran resultar el castigo y el
conocimiento.
El primer día de clase, Sejemká siempre comenzaba diciendo la misma cantinela:
—Yo quisiera que amaseis los libros más que a vuestras madres.
Los chiquillos solían mirarle atemorizados para maldecir en silencio el lugar al que
les habían llevado. Sejemká, que se regocijaba por ello, les solía mirar con toda la altivez
de que era capaz para hacerles ver su ignorancia.
—Esta frase pertenece a la Sátira de los oficios —les aclaraba—. Una obra que
deberéis conocer muy bien si queréis que os apruebe.
Acto seguido solía hacer bailar su famosa vara.
—«Ser escriba es la más grande de todas las profesiones —les señalaba muy
serio—. No existe otra que se le pueda comparar.»
La primera vez que Neferhor vio a Sejemká, este le causó una profunda impresión.
La fusta que agitaba el escriba mientras se daba a conocer apenas le intimidó; quizá porque
su cuerpo se hallaba habituado a las desventuras desde que tenía uso de razón. Un golpe
más o menos no le inquietaba; lo que verdaderamente le impresionaba era el vasto
conocimiento que aquel hombre demostraba en cada frase, con cada palabra. Su cuerpo
consumido, apenas cubierto por un faldón blanco que le caía desde el pecho y una cinta que
cruzaba este, símbolo de su condición de maestro, venía a demostrar una vez más al
pequeño en dónde radicaba el verdadero poder de las personas. Los ojos del viejo, de un
inusual azul claro, transmitían a todo aquel que estuviera dispuesto a leer en ellos la fuerza
que solo la sabiduría es capaz de proporcionar. Sin saber por qué, el niño se vio atrapado
por ella desde el primer momento, y no le importó en absoluto.
Todos los días, Sejemká iniciaba su clase efectuando el ritual que los escribas
debían realizar antes de ponerse a escribir: mojaba su cálamo en el tintero y lanzaba las
gotas a su alrededor en honor del gran sabio Imhotep.
—No olvidéis nunca que es Thot quien se halla detrás de cada palabra que escribís.
Él es el dios de la sabiduría, el que os guía en cada momento para encontrar el término
adecuado —les recordaba—. Guardaos de hacer un mal uso del favor que os otorga, y no
cometáis abusos contra el ignorante.
Como era habitual, al principio los estudiantes practicaban la escritura sobre
ostrakas, fragmentos de cerámica en los que aprendían a escribir los pequeños, ya que los
papiros eran caros. De este modo no resultaba gravoso equivocarse, aunque no por ello se
estuviera exento de recibir algún correctivo.
Neferhor se encontró en una clase ciertamente variopinta; más por la edad de los
pupilos que por su condición. Había niños de varias edades, aunque él fuera el mayor, y
también el más humilde. Sin embargo, no fue esto lo que llamó la atención del maestro.
Sejemká necesitó muy poco tiempo para darse cuenta de la lucidez que poseía aquel
chiquillo, y también de los deseos que demostraba por aprender.
Los vergajazos no suponían un problema para él, y no sentía temor a equivocarse si
con ello aclaraba sus dudas. El maestro lo midió en varias ocasiones para convencerse de
que aquel niño había crecido entre castigos y ya no eran necesarios los suyos.
Sejemká había tenido alumnos de posición humilde en otras ocasiones, y casi
siempre resultaban buenos estudiantes. Pero en Neferhor había algo más que aplicación y
buen comportamiento; el pequeño tenía un don, y el maestro fue capaz de percibirlo
enseguida. Aquel rapaz asimilaba las lecciones con gran facilidad, y además era muy
perspicaz; pero fue a la hora de estudiar los números cuando Sejemká verificó sus
sospechas.
Entonces el maestro decidió tutelar al pequeño y enviarlo a una clase de grado
superior. Era usual que los preceptores se fijaran en los alumnos que destacaban, a fin de
captarlos para que en un futuro pudieran ser útiles al Templo y ocuparan puestos de
responsabilidad. Neferhor sobresalía entre los demás, y Sejemká vio en él una joya del más
puro lapislázuli que era necesario pulir convenientemente.
Una tarde Nebamón acudió a visitarle. Neferhor y el viejo maestro acostumbraban a
dar paseos por el recinto templario a la hora en que Ra-Atum se hacía presente y sus rayos
podían soportarse, durante los que hablaban de las más diversas cuestiones. Aquel día,
Sejemká trataba de explicarle la íntima relación que siempre habían mantenido los dioses
con su pueblo.
—¿Los dioses eran parecidos a nosotros? —preguntó Neferhor a su tutor.
—En cierto modo se nos parecen, aunque algunos sean mucho más altos.
El pequeño lo miró asombrado.
—Por ejemplo, Osiris medía casi cinco metros y su hijo Horus igual. ¿Te imaginas
cómo eran?
El niño afirmó con la cabeza.
—¿Cómo podemos estar seguros de eso? —quiso saber.
—Algún día lo podrás leer tú mismo en los archivos del templo.
Neferhor pensó en los misterios que debía de encerrar la Casa de los Libros de
Karnak, y se estremeció.
—Ten en cuenta que en un principio los dioses vivieron entre nosotros. Ellos nos
enseñaron todo cuanto sabemos.
—¿Y cómo vivían?
—Observaban un comportamiento parecido al nuestro. Tenían amigos, se casaban,
se peleaban e incluso celebraban sus cumpleaños. —El niño no pudo evitar sonreír, pues
aquello le parecía divertido—. Tal y como lo oyes. Se ponían enfermos y también morían,
como nosotros. —Neferhor le miró con incredulidad—. Ra muere y renace cada mañana, y
Osiris tuvo que ser resucitado por la magia de su esposa Isis.
El chiquillo asintió, pues comprendía lo que le decían.
—Había un número tan grande de dioses que los primeros sacerdotes tuvieron que
ordenarlos por grupos. De ahí la creación de familias de nueve miembros, a las que
conocemos como enéadas, o las de tres, nuestras tríadas. Todas tenían sus intereses y
querían prevalecer las unas sobre las otras, como nos ocurre a las personas.
—¿Por ese motivo hay un dios para cada cosa?
—Más o menos. Los humanos somos tan frágiles que necesitamos del concurso de
los dioses para nuestra vida diaria. Como te dije antes, hubo un tiempo en el que
convivimos juntos.
—¿Y por qué nos dejaron?
—Por nuestra naturaleza mezquina y deleznable.
—Entonces nos abandonaron.
—Así es, aunque acabaron por apiadarse de nosotros, al comprobar lo débiles que
éramos.
—Comprendo —dijo el niño muy serio—. Entonces estamos a su merced.
Sejemká hizo una mueca de satisfacción.
—Exacto. De ahí la necesidad de cumplir con los preceptos que ellos nos dictaron
para diferenciarnos de las bestias que nos rodean. Esta tierra no es más que la proyección
cósmica del lugar en el que habitan los dioses, y es preciso caminar por la senda de la
verdad, el orden y la justicia. El maat se encuentra en todas partes y debemos observarlo.
—Neferhor no pudo por menos que acordarse de su padre, y de las injusticias que él mismo
había presenciado a pesar de su corta edad—. Tienes razón —continuó el maestro, que
parecía adivinar cuanto pensaba su alumno—. Son muchos los que no transitan por el
camino correcto y atropellan al débil. Como te dije antes, los dioses nos dejaron a causa de
nuestra vileza. Solo a través del conocimiento se encuentra el verdadero camino. El hombre
sabio se aparta del abuso.
—Entonces, queramos o no, dependemos de los dioses.
—Ese es el motivo por el que velan por nosotros. Nos enviaron a Horus para que se
encarnara en la figura del faraón que nos gobierna; por eso le llamamos dios. Él es el Horus
viviente y, como tal, el único vínculo que poseemos para comunicarnos con los dioses. El
rey es el encargado de trasladar nuestras necesidades de forma apropiada, gracias a su
naturaleza divina; de velar por nosotros ante ellos, y también de recibir sus mensajes y
recomendaciones. Esa es la causa por la que el temor invade la tierra de Egipto cuando el
rey es llamado ante el Tribunal de Osiris. Al morir, ese vínculo de unión desaparece, y
quedamos a merced del caos, en tanto Horus no vuelva a reencarnarse en un nuevo faraón.
Fue en ese momento cuando apareció Nebamón, esbozando una de sus habituales
sonrisas.
—Otro día hablaremos de nuestro padre Amón y su divina familia —señaló
Sejemká al verlo llegar.
Nebamón saludó con cariño y respeto al viejo maestro, pues un día él también había
sido alumno suyo, y de los destacados. Acto seguido Sejemká se despidió y Nebamón
acarició la cabeza del chiquillo, como solía hacer.
—En solo unos meses has crecido un palmo y, según he oído por ahí, vas
adelantado en tus estudios. —El pequeño le miró algo azorado—. Lo que no logras vencer
es tu timidez —señaló el escriba—, aunque en confianza te diré que esta les resulta grata a
los dioses. Tu familia se sentirá orgullosa de ti. —Al escuchar aquello, a Neferhor se le
iluminó el semblante—. Ellos saben que estás bien. Al parecer no es fácil encontrar a tu
padre, ahora que las aguas cubren los campos —apuntó el escriba con malicia. El niño se
puso colorado, pues se imaginó a Kai escondido, como solía hacer en aquella época del
año. Luego miró al escriba sin ocultar su ansiedad—. Ahora hay un nuevo sehedy sesh en el
nomo, y también otros funcionarios para que le ayuden en su labor.
—¿Y Hekaib? —se le escapó sin querer al chiquillo.
—Je, je… Pepynakht ya no tiene ningún vínculo con el Oculto. Su vida no es cosa
nuestra.
Durante unos momentos se produjo un embarazoso silencio que Nebamón prefirió
no romper. Las cosas eran así y él nada podía hacer por cambiarlas, aunque se hiciera cargo
de la situación. De hecho velaba por el rapaz, a quien el templo había decidido acoger. El
mismo sumo sacerdote se hallaba involucrado en el asunto. Al conocer algunos detalles de
lo que había ocurrido en Ipu durante años, Ptahmose se había sentido horrorizado, y en
parte culpable de ello, pues no en vano el buen nombre de Amón había sido ensuciado de la
forma más vil y, lo que era peor, utilizado. El primer profeta se tenía por un hombre justo y
se sentía interesado por el porvenir de aquel niño, cuyo nombre le entusiasmaba.
—He de reconocer que tienes buenas relaciones con Sobek —dijo al fin el escriba.
Neferhor pestañeó repetidamente, como regresando de su abstracción—. Óptimas, diría yo
—matizó el escriba, mordaz. El niño puso cara de no comprender—. Los cocodrilos tenían
razón —le confió Nebamón—. El nivel máximo de la crecida ha sido el que tú vaticinaste.
Neferhor le sonrió con picardía.
—Ya te dije que mantengo tratos con los cocodrilos.
—Lo tendré en cuenta para la próxima ocasión —señaló el escriba, mientras volvía
a acariciar la cabeza del pequeño—. Pero ahora he de ser yo quien te dé un consejo.
El pequeño lo miró muy serio.
—Escucha, Neferhor. Esta es una ciudad santa, pero no debes olvidar que en ella
conviven hombres, miles de ellos. Ahora todavía no lo sabes, pero detrás de cada rincón, de
cada santuario, existen intereses que no puedes calibrar. Tú posees una discreción natural;
mantenla siempre contigo. Ten mucho cuidado con las palabras que digas con el corazón,
pues nunca regresan. Mantén ocultos tus deseos, ya que el hermetismo es un escudo
formidable; y sobre todo escucha. Deja que los demás hablen cuanto deseen; de este modo
los conocerás y tendrás ventaja sobre ellos. —Ahora el niño parecía atemorizado—.
Recuerda mis palabras y algún día me lo agradecerás. Pero no olvides que es el camino del
maat el que deberás recorrer. No lo abandones nunca. En él encontrarás también hombres
santos, de diferente condición, que deberás respetar. Aprende a ser humilde, incluso con tus
conocimientos. Nunca digas todo lo que sabes, guarda algo para ti, como ofrenda al dios
Thot de quien recibes el conocimiento. ¿Me prometes que lo harás?
Neferhor asintió, aunque no entendía por qué el escriba le prevenía de aquella
forma.
—Bueno, tampoco debes asustarte de lo que te digo. Como tú mismo irás
descubriendo, forma parte de la vida —le explicó Nebamón—. Pero has de esforzarte cada
día por aprender. Sejemká es un hombre muy sabio; sigue sus consejos y escucha sus
razones. Él te abrirá las puertas a ese saber que tanto anhelas. ¿Harás cuanto te pido?
—Lo haré —aseguró el niño, sonriendo abiertamente.
—Eso está bien, Neferhor. Ahora debo marchor elharme, pero no olvides que hay
ojos que te observan.
2
El tiempo pasó sin sentir. Neferhor fue creciendo al ritmo de un templo del que ya
formaba parte indisoluble. No tenía más casa que aquella, y su única familia la constituían
los miles de personas que allí trabajaban. Sin duda nadie tuvo nunca tantos hermanos,
aunque para Neferhor tal concepto apenas tuviera significado. Los rostros de sus seres
queridos continuaban en el fondo de su corazón como una herida que no cicatrizaría jamás.
Sin embargo, con el transcurso de los años, el dolor se fue transformando en una emoción
adormecida que se despertaba en ocasiones para mortificarle.
La mayor parte de su tiempo la ocupaba enfrascado en el estudio, donde se había
refugiado su alma, escuchando los consejos de su maestro que, a la postre, había terminado
por convertirse para él en una suerte de padre espiritual. Sin duda, su buen asesoramiento y
sus admoniciones ayudaron a forjar en el muchacho el carácter recto y reflexivo que ya
nunca le abandonaría, así como a arraigar su natural retraimiento. Neferhor se convirtió, de
e quevayudste modo, en un individuo observador y reservado que acostumbraba a hablar
solo cuando la ocasión lo requería.
Nebamón era otra de las personas por las que sentía un gran cariño. El escriba
siempre tenía alguna palabra amable para él, y siguió sus pasos durante todos aquellos
hentis, atento a sus progresos. Estos acabaron por ser reconocidos por todos y significaron
un orgullo para Sejemká, quien nunca había tenido un alumno mejor que aquel. En su
opinión, el muchacho estaba llamado a alcanzar las más altas cotas, y se vanaglorió
íntimamente de que, ya en su vejez, viera a alguien capaz de defender los derechos del
divino Amón en un futuro no muy lejano.
En todos aquellos años, Neferhor había destacado en las más diversas disciplinas.
La aritmética y la geometría no tenían secretos para él y, además, era un virtuoso del
cálculo y el análisis. Realizaba cualquier operación con rapidez, y durante un tiempo ayudó
en sus cometidos diarios a Nebnefer, el vigilante de las Medidas del Granero de Amón para
las Ofrendas, quien quedó muy satisfecho.
Gracias a sus mentores, Neferhor fue discípulo de los sacerdotes horarios, que eran
muy considerados en el templo. Al muchacho le parecían tan misteriosos, que desde el
primer momento sintió un gran respeto hacia ellos, como si estuvieran imbuidos de una
magia que solo perteneciera a estos. No cabía duda de que los sacerdotes horarios cumplían
una función vital en Karnak, ya que eran los responsables de determinar el momento en el
que debía iniciarse el culto diario en el santuario, así como la hora en la que se levantaban
los sacerdotes.
Gracias a ellos, Neferhor aprendió a observar los luceros; a dibujar las
constelaciones que estos formaban; a calcular el paso de las horas. En las noches
estrelladas, el joven acompañaba a los sacerdotes que se instalaban en las terrazas para
escrutar el cielo. La diosa Nut resultaba pródiga en extremo, pues su vientre tachonado de
estrellas refulgía como si tuviera luz propia para ofrecer un espectáculo en el que los dioses
manifestaban su poder.
Los sacerdotes horarios constituían un organismo formado por doce personas
conocido con el nombre de Unuty. Eran muy celosos de su cometido y considerados como
sabios, pues tenían acceso a los papiros milenarios en los que sus antecesores dejaron
escritas las posiciones de los astros en los tiempos pretéritos. Ello dio origen a los «Libros
de Nut», verdaderas tablas estelares en las que se podía seguir el tránsito de los decanos por
el meridiano y conocer los movimientos estelares durante el ciclo anual.
Cuando mostraron a Neferhor el papiro en el que quedaba reflejado el reloj de horas
equivalentes, el muchacho se sintió impresionado ante tales conocimientos. En él se hacía
referencia a la variación de las horas diurnas y nocturnas dependiendo del mes. Esta era de
dos horas por cada mes, para quedar igualado el día con la noche en el tercer mes de Akhet
y en el primero de Shemu.[5]
En el recinto templario también existían diversas variedades de relojes diurnos.
Unos eran de sol y otros de sombra, pero el que más llamaba la atención del joven era el
mrjyt; una clepsidra utilizada para medir las horas nocturnas con gran precisión. El reloj era
tan ingenioso que Neferhor quedó asombrado ante su funcionamiento, que se le antojaba
perfecto.
—¡Es muy hermoso! —exclamó cuando lo tuvo por primera vez entre sus manos,
ya que estaba fabricado de un alabastro casi translúcido.
—Lo es —le respondió uno de los sacerdotes—. Como verás, está bellamente
trabajado con inscripciones que lo dividen en tres registros. En la parte superior se
muestran a los treinta y seis decanos, en la central las estrellas próximas al Muslo, la Osa
Mayor, y en la inferior se hallan representados los doce meses del año.
—Es un trabajo digno del mejor artesano —señaló el joven.
—Sin duda, y además muy bien pensado. Como puedes observar, tiene forma de
tronco de cono invertido, con una cierta inclinación, exactamente de ciento diez grados. Si
te fijas, en el interior hay grabadas unas escalas para medir las horas y otras que equivalen a
los doce meses del año. —Neferhor observó con atención las marcas—. En el fondo del
recipiente hay un orificio taponado por donde saldrá el agua una vez que hayamos llenado
con ella la clepsidra. La altura del líquido dependerá del mes en el que nos encontremos —
explicó el sacerdote— y, al quitar el tapón, el flujo será de diez gotas por segundo. Cuando
estemos en el mes de mesore, cuarto de la estación del Shemu, principios del verano, las
noches serán más cortas y la clepsidra marcará doce dedos; sin embargo al llegar a meshir,
segundo mes de Peret, finales de diciembre, indicará catorce dedos pues estaremos en el
solsticio de invierno.
Neferhor lo miró boquiabierto.
—¿Y por qué tiene esta forma inclinada? —preguntó.
—¡Je, je! Si el reloj fuera cilíndrico, el agua caería irregularmente durante las
primeras horas y se vertería más agua. De este otro modo se evita dicho fenómeno.
Después de estas explicaciones el joven decidió que aquellos sacerdotes eran mucho
más que observadores. No había magia que se pudiera comparar a tanta sabiduría. No le
extrañaba en absoluto que muchos de estos acólitos fueran los encargados de elaborar los
horóscopos y averiguar los días fastos y nefastos para cada año.
Neferhor sentiría siempre un gran respeto por los sacerdotes horarios, pero él tenía
decidido su oficio desde hacía mucho tiempo. Serviría al divino Amón como escriba, y
algún día se convertiría en hery sesheta de los sacerdotes lectores, en el gran celebrante,
jefe de los Secretos de Amón.
5
En los últimos años, Neferhor había hecho una buena amistad con dos jóvenes de su
edad que, al igual que él, habían entrado en la Casa de la Vida siendo aún unos niños para
aprender las palabras de Thot. Ambos habían resultado ser unos estudiantes brillantes y
formaban parte del pequeño grupo elegido por Sejemká, para mayor gloria de Amón. El
viejo se ufanaba de poseer buena vista, y estaba convencido de que aquellos tres jóvenes
llegarían algún día a ocupar los más relevantes puestos dentro del clero de Amón.
Mas, a diferencia de Neferhor, ambos amigos pertenecían a otra clase social, ya que
uno de ellos, Wennefer, era hijo del muy alto Minhotep, y el otro, Neferhotep, tenía por
padre a Amenemonet, que ostentaba en el Templo de Karnak el título de iti netcher, o lo
que era lo mismo, «Padre del Dios y puro de manos». Un nombramiento que lo situaba
dentro de las altas jerarquías del clero y que era muy respetado. Sus dos amigos eran
jóvenes responsables y muy identificados con los valores que se inculcaban en el Templo.
Sin embargo, sus vidas apenas tenían que ver con la de Neferhor, pues no pernoctaban en
Karnak más que cuando su servicio lo hacía necesario. Ellos vivían en hermosas villas y
estaban destinados a ostentar, algún día, cargos de responsabilidad.
No obstante aceptaron a Neferhor de buena gana, pues admiraban su lucidez y buen
tino, así como su extraordinaria facilidad para manejar las cifras. Aunque fuera un simple
meret, todos formaban parte de la misma hermandad.
—Somos siervos de Amón, y nuestra obligación debe ser velar por sus intereses —
repetía Wennefer a menudo—. Hemos recibido su bendición y él nos custodia en todo
aquello que hacemos.
Lacaían a otr
Neferhor solía observar a su amigo en silencio, puesto que era muy poco dado a las
proclamas.
—Dentro de poco seremos ordenados sacerdotes, y nos purificaremos ante los ojos
del Oculto. Entonces nos convertiremos en web; diferentes a los demás —apuntaba
Neferhotep sin ocultar su habitual misticismo.
—Así es. Aunque debéis tener en cuenta que formaremos parte del bajo clero, como
simples sacerdotes purificados, y tendremos que continuar conviviendo con los laicos que
se dedican a las labores auxiliares —señalaba Neferhor, sabedor de lo que molestaba este
punto a sus amigos.
—Dentro de la misma phylae también trabajaremos con seglares —asentía
Wennefer—. Pero es un paso obligado para alcanzar otras metas, ya que nos dará la
oportunidad de conocer mejor el funcionamiento del templo.
En esto Wennefer tenía razón, pues como sacerdotes web pasarían a formar parte de
una de las phylaes o secciones en las que estaban divididos los trabajadores. Había cuatro
grupos compuestos por médicos, escribas, sacerdotes web, hem netcher o simples profetas,
albañiles, escultores… y todo aquel que desarrollara una actividad para el santuario. Al
mando de cada una de estas agrupaciones se encontraba un delegado de Amón a quien cada
uno de los funcionarios debía entregar un informe detallado de su trabajo. Dichos delegados
eran los encargados de rendir cuentas, a su vez, a un director o supervisor de todas las
phylaes.
Cada agrupación servía durante un mes en el templo, y tras ese período disfrutaba
de tres meses de descanso en los que se dedicaba a otras ocupaciones, de manera que cada
phylae pasaba un total de tres meses al año trabajando para Karnak.
Sin embargo, el nombramiento como «purificado» traía consigo atribuciones
especiales, ya que podían dedicarse al culto diario o auxiliar al alto clero en las grandes
ceremonias. De este modo serían convenientemente jerarquizados dentro de la especialidad
que se les concediera para intentar ir ascendiendo en la pirámide de poder constituida por el
templo.
Neferhor solía escuchar con frecuencia los sueños de sus amigos, aunque no los
compartiera. Él tenía una idea de lo que significaba Karnak muy diferente a la de sus
compañeros. El templo representaba un universo en sí mismo; un reino dentro del propio
Kemet que iba mucho más allá de lo meramente terrenal. Un poder magnífico en el que se
aunaba lo humano con lo divino en una simbiosis perfecta. Hacía años que el joven se había
percatado de ello, y estaba convencido de saber cuál era la clave de aquel emporio: una
sólida estructura económica y administrativa al amparo del rey de todos los dioses de
Egipto, que se convertía en una fortaleza inexpugnable.
La política económica llevada a cabo por Karnak no dejaba de asombrar al
muchacho. El poder no radicaba en las posesiones que año tras año había ido acaparando el
temparolor="plo, sino en la acertada gestión de aquellos recursos. El clero de Amón no
acumulaba riquezas, las multiplicaba. Él mismo había podido comprobar cómo se sacaba
rendimiento de hasta el último grano de cereal; cómo las naves de Karnak surcaban el Gran
Verde para negociar con sus productos en tierras lejanas; cómo comerciaban con las
caravanas cargadas con todo lo bueno que se pudiera desear. Sus agentes se encontraban
por doquier, tal y como si el templo nunca durmiera. A Neferhor se le ocurría que Karnak
era como el Nilo en la crecida. Sus aguas habían llegado a desbordarse hasta alcanzar toda
la tierra de Egipto, y ello ocurría porque los sacerdotes habían obrado sabiamente para
adaptarse a cada situación, a cada reinado desde hacía siglos, a fin de gobernar su nave por
las mejores aguas. Todo estaba pensado de antemano; planeado por el mismísimo Amón.
Luego estaban los estipendios derivados de la salvación eterna; los oráculos, las
dádivas. Durante años el templo había financiado las guerras de los grandes faraones para
recibir enormes beneficios tras las victorias. Amón era el que guiaba el brazo del rey hacia
la conquista, y también el que regeneraba su naturaleza divina entre los hombres.
Todo quedaba registrado con minuciosidad, hasta la última transacción, como
Neferhor podía comprobar cada día en la oficina de Nebamón, con quien trabajaba. Incluso
las obras sociales que el templo hacía le reportaban ganancias, pues muchos ancianos sin
familia donaban todos sus bienes a Karnak a cambio de ser recogidos por el templo hasta la
hora de su muerte.
A diferencia de sus amigos, a Neferhor poco le importaba convertirse en uno de los
grandes profetas del Oculto. Era su inmenso poder lo que le abrumaba; el saber ancestral
que guardaba entre sus muros lo que le subyugaba. No se le ocurría el pertenecer a una
familia mejor que aquella.
No obstante, Neferhor se guardaba de confiar tales pensamientos a sus amigos.
Sabía que pertenecían a una clase acostumbrada a utilizar su influencia y que, finalmente,
esto era lo que anhelaban. Neferhotep aseguraba que la fortuna venía por determinación
divina y que desde que las diosas Renenutet y Mesjenet se hacían cargo del alumbramiento
de la criatura todo estaba decidido.
Claro que la naturaleza ciertamente mística de Neferhotep poco tenía que ver con la
de Wennefer. Este era mucho más mundano y tan listo que Neferhor se vio obligado a
reconocer en múltiples ocasiones que nunca podría competir con él en astucia. Wennefer
gustaba de las bromas y solía zaherir a Neferhor a causa de su celibato y, sobre todo, por
sus orejas de soplillo.
No hacía mucho que había sido famosa una de sus burlas, y a punto estuvo de que
lo expulsaran del templo por ello.
En Karnak existía una capilla, famosa por los milagros que en ella se obraban, muy
visitada por todos aquellos fieles al borde de la desesperación que buscaban la intercesión
del divino Amón para que atendiera sus plegarias. El emplazamiento en cuestión se llamaba
la «Oreja que Escucha», y había sido construido por el faraón Tutmosis III junto al muro
este del templo de Amón. Tenía unas hermosas estatuas de alabastro de este rey, y era el
lugar más próximo al santuario al que la gente corriente podía acercarse. Solo a los
sacerdotes iniciados se les permitía ir más allá, por lo que desde esta capilla los ciudadanos
acostumbraban a pedir por su salud o la de los suyos, de bien por la resolución de cualquier
otro problema.
A Wennefer no se le ocurrió otra cosa que hacer las funciones de oráculo una tarde
para atender los ruegos de un rico comerciante de Tebas. El individuo en cuestión era un
barrigón entrado en años que, al parecer, padecía graves problemas de flatulencia. El caso
es que el susodicho se había casado con una jovencita que no estaba dispuesta a soportar
tan desagradable inconveniente y, como el esposo estaba loco por sus caricias, trató de
remediar su mal acudiendo a los mejores sunus de la capital; pero, según aseguraba, no
había obtenido ningún resultado.
—Oh, Amón, rey de todos los dioses —imploraba el pobre hombre en el muro de la
capilla—, solo tú puedes ayudarme en este trance. Solo un milagro me librará de mi mal.
Yo te pido que obres ese milagro pues mi vientre se ha convertido en una caja de truenos.
Y no le faltaba razón a aquel devoto, ya que apenas podía contener sus ventosidades
estuviera donde estuviese; ni siquiera en aquella capilla tan sacrosanta.
—Hoy el Oculto se apiada de ti y escuchará tus palabras —dijo de repente una voz
que parecía venir del Más Allá.
Entonces el penitente cayó de rodillas, como si le hubiera fulminado un rayo.
—Oh, Amón, ya sé que no soy digno de ti, pero ayúdame en este aprieto. Algún
genio anda suelto por mis metu, pues ni el comino, la ruda, la mostaza, la miel y el natrón
arábigo machacados que me recetaron los médicos me han hecho efecto. Si no me curo mi
amada me abandonará.
Durante unos instantes se hizo el silencio, y luego volvió a resonar aquella voz
llegada desde lo más profundo de la capilla.
—Tienes un genio en tus entrañas; por eso de poco han valido los médicos. Es un
mal de origen demoníaco que solo el Oculto puede remediar —exclamó Wennefer desde la
habitación oculta en donde el oráculo se dirigía a los fieles.
—Ya lo suponía yo —se lamentó el visitante sin reprimir su angustia—. Entonces
estoy perdido. Neftis, mi preciosa mujer, me repudiará. Ella es como una florecilla y yo, en
cambio… Ya puedes ver, oh rey de los dioses, el estado en el que me encuentro.
—Lamentable —apuntó Wennefer, que apenas podía aguantarse la risa. Aquel
comerciante más parecía un hipopótamo que un hombre, y al falso oráculo le fue fácil
imaginarse las escenas de amor que protagonizaría con su dulce mujercita, y también las
espantosas flatulencias que la pobre se vería obligada a soportar—. Tu situación se me
antoja crítica.
—¡Ay, dioses benefactores! —se quejó aquel hombre, desesperado—. Estoy
perdido.
—No temas, hijo mío —exclamó aquella voz celestial—. Si sigues mis consejos, te
libraré de tu mal.
—Haré cuanto me ordene el Oculto —aseguró el devoto—. Sea lo que sea.
—Así debe ocurrir. Ya que tienes un demonio en el vientre, es imprescindible
expulsarlo. ¿Comprendes, hijo mío?
—Sí, gran padre —señaló el contrito comerciante.
—Bien. Deberás vaciar los intestinos por completo durante cuatro días —le advirtió
aquella voz—. Para ello tomarás una cocción a base de semillas de algarrobo, miel, vino y
frutos de sicómoro. En ese tiempo ayunarás, y te cuidarás de copular con tu esposa, ya que
podrías transmitirle los demonios.
El pobre hombre se quedó abatido.
—¿No podré tocarla? —se lamentó.
—Ni un pelo. Si no haces cuanto te digo ella te abandonará, ya que obran en ti
fuerzas malignas de gran poder.
—¡Isis bendita!
—Además, cada noche, antes de dormir, tu esposa deberá decir el siguiente conjuro:
genios del Amenti, súcubos maléficos, volved a los infiernos y abandonad para siempre el
vientre de mi amado; yo os conmino en el nombre de Amón. ¿Has entendido?
—Sí, gran padre.
—Mas no olvides que deberá ser tu mujer quien diga el conjuro, pues ella está pura
y su palabra se hallará justificada. Ah, y recuerda algo de crucial importancia.
—Dime, oh rey de reyes.
—Al exorcizar a los demonios, tu esposa deberá pasar una pluma de ibis por tu ano,
ya que esta representa a Thot, dios de la sabiduría y conocedor de toda la magia de Kemet.
Si no lo haces así nunca sanarás. Ahora vete y regresa dentro de cuatro días con el vientre
libre de demonios para que te dé mi bendición.
—Será como tú ordenas, Amón sapientísimo. ¡Doy loas a tu nombre! —exclamó
aquel hombre en tanto desaparecía a la carrera.
Wennefer se desternillaba de risa a la salida de la capilla, y no pudo evitar volver al
cabo de los cuatro días para ver el resultado de sus prescripciones.
Tal y como le habían recomendado, el comerciante regresó puntualmente aunque,
eso sí, lo hiciera casi arrastrando los pies, pues apenas se mantenía sobre ellos. El hombre
volvía hecho una sílfide y hasta parecía otro.
—Apenas tengo palabras —se atrevió a balbucear el pobre—, pues hasta el aliento
me ha abandonado. ¡Qué barbaridad!, la cantidad de demonios que he debido de expulsar.
—Ya te lo advertí, hijo del pecado. Has de saber que el Oculto todo lo ve y se
encuentra lejano a la glotonería.
—Lo sé, lo sé, padre divino. Soy otro hombre. He comprendido el alcance de tus
sabias palabras.
—¿Seguiste mis consejos, tal y como te los anuncié?
—Al pie de la letra; hasta que ya no hubo nada que excretar. ¡Fíjate! Mi vientre ha
desaparecido. Mírame ahora, oh padre Amón. Más parezco un picapedrero que un opulento
mercader.
—Eso es bueno a mis ojos; y así deberás continuar.
El penitente puso cara de horror.
—¿Debo seguir con el tratamiento?
—Toda tu vida. Al menos una vez por semana deberás vaciar los intestinos para que
los súcubos no regresen, ya que eres proclive a ellos. ¿Continúas con tus flatulencias?
—Se han ido con los genios, como tú sabiamente me pronosticaste.
—¿Lo ves? Por eso deberás evitar que regresen los demonios.
—¿Y los conjuros? ¿Continuará mi esposa recitándolos mientras me aplica la pluma
de ibis?
—Todas las noches sin excepción.
El hombre dio un saltito de alegría, ya que se había aficionado a tales caricias. Algo
bueno debía sacar de todo aquello.
—Mañana mismo haré un gran donativo al templo, y tu nombre será alabado en mi
presencia cada día, oh gran Amón —exclamó el mercader mientras se marchaba—. Soy un
hombre nuevo —se repetía al salir—. Por fin he visto la luz de mi espíritu.
Al abandonar la capilla Wennefer estalló en carcajadas, con tan mala fortuna que se
encontró con un sacerdote que había sido testigo de cuanto había ocurrido. Al descubrirse
los hechos, el joven acólito fue apartado del resto de los pupilos del templo, y el caso llegó
a oídos del mismo Ptahmose quien no lo expulsó por afecto a su padre, que era persona
principal y gran amigo suyo desde la niñez. Eso sí, Wennefer pasó más de un mes
limpiando los establos del santuario.
—Supongo que no querrás convertirte en un nuevo Sejemká —le dijo una tarde
Wennefer a Neferhor.
—No sé por qué dices eso.
—Porque llevas camino de ello. Aseguran que el viejo maestro nunca ha salido de
Karnak más que para ir a las procesiones y que aún no ha conocido mujer.
Neferhor se encogió de hombros, pues no le interesaba entrar en tan delicados
temas; mas su amigo no cejaba.
—Imagínate qué perspectivas. Toda una vida sin recibir la visita de la diosa del
amor. En verdad que Hathor ha debido de olvidarse del pobre hombre. Seguro que
Neferhotep piensa que así estaba escrito.
—No me cabe la menor duda —respondió este.
—¡Ja, ja! Toda la vida estudiando las admoniciones de Ptahotep.
—O el Kemyt —subrayó Neferhotep—. El libro de texto con el que nos enseñó a
escribir.
—¡Ja, ja! Imaginaos, con lo viejo que es —prosiguió Wennefer—. Mi padre asegura
que Sejemká ya era un anciano cuando él estudió aquí. Y durante todo este tiempo su mu no
ha visto la luz.
Aquel comentario despertó grandes carcajadas entre sus amigos, pues mu era la
palabra con la que se designaba al semen.
—Hay que tener en cuenta que no come lechugas ni puerros, prohibidos para los
sacerdotes, y que estos son los que más mu proporcionan —apuntó Neferhotep.
—Debe de estar completamente seco —aseguró Wennefer—. Y su henen, su
miembro, arrugado como un pellejo. El pobre ha sido abandonado hace siglos.
Los jóvenes rieron con ganas, ya que Wennefer adornaba sus frases con gestos
graciosos.
—Tú ríete, Neferhor, pero te auguro un mal futuro.
—Algún día tomaré a la mujer que ame —respondió este.
—Oh. Eso está muy bien; pero hasta que llegue ese momento deberías practicar un
poco.
De nuevo volvieron las risas.
—No «levantaré tiendas» con ninguna mujer de las que acuden a las casas de la
cerveza —respondió Neferhor muy digno.
—Pero podrías iniciarte con una heset —indicó Neferhotep.
—¿Con una muchacha cantora al servicio de Hathor?
—No se me ocurre nadie más indicado. Ellas no son prostitutas como las demás —
contestó Neferhotep—. Mi padre me llevó a visitarlas para que «levantara tiendas» por
primera vez.
Durante unos instantes se hizo el silencio, pues todos sabían que Neferhor era
huérfano.
—No hace falta llegar a esos extremos —intervino Wennefer al punto—. Basta con
que acudas a pasear por la orilla del río de vez en cuando. Allí podrás encontrar quien se
haga cargo de ti.
El comentario volvió a provocar las carcajadas de sus amigos, y Neferhor se puso
colorado.
—Supongo que tú conoces bien el lugar —respondió Neferhor sin disimular su
desagrado.
—Algún paseo que otro me he dado por allí. Mas, si quieres saber cómo fue mi
primera vez, te confiaré que lo hice con una prima mayorna ace=" que yo, que ya sabía lo
que se traía entre manos.
Sus amigos asintieron comprensivos.
—Ahora soy una persona seria —aseguró Wennefer, cambiando de tono—. Mi
padre dice que pronto he de tomar esposa, pues ya estoy en edad.
—Deberías presentar a tu prima a Neferhor —sugirió Neferhotep de improviso.
Wennefer abrió los ojos desmesuradamente; de forma cómica.
—Sí, y podría venir acompañado por Sejemká y así darle una sorpresa al maestro —
dijo sin pensarlo.
Aquello desató de nuevo las carcajadas y al punto se hicieron los comentarios más
jocosos y malévolos que se pudieran escuchar.
—Me lo imagino, me lo imagino —señaló Wennefer sin parar de reír—. No se
hable más; eso es lo que haremos. Tú, Neferhor, te encargarás de comunicárselo al viejo.
Neferhor le miró con cara de pocos amigos, ya que no le gustaba que se rieran así de
su preceptor.
—Está bien —replicó Wennefer con un gesto de su mano, en tanto trataba de
recuperar el resuello—. Continuad con vuestro celibato como siervos puros que sois.
—Nuestro celibato es grato a los ojos del Oculto —replicó Neferhor muy serio.
Wennefer asintió, como haciéndose cargo, y enseguida clavó su mirada astuta en las
orejas de su amigo. No hizo falta decir nada, ya que al momento regresaron las risas.
—Hoy estás particularmente gracioso, Wennefer. Te advierto que con ellas oigo
muy bien, y que son capaces de escuchar lo que otros no deberían decir.
—Bah, no le hagas caso —intervino Neferhotep, conciliador—. Ya sabes cómo es.
Entonces apareció la gata negra que solía visitarle a menudo. Al verla, a Neferhor se
le iluminó el semblante y la llamó por su nombre.
—Hola, Ta-Miu. ¿Me echabas de menos?
—¿Ta-Miu? —inquirió Neferhotep al instante—. ¿La llamas Ta-Miu?
—Sí; «señora gata».
—Vaya, ese es el nombre de la gata del príncipe Tutmosis. —Neferhor lo miró
extrañado—. Así se llama. El príncipe es un gran amante de los gatos, y su preferida
atiende al nombre de Ta-Miu.
—Yo ya había oído hablar a mi padre de ello —intervino Wennefer—. Al parecer la
reina Tiyi también venera a estos animales.
Neferhor acarició suavemente al minino mientras le hablaba.
—¿Tienes tratos con Bastet? —preguntó Wennefer con tono misterioso.
Neferhor le miró fijamente, sin dejar de acariciar a la gata.
—La diosa gata y yo mantenemos buenas relaciones. Pero ya sabes que esta puede
convertirse en Sekhmet, la diosa leona, cuando se la molesta. En tales circunstancias
deberéis cuidaros de su ira, aunque yo estoy en buenos términos con ella. Ta-Miu viene a
contarme lo que ocurre en el templo todas las tardes.
Wennefer sintió un escalofrío, y decidió acabar con sus bromas por aquel día. De
Sekhmet era preferible no burlarse, pues ni el dios que gobernaba la Tierra Negra estaba
libre de su cólera.
—La diosa gata es sabia —dijo conciliador—, y de alguna manera ella te ha
elegido. Seguro que Amón se siente satisfecho por ello. Bastet señorea en el Delta, desde su
casa de Per-Bastet, debemos honrarla, como a esta ciudad santa que nos ha mostrado parte
de sus misterios durante todos estos años. Hagamos un juramento ahora, en este antiguo
patio en el que hemos pasado tantas horas, y con Bastet como testigo. Siempre
permaneceremos juntos, aunque sea en el recuerdo. Cuando nuestros caminos se separen
nos ayudaremos, allá donde nos encontremos.
Los tres amigos cerraron su juramento, uniendo sus manos simbólicamente. La
tarde caía y Ta-Miu maulló complacida.
7
Neferhor apenas necesitó tiempo para comprender que se encontraba bajo la tutela
de un gigante. Un personaje de otro tiempo surgido de entre los dedos de una tradición
milenaria de sabios, que un día hicieron de Egipto guardián de todo conocimiento. Junto a
él, Neferhor se sentía empequeñecido; sabedor de que necesitaría más de cien vidas para
poder alcanzar semejante talla. Sobre los hombros de aquel anciano había descansado el
gobierno de Kemet durante casi treinta años y, ahora, el dios Nebmaatra, vida, salud y
prosperidad le fueran dadas, le encargaba un nuevo reto, una misión formidable que solo
alguien como él podía llevar a cabo; la conmemoración de su jubileo.
No era de extrañar el ambiente de suma expectación y nerviosismo que se vivía en
Malkata, ya que todo Egipto participaría de una festividad en la que no podía dejarse nada
al azar. En medio de aquella atmósfera desconocida desde hacía muchos hentis, la llegada
del joven apenas había despertado interés entre el ejército de funcionarios que habitaban
Per Hai; justo lo que más convenía a sus propósitos, como muy pronto pudo advertir.
Tras abandonar Karnak, Neferhor tuvo la sensación de haber fracasado en la
consecución de sus deseos. Era como si su memoria se perdiera para siempre y nada
quedara de sus años de estancia en el templo. Había salido poco menos que como un
proscrito, aunque los sacerdotes le hubieran asegurado que lo hacía para mayor gloria de
Amón. Ahora no era sino uno más entre los escribas que habían estudiado en la Casa de la
Vida del templo, y que permanecerían ajenos al clero de Amón el resto de sus días. Así
habían decidido que fuese, y así sería ante los ojos de los demás, como bien se habían
encargado de propagar sus superiores a todos cuantos quisieron escucharles. Para Karnak,
Neferhor solo había sido alguien de paso.
Amenhotep, hijo de Hapu, leyó su desasosiego desde el primer instante, como todos
los demás. Para aquel hombre no parecían existir secretos ocultos en el ba de los mortales,
de quienes se tenía por buen conocedor. Su carácter afable y bondadoso invitaba a
acercarse a él sin temor, aunque gustara de abrumar con sus inconmensurables
conocimientos. Neferhor no podía evitar retraerse ante su presencia, y la fuerza de su
mirada le intimidaba irremisiblemente. Amenhotep parecía hacerse cargo de ello, y en el
fondo le halagaba, pues ese era su pecado: la vanidad.
—Tu desconcierto por cuanto te ocurre es natural —le dijo el primer día que se
presentó el joven ante él—, y no debe preocuparte.
La voz del anciano llegaba suave a su corazón, y Neferhor pensó que era fácil
abandonarse a ella, adormecerse entre las palabras pronunciadas por aquel hombre.
—Se pueden acometer los más diversos servicios sin tener por ello que renunciar a
nuestras creencias —continuó Amenhotep, sonriente—. Ven y siéntate junto a mí —le
invitó—. Hoy te dedicaré mi tiempo.
Neferhor apenas acertó a murmurar unas palabras de agradecimiento, y a Huy le
agradó aquella timidez.
—Tú eres natural del nomo de Min —prosiguió el anciano—. Naciste cerca de
Djarukha, un pequeño pueblo que hoy pertenece a la reina. Supongo que lo sabrás.
—Solía ir a pescar al lago próximo que el dios le construyó —se atrevió a decir el
joven.
—Tiyi nació en ese pueblo, muy cerca de Ipu, la capital. Es un lugar hermoso en el
que vivir, aunque haya circunstancias que inviten a abandonarlo. —Neferhor se azoró ante
aquellas palabras, y el viejo cruzó ambas manos sobre su regazo, complacido—. Aunque
forme parte del antiguo Egipto como su noveno nomo —continuó Huy—, ese lugar
siempre me ha parecido que se encuentra entre las Dos Tierras. Entre el Bajo y el Alto
Egipto, como si guardara un curioso equilibrio entre las gentes del norte y el sur.
—El tiempo tiene allí su propia medida —murmuró el joven.
—Discurre al compás de las aguas. En Ipu el río se vuelve perezoso, como si
descansara de su largo viaje. —Neferhor asintió, soñador—. Incluso el acento de sus gentes
es diferente. No resulta tan duro como el que se habla en el Bajo Egipto, ni tan cantarín
como en el Alto. En mi opinión es perfecto —concluyó Huy.
Ahora el joven le miró para tratar de adivinar adónde quería llegar el anciano.
—Equilibrado, tal como te dije antes —suspiró este—. Ah, el norte y el sur, el
eterno conflicto, la ancestral lucha de la que nunca estamos completamente a salvo.
—Los textos nos hablan de ella. Incluso los dioses combatieron entre sí.
—Todavía siguen luchando —le cortó Huy, endureciendo su expresión.
—Pero… Horus y Set unieron sus plantas heráldicas para dar lugar al sema-tawy, la
unión de las Dos Tierras, cuando los dioses señoreaban en Kemet.
—Je, je… Los hombres todo lo cambian.
Neferhor le miró pensativo. Durante años había estudiado la historia de la Tierra
Negra y escuchado múltiples relatos de labios de sus mentores. Para el clero de Karnak,
Tebas era la capital espiritual de Egipto, el corazón del universo forjado por su civilización.
Él sabía que el ascenso de Amón había comenzado en tiempos del Imperio Medio y que la
invasión de los hicsos había traído consigo su auténtica revelación. Fue entonces cuando
Amón se presentó en toda su ó omenzamajestad ante los orgullosos príncipes tebanos para
insuflarles su hálito divino, y hacer que sus brazos no desfallecieran en la lucha durante la
guerra de liberación que estos emprendieron. La victoria final contra los asiáticos fue
atribuida al Oculto, y todo Kemet hubo de rendirse ante el poder de Amón, hasta llegar a
ser aceptado como dios principal de Egipto.
Huy observó al joven con cierta condescendencia, como si estuviera al cabo de
cuanto pensaba. La cuestión había sido mucho más compleja, como bien sabía él, y se
habían necesitado todo tipo de maniobras políticas para llegar a la situación actual. Sin
duda, los sacerdotes de Karnak habían tenido que vencer numerosos obstáculos, pero
siempre habían dado muestras de una gran habilidad, como si en verdad siguieran designios
divinos. Ciertamente el viejo conflicto entre el norte y el sur había estado muy presente en
sus decisiones, como Huy había expuesto al joven. Fue por esto por lo que durante el
Imperio Medio los sacerdotes intentaron estrechar las relaciones entre el Alto y el Bajo
Egipto bajo la tutela de una misma deidad. Para ello fijaron su atención en el dios más
poderoso de aquella época: Ra. Su culto era el más antiguo de Kemet, y su residencia
espiritual se hallaba en Iunu, Heliópolis, muy cerca de Menfis, capital del Bajo Egipto. Se
trataba de un culto solar milenario al que los sacerdotes de Karnak accedieron al añadir el
nombre de Ra al de Amón para crear una forma compuesta: Amón-Ra. Fue una jugada
maestra, puesto que en cierto modo asimilaron al dios más relevante de Egipto y su
manifestación solar. Aquella combinación que buscaba aumentar el poder de Amón sentó
las bases para una futura preponderancia y, aunque el clero de Heliópolis se apresuró a
relacionar al resto de los dioses con Ra, fueron los tebanos los que terminaron por salir
triunfantes hasta extender su influencia sobre la mayor parte de las divinidades.
Pero el momento determinante llegó con la subida al poder de Hatshepsut, gracias a
las maniobras políticas de los sacerdotes de Karnak. Ellos dieron legitimidad a quien no la
tenía, y mantuvieron a la reina en el trono durante más de veinte años, al tiempo que se
arrogaban la capacidad de reconocer al faraón como hijo de Amón a través de su oráculo.
Hapuseneb, su primer profeta, demostró poseer una sagacidad fuera de lo común ya que vio
las posibilidades que se abrirían para su clero si conseguía sentar en el trono de las Dos
Tierras a una corregente.
Durante el reinado de Hatshepsut el templo de Karnak alcanzó un verdadero poder
dentro de la tierra de Egipto, pues a su preponderancia sobre el resto de los dioses,
Hapuseneb añadió la injerencia política que implantó en las cuestiones de Estado; todo a
cambio de reconocer a la reina como hija concebida por el mismísimo Amón, y legítima
señora de la Tierra Negra.
Huy se sonrió para sí, e imaginó la opinión que aquel joven tendría sobre tales
hechos. No le cabía duda de que sería diferente, pues bien sabía él que en Karnak
Hapuseneb era tenido como un sabio y santo profeta que sirvió a Amón como el más
preclaro de sus hijos. Nunca había habido un sumo sacerdote como él. Un hombre que sería
recordado por las generaciones venideras como paradigma.
Sin embargo, Huy no era de la misma opinión. Hapuseneb no había calculado bien,
y aquella intrusión en la política del país iba a traer consecuencias que a él mismo se le
escapaban.
El primer profeta de Amón había sembrado la semilla del o sea él dio, y esta
terminaría por poner en peligro al propio Estado.
Huy fue testigo directo del comienzo de la venganza y la lucha soterrada que se
originó para llevarla a efecto. Tras su muerte, la memoria de Hatshepsut fue perseguida, y
su nombre se convirtió en sinónimo de la peor de las blasfemias.
El anciano comunicó sus reflexiones a Neferhor, para ver el efecto que le causaban,
pero este apenas se inmutó.
—Algunos textos hablan de ella como una reina que trajo prosperidad —murmuró
el joven pensativo.
—No se trata de lo que consiguió, sino de los medios de que se valió para ello —
señaló Huy—. Su usurpación resultó desastrosa. Socavó el poder real y alimentó
ambiciones de toda índole.
Neferhor se quedó sorprendido, ya que tenía a aquel hombre como un fiel servidor
de Amón. Huy se hizo cargo y levantó una mano conciliadora.
—Soy un devoto seguidor de la más pura tradición religiosa, y leal hijo del divino
Amón. Pero esa no es la cuestión; como te adelanté antes, son los hombres quienes todo lo
cambian.
El joven guardó un respetuoso silencio, acostumbrado a escuchar durante años los
misteriosos circunloquios a los que eran tan aficionados los sacerdotes. Aquello satisfizo a
Huy, que se decidió a continuar, puesto que era preciso que Neferhor conociera
determinadas cuestiones que resultaban de la máxima importancia.
—En realidad la venganza tomó cuerpo con la subida al trono del dios
Menkheprura, Tutmosis IV —señaló el anciano—. Tutmosis no era el heredero previsto
para suceder a su padre, el gran Amenhotep II, ya que su madre, Tiaa, era una reina menor
que procedía del norte. Había muchos príncipes con más derechos que él para gobernar
Egipto: Amenhotep, Amosis, Akheperura, Amenemopet, Khaemwaset… Yo los conocí a
todos, y también a Tutmosis, un joven decidido e inteligente que, por curiosas
circunstancias, terminó pasando por encima de los derechos de sus hermanos para
convertirse en faraón. Estaba predestinado a llevar la doble corona desde mucho antes que
falleciera su augusto padre. Un día, siendo aún un muchacho, salió a cazar en su carro por
los alrededores de Guiza. Al apretar el calor del mediodía, el príncipe se refugió bajo la
cabeza de la esfinge. Ra-Horakhty se hallaba en todo lo alto, y Tutmosis se quedó dormido
a la sombra. Entonces, en sueños, se le presentó Harmakis, «Horus en el horizonte», el dios
que habita en el interior de la esfinge, como seguro que sabrás. Harmakis le prometió la
realeza si liberaba su cuerpo de la arena que le aprisionaba, llegando a declararle hijo
predilecto. No entraré en más detalles, pues supongo que ya conoces la historia.
—La conozco. Al ser nombrado Horus viviente, Tutmosis IV mandó grabar una
estela conmemorativa en la que se explicaba lo acontecido.
—La estela del Sueño. Es una bonita historia, sin duda, en la que queda patente el
poder de nuestros dioses —añadió el anciano con cierta socarronería—. Harmakis legitimó
a quien no le correspondía gobernar.
—Hatshepsut y el gran Tutmosis también fueron legitimados p le gobeor el divino
Amón —apuntó el joven como para sí.
—Precisamente. ¿Comprendes ahora el alcance de mis palabras? ¿Comprendes las
consecuencias del reinado ilegítimo de Hatshepsut? —Neferhor hizo un gesto afirmativo—.
Harmakis es una divinidad solar de primer orden, y detrás de ella se encuentran los
sacerdotes de Heliópolis, como bien sabes. Ellos apoyaron la candidatura del príncipe y
movieron los hilos de una manera conveniente para otorgarle la doble corona de Egipto. La
guerra estaba servida, y te aseguro que se atacaron los intereses de Amón hasta donde
permitió el decoro. Todos los puestos clave de la administración fueron a parar a manos de
personas de confianza del nuevo rey; a gente del norte. Tutmosis deseaba recuperar el
poder que mil quinientos años atrás habían tenido los faraones. En el Imperio Antiguo ellos
eran los verdaderos dioses sobre Kemet, y el ascenso de los cultos solares le daba la
posibilidad al nuevo rey de regresar a la edad de las pirámides. Como comprenderás, el
clero heliopolitano estaba encantado con ello, pues fundamentaría el poder real sobre su
propia teología, sobre Ra, el dios por antonomasia durante aquellos lejanos tiempos. Los
sacerdotes de Karnak se enrocaron en sus posiciones a la espera de años mejores, mas
Tutmosis no estaba dispuesto a perdonar su injerencia en las cuestiones de Estado. La Casa
Real no permitiría de nuevo verse manipulada por ningún profeta.
Neferhor pareció desorientado ante estas palabras, cuyo alcance no llegaba a
entender bien. Huy lo miró comprensivo.
—Es lógico que dudes —le dijo en su habitual tono pausado—. La vida en el
interior de los templos poco tiene que ver con la que discurre fuera de ellos. Son miles los
caminos que circulan más allá de sus muros, y casi todos diferentes. Infinidad de historias
que se cruzan y, en ocasiones, no llevan a ninguna parte, o situaciones capaces de
cambiarlo todo. Siento la mayor de las reverencias por aquellos que buscan la santidad a
través del conocimiento. Incluso yo he ido en pos de ella, y mira lo lejos que me he
quedado de conseguirla.
—No es la santidad lo que ambiciono, noble príncipe, aunque sí la sabiduría que
atesoramos en el interior de nuestros templos.
—¡Ah, noble príncipe! —exclamó el anciano con retintín—. He aquí el título que
me corresponde por ley, aunque ya deberías saber que no me gusta que me llamen así. Huy
está bien, pues no encuentro un diminutivo mayor para mi nombre.
El joven se puso colorado y al punto se avergonzó por su vanidad, ya que la
búsqueda del conocimiento no debía dar lugar a vanagloriarse por ello.
—Tutmosis IV resultó ser muy inteligente. Se percató de que los años de conquistas
y campañas militares habían terminado. Que era mejor dejarlos en el recuerdo para mayor
gloria de su padre y su abuelo. Los límites de las fronteras de la Tierra Negra se hallaban
bien trazados, y era más útil dedicarse a sacar rendimiento a cuanto poseían. Las guerras
habían beneficiado, fundamentalmente, a los grandes templos, y la paz traería consigo un
mejor control sobre ellos.
Neferhor miró al anciano sin saber qué decir.
—Puede que mis palabras te escandalicen, pero recuerda que solo hablo de los
hombres y no de los dioses de="23. De hecho, la divinidad nacional siguió siendo Amón-
Ra. Tutmosis IV erigió un enorme obelisco en Karnak, que tú has visto en innumerables
ocasiones, y que había sido abandonado, aún sin terminar, por su augusto abuelo[7] muchos
años atrás. Pero la semilla de la que te hablé ya había fructificado, y el culto solar
germinaba imparable. Dicho culto dio origen a un nuevo concepto que se ocupaba del
cuerpo físico de Ra, de su forma habitual, del disco solar en sí mismo, el Atón.
—Esa palabra siempre se ha utilizado para designar el aspecto del sol —puntualizó
el joven.
—Pero a partir de aquellos días pasó a convertirse en algo más, a representar la
fuerza vital que hay en el disco solar, su hálito divino. Fue entonces cuando comenzó a ser
adorado como un dios. Un dios con una simbología universal independiente de Ra: el Atón.
—Conozco los textos que hablan sobre él. Mis maestros se referían al Atón como
una nueva tendencia surgida del antiguo Ra —dijo Neferhor, pensativo.
—Se trata de mucho más que una tendencia —apuntó el anciano con ironía—. Es
un dios creado desde la propia monarquía para recuperar su poder milenario.
Neferhor pareció dubitativo.
—Pero el dios que gobierna las Dos Tierras, Nebmaatra, vida, salud y prosperidad
le sean dadas, es un hijo devoto del divino padre Amón. Karnak se halla engrandecido por
sus obras…
—Conozco bien cuáles son sus obras —le interrumpió Huy—. No en vano yo soy el
responsable de su construcción. Nebmaatra, que me honra con su amistad, siempre ha
mostrado respeto y devoción hacia nuestros dioses. Él ama al Oculto como un hijo, como tú
bien has dicho. Su tutor, Heqareshu, era un hombre piadoso que educó al pequeño
Amenhotep con arreglo a las tradiciones hasta que este accedió al trono siendo apenas un
niño, tras la prematura muerte de su padre, el rey Tutmosis IV. Yo tenía poco más de
cincuenta años en aquellos tiempos, y desde entonces el nuevo faraón me dio su favor para
que mi juicio fuera escuchado en Kemet. Así, durante casi treinta años, he trabajado para
mantener el país unido siguiendo el camino del maat del que nunca me apartaré. Mas la
venganza que un día se fraguó dista mucho de verse cumplida.
Neferhor no perdía detalle de cuanto le decían, aunque poco supiera él acerca de
resarcimientos, y mucho menos de aquellas antiguas disputas.
—No viene al caso explicarte los pormenores de mi política durante todos estos
años, pero el faraón entendió muy bien qué era lo que más convenía a la Tierra Negra para
que esta viviera en paz y colmada por la abundancia. Él me dio la potestad para nombrar y
reponer visires y sumos sacerdotes, gobernadores, superintendentes del Tesoro, o cualquier
cargo que ostentara el poder en Kemet, y todo como simple escriba que soy. Él leyó en mi
corazón y supo de mi inmenso amor hacia Egipto, y también la importancia de mantener un
equilibrio permanente entre las fuerzas que se esconden bajo el falso manto del maat con
que se cubren. Durante todo este tiempo, el dios Nebmaatra, al que Osiris tarde en reclamar
a su presencia, su o delha extendido su fervor y generosidad por las Dos Tierras para erigir
más monumentos que ningún otro faraón que haya gobernado jamás. Nadie ha honrado
nunca a nuestros dioses como él, a la vez que su poder se ha mantenido incólume ante las
injerencias externas.
Neferhor permaneció pensativo durante unos instantes.
—Sin embargo, mi divino padre Amón, ha tenido un poderoso profeta al frente de
su clero durante los últimos años que a la vez ha gobernado el sur de Egipto como visir —
intervino el muchacho.
—Su influencia ha sido enorme —convino Huy—, y los intereses de Amón se han
visto fortalecidos de nuevo gracias a él.
El joven puso cara de no entender nada, y el anciano sonrió satisfecho.
—El culto solar del que te hablé no ha desaparecido. Muy al contrario, se ha ido
alimentando en silencio al abrigo de todos estos años de bienestar hasta convertirse en una
amenaza. Sus máximos defensores son personas muy próximas al faraón, con un gran
ascendiente sobre él. Después de veinte años sin que Karnak tuviera notoriedad política, se
hizo necesario devolverle parte de su antiguo protagonismo. Digamos que Egipto es un
gran tablero en el que se desarrolla un juego cuyo desenlace es difícil de calibrar. Las
piezas que participan en él tienen movimientos complejos, y saben esperar para cobrar
ventaja. Tiyi ha demostrado ser una jugadora excepcional. Sus intereses y los del templo de
Karnak son antagónicos, y la gran influencia que ejerce sobre su augusto esposo la hace
poseer un poder formidable. La reina es la principal impulsora de las tendencias solares.
Ella fue la que consiguió para su hermano el nombramiento como segundo profeta de
Amón, un puesto de gran responsabilidad, mediante el que se tiene acceso nada menos que
a la administración de los bienes del templo, como sabes. Anen supuso un duro golpe para
Karnak que, no obstante, supo encajar con la habilidad que le caracteriza. Se hacía
necesaria para Kemet una respuesta apropiada, y ese fue el motivo por el que se dispuso
que Ptahmose ostentara los títulos de primer profeta de Amón y a la vez visir del Alto
Egipto. La elección de Ptahmose fue un acierto, ya que él es un hombre del norte, y
levantaba pocos recelos en la corte. Sin embargo, yo conocía bien su fidelidad hacia
Karnak, y también su capacidad para fortalecer de nuevo sus intereses. Hacía muchos
hentis que un sumo sacerdote de Amón no acaparaba tanto poder, y ello obligó a sus
enemigos a ser más cautos.
Neferhor entendió perfectamente el alcance de cuanto le decían, aunque no por ello
dejara de sentirse incómodo. Su salida de Karnak continuaba siendo un misterio para él, y
tampoco acertaba a comprender por qué un personaje de la talla de Huy le confiaba todo
aquello. Su ba se hallaba lejos de todos esos intereses que, por otro lado, le desagradaban.
Sin duda el anciano debía de tener motivos para hablarle de semejante modo; más allá de
demostrarle la vanidad que sus inmensas aptitudes habían terminado por crear en él. Para su
sorpresa, Huy pareció leerle, otra vez, el pensamiento.
—Si te cuento todo esto es solo para que te familiarices con el terreno que pisas. En
Per Hai todo el mundo lo sabe —le dijo, burlón—, hasta el último pinche de la cocina del
dios. Verás que la Casa del Regocijo es un lugar que poco tiene que ver conne mun los
claustros de Karnak; y sus residentes con los sacerdotes que viven en el silencio del templo.
Harás bien en seguir guardando el tuyo, aunque ya sé que eres poco dado a la charlatanería.
Escucha cuanto puedas, y pronto serás capaz de darte cuenta de lo mucho que no te he
contado.
—Karnak me dio su adiós para enviarme a un lugar en el que me encuentro perdido
—dijo el joven sin ocultar su decepción.
—El Oculto está lejos de olvidarse de ti. No importa lo que los demás piensen, ya
que se le puede servir de muchas formas. Yo mismo me considero un fiel creyente del
divino padre, y velo por su templo. Él forma parte consustancial de Kemet; nuestra amada
tierra que debemos salvaguardar.
—En ese caso, creo que debería conocer cuál es el propósito que me ha traído hasta
aquí.
Huy le miró fijamente durante unos instantes, y luego le sonrió.
—Tienes razón, aunque no creas que va a resultar fácil explicártelo, y mucho menos
que lo entiendas.
Neferhor hizo un gesto con el que invitaba al anciano a hacerlo, y este soltó una
risita, divertido.
—Como todo Egipto sabe, el festival Heb Sed del dios se encuentra cercano. No
hace falta que te diga la importancia de una ceremonia como esta, que solo contados
faraones en nuestra milenaria historia han podido celebrar. Nebmaatra se halla
entusiasmado con la conmemoración, hasta el punto de que ha decidido que sea recordado
en los tiempos venideros como un acto digno de nuestros dioses. Para ello el faraón no ha
reparado en gastos ni esfuerzos. Está decidido a que todo el país participe en su jubileo
como parte del cosmos que él gobierna con sabiduría desde hace casi treinta años. El
mismo palacio en el que nos encontramos es una buena prueba de lo que te digo, pues la
opulencia y el lujo se hallan por doquier; en ocasiones, hasta el exceso. Esto no es más que
una muestra de la grandeza que Nebmaatra ha sembrado en Egipto. Sus templos y estatuas
son gloria del género humano. Nadie hizo nunca tanto por los dioses de las Dos Tierras, y
por sus gentes. Mira si no Tebas. Hace menos de cien años tan solo era una pequeña capital
de provincia con poco más que orgullo y espiritualidad. Ahora es una gran ciudad capaz de
rivalizar con la antigua Menfis. El dios la ha embellecido para convertirla en un lugar a la
altura del acontecimiento que en ella se llevará a cabo. El faraón renovará su poder divino
ante su pueblo, y está dispuesto a que el acto resulte memorable. Para ello deben cuidarse
todos los detalles, entre ellos revisar los textos antiguos que nos hablan de las liturgias
empleadas en otros tiempos. Hay papiros que se refieren a ello diseminados por todo
Kemet, pero los que en verdad nos interesan se encuentran en el Bajo Egipto; en los
templos de los dioses que gobernaron las Dos Tierras durante las primeras dinastías.
Nebmaatra quiere que el festival rememore al que los antiguos faraones celebraron en
aquellos lejanos tiempos, por lo que se hace necesario revisar los viejos archivos, muchos
olvidados, si no perdidos, para que los ritos se oficien tal y como se realizaban antaño. El
faraón me ha designado como la persona encargada de organizar su jubileo. Un honor que
no merezco, como comprenderás, para el que necesitaré de la colaboración de todos. Las
liturgias que han de celebrarse son parte fundamental del Heb Sed; pont> ner eso te he
elegido, para que vayas al norte y recabes toda la información necesaria.
Neferhor no ocultó su sorpresa.
—¿Yo? Discúlpame, noble Huy, pero tus palabras no hacen sino aumentar mi
perplejidad —aseguró el joven sin ocultar su tono jocoso—. Tienes Kemet repleto de
escribas que trabajan a tu servicio, y reclamas la ayuda de uno que no es más que un
sacerdote inconcluso a quien poco o nada interesan las cuestiones mundanas.
El anciano hizo un gesto de desagrado, aunque enseguida adoptara su expresión
habitual.
—Conozco a los escribas que están a mi cargo mejor que tú. Sin embargo, eres la
persona apropiada para este trabajo. En cuanto a las cuestiones mundanas de las que hablas,
deberás acostumbrarte a ellas. No regresarás a Karnak, al menos de momento, e incluso
puede que nunca. —El joven se encendió ante aquellas palabras—. Es más, nadie en Kemet
deberá saber cuál es tu origen. Tu relación con el clero de Amón será la de un escriba más
que aprendió las palabras de Thot en su Casa de la Vida y que se vio obligado a abandonar
el templo por su manifiesta impiedad.
—¿Impiedad? —inquirió Neferhor, acalorado—. ¿Qué clase de burla es esta? ¿Qué
suerte de intriga habéis tramado en mi persona?
Huy rio encantado.
—Je, je… No se trata de ninguna broma o intriga. Algún motivo había que esgrimir
para ocultar tus simpatías, y la impiedad es tan válida como cualquier otro pretexto.
El joven sintió que le hervía la sangre, y recordó los atropellos que presenció
durante su niñez. Aquel le parecía el mayor de todos, pues manchaba su alma de la manera
más ruin.
Entonces Huy demostró lo bien ganada que tenía su fama como gran mago y sabio
entre los sabios, pues miró a Neferhor de forma tan penetrante que lo desarmó por
completo.
—Tu ba puede sentirse dichoso, pues pocas veces ha sido otorgado un favor igual.
Amón te eligió hace años, no lo olvides. Su omnisciencia es tal, que solo él conoce el
camino adecuado para sus hijos, y el tuyo se halla trazado para su mayor gloria.
Neferhor se quedó boquiabierto, ya que no daba crédito a aquellas palabras. En ese
momento se sintió insignificante. Mucho más que cuando se dedicaba a trabajar en los
campos.
—Escucha —dijo Huy, suspirando con pesar—. La tarea que te encomiendo es de
gran importancia, aunque a la postre suponga una excusa para que te acerques al dios y,
sobre todo, a su familia. Les servirás bien, demostrando tu lealtad tal y como yo he hecho
durante todos estos años. Así ganarás su confianza. Pero no olvides que eres un hijo de
Karnak, y que el Oculto te reclamará cuando te necesite.
—¿Soy acaso un confidente al servicio de los profetas del templo? —quiso saber
Neferhor, incrédulo.
—Mal colaborador resulab los ltarías entonces —señaló Huy sin abandonar su
sonrisa, que ahora mostraba beatífica—. Nadie sabe lo que deparará el futuro, pero puede
que llegue un día en el que los intereses de Amón se encuentren en tus manos. Hay nubes
amenazadoras que asoman por el horizonte. Nubes tenebrosas, como nunca se han visto, y
parecen impelidas por la furia devastadora de Set. Ptahmose, Sejemká, yo mismo,
confiamos en ti. Sé cauto y mira siempre por el templo que te recogió y al que sé que amas.
Mas apártate de todo aquel que pertenezca a él. Finge rencor hacia su clero, si es necesario,
pues ante los demás ellos te despreciarán cual si fueras un meret indigno de su favor. Solo
si haces lo que te digo estarás a salvo, y podrás ayudar un día a que la Tierra Negra
mantenga las antiguas tradiciones que la han hecho milenaria. Kemet no es nada sin sus
dioses. Algún día recordarás mis palabras.
Neferhor no supo qué decir, abrumado por aquella retahíla que, al parecer, había
sido planeada para él desde hacía tiempo.
—Desde este momento te aplicarás a la búsqueda de cuanto te he pedido. Te
abstendrás de mantener ante los demás ese aire santurrón que ya no te corresponde. Sí —
recalcó al ver la cara que ponía el joven—: eso significa que podrás comer pescado,
puerros, habas y cebollas, o carne de buey, carnero y pichones, que sé que te gustaban
mucho, pues no debes mostrarte como el sacerdote que no eres. Conozco tu costumbre de
abstenerte de comer este tipo de alimentos, aunque no hubieras sido ordenado. Pero ahora
no tiene sentido el hacerlo, ni tampoco el ayuno permanente o las cuatro abluciones diarias
que se acostumbran a seguir en los templos. Nada debe hacer recordar que hubo una época
en la que viviste en Karnak; sin embargo, me parece bien que te tonsures la cabeza. Aquí
las liendres son como una maldición.
El joven observó a su interlocutor en tanto mantenía las palmas de las manos unidas
bajo su nariz, reflexionando acerca de cuanto le habían dicho. Más allá de la sorpresa que
había supuesto para él aquella conversación, se ocultaban aspectos de los que no tenía
conocimiento y que ya habían sido tratados a sus espaldas, independientemente de que
fuera para mayor gloria de Amón. Su natural perspicacia le decía que aquel hombre tan
poderoso solo le había dibujado algunas pinceladas del escenario en el que, según parecía,
se vería obligado a vivir. El guión de la obra le era desconocido, aunque a tenor de lo
escuchado el final fuera incierto; y bien sabía él lo fácil que le resultaría cambiarlo al dios
del destino.
Sin embargo, haría bien en seguir los consejos de aquel hombre. Si su hado no le
pertenecía, al menos procuraría no desairarle con ninguna torpeza.
—Bien —dijo Huy de repente, como queriendo dar por finalizado aquel
encuentro—. Sejemká me aseguró no haber conocido a nadie que demostrara un mayor
interés por los textos antiguos que tú. Que eres capaz de pasar horas entre cálamos y
papiros. Confío en que seas la persona idónea para llevar adelante este cometido. Mañana
mismo saldrás hacia Menfis en una embarcación real y tendrás autoridad para revisar
cuantos archivos consideres oportunos. Podrás detenerte en Ipu si lo deseas —apuntó con
cierta malicia—, aunque ya te adelanto que el tiempo nos apremia.
Neferhor tuvo la sensación de que el anciano conocía más acerca de la vida del
joven que él mismo.
—Partiré sin dilación, noble Huy —se apresuró a decir el muchacho—. Mas no
acierto a comprender cómo un simple escriba podrá hacer valer sus derechos en un trabajo
como este.
—¡Ah, qué distraído soy! Se me olvidó decirte que ya no eres un simple escriba; has
sido nombrado escriba real. Esta misma mañana firmé la orden. Todas las puertas de Egipto
se abrirán ante tu sello.
Cuando el joven se marchó, Huy permaneció durante un buen rato absorto en sus
pensamientos. El muchacho le agradaba, y además era capaz de apreciar en él las
cualidades por las que le había elegido. Conocía su vida pasada, sus años de estudio en
Karnak, su niñez en los campos de Ipu y hasta la historia de su padre Kai. Desde luego
estaba enterado de los lamentables acontecimientos ocurridos hacía años, y sus trágicas
consecuencias. Los hechos fueron acometidos por Karnak para tratarlos de la mejor manera
posible. Un episodio que revolvía el estómago del anciano y que el clero de Amón había
cerrado sabedor del terreno que pisaba. Desgraciadamente, en el país de la Tierra Negra
ocurrían casos como aquel, que enervaban a Huy sobremanera. Para un hombre justo, como
era él, los tipos como Pepynakht debían ser perseguidos por la ley hasta sus últimas
consecuencias. Pero comprendía la actitud de prudencia tomada por Ptahmose. Él ordenó
dar sepultura apropiadamente a la familia del niño, y abrir a este los caminos que conducían
a la consecución de sus deseos, en la confianza de que con los años el recuerdo resultara
lejano.
Huy se lamentó con pesar. Corrían tiempos en los que cualquier decisión tenía sus
consecuencias. Neferhor no tardaría mucho en darse cuenta de ello, aunque ignorara lo que
se escondía detrás de cada jugada. Estas eran cada vez más atrevidas; hasta el punto de que
el anciano había tomado la decisión de intervenir.
Las fuerzas eran de tal magnitud que no habían tenido reparo alguno en
posicionarse para apoyar a los príncipes que aspiraban al trono. Esto no era nada nuevo,
como ya sabía, pero conocía el insospechado desenlace que podría acarrear.
A pesar del enorme poder que ostentaba la reina Tiyi, el heredero a la doble corona
de Kemet no era hijo suyo. Tutmosis, que así se llamaba el primogénito, era vástago de la
princesa mitannia Gilukhepa, hija del rey Shuttarna II, con la que el faraón se había casado
en su décimo año de reinado para convertirla en Gran Esposa Real. Tutmosis era un joven
capaz en el que Amenhotep III tenía depositada toda su confianza. El príncipe había sido
educado en Menfis, donde detentaba el cargo de sumo sacerdote de Ptah y jefe supremo de
los Arqueros. Su augusto padre había reconocido públicamente su buena disposición hacia
él, y juntos habían llegado a celebrar el ritual en el que se inhumaban los restos del primer
toro Apis en el Serapeum. Un acto de gran relevancia, ya que Apis era considerado como
una reencarnación del dios Ptah, el patrono de Menfis. Tutmosis era el heredero y, como
tal, atendía al título de Hijo Mayor del Rey.
El segundo candidato a la corona de Egipto era el príncipe Amenhotep; un
adolescente místico y enfermizo, pero a la vez impetuoso y de trato difícil. Amenhotep se
había educado en Iunu, Heliópolis, bajo la influencia de los cultos solares predicados por
los sacerdotes heliopolitanos. El faraón lo había nombrado sumo sacerdote de Ra, «el que
está al frente de los observadores» o «gran vidente». Su madre no era otra que Tiya oitai, y
al ser el joven príncipe su único hijo varón, esta había colocado en él grandes esperanzas.
Había sido de todo punto inevitable que alrededor de ambos príncipes se tejiera una
tupida red de intereses y ambiciones en la que participaban personajes de toda índole, que
se encontraban alineados dentro de dos grupos antagónicos, los cuales llevaban luchando
entre sí desde hacía siglos. Uno de ellos lo formaba el clero de Amón, que apoyaba sin
disimulo al príncipe Tutmosis, en quien veían un fiel defensor de las tradiciones religiosas.
El otro lo constituían los sacerdotes de Heliópolis que respaldaban a Amenhotep, a pesar de
no ser el primogénito. Este príncipe había resultado ser un furibundo seguidor del culto que
ellos difundían, y no ocultaba su animadversión por el templo de Karnak y su política. Él
gustaba de proclamarse como «hijo verdadero del rey», algo con lo que la reina Tiyi se
encontraba encantada.
La proximidad del jubileo del dios hacía de la figura del heredero una pieza
fundamental que, con seguridad, cobraría un gran protagonismo, a la vez que aumentaría su
influencia. El faraón no contaba con su hijo Amenhotep para sucederle en el trono, y así lo
habían previsto tiempo atrás los sacerdotes de Amón. Durante los últimos ocho años, estos
habían acaparado mucho poder gracias, en parte, a las decisiones que el mismo Huy había
tomado. A todos los títulos que ostentaba, Ptahmose había añadido recientemente el de
alcalde de Tebas, y Huy había pensado que había llegado el momento de equilibrar un poco
las fuerzas, a fin de evitar episodios que era preciso que no se repitiesen.
Con el príncipe Tutmosis como claro sucesor del dios Nebmaatra, Huy decidió
destituir a su amigo Ptahmose de sus títulos civiles, para dejarle al cargo, únicamente, del
templo de Karnak. Su sustituto sería Ramose, un paisano suyo, también natural de Athribis,
a cuya familia conocía bien. Su padre, Neby, era el alcalde de Menfis, y en otra época fue
supervisor de los Graneros de Amón en el Bajo Egipto. Aunque Ramose era natural del
norte, Neby lo era del sur lo cual, unido a su antigua relación con el clero de Amón, haría
que este no se sintiera amenazado por el cambio que se preparaba. Huy esperaba que este
paso fuera bien visto por todos; a la vez que ayudaría a mantener el clima apropiado para
que la celebración del Heb Sedse desarrollara con arreglo a unas tradiciones que él sentía
amenazadas.
El anciano salió de sus meditaciones para pensar de nuevo en el joven escriba. Le
agradaba aquel muchacho que, según le habían confiado, era capaz de prever las crecidas.
Huy se sonrió al recordarlo. Neferhor; hasta le gustaba su nombre.
4
La embarcación se deslizaba por las aguas casi como un susurro. La corriente era
tan suave que la nave avanzaba perezosa, río abajo, como envuelta en los velos de la
lentitud. Navegaba con desgana, como si quisiera dejarse embriagar por el paisaje que la
flanqueaba, empapada de magia y ensueño. Olores, sonidos, sensaciones que solo allí se
percibían y que llevaban milenios acompañando al Nilo en su viaje a través de la tierra de
los dioses. Se respiraba una quietud cargada de misterio y a la vez de vida, y Neferhor
atiborraba sus pulmones con ella después de tantos años sin gozar de su presencia. ¡Cuánto
amaba aquella tierra! Capaz de hacer discurrir las aguas en meandros sinua oitesposos y
cubrirse en las orillas con el manto verde de la vida, lamido a su vez por doradas arenas
donde nada crecía.
Aquel viaje le acercaba de nuevo a ella, tal y como siempre la había conocido, como
un don que se ofrecía a todo aquel que estuviera dispuesto a aceptarlo. Era la estación de la
siembra, Peret, y en los campos los agricultores enterraban las semillas en la tierra negra
que cubría las fincas después de que las aguas se hubieran retirado. Toda la familia, junto
con su ganado, pisoteaba la simiente entre aquel preciado barro antes de que se endureciese,
hasta dejarla bien plantada. Neferhor lo había hecho tantas veces, que al ver a unos niños
que jugaban sobre el limo recordó los tiempos en los que él hacía lo mismo, rodeado por los
suyos, y sintió añoranza.
Ahora que el Nilo bajaba con menor caudal, volvían a formarse las habituales islas
y los bancos de arena, tan apreciados por los cocodrilos, en los que gustaban de sestear al
sol mientras vigilaban el río. Siempre había sentido fascinación hacia ellos, y ahora
entendía por qué. Muchos reyes lo habían experimentado antes que él, e incluso llegaron a
incluir el nombre de Sobek en su titulatura real. El cocodrilo representaba la fuerza y la
tenacidad, aptitudes que ansiaban poseer los faraones, aunque también existieran aspectos
maléficos y las más oscuras leyendas acerca de ellos.
Al pensar en esto, Neferhor se sonrió. Siempre tan aficionado a investigar en los
antiguos papiros, el joven halló uno de aquellos relatos que tanto le divertían. En él se
narraba cómo, tras asesinar a su hermano Osiris, Set cortó su cuerpo en catorce pedazos y
los diseminó por el Nilo, para que Isis no pudiera encontrarlos. Mas la divina esposa de
Osiris, ayudada por Thot y su hermana Neftis, encontró todos los miembros menos uno, el
falo, que había sido devorado por Sobek, ya que este no tenía noticia de a quién pertenecía.
Como castigo por semejante acto, a Sobek le cortaron la lengua; este era el motivo por el
cual los cocodrilos tenían dicho apéndice tan corto.
Aquella fábula le gustaba particularmente, más que las otras que aseguraban que no
fue Sobek quien devoró el miembro de Osiris, sino un pez pargo o un oxirrinco.
Al pensar en tales cuestiones sus recuerdos viajaban hasta Karnak, el templo donde
las había aprendido, y que ahora que navegaba por el Nilo le parecía un lugar extrañamente
lejano.
En realidad era como si se despertara de un sueño y se encontrara de nuevo en el
Egipto donde siempre había vivido. En él se escondían su niñez y la remembranza de unos
años en los que se había sentido feliz rodeado de aquella naturaleza que volvía a mostrarse
ante él tal y como la evocaba.
Sin embargo, el chiquillo que un día correteara por las orillas había quedado atrás;
incluso su nombre, Iki, había sido enterrado; perdido, quizás, entre los frondosos
palmerales que se apretujaban más allá de los márgenes del río. Ahora era Neferhor, escriba
real, y por ello un hombre poderoso que se deslizaba sobre las aguas en una embarcación
del faraón, acompañado por funcionarios a sus órdenes. Era curioso que aquellas gentes
sencillas que lo habían bautizado con semejante sobrenombre se postraran ahora al paso de
la nave, pues era un barco del dios. Él, que tantas veces había hecho lo mismo, se sentía
extraño ante esta circunstancia pues no en vano su almen Niloa continuaba siendo la de un
meret, un vulgar campesino, como tantas veces le habían recordado.
Al doblar un recodo del río, Neferhor notó cómo su pulso se aceleraba. Una gran
emoción lo embargó al reconocer el que durante años había sido su hogar. Los campos se
extendían ante su vista igual que los recordaba; nada había cambiado. La pequeña casa en
la que vivió se presentaba a sus ojos como si regresara de nuevo a ella a la hora de la cena
para comer las lentejas que solía preparar su hermana. Los establos anexos parecían igual
que cuando los dejara años atrás, y las vacas y los bueyes pastaban despreocupadamente.
Reconoció a una de estas, a la que había ordeñado muchas veces de niño, y sintió deseos de
detener la nave y bajar a abrazarla, como solía hacer. Próximos a la casa, un buen número
de chiquillos jugaban y gritaban alborozados, desnudos como vinieron al mundo. Al ver la
embarcación aumentaron sus gritos a la vez que movían las manos para saludarla. Para
ellos no había protocolo, y Neferhor sonrió feliz en tanto les devolvía el saludo. Ahora
había una nueva familia ocupando el hogar que le vio nacer, y el escriba les dio su
bendición mientras luchaba por no dejar escapar ninguna lágrima. Aquel año el Nilo había
vuelto a ser pródigo y se conseguiría una buena cosecha; otra más de un ciclo benefactor
que ya duraba mucho tiempo. La finca conseguiría superar los sesenta y seis khar de grano
que necesitarían para alimentar tantas bocas, y él se alegró por ello.
Cuando llegaron al gran lago que el dios había construido para su reina en el
undécimo año de su gobierno, Neferhor dejó vagar su imaginación y se extasió entre la
abundancia de vida que atesoraba el lugar. Muchas tardes había acudido a él para pescar o
jugar con sus amigos, a los que deseaba ver de nuevo, y al atracar en el embarcadero de la
cercana Ipu se acordó de ellos. ¿Cómo estaría Heny? ¿Y Niut? Al pensar en ella sintió un
estremecimiento, pues su recuerdo permanecía vivo. Ahora sería una mujer, hermosa sin
duda, y suspiró sin poder evitarlo.
Al poner su pie sobre el que había sido su hogar durante años, la imagen de Hekaib
se le presentó de improviso, como si estuviera agazapado en algún lugar de su conciencia.
Sin pretenderlo, el déspota se hizo corpóreo en toda su vileza para traerle recuerdos de
miseria y muerte. El sehedy sesh había abandonado su vida pero no su recuerdo. Este
continuaba vivo, pues el propio Neferhor había jurado no olvidarlo nunca. Los años
transcurridos en Karnak no significaban nada en aquel asunto. Él sabía que sus mentores
habían tratado de que el tiempo jugara sus bazas. Hekaib no había sido llevado ante la
justicia, simplemente porque no había justicia para él. Neferhor se percató ya de ello siendo
muy niño, y no eran necesarias las explicaciones.
Al mezclarse entre sus paisanos miró con curiosidad sus rostros. Sin proponérselo
buscó el del escriba, como si este fuera a acudir a recibirle, pero no había rastro de él.
Quizá Nebamón creyera que el paso de los años lo curaba todo, pero él no. Neferhor sabía
que Hekaib estaba vivo, y que algún día rendiría cuentas con él, pero aún no. Estaba
convencido de que Shai, el destino, le avisaría en el momento oportuno, mas ahora el señor
de las Dos Tierras había puesto en sus manos una tarea de gran importancia que suponía
para él un motivo de inmensa alegría, como también lo sería visitar a sus viejos amigos.
Neferhor decidió pernoctar en la falúa, pero a la mañana siguiente el joven se
dirigió a la necrópolis situada en la otra orilla para ver el lugar en el que su padre y su
hermana habían sido sepultados siete años atrás. El paraje hacía honor a lo que se esperaba
de él, pues se mostraba solitario y baldío, cubierto por un océano de arenas de fuego, muy
apropiado para el deambular de Anubis y sus tenebrosas huestes. Bajo aquella tierra se
hallaban enterrados los difuntos desde tiempos inmemoriales. La mayoría recubiertos
únicamente por aquella arena capaz de secar al propio Nilo, sedienta de cualquier atisbo de
humedad. De este modo se habían conservado los cuerpos desde las épocas más remotas, ya
que solo unos pocos podían permitirse el ser embalsamados adecuadamente y poseer una
tumba propia. Al menos Repyt y el bueno de Kai tendrían una, cuan si fueran personas
principales, y descansarían como nunca pudieron vivir.
El divino Amón había sido pródigo al acogerlos bajo su protección, y el joven
escriba estaba convencido de que el Oculto habría intercedido por ellos ante Osiris, que los
declararía justificados de voz.
Cuando Neferhor abandonó la necrópolis lo hizo con un sentimiento de alivio. No
había nada que preocupara más a un egipcio que su viaje después de la muerte, y el joven
estaba convencido de que los suyos le estarían esperando en los Campos del Ialú cuando le
llegara la hora, si sus actos le permitían alcanzarlos.
Antes de proseguir su viaje hacia el norte, Neferhor visitó a Heny, su viejo amigo de
la infancia, que se había convertido en un próspero comerciante de vinos. Vivía en las
afueras de Ipu, en una bonita casa rodeada de palmeras y verdes campos en los que se
cultivaba el lino. Su padre había conseguido introducir sus productos en la administración
del nomo, y no había mesa de preboste ni fiesta que se preciara en la que no estuvieran
presentes sus vinos. Para alcanzar esta posición había sido necesario comprar voluntades
con algún que otro soborno, y asegurar una pequeña parte de los beneficios a un alto
funcionario muy allegado al nomarca local. Ahora que se aproximaba el jubileo del dios,
Heny y su padre albergaban grandes esperanzas de que sus caldos pudieran abrirse paso en
las muchas mesas que deberían ser atendidas, ya que los fastos que se avecinaban
prometían ser memorables, y los banquetes y celebraciones se extenderían por doquier.
Padre e hijo habían aprendido bien a manejarse entre los ambiciosos, y sabían reconocer a
uno allá donde se encontrara. Estos les proporcionarían la oportunidad de llegar a la mesa
del faraón, aunque para conseguirlo fuera preciso que Heny y su padre vendieran su
dignidad.
Después de todos aquellos años Neferhor regresaba a su tierra convertido en un
hombre. A punto de cumplir los dieciocho años, el escriba era un joven de mediana estatura
y complexión robusta que le hacía parecer saludable. Sus manos eran fuertes, y sus dedos
resultaban resortes capaces de cerrarse con inusitado poder, debido quizás a los años que
pasara en la labranza. En cuanto a su rostro, sus facciones resultaban corrientes, ni feas ni
hermosas, capaces de hacerle pasar desapercibido si no fuera por las generosas orejas que
poseía. Neferhor siempre había tenido que soportar bromas pesadas por este motivo, y si de
niño las tenía de soplillo ahora se le habían desarrollado aún más, hasta el extremo de que
era imposible no fijarse en ellas; por mucho que lo quisiera disimular.
El afeitarse la cabeza no le ayudaba lo más mínimo a paliar el efecto que producía el
tener unas orejas r ufont como aquellas, pero al escriba no parecía importarle y cuando sus
amigos se burlaban él les aseguraba siempre que oía muy bien con ellas.
Pero con todo, lo que daba verdadera personalidad a aquellos rasgos era su mirada.
Sus ojos oscuros y penetrantes reflejaban una luz capaz de indagar en el corazón de los
demás, que surgía de su propia naturaleza como parte de aquel afán que siempre había
demostrado en la búsqueda del conocimiento. Había quien aseguraba que, en ocasiones,
resultaba incómodo mantenerle la mirada y que su voz poseía el embrujo de la razón pura,
ya que su acento era perfecto y sus palabras siempre fluían envueltas en la mesura y la
lucidez; suaves, como la caricia del mejor de los amantes.
Sin lugar a dudas Neferhor no era plenamente consciente de lo anterior, aunque con
el tiempo hubiera quien llegara a aseverar que utilizaba aquella facultad en función de sus
conveniencias. Quizá fuera debido a la máscara con la que escondía sus emociones.
Neferhor era capaz de ocultarlas sin dificultad, tal y como había aprendido en Karnak,
donde durante años le habían enseñado a no mostrar ante los demás los sentimientos que
nos hacen vulnerables.
Sin embargo, aquella tarde, mientras abrazaba a su amigo, el escriba dejó que estos
afloraran con naturalidad, como correspondía en una ocasión como aquella.
—¡Cuánta alegría! —exclamó Heny, alborozado—. El hijo de Thot regresa a su
tierra convertido en un sabio. Pero dime, ¿eres en verdad Neferhor, con quien paseaba en el
río? ¿No serás una suerte de aparición? —inquirió sonriente.
—Venida desde Per Hai para abrazarte —contestó Neferhor, divertido—. Dime,
¿continúas tirando piedras a los cocodrilos? ¿O te has convertido en una persona seria?
—¡Ja, ja! A fe mía que eso será difícil de lograr. Aunque ya apenas visito el lago.
Viajo junto a mi padre por toda la región para vender nuestros vinos, a la espera de que el
dios se fije en ellos algún día. Tú vives en su mismo palacio, seguro que le conoces.
—Me temo que Nebmaatra no haya sentido mucho interés por mi persona.
—¿Por qué tipo de prodigio te has convertido en escriba real? —volvió a preguntar
Heny sin hacer caso al comentario anterior.
—El divino Shai se apiadó de mi destino.
—¡Ja, ja, ja! Te auguré que lo conseguirías; que algún día llegarías a ser escriba,
como deseabas. Pero dime, ¿no fue Amón quien te acogió entre sus brazos?
Neferhor asintió sin cambiar su expresión.
—Aprendí las palabras de Thot en su Casa de la Vida. Pero me temo que mi
naturaleza no fuera la apropiada para ser merecedora de su reconocimiento. Mi impiedad
resultó ser mayor que mi devoción, y el Oculto me dejó ir con paso presto para mostrarme
el camino del embarcadero.
—¡Ja, ja, ja! Mal pecador resultarías si tuvieras que ganarte la vida con ello. Tu
alma se encontrará a salvo de la Devoradora ca Dt size="-uando se celebre tu juicio ante
Osiris; sobre todo ahora que debes conocer cientos de conjuros con los que librarte de una
condena.
—En Karnak no lo vieron así, y tuve que seguir otra senda.
—En mi opinión más provechosa. Ser escriba real es un título por el que cualquier
sesh suspira y que pocos consiguen. Has debido de impresionarles a todos. —Neferhor
sonrió a su amigo y le dio una palmada cariñosa. Este hizo un gesto de disgusto—. No te
será posible encontrar en todo Ipu un anfitrión peor que yo —dijo Heny, al punto—. Ven y
acomódate. Que traigan vino y pasteles —ordenó a sus sirvientes—. Hoy nuestro huésped
cenará como corresponde. Cuando supe de tu visita apenas pude dar crédito a lo que me
decían.
Ambos amigos rieron, y durante un rato hablaron acerca de sus vidas y expectativas.
—El negocio es próspero; la vida me sonríe y disfruto de ella cuanto puedo. ¿Qué
más puedo desear? ¡Brindemos por nuestro futuro! ¡Que nos depare todo tipo de venturas!
—volvió a exclamar Heny a la vez que alzaba su copa—. Espero que te guste el vino, es el
mejor que tengo.
Neferhor apenas se mojó los labios.
—¿Acaso no es de tu agrado? —inquirió su amigo, preocupado.
—Me parece excelente. Es solo que no acostumbro a beber, pues no soporto sus
efectos. No querrás ver a un escriba del dios salir en brazos de tu casa, ¿verdad?
—Líbreme Set de semejante apuro —dijo Heny, riendo de nuevo—. Pero dime, ¿te
has casado? Seguro que tienes ya hijos.
—No. Me temo que haya dispuesto de poco tiempo para el amor —contestó
Neferhor muy serio.
Heny lanzó una carcajada.
—En mi opinión no hay tiempo mejor aprovechado que el que se emplea en el
amor. Hathor, su diosa, nos ha reservado en él todo lo bueno de la vida.
Neferhor hizo un gesto con la mano para quitar importancia al asunto. En su fuero
interno se sintió incómodo, ya que continuaba siendo célibe.
—¿Y tú? —quiso saber—. ¿Has tomado esposa?
—Hace dos años; aunque todavía no tenemos hijos. Ella es hermosa como pocas.
Pronto se nos unirá y la conocerás.
Neferhor le dio la enhorabuena y acto seguido le preguntó por Niut, de la que tantas
veces se había acordado.
—Se ha convertido en una mujer bellísima. Dicen que no hay otra como ella en todo
el nomo de Min.
—¿Y tú la ves?
—A menudo —dijo Heny, malicioso—. Aunque te aseguro que, en cuanto a su
carácter, ha cambiado poco.
Neferhor sintió una cierta ansiedad al hablar de la joven, pero la disimuló bien.
—¿Qué fue de su hermano? —quiso saber, para cambiar de conversación.
—¿De Anu? Se lo comió un cocodrilo —dijo Heny como si fuera la cosa más
natural del mundo. Neferhor se quedó con uno de los pastelillos a mitad de camino de su
boca; perplejo por el tono que empleaba su amigo—. Ya sabes cómo era —se disculpó
Heny—. No hacía más que caerse al río y cometer diabluras. Con los años se convirtió en
un pequeño cabrón, y un mal día sirvió de merienda a Sobek. Hubo un gran pesar, no te
vayas a creer, aunque en el fondo a nadie le extrañara.
Neferhor observó a su amigo esbozar una sonrisa, como si el hecho no tuviese
importancia, y acto seguido se llevó el pastelillo a los labios de forma mecánica. Entonces
se escucharon unos pasos y una suerte de diosa entró en la sala. Heny se levantó para
recibirla.
—Al fin mi bella esposa condesciende a acompañarnos —dijo sin dejar de sonreír.
Neferhor vio cómo aquella mujer avanzaba hacia él con paso grácil. Él pensó que si
Hathor se reencarnara, lo haría en un cuerpo como aquel. Llevaba una peluca muy
elaborada, con una cinta decorada con hermosos motivos florales sobre la frente, muy al
gusto de la sofisticada moda que imperaba en Egipto. Vestía una túnica larga, de lino de la
mejor calidad, y muy vaporoso, con un solo tirante que dejaba uno de los pechos casi al
descubierto. El vestido iba sujeto a la cintura por un elaborado pasador de cuentas de oro y
lapislázuli, y sus pies calzaban unas delicadas sandalias de fina piel con adornos de
cornalina. Un collar de malaquita y un primoroso brazalete de oro y marfil hacían juego con
unos pendientes dorados con incrustaciones también de malaquita, que daban a la señora un
aspecto en verdad suntuoso, tan en boga entre la alta sociedad de aquel tiempo.
Neferhor la observó aproximarse como si fuera una aparición, mas cuando su rostro
se hizo reconocible, el escriba estuvo a punto de perder la compostura y soltar un
juramento; era Niut.
—Niut… —balbuceó, sorprendido—. No puede ser… Eres Niut.
La joven se sonrió complacida del efecto que causaba en su invitado, y Neferhor la
estudió con atención. No se había equivocado en su juicio. Con el paso de los años, Niut se
había convertido en la hermosa mujer que ya se intuía sería cuando era niña.
—¿Me tienes por una aparición surgida del Amenti? —quiso saber ella mientras se
le aproximaba—. ¿Tanto he cambiado?
Neferhor miró con cara de bobo a su amigo y este lanzó una carcajada.
—Ya te adelanté que algún día la haría mi esposa —señaló Heny, ufanándose de sus
palabras—. ¿Acaso lo has olvidado?
El escriba fue incapaz de responder. Recordaba perfectamente las bravatas de su
amigo, y también sus vaticinios mientras jugaban en el río. Él mismo participaba de ellas;
sobre todo en lo referente a Niut, de la que siempre había estado prendado. De hecho, la
joven había sido durante los años pasados en el templo un nexo de unión con su vida
anterior. Una luz que le permitía escrutar un pasado en el que su imagen había permanecido
viva. Formaba parte de su fantasía sexual y había pensado en ella tantas veces, que al final
la joven había terminado por convertirse en poco más que una quimera, como él mismo
llegó a convencerse un día. Era absurdo creer que la niña que dejara en Ipu, siete años atrás,
pudiera estar esperándole, pues él mismo formaba parte del espejismo con el que se consoló
tantas noches. Niut se había casado con Heny, tal y como este había predicho, y Neferhor
tuvo que hacer ímprobos esfuerzos para no demostrar la decepción que sentía.
—¿Me reconoces, Neferhor? —le preguntó ella a la vez que extendía ambas manos
hacia su amigo—. ¿Tanto he cambiado? —volvió a repetirle.
Neferhor disimuló su zozobra con la habitual máscara que tan bien manejaba, pero
su semblante se iluminó al mirarla de nuevo.
—Solo eres más hermosa que cuando nos despedimos aquella tarde en el río —dijo
él—. Tu marido me advirtió que eras bella, pero no me imaginé cuánto.
Ella rio complacida.
—Era una sorpresa que te teníamos preparada. Cuando supimos que nos visitarías
sentimos una gran alegría. No hemos sabido nada de ti durante todos estos años —señaló
Heny.
Neferhor hizo un gesto ambiguo.
—A veces las circunstancias nos empujan hacia lugares distantes —dijo.
—Bueno, lo importante es que hoy has regresado, y que lo celebraremos contigo —
apuntó Heny—. Prueba este vino, a ver qué te parece.
Un criado sirvió un líquido dorado en la copa del escriba y este lo paladeó con
deleite.
—¡Humm! —exclamó Neferhor, aunque no entendiera en absoluto de vinos—. Es
delicioso.
—Procede de unos viñedos próximos a Buto. No se trata de un simple irep, vino, ni
de un irep nefer, buen vino, es un irep nefer nefer, un vino excelente, al que se rendiría
nuestro dios con toda seguridad —afirmó Heny, convencido—; creo que es un gran
entendido en vinos.
—Seguro que Nebmaatra sabría apreciar su calidad mejor que yo, que soy abstemio
—apuntó Neferhor.
—Quizá tú podrías obsequiarle una de mis ánforas —sugirió Heny, ladino—. Sería
una buena oportunidad para que conociera mis caldos.
—Me temo que el faraón solo esté interesado en mis servicios como escriba. Pero si
me das un ánfora prometo entregársela al gran Amenhotep.
—¿Te refieres a Amenhotep, hijo de Hapu? —preguntó Niut, interesada.
—Al mismo. Sabio entre los sabios. Sin duda él será capaz de valorar este vino
como corresponde.
—¿Tienes relación con él? —quiso saber Heny.
—En efecto. Él es quien me ha enviado al norte en una misión de particular
importancia.
Heny se removió en su pequeña butaca y esbozó una de sus características sonrisas.
—Escucha —dijo, bajando el tono de su voz—. Si este vino llegara a Malkata, me
haría inmensamente rico. Solo necesito a alguien que pueda introducirlo en la corte. Si me
ayudas, te prometo que nadarás en la abundancia.
Neferhor asintió mientras lo miraba fijamente.
—No será necesario —señaló, imperturbable—. Entregaré tu ánfora al gran
Amenhotep.
—Espléndido, espléndido —gritó Heny, alborozado—. ¿Has oído, Niut? No hay
nada comparable a una verdadera amistad. Brindaremos mil veces por ella. ¡Que sirvan más
vino! —ordenó—. Hoy cenarás con arreglo a tu rango. Mi cocinero ha preparado para ti
pichones asados. Recuerdo que era tu plato favorito.
A Neferhor se le iluminó el rostro, pues era cierto, mas al ver el banquete que le
tenían preparado arrugó el entrecejo.
—Te advierto que me he convertido en una persona frugal. Si como cuanto
pretendéis acabaré en la necrópolis.
Heny rio complacido, al tiempo que miraba de soslayo a su esposa, quien observaba
disimuladamente a su viejo amigo.
—Hablemos de ti —se interesó Niut—. Supongo que te habrás casado con alguna
dama tebana, y tendrás hijos.
—Está tan soltero como cuando nos despedimos de él la última vez —intervino
Heny, divertido—. Sin duda es un hombre sabio que sabe disfrutar de la vida.
Niut obvió aquel comentario y se fijó con más atención en su invitado. Este había
cambiado, pues su aspecto distaba mucho de parecerse al del pobre campesino que fue en
su niñez. Neferhor no era un hombre guapo, y las orejas de soplillo que ella recordaba bien
no le ayudaban en absoluto en este sentido. Mas poseía unos labios sensuales y carnosos, y
unos ojos fascinantes que parecían capaces de dominar a través de su profunda mirada.
Durante la velada, los amigos rieron y disfrutaron del banquete a la vez que
recordaron los buenos momentos pasados en su niñez. Luego los anfitriones se interesaron
por aspectos de la vida de su invitado, y por cómo era Per Hai, la ciudad de la que tanto
habían oído. Neferhor les habló de todo ello, de lo que había sido su vida, aunque evitara
hacer referencia a la desgraciada muerte de su familia, y también de la importante
celebración que se avecinaba. La pareja se quedó boquiabierta al conocer las riquezas que
albergaba la Calbeia a lsa del Regocijo, así como el lujo y la opulencia en la que vivían los
cortesanos.
El escriba contestó las más divertidas cuestiones en tanto hacía esfuerzos por no
mirar a Niut más de lo que dictaba el decoro. En realidad, aquella velada supuso para él una
verdadera prueba en la que tuvo que hacer frente a emociones que no estaba seguro de
dominar. Desde el mismo instante en que vio a Niut sintió un irrefrenable deseo hacia ella.
Era una sensación desconocida para él, y que en nada se podía comparar con los
pensamientos lujuriosos que había tenido muchas noches en Karnak. La fantasía se había
desvanecido para dar paso a una realidad bien distinta, y a la vez demoledora, contra la que
no había conjuro alguno que resultara efectivo. Los milenarios textos que él tantas veces
había estudiado no hablaban de aquello, y Neferhor no tuvo otra alternativa que enfundarse
en su habitual máscara, que para todo valía, y no atisbar en el interior de su corazón.
La cena siguió su curso, y el vino se escanció generoso entre brindis y más brindis.
Neferhor se controló en la medida de lo posible, en tanto Heny trasegaba las ánforas con
una facilidad pasmosa. Incluso Niut pareció alegrarse más de la cuenta. Esta escuchaba las
consabidas historias de su marido mientras observaba a Neferhor. Su visita había supuesto
una verdadera sorpresa para ella, ya que no había vuelto a acordarse de él en todos aquellos
años. En realidad el joven nunca había llamado su atención, más allá de los juegos que
compartieron en la infancia. Ella siempre lo había considerado un meret; un pobre labriego
atado a la tierra que trabajaba sin ningún porvenir. Desde pequeña había estado convencida
de que su destino se encontraba muy lejos de Ipu. Ella había nacido para desposarse con un
príncipe, y por algún motivo había ido a caer en aquel nomo insignificante en el que los
príncipes no existían. Mil veces había maldecido a la diosa Mesjenet por haberse ocupado
de ella dentro de un vientre que no la correspondía. Mesjenet había determinado su destino
y elaborado su ka de forma inapropiada.
No había tardado mucho en darse cuenta de cuál era la realidad del mundo que la
rodeaba. Ella era hija de un capataz, y sus expectativas no podían ser satisfechas con
facilidad. Su belleza era su baza, y debía hacer uso de ella antes de que comenzara a
marchitarse, algo que, por desgracia, solía ocurrir pronto en Kemet. Heny significaba una
buena oportunidad para ella. Niut le conocía desde la infancia, y sabía la pasión que
siempre le había demostrado. Llevaba pidiéndola en matrimonio toda la vida, y ella decidió
considerar la posibilidad. La familia del pretendiente se había enriquecido durante los
últimos años, y su viejo amigo podría mantenerla apropiadamente y costear la vida lujosa
que ella deseaba llevar. Más tarde vendrían los hijos, y ellos se convertirían en parte
fundamental de sus anhelos. Serían educados como correspondía, y tendrían la posibilidad
de acceder allí donde la joven hubiera querido.
De esta forma Niut se casó con Heny quien, tal y como ella suponía, la agasajó
hasta el exceso. Hizo construir para su esposa una villa digna del nomarca y la cubrió de
joyas y costosos vestidos para que señoreara como la mujer más hermosa del nomo. Le
regaló esclavos y una vida en la que lo único que tenía que hacer era mantenerse bella.
Todo cuanto se pudiera desear crecía en aquel vergel erigido para conseguir la eterna
felicidad. Sin embargo, las cosas no resultaron ser como ella esperaba.
No fue necesario mucho tiempo para que Niut se diera cuenta de que allí no sería
feliz. Heny la abrumaba con sus regalos al tiempo que le demostraba una pasión que
parecía no saciarse nunca. La joven comenzó a agobiarse, y surgieron las primeras disputas.
Enseguida se convenció de que su marido no tenía los modales apropiados para ella, y que
por muchas riquezas que acaparara nunca le procuraría la posición social que Niut había
soñado. Sería la más rica del lugar, pero eso no era suficiente.
Las frecuentes ausencias de su esposo hicieron que ella llevara una vida regalada.
Pero, aunque estaba segura de que Heny la amaba, empezó a tener dudas respecto a su
fidelidad. La joven se había desposado sin estar enamorada, pero cumplió con sus
obligaciones conyugales sin reparos, pues era de naturaleza fogosa. Sin embargo, su
principal objetivo al hacer el acto era el quedarse embarazada. Quería tener hijos cuanto
antes; pero, por motivos que no llegaba a entender, estos no venían. Acudió a algunas hekas
para que pusieran remedio al problema, pero las hechiceras no consiguieron sino
preocuparla más, y al poco Niut comenzó a pensar que su marido tenía amantes.
Era creencia extendida que en la primera eyaculación del hombre, tras varios días de
abstinencia, se encontraba la simiente capaz de dejar encinta a la mujer. Por ello, muchos
viajeros, antes de regresar a su hogar, hacían un alto en alguna casa de la cerveza cercana
para aliviarse, y así no preñar a su esposa cuando llegaran a su casa. Esta práctica era
comúnmente aceptada por las damas que no querían tener más niños, y nadie se extrañaba
por ello. Niut creyó que su marido era aficionado a tales prácticas, y se lo imaginó en
brazos de alguna de aquellas mujerzuelas que solían frecuentar tales locales. Semejante
vulgaridad le pareció insoportable, y por mucho que su marido le jurara por la enéada
bendita que aquello era un disparate, Niut no le creyó, y su corazón comenzó a
desesperarse.
Heny, que no frecuentaba ninguna casa de la cerveza, se abstuvo de viajar durante
un tiempo para demostrar a su mujer que su simiente solo le pertenecía a ella, mas a pesar
de las constantes cópulas que celebraban, Niut no se quedó encinta; para gran pesar de su
esposo. Este comenzó a decirse que quizá su mujer fuera estéril, y ella pensó exactamente
lo mismo de su marido, ya que en su familia las mujeres siempre habían sido fértiles.
Así pasaron dos años, durante los cuales aumentó la desconfianza entre los
cónyuges, pues Niut estaba convencida de que si no daba un hijo a su esposo este acabaría
por repudiarla, y terminaría en brazos de otra mujer.
Heny, por su parte, se aficionó a beber más de la cuenta, y empezó a ver en su
esposa un bellísimo tesoro que nunca sería suyo por completo. Fue entonces cuando
comenzó a buscar nuevas amantes.
Aquella noche, mientras Neferhor les hablaba, Niut sintió en su interior algo
desconocido. Aquel tono cargado de razonamientos operaba en ella un efecto difícil de
explicar. Se sentía embaucada ante aquella voz que les relataba historias de otros lugares,
de otras gentes tan diferentes a las que ella estaba acostumbrada a tratar en Ipu. Su viejo
amigo tenía la facultad de adormecer su voluntad como si se tratara de uno de aquellos
magos que habitaban en los templos, para quienes no existían los secretos. Al observarlo, la
joven pensó en los conocimientos que debía de atesorar s derataru invitado y recordó que
ya de chiquillo era un niño inteligente. En un acto reflejo se mordió suavemente un labio.
Neferhor estaba loco por ella en aquel tiempo, como bien sabía, aunque su natural timidez
le hubiera impedido decírselo.
Durante aquella velada, Niut se percató al instante del efecto que causaba en él.
Neferhor no desaprovechaba el momento oportuno para mirarla, con gestos calculados que
captaron su interés. El escriba poco tenía que ver con su marido, ni con su fortuna. La
riqueza que ambicionaba aquel hombre no era material, y sin embargo señoreaba entre los
opulentos pues su mirada parecía ser capaz de desnudar el alma con facilidad.
Sus símbolos reales le daban un aire ciertamente poderoso, ya que portaba el sello
del dios, Nebmaatra, para abrir cualquier puerta en el país de Kemet. Muchos de los visires
y grandes prohombres de Egipto habían sido escribas reales, y Niut se convenció de que el
antiguo meret bien podría convertirse en el futuro en visir o virrey del país de Kush, pues
notaba en él una fuerza que no era capaz de explicar y que la hizo fantasear de manera
inesperada.
En el transcurso de la cena, Niut estuvo segura de leer en los ojos oscuros del
escriba, una y otra vez, el deseo contenido, y ella se estremeció.
Heny empezó a dar cabezadas, como solía ocurrirle a menudo en los banquetes.
Hacía un buen rato que se le trababa la lengua, y Niut sabía muy bien cómo terminaría la
noche. La cena había resultado espléndida, con manjares propios de la mejor mesa, que su
invitado no había perdido ocasión de alabar, aunque se mostrara comedido. Los pichones
asados habían supuesto para él toda una bendición, como reconoció en varias ocasiones,
pero el vino solo lo había degustado para hacer los honores a sus anfitriones con los
repetidos brindis que propusiera Heny.
Neferhor guardó las formas lo mejor que pudo. Su amigo e Iki hacía muchos años
que habían quedado atrás, y a medida que avanzó la velada se dio cuenta de que no había
demasiados temas de los que hablar. Más allá de la evocación de los viejos tiempos y los
chismes de Malkata, la conversación carecía de interés, y el escriba prefirió circunscribirse
a lo que le proponían sus viejos amigos. El bueno de Heny apenas sabía leer, aunque Niut
hubiera aprendido a hacerlo de forma elemental. Claro que tampoco lo necesitaba, pues
había que reconocer que la belleza de esta le desasosegaba sin remedio. Después de siete
años sus caminos habían discurrido por lugares que en nada se parecían, aunque de ello
nadie fuera culpable.
El escriba se sorprendió de la frialdad que se demostraban sus anfitriones, y no
acertó a comprender algunos reproches que se dirigieron; pero él poco sabía del amor, y
mucho menos del matrimonio, por lo que supuso que todo se debería a alguna disputa como
las que recordaba haber presenciado entre su difunto padre y su hermana, que acostumbraba
a reprender al viejo a la menor ocasión. Cuando su amigo empezó a balbucear y a
atropellarse con frases inconexas, pensó que el vino ya había hecho su trabajo, y que haría
bien en retirarse. Pero enseguida Heny comenzó a dar cabezadas, y al poco los sirvientes
acudieron a sacarlo de la sala.
Cuando se lo llevaron, Neferhor hizo ademán de levantarse para despedirse de Niut.
—De ninguna manera —indicó esta muy digna—. Hoy eres el invitado de esta casa
y espero que aceptes nuestra hospitalidad tal y como dictan las antiguas tradiciones.
Después de tantos años sin saber de ti, deseamos que te quedes a pasar la noche. Además,
será un honor alojar a un escriba real —concluyó, lisonjera.
Neferhor no pudo negarse al ofrecimiento, aunque por motivos que desconocía ardía
en deseos de abandonar la casa. Era un impulso que le invitaba a hacerlo y que, no obstante,
no pudo seguir ante los ruegos de aquella mujer a la que parecía imposible negarle nada.
Sin embargo, tuvo el convencimiento de que se equivocaba al quedarse allí, y la sensación
de que se arrepentiría.
5
Neferhor observaba la luna desperezarse por entre los lejanos farallones. Tumbado
bajo la ventana escuchaba la quietud que envolvía el lugar con los sonidos propios de la
noche. Eran tal y como los recordaba; como si el tiempo se hubiera detenido de manera
misteriosa y él continuara aún trabajando los campos de los dominios de Amón, igual que
hiciera en su niñez. El mismo aire perfumado por los arbustos de alheña; los mismos
rumores procedentes del río… Sin embargo los años habían pasado, y ahora se daba cuenta
de que sus recuerdos eran solo eso, recuerdos; espejismos de una época lejana a la que ya
no pertenecía. El encuentro con sus viejos amigos había supuesto para él una gran alegría y,
a la vez, un inesperado desencanto. Quizás el hecho de que ambos estuvieran casados había
influido en ello, hasta llegar a originarle aquella sensación de encelamiento que se negaba a
admitir. Sin duda aquel desenlace le había supuesto una sorpresa inesperada y, en cierto
modo, el final de su relación con una fantasía que le había acompañado durante muchas
noches en la soledad de su celda. Él comprendía muy bien lo absurdo que resultaba
semejante ilusión y, no obstante, había formado parte de ella con la esperanza de que algún
día se hiciera realidad.
Durante aquella velada dicha situación se había hecho presente en toda su magnitud,
y le había ayudado a comprender su propia estupidez y lo poco que conocía acerca de
determinadas cuestiones.
Heny era parte de aquel espejismo y ello le había entristecido, ya que nada podía
cambiarse. El que su amigo se hubiera casado con Niut le parecía algo natural, dadas las
circunstancias, y se censuraba a sí mismo por no haberlo reconocido como tal. Justo era
admitir que la aparición de Niut había cegado su razón hasta impedirle aceptar los hechos.
Simplemente no estaba preparado para una impresión como aquella, y se había visto
obligado a realizar ímprobos esfuerzos para sobreponerse a ello. Sin embargo, algo le
quemaba las entrañas. Era igual que un fuego al que no sabía cómo hacer frente, que le
había ido devorando lentamente durante el transcurso de la cena. De nada le valía el
disimulo contra algo así, pues ni las máscaras que acostumbraba a ponerse surtían efecto.
Representaba una atracción a la que le resultaba imposible resistirse, y que le impulsaba a
mirar a Niut una y otra vez, con el corazón inflamado. Trató de hacer acopio de toda su
capacidad de autodominio para desviar su atención de aquella mujer capaz de sofocarle,
pero fue inútil. Su corazón se hallaba a merced de una pasión que se hacía corpórea después
de años en los que él mismo la había alimentado en la soledad del templo.
Neferhor se sintió perd coCuu aido al notar cómo su miembro se desperezaba a los
compases de las miradas que Niut le regalaba. Se sentía atrapado por ellas, pues le
resultaban tan cálidas que le invitaban a ser su prisionero. Ella era mucho más hermosa de
lo que se había imaginado en sueños, y sin poder remediarlo sintió unas irrefrenables ganas
de poseerla, en tanto sufría una embarazosa erección. Él la miró como quien es sorprendido
perpetrando alguna travesura, y se convenció al instante de que aquella diosa era consciente
de cuanto le ocurría.
Neferhor se movió incómodo en la cama. La luna había terminado por alzarse en su
cuarto creciente e iluminaba suavemente la habitación para llenarla con su misterioso
influjo. Desnudo, el escriba volvió a notar el deseo que había experimentado durante el
banquete, y sin poder evitarlo se acarició en silencio. Al poco notó que su miembro le
quemaba, y se rebeló contra su propio ardor, dando vueltas entre las sábanas. Entonces
entró en una suerte de extraño sopor que parecía mantenerle en duermevela. Los sueños y la
tenue luz que entraba por la ventana se daban la mano hasta parecer formar parte de una
misma irrealidad que terminó por atraparle.
Sin embargo, aquella especie de fantasía parecía dispuesta a hacerle participar de
ella, como si en la misma habitación tuviera lugar la escena que empezaba a desarrollarse
en su sueño. Una sombra se movía sigilosa a través de la misma, huyendo de la luz hasta
aproximarse al lecho. Allí observaba la respiración profunda del escriba, y cómo su cuerpo
parecía empapado por el sudor producido por la llama que lo consumía. El espectro
aparentaba conocer su origen, ya que se aproximó aún más al yacente, satisfecho de cuanto
contemplaba.
Neferhor fue consciente de su presencia, y le invitó a entrar en su letargo. Al
principio no era más que una silueta que se difuminaba como si fuera etérea pero que, no
obstante, resultaba perceptible. Esta lo observaba con atención, y luego se le aproximó
hasta rozar su piel sudorosa. El tacto era tan suave que el escriba se sintió invadido por un
bienestar que le hizo exhalar un suspiro. Mas las caricias parecieron hacerse reales a la vez
que se extendían por todo su cuerpo. Entonces Neferhor intentó abrir los ojos, pero sus
párpados le pesaban tanto que le resultaba inútil luchar contra ellos. No obstante podía ver
cuanto ocurría a su alrededor. La sombra pugnaba por hacerse real, y el escriba pensó que
quizá se tratara de un súcubo que venía a visitarle. Desde el Amenti, alguno de sus
demonios había acudido en aquella hora para transmitirle algún mal, o insuflarle el soplo de
la muerte. «El soplo de la muerte penetra por el oído izquierdo», le habían advertido
muchas veces los sacerdotes, y él se había acostumbrado a dormirse sobre ese lado.
Pero pronto se dio cuenta el escriba de que no se trataba de ningún genio infernal.
Eran las yemas de unos dedos las que se deslizaban por su piel para crear dibujos ilusorios
que le proporcionaban placer. Ahora veía claramente la figura que lo acompañaba, aunque
no acertaba a reconocerla. Al intentar incorporarse sintió cómo unas manos se lo impedían,
y escuchó un suave siseo que le ordenaba que obedeciera. Él permaneció tendido, envuelto
en la penumbra, dejándose hacer tal y como le pedían.
El tacto suave acabó por convertirse en un roce cierto. Unas manos se deslizaban
aquí y allá para estimular sus sentidos con cada caricia. Era un sueño extraordinario, como
nunca había tenido, y Neferhor participaba de él como si en verdad fuera real. Él estiraba
sus brazos, ansioso, pero nsioso, la sombra se escabullía una y otra vez, resultando
imposible tocarla. Entonces notó cómo aquellos dedos se volvían más atrevidos, hasta
despertar en él las primeras oleadas de placer. El escriba se agitó inquieto, y otra vez
intentó incorporarse, pero de nuevo se lo impidieron. Ahora percibía claramente su
miembro inflamado, y también como se apoderaban de él para frotarlo con habilidad. Los
gemidos se hicieron presentes con la desesperación de quien no es capaz de participar
plenamente. En su sueño, Neferhor pugnaba por levantarse para reunirse con aquella
especie de aparición que era incapaz de ver, pero una fuerza misteriosa se lo impedía. En
ese momento la figura se hizo más atrevida y él sintió unos labios sobre su piel, y cómo la
exploraban, muy lentamente, a la vez que una lengua se deslizaba para aventurarse hasta
donde nunca nadie había llegado. Resultaba un placer desconocido al que le era imposible
renunciar, pues se apoderaba de algo más que de su cuerpo. Neferhor creyó que su mismo
ka, su esencia vital, participaba de aquellos goces que aumentaban con cada caricia para
ofrecerle un escenario irreal. Aquella debía de ser la antesala al santuario de Hathor, la
diosa del amor, que le llamaba a su presencia para hacerle partícipe de los más excelsos
goces. Solo así podía comprender cuanto ocurría.
Sin embargo, el sueño parecía cobrar más realismo con cada roce. Aquellos labios
subieron desde su vientre, zigzagueando como hacían las víboras cornudas, depositando su
veneno en pequeñas dosis con cada mordisco que le propinaban. Ya próximo a su cuello,
Neferhor extendió las manos y pudo reconocer, al fin, el contorno de la sombra que se
había hecho corpórea. Recorrió sus formas, incrédulo de que un cuerpo semejante se
hubiera avenido a visitarle para formar parte de su ensueño. Neferhor se aferró a sus nalgas
y sintió cómo unos pechos se aplastaban contra él, en tanto le mordisqueaban el cuello. Su
amante suspiró de placer al sentir la dureza de aquel miembro que la quemaba, y con
habilidad se colocó sobre él para hacerlo suyo muy lentamente. El escriba vio por primera
vez la silueta que se recortaba a través de la claridad que entraba por el ventanal. Era el
cuerpo de una diosa, sin duda, una imagen de formas perfectas que cabalgaba sobre su falo
con la cadencia de quien estaba dispuesta a obtener placer de cada movimiento. Con cada
contoneo, la diosa arrancaba gemidos desesperados de aquel esclavo que yacía bajo su
poder, sin que este supiera qué suerte de prodigio obraba en aquella hora. El escriba alzaba
sus manos para acariciarle los pechos con torpeza; con la inexperiencia propia del que
nunca lo había hecho con anterioridad. Pero a la diosa no le importaba. Aquel era un acicate
más que la impulsaba a tomar el cuerpo de aquel simple mortal que nada sabía sobre el
amor. Ella notaba su virilidad dentro de sí y la manejaba a su antojo; hasta medir cada
embate a fin de alargar su carrera, ya que percibía con nitidez cómo aquel hombre se le
entregaba por completo.
Neferhor no podía sino dejarse llevar. Se sentía transportado a lo desconocido, pues
no sabía cuál sería el final de aquella frenética cabalgada. Él deseaba que no acabara nunca,
y se aferraba a aquel cuerpo con la desesperación de quien ha encontrado un tesoro del que
ya nunca estaría dispuesto a desprenderse. La soledad de sus noches pasadas en Karnak
quedaba al descubierto para presentarle su cara más sórdida. Aquella que le había llevado a
frecuentar prácticas con las que creía poder vencer al amor, del que había supuesto no
necesitar nada. Pero ahora, mientras yacía a merced de su embrujo, comprendía su
formidable poder; su capacidad para transformar a quienes se rinden a él; la fuerza de su
amarre. Su propia naturaleza así se lo recordaba con cada moa con cavimiento de la diosa.
Aunque el escriba hubiera intentado renunciar a ella, esta seguía viva, agazapada, como
suele ocurrir, a la espera de una oportunidad para hacerse presente y demostrar que era
imposible huir de ella.
Muchas noches, Neferhor había sentido su presencia para rebelarse ante esta, a los
deseos que en ocasiones le reconcomían y que él atribuía a una llamada de la lujuria a la
que debía combatir. Por eso había permanecido célibe hasta una edad en la que nadie en
Egipto lo era. Detrás de aquella palabra existía una cara de la que no podría olvidarse
jamás. Ese había sido su triste secreto desde su niñez. La lujuria había traído aparejada la
desgracia a su familia, y tenía un rostro: Hekaib. Un hombre al que nunca perdonaría.
Sin embargo, la diosa que lo manejaba con la magia de Isis le había hecho enterrar
aquellos recuerdos. Él se sentía flotar en sus manos, libre de preocupaciones, como si en
verdad se hubiera despojado de todas sus miserias y se elevara dichoso por primera vez en
su vida. Nunca pensó que pudiera existir un sueño semejante, y se le ocurrió que quizá se
hallara en realidad disfrutando de los placeres del paraíso, aunque no recordaba haber
pasado por el Tribunal de Osiris.
Neferhor parpadeó de forma repetida para intentar ver mejor a su amante. Esta había
empezado a gemir con más desesperación, y se arqueaba de vez en cuando para exhalar un
murmullo lastimero. Él notó aumentar su excitación con cada movimiento, hasta correr
desbocado hacia un final que no podía controlar. Entonces se aferró con mayor frenesí aún
a aquellas caderas de las que no quería soltarse jamás. La diosa le comprendió al momento,
pues comenzó a imprimir a estas un ritmo infernal ante el que resultaba difícil ahogar los
gemidos. Neferhor vio cómo en el camino por el que galopaba se abría una puerta por la
que se precipitaba rodeado de un placer inmenso, como nunca había experimentado. En ese
momento sus ojos se abrieron por fin para ver la cara de la diosa que le había transportado
hasta los Campos del Ialú. Un haz de luz plateado incidía sobre su rostro mientras ella le
sonreía, y Neferhor creyó encontrarse ante una aparición celestial. Niut en persona había
venido a visitarle.
Exhaustos, ambos amantes cayeron desfallecidos, envueltos en el manto que solo la
pasión era capaz de tejer. Sus cuerpos, sudorosos, permanecían todavía unidos, como si
quisieran compartir hasta la última gota de sus propias esencias. El escriba trataba de poner
orden en su corazón, pero no podía, se sentía incapaz a llamar a la puerta de la razón, como
si en verdad viviera una ilusión. Sus manos se aferraron de nuevo al cuerpo de su amada,
para convencerse de que estaba allí, tal y como pensaba. Niut, el objeto de sus
pensamientos durante años, lo había llevado de la mano a través de una nueva dimensión.
Pero ¿cómo era posible? ¿Qué tipo de hechizo se había obrado aquella noche? Aquello no
podía ser sino cosa de hekas.
Niut se abrazó a él mientras tomaba aliento.
—Elegí mal —le susurró al oído—. Nunca pensé que regresarías. Ahora soy parte
de tu sueño.
Neferhor parpadeó pesadamente, cual si el sopor lo invadiera por completo. Le
pesaban tanto los párpados, que a duras penas podía fijar la mirada en su amante.
—Eres parte de mi sueño —repitió el escriba con un hilo de voz.
Mas ya no podía verla. Sus ojos se cerraban de nuevo y él se abandonaba en su
letargo. Un sueño que deseaba que no acabara nunca.
6
Neferhor navegó Nilo abajo con la impresión de que Egipto se presentaba ante él en
toda su inmensidad. Cada recodo del río le reservaba una nueva sorpresa, algo que llamaba
su atención y le hacía comprender la diversidad que encerraba Kemet. Aquella era una
tierra de faraones, pero también de frondosos palmerales y desiertos sin fin, de miles de
especies que llenaban de vida el valle y de gentes dispuestas a honrar a los dioses cada día,
aun en su pobreza.
Pronto se acostumbró a recibir el saludo de los campesinos que se inclinaban al paso
de su falúa, y también a ver surgir de entre la espesura templos centenarios erigidos para
mayor gloria de los dioses, y que parecían dispuestos a ver pasar los milenios, acaso para
contar sus propias historias a los tiempos venideros.
Cuando la nave atracó en Menfis, en medio del bullicio de su puerto, Neferhor
respiró aquel ambiente cosmopolita cargado de antigüedad. Ineb-Hedj, la Ciudad del Muro
Blanco, le daba la bienvenida con su cara acostumbrada de calles atestadas de gentes
dispuestas a buscarse la vida cada día, y que hacían de la capital un enorme crisol en el que
se mezclaban las pasiones humanas.
La ambición y la virtud convivían allí a diario, y sus más de quince siglos de
historia habían dejado en la urbe una pátina invisible que, sin embargo, podía sentirse en
sus callejuelas, o respirarse en cada esquina como un perfume milenario al que los
ciudadanos no estaban dispuestos a renunciar.
Ineb-Hedj era tan vieja como el propio país de las Dos Tierras. Allí los palacios se
levantaban desde tiempos inmemoriales y los edificios de la administración habían sido
testigos privilegiados de la historia de Egipto, de su ruina y también de su grandeza.
Resultaba imposible comparar Menfis con la lejana Tebas. La Ciudad del Muro Blanco era
una urbe que trascendía al propio país, ya que en ella se daban cita gentes de la más diversa
condición llegadas desde todos los puntos del mundo conocido. Muchos extranjeros se
habían establecido en Menfis, donde podían hacerse buenos negocios. Su puerto, Per Nefer,
el Buen Viaje, era lugar de obligada recalada para los mercantes que se atrevían a navegar
las aguas del Gran Verde, y que unían comercialmente lejanas ciudades bañadas por aquel
mar que a los egipcios tanto les disgustaba. El Gran Verde era un dominio de Set, el terrible
señor de las tormentas, y lo mejor era no aventurarse en él.
Aquella capital abierta al mundo conocido poco tenía que ver con Waset. Tebas
había pertenecido durante muchos siglos al Egipto profundo, donde las tradiciones y
costumbres apenas habían cambiado. Sus paisanos se tenían por fieles devotos de los
ancestrales dioses, y su capital era considerada por muchos como la reserva espiritual de la
Tierra Negra. No fue sino hasta la llegada de los faraones guerreros cuando Tebas se abrió
al mundo por primera vez. Los inmensos tesoros conquistados enriquecieron a su templo de
Karnak e hicieron de la ciudad un emporio comercial en el que las grandes caravanas se
detenían a negociar las más valiosas mercancías.
Amenhotep III había embellecido Tebas como ningún otro faraón, y aun así
continuaba siendo una pequeña capital a la que el dios Amón había elevado en importancia.
Sin embargo en Menfis era sencillo perderse, como Neferhor pudo comprobar,
aunque pasear por sus antiguos barrios le resultara una experiencia que nunca olvidaría.
Percibió enseguida aquel aire de independencia que despedía la metrópoli, y le agradó la
sensación de poder deambular libremente sin que nadie se fijara en lo que hacía. El lugar le
gustaba, y dio gracias por anticipado a los dioses por las maravillas que le tenían
reservadas.
Durante meses, Neferhor recorrió la región menfita en busca de los antiguos ritos
que le habían llevado hasta allí. El nomo rebosaba de historia, y el escriba se rindió ante la
grandeza de un tiempo que parecía perderse entre los velos del misterio. Sus pesquisas le
llevaron a visitar los enclaves levantados por los dioses hacía más de mil años. Cuando sus
pasos le condujeron hasta Guiza, Neferhor se sintió asombrado ante lo que veían sus ojos, y
tan insignificante que pensó en el enorme poder que debieron de detentar los antiguos
faraones. Nada podía compararse con los ciclópeos monumentos que se ele-vaban en
aquella meseta. El propio templo de Karnak resultaba minúsculo al compararlo con las
pirámides que se alzaban hacia el cielo para unirse con Ra en todo su esplendor. La caliza
blanca de sus caras, purísima, refulgía ante los rayos del sol para crear destellos sin fin,
como si hubiera infinitos espejos que reflejaran la luz del padre de los dioses. Era un efecto
cegador que llevó al joven a recordar los cultos solares de que le hablara Huy, y ahora se
daba cuenta de su verdadero alcance.
La gran pirámide le invitó a reflexionar sobre determinados aspectos. El mismo
significado del monumento quedaba a la vista para todo aquel que estuviera dispuesto a
comprenderlo. Era una maravilla del genio humano, un desafío para los dioses creadores,
un alarde de poder, pero sobre todo una representación de la inmortalidad. Aquellas
pirámides se habían ideado con la intención de que fueran eternas, como lo era el alma. El
ba de los dioses que se hicieron enterrar en ellas se uniría a los creadores que habitaban
junto a las estrellas circumpolares en una suerte de mágica simbiosis que gravitaría sobre el
propio país de Kemet. Egipto quedaría cubierto por el manto protector que sus antiguos
faraones tejieron para velar por su pueblo ante los dioses, y lo harían hasta el fin de los
tiempos.
Cuando Neferhor fue atendido por los sacerdotes que todavía rendían culto a Khufu
en el pequeño templo que se mantenía junto a su pirámide, entendió el auténtico significado
de la monstruosa edificación; su verdadera razón de ser, que iba más allá de un mero
enterramiento real. Khufu, Keops, había decidido inmortalizarse para permanecer en Egipto
hasta que los dioses vieran cumplidos los días. La pureza de aquel enclave no tenía
parangón, y Neferhor tuvo una idea clara de lo que encerraba la fiesta Heb Sed.
El escriba repasó cuantos archivos encontró en su camino e hizo una visita a la
enigmática esfinge que vigilaba el oriente. Su expresión le subyugó, y se animó a ver la
estela erigida entre sus patas delanteras por orden de Tutmosis IV. Al rememorar la historia
recordó su conversación con Amenhotep, hijo de Hapu, y decidió leer las palabras grabadas
en la piedra:
«Un día ocurrió que el príncipe Tutmosis había salido de paseo a mediodía…»
Egipto estaba de luto. Un hecho terrible había tenido lugar para cubrir de pesar a las
gentes del valle. El corazón del dios se hallaba roto en pedazos pues su heredero, el
príncipe Tutmosis, había sido llamado a la Sala de las Dos Justicias inesperadamente. El
joven había aparecido muerto sin que nadie se explicase cuál había sido la causa.
«Sekhmet le envió su cólera con alguna extraña enfermedad», aseguraron los
médicos en Menfis.
Nebmaatra apenas podía dar crédito a semejantes palabras. Desesperado, el faraón
rugía en su palacio incapaz de aceptar la noticia. ¿Acaso no había honrado a Sekhmet como
se merecía? ¿Acaso no había sembrado el país de la Tierra Negra con sus estatuas para
apaciguar su ira? Él mismo había erigido nada menos que setecientas treinta imágenes de la
diosa leona en su templo de Millones de Años, su templo funerario. Trescientas sesenta y
cinco sedentes y otras tantas de pie, dos por cada día del año. Mas Sekhmet resultaba
imprevisible, como el dios bien sabía, y había decidido castigarle con la pérdida de su
primogénito.
Todo el país de Kemet se preguntaba cómo había podido ocurrir una cosa así. El
príncipe Tutmosis era jefe de los Artesanos, sumo sacerdote de Ptah y, por ende, máxima
autoridad de su clero. Sekhmet era esposa del dios Ptah, y por este motivo estaba
íntimamente ligada a su primer profeta.
Muchos veían una mano extraña en aquello y un golpe terrible para sus futuras
aspiraciones. Los sacerdotes de Karnak cayeron en un mutismo que no vaticinaba sino
sombrías consecuencias. Su primer profeta había sido destituido como visir del sur apenas
un año antes, y hacía tiempo que ya no controlaban al resto de cleros. Precisamente era el
príncipe fallecido quien ostentaba el cargo de director de los Profetas del Sur y del Norte, y
ahora el futuro se presentaba poco propicio para sus pretensiones.
Huy advertía en aquel hecho luctuoso una catástrofe que podía reportar
insospechadas consecuencias. Tutmosis había sido educado para gobernar Kemet algún día,
y la situación que se creaba tras su inesperada muerte era difícil de calibrar. El país de la
Tierra Negra bullía de rumores y especulaciones, pero la única realidad era que el príncipe
Amenhotep era ahora el heredero de la doble corona y que, desgraciadamente, no estaba
preparado para gobernar.
Amenhotep, hijo de Hapu, reparaba en este detalle mejor que nadie. Como Primer
Amigo del faraón conocía a su familia desde hacía muchos años, y sabía perfectamente de
la extraña personalidad del segundogénito. Este a veces parecía encontrarse ausente durante
horas, y su trato no era fácil; incluso para con sus hermanas.
Su madre, la reina Tiyi, ejercía un gran ascendiente sobre él. Amenhotep era su
único hijo varón, y si este llegaba a faraón ella se aseguraría su poder como mut-nisut,
Madre del Rey, y conservaría una gran influencia sobre las cuestiones de Estado.
Después de que se celebraran los ritos funerarios pertinentes, Huy se centró más que
nunca en las tareas de gobierno, con la esperanza de controlar la nueva situación y
garantizar un equilibrio que diera estabilidad al país en el futuro. La inminente celebración
del jubileo requería de toda su atención y el faraón le nombró su maestro de ceremonias
durante el festival. Aquello suponía un honor sin precedentes, ya que el dios acudiría a la
conmemoración en compañía de su heredero como gran oficiante. El príncipe Tutmosis
había sido designado para ello, y ahora que había fallecido, Nebmaatra había decidido
poner su confianza, en un acto tan importante como aquel, en su bienamado Huy.
Semejante comportamiento ponía en evidencia al príncipe Amenhotep, y dejaba ver
la poca confianza que tenía su padre en él. Con apenas quince años cumplidos, el heredero
no estaba a la altura para dirigir una festividad de tal complejidad. Todo recaería sobre las
espaldas del viejo Huy, y hasta la reina Tiyi estuvo de acuerdo.
A Neferhor todos aquellos acontecimientos le daban que pensar. Era consciente de
las ambiciones que recorrían los pasillos de Malkata, y también de lo difícil que podía
llegar a ser controlarlas. Tras su regreso del Bajo Egipto, el escriba tenía una idea clara de
lo que representaba el jubileo que se avecinaba, y también lo que podía esconderse detrás.
Para él, Huy se había convertido en una suerte de genio digno de ser divinizado; un hombre
cuya talla superaba la de cualquier otro que hubiera conocido; a sus ochenta años, su
lucidez era extraordinaria.
—Ya tengo casi ochenta años —le dijo un día el anciano—, aunque espero llegar a
los ciento diez. Como tú muy bien sabes, es la edad perfecta para visitar el mundo de los
muertos según los viejos papiros.
Aquellas palabras las decía convencido de que podían hacerse realidad, y Neferhor
deseaba que así fuera aunque le pareciera una exageración. Su trabajo en las necrópolis
menfitas había sido alabado por Huy, quien se había mostrado muy satisfecho por las
explicaciones que había recibido del escriba, y los oficios podrían celebrarse tal como se
realizaran mil quinientos años atrás.
Huy encargó a Neferhor que visitara los emplazamientos en los que iba a tener lugar
la fiesta Heb Sed. Por ello, una mañana se dirigió a la mansión de Millones de Años que
Amenhotep III había edificado al norte de Per Hai, a un kilómetro y medio de distancia.
Neferhor no había tenido oportunidad de verla con anterioridad, y cuando estuvo
ante ella enmudeció de asombro. Huy se había superado a sí mismo, y había levantado un
templo sin parangón, rodeado de un muro de ladrillo con enormes pilonos que daban acceso
a una larga vía procesional a cuyos lados se alzaba un gran número de estatuas del faraón
de granito, cuarcita y alabastro. La diosa Sekhmet se hallaba por doquier para mostrar su
forma leontocéfala esculpida en granito negro. Al escriba le llamó la atención el lago
interior, que se llenaba cuando el Nilo presentaba su crecida, así como el magnífico templo,
construido con fina piedra caliza, cuyas paredes estaban revestidas de oro y donde sus
suelos eran de plata. «Nunca se había visto algo igual en Kemet», le aseguraban, pues hasta
las puertas de acceso al templo eran de oro puro. Aquel era el mayor templo funerario
construido jamás, y Neferhor calculó que debía de tener una supeener unarficie aproximada
de unos ciento cincuenta seshat, treinta y ocho hectáreas. De una u otra forma todos los
dioses de Egipto se encontraban en aquel recinto, y el escriba comprendió que el faraón se
uniría a ellos durante la celebración de su jubileo. Sobre un monolito de granito, la imagen
esculpida de un escarabajo se alzaba enigmática; tal como si vigilara el templo. Luego el
escriba se percató de que había tres más, cada una situada en uno de los puntos cardinales,
y que representaban a Khepri, símbolo del renacimiento.[12]
En el complejo, Huy no había omitido ningún detalle. Había edificios para acoger al
personal de servicio, grandes almacenes en los que se guardaban los alimentos y abundante
ganado para que el faraón dispusiera de todo lo necesario en la otra vida y su culto quedara
asegurado.
Junto al templo, Nebmaatra había ordenado levantar una estela hecha de oro y
piedras preciosas, y el joven se aproximó impresionado por el fulgor que desprendía bajo
los rayos del sol.
«Es un monumento de eternidad y para siempre —empezó a leer—. Construido con
piedra caliza revestida de oro en su totalidad…»
Neferhor continuó con su lectura, en la que se relataban todas las maravillas que
había en el templo. El texto finalizaba así: «… se alzan los mástiles fabricados con oro
puro. Es semejante al horizonte del cielo cuando Ra surge en él».[13]
Sin duda el dios había preparado a conciencia su festival, y el gran Amenhotep, hijo
de Hapu, había hecho posible que toda aquella magnificencia se desbordara como si en
realidad se tratara de Hapy, el señor de las aguas. Pero el limo benefactor se había
transformado en oro, y toda la tierra de Egipto brillaba como si en verdad el sol habitara en
ella.
Cuando Neferhor abandonó el recinto se detuvo para admirar las impresionantes
estatuas que Men, el escultor real, había tallado allí mismo. Huy se había encargado de
pregonar a los cuatro vientos la hazaña que había supuesto trasladar aquellas dos moles
pétreas hasta el templo funerario. Al anciano no le faltaba razón al vanagloriarse por ello,
pues no se recordaba una proeza igual. Huy había transportado por barco las piedras desde
las canteras de Gebel-El-Ahmar, próximas a Heliópolis, setecientos kilómetros al norte de
Tebas. Los bloques eran de cuarcita, y tras esculpirlos se convirtieron en dos enormes
estatuas de veintiún metros de altura y cerca de mil toneladas de peso cada una.
—Nadie hizo nunca nada semejante —se jactaba el viejo Huy—. Alcanzaré los
ciento diez años.
Men, «el que da la vida», había hecho honor al sobrenombre con el que eran
conocidos los escultores para esculpir en la durísima piedra al señor de las Dos Tierras en
todo su esplendor. A Neferhor le pareció que la elección de aquel material no podía haber
sido más acertada, ya que la piedra era roja, color íntimamente asociado con el culto solar.
Ambos colosos representaban al faraón sentado en su trono. El situado al sur tenía grabadas
imágenes de su Gran Esposa Tiyi, junto con una de sus hijas, y en el situado al norte podían
apreciarse a los dioses del Nilo tallados en los laterales mientras anudaban los símbolos del
Bajo y el Al Bajo y to Egipto: el papiro y el loto. A su lado se encontraba Nebmaatra, el
señor de Kemet, junto a su madre la reina Mutemuiya.[14]
Dos colosos que trascenderían los tiempos como el dios y Huy deseaban.
En realidad, eran tantas las obras emprendidas durante aquel reinado que algunas no
podrían estar listas en el momento de la celebración del Heb Sed. Tal era el caso del
Santuario Meridional, el templo de Luxor, Ipet Reshut, el santuario de Amón, lugar de su
nacimiento, que se conectaría con el templo de Karnak como parte de un conjunto ritual
situado en el extremo sur de Tebas. En él se celebraba la fiesta Opet, mediante la cual el
faraón renovaba su esencia divina gracias a Amón, con el que se unía en la intimidad de
aquel templo para renacer como su hijo carnal a la vez que reafirmaba sus derechos sobre el
gobierno de Egipto.
Huy acometió aquella magna obra en tres fases. Primero se demolieron los antiguos
templos edificados por Hatshepsut y Tutmosis III para erigir un templo nuevo, con sus
capillas correspondientes, en piedra arenisca. Se trabajó durante más de diez años antes de
abordar la siguiente fase, en la que se construyó el gran patio solar con columnas
lotiformes. La tercera fase se hallaba en sus comienzos, y en ella estaba previsto erigir una
gran columnata con siete pares de enormes columnas, cuyos capiteles papiriformes se
elevarían hasta los trece metros de altura.
Se trataba de una obra de gran complejidad ritual y arquitectónica, ya que los
oficios que allí se celebrarían requerirían una liturgia impregnada de misticismo y
simbología que llevarían al faraón hacia una comunión perfecta con el rey de los dioses.
Los arquitectos encargados de llevar a cabo la obra se llamaban Suty y Hor, y eran
hermanos gemelos. Ambos se repartieron el trabajo de tal modo que Suty se encargaba de
la parte occidental del proyecto y Hor de la oriental. Los dos hermanos eran muy populares
en Per Hai y, como arquitectos reales que eran, gozaban de gran consideración, sobre todo
por parte de Huy, quien admiraba su genio.
Neferhor sintió una profunda emoción cuando paseó por Tebas, aunque se
abstuviera de visitar Karnak. Se preguntó cómo se encontrarían sus viejos amigos,
Wennefer y Neferhotep, el bueno de Sejemká o Nebamón, a quien tanto le debía. No sabía
nada de ellos, aunque decidió seguir los consejos que Huy le diera en su día y no
averiguarlo. Si Amón había resuelto que abandonara su disciplina, él no tenía intención de
discutirlo. Durante aquel año que llevaba fuera de Karnak, Neferhor había abierto sus ojos a
un Egipto diferente que le proporcionaba nuevas perspectivas. Él mismo había cambiado al
conocer una parte de sí que había permanecido dormida y a la que siempre había dado la
espalda. Ahora percibía la complejidad que habitaba más allá del estudio de los sagrados
textos, y la prudencia que exhibía Huy siempre en sus juicios. Haría bien en seguirlos, pues
intuía aquella sutil amenaza que esperaba, agazapada, el momento de presentar su
verdadera cara.
11
Neferhor tardó poco tiempo en ser conocido en la Casa del Regocijo. En realidad el
complejo palaciego acogía a una pléyaide de funcionarios, artistas y servidumbre que a la
postre eran como una gran familia en la que todos sus integrantes estaban al tanto de lo que
hacían los demás. Los rumores y chismes eran cosa diaria, y no se tardó mucho en hacer a
Neferhor víctima de ellos.
—Estudió los símbolos sagrados en la Casa de la Vida del padre Amón, aunque, al
parecer, su impiedad hizo que lo expulsaran —comentaban algunos.
—¡Un impío en Karnak! —exclamaban, divertidos—. Qué barbaridad, cómo han
cambiado los tiempos.
—Y que lo digas. Algo grave tuvo que hacer para que lo expulsaran, ya que
aseguran que es docto en todo lo referente a los antiguos textos y muy hábil con las cifras
—cuchicheaban.
—Hay quien dice que tuvo amores con la mujer de uno de los profetas, y que todo
se tapó de la mejor manera posible —señalaban en los corrillos.
—¿Tú crees?
—No me extrañaría nada.
—¿Os habéis fijado en sus orejas? —apuntaba otro—. Dudo de que con semejantes
apéndices pueda conquistar a la esposa de un profeta.
Aquellos comentarios levantaban una gran hilaridad y eran muy aplaudidos en los
pasillos de palacio; por ello, no fue de extrañar que el joven escriba fuera bautizado con el
sobrenombre de najawy, o lo que es lo mismo, «el orejas». Hasta el punto de que cuando le
veían aparecer bromeaban en voz baja: que viene Najawy, que viene Najawy.
Neferhor no tenía ni idea de tales chanzas, y se limitaba a saludar a aquellos que le
sonreían a su paso sin imaginarse las burlas que hacían de él. Claro que allí casi todo el
mundo tenía un apodo, aunque el suyo fuera de los más celebrados.
El escriba estaba alojado en una de las villas destinadas a los altos funcionarios.
Tenía unos amplios habitáculos, con baño incluido, que a Neferhor le parecían
excesivamente lujosos y, en cualquier caso, más de lo que necesitaba. Acostumbrado a vivir
en una choza de adobe o en las frías celdas del templo, aquellos aposentos eran una
manifestación más de la magnificencia de Malkata.
Como el jubileo se encontraba ya próximo, el joven tuvo oportunidad de conocer a
todos los altos funcionarios que, de una u otra forma, se hallaban involucrados en la
preparación del festival. Así trabó amistad con Amenemhat, al que todos llamaban Surero,
que era jefe de los escribas y mayordomo real; con Kiaemjat, que también era colega suyo
y supervisor de los Graneros del Bajo y Alto Egipto; y con Kheruef, un personaje muy
unido a la pareja real que detentaba el cargo de intendente real del Dominio de la Gran
Esposa Real Tiyi. Era por tanto confidente de la reina y del faraón, Amigo Único de este y
Bastón del Pueblo. Kheruef era íntimo amigo de Huy y, como devoto del dios Thot, se
encariñó con Neferhor, del que le encantaba su nombre. Pero más allá de la estrecha
relación de amistad que todos estos personajes tuvieran entre sí, existía un nexo de unión
que no era otro que sus simpatías hacia el clero de Amón, aunque las mantuvieran veladas.
El padre de Surero había sido inspector de los Rebaños de Amón y Kheruef, además
de fiel servidor de la corona, era un hombre muy piadoso de los dioses y defensor de las
viejas tradiciones.
Todos ellos eran leales a Nebmaatra, aunque abrigaran reservas sobre lo que el
futuro depararía al país de Kemet.
Huy sorprendió una tarde a Neferhor al presentarle a la princesa Sitamón. Se trataba
de la hija mayor del faraón y la reina Tiyi, de la que Huy había sido preceptor y cuyos
dominios además administraba. El anciano quería a la princesa como si fuera hija suya, y
ella le correspondía de igual forma. Con motivo de la festividad Heb Sed, Amenhotep III
había decidido desposarse con su primogénita y nombrarla hemet-nisut-weret, Gran Esposa
Real. De haber nacido varón, Sitamón hubiera heredado la doble corona de Egipto, y al
casarse con el faraón, en un enlace incestuoso, se garantizaba la pureza de la sangre de su
linaje divino. Hacía siglos que no se llevaba a cabo una unión de aquel tipo, y tanto
Nebmaatra como Tiyi se mostraban felices ante el acontecimiento.
Todo el país se había sorprendido por aquella noticia que no hizo sino alimentar la
desconfianza en determinados círculos. Tiyi no daba puntada sin hilo, y en aquella
maniobra se podía entrever su mano. El faraón siempre había sido muy activo,
sexualmente, y la reina lo conocía como ninguna otra persona en Kemet. Ya en la madurez,
Tiyi no se molestaba lo más mínimo ante el ejército de concubinas que revoloteaban
alrededor de su divino cónyuge. Ella era mucho más que una esposa; era su consejera y
gran amiga, aquella que velaba por él y por el futuro de su familia.
Las conexiones políticas que la reina sostenía con los soberanos extranjeros eran
fluidas, y mantenía una permanente vigilancia sobre los asuntos de Estado. Su augusto
esposo podía disfrutar de cuantas aventuras de alcoba deseara, algo habitual por otra parte
entre los reyes, pero la continuidad de su casa no podía verse amenazada por la primera
aventurera que se cruzara en el camino del faraón. Para Tiyi, el matrimonio entre su hija
mayor y su marido representaba toda una garantía en este sentido, y un mensaje para
aquellos que albergaran aviesos propósitos.
Sitamón había sido educada con arreglo a las tradiciones, y estaba preparada para
convertirse en Gran Esposa Real si se casara con su hermano, mas el enlace con su padre
había supuesto una sorpresa incluso para la propia reina.
Huy, que la conocía bien, sabía de la desazón que provocaba en la princesa el
alcanzar el mismo rango que su madre, aunque se abstuviera de hacer ningún comentario al
respecto. El anciano pensaba que Sitamón pertenecía a una época que corría el peligro de
desaparecer, y la amaba más que nunca.
La princesa demostró sus simpatías, desde el primer momento, hacia el joven
escriba que su viejo mentor le presentó. Neferhor causó en ella un gran efecto, y Sitamón
vio en él la impronta del sello que los grandes de Egipto habían llevado durante milenios.
Aquel joven era un elegido de la Tierra Negra, y a ella no le cupo la menor duda al
respecto.
—Tus estudios guiarán mis pasos y los de mi Divino Padre y Esposo en su Heb Sed
—le dijo cuando lo conoció—. Como nunca ha ocurrido desde los tiempos antiguos.
—La Tierra Negra no ha presenciado nada igual en mil años —le contestó Neferhor
sin poder ocultar su timidez.
Aquel fue el comienzo de una amistad que sería testigo de los importantes
acontecimientos que ocurrirían en Egipto. La futura esposa real y el hijo de un humilde
campesino representarían diferentes papeles en aquella obra, aunque siempre los uniría una
misma afición: los gatos.
Neferhor nunca fue capaz de averiguar por qué los gatos se acercaban a él. Era un
enigma en sí mismo, y más allá de las habituales historias a las que eran tan aficionados los
hekas y las hechiceras, resultaba imposible entender la atracción que su persona despertaba
en los mininos. En la villa de Per Hai pronto se dieron cita un buen número de gatos que se
aproximaban a él sin ningún temor, para rozarse y hablarle en su particular lenguaje. Esto
hizo que se añadieran nuevos ingredientes a los rumores que corrían sobre el joven. A sus
famosas orejas hubo que añadir un aura ciertamente enigmática ya que, en el fondo, nadie
sabía nada acerca de la vida pasada del escriba.
Los gatos eran considerados como unos animales muy misteriosos en el país de
Kemet, hasta el punto de ser divinizados en la figura de la diosa Bastet. Su mismo nombre
hablaba de su poder, pues era el resultado de un juego de palabras, al que eran tan
aficionados los egipcios: baenaset, que significa «el ba de Isis». Un animal capaz de
representar el alma de Isis no podía sino poseer atribuciones mágicas, y por ello de gata
protectora y benevolente podía pasar a ser una leona enfurecida, bajo la forma de Sekhmet,
la que enviaba las enfermedades.
Esto llevó a los cortesanos a mostrarse amables con el escriba, pues tampoco era
cosa de despertar sobre ellos la furia de la diosa leona.
Como Neferhor daba de comer a los felinos, estos a veces le acompañaban hasta las
cocinas reales, donde el joven iba cuando podía a por pasteles de miel, pues le gustaban
mucho. Hacía tiempo que había conocido, por casualidad, a uno de los pinches de cocina de
Neferrenpet, el cocinero del faraón, al que había sacado de un apuro al calcularle los sacos
de harina que precisaría para uno de los banquetes que tan a menudo se celebraban.
—Recuerda que necesitarás el trabajo diario de tres mujeres para convertir el grano
de catorce sacos de trigo en siete de harina —le había advertido.
El ayudante del cocinero, que tenía poca habilidad para las cifras, le había quedado
tan agradecido que le invitó a unos pastelillos recién hechos, que el escriba aceptó
encantado ya que era muy goloso. Así nació una curiosa relación entre ellos. Neferhor
acudía de vez en cuando a las cocinas, y el pinche le regalaba algún manjar mientras
aceptaba encantado los consejos de aquel sabio.
Del tipo en cuestión nadie conocía su verdadero nombre, aunque allí poco
importara. Con su sobrenombre bastaba, y justo era reconocer lo ingenioso que resultaba
este, ya que le llamaban Penw, que significaba ratón. Penw hacín. Penw a honor a su
apelativo en toda la extensión de la palabra. Era pequeño y sumamente vivaz, y poseía unos
ojillos que hablaban con claridad de la astucia que tenía y que permanecían siempre alertas.
Hasta las orejas eran de ratón, pequeñas y un poco puntiagudas. Cuando se movía lo hacía
con diligencia, como si no quisiera permanecer quieto durante mucho tiempo en el mismo
sitio, y al prestar atención fruncía los labios de tal forma que parecía un ratoncillo
escudriñando algún manjar.
Para Penw, Neferhor representaba la reencarnación de Thot. Si el dios de la
sabiduría habitara entre los humanos, sería como aquel joven que parecía conocerlo todo.
Lo mismo calculaba los panes que saldrían de cada saco, que los pastelillos que luego haría
Neferrenpet, o el peso de cualquiera de las estatuas de los jardines de palacio. Además se
había encargado de averiguar el protocolo que se seguiría en el jubileo del dios, tal y como
se observaba en la más remota antigüedad, y decían que el gran Amenhotep, hijo de Hapu,
le tenía en alta consideración.
Penw decidió que aquellas eran razones suficientes como para convertir a Neferhor
en su dios particular. Para alguien como él, que no sabía leer ni escribir, el escriba
representaba una especie de mago capaz de hacer prodigios que solo estaban a su alcance.
¿Cómo era posible que un día le aventurara la cosecha que se produciría ese año en los
campos aledaños? El joven le había sonreído para hacerle prometer que sería un secreto
entre ambos, y él lo juró por Bes, el dios que mejor le caía, y que le castigaran tirándolo al
río si no lo guardaba. Lo más asombroso fue que el escriba acertó en su pronóstico y Penw
comprendió que debía divinizar a aquel hombre lo antes posible, ya que no podía esperar de
él más que venturas. Cuando le veía aparecer a la caída de la tarde acompañado por su corte
de gatos, Penw lo atiborraba de pastelillos, y siempre tenía algo preparado para los mininos,
que también parecían divinizarle.
A pesar de ser analfabeto, Penw era un maestro en la supervivencia diaria. La vida
tenía unas reglas básicas que él respetaba, y no le había ido mal. Próximo a la treintena, el
hombrecillo estaba casado con una buena mujer, de nombre Tipuy, que le había dado cinco
hijos de los que solo le quedaba una pequeña que contaba con cuatro años de edad y el
inmenso cariño de sus padres. A pesar de que Anubis había acudido a visitarlos en cuatro
ocasiones, eran una familia feliz, pues raro era el hogar que no recibía la llegada del dios de
los muertos en busca de alguno de sus hijos.
Penw llevaba trabajando en palacio desde pequeño y conocía de sobra las intrigas y
cuchicheos que allí se producían, y cómo evitarlos. Hacía mucho que había descubierto que
su sobrenombre le proporcionaba ventajas. Mientras le llamaran Penw e hicieran burlas
sobre lo inofensivo e insignificante que resultaba, todo le iría bien. En el fondo hacía lo que
quería, y como se le veía durante el día correteando de acá para allá, todos pensaban que
era un trabajador abnegado y le dejaban en paz. Eso sí, sus orejillas eran capaces de
enterarse de cualquier rumor que corriera por las cocinas, que eran muchos, y con su
astucia trataba de tomar ventaja en todo lo que le convenía.
En poco tiempo Neferhor se encariñó de aquel hombrecillo sagaz, que le escuchaba
hablar boquiabierto, como hipnotizado.
—No te aficiones demasiado al vino, que sé que bebes —le advertía Neferhor, muy
serio.
—Ya casi lo he dejado —se justificaba el hombrecillo—. De vez en cuando tomo
una copita de vino, de las que el dios no ha consumido. Es como un elixir, y ahora entiendo
por qué lo bebe el faraón. Si lo consume el rey, no veo por qué me va a sentar mal a mí.
—Si abusas enturbiarás las ideas de tu corazón —le decía el escriba,
malhumorado—, y no podrás razonar. No hay nada que me parezca peor.
Penw agachaba la cabecita como haciéndose cargo. Aquel dios de la sabiduría tenía
razón, pero aquella era una de las pocas alegrías que podía dar a su cuerpecillo, y no lo
podía remediar. Eso sí, él hacía como que se arrepentía ante el dios Thot redivivo, y asunto
concluido.
—Mañana sé que traerán miel de la mejor calidad. Si el altísimo escriba tiene a bien
visitarme le podré obsequiar con un tarro, y algo para los gatitos. —Y así se despedía.
12
Con el paso de los meses la fama de su influjo sobre los gatos llegó a oídos de la
reina, quien aprovechó la ocasión para llamarle a su presencia. Neferhor siempre recordaría
el día en que conoció a Tiyi, y la impresión que le causó. Cuando se postró ante ella tuvo la
sensación de que Egipto entero lo observaba, y que aquellos ojos se clavaban en su espalda
con el poder de mil lanzas, implacables.
Durante un tiempo se hizo el silencio en la sala en la que se encontraban; ni un
susurro se escuchaba, solo la pesada sensación de quien se siente escrutado en lo más
profundo de su propia esencia.
Neferhor notó cómo algo le rozaba, pero no se atrevió a despegar la cabeza del
suelo.
—Veo que tienes bien ganada tu fama —oyó que le decían—. Puedes alzarte.
Neferhor se levantó lentamente para mirar por primera vez a la reina. Se sorprendió
al comprobar su estatura, ya que a pesar de encontrarse sentada saltaba a la vista que era
bajita, aunque su figura resultara armoniosa. Tiyi estaba en la treintena, y a pesar de haber
dado a luz a seis hijos se conservaba atractiva.
La reina le invitó a aproximarse con un ademán, y Neferhor pudo observar mejor
sus facciones. Su semblante vestía la máscara que él tan bien conocía, la de quien guarda
todo para sí y solo muestra su indiferencia. Tiyi tenía su mirada perdida en algún lugar del
escriba, y este pudo apreciar sus ojos rasgados, en los que unos párpados ligeramente
caídos les daban la sensación de poder llegar a ver donde otros no alcanzaban. Su tez era
morena, y su rostro ovalado terminaba en una fina barbilla. Además tenía una nariz
proporcionada, y sus labios carnosos se fruncían con la expresión propia de quien
acostumbra a reír poco. Llevaba una cinta dorada sobre la frente, y su larga melena color
caoba caía sobre sus hombros a la vez que desprendía matices rojizos.
Era una figura imponente, y el joven percibió la enorme fuerza que desprendía
aquella mujer tan menuda.
—Pimiu acudió a saludarte en cuanto te vio —precisó la reina a la vez que señalaba
a su gato, que continuaba rozándose contra la pierna del joven—. Te da su confianza.
Neferhor permaneció en silencio, con la misma máscara que utilizaba la reina; en
ellas las emociones no tenían cabida, y durante un tiempo ambos se observaron en silencio.
—Mi esposo, el dios, también está satisfecho contigo —dijo Tiyi de repente—.
Parece que le has servido bien.
El escriba apenas despegó los labios para hacer un gesto de agradecimiento.
—Te llamas Neferhor. Un nombre poco corriente, ¿no crees?
El joven se encogió de hombros, y tuvo que hacer un esfuerzo para vencer su
timidez.
—Entre los hombres sí, majestad —dijo al fin.
Tiyi lanzó una pequeña carcajada.
—No te falta audacia, ¿acaso posees una esencia divina?
—Soy el más humilde de los siervos del dios. Me temo que mi esencia sea vulgar
—señaló el escriba.
—Ya veo. Un sobrenombre más; de los muchos que se ponen a diario en palacio.
—Es el único que conozco. Me llaman así desde mi niñez. Cualquiera que fuera el
nombre que me pusiera mi madre, se perdió para mí en la memoria.
Tiyi pareció interesada.
—Tu acento me resulta familiar —le dijo con suavidad—. Tú no eres del sur.
Neferhor se sintió incómodo y al punto recordó las recomendaciones que en su día
le hiciera Huy. Debía ser prudente.
—Nací cerca de Ipu, en el nomo de Min —respondió al fin, convencido de que la
reina conocía este particular.
—Ya decía yo que distinguía tu acento —señaló Tiyi—. En tal caso somos
paisanos. No recuerdo ninguna familia con un hijo que se llamara como tú. ¿Tu padre
trabajaba en la administración local?
A Neferhor no le gustaba en absoluto el rumbo que tomaba la conversación.
—Mi padre era un meret. Demasiado insignificante para que su majestad reparara
en él —contestó el joven.
—¿Trabajabais mis campos? —quiso saber Tiyi.
—No, labrábamos la tierra de Amón.
Tiyi hizo un gesto imperceptible para, al punto, mostrarse altiva.
—¿Cómo fue que pudiste estudiar las palabras de Thot? Se me antoja difícil para un
campesino.
—Solo la mano de los dioses puede hallarse detrás de un hecho así —indicó
Neferhor con cautela—. Un día, un supervisor de los campos me llevó a Karnak para que
estudiara en la Casa de la Vida.
La reina se reclinó con parsimonia y pareció reflexionar.
—Comprendo. Sin duda debe de ser como dices. Shai determinó un nuevo camino
para ti. Tus padres estarán satisfechos por ello.
—Ellos murieron hace tiempo. Ya no hay nada que me ate a Ipu más que los
recuerdos de mi niñez. Pero es un lugar hermoso.
—Lo es. En mi opinión, no hay ningún otro en Egipto que se le pueda comparar.
Claro que yo soy de allí. Pero dime, ¿por qué abandonaste Karnak?
Neferhor no hizo el más leve gesto que denotara intranquilidad, ya que esperaba la
pregunta.
—Aunque tengo un nombre divino, mis ambiciones me temo que resulten
mundanas. Siempre he anhelado hacer carrera en la administración, al servicio del dios,
vida, salud y prosperidad le sean dadas —mintió.
Tiyi asintió lentamente en tanto que estudiaba con atención al joven. Saltaba a la
vista que era inteligente, pero a ella no la podía engañar. Llevaba el sello de Amón grabado
sobre su piel, aunque la reina no acertara a ver la magnitud de su empresa, ni su propósito.
Él supo que le leía el corazón, y se encerró aún más en su hermetismo.
—Te preguntarás por qué te he hecho llamar, ¿verdad? —dijo la reina.
Neferhor puso cara de circunstancias.
—Pronto se celebrará el Heb Sed, en el que tú también participarás. Como te dije
antes, el dios está muy satisfecho con tu trabajo. No tenemos ninguna duda de que has
entendido el profundo significado que encierra esta festividad. Los milenios consiguen que
todo se olvide pero tú has rescatado del ostracismo la esencia misma de la realeza, el
porqué de su divinidad. Siglos atrás nadie en Egipto dudaba de ella, pero los tiempos
cambiaron y los hombres porfiaron por ocupar un puesto que no les pertenecía. ¿Sabes a lo
que me refiero?
—Entiendo las palabras de su majestad.
—La Tierra Negra fue fundada bajo unas leyes que muchos ya no desean. El jubileo
las acercará de nuevo a Kemet para que sean restituidas. Todo Egipto participará de él para
cumplir la función que le corresponde como parte del cosmos en el que nos encontramos.
Tu juicio ha sido acertado al devolvernos los antiguos ritos tal y como en verdad se
observaban.
Neferhor hizo un gesto de agradecimiento, pero no supo qué responder.
—El festival no se circunscribe únicamente al divino Nebmaatra, mi esposo, sino a
toda su familia, como estoy segura de que habrás comprendido después de anunciarse el
próximo enlace entre el faraón y la princesa Sitamón. Es mi deseo que todo se desarrolle
como tú lo entendiste. El dios es generoso con quienes le sirven bien. Recuérdalo.
—Todo se encuentra preparado, majestad.
—Ese es nuestro mayor deseo. El ascenso dentro de la administración es
complicado. Son muchos los que están dispuestos a hacer cualquier cosa por conseguir un
puesto, y los obstáculos resultan a veces insalvables. Claro que todo puede cambiar cuando
se dispone de alguien que te proteja. La lealtad es una virtud que escasea en estos tiempos.
—Yo sirvo al dios y a su casa —respondió el joven con gravedad.
—Eso me satisface —apuntó la reina con una media sonrisa—. Ya dispones de un
amigo dispuesto a ayudarte —prosiguió divertida mientras señalaba a su gato—. Pimiu
velará por ti. Ahora puedes marcharte.
En tanto se retiraba, Tiyi aprovechó para estudiar por última vez a aquel joven. El
templo de Karnak preparaba soldados formidables, y resultaba extraño que hubieran dejado
escapar a un hombre que parecía tan capaz, como si fuera un vulgar escriba de los que
estudiaban en la Casa de la Vida y no volvían a tener ninguna relación con el templo. Ahora
que el desenlace se hallaba próximo era preciso estar vigilantes. Ella conocía bien los
orígenes de Neferhor, así como el escándalo al que llevaran los abusos de Pepynakht. De
eso hacía ya mucho tiempo y, sin embargo, Shai había enviado a Malkata a uno de los
protagonistas de tan lamentables hechos. Nada era casual, y, no obstante, Tiyi se vio
obligada a admitir que el joven poseía magia; los gatos ya se lo habían advertido.
13
Cuando Huy se enteró de lo ocurrido no pudo sino lamentarse. Bien sabía él que
algo así podía ocurrir, aunque no se imaginara que fuera tan pronto.
Lo curioso del caso era que todo se debía a la buena actuación de Neferhor, y al
magnífico trabajo de recopilación que había desarrollado. El joven había servido bien a la
corona para recuperar los antiguos textos sin variar ni un solo signo jeroglífico de cuantos
había copiado.
—Has llamado la atención de la reina, y ya no hay nada que hacer —señaló Huy,
cariacontecido.
—Pero… su majestad fue amable conmigo, y pareció alegrarse cuando le expliqué
que éramos paisanos —se defendió el joven sin comprender el enfado de su maestro.
Este hizo una mueca de disgusto.
—¿Crees que ella no sabía tus orígenes? Está claro que no conoces a Tiyi.
—¿Y qué podía hacer? —señaló Neferhor molesto—. No esperarías que le mintiese.
Huy abrió sus ojos como si le mentaran a la terrible serpiente Apofis.
—Tiyi muestra su satisfacción y nos envía un aviso —puntualizó el anciano.
—¿Un aviso?
—Sí, una advertencia. Se siente segura, y confía en que la celebración del jubileo
facilite sus propósitos.
—Pero, noble Huy, llevas sirviendo treinta años con lealtad a la corona. No somos
enemigos de la reina.
—Cuantos servimos al dios le somos leales. Durante todos estos años siempre ha
sido así. Mi deseo es que Egipto sea gobernado por un faraón poderoso sin que por ello
tenga que renunciar a sus dioses.
—Hablas como si fuera a ocurrir algo terrible.
—Algo inevitable.
—Sin embargo, el faraón te ama y te cubre de gloria ante su pueblo.
—Es cierto. Soy el ser más afortunado de la tierra al gozar del amor de Nebmaatra.
Qué más puede desear un viejo como yo.
Neferhor pestañeó repetidamente y puso cara de no entender nada. Huy rio con
suavidad.
—Dentro de poco le conocerás —le confió—. Te sorprenderá su cercanía y
amabilidad. Pero no olvides que Tiyi lo controla por completo. Además se está haciendo
viejo, y cada día comete más excesos.
Se hizo un pequeño silencio entre ambos y Huy continuó.
—Tienes que irte de aquí.
El joven no pudo evitar dar un respingo.
—No puedes formar parte del juego. La reina terminará por averiguar todo sobre ti.
—El escriba pareció desconcertado—. Cuando el jubileo toque a su fin, es posible que el
dios te felicite públicamente. Si esto ocurriera la corte se fijará en ti y te crearás enemigos,
aunque tú no lo sepas. Deberás irte, o tarde o temprano caerás en desgracia.
—¿Y adónde iré? —preguntó el joven sin ocultar su malestar—. Hablas de mí como
si fuera un ánima que vaga al servicio de quién sabe qué intereses.
—Je, je… Todos somos ánimas. Al menos espero poder recibir una buena sepultura
y que mi ba reconozca mi cuerpo momificado cada noche para así dejar de vagar, como tú
bien dices. En esto tampoco puedo quejarme. Nebmaatra me ha autorizado a tener mi
propio templo de Millones de Años, cual si fuera un dios como él, un netcheru neferu, un
dios menor —apuntó Huy mientras reía—. Nunca se vio nada igual en Kemet. Además, mi
tumba también se halla preparada. ¡Qué más puedo pedir! —se vanaglorió.
En ocasiones el viejo era propenso a dar salida a su vanidad. En tales momentos
podía llegar a resultar exasperante, aunque nadie se atreviese a decirle nada. Él era el gran
Amenhotep, hijo de Hapu, comparado con el legendario Inhotep, sabio entre los sabios. El
anciano abarcaba Egipto en todas sus facetas, y no era de extrañar que su vanidad se
hubiera alimentado por ello.
Neferhor pensó que el viejo veía sombras por todas partes y lo achacó a su edad,
aunque según aseguraba todavía le quedaran treinta años de vida.
—Je, je… —volvió a reír el anciano al ver la expresión del joven—. La edad es una
mala cosa, en eso tienes razón —aseguró tras leerle el pensamiento. El escriba lo miró,
avergonzado—. No te preocupes, eres muy joven aún, pero deberás ser cauto; ya
aprenderás. Como te decía, cuando finalice el Heb Sed cambiarás de cometido, pero no
temas, seguirás sirviendo al dios como corresponde, aunque apartado de mí. Ya
decidiremos cuando llegue el momento.
Tumbado bajo la ventana, Neferhor disfrutaba de la suave brisa procedente del Nilo.
Era una noche hermosa, como las que solían disfrutarse a finales de la primavera, y aunque
no había luna, las estrellas acariciaban el vientre de Nut, abigarrado, para iluminar el cielo
como solo ella sabía hacer. Con las manos bajo la nuca, el joven contemplaba aquel
espectáculo tendido sobre la cama, en tanto trataba de comprender el universo del que ya
formaba parte. Todo a su alrededor le resultaba ambiguo y frágil; el mismo palacio parecía
estar suspendido por hilos manejados por las propias circunstancias, y estas resultaban
imposibles de calibrar. Los mismos cortesanos se mostraban recelosos cuando se cruzaban
por los pasillos y le dedicaban sonrisas forzadas. El ambiente se enrarecía, y mientras los
dioses observaban.
Para Neferhor todas aquellas sensaciones le hacían parecer un náufrago en busca de
la ansiada orilla. El problema era que desconocía dónde se hallaba esta. Aquellas aguas no
le eran familiares, y creaban en él dilemas para los que no tenía respuesta. Niut era, con
diferencia, su principal preocupación. Su imagen había permanecido en su corazón durante
todo aquel tiempo para revelársele con frecuencia, como si en cierta forma ya habitase en
él. No querer reconocer aquello había supuesto una lucha inútil que había terminado por
causarle más sufrimiento. Neferhor se estremecía al pensar en ello; esa era la realidad.
El joven había tratado de convencerse de la imposibilidad de una relación
semejante, pero siempre encontraba alguna justificación que le ayudaba a alimentar la
llama que le consumía.
—Casi dos años —murmuró el escriba aquella noche, en tanto miraba las estrellas.
Ese era el tiempo que había transcurrido desde la noche en que se amaron. Una
noche que formaba parte de un sueño del que todavía no sabía si había despertado. Lo había
revivido tantas veces que era imposible averiguar la fantasía que este pudiera encerrar. Pero
su corazón no le engañaba. Neferhor pensaba en Niut, y la deseaba con mayor
desesperación que durante las noches de su adolescencia en el templo.
Su viejo amigo Heny había terminado por ocupar la plaza que más se acomodaba a
la situacÀa a la sión. Después de las culpas y los arrepentimientos, su figura se difuminaba
empujada por la pasión, como si no contara, víctima inevitable de un fuego capaz de
devorarlo todo. Lo peor era que Neferhor había terminado por aceptarlo, y colmar sus
propios deseos era cuanto le importaba.
Aquella parte de su naturaleza, dormida durante años, podía transitar por cada uno
de sus metu, los canales que recorrían el cuerpo transportando fluidos y emociones, para
enfrentarse con la razón pura a la que creía servir el escriba. Pero no era así, y el joven se
veía incapaz de resistirse a la tentación que Niut representaba para él cada vez que su
imagen surgía de entre los velos de un sueño imposible. Entonces Neferhor se acariciaba,
para recorrer en su memoria cada parte de aquel cuerpo que le embriagaba como el peor
shedeh. Cuando por fin se derramaba, percibía su propia frustración. Niut se difuminaba
como por ensalmo para abandonarle de nuevo, igual que la noche que la poseyó.
En ocasiones transcurrían meses sin que el joven volviera a recibir a su diosa, pues
como humano que era poco control podía ejercer sobre esas cosas. Seguramente ella estaría
arrepentida por lo que había ocurrido, una aventura inesperada, un desliz provocado por los
vapores del vino, y habría vuelto a amar a su marido con renovados bríos.
Pudiera ser que Niut se hubiera olvidado de él, como antaño, y ello le enardecía
todavía más. En esos momentos recordaba las palabras que le susurrara la joven mitannia
en la ciudad de Menfis: «Tu alma está prisionera. Nunca conocerá el descanso.»
Neferhor suspiró profundamente mientras continuaba con la vista fija en los luceros.
Ellos contaban otras historias y le invitaban a escucharlas, a admirar todo lo bueno que los
dioses habían creado sobre la tierra. Desde lo alto las cosas se veían de otra manera.
Durante milenios, las estrellas habían sido testigos de toda suerte de injusticias y
vilezas, de ambiciones y terribles violencias, pero también de la piedad y la honradez, de la
pasión y del más hermoso de los sentimientos: el amor. Ellas le decían en aquella hora que
los porqués y las explicaciones a veces no tienen sitio en el corazón de los hombres. Nadie
conoce todas las respuestas, ni siquiera ellas, que tachonaban el vientre de la diosa Nut para
formar la más grandiosa de las bóvedas celestes.
Esa noche le sonreían desde lo alto, próximas a la morada de los dioses, y le
recordaban que la vida era un interminable cruce de caminos que confundía al hombre en
no pocas ocasiones; mas era inevitable transitar por ellos. Recorrerlos suponía todo un
regalo, aun en el sufrimiento, pues con cada paso se aprendía. Todo formaba parte de un
orden que el hombre jamás podría entender, y por eso se creó a Shai, el destino, en un
intento de achacar sobre sus espaldas los porqués de lo inexplicable.
Sin duda Niut formaba parte de lo incomprensible, como muchas otras cosas que le
habían ocurrido al escriba en su corta vida. Ese era el mensaje que le enviaban los luceros,
y Neferhor suspiró embelesado. Un chacal aulló en los cerros de la cercana necrópolis. Era
Upuaut, el «abridor de caminos», que llamaba para la celebración.
14
Todos los demonios del Mundo Inferior salieron de sus cavernas para atormentar al
joven. Este se encontraba a los pies de cada uno de ellos, indefenso, pues no conocía
conjuro capaz de aliviar el pesar de su ba. Su cabeza parecía haberse convertido en centro
de reunión de aquellos seres del Inframundo, ya que le dolía terriblemente. El demonio
Sahekek, que acostumbraba a ser el causante de dicho mal, debía de andar suelto sin que se
pudiera hacer nada por evitarlo. Neferhor conocía mejor que nadie los porqués, y no podía
sino lamentarse por ello. ¿Qué tipo de broma le había preparado el taimado Shai? ¿Qué
suerte de trampa le había tendido el destino? ¿Por qué le empujaba hacia donde él no
deseaba ir? ¿Buscaría conocer la fortaleza de su ka? ¿El auténtico valor de sus
convicciones? ¿La naturaleza de su ba?
El escriba no tenía dudas acerca de esto último. Estaba condenado con seguridad,
pues sus pecados vencerían el fiel de la balanza cuando se celebrara su juicio. Era un
canalla de la peor especie, tan artero y deshonesto como lo fuera Hekaib. Sí, aquel nombre
representaba una referencia idónea para juzgarse a sí mismo. Se había comportado igual
que el pérfido escriba. Este hubiera hecho lo mismo. Pocas diferencias había entre ambos,
más allá de la compasión que Neferhor pudiera sentir consigo mismo. Además, resultaba
ser un cobarde al no haberse enfrentado a la mirada limpia de su amigo. Heny era un amigo
de verdad, y él tan solo un mequetrefe que conocía las palabras de Thot. Un mísero bagaje
para quien pretende encontrar la inmortalidad. Después de dos años de inútiles
arrepentimientos, ella había vuelto acompañada de su esposo para hablarle de su felicidad,
y hacerle saber que tenía un hijo al que habían puesto su nombre.
Semejante circunstancia le confundía aún más, pues le venía a decir que Niut era
feliz con su marido, que habían conseguido lo que tanto ambicionaban, que aquella noche
no había significado más que la satisfacción de una pasión que moría con el alba, o quizás
el sueño que parecía hallarse al final de cada pregunta.
Neferhor no encontraba la respuesta a tales cuestiones. Solo podía sufrir.
Por fin los demonios decidieron dejar de fustigarle. Quizá fuera debido a las
innumerables tisanas de corteza de sauce[15] que había ingerido, o a que la razón se abría
paso con timidez en su corazón. Pero la cabeza dejó de dolerle para dejarle una sensación
pastosa en la boca, como si hubiera bebido más shedeh de la cuenta. Serían los metu, que
debían de estar taponados por tanta indignidad, se dijo el joven, consternado. Ahora sus
amigos se convertirían en sus huéspedes, al menos durante una noche, y pensó en lo que
ocurriría cuando se viera frente a Niut. ¿Cuál sería su reacción? ¿La miraría embobado? ¿O
acaso sería incapaz de hacerlo? ¿Y ella?
Quizá fuera todo mucho más sencillo de lo que creía, y al final Niut le hiciera ver lo
que nunca debió ser. Esto liberaría en parte su alma, sin duda, aunque su ruindad nunca
podría ser borrada.
Pero el jubileo proseguía su curso, y la participación del escriba era necesaria en
algunos de sus actos. En el lago artificial iba a tener lugar una ceremonia de la máxima
importancia en la que Neferhor tendría el honor de ser uno de los protagonistas. Birket
Habu, el nombre del lago, había sido construido por Nebmaatra para la celebración del Heb
Sed. Sus dimensiones eran generosas, como todo lo que acometía el faraón, pues medía dos
kilómetros de largo por uno de ancho y, además, el lago se comunicaba con el Nilo por un
hermoso canal por el que se podía salir a navegar al río. En este lago acostumbraba a pasear
el dios a bordo de su falúa, profusamente recubierta con láminas de oro, cuyo nombre era
Atón Dyehen, «disco solar deslumbrante», un apelativo que Amenhotep III gustaba de
utilizar para sí mismo, y que hablaba de la influencia que el Atón ejercía sobre el faraón
durante los últimos años.
El ceremonial a punto de representarse iba a dejar claras las tendencias solares de
Nebmaatra, y lo que Egipto podía esperar a partir de ese momento.
El faraón tomó la imagen de Ra-Atum y se preparó para realizar el viaje que Ra, el
sol, efectuaba a diario a través del firmamento. Para ello embarcó en su «barca del día»
mandjet, para navegar por el cielo desde el orto hasta el ocaso. Ante toda la corte, la
embarcación largó su vela y surcó las aguas del Birket Habu como si representara los
océanos celestiales. Tiyi le acompañaba, personificando el papel de Hathor, y también
Sitamón tal y como si fuera Maat, hija de Ra y a la vez del faraón. Así decían los textos
antiguos que había ocurrido, y así se escenificaba. Mientras la mandjet se deslizaba sobre el
lago, la corte en pleno se postraba a su paso en medio de un respetuoso silencio. Nebmaatra
iba a sufrir una transformación, y su pueblo debía ser testigo de ello.
Después de navegar por Birket Habu como Ra en su viaje diurno, el faraón se
dispuso a repetir el ritual en su «barca de la noche», mesketet, en la que se aventuraría por
el tenebroso Mundo Inferior, las doce horas de la noche, en el que se uniría a Atum, el sol
del Mundo Subterráneo, el que está «completamente oculto», para renacer de nuevo al
amanecer con todos sus poderes renovados.
Nebmaatra cambió de embarcación y esta vez recorrió las aguas en solitario, con las
velas arriadas. Fueron sus más insignes servidores los que le ayudaron a desplazarse por
Birket Habu al tirar con maromas de su divina nave. Todos a una halaban de los cabos
convencidos de que en verdad el faraón recorría el proceloso Mundo Inferior, y que surgiría
al amanecer como un verdadero dios renacido.
Mientras Neferhor se aferraba a la sirga, sus pensamientos se encontraban dispersos.
Era uno de los elegidos para llevar a Nebmaatra en su barca a través de la noche, un honor
que se recordaría durante generaciones, y sin embargo se sentía ausente. Tiraba del cabo de
manera mecánica, sin prestar demasiada atención a la falúa que viajaba por aquel lago or
aquel construido para la ocasión. Era una sensación extraña, como de extravío, pues le
resultaba imposible concentrarse en lo que hacía. Su razón se rebelaba por ello, pero su
corazón no le permitía olvidar su último encuentro con Heny. Entonces se escuchó un gran
clamor y Neferhor sintió que lo abrazaban entre el júbilo general. La mesketet había
atracado en el embarcadero y de ella descendía Amenhotep III totalmente transformado en
un nuevo dios.
—La luz irradia de su cuerpo —comentaban admirados—. Es un ser luminoso.
—En verdad se ha unido a Ra, el padre de los dioses —se oía por doquier—. Es un
«disco solar deslumbrante».
Todos los cortesanos se sentían alborozados, y se dispusieron a asistir a uno de los
actos más emblemáticos del Heb Sed, la carrera ritual.
Precedidos por el dios, la comitiva se encaminó hacia Kom El Hittan, el templo
funerario del faraón, donde tendría lugar la carrera. Desde su palanquín, Nebmaatra daba
sus bendiciones a la muchedumbre que se agolpaba en el camino. Todos caían de bruces,
como fulminados a su paso, y nadie se atrevía a mirarle ya que temían que su poder divino
los cegara para siempre.
Sin pretenderlo, Neferhor buscó con la mirada a sus amigos entre la multitud, pero
le resultó imposible encontrarlos. Gentes venidas de todo Egipto se atropellaban por
conseguir una buena posición a fin de ver mejor el cortejo. Sin embargo, tuvo la sensación
de que ellos le observaban, y se imaginó a Heny gritando su nombre inútilmente.
Cuando llegaron a la entrada del templo de Millones de Años, Neferhor contuvo la
respiración ante los dos enormes colosos que flanqueaban sus puertas. No existían en toda
la Tierra Negra estatuas que se les pudieran igualar. Su piedra rojiza parecía conferirles
vida propia, y les daba un aire de eternidad que trascendía a todo cuanto les rodeaba; era
como si fueran a estar allí para siempre. De manera espontánea se hizo el silencio, y la
solemne procesión entró en el recinto funerario del dios. Nebmaatra se encaminó hacia la
capilla de Upuaut, «el abridor de caminos», un dios muy antiguo que simbolizaba la unión
de las Dos Tierras, y del cual derivaba el nombre del festival, ya que Upuaut estaba
estrechamente relacionado con el dios chacal Sed. Allí cambió su indumentaria para
realizar la carrera sagrada y se quedó solo con el sendyit, un faldellín corto, y con una cola
de toro sujeta a su cintura, con la que representaba su poder regenerado. El faraón fue
ungido con ungüentos y se dirigió al gran campo que tendría que circunvalar dentro de unos
límites que representaban las fronteras de Egipto. Nebmaatra iba a reivindicar su soberanía
sobre el territorio de Kemet, y para ello debía dar muestras de un vigor físico suficiente
como para gobernar a su pueblo. Ese era el significado de aquella carrera ritual cuya
tradición era tan antigua como el propio país. Todos los dioses de los nomos de Egipto
estaban representados a lo largo del recorrido en sus capillas. Ellos darían fe de la carrera
del faraón y reconocerían su autoridad.
Neferhor sintió curiosidad por ver cómo Nebmaatra salvaba aquella distancia. El
faraón estaba gordo, tenía un pie deforme, y además aquel día el sol apretaba de firme. Sin
embargo, el dios no pareció preocupa ció prerse, y con paso decidido inició la prueba sin
importarle su cojera. La oronda figura recorrió el primer tramo a un ritmo aceptable, dadas
las circunstancias, aunque enseguida tuvo que disminuirlo para poder llegar a la meta
dignamente. Cuando terminó tenía el rostro congestionado, pero todo su pueblo lo
aclamaba y se felicitaba por la hazaña. El rey tenía fuerzas suficientes para protegerlos, y
Egipto le pertenecía.
El joven escriba se sintió emocionado a la conclusión de aquella prueba. Él mismo
se había encargado de recuperar aquel ritual del complejo funerario del rey Djoser en
Saqqara, y este se había desarrollado tal y como se suponía que lo había hecho el antiguo
faraón. Los tiempos venideros hablarían de aquel día, estaba seguro, y él se sintió feliz por
haber participado de tan grandiosa ceremonia.
Pero las celebraciones no terminaban ahí. El monarca debía finalizar la
reivindicación de su soberanía con una entronización pública en el pabellón de las
apariciones.
La real comitiva regresó al palacio de Malkata en otra procesión festiva, entre
música y cantos de alabanza. Ya en el interior de Per Hai, Nebmaatra asió un arco y cuatro
flechas para dispararlas hacia los cuatro puntos cardinales y así aseverar su dominio sobre
los pueblos de la tierra; después llevó a cabo la erección de un pilar djed de grandes
dimensiones, que simbolizaba a Osiris. Ayudado por varios hombres, Nebmaatra era el
encargado de tirar de las cuerdas atadas al amuleto para levantarlo y con ello dar vida de
nuevo al dios del Más Allá. El faraón renovaba, de este modo, su poder ante los dioses
como nexo de unión entre estos y su pueblo, en medio de un ambiente en el que se
evocaban los ancestrales combates sostenidos entre Horus y Set tras la muerte del padre de
aquel, Osiris.
Acto seguido se sentó en su trono de oro dispuesto en el pabellón, donde le
impusieron las coronas blanca y roja, símbolos del Alto y Bajo Egipto, en medio del
homenaje de todos los grandes de Kemet, y los príncipes de los reinos extranjeros.
El país entero estaba de fiesta. Nebmaatra había renacido y se sentaría junto a los
dioses para proteger a su pueblo. La abundancia no conocería el fin, pues el faraón se había
unido con el sol.
Aquella misma noche, antes de irse a descansar, Huy hizo llamar a Neferhor a su
presencia. El viejo parecía cansado, aunque su rostro mostraba su satisfacción.
—Todo ha salido a la perfección, tal y como habíamos planeado. Egipto entero se
ha glorificado hoy; qué más puedo pedir.
Neferhor asintió en silencio.
—El dios está tan eufórico que se siente como si en verdad hubiera cumplido veinte
años. Él piensa que su vigor desafía al tiempo y que es, hoy más que nunca, un Toro
Poderoso.
—Nunca vi nada igual —aseguró Neferhor.
—Ni lo verás. Los ritos de renovación han finalizado justo el segundo día del tercer
mes de Shemu, exactamente un día antes de que se cumpla el treinta aniversario de su
coronación u corona. Nebmaatra vuelve a renacer treinta años después, pero las
celebraciones se alargarán cerca de ocho meses.
Neferhor se hacía cargo de la magnitud del evento.
—Puede que se conmemoren más Heb Sed, pero no serán como este —continuó
Huy—. Estoy demasiado viejo para ocuparme otra vez de algo así; je, je…
El joven le sonrió.
—Ya no tendrás dudas de que la solarización del faraón ha dejado de ser una
tendencia. Es un hecho consumado —afirmó el anciano, con rotundidad—. La
representación ha sido concluyente.
—El rey se siente tan poderoso como Ra.
—¿Tan poderoso? Je, je… ¿Quieres mostrarme el brazalete que te regaló?
Neferhor se lo quitó de su brazo para entregárselo al anciano. Este lo examinó con
una media sonrisa.
—Acércate. ¿Has visto las inscripciones que lleva grabadas?
El joven las había visto, aunque no con detenimiento. Entonces las estudió con más
atención. En el centro del brazalete estaba grabada una imagen de Nebmaatra sobre una
barca solar. El faraón asía una pluma de Maat y se encontraba, a su vez, en el interior de un
disco solar. Junto a las imágenes había una inscripción que rezaba: «Ra-Horakhty,
soberano, señor de los nueve arcos, deslumbrante disco solar para todas las tierras.»[16]
Neferhor levantó la vista hacia Huy, que asentía con tristeza.
—El faraón no piensa en unirse a Ra, lo que en realidad pretende es ocupar su
puesto.
El escriba pareció pensativo. Al anciano no le faltaba razón y aquellas inscripciones
así lo demostraban al cambiar el nombre del faraón por el de Ra-Horakhty, e introducirse él
mismo dentro del disco solar.
—Pero… ningún rey ha sido divinizado de esta forma en vida —comentó el joven.
—Ni creo que Nebmaatra se atreva a hacerlo. Es demasiado viejo, y en su corazón
todavía hay lugar para nuestros dioses. Aún sabe escuchar los sabios consejos. Pero me
temo que el desenlace del juego del que te hablé una vez se encuentre próximo y, créeme,
el perdedor será nuestro querido Kemet. Aunque espero no verlo.
Neferhor trató de asimilar aquella sentencia.
—¿Recuerdas que te adelanté que serías recompensado? —El joven asintió—. Poco
me equivoco yo en estos juicios, je, je. Ha llegado el momento de que sirvas a Nebmaatra
de otra forma. Ya sabes todo lo demás. Es preciso que abandones mi compañía y
aproveches el favor que te ha brindado el faraón. Él también se ha fijado en ti y su corazón
es bondadoso. Pero habrás de extremar tu prudencia y también tu discreción. Hoy más que
n oy más unca sé que Amón te reclamará algún día, ya lo verás. Aunque pienses que estás
solo, no olvides que los dioses siempre nos vigilan.
—Parece que los caminos que se cruzan a mi paso son inciertos —dijo Neferhor.
—Siempre resultan así —le animó el anciano—. Pero no te preocupes, velaré por ti.
—Debo ser cauteloso —musitó el escriba.
—Veo que recuerdas mis consejos, je, je. Trabajarás en un lugar discreto. Has de
aprender a mirar y ver, aunque no resulte fácil. No olvides que en el equilibrio se fundan
todas las cosas. No puede haber orden fuera de él en Egipto.
—Lo recordaré, noble Huy, allá donde me encuentre.
—Desde ahora servirás al dios desde la Casa de la Correspondencia del Faraón, un
lugar que te resultará interesante.
16
Penw corría de acá para allá como un verdadero ratón. Era lo suyo, y más ahora que
la reencarnación de Thot le había demandado un servicio de la máxima importancia. Un
simple mortal, como era él, se veía obligado a dar lo mejor de sí mismo ante un
requerimiento como aquel. Nada menos que el gran Neferhor, conocedor de todo lo oculto,
le había pedido su concurso para preparar una cena como correspondía a su divinidad.
¿Quién mejor que él, Penw, para hacerse cargo de tan delicada misión? ¿Quién sino él
podría llevar a cabo una tarea de tales proporciones? Penw se encontraba tan excitado que
era incapaz de estarse quieto un momento, en su afán por comprobar que todo se hallara
bien dispuesto. ¡Por fin desempeñaba una labor acorde a sus conocimientos! Después de
pasar toda una vida como pinche en las cocinas del dios, tenía la oportunidad de demostrar
sus dotes como mayordomo en una casa tan principal como aquella.
El hijo de Thot había sido bendecido públicamente por el faraón, que le había
regalado un brazalete de oro purísimo. Al menos eso comentaban en palacio, pero aunque
no lo hubiese visto Penw sabía que no se trataba de uno de los habituales chismes que
solían correr por Malkata, pues aquel joven tenía pasta de visir, si lo sabría él. El que
alguien como Neferhor se hubiera fijado en su persona suponía un don similar al que el
escriba había recibido de Nebmaatra. Claro que, tras pensarlo detenidamente, Penw había
llegado a la conclusión de que el divino Neferhor había sido capaz de leer allí donde otros
no podían y apreciar sus cualidades; no cabía otra explicación.
—Necesito que te encargues de organizar una cena para tres personas en mi casa.
¿Es posible?
Estas habían sido las palabras pronunciadas por el hijo de Thot, y al momento Penw
se jactó de poder superar a Surero, el mayordomo real, si era necesario. Llevaría a uno de
los ayudantes de Neferrenpet, el cocinero del faraón, y a su abnegada esposa, que era muy
buena repostera, para no defraudar al gran Neferhor. Ah, y también les acompañarían unos
músicos.
—Con un artista bastará —le había adverti Sdo el escriba, que no parecía de muy
buen humor.
Penw se había limitado a mirarlo de forma astuta, y enseguida hizo un aspaviento
exagerado con el que mostraba su conformidad. Desde ese momento todo habían sido
carreras, idas y venidas, y un sinfín de argucias, algo en lo que el pinche era un maestro.
Todo estaría al gusto del gran Neferhor.
La explicación a todo aquello resultaba sencilla; Neferhor debía corresponder a sus
viejos amigos, y para ofrecerles su hospitalidad no se le ocurrió nada mejor que invitarlos a
una cena en su casa. El problema era que el joven no tenía servicio, ya que vivía de forma
un tanto adusta, como si continuara en Karnak, entre vigilias y abluciones. Por eso pensó en
Penw, el solícito pinche que tan amablemente se portaba con los gatos y, por otro lado, la
única persona que conocía que podría ayudarle.
Para el joven, aquella velada suponía mucho más que un humilde banquete. A un
hombre de gustos sencillos como era él, poco le importaban que las viandas fueran más o
menos suculentas; lo que realmente le preocupaba era Niut, y por ende su viejo amigo. El
no conocer el lugar que ocupaba en aquella pesadilla era algo descorazonador, sobre todo
porque sabía muy bien cuál era el que le correspondía. Neferhor no podía continuar
apartando los fantasmas que amenazaban a su ka con la destrucción eterna. Hacía mucho
que había abandonado el camino del maat para aventurarse en una senda que solo le
conduciría al quebranto; a una desolación contra la que se había visto incapaz de luchar.
La vereda se había ido convirtiendo en pedregosa y empinada, al tiempo que parecía
recorrer terrenos que se hacían más abruptos y escarpados cada día. Pero algo en el interior
del escriba le había hecho rebelarse contra su propio deseo. Un rayo de luz había calado en
su corazón para ayudarle a discernir lo que le convenía. Debía abandonar aquel laberinto en
el que estaba encarcelada su alma, y regresar al camino del maat del que no debía separarse
jamás.
Aquella velada serviría para iniciar su propia redención y apartar las sombras que
amenazaban con convertirle en un ser sin voluntad. Estaba decidido a hacer frente a todo lo
que el destino le tuviera reservado si con ello era capaz de volver a mirar a Heny como
antaño; sin doblez, ni engaño. Se hacía cargo de sus culpas, aunque poco pudiera remediar
ya. Estaba seguro de que tendría fuerzas para ello.
El escriba había preparado todo para aquella noche, y sus amigos parecían
encantados de poder visitarlo en el transcurso de una festividad como la que se estaba
celebrando. Todo era mágico en Egipto en aquellos días, y Neferhor se había convertido en
un gran personaje.
Penw resultó ser de gran ayuda en la preparación del ágape, aunque para ello diera
muestras de su afición por la megalomanía. Aquel hombrecillo tenía delirios de grandeza, o
de otro modo no se hubiera entendido la legión de criados que había decidido emplazar.
Tras mucho cavilar, Penw había llegado a la conclusión de que con un cocinero y con su
mujer el banquete quedaría deslucido. Era necesario dar lustre a un acontecimiento como
aquel. El docto escriba era un hombre sabio donde los hubiere, pero de protocolo y festines
conocía más bien poco. Claro que para eso se encontraba él allۀtraba éí. Así pues, además
de a su mujer y a uno de los cocineros al cargo de Neferrenpet, contrató a dos pinches, un
panadero, un copero y cuatro gráciles doncellas para que se ocuparan de servir como
correspondía. También determinó que con un artista la velada resultaría algo monótona, por
lo que llevó a un flautista y varios percusionistas, amén del que tocaba el arpa, para que el
ambiente no decayera. Qué menos podía hacer.
Cuando Neferhor vio lo que el hombrecillo le había preparado, no supo si abrazarlo
o echarlo a la calle a patadas. Aquel ejército a su servicio era más propio del dios que de un
escriba de su condición. Pero fue al ver la cubertería cuando puso el grito en el cielo.
—Pero… ¿qué significa esto? —quiso saber al descubrir los platos de fina loza
vidriada y las copas del mismo material con forma de cálices de loto—. ¿De dónde has
sacado esto?
Penw se hizo el remolón, pero al observar la furibunda mirada que le dirigían
entrecerró los ojillos con astucia; una técnica que le daba muy buenos resultados a la hora
de convencer a los demás.
—Son los adecuados a tu divinidad —dijo en tanto abría los brazos con
pomposidad—. Los tomé prestados de palacio, que es el único lugar donde pueden
encontrarse semejantes maravillas.
—¿Pertenecen al dios? —preguntó Neferhor sin disimular su enfado.
—No exactamente —aseguró Penw, que veía el cariz que podía tomar la cosa—.
Son de palacio, y se utilizan para los banquetes que se suelen dar en Malkata. Los que los
usan tienen una condición vil, y a menudo mezquina, que en ningún caso puede compararse
con la tuya. El divino hijo de Thot tiene más derecho que ellos a que adornen su mesa.
Además, solo será por una noche —concluyó con tono pícaro.
—Si el faraón se entera de esto perderé su favor, pero te aseguro que tú acabarás
empalado al borde de un camino —le amenazó el escriba.
Al escucharlo, Penw dio un pasito hacia atrás y entrecerró de nuevo los ojillos, a la
vez que aguzaba sus orejillas y hacía morritos. Era un ratón de los más astutos, sin duda, y
Neferhor no pudo evitar lanzar una carcajada.
—Creo que te castigaré de otro modo. Quizá te eche a los gatos para que den buena
cuenta de ti.
Penw sonrió, ladino.
—Su divinidad quedará satisfecha con los platos que se han preparado para la
ocasión. Tipuy, mi noble esposa, ha cocinado las tortas de miel y dátiles que tanto gustan al
hijo de Thot, y unos pastelillos que te sorprenderán.
Neferhor asintió, pues qué otra cosa podía hacer. La esposa de aquel pícaro era una
buena mujer, y se imaginó el trabajo que le debía de haber llevado hacer todo aquello a
instancias de su marido.
—El vino será el que te pedí, ¿verdad? —inquirió el escriba, que ya no se fiaba.
—Un vino de Buto; excelente, ;ۀexcelesí señor. El vino propiedad de tu distinguido
invitado ha tenido una gran aceptación en la corte; si lo sabré yo. Un caldo de tales
características merece ser servido por un copero de palacio. Al muy noble Heny le resultará
agradable presenciar algo así.
El escriba sacudió la cabeza, pues el motivo de su cena se hallaba muy alejado del
halago.
—En cuanto a las doncellas —continuó Penw—, estas son virtuosas y nada
chismosas. Están de muy buen ver y sonríen con facilidad. Quedarás muy bien con ellas,
noble escriba.
—¿Noble escriba? —bufó Neferhor, sin poderlo remediar—. Ni el gran Amenhotep,
hijo de Hapu, cuya mesa he compartido, celebra fiestas de este tipo. ¿Has oído alguna vez
la palabra sobriedad?
—Sí, muchas veces, y me aterra —contestó Penw, con los ojos muy abiertos—. Es
la que utilizan los que poco o nada tienen; vamos, la mayoría.
Neferhor no supo qué contestar, y optó por no continuar con aquel asunto. En el
fondo poco le importaban el menú, la cubertería o las doncellas; incluso dudaba de que la
cena concluyera en buenos términos.
La noche invitaba más al sosiego que al fasto, pues la quietud parecía señorear por
la orilla occidental de Tebas después de tantos días de algarabía. La luna lucía espléndida, y
su velo argénteo alcanzaba los cerros de la necrópolis recortando sus cumbres de forma
fantasmagórica, como correspondía a un lugar tan tenebroso como aquel. Sin embargo el
Nilo parecía encontrarse bruñido por la luz, y sus aguas, ya en la crecida, formaban
caprichosos remansos, más allá de sus antiguas riberas, que aparentaban estar hechos de
plata.
Los chacales aullaban en la lejanía y las lechuzas ululaban, como de costumbre,
mientras la brisa parecía llegar cargada con el perfume de todas las plantas de Egipto. Era
una noche para amar, y Neferhor era consciente de ello mientras compartía con sus amigos
un banquete digno del faraón.
Todo lucía con arreglo a los habituales cánones seguidos en Per Hai. El regocijo
vivía en el espíritu de aquel lugar, y contagiaba todos los corazones que se hallaran bajo su
techo. Penw ejercía las funciones de mayordomo como si lo llevara haciendo toda la vida.
Se encontraba en su elemento, dirigiendo a unos y otros según correspondiera. Un maestro
de ceremonias un tanto grotesco, aunque muy en su papel, siempre atento al más mínimo
fallo para subsanarlo. Si no hubiera sido por la peluca que se había colocado habría estado
perfecto, pues al hombrecillo no se le había ocurrido otra cosa que ponerse un bisoñé de
mala calidad que aumentaba el tamaño de su cabeza considerablemente, y, dada su carita de
roedor, el conjunto resultaba cómico, aunque a él le diera lo mismo.
Al hacer las presentaciones, Neferhor no había podido evitar enrojecer. El pinche
había decidido dar la bienvenida a sus viejos amigos a la mansión del hijo de Thot, como si
tal cosa. Heny se había quedado estupefacto, aunque luego se convenciera de que, por
motivos que no acertaba a comprender, el escriba debía de haber recibido ese honor del
mismísimo faraón. ¡El hijo del viejo Kai era divinizado! Quién lo hubiera podido
sospechar.
Para Niut, la cuestión era muy diferente. Ella se sentía deslumbrada y toda aquella
parafernalia con la que les había recibido Penw le resultaba muy grata. Era lo que siempre
había soñado desde niña; las fiestas de la corte, formar parte destacada de ellas, ser
admirada por los poderosos de Egipto… Para la joven, el que a su viejo amigo le llamaran
hijo de Thot solo representaba una muestra más de lo distinto que era aquel mundo con
respecto al que ella estaba acostumbrada, y de lo mucho que deseaba pertenecer a él. Niut
había visto con sus propios ojos cómo el señor de las Dos Tierras honraba públicamente a
Neferhor, y hasta le hacía entrega de un brazalete que refulgía bajo los rayos del sol en la
distancia. Muy pocos en Kemet tenían el privilegio de recibir tal honor. El escriba era un
grande de la Tierra Negra, y enseguida ella fantaseó, convencida de que algún día él se
convertiría en visir. Tal pensamiento la excitó de tal forma que se humedeció sin poder
evitarlo, sin control alguno, y ello le hizo desear aún más la consecución de sus sueños.
Durante los últimos dos años, Niut había continuado con la vida que siempre había
llevado. Recluida en su villa de Ipu se había mostrado cual una esposa solícita y, al traer al
mundo a su pequeño, como una madre ejemplar. Su marido había enloquecido de alegría,
hasta el punto de colmarla de atenciones de la cabeza a los pies. Pero ella lo despreciaba
más todavía, pues sabía que Heny había continuado viéndose con su amante siria. Niut
había descubierto la gran facilidad con que podía fingir, y se alegraba por ello. Su esposo
no le merecía la menor compasión, y ella no tenía más que esperar.
Cuando un enviado real les hizo saber que sus vinos habían sido elegidos para ser
servidos durante la celebración del jubileo, Niut creyó que el corazón se le saldría del
pecho. La pareja había sido invitada a los actos y la joven no albergó ninguna duda de que
el momento para poner en marcha sus planes había llegado.
Niut se sentía fascinada dentro de aquel palacio de ensueño que había ordenado
levantar el dios únicamente para celebrar su Heb Sed, y ya no estaba dispuesta a renunciar a
cuanto esto significaba. Neferhor les ofrecía un banquete y ella se presentó ante él
deslumbrante, como si se tratara de una aparición.
Esa fue la primera impresión que tuvo Neferhor cuando la vio entrar en su casa. Una
diosa andaba suelta por Malkata. Una reencarnación de Hathor llamaba a su puerta, y él
pensó que formaba parte de la magia que parecía envolver a Egipto durante aquellos días.
Allí había obrado un poderoso conjuro para materializar el milagro de la perfección. Al
estar frente a ella, el joven apenas pudo balbucear unas palabras. Su fortaleza se
derrumbaba sin remisión, y la razón era incapaz de acudir en su ayuda. Todos sus buenos
propósitos y decisiones saltaban por los aires como si se tratara del trigo durante el aventeo.
Bastó con que Niut clavara su mirada en él para que su voluntad se fuera lejos, muy lejos,
dejándole en el más absoluto de los abandonos, a los pies de aquella diosa, o lo que quiera
que fuese. Él temía aquel instante, y los hechos venían a confirmar sus miedos; los que
nacían de su propia debilidad.
Neferhor supo que su suerte estaba echada, y que de nada valían sus justificaciones
ni absurdas quimeras. Aquella tarde en Menfis, Shaushka había acertado en su diagnóstico,
y no había médico en Kemet capaz de remediarlo. Deseaba de tal forma a aquella mujer,
que allí mismo la hubiera tomado.ۀomado.
—¡Es la primera vez en mi vida que voy a cenar con un personaje divino! —
exclamó Heny como alborozado, en tanto se abrazaba a su amigo. Este le correspondió
entrecerrando los ojos, pues su vista se velaba—. Al menos podré presumir de tu amistad
allá donde vaya —continuó Heny.
Sin poder evitarlo, el escriba miró hacia Niut, que los observaba con atención. Si el
destino había fraguado aquello, él ya nada podía hacer.
—Sed bienvenidos a mi casa, que es la del dios y también la vuestra —repuso
Neferhor, para mostrar una sonrisa—. Nunca imaginé que pudiera agasajaros como os
merecéis, aquí, en Per Hai.
—La Casa del Regocijo. Menudo nombre. Quienquiera que se lo pusiese no pudo
haberlo elegido mejor —volvió a exclamar Heny, al que se veía contento.
—Nebmaatra lo bautizó en persona.
—Mi ka se llena de esta alegría —intervino Niut—. Como bien dices, el dios se
encuentra aquí, entre nosotros.
A Neferhor el tono de la joven se le antojó más seductor que nunca. Era evidente
que la maternidad le había sentado bien, hasta el punto de resaltar aún más su habitual
belleza. Pero descubrió nuevos matices que no recordaba haber visto antes. Había embrujo
en su mirada, y sus palabras sonaban rotundas, cargadas de determinación. El escriba fue
incapaz de encontrar las suyas, perdidas quizás en algún lugar de su corazón, como todo lo
demás.
Penw los instó a que se sentaran, muy digno, e hizo una seña a los músicos para que
comenzaran a tocar. Cuando los vio acomodados se mostró satisfecho.
—¡Ah! He aquí el néctar que ha conseguido traernos hasta ti —exclamó Heny,
exultante, al ver su vino en la mesa—. Amigo mío, hoy beberé hasta confundirme con el
propio Bes.
Niut observó con indiferencia cómo su marido daba un buen sorbo de su copa y acto
seguido acarició con la mirada a su anfitrión. Le pareció que este había madurado y lo
encontró más hombre. Además, el poder que el faraón en persona le había conferido le
hacía sumamente atractivo a sus ojos. Se trataba de un sello que ya formaba parte del
escriba y que este portaba con naturalidad, como correspondía a quien quizás estuviera
llamado a alcanzar las más altas metas.
La velada transcurrió en un ambiente que tendía a la exageración. Penw estaba
decidido a abrumar a los comensales al precio que fuese, y para ello no reparó ni en platos
ni en escenificaciones. Las gráciles jóvenes que les atendían iban y venían cargadas con los
más ricos manjares que cupiese imaginar. Neferhor observaba, absorto, todo aquel alarde
de recetas que haría palidecer al rey de los glotones. Ni en mil banquetes se veía el escriba
capaz de comer tal cantidad de alimentos. Bastaba con que el mayordomo tocara
suavemente las palmas para que una nueva remesa de viandas invadiera las saturadas
mesas. Y luego estaban los músicos, que parecían incansables, y que tanto incomodaban a
Neferhor. Este ignoraba de dónde los había sacado aquel hombrecillo, pero al que tocaba el
gargavero se le escapaban las notas de vۀas notasez en cuando, aunque siguiera
intentándolo, como si nada. Neferhor tuvo que pedir a Penw, discretamente, que les diera
licencia para descansar un poco, y también que dejara de llenar la sala de platos pues no
disponían de tiempo para comérselos todos.
—¡Aún faltan los postres! —le dijo el hombrecillo, sin ocultar su disgusto—. No
hay banquete que se precie en el que no se sirvan postres. Es lo habitual en palacio, noble
Neferhor.
Este movió la cabeza, apesadumbrado. Con Penw no había nada que hacer, aunque
al menos consiguiera que la música parase un rato.
Sin embargo, a Heny todo aquel despliegue de suculentos manjares le tenía
encantado. El viejo amigo comía a dos carrillos a la vez que alababa este o aquel plato.
—Excelente, excelente —decía en tanto se chupaba los dedos—. ¿Y dices que los
ha preparado el cocinero del dios? —le preguntó al mayordomo, que estaba más tieso que
una vara.
—En persona —mintió este sin pestañear—, aunque ha sido uno de sus ayudantes el
encargado de darles el toque final en la cocina.
—¡Magnífico, magnífico! —exclamaba Heny—. Nunca había comido nada igual.
¿Has oído, Niut? El propio cocinero del faraón ha preparado esta cena. En Ipu no lo creerán
cuando lo contemos.
Niut no hacía caso a tales comentarios. Entre ella y su anfitrión hacía rato que se
había creado una atmósfera de complicidad que la excitaba sobremanera. Apenas eran
necesarias las palabras para tejer el velo del deseo entre ambos. Las miradas se sucedían,
una tras otra, pertinaces, cargadas de insinuaciones y taimados propósitos. Invitaban a la
pasión, a la vez que les asomaban a un pozo que se intuía insondable y al que no parecían
temer. Mientras Heny degustaba aquella cena, su esposa acariciaba con la mirada a
Neferhor para hacerle suyo casi sin proponérselo. El escriba se entregaba con cada
pestañeo, con cada suspiro, para abandonarse en los brazos de un elixir poderoso como
ningún otro.
Las traiciones se abrían paso en lo más profundo de sus conciencias para
arrastrarlos hacia el frenesí del amor incontrolable, aquel que se confunde con los instintos
más primarios, y que deben ser satisfechos de una manera u otra.
Mientras conversaban, Neferhor era incapaz de seguir el diálogo como debiera. Su
atención se encontraba en otro lado y apenas contestaba con monosílabos o con una forzada
sonrisa. Su semblante era todo un disfraz, y su razón una entelequia a la que no podía
recurrir. No tenía ojos más que para aquella mujer cuya mirada lo desarmaba. Si se lo
hubiera pedido, él estaba dispuesto a darle todo cuanto poseía, incluso su ba. No podía
oponerse a sus deseos, y el escriba lo sabía.
Cuando los efectos de tan copiosa cena comenzaron a hacerse patentes, Niut se
mostró más desinhibida y cercana. Su risa llenaba la sala con un nítido eco que invitaba al
arrobamiento. ¿Acaso no era aquella la mejor de las músicas? Para Neferhor no había
melodía que se le pudiera comparar, y hubiera estado escuchándola hasta el fin de sus días.
Todo en ella le parecía mágico, como si en verdad surgiera del más poderoso conjurۀderoso
co que se hubiera realizado en Egipto. Sí, seguramente sería eso. El mago más poderoso
había obrado aquel prodigio, y el joven se sentía parte de él aunque solo fuera para
esclavizar su voluntad a la de semejante diosa.
Niut vestía aquella noche como la primera de las princesas de Kemet: un traje
plisado de lino purísimo y tan etéreo que sus formas se ofrecían para deleite de las miradas,
como una fruta cercana y a la vez inaccesible. Aquel velo separaba lo real de lo ilusorio,
como si en verdad estuviera hecho con el más duro granito de Asuán y no con finísimo lino.
Los pechos, turgentes, se levantaban pletóricos, más grandes de lo que Neferhor recordaba,
coronados por unas areolas oscuras que invitaban al amor, al deseo desbocado, a la pasión
sin reservas. Las pocas joyas que llevaba la ayudaban a destacar aún más. El espléndido
collar, los finos pendientes en forma de aro, los delicados brazaletes…, todos de malaquita
engarzada en oro. Una piedra de un verde purísimo que hacía recordar los antiguos tiempos
en los que estuvieran tan de moda. Niut había elegido aquel color sabedora de que la
favorecía, a la vez que había renunciado a las habituales pelucas tan en boga para poder
lucir su espléndida melena.
Así estaba perfecta, y hasta las gráciles núbiles que les servían la admiraban. Ella se
sentía principal en aquella velada celebrada en una casa tan próxima al palacio del faraón,
en el corazón de Kemet, entre los halagos y la excitación que le producía el ver cómo
Neferhor estaba dispuesto a entregarle su alma.
Heny se mantuvo ajeno a toda aquella vorágine de solapadas emociones. Su
discurso había sido de alabanzas y se le veía feliz y abandonado a los placeres de la buena
mesa. Fue tal la cantidad de vino que ingirió, que su habitual aguante se vio derrotado por
el pícaro dios Bes, quien le envió la embriaguez sin compasión alguna. Heny bizqueó,
balbuceó y hasta intentó, inútilmente, hacer un guiño a las jóvenes que le llenaban la copa,
pero al final terminó por sucumbir ante los vapores que su propio vino le habían producido.
Sin mediar palabra su cuerpo quedó laxo, recostado contra la pared, con la cabeza inclinada
y una expresión beatífica en el rostro que daba gloria ver.
Semejantes desenlaces eran habituales en cualquier banquete que se preciara, y a
pocos extrañó. Penw, incluso, lo veía de lo más natural, dado que aquel individuo era
comerciante de vinos. ¿Quién sino él iba a tener más derecho a emborracharse? Además,
aquel elixir había resultado ser extraordinario, como él mismo había comprobado, que para
eso era el mayordomo.
Sin embargo, al hombrecillo no se le había escapado ni un detalle de cuanto
ocurriera. Aquel pobre hombre era un cornudo o estaba a punto de serlo, y el hijo de Thot
parecía dispuesto a darle la razón. El divino Neferhor apenas había probado bocado y no
tenía ojos más que para aquella beldad. Esta era un verdadero manjar, y no le extrañaba que
el noble escriba quisiera devorarlo. Se le veía embelesado como un adolescente ante su
primer amor, mientras ella coqueteaba de la manera más natural, aunque Penw supiera que
todo estaba calculado. A él no le podían engañar —se ufanó—, pues no en vano llevaba
toda su vida en la corte, entre intrigas, engaños y amoríos de todo tipo. Aquella
hermosísima mujer era capaz de llevar a cualquier hombre a la perdición, estaba seguro, y
durante toda la velada la joven no había hecho sino tirar suavemente del ronzal que, con
habilidad, había colocado al escriba. Solo Hathor sabía en qué acabaría todo aquello,
aunque el hombrۀnque el ecillo albergara oscuros presentimientos.
Como era de esperar, fue precisa la ayuda de varios hombres para hacerse cargo de
Heny. Su cuerpo estaba tan muerto como si se encontrara ya en presencia de Osiris. Le
acostaron en una de las habitaciones sin que el pobre hiciera el menor esfuerzo por
impedirlo, aunque en cuanto lo tumbaron empezó a roncar con una furia inaudita, como si
se rebelara íntimamente contra tan lamentable estado. Niut observó la escena como si se
tratara de algo natural, y apenas se inmutó. Continuó embelesando los oídos de su joven
anfitrión con su melodiosa voz, en tanto este presenciaba, impertérrito, cómo se llevaban a
su amigo en brazos.
Durante un rato hablaron de curiosidades. Ella parecía interesada en los temas
palaciegos y él la satisfacía al contarle detalles que Niut escuchaba con atención. Así
estuvieron un rato, hasta que el silencio comenzó a señorear en la casa. Dadas las
circunstancias, Neferhor había dispuesto que sus invitados pasaran la noche allí, al menos
hasta que Heny se librara de los brazos de Bes y recuperara la sobriedad.
Era noche cerrada cuando el servicio se despidió, aunque Penw se encargó de dejar
a una de las doncellas por si necesitaban algo, y también por curiosidad. Antes de
marcharse echó una disimulada mirada, solo para convencerse de que aquella celebración
traería consecuencias; si lo sabría él.
—Muéstrame el cielo de Tebas —le pidió Niut al quedarse a solas—. Quiero ser
testigo de la magnificencia que flota sobre la Casa del Regocijo.
El joven sonrió y ambos se dirigieron a la terraza, apenas separados por el deseo
contenido. Neferhor subió los escalones sin saber muy bien por qué lo hacía, como si
perdiera instantes preciosos, más valiosos que todo el oro del lejano Kush. Su naturaleza se
revelaba a cada paso que daba mientras seguía a la diosa como el primero de sus acólitos.
Sintió ansias de poseerla allí mismo, y no obstante se dejó llevar, sabedor de que su juicio
poco contaba.
—Nunca vi un cielo semejante —musitó Niut mientras su vista se explayaba por
entre el inconmensurable manto de un profundo azul, salpicado de titilantes luceros.
—Los antiguos dioses que gobernaron esta tierra nos observan desde lo alto —dijo
Neferhor—. Sus almas habitan junto a las imperecederas.
Niut lo miró un instante con curiosidad.
—Así se llama a las estrellas que no conocen el descanso —prosiguió el escriba—.
Las que señalan el norte.
La joven no supo qué decir, pues se sentía hechizada por cuanto la rodeaba. Aquel
recinto colmado de palacios ejercía sobre ella una influencia que nacía de su propia
ensoñación. Estar allí significaba dar cumplimiento a unos deseos que venían de su niñez, y
que la transportaban hacia la consecución de sus ambiciones. Sin duda el escenario la
embrujaba, y la atmósfera que desprendía aquella noche estaba cargada de seducción; de
una magia que se adhería a su piel hasta hacerla sentirse parte de toda aquella fascinación.
—El cielo en Ipu me parece tan distinto a este… —susurró e—ۀsusurlla.
Neferhor recorrió con la vista la Vía Láctea, que se extendía a lo largo del Nilo.
—El río se mira en el vientre de la diosa Nut. Su reflejo está tachonado de estrellas.
Ellas son las ánimas de nuestros antepasados. Tebas es una ciudad santa. Quizá por eso
brillen aquí con inusitado fulgor —señaló el joven.
Niut se volvió hacia él para mirarle con intensidad. Se sentía agitada desde que
llegara a la casa, y también por lo que sabía que iba a ocurrir. Su pecho subía y bajaba con
cada respiración hasta hacer que el vestido que llevaba pareciese poseer vida propia. La
diosa de nuevo se hacía corpórea, y Neferhor vio cómo extendía ambas manos hacia él para
llevárselo; quizás allá arriba, junto a los luceros, o a un lugar mucho más lejano,
desconocido por los hombres.
Todas las pasiones contenidas durante tanto tiempo se desbordaron en aquella hora.
En la suave penumbra de la alcoba los dos amantes se despojaron de cuanto les ataba aún a
sus conciencias, para entregarse en manos del destino. Hathor, la diosa del amor, los
amarraba con hilos más poderosos que las maromas con las que se elevaban los obeliscos.
Estos resultaban invisibles, pero a la vez tan evidentes que se aferraban más a ellos con
cada hálito compartido, con cada caricia.
La pálida luz de la luna entraba en el habitáculo por el estrecho ventanal, igual que
había ocurrido la noche en la que se amaran con anterioridad. Pero ahora no se trataba de
ningún sueño. Ambos se encontraban allí, conscientes de lo que representaba aquel
momento, sin importarles lo que Shai dispusiera para ellos en el futuro. Los instintos
señoreaban en aquel cuarto, y no existía poder capaz de reconducirlos.
El deseo los aprehendió sobre el lecho cual si se tratara de dos almas desesperadas.
Gimoteaban de manera inconexa en tanto respiraban el mismo aire, atrapados en su propia
ansia. Neferhor recorría con sus manos cada curva de aquel cuerpo que volvía a presentarse
ante él bañado por la claridad que les regalaba la noche. El milagro de nuevo se repetía, y
esta vez no estaba dispuesto a que se desvaneciera. Al sentir cómo le presionaban los
pechos, Niut gimió de satisfacción a la vez que esbozaba un rictus de complacencia. Su
naturaleza fogosa se desinhibía después de mucho tiempo, y al punto ambos se sumergieron
en el pozo de un deseo que amenazaba con devorarlos. Formaban parte del mismo delirio, y
juntos corrieron en búsqueda del placer que tanto anhelaban.
Cuando Niut sintió al joven en su interior volvió a hacer un gesto de satisfacción.
Notaba aquel miembro duro como el granito agitándose desbocado en lo que parecía una
carrera sin retorno. Neferhor se entregaba sin reservas, como ella sabía que lo haría, en
tanto Niut se deslizaba en la barca de sus sueños, envuelta por una nube de la que no quería
bajar. Se sentía empapada en sudor, incapaz de controlar el placer que le producía aquella
ánima atormentada que la penetraba con desesperación. Los movimientos de sus caderas
lograban exasperar a su amante hasta hacerle gimotear lastimeramente, como si implorara
su ayuda. Ella se apoderaba de su voluntad mientras ambos se abandonaban en una cópula
que parecía no tener fin.
Neferhor se asía a aquellas nalgas que lo enloquecían, y rogaba a todos los dioses de
Egipto que aquel viaje no acabara n ۀno acabunca. Ya no se hallaba entre los mortales, sino
que recorría algún ignoto camino del que nadie sabía, perdido seguramente en algún lugar
cercano a las estrellas. Padecía tal ardor, y se encontraba tan enardecido, que se sentía
incapaz de poder saciar su deseo. Era como si atravesara los desiertos de Nubia con tan solo
un pequeño odre de agua para el camino. La sed siempre le atormentaría, y él lo sabía. Por
ello Neferhor se resistía a abandonarse en los brazos del deseo cumplido. Aquel cuerpo era
todo cuanto quería, y pugnaba desesperadamente por no salir de aquella senda en la que los
dioses le colmaban con todo lo bueno que pudiera desear. Pero sus metu parecían proponer
otra cosa. Estos se habían ido llenando con su simiente y le avisaban de que pronto dejarían
de refrenarla. Cualquier roce, la más ligera presión en su miembro, sería suficiente para
ello; y así fue como ocurrió.
Al llegar aquel momento, el joven abrió los ojos como si con ello pudiera evitar lo
inevitable. Luego se agarró con fuerza a las nalgas de su amante, que sentía cómo su
interior se colmaba con el calor de la pasión satisfecha. Ella, a su vez, se dejó ir una vez
más y, así, ambos quedaron suspendidos por un instante de aquellas estrellas que tanto les
cautivaban, libres de las miserias mundanas, en un lugar de donde no querían regresar
jamás.
Entre jadeos y suspiros apagados, las palabras de amor surgieron con
espontaneidad. A pesar de su timidez, Neferhor volcaba sus sentimientos para susurrar al
oído de su amante la pasión que lo había consumido durante toda su vida.
—Siempre te he amado; desde que era un pobre meret —le decía. Ella se acomodó a
su lado con la cabeza junto a su cuello en tanto le acariciaba con ternura—. Durante todos
estos años fuiste la última imagen que veía antes de dormir, y la primera al despertar. Una
llama que nunca se apagaba. A pesar de la lejanía —le confesó él.
Ella le besó suavemente.
—Éramos solo unos niños; incapaces de adivinar que pudiera ocurrir algo así —dijo
Niut.
—Yo soñaba con ello casi cada noche, en la soledad de mi celda en Karnak. Pero lo
hacía convencido de que era un espejismo, un ensueño imposible que se había apoderado
de mi corazón sin ningún fundamento.
—¿Dices que siempre me quisiste? —inquirió ella, halagada.
—Desde el primer día que te vi en el río. Una vez te dije que me casaría contigo.
—Lo recuerdo, aunque siempre me pareció una quimera. El sino de cada cual
siempre es un enigma.
—Yo me marché siendo un niño, y Heny te hizo su esposa, como aseguraba que
ocurriría. Regresé a vuestras vidas al cabo de los años, y no acierto a comprender cómo…
Niut puso un dedo sobre sus labios.
—Yo miraba pero no veía —murmuró ella, quedamente—. Nunca llegué a imaginar
que algún día te convertirías en el dueño de mi corazón.
Aquellas palabras estremecieron al escriba, que la estrechó contra sí con fuerza.
—Eres el amor de mi vida, estoy seguro —dijo él, casi atropellándose—. Pero ahora
todo parece imposible y…
—No digas eso —le cortó ella.
—Pero tú estás casada con Heny, mi amigo de la infancia. Ambos tenéis un hijo…
Niut se abrazó a él con fuerza y comenzó a sollozar.
—Mi vida ha sido como el Amenti. Un infierno en el que nada me faltaba y donde
todo lo añoraba. Una jaula de oro en la que me resultaba insufrible permanecer y de la que,
sin embargo, no tuve el valor de escapar. —Neferhor se incorporó levemente—. Así es —le
corroboró ella, con los ojos velados por las lágrimas—. Elegí mal.
Semejantes palabras cayeron como una losa sobre el escriba. Su razón quedaba
definitivamente aplastada por ellas, y también la posibilidad de reconducir aquella locura.
Ella volvió a besarle.
—Cuando te vi aparecer en mi casa lo comprendí. Fue algo inexplicable, pero tu ka
vino a mí para envolverme por completo. Me poseyó mucho antes de que lo hicieras tú —
continuó la joven.
El escriba se veía incapaz de ordenar sus ideas. Entonces Niut le contó cuanto había
ocurrido. Le habló de los engaños de su esposo, de su amante siria, y del abismo que los
separaba desde hacía años.
Apesadumbrado, Neferhor trataba inconscientemente de eximir a su amigo de aquel
drama. Solo él era el culpable de la situación, y no podía dejar de pensar que, mientras
Heny dormía su ebriedad en uno de los dormitorios de la casa, él cohabitaba con su mujer
como un macho encelado de cualquier especie. En realidad era el señor de los hipócritas; un
cínico formidable capaz de perpetrar las peores acciones y a la vez apiadarse de su amigo.
Si era redención lo que buscaba, así nunca la encontraría; tan solo se justificaba ante sí
mismo para constatar que el camino del maat hacía tiempo que no existía para él.
Sin embargo, era inútil engañarse. No se arrepentía de nada, y su único deseo era
pasar todas las noches de su vida junto a aquella mujer que le absorbía por completo hasta
hacerle flotar, como si hubiera abandonado su cuerpo mortal. Todo resultaba sencillo y a la
vez complicado, pero a su naturaleza no podía engañarla. Esta volvía a estar sedienta, y las
bajas pasiones hicieron acto de presencia de nuevo, sin que a ninguno de los amantes les
extrañase. Estos volvieron a atropellarse en busca de aquel placer sin el que ya no parecían
estar dispuestos a vivir. Recorrieron de nuevo los caminos estelares y Hathor abrió para
ellos las puertas que daban acceso a los más excelsos goces. Eran prisioneros de sus
instintos, una vez más, y así pensaban continuar hasta que Anubis viniera a llevárselos del
mundo de los vivos. Se hicieron promesas de amor entre espasmos y convulsiones, y
grabaron sobre sus pieles sudorosas el olor de sus propias esencias.
Cuando volvieron a quedar exhaustos sobre el lecho se hicieron más promesas de
amor. Ya no podrían estar separados, pues sus vidas se entroncaban para formar una sola.
—No puedo ofrecerte las riquezas que te proporciona Heny —le susurró Neferhor al
oído.
—De nada me valen si su corazón no me pertenece por completo —contestó ella—.
Tú posees algo mucho más valioso que te acompañará allá donde vayas. Está en tu ka y,
como te dije antes, me envolvió la primera vez que te vi en mi casa. El faraón te honra —
continuó en tanto sus ojos adquirían un brillo especial—, y eso no tiene valor.
—Entonces te haré mi esposa, si así lo deseas, para que el dios te enaltezca a ti
también. Destacarás en la corte entre las demás damas y yo te ensalzaré dondequiera que
vaya. Lo mío será tuyo, hasta el fin de mis días, y te cubriré de caricias cada noche hasta
que quedes saciada.
Niut le besó en los labios y luego se incorporó para mirarle fijamente. Se encontraba
satisfecha por el desarrollo de los acontecimientos, que se habían producido tal y como
deseaba. Ahora Neferhor le pertenecía y por fin podría llevar a cabo sus planes. El corazón
del joven no tenía doblez y sus sentimientos eran verdaderos; además el escriba había
resultado ser un buen amante, y le había dado más placer que el que nunca le proporcionara
su marido. Aunque no fuera un hombre hermoso se sentía atraída por él, quizá por aquella
esencia que ella aseguraba haber captado desde el primer día. Estaba convencida de que
Neferhor llegaría a ser poderoso en Kemet algún día, y que su nombre quedaría grabado en
la piedra para hacerlo inmortal. Ella estaría allí, junto a él, para que la posteridad la
recordara tal y como siempre había soñado; señoreando entre el resto de las aristócratas, a
la vez que sus hijos estarían algún día llamados a ocupar los más altos cargos. Su estirpe se
extendería durante milenios, y Niut sería evocada como si se tratara de una verdadera reina.
Ella volvió a mirarle un instante, y luego lo besó apasionadamente.
—Si me haces tu esposa me divorciaré de Heny —le dijo tras despegar sus labios.
Neferhor la abrazó con fuerza y Niut le mordisqueó el cuello.
—Pero… habrá que buscar algún juez que esté dispuesto a fallar a tu favor. Heny se
opondrá, y el asunto puede llegar a complicarse.
La joven le dedicó una de sus irresistibles sonrisas.
—No te preocupes, todo saldrá a nuestra conveniencia. Confía en mí.
El escriba la miró convencido de que las cosas ocurrirían tal y como aventuraba
aquella diosa.
—Dentro de poco el niño y yo estaremos junto a ti, para no separarnos jamás —
señaló Niut.
—El niño —musitó Neferhor, pues casi no se había acordado de él—. Pero su padre
no permitirá que..ۀmitirá .
Ella volvió a hacerle callar al poner uno de los dedos sobre sus labios.
—Se llama como tú: Neferhor. Yo elegí ese nombre porque él es tu hijo.
El camino de Maat
1
Roy se disponía a presidir el tribunal que aquella mañana se reunía en Ipu para
resolver diversos litigios entre particulares. Había de todo; desde denuncias por robo de
animales domésticos y abusos del fisco, hasta acusaciones de brujería y malas artes. Sin
embargo, el que más le preocupaba era la demanda de divorcio p resentada por una dama
de nombre Niut que, por poco usual, le causaba perplejidad. Mientras se colocaba la peluca
y hacía honor a su rango, Roy renegaba de su suerte ante los dioses y, particularmente,
delante de Maat, su santa patrona, por haber sido designado para semejante dislate. Que una
señora requiriera el divorcio en los términos en que lo hacía aquella dama no era cosa
común; claro que los tiempos estaban cambiando. En la antigüedad, durante la era de las
pirámides, la justicia era impartida en el Alto Egipto por seis tribunales que atendían al
nombre de Gran Mansión. Al frente de cada uno de dichos tribunales había un juez que
formaba parte de un colegio denominado Grandes del Alto Egipto. Ellos eran la ley, y solo
el visir como juez supremo y el faraón podían sustituirlos en su cometido.
Pero con el paso de los siglos se habían empezado a crear asambleas de funcionarios
que se encargaban de las disputas entre los ciudadanos. Así, había sucedido que alguien
que, como Roy, había pasado gran parte de su vida como escriba cumplimentando actas,
había terminado por ser nombrado juez y pasado a formar parte del saru, un consejo local
de notables. Indudablemente, ser juez representaba un honor con el que nunca hubiera
soñado. Estos poseían un poder incuestionable, que había llegado a ser proverbial en la
historia de Egipto. Roy se sentía orgulloso de ello, y se ufanaba ante sus íntimos.
Representar a la diosa Maat entre los mortales no era cuestión baladí, y menos en sus
circunstancias. Para un hombre como él, procedente de una familia humilde, el llegar a
aquella posición no le había resultado fácil.
Tras haber pasado la mayor parte de su vida redactando actas y recursos, Roy tenía
una idea bastante aproximada del funcionamiento de la ley en Kemet. Las influencias que
planeaban alrededor de los tribunales podían llegar a ser de consideración, y él había
aprendido muy bien a lo largo de los años cómo salir indemne de ellas. Los tiempos en que
los jueces profesionales eran investidos de un poder omnímodo ya habían quedado atrás, y
ahora era necesaria una gran perspicacia para llevar adelante sus funciones y sobre todo su
sentido común.
El caso de divorcio que debía fallar aquella mañana suponía todo un desafío que le
había quitado el sueño durante las últimas noches. Era inusual que una dama presentara una
demanda por adulterio, y mucho menos en semejantes términos. La señora en cuestión tenía
contratos firmados por su esposo en los que este convenía en los términos estipulados a dar
la razón a su esposa en el caso de que fuera encontrado en falta. Esto de por sí ya resultaba
sorprendente, sobre todo porque hasta hacía no muchos años la mayor parte de los
divorcios se producían por la infidelidad de la mujer y no del marido. Incluso él mismo
recordaba algún caso en el que el juez había decretado pena de muerte contra la adúltera.
Sin duda los tiempos habían cambiado, aunque lo verdaderamente escandaloso del
asunto era el documento en el que un testigo presencial daba fe de que la infidelidad del
cónyuge se había producido tal y como aseguraba su esposa. Dicho testigo era nada menos
que un escriba de la administración del nomo; inaudito.
El problema que se le presentaba al juez era de consideración, ya que el esposo era
uno de los hombres más ricos de la región y, además, había sido favorecido por el dios en
persona al elegir los vinos que comercializaba para la celebración de su jubileo.
A Roy se le erizaba el vello al pensar en aquel particular, pues bien conocía él las
consecuencias de una sentencia errónea, sobre todo cuando la dama Niut pretendía
quedarse con la mayoría de los bienes de la otra parte, ya que así constaba en el contrato.
Durante días, Roy se había maldecido por su mala suerte. Que él supiera, nadie en
todo Kemet había planteado un caso de divorcio en semejantes términos, y su decisión
sentaría jurisprudencia. Sin embargo, él no tenía ningún deseo de pasar a la posteridad
como el primero en fallar a favor de la demandante en un asunto como aquel. Siempre
había querido vivir plácidamente, sin sobresaltos, atendiendo como correspondía los
asuntos que habitualmente se presentaban y que todos sabían cómo tratar.
Para hacer aún más espinoso el problema, el día anterior el juez había recibido, de
forma discreta, una nota en su residencia particular. Un mensajero real en persona se la
había dado en mano, ante el estupor de Roy, que se temía lo peor.
Los heraldos en Kemet no solían ser portadores de buenas noticias, y en esta
oportunidad no iba a ser diferente. El pequeño papiro venía firmado por Khaemjet, el
mismísimo secretario del visir y gran magistrado del Alto Egipto, y en él le recomendaba
hacer justicia en un caso tan flagrante como aquel en el que una desvalida dama había
sufrido todo tipo de abusos y vejaciones por parte de su inmoral esposo.
«El camino del maat es aquel que debe seguir un juez durante toda su vida para dar
ejemplo a los ciudadanos con paso firme y pulso inquebrantable.»
Así decía la nota, que dejó boquiabierto a Roy, y tan pálido que parecía que Anubis
ya se lo hubiera llevado.
Luego los fluidos regresaron desde sus metu a donde debían, y temperó el
entendimiento. La tal Niut debía de ser una mujer de cuidado, sin duda, para involucrar al
visir en algo como aquello. Si el escriba real Khaemjet, secretario personal del ti-aty, le
animaba a sentar la mano en tan inmoral esposo, él no era quién para contradecirle. En el
fondo hasta sintió un gran alivio, y se congratuló de que existiese un corazón bondadoso
dispuesto a arrojar un poco de luz sobre asuntos tan oscuros como el que le había
correspondido juzgar. El derecho contractual debía prevalecer, sin ningún género de dudas.
Al terminar de aderezarse como correspondía, Roy suspiró profundamente antes de entrar
en la sala. Lo sentía por Heny. Aquella mujer iba a dejarlo en la ruina.
3
El gran Nebmaatra recibió al joven escriba como solía, con un amplio blusón de
finísimo lino y una copa del mejor vino de Buto. El carácter campechano del monarca le
invitaba a hacer semejantes audiencias sin que por ello viera menoscabado su poder, y
mucho menos su divinidad. En los últimos tiempos se había aficionado en grado sumo a
hacer alarde de su carácter bondadoso, quizá debido a que, próximo a la cincuentena, la
Sala de las Dos Justicias donde sería juzgada su alma se hallaba más cerca, o simplemente a
que se sentía como un verdadero dios entre los hombres, después de su celebrado jubileo.
El caso era que el faraón no perdía ocasión de mostrarse cercano a sus súbditos, como si
con ello quisiera transmitirles alguna de las bendiciones que era tan proclive a otorgar, o
simplemente porque en el fondo Amenhotep III era una persona sociable.
Por aquel joven, que un día le recomendara el Primero de sus Amigos, Huy, sentía
un sincero aprecio y gran curiosidad. Justo era reconocer que el escriba le había servido
bien en el pasunto de la ceremonia del Heb Sed, pero era la discreción que mostraba y su
inteligencia lo que más le interesaba de él. Además parecía un tanto místico, y eso le
llamaba la atención sobremanera. Le gustaban los místicos; quizá porque representaban la
antítesis a su real persona, siempre aficionada a los placeres; y más ahora que se acercaba a
la vejez. Nunca había comprendido bien a aquellos espíritus puros que rechazaban las
tentaciones que les presentaba la vida, y quizá fuera ese el motivo por el que los respetaba.
Él pensaba que estaban equivocados. Que la vida había de ser bebida a grandes
tragos antes de que un día no quedara nada por beber. Tarde o temprano Anubis se
presentaría para cumplir con su obligación, y era mejor que no quedara nada por hacer al
llegar a semejante trance. Eso era lo que él pensaba; claro que también era un dios y por
ello llevaba ventaja.
De todo, las mujeres eran lo que más le gustaba. El dios no podía comprender la
enfermiza obsesión que sus ancestros habían demostrado por los caballos y la guerra
existiendo las mujeres. A ellas era a quienes había que consagrar las energías, pues no
había nada que pudiera compararse al amor; con el permiso de la reina. Pero Tiyi le conocía
bien y siempre le había dejado hacer, como correspondía al señor de las Dos Tierras. Ella
era su verdadero amor, su áncora en los momentos difíciles, y también la opinión preclara
necesaria cuando se presentaban las dificultades. Tiyi señoreaba en Egipto y a él no le
importaba, pues llevaban toda la vida juntos.
Sus travesuras y aventuras de alcoba no eran motivo de enfado para la reina, que
incluso le aconsejaba al respecto. De ella surgió la idea de que tomara por esposa a la
mayor de sus hijas, Sitamón, con motivo del Heb Sed, y a fe que resultó una decisión
acertada. Sin duda existieron razones religiosas para hacer de Sitamón su Gran Esposa
Real, pero también se trataba de la hija que más quería, y no pudo evitar el hacer uso de sus
derechos como esposo, hasta el extremo de que Sitamón quedara embarazada de su propio
padre; una noticia que le había proporcionado un gran regocijo y de la que el rey se ufanaba
sin ningún rubor. El pueblo no compartía semejantes aspectos, aunque los atribuyera a la
esencia divina del faraón, pues no en vano los dioses primigenios acostumbraban a casarse
entre ellos y a ser incestuosos; ese sería el motivo, y ellos poco más tenían que decir.
El faraón estaba convencido de que la celebración de su Heb Sed le había
revitalizado por completo. Se sentía con veinte años menos, como un verdadero Toro
Poderoso capaz de las mayores proezas, y en ello se ocupaba. Nebmaatra había decidido
jubilar a su viejo copero, con sus parabienes, y sustituirlo por varias doncellas que se
ocupaban de tenerle debidamente atendido en la mesa. Últimamente su concupiscencia
había ido en aumento, aunque el faraón siempre hubiera demostrado un excelente apetito
sexual. Era evidente que el monarca había engordado mucho con el transcurso de los años,
pero su miembro continuaba respondiendo ante la más mínima provocación, y eso era
cuanto le importaba.
Cuando Neferhor entró aquella mañana en la sala donde se encontraba el dios, este
disfrutaba de la núbil compañía de sus coperas y, al verlo postrado ante él, le animó al
instante a que se levantara y compartiera el magnífico vino del Delta.
—Acércate, joven escriba, y deja tu pesar pues aquí solo hay lugar para el regocijo
—le invitó.
Neferhor no supo qué contestar, pero enseguida se repuso y soltó toda una retahíla
de títulos y alabanzas con las que mostrar su respeto al dios.
—Déjate de protocolos aburridos. Te dirigirás a mí como Atón Dyehen, el mismo
nombre que tiene mi falúa.
El joven se sintió confundido, ya que no se esperaba algo así. Aquel apelativo
significaba «disco solar deslumbrante», un título que nada tenía que ver con el faraón.
—Me complació mucho la labor que realizaste durante la preparación de mi jubileo
—señaló el dios mientras el joven se le aproximaba—, y ese es el motivo de que comparta
contigo algunas confidencias.
Neferhor continuó en silencio pues no estaba preparado para una escena semejante.
Ver al rey sin sus atributos, rodeado de jóvenes que le acariciaban los mofletes en tanto le
escanciaban vino, era más de lo que nunca hubiera podido imaginar. El dios le recibía como
haría con un amigo, su mayordomo o el mismo Huy, y eso llenó de estupor al joven.
—Eres la persona elegida por mi majestad para que te ocupes de determinadas
cuestiones que me afectan particularmente. Te encargarás de entregarme personalmente las
cartas íntimas enviadas por los reyes y príncipes vasallos, y también les darás cumplida
respuesta en los términos que yo te confíe.
—¿Cartas íntimas, Atón Dyehen? —inquirió Neferhor sin poder evitarlo.
El faraón soltó una carcajada al ver la cara del escriba.
—Tal como te digo —apuntó divertido—. Nadie como tú, un joven recto y discreto,
para hacerlo. Es por eso por lo que me muestro hoy ante ti en mi solaz, para que en adelante
me confíes sin temor cuanto me interese saber.
—Yo sirvo al Atón Dyehen —dijo Neferhor sin atreverse a mirar a los ojos del
faraón, y este asintió complacido.
—Tengo entendido que has hecho progresos que sobrepasan los conocimientos de
la mayoría de mis escribas en mi Casa de la Correspondencia del Faraón. Al parecer la
lengua acadia te resulta sencilla, y yo me regocijo por ello, pues me serás muy útil.
El joven hizo una pequeña reverencia de respeto.
—Verás, mi gran embajador y superior tuyo, Tutu, hombre capaz donde los haya,
no dispone de tiempo suficiente para este cometido. A menudo debe realizar viajes de
Estado, y es necesario que alguien con los suficientes conocimientos se haga cargo de mi
correspondencia personal. Tú pareces hacer honor a tu nombre, y si Thot te dio el don del
entendimiento me serviré de él. Acércate.
Neferhor obedeció al instante y una de las jóvenes le ofreció una copa, que él tomó
al momento, aunque no tuviera deseos de beber.
—Quiero mostrarte algo —continuó Nebmaatra al tiempo que le entregaba un
papiro—. Lee, lee, a ver qué te parece.
Así dice Kadashman-Enlil, rey de Babilonia, tu hermano:
Me estás pidiendo a mi hija en matrimonio, pero mi hermana, la que te entregó mi
padre, ya se encuentra allí contigo, y nadie la ha visto como para saber si está viva o
muerta.[17]
Neferhor parpadeó repetidamente, como intentando hacerse una composición de
lugar.
—Este es el tipo de correspondencia al que me refería —señaló el faraón,
divertido—. Kadashman de Babilonia es uno más de los muchos que me escriben con
quejas y peticiones, aunque he de confiarte que es de los más insufribles. Su único
propósito es negociar para garantizarse unos buenos acuerdos comerciales. Sería capaz de
vender a una de sus hijas por una pepita de oro. —El escriba asintió en silencio—. Conozco
bien a ese truhán, por eso le he pedido una de sus hijas. Estoy deseando saber hasta dónde
es capaz de rebajarse por mi oro —continuó el dios—. En los últimos tiempos se ha
mostrado muy molesto por no haberle invitado a mi jubileo. Imagínate si hubiera venido.
Se hubiera empecinado en ver a su hermana, casarse con una de mis hijas y conseguir mi
oro. —Neferhor hizo un gesto con el que se hacía cargo de la situación—. ¡Ningún dios de
Kemet ofreció a una de sus hijas a un rey extranjero! ¡Jamás! —exclamó Amenhotep,
elevando uno de sus dedos.
Durante unos instantes se hizo el silencio. Luego el faraón apuró su copa y acarició
a una de las jóvenes que le acompañaban.
—Desde que mi antepasado, el gran Menkheperre, iniciara su política de alianzas
con los países de Retenu, todos los dioses que han gobernado la Tierra Negra han
procurado seguir sus pasos. Particularmente te confiaré que Egipto ha sacado un buen
provecho de los matrimonios con princesas extranjeras. Mi padre así me lo hizo ver cuando
reinaba, y yo he seguido sus consejos, así como los de nuestro amado Amenhotep, hijo de
Hapu, el primero de mis amigos. Durante treinta años he mantenido la paz con los pueblos
del norte a base de acuerdos comerciales y alianzas matrimoniales, y te aseguro que han
resultado más provechosas que las diecisiete guerras que llevó a cabo mi bisabuelo
Tutmosis III contra esas naciones. Nunca Kemet ha sido más rico que ahora. ¡Esta época
será recordada durante millones de años! —exclamó con grandilocuencia.
—Mi señor el Atón Dyehen es sabio, sin duda —dijo Neferhor—. Él conoce la
debilidad de los nueve arcos, y la mejor forma de sojuzgarlos.
Aquellas palabras agradaron en grado sumo al faraón.
—Siempre serán nuestros enemigos, incluso en la paz. El asiático es vil y solo ansía
nuestra riqueza, y poder sojuzgarnos algún día. ¿Sabes?, a los embajadores enviados por el
rey de Asiria me gusta tratarlos con especial desdén. Es un pueblo fiero al que conviene
mantener a raya. Algunos de sus mensajeros han muerto de calor al tenerlos esperando al
sol durante todo un día, je, je…; en ocasiones mis pueblo audiencias llegan a ser muy largas
y tediosas, y no me es posible recibir a todas las delegaciones.
—Comprendo —añadió el joven, sucinto.
—La paz en Siria es sumamente frágil. Sus príncipes son señores de la guerra,
levantiscos por naturaleza. Con ellos es necesaria la firmeza, pero también el halago y los
buenos negocios. En el fondo son como los beduinos; les gusta comerciar sobre todas las
cosas. Prefiero enviar a mis súbditos a levantar monumentos para mayor gloria de Kemet,
que no la espada en guerras sin fin.
El joven desvió la vista, cabizbajo, pues no en vano su pobre padre había trabajado
como mano de obra de leva. Pero el faraón no pareció reparar en su gesto y continuó con
sus explicaciones.
—Como pronto podrás comprobar, la situación en Naharina, en el norte de Siria, se
vuelve cada día más comprometida. Un nuevo poder está emergiendo desde las sombras del
mal. Lo peor de Set está en él, pues es un pueblo amigo del caos y la ira que amenaza
nuestras fronteras. Los hititas se sienten cada día más fuertes y necesitan expandirse. Por
eso es fundamental estrechar nuestra alianza con el país de Mitanni. Ellos son sus vecinos
naturales, y la principal salvaguarda de nuestro imperio en el norte. Es preciso llevar a cabo
un nuevo acuerdo matrimonial con ellos.
—El Atón Deslumbrante ya hizo un pacto de ese tipo —se apresuró a decir
Neferhor.
—Y muy satisfactorio, por cierto. Claro que por entonces tú no habías nacido
todavía. Pero te aseguro que significó uno de mis mayores aciertos. Por entonces gobernaba
en Mitanni Shuttarna II, un gran rey. Él me dio a su hija Gilukhepa por esposa, una mujer
de bárbara belleza de la que tuve un hijo llamado a sucederme. Pero, como bien sabes, el
príncipe Tutmosis murió inesperadamente, para gran desconsuelo de mi corazón.
Nebmaatra hizo un inciso, llevado por el dolor que le traía aquel recuerdo. A
Neferhor le pareció que el rey era capaz de perderse en los detalles indefinidamente.
—Anubis no pide permiso cuando se los lleva ni al mismísimo faraón —se lamentó
el dios—. Pero aún recuerdo la primera vez que vi a aquella mujer, y también lo apasionada
que era. Tiyi siempre se llevó mal con ella —aseguró el monarca, a la vez que adoptaba una
mirada ensoñadora. Mas enseguida pareció regresar de sus pensamientos, para observar al
escriba con picardía—. Pero lo mejor de todo no fue mi boda con la princesa mitannia —le
confió con gesto de complicidad—, sino las trescientas diecisiete jóvenes que traía consigo
como séquito. Aquello sí que fue un espectáculo sin igual. ¡Trescientas diecisiete mujeres!
¿Has oído en tu vida algo semejante?
—Los tiempos no han conocido nada que se le pueda parecer. Solo el Toro
Poderoso puede ser testigo de un hecho como el que cuentas —se apresuró a contestar el
joven, que no era capaz de hacerse una idea exacta de lo que aquello significaba.
El faraón se relamió sin ningún pudor.
—Todavía recuerdo muchos de sus nombres. Todas eran bonitas, cada una en su
estilo, y las había que eran muy habilidoize=sas en las artes amatorias. Al final pasaron a
formar parte de mi harén. En realidad fue como si me casara con trescientas dieciocho
mujeres. Bes, con quien siempre he mantenido unas cordiales relaciones, me felicitó por
ello.
Atónito, el escriba escuchaba cómo el faraón le hablaba de este o aquel detalle
como quien no quería la cosa.
—Es mi intención repetir aquella experiencia. Cerraremos un nuevo tratado con el
actual rey de Mitannia, Tushratta, hijo del difunto Shuttarna II, por el interés de ambos
pueblos. Te ocuparás de iniciar las conversaciones a fin de tomar por esposa a una princesa
mitannia. Su padre se mostrará muy complacido, ya lo verás, y yo recordaré los viejos
tiempos. Mañana mismo enviarás una tablilla con mis mejores deseos al reino de Mitanni.
—Las palabras del Atón Dyehen se cumplirán en toda su extensión —aseguró
Neferhor con una reverencia.
—Ahora quiero redactarte una carta para ese mandril de Kadashman-Enlil. Está
obsesionado con el oro, y también con fornicar con alguna de mis hijas. Lo desea a toda
costa, aunque para ello tenga que arrastrarse como una serpiente, o inventarse cuentos
acerca de su hermana. Escribe:
He oído lo que me escribías al respecto. Pero ¿enviaste acaso a algún oficial tuyo
que conociera realmente a tu hermana, que pudiera hablar con ella e identificarla? No.
Los hombres a los que enviaste aquí no cuentan. Uno era un don nadie y el otro un pastor
de asnos. Pongo a Amón por testigo de que tu hermana está viva. La he nombrado Señora
de la Casa. Y respecto a lo que escribes sobre la posibilidad de que te haga rico, tú a mí no
me has mandado un solo regalo. ¿Estamos de broma?[18]
Dicho esto, Nebmaatra lanzó una carcajada mientras se golpeaba los muslos.
—Mañana mismo se la mandas. Verás qué pronto nos contesta solicitándome esto o
aquello a cambio de su hija. Si lo sabré yo —añadió el rey, divertido.
Neferhor enrolló con cuidado el papiro y continuó guardando una respetuosa
distancia. El rey dio un buen sorbo de su copa y se le quedó mirando un instante.
—Creo no haberme equivocado contigo. Son tiempos agitados
—apuntó el rey, enigmático.
Por primera vez el joven le aguantó la mirada.
—Ahora deberás contarme tu secreto —dijo Nebmaatra, cambiando de tono.
El escriba no pudo ocultar su sorpresa.
—Es cometido del faraón el conocer todo aquello que compete a sus súbditos.
Alivia tu corazón y comparte conmigo lo que te pido. Dime, ¿cómo será la próxima
cosecha?
A Neferhor semejante cuestión le pilló desprevenido, sobre todo porque hacía ya
mucho tiempo que nadie se había interesado por su secreto. Pero enseguida recapacitó para
esbozar una pícara sonrisa.
—¡Oh Atón Dyehen! —exclamó—, primero habré de preguntárselo a Sobek.
Tal y como le había ordenado el dios, Neferhor transcribió sus peticiones en
escritura cuneiforme. Luego se las entregó a los mensajeros reales para que las hicieran
llegar a sus destinos lo antes posible. El joven se sentía feliz y orgulloso de haber llamado
la atención del faraón hasta tales extremos. Siempre había deseado ser escriba, y el destino
le había llevado a cumplir sus funciones a un lugar al que todo sesh querría pertenecer. Allí
servía al señor de las Dos Tierras, y además se sentía parte determinante de la vida política
de Kemet. De su mano salían mensajes para todos los gobernantes extranjeros. Thot
deslizaba su cálamo con agudeza, como había ocurrido desde el principio, y él procuraba no
decepcionarlo.
Le llegaron noticias de la inminente llegada de Niut y su pequeño. Después de casi
un año la demanda de divorcio había sido aceptada por el tribunal de Ipu, y el juez había
fallado a favor de su amada para otorgarle cuanto pedía.
El joven no veía la hora de abrazar a Niut y a su hijo. Los dioses de Egipto lo
favorecían, y Shai parecía haberlo tomado como ahijado, pues le mostraba un camino
luminoso, como Neferhor nunca imaginara; o al menos eso era lo que él creía.
5
Las manos se aferraban a la jarra cual si fueran garras. Era tal la presión que
ejercían, que el cántaro parecía a punto de estallar y derramar la cerveza que contenía.
Sentado a aquella mesa, y con la mirada perdida, Heny se mostraba ajeno a esta
particularidad; incluso el alboroto que le rodeaba le llegaba lejano, como si no perteneciera
a su mundo. Este se encontraba perdido, por extrañas circunstancias que no atendía a
comprender, lejos, muy lejos, tal y como si nunca hubiera existido. Él era Heny; su nombre
continuaba siendo el mismo, aunque se tratara de otra persona muy diferente, sin pasado y
también sin futuro.
Aquel había muerto de forma inesperada ante un tribunal de su propia ciudad, por la
mano de la persona que más había amado en su vida. Todo cuanto había vivido junto a ella
desaparecía como por ensalmo, cual si fuera obra de hekas. Todo había resultado una farsa,
una convivencia plagada de engaños y taimadas traiciones, una representación en la que
había actuado durante años sin conocer cuál era el argumento.
Sus propias falsedades formaban parte de la obra. Él había mentido a su esposa y
buscado amantes con las que la había denigrado. Tales faltas pesaban en su corazón como
los colosos que un día viera a las puertas de los palacios de Tebas. No había vino capaz de
aliviar aquel peso, y mucho menos razones. Estas le habían abandonado hacía mucho, para
sumirle en aquel estado del que se veía incapaz de salir.
Pero las intrigas tejidas a su alrededor resultaban mucho más dolorosas. Su esposa
había aprovechado sus engaños para destruirle, al mismo tiempo que obviaba los suyos, que
resultaban monstruosos. Él la había amado desde el primer día que la viera en el río, siendo
aún muy niños. Niut había sido e al l amor de su vida, y en sus deslices jamás había puesto
aquel sentimiento en juego.
Pero al parecer su amor nunca había sido del todo correspondido. La diosa con la
que se había casado no pertenecía al mundo de los hombres. Ella había nacido para
encadenarlos a su voluntad, pues no le cabía otra explicación. Durante años había
compartido su lecho a la espera de hacer realidad sus auténticos deseos, de llevar a cabo sus
planes. Estos habían sido trazados con tal frialdad que Heny jamás hubiera podido
imaginarlos. Incluso cuando se encontraba ante el juez le resultaban imposibles de admitir.
Todo había sido producto de la maquinación. Los documentos que, confiado, le
firmara no eran sino parte de la trampa que tan hábilmente le habían tendido. Pero lo peor
no había sido perder toda su hacienda; lo peor era haber perdido su alma. Heny se sentía sin
ella; simplemente su ba había desaparecido, y seguramente vagaría por toda la eternidad sin
conocer el descanso, como ocurría con los difuntos cuyo cuerpo no era momificado.
Heny maldijo a la puta siria con la que fornicaba en Coptos, aunque luego pensó
que cualquier otra excusa hubiera valido para prepararle una celada.
Las imágenes de quien creyó su hijo supusieron otro de los tormentos a los que tuvo
que enfrentarse. Lo había deseado tanto, que el ver que este se esfumaba como el sueño que
había sido le llevó a la desesperación. Niut se lo dijo a la cara, después de que el tribunal ya
le hubiera arrebatado todo, para que se despidiera con el corazón atormentado. Heny tuvo la
sensación de que todo Egipto se hallaba en su contra. Que un poder formidable se ocultaba
tras aquellos magistrados de gesto adusto y pelucas emperifolladas. Se sintió desvalido.
Pero cuando surgió la figura de su amigo de entre los hilos de aquella intriga, toda
su angustia y aflicción se tornaron en rabia e ira. El canalla había permanecido oculto
durante toda la función, como solían hacer los miserables de ordinario. Él no se había
mostrado; acurrucado a la espera de que llegara su hora. El hijo concebido por su esposa
era suyo, como también lo era ella, como lo era todo lo que había significado su mundo.
Neferhor, el meret, hijo del miserable Kai, se había apoderado de cuanto Heny construyera
con sus manos.
El hecho de que quien creía su hijo llevara su nombre le pareció la última burla que
le mandaba el destino.
—Míralo bien y dime a quién se parece. Pocas dudas puedes tener, pues hasta un
ciego se daría cuenta —se había mofado ella; y Heny se sintió desfallecer ante lo evidente.
A Shai ya lo había maldecido tantas veces que de nada valía acordarse más de él.
Neferhor había yacido con su esposa mientras él dormía bajo el mismo techo. Ni las
alimañas eran capaces de algo semejante. Aunque ya no tuviera sentido el lamentarse. Él,
Heny, había resultado ser un burdo y zafio esposo, capaz de engañar con una cualquiera a
una diosa de belleza sin par. Pero Niut tenía el alma podrida, y su fetidez le acompañaría
durante toda su vida, recorriendo cada metu de su cuerpo, sus entrañas, hasta su último
hálito. Neferhor se llevaba un regalo envenenado, como correspondía a alguien de su
naturidth="23" aleza.
Todos los juramentos y abominaciones que había vertido en su desolación ya de
nada le valían. Un poderoso sentimiento había nacido de lo más profundo de su ser hasta
ocupar su corazón con el fin de gobernarlo. Resultaba nuevo para él, pero era el único que
le producía consuelo. La venganza le ofuscaba con su mensaje emponzoñado. Él, Heny,
algún día se vengaría, aunque para ello hubiera de volver a la vida cien veces. La Tierra
Negra se había vuelto contra él, y Heny solo sentía desprecio por sus gentes y sus leyes. Él
seguiría su propio camino.
De repente la vasija estalló hecha añicos, como si una fuerza sobrehumana la
hubiera desintegrado. Su contenido se esparció por la mesa, y Heny lo observó como
embobado, todavía ausente. Su mundo había desaparecido definitivamente para perderse
por entre los tablones de la mesa, igual que ocurriera con la cerveza. Ya nada le quedaba.
6
Por fin llegó el día en el que los dioses le dispensaban el mejor regalo que un
hombre podía esperar. Niut, la dama de sus anhelos, su gran amor, su sueño hecho realidad,
venía a él para convertirse en su esposa; la mujer con quien pensaba envejecer y a la que
colmaría con todo lo bueno que pudiera ofrecerle. Con ella llegaba su hijo, y al abrazarlo
por primera vez sintió una dicha indescriptible; su corazón se quebraba de alborozo para
dar salida a una ternura que le era desconocida.
—Es igual que tú. Tal y como te recuerdo de niño —le dijo Niut mientras él la
abrazaba.
Su madre tenía razón, el pequeño era la viva imagen de su padre. Los mismos ojos,
la misma mirada inteligente, por no hablar de las orejas, que las tenía de soplillo y tan
grandes como su progenitor. El niño estaba ya próximo a los cuatro años, y llevaba la
cabeza afeitada con la trenza lateral propia de los príncipes y aristócratas, como le gustaba a
su madre.
—Es tan tímido como tú —le dijo ella en tanto le mordisqueaba el lóbulo de la
oreja.
Él la atrajo contra sí con más fuerza. Se habían estado amando durante horas, con la
desesperación del náufrago que nada en pos de la tabla salvadora. Había verdadera
necesidad en aquellos actos, un deseo que poco tenía que ver con lo físico y en el que
estaban implicadas sus propias energías vitales.
Niut se entregaba a él con la misma pasión que su amante. Su naturaleza ardiente,
oculta durante todos aquellos años, se mostraba con una fuerza que la empujaba en pos de
dar satisfacción a sus sentidos. Ella misma se había llegado a sorprender por ello, aunque
pronto llegó a la conclusión de que su auténtica identidad había permanecido dormida
durante años; quizá disimulada por las circunstancias. De repente, alguien inesperado la
había despertado, y ya no estaba dispuesta a renunciar a ella. Neferhor le daba placer, y
Niut se dejaba llevar como un barco a la deriva, a merced del oleaje o las corrientes con que
le envolvía aquel ardor que, en ocasiones, parecía quemarla. El escriba la hacía vibrar y ella
sentía que en su interior se abría una puerta que ya nunca se cerraría, y que la conducía por
caminos en los que le resultaba difícil saciarse.
Neferhor participaba de aquel deseo como si se trataran de dos almas gemelas
dispuestas a socorrerse en su delirio. Cuando la madrugada se anunciaba, esta los hallaba
tendidos en el lecho, abrazados como si fueran un solo cuerpo, compartiendo el mismo
hálito. Él amaba a aquella mujer sin máscaras ni adornos. Se mostraba a ella sin
ambigüedades, pues era su ka el que se manifestaba en cada encuentro, en cada mirada. Allí
no había engaño posible, y ambos amantes disfrutaban de cada momento, convencidos de
que serían felices para siempre.
El escriba tomó a Niut por esposa, como le prometiera una noche, y ella entró a
vivir en aquella pequeña villa rodeada de jardines y tan próxima al palacio del dios. Menfis
le parecía el centro del mundo civilizado; un lugar donde una dama podría encontrar cuanto
se le antojase; una ciudad que rezumaba embrujo y en la que habitaba la más rancia
aristocracia, aquella a la que ella siempre había deseado pertenecer.
Antes de compartir el mismo techo y dar validez así al matrimonio, ambos cónyuges
firmaron un documento por el cual Niut salvaguardaba sus intereses pasados bajo cualquier
circunstancia futura, a la vez que advertía de lo que ocurriría si la engañaba.
—Todo lo hago por nuestro hijo. Él es lo que importa —le dijo ella.
A Neferhor le pareció bien. Él no poseía nada, ni siquiera la casa en la que
habitaban, por lo que creyó que los requerimientos de su adorable esposa eran justos. Él
mismo redactó el papiro y lo firmó, convencido de que poco importaba lo que hubiera
escrito en él.
Acostumbrada a la lujosa villa de Ipu, a Niut pronto la casa le pareció pequeña,
aunque la cercanía del palacio la invitara a permanecer allí. Era como si la morada del
faraón despidiera efluvios que ella necesitaba respirar a cualquier precio. Pero no por ello
dejó de quejarse. Si el gran salón tenía seis columnas, ella aseguraba que por su dignidad le
correspondía uno de doce. Y si el baño apenas disponía de adornos, la joven pretendía
cambiarlo para decorarlo con motivos minoicos, iguales a los que había visto en casa de un
alto funcionario de la corte durante una velada. Las habitaciones le resultaban pequeñas, el
jardín exiguo, y el estanque carente de vida, por lo que fue necesario poner algunos peces
en él. Sin embargo la terraza sí le gustaba, seguramente porque desde ella podía divisar el
palacio de Nebmaatra en toda su magnitud, y ello la invitaba a soñar.
A no mucho tardar Neferhor tuvo que comprar un palanquín y el servicio de dos
porteadores. A Niut le complacía pasear por la ciudad con arreglo a su rango y, según ella,
ya estaba preparada para convertirse en la esposa de un visir. Sus cuidados pies no se
hallaban dispuestos a pisar las concurridas calles de Menfis más que para visitar los bazares
que tanto le agradaban.
No obstante, al escriba no le importunaban los deseos de su bella esposa, y le
concedía la mayoría de sus caprichos, aunque le fuera imposible añadir seis columnas al
salón de una casa que no le pertenecía.
Niut le hizo ver que, con los años, sería conveniente cambiarse de vivienda; quizás
una de las fastuosas villas que se levantaban cerca del río, ya que era lo que les
correspondía.
Él asentía mientras se perdía en la mirada de su esposa y acariciaba aquella piel
suave y pálida que parecía de alabastro.
Tampoco le importó que ella eligiera a las doncellas de la casa, y mucho menos que
insistiera en la necesidad de comprar una esclava que estuviera criando, ya que le sería de
gran utilidad a la hora de atender a su hijo. Este era demasiado pequeño para darse cuenta
de lo que sucedía a su alrededor, aunque su padre ya tuviera pensado para él su futuro.
Cuando cumpliera los cinco años ingresaría en el kap, la escuela donde se instruían los
príncipes y notables. Allí comenzaría a forjar su futuro, a trazar alianzas que, como
Neferhor bien sabía, duraban toda la vida y eran esenciales para conseguir un lugar
preponderante dentro de los poderes de la Tierra Negra. La alta sociedad era un círculo muy
cerrado, y el kap proporcionaba la llave para ingresar en él.
A Niut semejantes planes le parecían muy apropiados. No necesitaba mucho para
imaginarse a su pequeño rodeado por los hijos del dios, y participando en sus juegos. Con
seguridad que se relacionaría con las princesas, y cabía la posibilidad de que se casara con
alguna de ellas. Sí, eso era posible. Entonces ella emparentaría con el mismísimo faraón.
Tal y como deseaba, Niut compró una esclava para que criara a su pequeño. Se
trataba de una chiquilla de poco más de trece años que había sido madre de una niña hacía
apenas seis meses. Madre e hija le costaron una fortuna, pero Niut no lo dudó y las adquirió
casi sin regatear. La muchacha era esbelta y espigada, y procedía del lejano país de Kush.
Su piel era suavemente oscura y sus rasgos algo salvajes pero elegantes, con un cuello alto
y grácil y unos ojos negros como el khol. Mientras amamantaba a su pequeña, el cabello le
caía sobre los hombros peinado en infinitas trenzas, que tan de moda estaban. Nadie
conocía el nombre del padre de la criatura, y a Niut poco le importó semejante detalle. De
haber sido núbil, aquella muchacha hubiera podido alcanzar un precio desorbitado, y no
habría sido posible adquirirla. Además, la niña también le sería útil con el tiempo, por lo
que se sentía muy satisfecha.
La muchacha nubia apenas despegó los labios durante el trayecto al que sería su
nuevo hogar. La llamaban Sothis, como la estrella que anunciaba la crecida.
7
Los deseos del dios se cumplieron hasta el último detalle. Neferhor se ocupó de ello
con su habitual celo, lo que le hizo llegar a formar parte de una correspondencia en la que
además de las tramas políticas abundaban todo tipo de intereses comerciales, incluido el de
la carne joven. Como bien le había advertido el faraón, el rey de Babilonia resultó ser un
mercader que no ocultaba sus ansias por las riquezas, ni su obsesión por emparentar con
Amenhotep III. Algunas de sus misivas eran verdaderamente cómicas:
Kadashman-Enlil, rey de Babilonia, a su hermano Amenhotep, faraón de Egipto:
Cómo es posible que habiéndote escrito para pedirte a tu hija en matrimonio, ¡oh
mi hermano!, me hayas contestado en tales términos, diciéndome que no me la darás
porque desde los tiempos antiguos nunca se dio a nadie una hija del rey de Egipto en
matrimonio. ¿Por qué me dices tales cosas? Tú eres rey, luego puedes hacer lo que desees.
Si tú quisieras darme a tu hija en matrimonio, ¿quién podría decir nada?[19]
Nebmaatra se desternillaba de risa al escuchar aquellas epístolas de labios del
escriba, y las celebraba mucho con sus gráciles coperas.
—Ya te dije que era peor que los beduinos del desierto occidental —rió. Tú dale
largas y pídele a su hija; eso le impacientará más. Ya verás qué pronto nos responde.
Neferhor no podía dejar de sonreír ante las ocurrencias del dios, pues había que
reconocer que el tal Kadashman era un poco ansioso, y sobre todo pesado.
—Ah, y escribe también a Milkilu, gobernador de Gazru, para pedirle que me envíe
«mujeres coperas de increíble belleza. Sin defecto alguno».[20] Suelo renovarlas con
frecuencia.
Este tipo de audiencias se convirtieron con el tiempo en habituales, puesto que el
faraón quería estar informado de cuanto ocurría en Retenu. Cuando recibió contestación del
rey de Mitanni sintió una gran alegría, ya que sus vecinos hititas se volvían más belicosos
cada día. El poder de Hatti crecía con rapidez, y el faraón era consciente de que antes o
después habría que combatirle. Un aliado poderoso era la mejor manera de prepararse para
ello, y por eso la invitación de Tushratta a que estrechara aún más los lazos de amistad con
su país representaba una magnífica noticia. El rey le entregaba a su hija, la princesa
Tadukhepa, en matrimonio, y ello produjo un gran alborozo al faraón.
—¡Dicen que es una joven hermosa como pocas, y muy desarrollada! —exclamó el
dios eufórico. Luego hizo uno de sus peculiares gestos de picardía—. Además, traerá
compañía. ¿Te imaginas otras trescientas mujeres para mi harén? Ahora que he renovado
todos mis poderes, me parece una idea muy apropiada. Escríbele cuanto antes para hacerle
saber mi conformidad y alegría. Enviaré a Tutu en persona a buscarla. «Se verterá aceite
sobre la cabeza de la princesa como signo de sus esponsales.»[21]
Aquella estrecha relación trajo consigo el que Neferhor fuera invitado a la mayoría
de los banquetes celebrados en palacio. Al escriba poco le gustaban tales convites, ya que
se retraía sin poder evitarlo, como si estuviese fuera de lugar. La que estaba encantada era
su esposa. Aquellas celebraciones parecían haber sido pensadas para ella, y en estas
destacaba con luz propia. A no mucho tardar su belleza fue bien conocida en la corte, y
alabada por muchos que no entendían cómo semejante hermosura se había podido desposar
con aquel escriba. Las damas chismorreaban, y se hacían todo tipo de cábalas respecto al
pasado de la joven, que se les antojaba algo oscuro. Claro que su esposo también tenía lo
suyo, con aquellas orejas que Khnum, el dios alfarero, le había dado; y, por si no fuera
bastante, la poca gracia que tenía el pobrecillo. Sobre él corrían tantas historias que a saber
cuál sería la verdadera, aunque ninguna de el alas mereciera realmente la pena.
A pesar de todo, Niut siempre destacaba entre el resto de las damas. Sus vestidos,
joyas y demás aderezos solían causar sensación, y es que la joven poseía donaire, y a su
belleza unía la prestancia propia de una princesa.
Los hombres, siempre pícaros, hicieron los primeros chistes procaces, en tanto
circulaban malévolos rumores acerca del tiempo que tardaría el dios en demandar sus
favores.
—No creo que pase ni un mes —aseguraba uno que, por viejo, se tenía por bien
informado.
—Incluso puede que menos —apuntaba otro—. Damas mucho menos agraciadas
han calentado el lecho del faraón. Claro que sería un gran honor para ella.
En esto último no les faltaba razón, pues Nebmaatra había tenido muchas amantes
entre las esposas de sus cortesanos, y aún las tenía. Sin embargo, el dios nunca requirió las
atenciones de Niut, y hubo quien vio en ello la estrella ascendente de su marido.
Niut se sentía feliz entre la música de los gargaveros, crótalos y tamboriles;
sintiéndose blanco de las miradas de envidia y deseo. A la postre, sus sueños se hacían
realidad, y su vida comenzaba en aquella hora. Todo su pasado ya no era más que una parte
de su propio aprendizaje. Desde su nacimiento, la diosa Renenutet había determinado su
sino, y este no era otro que el de destacar en la corte; siempre había estado convencida de
ello. Heny no era más que un vago recuerdo de un tiempo que le parecía muy lejano, y del
que se sentía desvinculada. Él le había asegurado su fortuna y también la de su hijo, y ahora
solo le restaba brillar allí donde le correspondía.
Menfis se hacía eco de su nombre, como les venía ocurriendo a otras muchas diosas
como ella desde hacía milenios.
El luto se extendió por Egipto con el manto fúnebre que solo Anubis es capaz de
tejer. Un lienzo teñido por las sombras, lúgubre y sin esperanza, al que siempre
acompañaban la pena y el desconsuelo.
Los lloros desgarraban las riberas, y las lágrimas salpicaban los caminos de Kemet
cual gotas de lluvia vertidas por la desgracia. El aliento de Amón soplaba con fuerza como
si el rey de los dioses desatara con ello su pesar, impotente ante semejante desgracia. El
viento del norte pululaba por las callejas, a la vez que en los campos las altas palmeras se
cimbreaban a su paso, igual que si ejecutaran una danza al compás de la tormenta. El triste
lamento recorría la Tierra Negra para levantar quejumbrosos sollozos desde el Delta hasta
los remotos confines de Kush.
Las plañideras se mesaban los cabellos, y sus gritos desgarradores se mezclaban con
el vendaval para crear las más estridentes plegarias. El país de las Dos Tierras se vestía de
luto envuelto en un sudario que resultaba incierto. Nubes tenebrosas cubrían el horizonte
para dibujar una amenaza que resultaba desconocida. Había un antes y un después de tan
funesta hora, y la sensación de que Egipto nunca sería el mismo.
Su hijo más preclaro, el más sabio entre los sabios, aquel que había hecho posible la
abundancia en el valle durante más de treinta -1"años, había pasado a mejor vida. El gran
Amenhotep, hijo de Hapu, al que gustaba que le llamaran Huy, había fallecido a la edad de
ochenta años, tras toda una vida al servicio de su adorado Kemet. Decían que desde el
mismo día de su nacimiento estuvo predestinado a prestar su genio a Egipto, y que aquella
vida plagada de aciertos y proezas sería recordada por los tiempos como la edad dorada del
país de la Tierra Negra. Las gestas llevadas a cabo por aquel semidiós transcenderían los
milenios, y sus obras continuarían en pie, orgullosas, para ser admiradas por gentes de otros
pueblos que un día vendrían a rendirse ante ellas, y también ante el genio que fue capaz de
crearlas en una época en la que los hombres y los dioses todavía caminaban juntos en
Kemet.
Sin embargo, las inexorables leyes que rigen el destino de los mortales resultaban
ineludibles, incluso para un gigante como aquel. Osiris lo llamaba a su presencia, aunque
nadie dudara de que el señor del Más Allá abandonaría su trono para salir a recibirlo y
abrazarlo como el más justificado de sus hijos. Ammit, la Devoradora de los Muertos, se
postraría a su paso, pues no podía encontrarse en Egipto un alma más justa que aquella.
Maat le sonreiría, y el tétrico Anubis imploraría su perdón por el hecho de haberse atrevido
a ir a buscarle. Aquel coloso no debería haber muerto nunca, como otros muchos a lo largo
de la historia, y Egipto así se lo reconocía en un duelo multitudinario en el que participaba
todo el país. Corría el día veintiséis del primer mes de Akhet, la inundación, agosto, al que
llamaban thot, y por este motivo nadie dudaba de que se trataba de una fecha idónea para la
muerte de un sabio.
Neferhor sintió aquella muerte como si en realidad fuera la de su padre. Eso era lo
que Huy había sido para él, un segundo padre que le había puesto en el camino de la vida
que debía seguir. A pesar de su habitual hermetismo y sus enigmáticas sentencias, el
anciano siempre le había aconsejado bien, al tiempo que le había transmitido aquella
proverbial prudencia de la que siempre había hecho gala. El joven sabía que la pérdida del
gran Amenhotep resultaría irreparable, y también que los tiempos cambiarían a partir de
aquel luctuoso suceso.
Setenta días tardaron los restos del Primer Amigo del rey en ser depositados en su
tumba, excavada en el Valle de los Nobles, en Tebas, cerca de su templo mortuorio. Su
castillo de Millones de Años, como también eran llamados, se levantaba próximo al de su
señor, junto a la Casa del Regocijo en la que había pasado tantos años. Allí había estado su
mundo y allí descansaría para siempre. Su ba podría disfrutar de la brisa del río, que tanto
le gustaba, y visitar Karnak, justo en la otra orilla, por cuyo clero siempre había velado.
Neferhor sabía todo aquello, y tras el multitudinario sepelio y el banquete ritual
celebrado junto a la tumba, fue de los últimos en abandonar el lugar, pues quería hablar a
solas con su viejo mentor antes de despedirse de él. El joven estaba convencido de que
aquel escuchaba las palabras que su corazón le decía, y también creía ver su rostro
sonriente entre tanto dolor. Aunque se encontrara lejos, Neferhor siempre le pediría
consejo, pues estaba convencido de que lo recibiría.
Todos los grandes de Egipto acudieron al funeral. Kheruef, Surero, Ramose… Los
sacerdotes de Karnak se hallaban representados por su primer profeta y varios miembros
del alt>Todos lo clero. El hermano de Tiyi, Anen, había fallecido hacía meses, y su cargo
como segundo profeta había sido tomado por Simut. El joven Neferhor se imaginó el alivio
del viejo Ptahmose por aquel relevo, aunque él se cuidara mucho de saludarlo, o de cruzar
miradas con él. Luego se enteró de que el anciano Sejemká había muerto el año anterior, y
que Nebamón le había seguido al poco tiempo al picarle una cobra mientras recorría uno de
los dominios del Templo.
Neferhor sintió un gran dolor al saberlo y pensó que aquel cúmulo de malas noticias
no podía presagiar nada bueno.
El dios cayó en una profunda depresión por aquella pérdida, y durante varios meses
apenas salió de sus habitaciones de palacio. Él mejor que nadie conocía el alcance de lo
ocurrido. Huy era el pilar sobre el que se había sustentado su gobierno, y su gran amigo
resultaría irreemplazable. Nebmaatra veía con claridad aquellas sombras que se anunciaban
en el horizonte, y su tristeza se acentuaba por ello.
Como por arte de algún poderoso heka, una repentina inquietud se asomó a su
corazón, y sin poder evitarlo sintió temor por su amada tierra.
Las princesas también lloraron por Huy, sobre todo Sitamón, que era la que más lo
quería. No en vano el anciano había sido su preceptor y el administrador de su casa. La
joven siempre había sentido una gran ternura por él, igual que si se tratara de otro de sus
abuelos, a los que había querido mucho. Al recuerdo de Yuya y Tuya se les unía ahora el de
Amenhotep, hijo de Hapu, el hombre más sabio que había conocido.
Tiyi no lamentó la desaparición de un hombre que, sin duda, había formado parte de
su vida. Lo conoció cuando ella apenas contaba con seis años de edad, y durante todo aquel
tiempo Huy había sido un leal servidor de la corona. La reina lo respetaba, aunque ambos
tuvieran una idea distinta sobre cómo debiera ser el país de Kemet. El viejo canciller era la
única persona capaz de estar a su altura. Sin embargo, era una muerte que se hacía
necesaria si quería llevar a cabo sus planes. Ahora el tablero del gran juego perdía una
pieza clave, y Tiyi podía ver con claridad todos los movimientos. En aquella hora, Egipto
estaba a sus pies.
8
Niut vivía al margen de aquellos acontecimientos. Para ella Kemet era una tierra de
abundancia de la que participaban sus prohombres, igual que ella. Si fallecía un visir otro le
sucedería, y la vida entre el lujo y el exceso continuaría de igual manera. Aunque su marido
no pudiera agasajarla como hiciera Heny, ella se sentía feliz. Neferhor la había traído a un
mundo que le hubiera resultado inaccesible en su anterior situación, y por ello no le
importaba renunciar a los suntuosos regalos de antaño, al menos de momento. Sin duda, la
suya era una posición privilegiada. Sin servidumbres de ningún tipo hacia nadie, Niut se
lucía en aquellas fiestas hasta avasallar con su hermosura. El viejo Huy no era para ella más
que parte del pasado de Egipto. La joven vivía el presente y, sobre todo, pensaba en el
futuro; eso era lo que le importaba. Su esposo resultaba una buena compañía para ella.
Había sido un acierto el casarse con él, pues era discreto, prudente y devoto de los dioses, y
su natural timidez le llevaba a plegarse a los deseos de su esposa de forma habitual. Estierta
le dominaba y a él no parecía importarle. Cuando sentía a Niut entre sus brazos el tiempo se
detenía y Neferhor se abandonaba a sus instintos hasta sentirse saciado de ella. Niut gozaba
con tales prácticas, pero a la vez sentaba las bases de aquella relación.
Sin lugar a dudas su esposo la deslumbraba con sus conocimientos, y aquel porte de
escriba un tanto místico, como de otro tiempo, la atraía de manera especial. Ella no era
capaz de comprender de dónde le venía aquella apariencia, ya que la joven conocía de sobra
los humildes orígenes de su marido, y lo insignificante que siempre le había parecido el
viejo Kai. Pero la historia de Egipto se hallaba salpicada de ejemplos como aquel, en el que
una figura procedente de las capas sociales más bajas llegaba a convertirse en un gran
dignatario. Niut había pensado en ello desde el primer reencuentro que tuviera con el
escriba, y tal posibilidad la subyugaba hasta la ensoñación.
Como en los demás órdenes de su vida, Niut llevaba un control absoluto de su casa
y de su hacienda. Esta había quedado al cargo de un administrador en Ipu, que le rendía
cuenta detallada de sus posesiones con asiduidad, y en cuanto a la casa de Menfis, la
hermosa joven la gobernaba como otra propiedad más.
Su relación con la servidumbre era distante y en ocasiones tirana. La severidad que
les demostraba creaba un ambiente de permanente temor y crispación contenida. La esclava
nubia era la que recibía un trato peor, pues a Niut le gustaba vejarla ante los demás. A veces
las escenas eran tan desagradables que Neferhor trataba de intervenir para calmar los
ánimos.
—No sé qué pude ver en ti para comprarte —le decía Niut a la esclava—. No vales
para nada.
Sothis permanecía en silencio, indefectiblemente, soportando la retahíla de
improperios que solía dirigirle. Pero sus ojos hablaban por ella, y en su mirada se asomaba
el desprecio que sentía por su ama.
—¿Quién te crees que eres? ¿La hija del virrey de Kush? —le inquiría Niut con
frecuencia—. Si me obligas, doblegaré tu altivez a bastonazos.
Sothis se limitaba a desviar la mirada y en cuanto podía desaparecía para realizar
sus quehaceres. No obstante, la esclava era muy cariñosa con el pequeño Neferhor, al que
atendía debidamente a la vez que criaba a su hijita. Como les ocurriera a tantos otros, la
joven nubia poseía su propia historia, la que la había conducido hasta allí entre sollozos y
calamidades.
Sothis había nacido en la Alta Nubia, cerca de Kerma, más allá de la tercera
catarata. Procedía de una estirpe de guerreros que se perdía en el tiempo. Generaciones de
feroces combatientes que llevaban luchando durante siglos contra el cruel egipcio que los
sojuzgaba. Estos habían avanzado a través de aquella tierra inhóspita hasta casi alcanzar la
quinta catarata, donde habían levantado una estela con la que simbolizaban su poder sobre
aquel territorio. El dios Menkheperre, Tutmosis III, fue el encargado de erigirla como
soberano todopoderoso que era. Él reinaba sobre la mayor parte del mundo conocido, y así
se lo hacía saber a aquellas gentes indómitas.
El padre de la joven era un señor de la guerra que había combatido a los invasores
allá donde los hubiera encontrado. Las partidas 1" face="egipcias de reconocimiento y
vigilancia que se adentraban en las pistas del desierto eran atacadas, indefectiblemente, en
una guerra cuya llama siempre se mantendría viva. El desierto pertenecía a aquellos
nómadas, y ese era todo su patrimonio.
Allí nació Sothis, en la madrugada de un día de principios de verano. Su madre la
alumbró junto a una palmera, justo cuando la estrella Sothis, Sirio, se alzaba en el
horizonte. Después de haber desaparecido durante setenta días, Sirio volvía a elevarse para
anunciar la proximidad de la crecida anual, un hecho que era motivo de una inmensa
alegría. En Kush todos tenían sed. Desde las gargantas de sus moradores hasta aquella tierra
capaz de beberse toda el agua que el sagrado Nilo estuviera dispuesto a darle.
Era un buen augurio el haber venido al mundo en una noche como aquella, y por ese
motivo su madre la bautizó con el nombre de la estrella que tanto reverenciaba: Sothis.
Sothis se crio entre soldados que atacaban y mujeres que huían. En campamentos
que se levantaban y desmontaban con la celeridad del que siempre ha de vivir alerta; entre
el dolor y el contacto permanente con una tierra desolada a la que, no obstante, era posible
amar. La vida y la muerte se daban la mano a diario en aquel reino de arenas infinitas, y
ella se acostumbró a mirarlo a la cara sin temor, como había visto hacer a sus padres.
La pequeña creció sana y orgullosa de llevar la sangre de aquel pueblo. Caminaba
siempre bien derecha, con la cabeza alta, como correspondía a la hija de un gran guerrero.
Era espigada y algo reservada, aunque guardara para sí una sonrisa que cautivaba a sus
mayores. Su madre la educó con arreglo a sus costumbres; ellos necesitaban poco para vivir
y había que aprovechar adecuadamente los escasos recursos de una tierra yerma donde las
hubiere. Pero también había belleza en los confines del mundo, y las insondables dunas y
estribaciones rocosas creaban, a menudo, cuadros con los que extasiarse, pintados por un
sol que enrojecía allá por poniente.
Por las noches, bajo la inmensidad de una bóveda sin igual, las viejas hechiceras
hacían sus sortilegios a la vez que le contaban historias que ella no llegaba a entender.
—Aprenderás a ver en el interior de los hombres —le profetizaron—, y también a
protegerte de ellos.
Su madre le sonreía cuando la miraba desconcertada, y asentía en silencio.
A veces hablaban de una magia poderosa que vivía en el lejano sur, en las entrañas
del continente. Figuras atravesadas por alfileres, conjuros contra los que nada podían los
mortales.
Los hombres de su padre organizaban partidas para atacar las pequeñas
guarniciones que custodiaban los yacimientos auríferos. Su pueblo llevaba siglos
haciéndolo, ya que el oro era uno de los principales motivos por el que los egipcios se
habían establecido en aquella tierra.
Cada cierto tiempo, el virrey de Kush, nombre por el que era conocido el
gobernador de Nubia, ordenaba expediciones punitivas y, en ocasiones, el mismo dios se
aventuraba hasta allí para combatirlos.
Fue durante una de estas campa el mismñas dirigida por el virrey, cuando los
enviados de Set, el dios de la ira, cayeron sobre el campamento nubio mientras todos
dormían. En una noche sin luna y al amparo de las débiles hogueras, los soldados del faraón
sorprendieron a los insurrectos para hacer un gran escarmiento entre ellos. La oscuridad se
llenó de gritos y quejidos, de ruido de pies prestos para el ataque, de lamentos y súplicas
que pedían cuartel. Pero allí no se respetó edad ni condición. Los hombres se batieron con
ferocidad hasta caer sin vida sobre la fría arena, pues ninguno se rindió, en tanto las
mujeres lucharon por la suya y por salvar su honra de aquellos implacables demonios
surgidos del Amenti.
Se trataba de lo peor de la infantería egipcia. Soldados enviados a los confines del
imperio como castigo a su mala conducta e indisciplina. Muchos eran ladrones de la más
baja estofa, enrolados en levas que les permitían librarse de un castigo mayor. Después de
largas caminatas y privaciones bajo el ardiente sol, aquellos hombres sacaban lo peor que
llevaban dentro; sus más bajos instintos. En cuanto acabaron con los guerreros corrieron a
hacerse cargo de sus mujeres, en medio del horror y la barbarie.
Sothis siempre recordaría las siluetas fantasmagóricas de aquellos genios infernales
que se deslizaban a través del resplandor de las fogatas para perpetrar sus felonías. El llanto
se mezclaba con los gritos de las mujeres dispuestas a defender a cualquier precio su honor,
en tanto el saqueo se extendía como parte que era de la guerra. La muchacha trató de huir
en la oscuridad, pero fue alcanzada por un grupo de qahar, mercenarios libios famosos por
su crueldad y fiereza. Su mundo se derrumbaba para dar paso al espanto. Un abismo
impenetrable se abría bajo sus pies para engullirla sin remisión.
Lo primero que sintió la chiquilla fue la angustia de lo que ella ya sabía que era
inevitable. Sus gritos, patadas y arañazos de poco le valieron ante aquellos que habían
acabado con la vida de toda su familia. Con solo doce años, Sothis fue tomada por la fuerza
por aquella turba de desalmados que la ultrajaron sin contemplaciones, entre risotadas y
alaridos. Para cuando el «grande de los cincuenta», que mandaba la sección, puso orden en
aquella rapiña, la muchacha ya había sido violada varias veces. El oficial montó en cólera
al ver lo sucedido, sobre todo porque una joven como aquella, seguramente virgen, le
hubiera proporcionado un gran beneficio en el mercado de esclavos. Cuando el sesh mes, el
escriba del regimiento, se enterara de lo ocurrido, castigaría a los responsables pues él
también podría haber obtenido ganancia con la pequeña.
—¿No teníais bastante con las viejas? —les gritó el oficial, enfurecido.
Pero a aquellos soldados las amenazas les resultaban indiferentes. Eran gente sin
alma, criminales capaces de todo. Claro que por eso se encontraban allí, alejados de una
civilización en la que no tenían cabida.
Sothis fue la única sobreviviente de la matanza. Para ella comenzaba un calvario del
que difícilmente podría librarse. Su libertad, como su honra, quedaba mancillada entre las
dunas; enterrada para siempre. Cuando el destacamento se la llevó, la muchacha lloró en
silencio con la vista clavada en los cuerpos sin vida esparcidos sobre las arenas. Los suyos
quedaban allí, a merced de los carroñeros que darían buena cuenta de sus restos. De nada
valían ya las lágseshrimas; ella era una superviviente, aunque aún no lo supiese, y solo
cabía mirar hacia delante y desafiar al destino que tan cruelmente la había tratado.
En Tombos, la capital a cuya guarnición pertenecían sus captores, la muchacha fue
vendida a un tratante después de un interminable regateo por dos deben de plata. Aquello
no era nada comparado con lo que podían haber sacado por ella, pero en un lugar tan
remoto como aquel, y dadas las circunstancias, no hubo más remedio que llegar a un
acuerdo. Como prisionera de guerra, Sothis se convertía en esclava del faraón, pero el
oficial y el escriba hicieron uso de sus prerrogativas y amañaron la venta. El comprador, un
astuto beduino de la peor especie, se fue despotricando mientras se llevaba a la joven para
unirla a la cuerda de desgraciados que ya poseía, mientras el escriba del regimiento imponía
un castigo de cincuenta bastonazos a cada uno de los rufianes que habían participado en los
hechos. Además, al primero en violarla ordenó que le cortaran las orejas y le enviaran al
puesto más avanzado de que disponían, cerca de Kurgus. Un paraje tan desolado, que la
vida allí poco importaba.
El beduino transportó su carga de miseria infame hasta Asuán. Allí era donde solía
vender a los esclavos, pues esta era una capital en la que confluían un gran número de
caravanas, y el comercio hacía de ella una ciudad muy próspera. Ahora que Egipto se
encontraba en paz, cada vez resultaba más difícil encontrar buena mercancía que vender.
Atrás quedaban los tiempos de los faraones guerreros en los que abundaba la carne del
vencido. Claro que él no había llegado a conocer aquellas épocas, aunque hubiera oído
hablar de ellas largo y tendido. Su género estaba compuesto, fundamentalmente, por gentes
de la Alta Nubia, capturadas por soldados desalmados, y del lejano sur, de donde
aseguraban venía el Nilo.
La comitiva transitó por las viejas pistas que discurrían por las rutas del desierto que
tan bien conocían. No era la mejor mercadería que había tenido, pero había una muchacha
por la que podría sacar un buen precio. Era bonita, y muy desarrollada para su edad, y a los
pocos días de iniciar la marcha sintió deseos hacia ella. El hecho de que no fuera virgen le
invitaba a considerar sus lascivos pensamientos, sobre todo porque no era fácil encontrar un
regalo como aquel.
Así fue como el beduino trató de ganarse la confianza de la chiquilla, con gestos de
consideración. Ordenó a sus hombres que la montaran en uno de los pollinos, separándola
del resto de desgraciados que arrastraban los pies por las ardientes arenas. Siempre había
agua para ella, y dátiles dum-dum, muy nutritivos, para que le ayudasen a sobrellevar la
caminata. Una noche la instaló en su tienda, al abrigo del frío que el desierto acostumbraba
a traer en aquella hora.
—Es una desgracia tu situación —le dijo como compadeciéndose de la joven—.
Pero en la mayoría de las ocasiones no podemos elegir nuestro destino.
Ella lo miró fijamente, en silencio.
—No obstante, todo puede mejorar para ti —continuó el beduino—. Es posible que
te encuentre un buen amo, que te trate como mereces. He visto de todo, hasta hombres que
no dudan en manumitir a sus esclavos, andando el tiempo. ¿Te imaginas, poder ser libre de
nuevo? —Sothis bajó la cabeza, apesadumbrade consa—. Eso puede ocurrir —señaló el
negrero—. Yo puedo ayudarte a conseguirlo. Tengo buen ojo para estas cosas y me
resultará sencillo dirigir la subasta en tu beneficio.
Como la muchacha continuaba en silencio, el bribón se incorporó un poco hacia
delante, como para resultar más persuasivo.
—Todo en la vida es un intercambio, recuérdalo. Si tú me das, yo te doy. Así
evitarás transitar por los caminos hasta reventar, montada en una de las bestias, y
conseguirás una comida mejor que la de tus compañeros y un buen lugar en el que dormir.
Además, conozco el modo de que entres en una casa principal, en la que serás bien tratada.
¿No colmaría esto tus propósitos?
Sothis disimuló la repugnancia que le producía aquel tipo abyecto. Era capaz de ver
en su corazón, como le habían enseñado desde pequeña. El ba del beduino era tan oscuro
como el de los criminales que la violaron. En realidad todo se le antojaba negro como una
noche sin luna. En su pena no había consuelo capaz de reconfortarla. La niña que fuera un
día había quedado ya atrás, y ahora no le quedaba más que enfrentarse al mundo de los
hombres. Un lugar implacable, de dentelladas y ardides sin fin, al que se veía abocada a
combatir sola.
—Aquí no hay amistad que valga, te lo digo yo —oyó la muchacha que le decían—.
Soy mucho más viejo que tú y sé de lo que te hablo. Los intereses y la ambición todo lo
mueven. Si posees algo que quieran los demás, sacarás beneficio. Eso es cuanto hay.
Sothis pestañeó ligeramente. Sabía de sobra lo que aquel asqueroso pretendía de ella
y prefirió continuar en silencio, pues solo de esta forma podía manifestar su desprecio.
—¿Qué me dices? ¿Te interesa mi ofrecimiento?
Como la muchacha no dijera nada, el beduino torció el gesto a la vez que se sentaba
junto a ella. Al momento extendió una mano para acariciarle los pechos. Al sentir aquel
tacto suave, el traficante se relamió.
—Guardas el mejor de los frutos. Podrías rivalizar con una princesa. Eres un manjar
digno de la mesa del faraón. Quién sabe —dijo entre risas—, quizá debiera quedarme
contigo.
Al pronunciar aquellas palabras el beduino se desabrochó el faldellín, y al punto
mostró su miembro erguido por el deseo que sentía. Pero la muchacha permaneció
impasible, igual que si se tratara de una estatua.
—No me importa que no me correspondas —murmuró él mientras la tumbaba—.
Seré bueno contigo de cualquier forma.
Sothis apartó su cara al sentir cómo le besuqueaban el cuello. El negrero se
encontraba sobre ella, dispuesto a llevar a cabo sus propósitos. La nubia notó que la
respiración de aquel hombre se volvía más entrecortada, producto de la concupiscencia que
le devoraba. Cuando sintió el miembro próximo a su hendidura, la muchacha le susurró
algo al oído. Entonces el beduino dio un respingo.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Estoy embarazada. Si me tomas harás daño al niño, y ambos
podríamos morir. Si dejas que lo tenga, tú saldrás ganando.
El tipo la observó con cara de estúpido. Aquello no se lo esperaba, pero enseguida
se dio cuenta de que la chiquilla tenía razón. Si paría un hijo sano, él doblaría su beneficio
al poseer un esclavo más. Sin embargo, su alma de mercader le hizo desconfiar.
—¿Estás segura de lo que dices? Mira que si intentas engañarme te trataré peor que
a una perra —le advirtió.
—Completamente. Tú mismo lo podrás comprobar si tienes paciencia.
El beduino se acarició la barbilla en tanto se colocaba de nuevo el faldellín. Su
lascivia debía ser satisfecha en otra parte, por lo menos de momento.
Pronto estuvo claro que cuanto le había dicho la chiquilla era cierto. La pequeña
estaba preñada, y él comenzó a hacer planes al respecto. A su edad muchas jóvenes eran
madres, y el beduino consideró las posibilidades que tenía de que todo saliera como
esperaba.
Él no podía venderla en aquel estado, pues muchas mujeres morían durante el parto,
y nadie la adquiriría. Habría de esperar a que diera a luz, y eso sería lo que haría.
Sothis tuvo a su pequeña como su difunta madre hiciera en su día: en cuclillas,
apoyada sobre sendos ladrillos. Bajo una palmera, la muchacha dio a luz a una hermosa
niña que vino al mundo con rapidez y sin ninguna complicación. Era una niña fuerte, a la
que llamó Tait, y la vieja que la ayudó en el alumbramiento le sonrió satisfecha.
—Será tan hermosa como tú. Hiciste bien en tenerla.
Sothis sintió tanta felicidad que pensó que su suerte cambiaba en aquella hora. La
pequeña era su hija, y de nadie más, lo único valioso que poseía, y por quien debería velar.
Jamás se la arrebatarían.
El beduino también celebró el nacimiento. Había hecho un negocio redondo en
Tombos al comprar a la muchacha, y pensó que sus beneficios podrían aumentar
considerablemente si vendía la mercancía en Menfis en vez de en Asuán. Menfis era la
ciudad más cosmopolita de Egipto, y en ella vivían los más ricos comerciantes y las
poderosas familias del norte que habían manejado la administración durante siglos. Era el
sitio apropiado para la venta, y el mercader decidió aventurarse hasta la capital.
Esa fue la primera vez que Sothis viajó por el río. En sus orillas descubrió toda la
grandeza de Kemet, la que le había sido esquiva. El país de la Tierra Negra había sido
ingrato con ella, cruel y despiadado, pues donde existe esplendor también hay gran
injusticia y atropellos. Pero la joven solo tenía ojos para mirar extasiada los frondosos
palmerales y los fértiles campos que se extendían desde los márgenes del río hasta los
límites del desierto. Aquí y allá se alzaban colosos de piedra y monumentos que parecían
desafiar a los dioses. Todo a su alrededor rebosaba vida, y la suave brisa del norte le
resultaba el mejor de los elixires. Era un buen lugar para vivir, y se prometió que algún día
sería libre de recorrerlo en compañía de su hija.brisa de Una sensación de inexplicable
esperanza la invadió y, sin saber por qué, tuvo la certeza de que sus sueños se cumplirían.
Allí el río tenía magia.
Si el paisaje la atrapó sin remisión, Menfis la deslumbró por completo. Para una
joven que no había conocido más que la soledad de las tierras baldías, una ciudad como
aquella representaba el acceso a lo impensable. Un espejismo semejante a los que
acostumbraba a ver en el desierto, solo que esta vez era real. Todo se materializaba como
por ensalmo. Los puestos de los comerciantes se hallaban repletos de artículos
sorprendentes, desde lujosos abalorios hasta los animales más exóticos.
En el mercado ofrecían verduras y hortalizas, frutas, pescado y hasta carne de buey.
Sothis abrió los ojos asombrada cuando la vio, pues nunca la había comido. Aquella era la
ciudad de la abundancia, y la joven se acordó al instante de las penurias que, en muchas
ocasiones, su pueblo pasaba para poder subsistir. En Menfis sobraba de todo, y la gente se
apretujaba en las calles, en medio del griterío de miles de regateos, dispuesta a adquirir lo
que querían al mejor precio. Cuando vio a un mercader vendiendo sandalias, Sothis ahogó
un suspiro.
—¡Sandalias! —se dijo emocionada.
Sothis jamás las había calzado, ni nadie que ella conociera. Sin embargo pensó que
quizás, algún día, pudiera tener unas. Aquella ciudad era un buen sitio para que su hija
creciera, aunque fuera como esclava.
El lugar en el que las vendieron resultaba tan sórdido como cualquier otro que se
dedicara a tan infame negocio. El beduino conocía a un tipo con el que llegó a un acuerdo
para que pudiera exhibir su mercancía públicamente. Era el comercio de la carne el que allí
se efectuaba, el más repugnante de cuantos emprendía el ser humano; no existía nada que se
le pudiera comparar.
Sin embargo, Sothis fue a aquel mercado sin temor. Estaba convencida de que
saldría adelante y que, de algún modo, su vida tomaría un nuevo camino que al final las
conduciría hacia la libertad.
Cuando vio a la hermosa mujer que reparaba en ella, la muchacha sintió un halo de
esperanza en su corazón. Casi todos los hombres que asistían a la subasta la miraban con
avidez, sin recatarse lo más mínimo por ello. Ella conocía muy bien cuál sería su fortuna si
era adquirida por alguno; no obstante, al observar a la señora, su intuición le dijo que allí
estaba su suerte.
Sothis no se equivocó, pues la dama de piel blanca y bellas facciones pujó por ellas
sin importarle la fortuna que, a la postre, tuvo que desembolsar; seis deben de plata. Mas la
señora quedó satisfecha, y madre e hija partieron con ella hacia su nuevo hogar, cerca del
palacio del faraón. Al final, su proceloso viaje llegaba a su término. Ahora pertenecía a
Niut, hermosa donde las hubiese, pero también cruel. Su corazón era oscuro y en ocasiones
resultaba despiadado, pero Sothis sobreviviría.
9
Niut se aferraba a sus viejas costumbres aunque se hallara lejos de su Ipu natal. Ella
había nacido para disfrutar de la vida, y eso era cuanto le importaba. Como era habitual en
la señora, solía despertarse tarde, algo inusual entre sus paisanos, que vivían con el ciclo
solar diario. La mayoría de la gente se levantaba al alba y se retiraba a descansar temprano,
aunque eso poco significara para Niut. A ella le gustaba trasnochar, y si era debido a la
celebración de alguna fiesta, mejor. Con el tiempo se había hecho asidua a estas, y con la
habilidad que la caracterizaba le fue fácil introducirse en los círculos de la aristocracia, que
alabaron su belleza y buen gusto. Además, la joven era perspicaz y enseguida aprendió a
manejarse en aquel ambiente que la atrapaba irremisiblemente. Aunque Tebas le resultara
envuelta en misteriosos velos, Menfis representaba el auténtico poder, el que se encontraba
más allá de los templos y que a ella se le antojaba universal. La riqueza no conocía de
dioses ni de reyes. Niut se encontraba entre los hombres, dispuesta a ser cortejada por los
más audaces, y era tan caprichosa como cualquier cortesana.
El hecho de que su esposo fuera tenido en alta estima por el faraón le abría todas las
puertas de Kemet. Neferhor era considerado una persona capaz y a nadie le llegaba a
extrañar que algún día ocupara los más altos cargos de la administración. Sin embargo, no
resultaba un tipo simpático. El escriba era la antítesis del buen cortesano, y su absoluta
carencia de don de gentes poco le ayudaba al respecto. Como era habitual, los chismes y
rumores acerca de la pareja circulaban por los corrillos de la corte, muy dada a tales
prácticas. Las más sórdidas historias referentes a este o a aquel eran moneda corriente, y
muy alabadas. Si había amoríos por medio, la cosa se volvía mucho más interesante; sobre
todo en las altas esferas.
Como Neferhor resultaba poco popular, las comadres asegurabann l que aquella
mujer tan hermosa solo podía haberse casado con él por interés. Su pasado daba lugar a
todo tipo de historias, algunas descabelladas, aunque al parecer nadie tenía duda de que
Niut era inmensamente rica. Aseguraban que había dejado a su exmarido solo con el kilt,
pues tampoco era cosa de que el hombre fuera por ahí mostrando sus partes pudendas.
Se sabía de buena tinta que la joven había formalizado un contrato matrimonial con
su anterior marido, digno de ser copiado por toda esposa que se preciara; una maravilla,
vamos.
En cuanto tuvieron confianza, algunas de sus nuevas amistades se interesaron por
ello.
—Mi marido me resulta insufrible, y si tuviera garantías haría lo mismo que tú —le
decían—. Solo que yo no tomaría a otro.
Niut se dejaba halagar, aunque se cuidara mucho de dar demasiados detalles. Era
una mujer astuta, y su vida en aquel ambiente acababa de comenzar. Sus frivolidades
debían ser solo simples comentarios.
Su vida conyugal se desarrollaba con relativa normalidad. El prestigio de su esposo
crecía, y ella lo adulaba y manejaba con facilidad. Ahora que conocía sus debilidades,
utilizaba sus mejores armas para esclavizarlo convenientemente. Había un lado oscuro en la
naturaleza de su marido que a ella le satisfacía; una morbosa necesidad que la excitaba.
Niut alimentaba la concupiscencia de su esposo a su antojo, y él se postraba a sus pies
como si se tratara del mismísimo faraón. Ese era su poder, y no estaba dispuesta a renunciar
a él.
Como ocurriera antaño, Niut convenció a su marido de la necesidad de dormir en
habitaciones separadas.
—Es símbolo de grandeza y buen gusto. Todos los aristócratas que se precian
duermen en alcobas distintas. Mira si no al dios —le decía—. Es de un pésimo gusto
compartir el lecho cuando son tantas las obligaciones que te agobian. Debes descansar
como corresponde; pero me tendrás siempre que me reclames.
Neferhor había accedido de mala gana, aunque después pensó que quizá su esposa
tuviera razón. Ella continuaba volviéndolo loco con sus caricias, y cuando se encontraban
en el lecho, Neferhor amanecía exhausto y deseoso de volver a amarla.
Niut pensó en la conveniencia de dar otro hijo a su nuevo marido. Era necesario
afianzar su posición, y para ello nada como un vástago. Así fue como, durante meses, la
joven sometió al escriba a una verdadera prueba de fuego amatoria, que llegó a dejar a su
esposo casi consumido. Ni las ingentes cantidades de puerros ni las lechugas que le
administró fueron capaces de mejorar su aspecto, aunque él siempre se mostrara bien
dispuesto a participar de aquella pasión que lo devoraba.
—Cariño, parece que te han crecido las orejas —le dijo ella un día, al verle tan
demacrado y extenuado—. ¿No crees que deberías visitar a un sunu?
Él no le hacía caso, pues no dejaba de ser consciente de su situación.
Por otra pao le rte, la relación con su hijo se volvió más estrecha. Le contaba
cuentos y le enseñaba los primeros símbolos de la escritura, mientras el chiquillo atendía a
cuanto le decían con los ojos muy abiertos, sin perder detalle.
—Pronto iré al kap, ¿verdad? —le preguntaba con su vocecilla.
—Sí, y allí aprenderás cosas maravillosas que te servirán para cuando seas mayor.
—Pero falta mucho para eso.
—Aun así lo recordarás. Además, harás buenos amigos que te serán de gran ayuda.
—Pero tú me enseñarás todo lo que sabes. Prométemelo.
—Te lo prometo. Serás más sabio que Ptahotep —le aseguraba su padre.
—Ptahotep… —murmuraba el pequeño, como si se tratara de un nombre fantástico.
El niño era obediente y tan reservado como su padre, mas quería mucho a su
progenitor y también a Sothis, por la que sentía adoración. Esta se ocupaba de él como si
fuera hijo suyo, pues pasaba junto al niño la mayor parte del día. Al igual que hiciera su
padre, la muchacha nubia le contaba leyendas de su pueblo y le hablaba del desolador
desierto, algo que parecía fascinar al chiquillo.
Sin embargo, Niut no estaba dispuesta a que aquella joven estrechara lazos con su
hijo, y le advirtió de la necesidad de que se dirigiera a él como si se tratara de un príncipe:
«Neferhor el joven», igual que acostumbraba a hacer la realeza con sus vástagos.
—Será como la nebet, la señora, guste —convino la nubia.
Sothis se había acostumbrado a su nueva vida con rapidez. Comparado con la
dureza de su anterior existencia aquello era un paraíso, aunque sin duda hubiera preferido
regresar al desierto en pos de su libertad. La relación con la señora era de total
sometimiento a sus caprichos. En ese particular la joven no tenía elección, y procuraba
extremar las precauciones cuando se presentaba ante ella. Niut trataba mal a todo el mundo,
y ella se mantenía muy atenta a los cambios de humor que solía demostrar su dueña. Como
el niño se encontraba bien atendido, Niut se contentaba con escarnecerla de vez en cuando
con alguno de sus improperios, con los que le recordaba su procedencia; pero la muchacha
apenas los atendía, como si formaran parte de las paredes.
Las otras doncellas corrieron peor suerte. El ocuparse personalmente de la dueña
tenía sus consecuencias, y estas eran, indefectiblemente, lamentables. Aquellas sirvientas
vivían instaladas en una permanente zozobra, angustiadas por las repercusiones de
cualquiera de sus actos.
En los últimos tiempos el ya de por sí singular humor de la señora había empeorado.
Sothis sabía muy bien a qué se debía, y también el infierno en el que podía llegar a vivir.
Niut no lograba quedarse embarazada. Ni el pequeño tatuaje de la diosa Tueris que se hizo
en el bajo vientre la ayudó a quedarse encinta. La dir aosa hipopótamo, patrona de las
embarazadas, estaba muy de moda, y era frecuente entre las mujeres que deseaban concebir
el tatuarse su imagen sobre el pecho o en el vientre. Pero Niut no obtuvo su favor, y esa era
la peor noticia que podían recibir cuantos la rodeaban.
A pesar de su corta edad, Sothis se daba cuenta de todo lo que ocurría. La nebet era
la dueña de cuanto rodeaba su vida, y de una forma u otra todos se plegaban a sus
caprichos. A menudo la joven escuchaba los gemidos de sus amos mientras se amaban, y
pensaba que Neferhor se hallaba prisionero de los goces que le proporcionaba su esposa.
Ella nunca comprendería los motivos que llevaban a un hombre a perder su
voluntad en pos de la concupiscencia, pero la realidad era que podían llegar a volverse
locos, a tirar por tierra la felicidad de los que les rodeaban, a renunciar a cuanto pudieran
haber conseguido con esfuerzo. Bien conocía ella las consecuencias de la barbarie.
Neferhor nunca se atrevió a contrariar a su esposa en público. En su casa, soportaba
no pocas veces los malos modos de Niut, para mirar hacia otro lado si así era necesario. Él
era una víctima más de la autoridad de aquella hermosa mujer, aunque lo fuera de buena
gana.
A Sothis su señor le parecía un buen hombre. Ella podía leer en su corazón, y este
era bondadoso aunque se hallara en manos ajenas. La sabiduría que atesoraba le fascinaba y
también su mirada, pues era penetrante cuando surgía libre, y estaba repleta de
conocimiento. Nunca escuchó la joven una mala palabra de sus labios, ni tan siquiera un
mal gesto, y con frecuencia el escriba condescendía a sonreírle y se interesaba por su niña.
En cierto modo Neferhor sufría, como todos los demás en aquella casa, aunque él no
estuviera dispuesto a reconocerlo. Sothis estaba segura de que Niut no lo amaba.
Neferhor se encontraba exhausto. Su viaje en pos de la buena nueva había
terminado por acercarle al desfallecimiento; y en verdad que se sentía abocado a él.<</p>
Nunca pensó el escriba real que el Camino de Horus, la antiquísima carretera que
unía Egipto con toda la franja costera de Retenu, fuera un lugar tan poco apropiado para sus
huesos. El traqueteo constante del carro que lo transportaba resultó una experiencia que se
juró no repetir por mucho que el señor de Kemet se lo pidiera. Llevado por sus habituales
prisas en estos asuntos, Nebmaatra había insistido en que viajara con un escuadrón de sus
soldados de carros para regresar cuanto antes; era lo menos que podía hacer al respecto,
debió de pensar el faraón.
Mas a Neferhor aquella idea se le atragantó casi desde el mismo momento en que se
subiera a la biga. Él no era hombre de armas, ni falta que le hacía.
Su viaje de ida y vuelta significó toda una prueba para un ánimo que parecía más
maltrecho que de costumbre. Desde que Huy había muerto, no podía apartar de sí la
sensación de soledad, y más ahora que la reina le había dejado bien claro cuáles eran sus
intenciones. Pero de poco valía lamentarse, y mucho menos en público. Si Kemet se dirigía
hacia la hecatombe, él poco podría hacer por impedirlo. Solo le quedaba prepararse
convenientemente, y sobre ese particular había estado pensando durante los últimos días.
La situación sobrepasaba a todos los hijos de la Tierra Negra; por eso los altos
funcionarios se miraban atemorizados, sin saber qué decir, puesto que nada entendían. El
cambio que se avecinaba era imparable, aunque ni él mismo supiera cuándo ni de qué modo
ocurriría. Llevaba fraguándose tantos años que, para hacerse efectivo, para mostrarse en
toda su magnitud, necesitaría de su propio tiempo.
Sin poder evitarlo, el escriba pensó en el clero de Amón. Se imaginaba cuál sería su
reacción ante lo que estaba ocurriendo, y también su preocupación por el futuro. El
fallecimiento de Huy había supuesto un terrible golpe para el Templo, y ahora, uno tras
otro, todos aquellos que de algún modo estaban relacionados con Karnak habían caído en
desgracia de una forma tan manifiesta que infundía temor. Pensó en Ptahmose y en sus
antiguos compañeros, Wennefer y Neferhotep. A estos no había vuelto a verlos, aunque
sabía que cumplían funciones dentro de Karnak. Estaba convencido de que los sacerdotes
de Tebas se preparaban para una guerra de sino incierto, y sin poder evitarlo sintió nostalgia
de sus años en Ipet Sut y de aquellos que, de una forma u otra, le enseñaron cuanto sabía.
Sus simpatías se encontraban dentro de aquellos muros. Afuera no había hallado más que
desorden y una senda sinuosa plagada de trampas. En ella resultaba difícil ser fiel al maat, y
él lo sabía bien.
Afortunadamente, la misión se desarrolló sin más contratiempos que los que le
produjeron aquellos vehículos infernales. Traía las mejores noticias al faraón, y este lo
esperaba ansioso en su palacio de Menfis, donde había regresado para recibir a la novia.
—Dime cómo es —se apresuró a preguntarle el dios en cuanto lo vio en su
presencia—. ¿Es grande su séquito? ¿Tiene los ojos hermosos?
—Nunca vi unos que se le parecieran —respondió el escriba—. Son oscuros como
una noche cerrada y poseen el embrujo de lo misterioso. Su ka habla por ellos, y su mensaje
es capaz de cautivar a cualquier corazón que se proponga. Hay magia en su mirada, y tiene
el porte de una reina.
Nebmaatra lo observaba como hipnotizado, e hizo un gesto imperioso a una de sus
coperas para que le sirviera vino, pues parecía tener la garganta reseca.
—Sigue, sigue —le ordenó tras dar un buen sorbo.
—La princesa es de mediana estatura, pero bien proporcionada, sin defecto alguno,
tal y como le gustan al Atón Dyehen. En cuanto a su pelo, este es largo, y tan oscuro como
sus ojos, y tiene reflejos de un hermoso color azulado semejante al lapislázuli más puro. —
Nebmaatra contenía la respiración mientras lo escuchaba—. Su cuello es grácil, sus
miembros delicados, y sus labios plenos como la mejor de las frutas.
—¡Menuda belleza! —exclamó el rey eufórico—. Nadie en toda la Tierra Negra
hubiera descrito mejor su hermosura. Pero dime, ¿cómo es su voz?
—Como un susurro de Hathor. Dulce y melodiosa.
—Sí. La diosa del amor me envía un regalo hecho con sus propias manos. Digno del
dios en elfon que me he convertido. —Luego el faraón cambió de expresión, como si
dudara—. No estarás exagerando, ¿verdad?
Neferhor sonrió, pues todo lo que le había contado era cierto.
—Cuando esté ante ti comprobarás que es mucho más hermosa todavía.
—¿Te dijo algo acerca de mí?
—Me pidió que te confiara que cuenta los días que faltan para empaparse de tu
divina esencia, y que espera convertirse en un oasis en el que puedas descansar, sin pensar
en nada más.
El faraón parecía enardecido, y al punto pidió más vino.
—¿Y el cortejo? —preguntó como con temor—. ¿Es grande?
—Tan grande como lo es tu brillo divino —asintió Neferhor—. La princesa viene
acompañada por doscientas setenta doncellas y treinta servidores.
Nebmaatra abrió los ojos como si viera una aparición.
—¿Doscientas setenta has dicho? ¿Estás seguro?
—Ni una menos.
El dios soltó una carcajada y se palmeó los muslos de alegría.
—¡Bes bendito! —exclamó—. Esto colma mis expectativas. Mi harén hará
palidecer de envidia a los dioses primigenios, allá donde se encuentren —dijo señalando al
cielo—. Cuando me una a ellos no se hablará de otra cosa.
—También me pidió que te diera esto, oh Atón Dyehen —señaló el escriba mientras
le hacía entrega del obsequio.
—¡Es magnífico! —alabó el faraón en tanto admiraba el collar de oro macizo con
cuentas de lapislázuli que le regalaban.
—La muy alta princesa Tadukhepa insistió en que supieras que es un obsequio de su
augusto padre.
Al faraón le brillaban los ojos como ascuas.
—Tushratta —murmuró—. Él sí es un verdadero hermano, y no ese ladrón de
Kadashman-Enlil. ¿Te das cuenta? No me equivoco con los hombres; seguramente es
debido a mi naturaleza divina, ¿no crees?
—Esa es una gran verdad —se apresuró a decir Neferhor, a la vez que se inclinaba.
—Dentro de quince días el cortejo llegará a Menfis —prosiguió el dios sin atender
al comentario—. Todo estará dispuesto para ese momento. La ciudad olerá a jazmines para
mostrarse ante mi nueva reina, y todos la aclamarán.
Luego observó con más atención el collar durante unos minutos, mientras
murmuraba detalles que el escriba no acertaba a escuchar.
—Tengo un presente para ti —dijo de repente el faraón—. Toma, se trata de uno de
mis mejores recuerdos; yo casi estaba recién ascendido al trono de Horus. —El joven
extendió su mano para recibir el regalo. Se trataba de uno de los miles de escarabeos que el
dios había ordenado fabricar treinta años atrás para celebrar su matrimonio con Tiyi—. Es
de fayenza —explicó el faraón—. Pero me resulta muy querido, ya que siempre ha estado
conmigo. Como podrás apreciar, en él se narra la historia de una de mis cacerías más
famosas. Abatí nada menos que ciento dos leones. ¿Qué Horus viviente ha conseguido algo
parecido?
Neferhor apretó el obsequio en el interior de su puño, como si se tratara del bien
más preciado.
—Estaré muy ocupado durante los próximos meses —le confió el dios—. Debo
conocer a mi nueva esposa apropiadamente, y renovar parte de mi harén con sangre nueva.
Dichosos los tiempos de mis lejanos antepasados. Ellos disponían de todo lo que precisaran
para solazarse. Escucha —prosiguió en voz baja—, tengo decidido realizar un nuevo
jubileo. Así perderé definitivamente lo poco humano que pueda quedar en mí. Seré un dios
en toda la extensión de la palabra, ¿comprendes?
—Lo comprendo, gran Atón —respondió Neferhor al instante.
—Sabía que así sería. Tienes el conocimiento de los escribas que vivieron en esa
tierra hace milenios. Ellos entendían el orden de las cosas, no como ahora. Seguramente
cuente contigo para la organización. Puede que tome por esposa a otra de mis hijas. En fin,
los dioses proveerán.
11
Tiyi escuchaba con atención todo lo que Neferhor le contaba. Tenía un especial
interés en saber cómo era aquella joven que venía dispuesta a conquistar el país de Kemet.
Todas ambicionaban lo mismo: apoderarse del corazón del soberano para sentar a su
progenie en el trono de Egipto. Para conseguir sus propósitos eran capaces de lo que fuese,
y bien sabía la reina lo sobradas de mañas que venían. De Mitanni solo podían esperarse
problemas. Gilukhepa, una de las hijas de su anterior rey, no le trajo más que disgustos. La
muy zorra consiguió convertirse en Gran Esposa Real a base de carantoñas y malas artes.
Durante años, ella misma se vio obligada a competir con la mitannia para que el dios no la
repudiara. Aquellas asiáticas eran famosas por sus habilidades amatorias. Eran capaces de
volver loco a cualquier hombre y envolverlos en su concupiscencia para crear necesidades
en ellos. Tiyi tuvo que emplearse a fondo con su esposo, cuyo apetito sexual llegó a
parecerle insaciable. Cuando Gilukhepa le dio el primer hijo varón, Tiyi creyó
desesperarse. Ella solo había sido capaz de tener hijas, y utilizó todos sus recursos hasta
que por fin le dio el varón que esperaba con tanto deseo el rey. Sin embargo el príncipe
Tutmosis, el retoño de aquella bruja, era el primer aspirante al trono; por encima del suyo,
que provenía nada menos que de la gran reina Amosis Nefertari. Pero así eran las cosas en
palacio, y a ella únicamente le cabía esperar que la situación se recondujese a su favor; y en
ello puso su empeño. Este acabó por darle sus frutos, ya que el heredero murió
prematuramente, de forma inesperada, para dejar el camino libre al príncipe Amenhotep, su
bienamado hijo.
Ahora otra princesa mitanrsenia volvía a meter su nariz en palacio. Esta vez Tiyi era
consciente de lo acertado del enlace, pues el Hatti, el poderoso reino que se expandía en el
norte, amenazaba las fronteras de Kemet y, sobre todo, sus intereses. El reino de Mitanni
lindaba con ellos, y resultaba fundamental tenerlos por aliados.
Pero, aparte de estas consideraciones, la llegada de Tadukhepa hacía renacer en la
reina viejos fantasmas. Era imposible no recordar a su augusta tía, y si la sobrina poseía la
mitad del arte de su familiar, la razón del dios podría verse comprometida; y más ahora que
se hallaba desatado, como cuando era un adolescente. Tiyi lo atribuía a la proximidad de la
vejez. El faraón quería beberse a grandes sorbos la vida que le quedase, aunque ello le
condujera antes a la presencia de Osiris.
Cuando Tiyi supo que la princesa llegaba con un séquito de doscientas setenta
mujeres, sus temores se acrecentaron, y se imaginó sin ninguna dificultad la cara que tuvo
que haber puesto su marido al enterarse. Este fornicaría hasta la extenuación, y llegó a la
conclusión de que, ahora más que nunca, la Tierra Negra dependía de ella.
Los detalles que le contaba aquel escriba no comprometían a nadie. Neferhor fue
capaz de explicarle sucintamente cuanto vio sin que esto menoscabara reputación alguna.
Tiyi estaba encantada de escucharle, y su buen juicio le decía que era necesario dar
confianza a aquel joven tan agudo. Por ello se mostró amistosa y conciliadora, al tiempo
que procuró evitar comprometerle.
—Es ciertamente hermosa la nueva esposa que ha de tomar el dios —dijo la reina,
en tanto acariciaba a su gato.
—Eso opino yo también. Aunque poco puedo aventurar acerca de su juicio,
majestad —contestó el joven.
Tiyi le sonrió, satisfecha por aquella respuesta.
—Démosle pues la bienvenida que le corresponde como hija de un reino amigo.
—Tushratta, su rey, nos da muestras de ello con frecuencia, mi reina.
—¿Te refieres a sus cartas? —preguntó esta como con curiosidad.
—Es muy aficionado a escribirnos. Siempre alabando al dios y a nuestra tierra —
contestó el joven con prudencia.
Tiyi enarcó una de sus cejas.
—La Casa de la Correspondencia del Faraón es un organismo de gran importancia
para Kemet. Más allá de los enlaces matrimoniales se esconden intereses que, seguramente,
tú ya conoces, y que es conveniente vigilar con atención —puntualizó Tiyi—. Nos afecta a
todos.
Las palabras de la reina sonaron en los oídos del escriba como lo que eran, una
velada preocupación por el futuro próximo. Después de casi dos años trabajando en aquella
oficina, Neferhor conocía perfectamente cuál era la situación real de Kemet, más allá de su
querido valle. Al joven se le antojaba tan frágil que se había preocupado de estudiar los
detalles que la rodeaban. Las cartas de amistad estaban bien, pero estas envolvían asuntos
de toda índole que jaba tanpodían no resultar provechosos para Egipto.
Un día, mientras curioseaba por los archivos, Neferhor descubrió que, durante el
último año, solo las donaciones de oro entregadas a los reinos de Mitanni, Asiria y
Babilonia habían ascendido a mil doscientos kilos; una cantidad más que generosa que le
invitó a considerar de dónde procedía la paz de la que habían disfrutado durante aquellos
años. En todo el Oriente Próximo estaba arraigada la idea de que el oro crecía en Egipto
como el grano en sus campos. Qué menos que sacar provecho de ello, aunque fuera como
países conquistados. Todo era negociable, sobre todo con un faraón que se había mostrado
proclive a ello desde el principio. Si los tratados de paz podían estrecharse con buenos
acuerdos comerciales, mucho mejor, sobre todo si aquel inagotable filón de tan precioso
metal revertía en su favor. La venta de princesas había supuesto uno de los negocios más
provechosos. Casi todos los países aliados de Egipto habían emparentado con el faraón y
recibido su protección. Esto tenía muchas ventajas, y enseguida se dieron cuenta de que era
mejor ser un vasallo rico que un permanente enemigo anclado en la penuria. Las dotes
enviadas con sus mujeres al señor de la Tierra Negra no eran nada comparadas con los
beneficios que obtendrían por ello.
Neferhor tuvo una idea clara del problema en cuanto vio aquellas cifras. Las minas
de oro de Nubia se iban agotando, y no producían más de cuatrocientos kilos anuales. En el
Sinaí hacía tiempo que la extracción no era suficiente, y los tributos extranjeros recibidos
habían aportado en el año anterior cerca de seis mil kilos de oro. Dados los gastos del
Estado y las gigantescas obras que al dios le gustaba emprender, estaba claro que aquel
sistema de acuerdos fundamentado en la generosidad de Kemet tenía sus días contados. Al
escriba no le era difícil imaginar lo rápido que se desmoronarían las fronteras que tanto
había costado conquistar, y las consecuencias que esto tendría para la Tierra Negra. Las
épocas de abundancia terminarían, y entonces la bancarrota amenazaría a un Estado que se
había acostumbrado al exceso. Sus paisanos pasarían necesidades, y con los años
implorarían a sus dioses para que les enviaran un faraón capaz de reconquistar su pasado
imperio, ya que a Egipto se le había olvidado vivir aislado en su precioso valle.
El joven decidió hablar con franqueza a la reina. Como bien había asegurado esta, la
Casa de la Correspondencia del Faraón era mucho más que una sala de archivos, y Tiyi le
escuchó sin interrumpirlo ni una vez. Cuando Neferhor terminó con su exposición, la reina
lo miraba impertérrita, como si no estuviera extrañada en absoluto.
—El precio por la paz nunca es suficiente —murmuró al fin—. No abrumes el
corazón del dios con estas noticias. Hace tiempo que vive en un lugar en el que es ajeno a
los mortales.
Cuando despidió al escriba, Tiyi permaneció pensativa durante un buen rato. Su
última frase resumía todo lo que opinaba al respecto. El reinado de su hijo se encontraba
próximo, y era preciso que este se desarrollara en un mapa en el que no hubiera conflictos
con los demás países. Solo así podría llevar a efecto la misión para la cual había sido
llamado. Una vez realizada, todo daría lo mismo.
12
Tal y como le había confiado Nebmaatra, este tenía intención de celebrar un nuevo
jubileo; un segundo Heb Sed con el que glorificarse ante su pueblo, ya convertido en el
Atón Dyehen. Las ceremonias serían iguales a las oficiadas con anterioridad, y ¿quién
mejor que el amado Neferhor para encargarse de que esto fuera así?
El festival tendría lugar en Malkata, y para la ocasión el dios había ordenado que se
levantaran nuevas imágenes de su divinidad y de su Gran Esposa Tiyi, rejuvenecidos de
nuevo a través de los ritos mistéricos. Men, el jefe de «los que daban la vida», tuvo que
emplearse a fondo para la ocasión y Neferhor se encargó de supervisar que todos los oficios
sagrados se realizaran como era preceptivo.
El faraón decidió que debía tomar una nueva esposa con motivo de su segundo
jubileo, y como antaño era preciso que esta perteneciera a su familia. La elegida fue su hija
Isis, con la que repitió la misma ceremonia que llevara a cabo con la hermana mayor de
esta, Sitamón, a la que por otra parte había dejado embarazada.
—Es un dios, un verdadero dios…, y no nosotros —dijo Penw—. Un Toro
Poderoso como pocos. Mira si no, gran Neferhor, las proezas que es capaz de llevar a cabo.
La reina Tadukhepa lo tuvo bien entretenido durante más de un año, y en ese tiempo el
faraón instruyó convenientemente a su nuevo harén, doscientas setenta mujeres sin defecto
alguno, aseguran. Qué barbaridad; ningún mortal podría salir indemne de semejante hazaña.
El escriba lo miró con disgusto. Él estaba al tanto de todas aquellas historias, pero le
molestaba escucharlas ya que no eran más que diversión para los cortesanos. El faraón tenía
un harén, pues tal era su privilegio, y solo a él incumbía lo que ocurriera en su interior.
Penw se hallaba como desatado, con la lengua más larga de lo que acostumbraba. Él
decía que era debido al influjo que recibía de aquel suntuoso palacio. Per Hai, la Casa del
Regocijo, era su lugar favorito. Allí se sentía en su hogar, quizá porque fuese un hombre
del sur.
—Esta es mi tierra, hijo de Thot, y ello despierta mi lucidez.
—Que eso no te haga olvidar el respeto que le debes al dios —contestó el escriba.
Penw se postró como fulminado por un rayo.
—Solo repito lo que oigo. Yo nunca osaría opinar del faraón. Aquí todos hablan del
prójimo, y nunca para alabarlo. La envidia se encuentra en cada pasillo de Malkata. Hace
mucho que se quedó a vivir allí —se disculpó el pinche.
Neferhor hizo una mueca, pues no le interesaban en absoluto los comentarios de los
cortesanos. No tenía amigos entre ellos, y le daba t siz igual lo que opinaran acerca de él.
Lo que le importaba era el próximo jubileo, y las consecuencias que sabía iba a traer. El
mismo hecho de que el dios se desposara con otra de sus hijas tenía un gran significado. Era
evidente que, mucho más allá de sus alegrías de alcoba, Nebmaatra estaba firmemente
decidido a consolidar su línea de sangre, su fuerza divina. Por eso tomaba a sus hijas por
esposas. Para asegurar su linaje sin que ningún elemento extraño influyera en él. Nebmaatra
se desposaba no solo para escenificar un rito que se perdía en los orígenes de su
civilización, lo hacía para engendrar hijos que dieran continuidad a su casa.
En su fuero interno, Amenhotep III albergaba numerosas dudas sobre la capacidad
de su heredero para llevar la doble corona. El príncipe Tutmosis había sido el elegido. A él
hubiera correspondido el honor de gobernar a su muerte, pero Shai había decidido otra
cosa. Por eso era preciso asegurar su dinastía ante los nuevos tiempos que él sabía se
avecinaban.
Más allá de aquellos rumores con los que se tenían entretenidos a los funcionarios,
el segundo jubileo se desarrolló con arreglo a lo previsto; como una repetición del que
había tenido lugar cuatro años atrás. Las mismas procesiones, los mismos oficios, similares
fiestas… A Neferhor le parecía haber retrocedido en el tiempo, aunque ahora no estuviera
Huy para engrandecer aquellos fastos. Con él se habían marchado la prudencia y el buen
juicio, y el destino estaba ahora en manos de unos dioses que tenían motivos para estar
molestos.
La primera prueba de ello fueron las cosechas. Después de más de treinta años de
muníficas crecidas, el Nilo había decidido mostrarse esquivo. Hapy, el señor de sus aguas,
no extendería estas como debiera para fertilizar los campos convenientemente, y el próximo
año habría escasez. Así se lo había comunicado Sobek al joven escriba durante una de las
misteriosas conversaciones que solían mantener estos de vez en cuando.
Neferhor barruntaba los malos tiempos, y el efecto que estos tendrían sobre un
pueblo acostumbrado a vivir en la abundancia. Su vida privada también se encontraba
plagada de dudas, aunque él se empeñara en ocultárselo a sí mismo. Su relación con Niut se
volvía más fría cada día, como si fueran dos extraños bajo un mismo techo, proclives a
rehuirse. Él la deseaba como la primera vez, pero ella no mostraba demasiado interés en
buscar sus caricias, como si las dosificara.
El escriba había acabado por aceptar este comportamiento, resignado a lo que él
consideraba hastío. Cuando tenían lugar, los encuentros amorosos continuaban siendo
apasionados, pero a la vez no dejaban de ser actos puramente mecánicos, llevados por la
necesidad e incluso por la obligación.
Él se desbordaba en ella sin dejar nada en el interior de su alma, pero mientras su
esposa gemía él notaba que sus esencias se hallaban a más de mil iteru de distancia; sin
saber por qué.
Cuando terminaban de amarse, Niut no permanecía a su lado como hiciera antaño.
Ella aseguraba que era debido a que su querido esposo roncaba, y no le permitía descansar.
Era preferible volver a sus habitaciones y que cada cual se repusiese bajo un plácido sueño.
Con motivo del Heb Sed toda su casa se había trasladado a Malkata, la antigua villa
en la que ya residiera Neferhor. Esta resultaba mucho más amplia que la de Menfis, y al
escriba le traía recuerdos de los días en los que diera comienzo una nueva vida. Su esposa
parecía sentirse feliz allí, aunque no disimulara su habitual mal humor con el servicio, que
la temía como si se tratara de la mismísima Ammit.
En los últimos meses Niut había endurecido su trato, sobre todo con la joven Sothis,
sin que nadie supiera muy bien por qué. La realidad no era otra que los celos. La joven
nubia ya era casi una mujer y, próxima a los dieciséis años, era dueña de una tentadora
belleza que anunciaba lo que podía llegar a ser. Alejada siempre del escándalo y la
confrontación, Sothis mostraba su dignidad con naturalidad pues estaba en su corazón. Pero
Niut la zahería con frecuencia al llamarla «reina del desierto», para recordarle que fuera de
las ardientes arenas no era nadie.
Los motivos de aquella animadversión no nacían de la sospecha de que la relación
estuviera en peligro a causa de la joven nubia; nada de eso había. Era simplemente el
descubrimiento en ella de un poder que podría significar una amenaza. El ka de la esclava
poseía una indudable fuerza, y eso en el fondo la atemorizaba.
Sothis era plenamente consciente de esto. Sabía que la nebet, la señora, la medía en
cada una de sus acciones, y que la examinaba a diario. Ella nada podía hacer por impedirlo
y tenía el convencimiento de que la situación empeoraría con el tiempo. Había pensado
mucho en ello, y también en la posibilidad de que el destino le tuviera reservadas mayores
desgracias, aunque estaba segura de que la estrecha relación que había creado con el
pequeño Neferhor la ayudaría. El niño la quería como solían querer los hijos de Egipto a
sus nodrizas, cual si fueran una segunda madre. El pequeño era la viva imagen de su padre,
y con cinco años ya había aprendido los primeros símbolos jeroglíficos. La nubia se
ocupaba de él y le llevaba todos los días al kap, donde acudían los pequeños príncipes e
hijos de los altos dignatarios. Su padre le educaba con rigor, siempre pendiente de sus
avances, pero cuando lo veía su mirada se iluminaba, y Sothis captaba la emoción que
sentía su señor. En muchas ocasiones le hablaba de él al chiquillo, para quien su padre
representaba una especie de dios que todo lo sabía, y al que respetaba profundamente.
Pero toda la austeridad que le inculcaba Neferhor desaparecía cuando Niut se hacía
cargo de su hijo. Ella le daba cuanto deseaba, a la vez que le consentía para mimarlo hasta
el exceso.
En Per Hai, Sothis sintió la cercanía de su tierra. El desierto se extendía en la
lejanía, y ella podía notar el tacto de sus arenas y sus enrojecidos cielos cuando atardecía.
Aquel lugar le gustaba, y también a su pequeña Tait, que ya había cumplido tres años.
14
Sus vidas siguieron el curso que tenían marcado ya desde el vientre materno; al
menos eso era lo que creían las gentes de Kemet. Sin embargo, habían sido ellos mismos
los que se habían arrojado a un pozo oscuro y desconocido que había terminado por
engullirlos irremisiblemente. Ahora se pre go,cipitaban en él sin saber la suerte que
correrían, aunque estuvieran abocados al desastre. La vida les mostraba una de sus
habituales caras, la que nadie quisiera ver pero a la que es tan proclive cuando decide pasar
factura por nuestros actos. Era un rostro feroz e implacable, y tan duro que nada se podía
contra él. Solo quedaba suplicar a los dioses y, todo lo más, arrepentirse.
El veneno llegó envuelto en oro y lapislázuli, en fragancia de reyes y poder de
Montu, el ancestral dios de la guerra tebano. Era tan fuerte su efecto que ni la picadura de
mil cobras podía superarlo, pues llegaba directo al corazón para apoderarse de cada metu,
del ka y hasta del alma, por siempre jamás.
Los hechos tuvieron lugar durante la celebración de uno de los muchos banquetes
de aquel jubileo. La corte en pleno se encontraba allí, junto a los jardines de palacio, en una
noche serena que animaba a los sentidos a disfrutar de todo lo bueno que Kemet les ofrecía
en aquella hora. La música sonaba embaucadora, las bailarinas danzaban, y el ambiente
rebosaba de aquello que a Niut le resultaba tan grato. Esa noche ella se sentía embriagada,
más que nunca, por una atmósfera de reyes. El aire que respiraba se le antojaba impelido
por los dioses y la joven lo aspiraba con fruición, entrecerrando los ojos, como si quisiera
alimentarse de él. Fue en medio de su ebriedad cuando Niut lo vio; radiante, altivo,
hermoso, repleto de poder. Era como la luz en la oscuridad que mostraba el camino al
peregrino, igual que el pozo de agua en la soledad del desierto; un oasis en el que poder
refugiarse, o simplemente una aparición. Posiblemente esto último sería lo más adecuado,
ya que resultaba difícil no sentirse atraída por él; no mirarlo sin recato; no desear apagar la
sed en su refugio. Era tan bello que cada rasgo de su rostro resultaba digno de ser admirado.
Su cabello, largo y abundante, le caía sobre los hombros como una cascada de lapislázuli
ennegrecido, sujeto sobre su frente con una cinta dorada. Su cuerpo era el de un guerrero,
bronceado por la vida a la intemperie, y sus músculos brillaban bajo la luz de las bujías de
forma ilusoria, como parte del mismo hechizo. Cuando Niut aspiró tan sutil fragancia se
supo perdida, pero no le importó, y al punto quiso conocer el nombre de aquel semidiós que
se cruzaba en su camino. Era el príncipe Kaleb.
Si había alguien en Egipto a quien los dioses habían decidido otorgar sus favores
con largueza, ese era el príncipe Kaleb; un joven que había llegado a convertirse en
paradigma de lo que cualquier cortesano querría ser en una próxima vida.
El príncipe era hijo de una de las muchas reinas menores que habitaban en el harén
del dios, su padre. Su madre era la hija del rey de Alashia, Chipre, y de ella había heredado
su gran belleza y el vivo genio que aseguraban también poseyó en vida. Su sangre era
ardiente, como la de los pueblos del Egeo de donde procedía por línea materna, y su
arrogancia proverbial. Algunos aseguraban que era el arquetipo de los legendarios príncipes
tebanos que expulsaran dos siglos atrás a los invasores hicksos, pues no en vano el joven
había nacido en Tebas, y era tan orgulloso como ellos. Kaleb tenía fama de valiente y
arrojado, y su natural simpatía resultaba en ocasiones contagiosa, aunque también fuera
cruel y aficionado a los placeres, y se vanagloriaba ante los demás de vivir tal y como
deseaba; exprimiendo cada instante de su existencia. La moral era una palabra a la que no
era aficionado en absoluto. Llevaba escuchando s d hablar acerca del maat toda su vida,
desde que de niño fuera enviado al kap, y nunca lo había comprendido. Semejante concepto
le parecía propio de mojigatos y santurrones. La vida era una aventura y para él era preciso
disfrutarla sin detenerse a escuchar a la conciencia; los prejuicios solo valían para los
débiles.
El faraón lo tenía en gran estima; quizá porque era tan juerguista como él y un
mujeriego empedernido. Al no tener ninguna posibilidad de subir al trono, el príncipe vivía
libre de las responsabilidades que tenían muchos de sus hermanos, que pasaban su tiempo
entre intrigas y envueltos en conflictos sin fin. Por este motivo no tenía disputas con ellos,
y sus únicos enemigos eran la legión de maridos engañados a los que no dejaba de zaherir
en público, si así se le antojaba. Disfrutaba escarneciéndolos, ya que Kaleb despreciaba a
toda aquella corte de funcionarios relamidos cuya ambición era mucho mayor que su
glotonería. Si no eran capaces de cuidar de sus mujeres, peor para ellos. A Kaleb estas le
parecían como el aire que respiraba. Unas olían a jazmines, otras a adelfillas, otras a
lotos… y nunca podría renunciar a tales fragancias.
Pero realmente, lo que apasionaba al príncipe, sobre cualquier otra cosa, eran los
caballos. Ellos ocupaban un escalón superior al de unos dioses a los que no honraba a
excepción, claro está, del aguerrido Montu, del que se sentía devoto. Allí terminaba la
pirámide de sus creencias religiosas. Los caballos estaban muy por encima de los hombres
y los dioses, a excepción de su Divino Padre, que para eso era el faraón, y por el que sentía
un gran cariño. En ocasiones compartía con él sus ratos de ocio y se lamentaba de los más
de treinta años de paz que había disfrutado Kemet gracias a él.
—Es una lástima —solía decirle Nebmaatra con sorna—. Deberías haber nacido un
siglo atrás, cuando librábamos guerras sin fin, en tiempos de mi bisabuelo, el gran Tutmosis
III. Él te habría otorgado el oro al valor y hubieras conocido al inmortal Sejemjet; claro
que, en ese caso, no hubieses sido hijo mío.
Kaleb escuchaba muy atento las palabras de su augusto padre en tanto se imaginaba
cómo podría haber sido su vida en aquellas épocas. A veces los dioses se burlaban de los
mortales al situarlos fuera de su tiempo. Eso era lo que le había ocurrido a él, su sitio estaba
junto a los ejércitos conquistadores y héroes de leyenda como el invencible Sejemjet. Por
eso aborrecía a los dioses y vivía tan desbocado como sus amados caballos; los únicos a
quienes confiaba sus secretos.
El príncipe vivía allí donde se instalara la corte, aunque pasara la mayor parte del
tiempo en Menfis, ya que en la capital se encontraban los cuarteles generales del ejército.
Él era tay srit, portaestandarte de los tent heteri de los escuadrones de carros del dios, y
estaba bajo las órdenes directas de Ay, maestro de Caballería y hermano de la reina Tiyi.
Ay ostentaba el mismo título que su difunto padre Yuya, y como cuñado del faraón que era
tenía una gran influencia en el ejército.
En un reinado durante el cual apenas habían tenido lugar acciones punitivas, los
guerreros como Kaleb se veían abocados al olvido. Sus hazañas nunca tendrían lugar, y por
ello estos solían volcar la parte más salvaje de su naturaleza allimag itivas, lo donde no
tenían cabida, entre las gentes de paz.
Para Kaleb, el cálamo y el papiro representaban las armas con las que los taimados
escribas fraguaban sus intrigas; el medio por el cual los más débiles podían hacer frente a
hombres como él, a través de artes propias de hekas. Se trataba de una magia cuyo poder
conocía bien; por eso odiaba particularmente a aquellos funcionarios que se refugiaban tras
los trazos de tinta.
Cuando tomaba por amante a alguna de sus mujeres, el príncipe sentía una
particular satisfacción. Se exhibía con ella cuanto podía, sin importarle lo más mínimo las
habladurías que sabía se producirían a sus espaldas. Estas formaban parte del mismo juego
del amor y él se complacía al ver cómo los cortesanos agachaban la cabeza a su paso,
atemorizados, e incluso le regalaban alguna sonrisa. El que se jactara en público de su
condición de mujeriego formaba parte de la vida de la corte, como algo habitual, igual que
las traiciones que otros se infligían sin compasión alguna.
Qué duda cabe de que semejante personaje daba un juego como pocos. La propia
corte lo necesitaba para alimentar sus chismorreos y así mantenerse viva, y nadie podía
imaginar esta sin la presencia del príncipe. En cuanto Kaleb aparecía en alguna de las
fiestas, su figura se veía rodeada de bellezas y zalameros a los que contagiaba con su
simpatía y encanto personal. Era un hombre espléndido, y todos aseguraban que hubiera
sido un buen dios para Kemet, fuerte y decidido, si le hubiera correspondido reinar. Kaleb
tenía veinticinco años y el convencimiento de que el mundo le pertenecía.
A nadie en la corte le extrañó lo que ocurrió. Cuando dos estrellas tan brillantes
como eran aquellas se encuentran, acaban por atraerse irremediablemente, pues forman
parte de un mismo firmamento al que la mayoría es ajeno. Ambos se reconocieron al
instante para comprender que existía un antes y un después de aquel momento y que ya
nada sería igual.
Muchos dirían que se enamoraron con la primera mirada, aunque resulte difícil
asegurarlo. Ellos eran maestros a la hora de controlar las emociones, y el amor nunca había
significado un fin en sí mismo, sino un medio. Eran chacales que convivían con hombres,
independientemente de su apariencia y encanto. Seguramente ellos fueran los primeros en
sorprenderse por su actitud y también en descubrir la parte del juego que siempre les había
resultado ajena. Sin embargo, esta los atrapó e hizo de ambos esclavos de unos sentimientos
que resultarían devastadores.
Niut tuvo casi de inmediato una visión exacta de lo que Shai les tenía predestinado.
Resultaba inevitable, y al momento reconoció el camino con el que siempre había soñado.
Su andadura a través de la vida la había llevado hasta él de una forma que parecía parte del
mismo sueño. No le cabía ninguna duda acerca de ello, y ahora comprendía por qué el dios
del destino había guiado sus pasos para conducirla hasta allí.
Aquel hombre había nacido para ella, estaba segura, y todos sus anhelos de niña y
ambiciones de mujer confluían en su persona. Por primera vez en su vida se sentía
prisionera de un deseo que le devoraba el alma. Ansiaba unirse con su amor hasta formar
un solo ka que les representara por igual. Fundirse en una individualidad que tuviera un ka,
un ba, un akh… Este último junto con el alma, la esencia, la sombra y el nombre, los cinco
elementos básicos de la personalidad de cualquier egipcio, serían los mismos para ambos y
ello la excitaba al tiempo que le hacía experimentar inseguridad por primera vez en su vida.
Esto era lo que les había ocurrido a los hombres que la habían amado y Niut decidió no
pasarlo por alto. Ahora era vulnerable.
Era difícil mantener las apariencias y no abandonarse a las emociones, pero la joven
sabía que no debía hacerlo bajo ningún concepto. Todo dependía de su astucia y de su
prudencia si quería conducir aquella nave a buen puerto. Al príncipe Kaleb poco le
importaban tales detalles. Él se mostraba tal y como era y se entregaría en brazos del amor
como el más rendido acólito de Hathor, la diosa que lo encarnaba; pero para Niut la
cuestión resultaba bien diferente. Ella estaba casada con un alto funcionario al que el dios
honraba con su amistad, y aunque Nebmaatra amara a su hijo, la joven debía calibrar cada
paso que diera. Una relación amorosa de aquel tipo supondría un escándalo cuyas
consecuencias se le escapaban. Su esposo tenía amigos poderosos entre los magistrados, y
no le convenía precipitar un divorcio para el que aún no estaba preparada. Si lo hacía podía
ser acusada de adúltera y perder todo lo que había conseguido en su vida; incluso existía la
posibilidad de que sufriera un terrible castigo. Era preciso ser cautelosa y que todo fluyera
convenientemente hasta que estuviera segura de su triunfo. Niut jamás pondría en juego su
posición.
Todo esto fue lo que ella pensó aquella noche mientras cruzaban sus miradas. El
segundo jubileo del dios no había tenido el mismo esplendor que el anterior, pero las fiestas
que se celebraban continuaban ofreciendo la afición al exceso de la corte, el boato y un lujo
al que nadie parecía dispuesto a renunciar. Entre espléndidos manjares y un ambiente de
riquezas sin cuento, Egipto desparramaba el hechizo de la abundancia como nunca se
repetiría en su milenaria historia. Era fácil embriagar los corazones al compás de los
crótalos y gargaveros y abandonarse a la euforia de los sentidos exaltados; allí el amor
exhalaba su propio perfume.
Neferhor se había visto obligado a viajar hasta Menfis, a requerimiento del dios, y
como en otras ocasiones Niut había decidido acudir sola a aquella celebración en Malkata.
La joven se encontraba en la cúspide de su belleza, y resultaba imposible no mirarla para
alabar su hermosura y elegancia. Los hombres la devoraban con la vista y ella se exhibía
como si en verdad se tratara de una reina. Cuando el príncipe Kaleb la vio creyó que Hathor
se había reencarnado para él en aquella hora, y sintió que algo desconocido se apoderaba de
su corazón para removerle las entrañas de manera inexplicable. Ni en mil combates que
librara hubiera sentido algo así, y al punto supo que aquella mujer lo había embrujado sin
siquiera cruzar una sola palabra.
Para un hombre como él, acostumbrado a ser amado por hermosas jóvenes, aquella
sensación le resultaba desconocida y sin poder remediarlo toda su atención se dirigió hacia
aquella especie de aparición de la que necesitaba conocerlo todo.
Aquella noche solo cruzaron miradas, y con cada una de ellas el corazón del
guerrero se inflamó más y más, hasta llegar a buscarla con desesperación entre los invitados
que abarrotaban el jardín. Pero la joven desapareció, igual que si formara parte sede un
espejismo; un sueño imposible.
Durante las siguientes veladas ambos volvieron a coincidir. Niut lo acarició con sus
ojos como solo ella sabía hacer, casi por casualidad. La joven ya había leído en el príncipe
cuanto deseaba saber, y ahora debía rendirlo a su voluntad, antes de entregarse a él. Nunca
se convertiría en la amante de un hombre como aquel sin estar segura de que, finalmente, lo
desposaría. Estaba dispuesta a enloquecerlo por el deseo, a mantenerlo inflamado hasta que
sus labios le dijeran lo que ella esperaba, y para esto serían necesarias sus mejores artes en
el disimulo, y no precipitarse a los brazos de aquel semidiós para colmarlo con sus caricias.
La noche que escuchó su voz por primera vez alzó su barbilla para mirarlo como lo
haría una diosa; con serenidad y cierta indulgencia hacia él por su condición de mortal.
—La Tierra Negra ha sido despiadada al esconderte de mí durante tanto tiempo. —
Niut rio con coquetería. El príncipe hablaba con un acento suave, y su tono le resultó cálido
y embaucador, propio de los que estaban acostumbrados al galanteo—. Y tu risa rompe el
embrujo de la noche para hacerla más clara y abandonarse a su melodía. Los perfumes del
jardín se rinden así a tus pies —continuó el príncipe.
—¿Olvidas que ya tengo dueño? —le respondió ella con suavidad.
—No me refiero a tu persona, sino a tu corazón. Ese es solo tuyo y de aquel a quien
ames.
Niut sintió un estremecimiento y tuvo que hacer un esfuerzo para no mantenerle la
mirada más de lo conveniente.
—Eres osado con quien no conoces.
Él se aproximó un poco más.
—Soy un sediento rodeado de manjares que no son capaces de colmarme.
Ella volvió a reír, y esta vez le dedicó una de aquellas miradas que tan bien sabía
administrar y que resultaban devastadoras.
—De momento solo el muy noble Neferhor come en mi mesa —le dijo—, y él
siempre se levanta saciado de ella.
El príncipe no supo qué responder, y acto seguido Niut se despidió para unirse a un
grupo de viejas matronas que reían desaforadamente junto a unos macizos de acianos.
Cuchicheaban de esto y aquello, y la joven se les acercó de la forma más natural, sin dar
importancia a su conversación con Kaleb. Este la observó alejarse con la llama del deseo
devorándolo sin compasión; estaba decidido a empaparse algún día con aquel aroma de
princesa de otro tiempo; daba igual quién se sentara a su mesa.
Shai, Mesjenet, Shepset, Renenutet… Cualquiera de los dioses encargados de elegir
el destino de la humanidad podría haber determinado el sino de ambos amantes. Todo
estaba planeado de tal forma que era imposible que la casualidad tuviera algo que ver; ellos
habían nacido para encontrarse un día, cuando la fortuna los favoreciera.
Solo de este modo podía expli en mi carse el extraño viaje de Neferhor justo
durante la celebración de un jubileo que él mismo había ayudado a preparar, como hiciera
antaño. Que el dios le ordenara dirigirse a Menfis en una conmemoración como aquella
daba que pensar, sobre todo porque numerosos príncipes extranjeros con los que mantenía
una relación epistolar habían acudido invitados por el monarca. Este había confiado al
escriba que su misión le resultaba de la máxima importancia, y que solo se encomendaba a
él para llevarla a cabo. Era el momento adecuado para negociar con el rey de Babilonia la
boda con una de sus hijas, ahora que Nebmaatra se había convertido en un ser divino por
excelencia.
—Ese bribón me la venderá por cuatro quites de oro. Está desesperado por
emparentar conmigo, un dios como nunca antes tuvo Kemet. Ve y regatea cuanto puedas.
Estas habían sido las palabras del monarca, y a él no le quedaba sino cumplirlas. Iría
a la Casa de la Correspondencia del Faraón para hacerse cargo de un asunto al que no veía
mayor beneficio que el de alimentar el propio egoísmo. El dios había sufrido una
transformación más que evidente. Su segunda renovación ante su pueblo le había llevado a
proclamar su esencia divina mucho más allá de lo que le correspondería a un Horus
reencarnado, que era la figura representada por cualquier faraón. Nebmaatra era el Atón
que procuraba la vida a la Tierra Negra, y así debía ser considerado.
Neferhor pensaba que el soberano había llevado demasiado lejos su afán por
convertirse en dios solar y, aunque continuaba siendo devoto de las divinidades
tradicionales, el escriba recordaba los oscuros vaticinios del difunto Huy. Además, la salud
del faraón se deterioraba, y sus ritos de renacimiento eran un acicate más para fornicar con
sus mujeres y continuar con los acostumbrados excesos. Tadukhepa, su esposa mitannia, lo
volvía loco y él no ocultaba su satisfacción por haberse casado con ella.
—Es alegre y divertida, y sus caricias son como el aliento de Amón —aseguraba el
monarca a sus íntimos.
No era de extrañar que los egipcios, siempre tan aficionados a los sobrenombres,
hubieran dado con uno que se adaptaba bien y que definía el natural gracejo de la joven
reina: Kiya. Así se referían todos a ella, lo cual no dejaba de tener su gracia puesto que
significaba «mona».
Para Neferhor, el faraón se había instalado en un Olimpo en el que confraternizaba
con los dioses, rodeado por las esposas de un harén que parecía no tener fin. Lejos
quedaban los tiempos en los que Amenhotep, hijo de Hapu, imponía su influencia y
sabiduría en la marcha del Estado, y el propio Nebmaatra seguía sus consejos para no
apartarse del maat. Ahora todo parecía incierto, e incluso el Heb Sed celebrado carecía de
la grandiosidad del anterior. Simut, el segundo profeta de Amón, había sido el encargado de
dirigir esta vez las obras en Malkata, que se hallaba en constante renovación, así como de la
erección de nuevas estatuas del faraón y la reina Tiyi por toda la Casa del Regocijo. El dios
continuaba mostrando su respeto al clero de Amón, aunque este ya no tuviera en sus manos
el poder sobre la Tierra Negra. Ahora permanecía recluido en su templo, cuidando de sus
posesiones con su celo acostumbrado, expectante ante una situación que ya no controlaba.
Ante la inminencia de su marcha, Neferhor cedió a las súplicas de su esposa para
que le permitiera permanecer en Malkata durante un tiempo. En cierto modo ella lo
representaría ante la corte, y podría disfrutar de las fiestas conmemorativas a las que era tan
aficionada.
—Quizá no volvamos a presenciar un jubileo nunca más. Permíteme que
personifique a tu casa ante el dios como corresponde. Aquí la luz posee la facultad del
embrujo; puede que se deba a la santidad del lugar. Al niño le vendrá bien estar en Tebas,
entre tantos príncipes y dignatarios extranjeros. Te prometo que regresaremos pronto.
Estas habían sido las palabras de Niut, y Neferhor se vio incapaz de negarle lo que
le pedía, aunque sintiera desagrado por marcharse solo a Menfis. Esa sensación de soledad
se había acentuado durante los últimos tiempos, sin saber muy bien por qué. La relación
con su esposa había terminado por convertirse en una especie de apariencia formal en la
que ambos participaban. Sus conversaciones versaban sobre lo cotidiano y apenas tenían
interés. Era un hogar en el que imperaba el silencio, roto cada vez que Niut increpaba a la
servidumbre. Solo las vocecitas de Tait y el pequeño Neferhor daban vida a aquella
necrópolis en la que vivían. Los niños jugaban siempre que la señora se ausentaba, pues a
esta no le gustaba que confraternizaran. Sin embargo al escriba le satisfacía verlos reír, y al
hacerlo se acordaba de su propia niñez, que se le antojaba como de otra vida. Había tenido
una infancia feliz, aun en su miseria, y el humilde chamizo en el que había vivido le traía
sentimientos de melancolía.
El escriba tenía la impresión de hallarse en un lugar que no le correspondía. La
búsqueda del conocimiento lo había llevado hasta allí, y ahora se sentía atrapado en el
interior de un círculo en el que se encontraba perdido. Su esposa era la mayor prueba de
ello. En varias ocasiones le había reprochado el hecho de no dejarla embarazada de nuevo,
insinuando la posibilidad de que frecuentara a alguna otra mujer antes de copular con ella,
algo que le consternaba profundamente. En la soledad de su estancia, Neferhor recordaba el
tiempo no muy lejano en el que se entregaban a sus pasiones sobre el mullido lecho digno
de reyes. A veces se presentaba una figura en la noche para tomarlo, como ocurriera antaño.
Era como una repetición de su primer sueño, tras el que quedaba exhausto y tan solo como
antes de la llegada de la diosa. Mas al despertar el sabor en su boca era agridulce, y su
deseo permanecía insatisfecho, tal y como le había predicho una vez Shaushka. En esos
momentos pensaba en los oscuros habitáculos de Karnak y en las esteras en las que dormía
sobre el duro suelo. Entonces se lamentaba.
15
Los hombres se entremeten en los sueños cuando estos son compartidos. Resulta
inevitable; sobre todo cuando hay un príncipe de Egipto por medio.
Todo se desarrolló tal y como Kaleb prometió. El joven habló con el magistrado
apropiado y este le recomendó que llevara su caso a los tribunales de Menfis, una ciudad
mucho más abierta que la recalcitrante Waset, y en la que, además, ejercía un hermano
suyo.
—No creo que haya el menor problema, aunque te aconsejo discreción —le dijo el
juez.
El príncipe estuvo de acuerdo aunque supiera que la cautela no se encontrara en su
mano. Tarde o temprano la noticia se extendería, por lo que se hacía necesario actuar con
prontitud. Así, un escriba de su confianza redactó la solicitud oportuna en la que se
alegaban no la motivos de toda índole y las más terribles acusaciones contra Neferhor.
Niut la firmó satisfecha, y un mensajero real salió ese mismo día hacia el norte para
interponer la demanda.
La joven estaba dichosa, aunque no pudiera evitar cierto nerviosismo ante lo que
pudiera ocurrir. Al firmar aquel documento, ella renunciaba a una posición segura para
adentrarse en un territorio que desconocía. Incluso su vida en el Más Allá podría verse
amenazada. Con el divorcio perdería el derecho a enterrarse en la tumba que su marido
estaba construyendo en la necrópolis de Saqqara, una mastaba cuyas paredes se hallarían
plagadas de textos mágicos que les asegurarían atravesar el Inframundo y llegar a los
Campos del Ialú.
Solo por este motivo cualquier egipcia hubiera continuado casada, aun en su
infelicidad. Pero su sueño era demasiado poderoso. Niut cambiaría aquella mastaba en
Saqqara por un hipogeo en el Valle de las Reinas, donde se enterraban estas junto a sus
hijos. ¿Cabía un lugar más glorioso para la hija de un simple capataz de Ipu? Sí, aquel era
el lugar que le correspondía, al lado de los príncipes de Egipto. Sin poder evitarlo había
pensado largamente en ello, y también en la necesidad de tener un hijo de Kaleb lo antes
posible. Un retoño de ambos constituiría una bendición de Hathor, pues de seguro que sería
hermoso como sus padres. Quién sabía, hasta podría llegar a desposarse algún día con una
de las hijas del dios.
Tales pensamientos la hacían enloquecer a la vez que la invitaban a fantasear hasta
límites insospechados, pues estaba en su naturaleza.
Sin embargo, cuando regresaba de su ensoñación, Niut sabía muy bien cuáles
deberían ser sus pasos. Como ya había hecho con anterioridad, la joven suplicó al príncipe
que le diera muestras de su lealtad, ahora que había decidido abandonarlo todo por amor
hacia él, y para ello eligió el momento preciso, justo cuando Kaleb se consumía por tomarla
por primera vez.
—Dame una muestra de tu generosidad antes de que desfallezca en tus brazos —le
pidió ella. Y a fe que el príncipe se la dio, ya que se presentó una mañana con un papiro por
el que se le entregaban grandes riquezas, y tierras de su propiedad, como dote para el
enlace.
A Niut se le saltaron las lágrimas al escuchar de los labios de Kaleb cuanto se le
otorgaba, y decidió que había llegado el momento de hacerle probar a su amado el elixir de
su amor. Aquella misma noche ambos copularon por primera vez con el ímpetu de dos
seres enajenados por sus emociones. El príncipe enloqueció entre los muslos de su diosa
para entregarse a ella sin reservas. Con un rictus de felicidad en los labios, Niut lo llevó
hacia donde deseaba, para amarrarlo como solo ella sabía hacer. Con cada una de sus
embestidas la joven buscaba en el interior de su amante para apoderarse de su voluntad, de
su esencia divina. Tuvo la sensación de que, en verdad, una especie de Horus reencarnado
la penetraba una y otra vez para despertar en ella sensaciones que nunca había percibido. La
simiente del faraón estaba en él, y la joven, cual si se tratara de una nueva Isis en brazos del
legendario Osiris cuando los dioses gobernaban en la tierra, galopó desbocada sobre un
miembro que le hacía recordar las imágenes del dios Min itifálico grabadas en los templos.
Kaleb era un amante formidable, y juntos llegaron al paroxismo una y otra vez cual si
fueran dos almas errantes en pos del placer supremo.
Como les ocurriera a otros antes que a él, Kaleb creyó encontrarse en un oasis de
cuya agua no podría saciarse nunca. Por primera vez se planteó el hecho de que los dioses
existieran, y que estos habían permitido aquella suerte de milagro al entregarle a una diosa
del amor renacida. Quizá Montu, como demiurgo de la enéada de Karnak, había consentido
en enviarle a Hathor, una de las nueve divinidades que la formaban, para su regocijo, como
muestra de su divina generosidad hacia aquel príncipe guerrero que lo reverenciaba.
Mientras recorría el cuerpo de Niut con sus caricias, Kaleb se convencía de que no había
mujer en Egipto que pudiera comparársele. Era un regalo para su ba, para sus sentidos, y él
corría alborozado en pos de una felicidad de la que ya no estaba dispuesto a prescindir. Le
entregaría la Tierra Negra, tal y como le había prometido, y toda la corte palidecería ante el
esplendor de una mujer que debía haber nacido para reina. El príncipe sentía que los
Campos del Ialú le habían abierto sus puertas antes de que Osiris lo recibiera en su
Tribunal, y se prometió que tomaría a su esposa cada noche como si en verdad rememorara
los ancestrales ritos isíacos. Niut lo enardecía de tal forma que se sentía transportado a
planos desconocidos para él, en los que el placer señoreaba sobre todo lo demás, hasta
atraparlo sin remisión. Su voluntad lo abandonaba, pero a él no le importaba. Aquella
pasión se había convertido en una necesidad.
A pesar de la discreción que procuraban mantener ambos amantes, los rumores no
tardaron en aparecer. Primero fueron miradas maliciosas y luego los comentarios pícaros a
los que tan aficionados eran en palacio. Las habladurías de los corrillos no tardaron en
convertirse en verdaderos cotilleos, y cuando la pareja acudía a algún banquete las
comadres les sonreían ladinas, pues con ellas de poco valían los disimulos.
En realidad, a nadie extrañó que Niut y el joven príncipe se hubieran enamorado.
Ambos formaban una buena pareja; mejor que la que constituía ella con Neferhor quien,
por otra parte, despertaba pocas simpatías.
—Menuda diferencia. Con las orejas que tiene su esposo. Por una vez Hathor ha
puesto a cada uno en su lugar —comentaban las damas en camarilla.
—Pues yo creo que la joven no pasará de ser una amante más en la larga lista de
Kaleb —argumentaba una.
—Esta vez parece que el príncipe ha rendido su plaza —aseguraba la esposa de un
juez—. Sé de buena tinta que ella ha solicitado ya el divorcio.
—¿De veras?
—Como os lo cuento.
—Será un escándalo —aseguraban convencidas—. Quién sabe, hasta puede que se
haya quedado embarazada.
Estos eran algunos de los cotilleos que corrían por palacio y que daban lugar a
maledicencias aún mucho mayores entre los hombres, que estaban de acuerdo en que
resultaba sencillo perder la cabeza por una mujer como aquella.
—Qué queréis que os diga; yo también me divorciaría si cada noche me esperara
una beldad como esa. Aunque para ello tuviera que conservar mi sendyit ambién como
único patrimonio.
Semejantes chanzas eran muy aplaudidas y dieron lugar a los primeros chismes.
—Su esposo está en Menfis. ¿Creéis que habrá llegado ya a sus oídos cuanto
ocurre? Con las orejas que tiene, no me extrañaría.
La burla se hizo famosa al poco, y entre banquete y banquete la cosa fue a mayores,
seguramente debido a lo festivo de una conmemoración que daba para mucho.
Cuando aquellas habladurías fueron conocidas por el príncipe, este no se extrañó en
absoluto. Él mismo era un alumno aventajado en los entresijos de la corte, e hizo ver a su
amada que lo mejor sería mostrarse sin tapujos y llevar adelante sus planes como habían
convenido.
—Debemos regresar a Menfis cuanto antes y afrontar lo inevitable —le dijo él—.
Pronto podremos casarnos, y todos estos cotilleos se olvidarán.
Niut estuvo de acuerdo. Ella había conseguido lo que se proponía, y su estancia en
Tebas no lograría más que alimentar nuevos comentarios y procacidades. Ahora se sentía
segura y estaba decidida a derribar el último obstáculo que la separaba de su ansiada
felicidad: su marido.
Para hacer una demostración pública de su arrogancia, el príncipe Kaleb se paseó en
su carro en compañía de su amada por la enorme pista hípica que su augusto padre había
construido con motivo de sus jubileos, junto al palacio de Malkata. Esa fue la primera vez
que Niut se sintió una verdadera princesa; sobre el cajón de aquella biga, rodeada por los
fuertes brazos de su amado. Era la envidia de cuantos los observaban, y ella sonrió
satisfecha.
Mas, por alguna inexplicable razón, no todo era alegría en el corazón de Niut.
Durante aquellos tumultuosos días vividos en Per Hai, la joven se transformaba en una
dama malhumorada y violenta en cuanto ponía los pies en su casa. Entonces todo atisbo de
felicidad desaparecía como por arte de algún heka oculto, y sentía que el alma se le llenaba
de piedras y la boca de los peores insultos. Por cualquier nimiedad arremetía contra sus
doncellas, que no sabían qué hacer para agradar a la señora. Sothis solía refugiarse, junto a
su hija, en algún lugar apartado de la villa para así escapar de las habituales amenazas, pero
Niut se las componía para encontrarla y escarnecerla sin compasión. En los últimos
tiempos, la hermosa joven había desarrollado una particular inquina hacia su esclava, a la
que apenas soportaba. Su sola presencia le desagradaba, y cualquier motivo era bueno para
castigarla.
—Haría bien en desembarazarme de ti, ahora que ya no te voy a necesitar —la
amenazaba—. Quién sabe, quizá pudiera sacar algún beneficio si os vendo a los beduinos.
Pensaré en ello.
Sothis apretaba los dientes mientras soportaba las iras de su ama en silencio. Su
situación se la hacía más insoportable cada día, y aunque procuraba evitar problemas estos
se le presentaban sin avisar, como suele ocurrir a los más débiles. Ella continuaba
ocupándose del pequeño Neferhor, que había crecido mucho, y por el que sentía un gran
cariño. Sin embargo, la nubia captaba aquella amenaza cierta que planeaba sobre sus vidas,
y e del peql peligro que corrían. Tait ya tenía cuatro años, y el mero hecho de pensar en
que pudieran separarlas la consumía. Ella se daba aliento, hasta convencerse de que nunca
lo permitiría, aunque fuera su vida en ello. Entonces se refugiaba en su magia, en la
penumbra de su alcoba, donde guardaba su mundo.
Sothis tenía una idea clara de lo que ocurría. Ya casi una mujer, la joven se había
desarrollado por completo para lucir la belleza de los de su raza. Era una joven esbelta, pero
fuerte, y su porte parecía sacado de las imágenes que representaban a las antiguas princesas.
Era hermosa, sin duda, y esa era la causa principal de sus conflictos. La nebet la examinaba
a cada momento, como si estudiara cada uno de sus movimientos, de sus gestos. Sothis
evitaba maquillarse y vestía con discreción, pero daba igual. Siempre recibía algún
reproche o advertencia. Ella no lo comprendía, pero su ama, la mujer más hermosa que
había visto, tenía celos de ella.
Para Niut, la cuestión resultaba sencilla. Su esclava se había convertido en un
peligro para su hogar, ahora que iba a casarse de nuevo. Durante aquellos años, la nubia
nunca había supuesto un problema para ella. Había cuidado bien de su hijo, sin interferir en
su vida matrimonial. Pero Kaleb no era Neferhor, y Niut era consciente del riesgo
permanente para ella que supondría mantener a Sothis a su servicio. Un hombre como el
príncipe, acostumbrado a tomar a sus esclavas cuando le apeteciese, acabaría por
convertirla en su amante, tarde o temprano, algo a lo que ella no estaba dispuesta en
absoluto. Que una de sus doncellas ocupara su lugar en el lecho, aunque solo fuera por una
noche, significaría el peor de los ultrajes, por lo que se hacía preciso no dar pie a semejante
dislate. La esclava tenía los días contados a su servicio, como tantas otras cosas.
Sothis intuyó lo que ocurría cuando llegaron a sus oídos los primeros rumores. Fue
un cuchicheo de uno de los sirvientes el que la puso sobre aviso, a la vez que la escandalizó
íntimamente, pues había cierto tono de burla en el comentario. Al parecer, en Malkata no se
hablaba de otra cosa, y la nubia tuvo que reconocer que aquella casa era terreno abonado
para la traición desde hacía mucho tiempo. Su primer sentimiento fue de pena hacia su
señor, que siempre se había mostrado generoso con ella y con su pequeña, a la que contaba
historias mientras jugaba con su hijo. Pero Sothis sabía cómo era la vida, y las reglas que a
menudo imponía sin razón alguna. Se aproximaba una tormenta, como ocurría tantas veces
en el desierto, e igual que hiciera durante su niñez debía prepararse para soportarla.
Sothis no fue la única en lamentar lo que escuchaba. En palacio, Penw iba de acá
para allá, como acostumbraba, aguzando los ojillos y moviendo sus orejas de ratón. Todo
eran malas noticias; tan malas que su corazón se llenó de congoja e incluso de contenida
ira. ¿Acaso el hijo de Thot merecía ser tratado como un mortal más?, se preguntaba muy
digno. ¿Cómo era posible tal dislate? Su mujer lo miraba mientras cenaban, y le hacía ver
que esas cosas estaban a la orden del día en palacio.
—Tú mismo lo comentas cada noche, esposo mío. Fornican como demonios del
Amenti, unos con otros, sin respeto a su propia condición.
Penw se movía incómodo, pues él sabía mejor que nadie lo exagerado que podía
llegar a ser en ocasiones, mas ponía a Bes por testigo de que muchas de aquellas remilgadas
damas podían ser acusadas de adúlteras por cualquier tribunal medianamente serio.
—¡Nada menos que con un príncipe! —exclamaba consternado en tanto
mordisqueaba una cebolla.
—La dama pica alto, pero quién puede resistirse a un príncipe de Egipto; sobre todo
si ella es hermosa.
Penw fruncía el ceño.
—¿Qué quieres decir? No te creo capaz de hacer algo semejante. Además, no debes
olvidar que Neferhor es un sabio entre los hombres. Una persona de bien, y que si Kaleb es
príncipe, él es semidiós por parte de padre.
Su esposa reía con las ocurrencias de Penw. Llevaban toda la vida juntos y nunca
habían dejado de quererse. Su marido era un pillo de cuidado, pero la hacía reír con
frecuencia y había resultado ser un buen esposo y padre.
—No te cambiaría por ningún príncipe, tonto —le decía ella—. Tú también eres
divino. El hijo del dios de los ratones. ¡Ja, ja, ja!
Aquellas mofas estaban bien para las cenas en familia, pero más allá de esto Penw
se mostraba compungido y consternado por no poder ayudar a Neferhor. Un ser tan elevado
como él no merecía algo así. El escriba estaba por encima de aquellos indeseables que
llenaban su panza cada noche entre chismes y escándalos. ¿Conocería el hijo de Thot
cuanto estaba ocurriendo? ¿Habría llegado a sus oídos? Por experiencia, Penw sabía lo que
tardaban los maridos engañados en enterarse de que llevaban cornamenta. En la corte los
había que no estaban al corriente después de años de enredos, aunque otros prefirieran no
darse por enterados.
Para el pinche de cocina fue un alivio el saber que regresaban a Menfis, a pesar de
que ello supusiera abandonar el lugar que le viera nacer. Ardía en deseos de ver a Neferhor
para contarle cómo estaban las cosas.
Los hombres se entremeten en los sueños cuando estos son compartidos. Resulta
inevitable; sobre todo cuando hay un príncipe de Egipto por medio.
Todo se desarrolló tal y como Kaleb prometió. El joven habló con el magistrado
apropiado y este le recomendó que llevara su caso a los tribunales de Menfis, una ciudad
mucho más abierta que la recalcitrante Waset, y en la que, además, ejercía un hermano
suyo.
—No creo que haya el menor problema, aunque te aconsejo discreción —le dijo el
juez.
El príncipe estuvo de acuerdo aunque supiera que la cautela no se encontrara en su
mano. Tarde o temprano la noticia se extendería, por lo que se hacía necesario actuar con
prontitud. Así, un escriba de su confianza redactó la solicitud oportuna en la que se
alegaban no la motivos de toda índole y las más terribles acusaciones contra Neferhor.
Niut la firmó satisfecha, y un mensajero real salió ese mismo día hacia el norte para
interponer la demanda.
La joven estaba dichosa, aunque no pudiera evitar cierto nerviosismo ante lo que
pudiera ocurrir. Al firmar aquel documento, ella renunciaba a una posición segura para
adentrarse en un territorio que desconocía. Incluso su vida en el Más Allá podría verse
amenazada. Con el divorcio perdería el derecho a enterrarse en la tumba que su marido
estaba construyendo en la necrópolis de Saqqara, una mastaba cuyas paredes se hallarían
plagadas de textos mágicos que les asegurarían atravesar el Inframundo y llegar a los
Campos del Ialú.
Solo por este motivo cualquier egipcia hubiera continuado casada, aun en su
infelicidad. Pero su sueño era demasiado poderoso. Niut cambiaría aquella mastaba en
Saqqara por un hipogeo en el Valle de las Reinas, donde se enterraban estas junto a sus
hijos. ¿Cabía un lugar más glorioso para la hija de un simple capataz de Ipu? Sí, aquel era
el lugar que le correspondía, al lado de los príncipes de Egipto. Sin poder evitarlo había
pensado largamente en ello, y también en la necesidad de tener un hijo de Kaleb lo antes
posible. Un retoño de ambos constituiría una bendición de Hathor, pues de seguro que sería
hermoso como sus padres. Quién sabía, hasta podría llegar a desposarse algún día con una
de las hijas del dios.
Tales pensamientos la hacían enloquecer a la vez que la invitaban a fantasear hasta
límites insospechados, pues estaba en su naturaleza.
Sin embargo, cuando regresaba de su ensoñación, Niut sabía muy bien cuáles
deberían ser sus pasos. Como ya había hecho con anterioridad, la joven suplicó al príncipe
que le diera muestras de su lealtad, ahora que había decidido abandonarlo todo por amor
hacia él, y para ello eligió el momento preciso, justo cuando Kaleb se consumía por tomarla
por primera vez.
—Dame una muestra de tu generosidad antes de que desfallezca en tus brazos —le
pidió ella. Y a fe que el príncipe se la dio, ya que se presentó una mañana con un papiro por
el que se le entregaban grandes riquezas, y tierras de su propiedad, como dote para el
enlace.
A Niut se le saltaron las lágrimas al escuchar de los labios de Kaleb cuanto se le
otorgaba, y decidió que había llegado el momento de hacerle probar a su amado el elixir de
su amor. Aquella misma noche ambos copularon por primera vez con el ímpetu de dos
seres enajenados por sus emociones. El príncipe enloqueció entre los muslos de su diosa
para entregarse a ella sin reservas. Con un rictus de felicidad en los labios, Niut lo llevó
hacia donde deseaba, para amarrarlo como solo ella sabía hacer. Con cada una de sus
embestidas la joven buscaba en el interior de su amante para apoderarse de su voluntad, de
su esencia divina. Tuvo la sensación de que, en verdad, una especie de Horus reencarnado
la penetraba una y otra vez para despertar en ella sensaciones que nunca había percibido. La
simiente del faraón estaba en él, y la joven, cual si se tratara de una nueva Isis en brazos del
legendario Osiris cuando los dioses gobernaban en la tierra, galopó desbocada sobre un
miembro que le hacía recordar las imágenes del dios Min itifálico grabadas en los templos.
Kaleb era un amante formidable, y juntos llegaron al paroxismo una y otra vez cual si
fueran dos almas errantes en pos del placer supremo.
Como les ocurriera a otros antes que a él, Kaleb creyó encontrarse en un oasis de
cuya agua no podría saciarse nunca. Por primera vez se planteó el hecho de que los dioses
existieran, y que estos habían permitido aquella suerte de milagro al entregarle a una diosa
del amor renacida. Quizá Montu, como demiurgo de la enéada de Karnak, había consentido
en enviarle a Hathor, una de las nueve divinidades que la formaban, para su regocijo, como
muestra de su divina generosidad hacia aquel príncipe guerrero que lo reverenciaba.
Mientras recorría el cuerpo de Niut con sus caricias, Kaleb se convencía de que no había
mujer en Egipto que pudiera comparársele. Era un regalo para su ba, para sus sentidos, y él
corría alborozado en pos de una felicidad de la que ya no estaba dispuesto a prescindir. Le
entregaría la Tierra Negra, tal y como le había prometido, y toda la corte palidecería ante el
esplendor de una mujer que debía haber nacido para reina. El príncipe sentía que los
Campos del Ialú le habían abierto sus puertas antes de que Osiris lo recibiera en su
Tribunal, y se prometió que tomaría a su esposa cada noche como si en verdad rememorara
los ancestrales ritos isíacos. Niut lo enardecía de tal forma que se sentía transportado a
planos desconocidos para él, en los que el placer señoreaba sobre todo lo demás, hasta
atraparlo sin remisión. Su voluntad lo abandonaba, pero a él no le importaba. Aquella
pasión se había convertido en una necesidad.
A pesar de la discreción que procuraban mantener ambos amantes, los rumores no
tardaron en aparecer. Primero fueron miradas maliciosas y luego los comentarios pícaros a
los que tan aficionados eran en palacio. Las habladurías de los corrillos no tardaron en
convertirse en verdaderos cotilleos, y cuando la pareja acudía a algún banquete las
comadres les sonreían ladinas, pues con ellas de poco valían los disimulos.
En realidad, a nadie extrañó que Niut y el joven príncipe se hubieran enamorado.
Ambos formaban una buena pareja; mejor que la que constituía ella con Neferhor quien,
por otra parte, despertaba pocas simpatías.
—Menuda diferencia. Con las orejas que tiene su esposo. Por una vez Hathor ha
puesto a cada uno en su lugar —comentaban las damas en camarilla.
—Pues yo creo que la joven no pasará de ser una amante más en la larga lista de
Kaleb —argumentaba una.
—Esta vez parece que el príncipe ha rendido su plaza —aseguraba la esposa de un
juez—. Sé de buena tinta que ella ha solicitado ya el divorcio.
—¿De veras?
—Como os lo cuento.
—Será un escándalo —aseguraban convencidas—. Quién sabe, hasta puede que se
haya quedado embarazada.
Estos eran algunos de los cotilleos que corrían por palacio y que daban lugar a
maledicencias aún mucho mayores entre los hombres, que estaban de acuerdo en que
resultaba sencillo perder la cabeza por una mujer como aquella.
—Qué queréis que os diga; yo también me divorciaría si cada noche me esperara
una beldad como esa. Aunque para ello tuviera que conservar mi sendyit ambién como
único patrimonio.
Semejantes chanzas eran muy aplaudidas y dieron lugar a los primeros chismes.
—Su esposo está en Menfis. ¿Creéis que habrá llegado ya a sus oídos cuanto
ocurre? Con las orejas que tiene, no me extrañaría.
La burla se hizo famosa al poco, y entre banquete y banquete la cosa fue a mayores,
seguramente debido a lo festivo de una conmemoración que daba para mucho.
Cuando aquellas habladurías fueron conocidas por el príncipe, este no se extrañó en
absoluto. Él mismo era un alumno aventajado en los entresijos de la corte, e hizo ver a su
amada que lo mejor sería mostrarse sin tapujos y llevar adelante sus planes como habían
convenido.
—Debemos regresar a Menfis cuanto antes y afrontar lo inevitable —le dijo él—.
Pronto podremos casarnos, y todos estos cotilleos se olvidarán.
Niut estuvo de acuerdo. Ella había conseguido lo que se proponía, y su estancia en
Tebas no lograría más que alimentar nuevos comentarios y procacidades. Ahora se sentía
segura y estaba decidida a derribar el último obstáculo que la separaba de su ansiada
felicidad: su marido.
Para hacer una demostración pública de su arrogancia, el príncipe Kaleb se paseó en
su carro en compañía de su amada por la enorme pista hípica que su augusto padre había
construido con motivo de sus jubileos, junto al palacio de Malkata. Esa fue la primera vez
que Niut se sintió una verdadera princesa; sobre el cajón de aquella biga, rodeada por los
fuertes brazos de su amado. Era la envidia de cuantos los observaban, y ella sonrió
satisfecha.
Mas, por alguna inexplicable razón, no todo era alegría en el corazón de Niut.
Durante aquellos tumultuosos días vividos en Per Hai, la joven se transformaba en una
dama malhumorada y violenta en cuanto ponía los pies en su casa. Entonces todo atisbo de
felicidad desaparecía como por arte de algún heka oculto, y sentía que el alma se le llenaba
de piedras y la boca de los peores insultos. Por cualquier nimiedad arremetía contra sus
doncellas, que no sabían qué hacer para agradar a la señora. Sothis solía refugiarse, junto a
su hija, en algún lugar apartado de la villa para así escapar de las habituales amenazas, pero
Niut se las componía para encontrarla y escarnecerla sin compasión. En los últimos
tiempos, la hermosa joven había desarrollado una particular inquina hacia su esclava, a la
que apenas soportaba. Su sola presencia le desagradaba, y cualquier motivo era bueno para
castigarla.
—Haría bien en desembarazarme de ti, ahora que ya no te voy a necesitar —la
amenazaba—. Quién sabe, quizá pudiera sacar algún beneficio si os vendo a los beduinos.
Pensaré en ello.
Sothis apretaba los dientes mientras soportaba las iras de su ama en silencio. Su
situación se la hacía más insoportable cada día, y aunque procuraba evitar problemas estos
se le presentaban sin avisar, como suele ocurrir a los más débiles. Ella continuaba
ocupándose del pequeño Neferhor, que había crecido mucho, y por el que sentía un gran
cariño. Sin embargo, la nubia captaba aquella amenaza cierta que planeaba sobre sus vidas,
y e del peql peligro que corrían. Tait ya tenía cuatro años, y el mero hecho de pensar en
que pudieran separarlas la consumía. Ella se daba aliento, hasta convencerse de que nunca
lo permitiría, aunque fuera su vida en ello. Entonces se refugiaba en su magia, en la
penumbra de su alcoba, donde guardaba su mundo.
Sothis tenía una idea clara de lo que ocurría. Ya casi una mujer, la joven se había
desarrollado por completo para lucir la belleza de los de su raza. Era una joven esbelta, pero
fuerte, y su porte parecía sacado de las imágenes que representaban a las antiguas princesas.
Era hermosa, sin duda, y esa era la causa principal de sus conflictos. La nebet la examinaba
a cada momento, como si estudiara cada uno de sus movimientos, de sus gestos. Sothis
evitaba maquillarse y vestía con discreción, pero daba igual. Siempre recibía algún
reproche o advertencia. Ella no lo comprendía, pero su ama, la mujer más hermosa que
había visto, tenía celos de ella.
Para Niut, la cuestión resultaba sencilla. Su esclava se había convertido en un
peligro para su hogar, ahora que iba a casarse de nuevo. Durante aquellos años, la nubia
nunca había supuesto un problema para ella. Había cuidado bien de su hijo, sin interferir en
su vida matrimonial. Pero Kaleb no era Neferhor, y Niut era consciente del riesgo
permanente para ella que supondría mantener a Sothis a su servicio. Un hombre como el
príncipe, acostumbrado a tomar a sus esclavas cuando le apeteciese, acabaría por
convertirla en su amante, tarde o temprano, algo a lo que ella no estaba dispuesta en
absoluto. Que una de sus doncellas ocupara su lugar en el lecho, aunque solo fuera por una
noche, significaría el peor de los ultrajes, por lo que se hacía preciso no dar pie a semejante
dislate. La esclava tenía los días contados a su servicio, como tantas otras cosas.
Sothis intuyó lo que ocurría cuando llegaron a sus oídos los primeros rumores. Fue
un cuchicheo de uno de los sirvientes el que la puso sobre aviso, a la vez que la escandalizó
íntimamente, pues había cierto tono de burla en el comentario. Al parecer, en Malkata no se
hablaba de otra cosa, y la nubia tuvo que reconocer que aquella casa era terreno abonado
para la traición desde hacía mucho tiempo. Su primer sentimiento fue de pena hacia su
señor, que siempre se había mostrado generoso con ella y con su pequeña, a la que contaba
historias mientras jugaba con su hijo. Pero Sothis sabía cómo era la vida, y las reglas que a
menudo imponía sin razón alguna. Se aproximaba una tormenta, como ocurría tantas veces
en el desierto, e igual que hiciera durante su niñez debía prepararse para soportarla.
Sothis no fue la única en lamentar lo que escuchaba. En palacio, Penw iba de acá
para allá, como acostumbraba, aguzando los ojillos y moviendo sus orejas de ratón. Todo
eran malas noticias; tan malas que su corazón se llenó de congoja e incluso de contenida
ira. ¿Acaso el hijo de Thot merecía ser tratado como un mortal más?, se preguntaba muy
digno. ¿Cómo era posible tal dislate? Su mujer lo miraba mientras cenaban, y le hacía ver
que esas cosas estaban a la orden del día en palacio.
—Tú mismo lo comentas cada noche, esposo mío. Fornican como demonios del
Amenti, unos con otros, sin respeto a su propia condición.
Penw se movía incómodo, pues él sabía mejor que nadie lo exagerado que podía
llegar a ser en ocasiones, mas ponía a Bes por testigo de que muchas de aquellas remilgadas
damas podían ser acusadas de adúlteras por cualquier tribunal medianamente serio.
—¡Nada menos que con un príncipe! —exclamaba consternado en tanto
mordisqueaba una cebolla.
—La dama pica alto, pero quién puede resistirse a un príncipe de Egipto; sobre todo
si ella es hermosa.
Penw fruncía el ceño.
—¿Qué quieres decir? No te creo capaz de hacer algo semejante. Además, no debes
olvidar que Neferhor es un sabio entre los hombres. Una persona de bien, y que si Kaleb es
príncipe, él es semidiós por parte de padre.
Su esposa reía con las ocurrencias de Penw. Llevaban toda la vida juntos y nunca
habían dejado de quererse. Su marido era un pillo de cuidado, pero la hacía reír con
frecuencia y había resultado ser un buen esposo y padre.
—No te cambiaría por ningún príncipe, tonto —le decía ella—. Tú también eres
divino. El hijo del dios de los ratones. ¡Ja, ja, ja!
Aquellas mofas estaban bien para las cenas en familia, pero más allá de esto Penw
se mostraba compungido y consternado por no poder ayudar a Neferhor. Un ser tan elevado
como él no merecía algo así. El escriba estaba por encima de aquellos indeseables que
llenaban su panza cada noche entre chismes y escándalos. ¿Conocería el hijo de Thot
cuanto estaba ocurriendo? ¿Habría llegado a sus oídos? Por experiencia, Penw sabía lo que
tardaban los maridos engañados en enterarse de que llevaban cornamenta. En la corte los
había que no estaban al corriente después de años de enredos, aunque otros prefirieran no
darse por enterados.
Para el pinche de cocina fue un alivio el saber que regresaban a Menfis, a pesar de
que ello supusiera abandonar el lugar que le viera nacer. Ardía en deseos de ver a Neferhor
para contarle cómo estaban las cosas.
17
El viento del norte traía rociones de lluvia y los peores presagios. Amón aullaba y
aullaba para sembrar con su aliento el temor entre las gentes. El vendaval se encallejonaba
en los pasajes para levantar lamentos estremecedores, y las rachas creaban infinidad de
remolinos en las calles, como los que se formaban en el desierto, que a todos amedrentaban.
Nadie en Menfis recordaba una tempestad parecida, y las gentes se afanaban por apilar
cuantos excrementos secos podían para alimentar el fuego de sus casas y calentarse. El
invierno se había presentado inusualmente crudo, y las avenidas de la ciudad lucían
solitarias, como si Set, el dios del caos, se hubiera apoderado de la capital por completo.
—La crecida no ha sido buena, y este viento es el heraldo de la desgracia —decían
los paisanos al cruzar las callejuelas, embozados en sus frazadas.
Para Neferhor, el aliento de Amón, la suave brisa del norte, se había transformado
en tormenta por la soberbia de Kemet. El Oculto les gritaba en aquella hora, quizá porque
muchos no eran capaces de escucharle, o simplemente para recriminar a la Tierra Negra su
olvido por los antiguos dioe Kemet. ses. Tendido en su lecho, bajo la manta, el escriba oía
el incesante ulular y el sonido de la lluvia que caía a cántaros. Él trataba de descifrar su
mensaje; lo que aquel ventarrón le decía empujado por Set desde el Gran Verde. El señor
de las tormentas soplaba con fuerza, y su caótico hálito le hablaba de terribles desgracias,
de engaños y las más taimadas traiciones. Resultaba difícil de creer, pero así lo había
dispuesto Shai. El destino volvía a sorprenderle con uno de sus acostumbrados quiebros.
Era su sino, aunque en esta ocasión el escriba pensara que Shai había ido demasiado lejos.
Aquello era una burla de proporciones gigantescas de la que salía vilipendiado y reducido a
un simple actor del esperpento. Jamás hubiera podido imaginar semejante escenario, y sin
embargo…
Las primeras noticias no quiso creerlas. Estas le llegaron a través de miradas
huidizas y de las sonrisas maliciosas de sus compañeros. Ellos ya comentaban a sus
espaldas, aunque evitaran decirle nada. Neferhor no reparó en sus cuchicheos, pues no
mantenía relaciones con sus colegas más allá de lo que requería su trabajo. El hecho de que
el dios le hubiera honrado con su confianza, y de que dominara la escritura cuneiforme
mejor que los demás, le había granjeado la antipatía general. Incluso Tutu, el embajador del
faraón y responsable de aquel departamento, guardaba con él una significativa distancia,
pues el escriba no dejaba de representar un peligro para el futuro de su carrera.
Tuvo que ser un funcionario del tribunal de justicia quien le diera la noticia, cuando
ya todo Menfis estaba al corriente de lo que ocurría. Su primera reacción fue de
incredulidad, hasta el punto de que llegó a bromear con su colega. Pero este lo miró muy
digno, como solían hacer cuando presentaban algún documento oficial, y señaló con el
dedo el sello del juzgado. Su esposa solicitaba el divorcio, y esto era cuanto tenía que
decirle.
Neferhor se arrebujó un poco más bajo la manta en tanto recordaba la escena. Su
gesto debió de parecerle estúpido al funcionario, ya que este se despidió dedicándole una
mirada de desdén. Niut le repudiaba, y lo hacía sin que mediara palabra alguna, sin
pronunciar ningún reproche, como si él solo hubiera sido un extraño. Luego pensó que,
quizá, sencillamente no hubiera existido para ella, y volvió a recordar su sueño. Arropado
bajo las sábanas, este iba y venía como tantas veces le había ocurrido. Todo había sido
fugaz, como las estrellas que los sacerdotes horarios le mostraban desde las terrazas del
templo de Karnak cuando estudiaban el cielo nocturno. Sin embargo, él se resistía a dar
crédito a lo que se decía. Niut, su diosa, aquella por la que había suspirado desde niño,
debía mirarle a los ojos y explicarle por qué lo apartaba de su camino de aquella forma. Si
su amor tan solo era un espejismo, la realidad resultaba despiadada con su ba; todo había
sido una ilusión.
Pero al poco, Neferhor empezó a considerar otras cuestiones; las que quedan cuando
el amor desaparece, las que nos aferran a nuestra auténtica naturaleza. Había intereses
conjuntos, y sobre todo un hijo al que adoraba. Cuando el joven se enteró de los
pormenores sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes y que el entendimiento lo
abandonaba hasta hacerle desvariar. Un príncipe había llamado a su puerta para robarle lo
más preciado, y él no había podido hacer nada por impedirlo. Neferhor conocía bien a
aquellos príncipes. El dios tenía cientos de ellos, habidos con sus reinas menores, que
solían pasearse por Kemet como si en verdad lo gobernaran. Muchos formaban parte del
ejército, en pues a casi todos les gustaban los caballos, y otros se dedicaban a pasar el
tiempo disfrutando de todo lo bueno que la Tierra Negra pudiera ofrecerles. Cazaban y
holgaban hasta hartarse, y hacían de su sangre real un salvoconducto para cometer no pocas
arbitrariedades.
En muchas ocasiones se vigilaban entre ellos, pues siempre existía una rivalidad que
subyacía por encima de todo. El trono de Horus era una meta a la que optaban por
nacimiento, y al que observaban de soslayo, ya que nunca se sabía lo que podrían
determinar los dioses algún día. Sus madres andaban siempre prestas a la intriga, de la que
hacían partícipes a sus hijos; ellas sabían que si sus vástagos se convertían en faraón,
adquirirían un poder enorme, y preponderancia sobre el resto de las damas.
Este era un juego milenario al que la propia Tierra Negra estaba acostumbrada; pero
Neferhor despreciaba a todos aquellos bastardos que imponían su arrogancia mientras
esperaban que la fortuna les señalara entre constantes entelequias. Cada vez que uno de
ellos moría, estas cobraban nuevos ímpetus; y así pasaban su vida.
Al principio el escriba se negaba a aceptar que uno de aquellos infantes hubiera
asaltado su hogar tan impunemente, y menos aún que existiera ningún vínculo amoroso,
pero andando los días su razón volvió a ocupar el sitio que le correspondía y comprendió
que Kaleb se había encontrado con una puerta que ya se hallaba entreabierta. En cierto
modo él había hecho lo mismo, y mientras se acomodaba mejor en el lecho recordó cómo
conquistó a su esposa: compartiendo mesa con quien había sido su mejor amigo.
Este pensamiento le removió la conciencia, y el sabor inconfundible de la
culpabilidad le atenazó la garganta. ¿De qué podía quejarse? Él había sido un miserable por
traicionar a Heny como lo había hecho. Miró hacia otro lado en vez de enfrentarse a la
realidad y mostrarse franco con quien le quería. Pero no tuvo el valor de hacerlo, o quizá
fuera que su egoísmo se lo impedía. Él deseaba a la esposa de su amigo, y no había
reparado en cuestiones morales con tal de conseguirla. Para aquella enfermedad no existía
ningún remedio, y su pasión febril se había mantenido durante años, aunque al final ya no
fuera correspondida. Ahora los dioses le recordaban que solo en el camino del maat se
encontraba la verdadera felicidad, y que él se había apartado de este hacía mucho tiempo.
Niut había deseado ser princesa toda su vida. Él la recordaba junto a la orilla del
lago que el dios hiciera construir para su reina, Tiyi, confiándole sus sueños. Él se reía a
menudo, pero ella porfiaba una y otra vez en que algún día sus anhelos se cumplirían. Sus
pretensiones resultaban ridículas, pero la vida les había dado una lección a ambos amigos;
amarga donde las hubiera.
Un movimiento hizo que Neferhor regresara de sus pensamientos. Un pequeño
cuerpo se acomodaba junto a él en busca de su calor. Era uno de los gatos, que había
regresado a visitarle. Era curioso, pero ahora que Niut no se encontraba en la casa, los gatos
habían vuelto como hicieran años atrás. El escriba estiró una mano para acariciarlo, y
volvió a prestar atención al viento. Este soplaba inmisericorde, arrancando lamentos de
cada esquina. Neferhor no pudo entender su lenguaje, pero tuvo la sensación de que el
Inframundo se los tragaba a todos.
A Neferhor le resultó difícil acostumbrarse a la sensación del cotilleo permanente.
En cada mirada, en cada saludo que recibía, imaginaba un atisbo de burla, una crítica
velada, una sonrisa maliciosa. Pensaba que se encontraba en el centro de todas las
conversaciones de la corte y sufría por ello, ya que su naturaleza era discreta. Pero más allá
de los dimes y diretes de una gente por la que apenas sentía simpatía, existía un problema
que pronto mostró la peor de sus caras.
En las alegaciones presentadas por su esposa, esta lo acusaba de vejaciones y hasta
de malos tratos. Hacía una exposición completa de las desdichas sufridas durante su
matrimonio, para acabar por asegurar que su hijo era fruto de su enlace anterior, por mucho
que el niño se pareciera a su actual marido.
Escandalizado, Neferhor tuvo deseos de arrojar a su mujer al río, aunque el escriba
del tribunal lo atemperara de la mejor manera posible, acostumbrado como estaba a tales
causas.
—No puede imputarte una paternidad que ya corresponde a su anterior marido —le
indicó, conciliador—. Perdería todos los derechos adquiridos anteriormente por ello. En
cuanto al resto de acusaciones, resultan habituales. Claro que tú la puedes demandar por
adulterio.
Neferhor comprendió al instante la naturaleza de lo que se le venía encima. Sin
embargo, quería evitar las controversias. Su única posesión era la tumba que se estaba
excavando en Saqqara por orden del dios, ya que su casa pertenecía al Estado. En cuanto a
sus bienes, estos no le importaban, exceptuando a su hijo, al que no estaba dispuesto a
renunciar. Esa era su mayor pena, y también la frustración que sentía al perder a la mujer
que todavía amaba.
Cuando la tuvo frente a sí, al regreso de Malkata, Neferhor notó cómo se le velaban
los ojos y su corazón se abría esperanzado, dispuesto a aceptar cualquier excusa. Pero estas
no se produjeron. Niut lo miró con frialdad.
—Debes aceptar los hechos, Neferhor. Jamás debí haberme casado contigo, y tú lo
sabes. —El joven se quedó boquiabierto—. Esa es una de las expresiones que más
aborrezco de ti —continuó ella—. Es preciso que nos divorciemos y que cada cual siga su
camino.
—Pero… ¿acaso nunca me amaste? No puedo creer tal cosa.
—¡Ja, ja, ja! Eres un ignorante que solo sabe de papiros. En la vida estos no valen
para nada. Será mejor que abras tus ojos a ella de una vez.
—Prefiero ignorar aquello que tú tan bien conoces.
—En eso te equivocas. Tú participaste una vez del juego.
Neferhor frunció el ceño.
—Para mí nunca fue un juego. Sabes que te amo desde…
—¿Desde la niñez? —le cortó ella—. Eso ya me lo has repetido muchas veces,
querido. No tengo deseos de continuar con una conversación que no nos conducirá a
ninguna parte.
El escriba la observaba como h onversaciipnotizado. Estaba tan hermosa como de
costumbre, y su arrogancia la hacía todavía más cautivadora.
—Nos divorciaremos, Neferhor. No hay nada que podamos hacer por impedirlo.
—Tus imputaciones e injurias me parecen lamentables. Siempre fui considerado
contigo.
Ella volvió a reír.
—Eso no debería inquietarte. En cuanto lleguemos a un acuerdo, desaparecerán.
—Tuviste suerte en la anterior ocasión. Quizás esta vez no te resulte tan sencillo.
—¿Ah, no?
—Deberías conocer lo difícil que puede llegar a ser para una mujer, en Kemet,
divorciarse sin motivos. No tienes pruebas de lo que me imputas.
—Ya veremos —repuso Niut, altiva.
—Claro que quizá yo podría ayudarte a obtenerlo, si tanto lo deseas —le sugirió
Neferhor, que se sentía herido en lo más profundo—. Si te acusara de adúltera, todo se
aclararía con rapidez.
A Niut se le demudó el semblante.
—¿Conoces cuál es la pena por adulterio, Niut?
—Ni te atrevas, ¿me oyes? No tienes ni idea del terreno que pisas —repuso Niut,
enfurecida.
—Acabarías siendo pasto de los cocodrilos —le aseguró el escriba, sin hacer caso
de la actitud de su esposa.
—No digas necedades. Eso ocurría en el pasado.
—Bueno, la ley es la ley —dijo él con calma.
—Si te enfrentas a mí, te destruiré. Seré implacable —le amenazó ella.
—Aún no te has convertido en princesa —apuntó el joven con sarcasmo.
—Dentro de poco lo seré —replicó ella muy envarada—. Kaleb es el amor de mi
vida, y tú no podrás impedir que nos queramos.
Neferhor se sintió invadido por una profunda tristeza, y permaneció pensativo
durante unos instantes. Todo cuanto le rodeaba le pareció un mundo de humo, ciertamente
lejano de su auténtica naturaleza, de la que se había apartado hacía ya demasiado tiempo.
Pero no podía renunciar a la poca dignidad que aún le quedaba.
—Está bien —dijo él de repente—. Será como deseas. Obtendrás el divorcio, pero
no pienso renunciar a mi hijo.
Niut estalló hecha una furia.
—Podrás verle cuando desees, pero su lugar no está junto a alguien como Kaleb.
—¡Su sitio está junto a mí, que soy su madre! —le gritó ella—. Tú no eres nadie. Su
verdadero padre es Heny. Sí, te mentí.
Neferhor soltó un juramento.
—Él es mi hijo, mi viva imagen…
—Nunca, ¿me oyes?, nunca me lo arrebatarás —le amenazó Niut en tanto se
alejaba—. No abandonaré esta casa en tanto que nos divorciemos, y te aseguro que vivir
junto a mí te resultará mil veces peor que el Amenti. Si te empeñas, puede que Anubis te
visite antes de tiempo.
Neferhor observó a su esposa desaparecer como poseída por la ira de Sekhmet, la
diosa leona, sanguinaria por antonomasia. Abrumado por la pena, se sentó en un sillón de
ébano con marquetería de marfil en cuyo respaldo había una imagen de la diosa Maat. Su
esposa lo amenazaba sin ambages al tiempo que le hacía ver que su nombre sería arrastrado
para escarnio de los demás. Ella permanecería en su hogar, como haría una buena esposa,
para que el juego siguiera su curso; el que los amantes habían determinado.
Su mirada vagó entonces por la estancia, como perdida, hasta que se encontró con la
figura de Sothis que desde un rincón lo observaba en silencio. Ella había presenciado toda
la escena, sin atreverse siquiera a moverse. Prisionera de la maldición que se había
apoderado de aquella casa y que no traería más que desgracias.
Cuando sus miradas se encontraron, Neferhor pareció avergonzarse, y sin saber por
qué le pidió que le sirviera un poco de vino. Ella se sorprendió, ya que su señor rara vez
bebía, pero lo atendió enseguida. Percibió entonces su esencia y el dolor de su corazón.
Aquel hombre estaba destinado a sufrir por algún extraño motivo.
18
Aquel invierno sería recordado por varios motivos. Fue inusualmente frío, y por
primera vez en muchos hentis el río mostró su nivel más bajo. La cosecha sería mala, y
después de tantos años de abundancia no había nadie en la Tierra Negra que recordara una
situación semejante.
Nebmaatra decidió que el sol de Tebas sería un buen remedio para sus huesos, y se
trasladó a Per Hai, donde el clima resultaba más benigno, para desesperación de los
alcaldes en cuyas ciudades se detendría la comitiva. Esto representaba un problema de
consideración para ellos, pues era costumbre que dichos municipios se hicieran cargo de los
costes generados por la estancia real, que no reparaba en gastos, ni se apiadaba de las
miradas temerosas de los funcionarios locales. Si el faraón quería huevas de mújol o carne
de buey, había que proporcionárselas, por muy pobre que fuera el lugar.
A Penw, la decisión real le pareció muy acertada, ya que así regresaba a su terruño,
al que tanto añoraba. Antes de partir hacia Tebas pudo hablar con Neferhor, por quien se
sentía preocupado.
—Eres hijo de Thot —le dijo—. No debes sufrir por causa de los ignorantes. Por
muy hermosos o príncipes que sean. —Neferhor lo miró sorprendido—. He conocido
muchas personas así en palacio. Llevan la infelicidad en su ba, dondequiera que vayan —le
aseguró el hombrecillo.
Al escriba, el pinche de cocina no dejaba de asombrarle con sus juicios; sin
embargo, no pudo evitar mirarle con tristeza.
—Es mejor apartarse de ellos —continuó Penw, para animarle.
Neferhor escuchó aquellos consejos sin poder apartar sus sombríos pensamientos.
Penw tenía razón, pero su corazón se resistía a renunciar al amor con el que siempre había
soñado. Luego intentaba convencerse de que había despertado definitivamente de un sueño
que nunca debió producirse, y no pudo sino