Está en la página 1de 1

Misiva primera de la encarnacin

De la tintura del vino, el sopor ms pasajero ha confesado la gracia del rubor en tu mejilla; me miras desde una edad ignorada, detrs del esmalte que decor la aurora y que sin saberlo nos conjura, entonces tomo tu mano para nacer de la caricia en que se atreve, y adviertes del rumor de la vid que nos confiesa, la senda prodigiosa que recorres para dejarme definir. Asisto a la constelacin de la figura tuya, reina piadosa que adelantas mi pecado y lo libas para purificarlo; mi mano atestigua las bondades del fruto sonrosado, que lento se humedece entre tus piernas; ya el color albino de su leche de almendras cede al rub de la canela en mi lengua; ya mi boca alcanza la tuya para confiarle el bermejo sabor de aquel secreto. Y me basta que te muerdas los labios para poseer el acontecimiento ltimo de tu cuerpo: el alma que palpita en el vencido carmes de una rosa abierta. Te miro entonces conquistar los trazos gneos de la escritura divina, uno a uno cada signo es despertado en mi columna, cada llama es procurada por el arte sacerdotal. Mi mano cie tu cadera escogida, una cintura de ondina que ensortija la espada hincada en el mar que llevas dentro; has concertado la nota nica del enfurecido mar, has dictado la cifra augusta del tiempo. Como criatura he confesado mi nombre verdadero, para que en tu virtud se alcance la orilla antigua de su silencio. Sabes, pues, la mntica que desdibuja la corteza de la entidad en la que habito, desnudas una a una en su plegaria, las flores que nacen como alma nueva entre mi carne, y as la elevas victoriosa, ya no tumba, galera del rayo y de su transparencia. Eterna por la mirada primera que nos devuelve en fuga la centella, de este instante que pasa y ya no vuelve. R.A.H.V.

También podría gustarte