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Músicas
David Coplan
Los vínculos con el ritual y la religión parecían también dar algunas claves para explicar
lo espiritual y por ende (desde un punto de vista 'científico'), la psicofisiología del homo
sapiens. La ejecución musical originaba una noción virtual del tiempo, del proceso, de
la estructura y de los hechos verosímilmente adaptada a las incipientes y trascendentales
relaciones del cerebro y de los anhelos del corazón. Se suponía, claro está, que el
hombre primitivo tenía más necesidad de la ejecución para lograr el trance espiritual
que su moderno sucesor, por vivir, como se creía entonces, en una realidad 'mitopoética'
de los sentidos y privado de la capacidad, posteriormente adquirida, de una reflexión
intelectual distanciada como respuesta a las simetrías artísticas de la composición. En
los muchos años transcurridos, la antropología modernista ha comprobado lo difícil que
es liberarse de estas creencias.
Es más, los conceptos estéticos occidentales, las definiciones de género y los tipos de
ejecución, se han impuesto como algo natural en las músicas no occidentales. Ahora
bien, una de las primeras cosas que revelan los estudios sobre el terreno de los ámbitos
expresivos es que otras culturas no los clasifican en las categorías acostumbradas de
artes escénicas y artes plásticas o representaciones de baile, música, teatro, recitación
oral, etc. Cualquiera de estas categorías se puede clasificar conjuntamente, o por
separado unas de otras, pero junto con otras formas de espectáculo como las justas
retóricas, los juegos, la narración histórica y por supuesto, con el trabajo. Son
innumerables las lenguas que carecen de palabras distintas para 'música', 'arte' o 'teatro'.
La música, como el resto de lo que hemos dado en llamar 'artes', es un acompañamiento
y un adorno universal de toda una serie de actividades que van desde las ridículas hasta
las sublimes pasando por las prácticas y las serias. La película Zulú (1964),
protagonizada por Michael Caine, presenta la escena de la batalla de Rorke's Drift,
durante la guerra anglo-zulú de 1879, en la que ciento diez granaderos galeses,
capitaneados por Caine, se enfrentan a las apretadas filas de la fuerza expedicionaria
zulú. En un descanso antes de emprender un nuevo ataque, las tropas zulúes cantan su
impresionante himno fúnebre ihubo. Los galeses, forasteros en un territorio cultural
repentina y extrañamente familiar, se quedan muy impresionados, pero, decididos a no
darse por vencidos, contestan con una música marcial que cuenta la leyenda de
Glendower, lo que surte el efecto deseado en los zulúes que renuevan el ataque, pero ya
con pocas esperanzas.
Las músicas son desde luego, al igual que las lenguas habladas, sistemas naturales
configurados con una organización sistémica interna y referencial con respecto al
exterior. Algunos aspectos de la estructura musical, como su construcción en forma
reproductivas y las relaciones de división y adición de tonos y el ritmo, explican la gran
afinidad con la música de muchos matemáticos y físicos. De aquí, la difícil cuestión de
que la música sea una práctica universal pero no un 'lenguaje universal', creencia ésta
inamovible de la sabiduría popular pese a que los 'lenguajes' musicales pueden ser
mutuamente tan ininteligibles como el inglés y el japonés. ¿Por qué la idea del 'lenguaje
universal' está tan firmemente arraigada entre los estudiosos? La respuesta se encuentra
en los intrincados vericuetos de la fisiología humana, de la estética estructural y de la
experiencia vivida. Toda música, aunque en distinto grado para cada oyente, refleja
elementos de los sistemas circulatorio, nervioso y auditivo humanos; del mismo modo,
una relación cuidadosamente elaborada y equilibrada entre los elementos de la
composición musical se aprecia fácilmente a través de las barreras de las diferencias
lingüísticas y culturales; por último, algunas experiencias comunes a toda la humanidad
son tan fundamentales para la expresividad de cualquier música como las
particularidades que representan el lugar, la historia, la vida social o la expectativa
cultural.
La relación de la música con el lenguaje oral es uno de los temas más interesantes. En la
música clásica de la India hindú, por ejemplo, los elementos sonoros tienen referentes
semánticos, ideacionales y emotivos explícitos. En el arte clásico europeo, las 'lieder' de
Schubert y Schumann, no llega a haber acuerdo sobre si la canción asimila el texto
verbal a una forma de expresión predominantemente musical, o si el compositor parte
de la lectura de un texto poético que inspira y determina el marco musical (Coplan,
1994: 9). La mutua constitución del proceso musical y el proceso literario es todavía
más característica de las canciones compuestas en las lenguas africanas subsaharianas,
con su dependencia semántica del tono silábico, sus paralelismos, aliteraciones y
asonancias, ideófonos (imágenes e ideas en sonido) y vocalizaciones rítmicas y
reduplicativas. Es indudable que estas lenguas influyen en la forma y la orientación de
la melodía, de la polifonía y del ritmo. En 1971, en las tiendas de discos de Lagos se
reían de mi afán de gastar mis últimos chelines en música Yoruba jujú (ver Waterman,
1990). 'Si no entiendes el yoruba, ¿cómo te pueden gustar las canciones?' preguntaban
con asombro mis interlocutores locales. 'Porque son bailables, y me ponen de buen
humor y, sobre todo, me gustan mucho porque he estado en Nigeria', contestaba yo. Con
el éxito internacional que después han tenido algunos virtuosos jujú como Sunny Ade,
no creo que nadie se riera de mí hoy en Lagos.
Casi al final del decenio de 1960, el funcionalismo naturalizado que había permitido
comparaciones isomórficas entre el estilo de la canción popular y la cultura, empezó a
ponerse seriamente en duda. La formulación de Alan Merriam, que estaba en lo cierto,
en la línea de Kwabena Nketia, de la antropología de la música como estudio de la
'música dentro de la cultura' (Merriam 1964) siguió siendo un poderoso paradigma para
la investigación y la etnología musical. John Blacking, uno de los pensadores más
avanzados que ha dado la etnomusicología, contribuyó todavía más a que
entendiéramos bien el valor y significado de la música en la vida social y dio el respaldo
de la filosofía social a los últimos enfoques funcionalistas sobre etnoestética musical.
Lo más importante de la aportación de Blacking fue su explicación de cómo ciertos
factores extramusicales regían la estructura de la música, y su negativa a separar u
oponer ambos análisis, el interno o formal de la música y el de su relación con la vida.
Por supuesto, los Suyá no son más que un ejemplo y no todas las culturas requieren que
los aspectos centrales de su vida social se constituyan por medio de ceremonias
relacionadas con la música. Aun así, la demostración empírica de que la antropología de
la música podía ser más útil e incluso necesaria para la etnografía de algunos grupos
aborígenes americanos que el estudio de cualquier otro ámbito de práctica cultural, abría
nuevas horizontes para convertir la acción musical en un tema disciplinario central en
lugar de marginal. Así, Marina Roseman pudo ver que la música era fundamental para la
antropología médica de los curanderos tradicionales entre los Temiar malasios. O
también que la cultura de los mineros migrantes Basotho y por extensión la etnografía
histórica de Lesotho podía entenderse mejor por medio de un estudio exhaustivo de las
propias autobiografías de los mineros cantadas (Coplan, 1994). Por lo tanto, la música
no está simplemente en un contexto, sino que su ejecución es ella misma un contexto en
el que ocurren las cosas y que contribuye a que las cosas ocurran, sobre todo si la
música es 'buena' (Stokes, 1994: 5). Si un tamborilero africano occidental yoruba no
mantiene el ritmo, el dios (orisha) no descenderá y no poseerá a los bailarines. Si los
Temiar de Roseman no pueden cantar con convicción emotiva, no se producen las
curaciones. La ejecución de la música no es una actividad aparte de la no ejecución sino
que es la continuación de otros modos de acción y ámbitos de la realidad social; no es
que la vida se realice en el arte sino que el arte es la vida misma.
Las inevitables asociaciones entre los medios de expresión hacen que las posibilidades
que ofrece este paradigma se extiendan también al hecho de que de la antropología de la
ejecución haya emergido una 'antropología ejecucionista' radicalmente nueva. Quizá el
texto fundacional de este movimiento sea Power and Performance, de Johannes Fabian
(1990) en el que el autor, famoso teórico de la etnografía, observa la práctica del teatro
musical popular en el Zaire y participa en ella para ofrecer un modelo de lo que él llama
una etnografía participativa. Ésta, entendida como opuesta a la meramente informativa,
se basa en el reconocimiento de que muchos conocimientos culturales prácticos,
entendidos como opuestos a digresivos, sólo se pueden adquirir por medio de la
ejecución y representación (Fabian 1990: 6). Más adelante, Fabian defiende que ''la
ejecución' parecía ser una descripción más apropiada tanto de las maneras en las que los
pueblos realizan su cultura, como de los métodos por los que un etnográfo produce
información acerca de esa cultura' (ibíd.:18). Por lo tanto, la etnografía participativa, en
la que el etnográfo no manda sino que toca como los demás, 'es adecuada tanto para la
naturaleza de los conocimientos culturales como para la naturaleza de los conocimientos
acerca de los conocimientos culturales' (ibíd.:19).
Por supuesto, existen trampas. Una cosa es insistir con Wittgenstein en que ' el
significado sólo existe en el uso' y otra muy distinta es recordar algo que dijo
Wittgenstein cuando uno está haciendo eses en medio de la fiesta agitando una botella
de tequila casi vacía.4 Pero ¿podría ser que la etnografía de la ejecución y su
compañera, la antropología de la música, pudieran ofrecer una salida, aunque sólo fuera
parcial, al dilema poscolonial de la autoridad etnográfica y la fragmentación, y a la
impenetrable auto-ocultación tanto de sí Mismo como del Otro? El propio estudio de
Fabian sobre la interpretación de una obra popular en lengua chiluba no cumple
totalmente la promesa de su modelo. En cualquier caso, está claro que la antropología
de la música tiene mucho que ganar mezclándose en el pot pourri de la antropología de
la ejecución.
Desde luego, las posibilidades que ofrece el hecho de que el concepto analítico de
ejecución pase a ser el centro del trabajo etnográfico han quedado demostradas en una
serie de monografías que tratan de los principales intereses antropológicos actuales. Por
ejemplo, en el campo de los sexos (y en muchos otros) ha habido estudios pioneros,
citados en todas partes, como el de Michael Herzfeld The Poetics of Manhood (1985) y
el de Jane Cowan Dance and the Body Politic in Northern Greece (1990) que
recordaban incluso a los funcionalistas más recalcitrantes de la antropología 'que la
ejecución musical es en muchos casos el principal vehículo por el que se enseñan y
socializan los comportamientos propios de cada sexo' (Stokes, 1994: 22). ¿Qué
comunidad cultural, no clasifica, como mínimo, el repertorio musical, la ocasión, la
ejecución, el ejecutante, y a veces hasta la audiencia atendiendo a consideraciones de
sexo y género? Mi ejemplo preferido de trabajo sobre el terreno es la danza de las
madres, la litolobonya, de los Basotho, que se baila en honor de una nueva madre. Esta
atrevida danza tiene lugar en una casa cerrada de la que los hombres están
absolutamente excluidos. Éstos se reúnen fuera de la casa y están bebiendo cerveza y
charlando animadamente mientras se oyen las canciones y los fuertes aplausos de las
mujeres, procedentes de detrás de las ventanas bien cerradas. Yo fui autorizado a
presenciar dos ejecuciones de litolobonya e incluso a filmarlas, en la idea de que como
yo no era mosotho no era en realidad un hombre. No tengo pruebas de que tener a un
no-hombre como espectador masculino fuera de la norma añadiera algo a la diversión
de las mujeres. Parte de la diversión de la litolobonya no obstante, es con seguridad la
celebración de las mujeres, casadas o solteras, de un emergente mundo femenino
autosuficiente. Esta creciente independencia de las mujeres Basotho se puede considerar
que está dentro de una tendencia mundial que puede tener repercusiones profundas e
irreversibles porque pone en entredicho la relación conyugal y la estructura de la familia
patriarcal (Coplan, 1994: 168).
Uno de los temas que ha preocupado tanto a los antropólogos de la ejecución como los
antropólogos ejecucionistas (¿está clara esta distinción por ahora?) es si algo llamado
ejecución se puede identificar con una forma separada de acción social. En el caso de la
música, dadas sus cualidades sensoriales fáciles de identificar, no parece que sea
problema: la gente la clasifica de diferentes formas pero todo el mundo la reconoce
cuando la oye. En efecto, la estructuración irreducible, inherente a la ejecución musical,
hace que ésta no sea muy apropiada para los análisis post-estructuralistas
contemporáneos pese a la interpenetración y a la mutua co-producción de variables y
prácticas musicales y extra-musicales, a la falta de la conexión necesaria entre los
elementos sonoros y los significados referenciales o textos y a la insegura condición de
autoría del 'compositor'. Desde luego, hay que formular las preguntas del post-
estructuralismo y de los 'estudios culturales': ¿De qué manera influye en la musicalidad
de los productos sonoros el proceso social y material a través del cual se produce, se
difunde y se consume la música? ¿Quién es el compositor de una canción folk o
popular? ¿Puede un músico tocar sin 'componer' de alguna manera? Tomemos un
ejemplo concreto: ¿Qué es una sinfonía de Beethoven? ¿Es la partitura escrita? ¿Todo
un contexto de conceptualización cultural acerca de lo que constituye la forma genérica
de la sinfonía? ¿La interpretación del director de orquesta? ¿La ejecución
(comprendiendo este concepto el espacio 'de diálogo' entre el ejecutante y el oyente, el
espacio fronterizo en el cual cobran forma tanto el arte como la conciencia (ver Barber,
1991: 36)?
Aunque es relativamente fácil contestar que la sinfonía es todas estas cosas y más, los
directores sinfónicos profesionales no cometen estas equivocaciones. Ya advierten a sus
alumnos, caso de ser profesores: la sinfonía es la partitura escrita; por favor, dirigidla o
tocadla como Beethoven la escribió. Pero precisamente el talento, la comprensión, el
juego, el 'arte' de la sinfonía reside en cómo un ejecutante (un director es desde luego un
ejecutante, en algún sentido un compositor, pero posiblemente no un músico) entiende e
interpreta la partitura escrita.5
La música no sólo tiene por definición una estructura cultural, una 'entidad' inevitable
de espacio y tiempo; su materialidad sonora y temporal está regida en parte tanto por un
dinamismo detallado totalmente interno y autorreferencial como por expectativas y
normas culturales demostrables y, posiblemente, incluso fisiológicas. En este sentido, la
música expresa o pone en sonido lo que los antropólogos han dado en llamar 'sistemas
de conocimientos culturales'. Actualmente, la crítica posmoderna ha contribuido mucho
a rebatir el 'sistematismo' de esos conocimientos e incluso, en opinión del antropólogo
lingüista posmoderno Steven Tyler, 'la consideración de conocimientos para las bases
cognitivas de la práctica'. El contenido de la ejecución no es algo que se sabe, dice
Tyler, sino algo que se hace.6 Además, los juicios (por más que sean intuitivos y
acostumbrados) que los músicos y oyentes hacen sobre lo que se debe tocar y cómo
tocarlo mejor en un momento dado, seguramente se pueden considerar como una forma
de teoría 'orgánica' (Blum, 1975) de adecuación expresiva basada en cualidades que son
en principio susceptibles de explicación. A la vista de estas realidades nos será más
provechoso considerar lo que las músicas hacen que lo que (o a quien) representan
(Stokes, 1994: 12).
Por esta razón, nos resultará de gran utilidad el reciente análisis de Greg Urban que
considera las formas de cultura como representaciones de la experiencia y a la vez como
cosas existentes en el mundo. No es sólo una cuestión de construcción social o
recepción o circulación, observa Urban, sino también de códigos culturales. Por lo tanto
la pregunta no es ''Qué relación hay entre la cultura y la experiencia?' sino más bien
'¿Qué relación hay entre la cultura como objeto de experiencia en el mundo y las
representaciones del mundo que están contenidas en ella'' (Urban, 1997:7). En el caso
de la música, igual que en el de las demás formas de expresión, esta relación es
necesariamente compleja. Como explica Fabian, no cabe
... esperar que las relaciones entre los conocimientos y las expresiones culturales sean
directas. Ni basta con saber que pueden ser expresadas y reflejadas por medio de
metáforas. Una de las cosas que conlleva estudiar en serio la idea de ejecución es estar
alerta a las posibilidades aleatorias, artísticas y por lo tanto impredecibles, y, por
supuesto a las de desvío y disimulo de la expresión cultural (1990: 38).
Desde luego es cierto que la música de fanfarria (ya sea tocada con metal o con cañas) y
de los cánticos de alabanzas ha aumentado el capital simbólico, la producción y la
comunicación del gobierno desde la emergencia de sus primeras formas. Ralph Austen,
historiador de la épica real africana ha demostrado cómo la forma y el fondo de las
canciones narrativas heroicas en África, cambiaban con el tiempo conforme a los
altibajos del poder del estado (Austen, 1995). Los cantantes de alabanzas no sólo
añadían al ceremonial un temor reverente en la ejecución de su oficio, sino que también
proporcionaban un documento histórico y una mediación social de las relaciones de
poder, así como un canal necesariamente vertical de comunicación dentro de las
estructuras de desigualdad política. La arqueología del Viejo Mundo también ha
revelado cómo las apariciones públicas y las diversiones privadas de los aristócratas en
los siglos antes de Cristo no contaban con la música como simple acompañamiento,
sino que se solían organizar en torno a ella. En Europa, desde el Renacimiento a la
Revolución Francesa, la realeza aumentaba su legitimidad cultural para gobernar
manteniendo amplios conjuntos orquestales y corales, y patrocinando a los principales
compositores y solistas. Algo parecido ocurría en los estados principescos de la India,
en la China imperial o en los sultanatos del mundo islámico desde España hasta
Indonesia. En los reinos desde África a Japón, algunos instrumentos, conjuntos y tipos
de ejecución eran propiedad exclusiva de los reyes y en algunos sitios de África oriental
por ejemplo lo siguen siendo.
En el otro extremo del espectro se halla 'Waltzing Matilda' de Australia, tan encantador
como poco parecido a un himno. Esta canción que gusta no sólo a los ciudadanos de
Australia sino a los oyentes anglohablantes de todo el mundo, todavía no ha alcanzado
la condición de himno nacional oficial pese a la escasez de competidores adecuados, lo
que quizá sea debido al hecho de que a la minoría gobernante australiana, en su empeño
de lograr para su enorme, remoto y rústico país, la consideración de 'civilizado', no le
satisfacía plenamente un himno que trata de un vagabundo, sentenciosamente escrito en
argot local. Por su parte, el estado de Georgia de los Estados Unidos ha adoptado el
popular éxito lento y sentimental de su hijo nativo Ray Charles 'Georgia on My Mind'
con orgullo y cariño.
En Europa y América Latina, los compositores (igual que los poetas nacionales,
escritores, etc.) han pasado a ser símbolos nacionalistas, sobre todo en casos, como
Chopin en Polonia (Mach, 1994), en los que había pocos compositores mundialmente
famosos y países con una identidad territorial y política históricamente inestable. Los
polacos, pese a haber tenido su territorio frecuentemente repartido y a su desarraigo
político, pueden afirmar que poseen un discurso creíble de cultura nacional. Y hasta
Brasil, enorme y excesivo, con su discordancia de culturas, encuentra su expresión
nacional en las infinitas reproducciones y producciones de la samba y de las
trasposiciones musicales 'artísticas' de la mítica novela posmoderna de Mario de
Andrade en 1928 Macunaíma (Stokes, 1994: 71-96). Estos procesos de apropiación son
históricamente fortuitos. Sin embargo, y, como observa Stokes, 'la significación de un
estilo, de un compositor o de una identidad musical nacional multiétnica reemerge en
determinadas circunstancias ideológicas' (Stokes, 1994: 14).
La realidad es que cualquier persona o grupo versado en esta simbología de las artes y
con cierto oído musical se puede apropiar de la expresión musical de ideología e
identidad nacional. Los ejemplos en la Europa del Este fin de soviet son abundantes.
Los grupos de música rock eslovenos pusieron en circulación a las figuras heroicas y
símbolos del pasado nacional para debilitar a un gobierno comunista represivo y obtener
una autonomía pacífica (¡!) del resto de Yugoslavia. ¿Qué entrevistador de la CNN no
estaba hipnotizado al menos momentáneamente por 'Cantando la revolución' de
Estonia? Y por supuesto, todos los alemanes de las dos Alemanias cantaron cuando los
berlineses demolieron el Muro.
Muchos estudios excelentes han seguido la línea de Paredes. Lo que esta literatura viene
a demostrar tal y como lo aprendí en Lagos hace ya tantos años, es que todas las
músicas de diferentes formas, con palabras o sin ellas, despiertan un sentido del lugar
porque los conocimientos de lugar no son tanto históricos o culturales como sensoriales
y fruto de la experiencia. Y el sentido del lugar que la música crea conlleva siempre las
nociones de diferencia y de frontera social (Stokes, 1994: 3-5). Sin embargo, este
sentido musical de lugar es básicamente el resultado de nuestras diferentes vivencias en
tanto que individuos. Mi Lagos no es el suyo, aunque a usted y a mí nos pueda fascinar
por igual la música de Sunny Ade. Como prueba, basta ver la colección personal de
discos de cualquier aficionado a la música a lo largo de su vida para ver cuántos
intereses e identidades, cuántos espacios de experiencia frecuenta (Stokes, 1994: 4). Y
esta relación fundamental y profunda entre la música y la experiencia personal afecta a
la producción musical misma. La profesionalización musical, si bien aumenta el nivel
técnico e imaginativo del arte musical, no contribuye necesariamente a que la expresión
de la realidad social y de la experiencia sea más fidedigna ni más profunda.
Permítaseme una observación (probablemente discutible). Las personas que viven y
trabajan en actividades no musicales y sólo tocan los fines de semana tienen menos
capacidad técnica para tocar, pero más capacidad para disfrutar que los músicos
profesionales famosos que han tenido que luchar con los horarios de autobuses y
aviones tanto como tuvieron que luchar para dominar sus instrumentos. De aquí, la ruda
belleza y energía de la música de los trabajadores zulúes de la refinería de azúcar
cuando los domingos cantan y bailan sus identidades de 'regimiento' y de distrito en sus
albergues de Durban. Comparad esto con el sentido del lugar que puede evocar una
estrella sueca del rock cantando letras aprendidas en inglés que cuentan cómo el amor
(sorpresa) no dura para siempre. Puede ser que esta última sea 'mejor música'
(dependiendo de quien la escuche). Y no hay que creer a esos 'comunistas primitivos'
(aunque sus críticas de la cultura capitalista suelen ser tan devastadoramente acertadas)
que desechan los productos de las casas de discos de música comercial por ser algo que
agrede los oídos de los oyentes demasiado dominados culturalmente para darse cuenta.
Lo que indican los estudios existentes sobre esta cuestión es que, sorprendentemente o
quizá no tanto, aunque un 'hit' se debe desde luego en alguna medida a una buena
técnica comercial, no hay publicidad ni técnica de distribución capaz de hacer que una
canción sea un éxito como tampoco de impedirlo.
Notas
2. Clifford Geertz fue un discípulo distinguido del gran sociólogo Talcott Parsons en
Harvard durante el decenio de 1950 y su proyecto interpretativo debe mucho a los
puntos de vista de Parson sobre la cultura, en su última etapa.
4. Se trata de una parafrásis mía de la observación que hizo, hace muchos años, Barbara
Babcock-Abrahams a Richard Bauman. Ambos son famosos antropólogos de la
ejecución.
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