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Nota biográfica

David B. Coplan fue alumno del Williams College de Massachusetts y es titular de un


Master en Estudios africanos de la Universidad de Ghana-Legon y y un doctorado en
Antropología y Etnomusicología de la Universidad de Indiana-Bloomington. Su último
libro lleva por título Lyrics of the Basotho Migrants (1995). Ha dado clases en la
Universidad Estatal de Nueva York, la Rice University, la Universidad de Ciudad del
Cabo y en la Universidad de Witwatersrand. Dirección: Depto. de Antropología social,
Universidad de Witwatersrand, P.O. 3, Wits 2050, Sudáfrica, email:
031david@muse.arts.wits.ac.za .

Músicas
David Coplan

La música - es decir, la práctica cultural que consiste en organizar sonidos estabilizados


con fines expresivos - ha atraído siempre el interés de los sociólogos. Los primeros
especialistas en folclore y en mitología comparada se interesaban de manera especial
por la música, y más concretamente por los aspectos verbales de la canción, porque esta
forma de expresión, inseparable del teatro, estaba vinculada a los orígenes prehistóricos
y a la evolución de las religiones. El final del siglo XIX fue un gran momento de la
investigación sobre los supuestos orígenes de todas las formas humanas de práctica
cultural, arraigada en el comparativismo de la teoría social la evolucionista. La música y
la danza, tan antiguas y universales como el lenguaje mismo, aparecían en su función y
desarrollo como profundas expresiones del funcionamiento de los principios evolutivos
en la vida cultural. Por ejemplo, la etnología organológica de Percival Kirby (1934) que
sigue siendo la obra de referencia obligada para los etnomusicológos del África Austral,
presenta el defecto de su adhesión a las ideas evolucionistas del desarrollo musical. En
la 'musicología comparada' británica y continental (vergliekende musikwissenschaft) la
música se consideraba como un complemento intelectual natural de las categorías
materialistas que constituían el fundamento del evolucionismo en la antropología.

Los vínculos con el ritual y la religión parecían también dar algunas claves para explicar
lo espiritual y por ende (desde un punto de vista 'científico'), la psicofisiología del homo
sapiens. La ejecución musical originaba una noción virtual del tiempo, del proceso, de
la estructura y de los hechos verosímilmente adaptada a las incipientes y trascendentales
relaciones del cerebro y de los anhelos del corazón. Se suponía, claro está, que el
hombre primitivo tenía más necesidad de la ejecución para lograr el trance espiritual
que su moderno sucesor, por vivir, como se creía entonces, en una realidad 'mitopoética'
de los sentidos y privado de la capacidad, posteriormente adquirida, de una reflexión
intelectual distanciada como respuesta a las simetrías artísticas de la composición. En
los muchos años transcurridos, la antropología modernista ha comprobado lo difícil que
es liberarse de estas creencias.

Hay buenas razones para que el estudio antropológico de la religión y de la ejecución


del ritual y de la narración folclórica no haya sido nunca provechoso cuando se ha
apartado de la etnomusicología. La frecuencia sorprendente (para ellos) con la que los
sociólogos han tropezado con la música y la danza al investigar los ámbitos sociales de
la producción, la reproducción e incluso la política, ha contribuido a contrarrestar un
etnocentrismo profesional endémico; este etnocentrismo se basa en el supuesto de que
las fuerzas materiales y sus consecuencias sociales y políticas tienen una explicación
anterior de tipo causal en la ciencia social. Sin embargo, la etnografía ha revelado que la
ejecución de la música en diversas épocas y climas es no sólo un proceso social muy
valorado y producido por sí mismo, sino que también interviene en lo que la ciencia
social interpreta como 'otros' ámbitos de producción claramente no expresivos. De aquí
que la organización de las intervenciones terapéuticas, la guerra, el trabajo, la política,
las ideologías de la identidad, la documentación de la historia, las relaciones de los seres
humanos con los demás, con la naturaleza y con lo sobrenatural -por no citar más que
algunos ejemplos - vaya acompañada de una ejecución musical -e incluso no pueda ser
viable sin ella- y de las formas de movimiento correspondientes. Por eso, los Nuer,
pueblo tenazmente igualitario del sur de Sudán, escogían como capitán para la guerra a
quien mejor entonaba los himnos bélicos. El discurso de los caciques en el s. XIX en
Hawai era ininteligible sin el hula. En Sudáfrica, país en el que he se han centrado mis
investigaciones, la población de origen europeo parece incapaz de llegar a entender por
qué los africanos locales no pueden participar en una protesta ciudadana sin ejecutar
músicas y danzas 'amenazadoras'. Los ejemplos serían interminables.

Es más, los conceptos estéticos occidentales, las definiciones de género y los tipos de
ejecución, se han impuesto como algo natural en las músicas no occidentales. Ahora
bien, una de las primeras cosas que revelan los estudios sobre el terreno de los ámbitos
expresivos es que otras culturas no los clasifican en las categorías acostumbradas de
artes escénicas y artes plásticas o representaciones de baile, música, teatro, recitación
oral, etc. Cualquiera de estas categorías se puede clasificar conjuntamente, o por
separado unas de otras, pero junto con otras formas de espectáculo como las justas
retóricas, los juegos, la narración histórica y por supuesto, con el trabajo. Son
innumerables las lenguas que carecen de palabras distintas para 'música', 'arte' o 'teatro'.
La música, como el resto de lo que hemos dado en llamar 'artes', es un acompañamiento
y un adorno universal de toda una serie de actividades que van desde las ridículas hasta
las sublimes pasando por las prácticas y las serias. La película Zulú (1964),
protagonizada por Michael Caine, presenta la escena de la batalla de Rorke's Drift,
durante la guerra anglo-zulú de 1879, en la que ciento diez granaderos galeses,
capitaneados por Caine, se enfrentan a las apretadas filas de la fuerza expedicionaria
zulú. En un descanso antes de emprender un nuevo ataque, las tropas zulúes cantan su
impresionante himno fúnebre ihubo. Los galeses, forasteros en un territorio cultural
repentina y extrañamente familiar, se quedan muy impresionados, pero, decididos a no
darse por vencidos, contestan con una música marcial que cuenta la leyenda de
Glendower, lo que surte el efecto deseado en los zulúes que renuevan el ataque, pero ya
con pocas esperanzas.

Aunque en la experiencia personal y la sabiduría popular abundan los ejemplos de


asociaciones e imágenes musicales como las citadas, muchos antropólogos han sido
reacios a considerar la relación posiblemente crucial de la música con otros ámbitos de
la práctica de la disciplina porque carecen de la debida formación para realizar un
análisis musical. Los etnomusicólogos, como observó en cierta ocasión Joseph Kerman,
deben 'luchar para hacerse oír en los conciliábulos y círculos de la antropología, que
parecen sordos para la música' (Kerman, 1985: 181). Esta reticencia se ha visto
favorecida por los musicólogos profesionales que han estudiado las músicas no
occidentales y han argumentado convincentemente que la búsqueda del significado
musical ha de implicar forzosamente un análisis de los sonidos. Para los musicólogos,
las músicas son ante todo sistemas autorreferenciales de organización sonora,
equivalentes a la sintaxis en el lenguaje y, sólo secundariamente, expresión de
influencias socialmente semánticas o pragmáticas. Desde luego, los primeros
musicólogos filólogos, como el gran Erich von Hornbostel (1928) tenían una gran
inclinación hacia la psicología y la neurología; trabajando con pruebas sensoriales de la
diversidad cultural, esperaban hacer descubrimientos acerca del funcionamiento de la
mente, del corazón y del cerebro gracias a la música.

Las músicas son desde luego, al igual que las lenguas habladas, sistemas naturales
configurados con una organización sistémica interna y referencial con respecto al
exterior. Algunos aspectos de la estructura musical, como su construcción en forma
reproductivas y las relaciones de división y adición de tonos y el ritmo, explican la gran
afinidad con la música de muchos matemáticos y físicos. De aquí, la difícil cuestión de
que la música sea una práctica universal pero no un 'lenguaje universal', creencia ésta
inamovible de la sabiduría popular pese a que los 'lenguajes' musicales pueden ser
mutuamente tan ininteligibles como el inglés y el japonés. ¿Por qué la idea del 'lenguaje
universal' está tan firmemente arraigada entre los estudiosos? La respuesta se encuentra
en los intrincados vericuetos de la fisiología humana, de la estética estructural y de la
experiencia vivida. Toda música, aunque en distinto grado para cada oyente, refleja
elementos de los sistemas circulatorio, nervioso y auditivo humanos; del mismo modo,
una relación cuidadosamente elaborada y equilibrada entre los elementos de la
composición musical se aprecia fácilmente a través de las barreras de las diferencias
lingüísticas y culturales; por último, algunas experiencias comunes a toda la humanidad
son tan fundamentales para la expresividad de cualquier música como las
particularidades que representan el lugar, la historia, la vida social o la expectativa
cultural.

La relación de la música con el lenguaje oral es uno de los temas más interesantes. En la
música clásica de la India hindú, por ejemplo, los elementos sonoros tienen referentes
semánticos, ideacionales y emotivos explícitos. En el arte clásico europeo, las 'lieder' de
Schubert y Schumann, no llega a haber acuerdo sobre si la canción asimila el texto
verbal a una forma de expresión predominantemente musical, o si el compositor parte
de la lectura de un texto poético que inspira y determina el marco musical (Coplan,
1994: 9). La mutua constitución del proceso musical y el proceso literario es todavía
más característica de las canciones compuestas en las lenguas africanas subsaharianas,
con su dependencia semántica del tono silábico, sus paralelismos, aliteraciones y
asonancias, ideófonos (imágenes e ideas en sonido) y vocalizaciones rítmicas y
reduplicativas. Es indudable que estas lenguas influyen en la forma y la orientación de
la melodía, de la polifonía y del ritmo. En 1971, en las tiendas de discos de Lagos se
reían de mi afán de gastar mis últimos chelines en música Yoruba jujú (ver Waterman,
1990). 'Si no entiendes el yoruba, ¿cómo te pueden gustar las canciones?' preguntaban
con asombro mis interlocutores locales. 'Porque son bailables, y me ponen de buen
humor y, sobre todo, me gustan mucho porque he estado en Nigeria', contestaba yo. Con
el éxito internacional que después han tenido algunos virtuosos jujú como Sunny Ade,
no creo que nadie se riera de mí hoy en Lagos.

Franz Boas, fundador antiteórico y por ende antievolucionista y anticomparativista de la


antropología cultural americana del siglo XX, considerado retrospectivamente, influyó
mucho en la separación entre estudiosos musicólogos y antropólogos de músicas no
occidentales. Boas escribió extensamente sobre el arte, la mitología y las narraciones
tradicionales de los aborígenes americanos de la costa noroccidental, lo que él
denominaba la etnografía propia de un pueblo. Estos géneros de los aborígenes
americanos a veces dependían, por lo que respecta a su estructura y significado, de la
esencial imbricación de la canción, y otras se ejecutaban como danzas curativas que
narraban historias cantadas al rítmico compás de los tambores. Así pues, para Boas, la
música no era una filogenia cultural universal, sino más bien la expresión llena de
significado local de una serie histórica concreta de experiencias, junto con sus
estilizaciones culturales.

Sin embargo, fueron los comparativistas europeos y americanos de al música, cuyos


trabajos se beneficiaron de su creencia en la posibilidad de teoría, los que produjeron
los memorables estudios etnomusicológicos de mitad de siglo por más que sus
verdaderas teorías sobre el estilo musical puedan parecer hoy equivocadas. Después de
todo, Max Weber, uno de los más grandes historiadores de la ciencia social, dedicó todo
un volumen a la investigación de la universalidad musical (Weber 1921).
Desperdiciaron muchas páginas en debatir la falsa y errónea dicotomía entre los rasgos
'prestados' y la 'invención independiente' de la música y otras manifestaciones
culturales. Aun así, estos laboriosos musicólogos weberianos, armados con sus ideas de
'círculos culturales' o 'áreas culturales', ofrecieron inestimables descripciones empíricas
y comparadas del lenguaje musical de los pueblos no occidentales y describieron las
características más destacadas de los estilos musicales locales sobre una geografía
histórica y étnica del mundo. De entre las muchas figuras sobresalientes que surgieron
de este movimiento comparativista, fue el checoslovaco Bruno Nettl, especialista en los
pueblos aborígenes americanos, el que continuó la tarea no sólo de estudiar la música
del Oriente Próximo, sino también de alcanzar un equilibrio interdisciplinario entre la
antropología y la musicología a lo largo de cuarenta años de dedicación a la escritura, la
enseñanza y el ejercicio del liderazgo institucional en la Universidad de Illinois.

Alan Merriam, de la cercana Universidad de Indiana, contemporáneo y amigo de Nettl,


inclinó la balanza a favor de la antropología en su obra, ya clásica, The Anthropology of
Music (Merriam, 1964). Merriam, empirista formado en el 'funcionalismo cultural' de
Melville Herskovits, fue infatigable en su empeño de convertir la música -en tanto que
sistema sonoro, producto cultural, proceso social y experiencia humana-, en objeto de
estudio y teorización antropológicos tan digno y necesario como cualquier otra forma de
acción social. Este empeño chocó con una resistencia tenaz por parte de los
etnomusicólogos y antropólogos de la época, pues unos y otros creían que el estudio de
cualquier tipo de música era una cuestión de especialización técnica que correspondía a
las escuelas de música, y que los antropólogos estaban ampliando de injustificadamente
sus propios intereses extramusicales a costa de los musicólogos.

Como consecuencia, los discípulos de Nettl y sus colegas de la Universidad de


California en Los Angeles (incluso el decano de los musicólogos africanos, el profesor
ghanés Kwabena Nketia), y de las Universidades de Berkeley y Wesleyan en
Connecticut, consiguieron trabajo en los programas de músicas del mundo de las
escuelas de música, mientras que los de Merriam, cuando encontraron un empleo fijo,
fue a base de exaltar las necesarias conexiones entre la música y otras artes, llamándose
a sí mismos antropólogos de la ejecución o de las artes. Pero incluso esta estratagema
sólo tuvo un éxito parcial pues eran pocos los departamentos de antropología en el
mundo1 que buscaran especialistas en esos campos.
Posiblemente, los especialistas y departamentos de folclore han contribuido más al
avance y a la institucionalización del estudio antropológico de la música que los propios
departamentos de antropología. El interés directo del folclore por los géneros auditivos
de la expresión cultural hace que la antropología de la música constituya una disciplina
necesaria y muy importante. De los muchos folcloristas que han defendido la necesidad
de una antropología de la música, voy a citar uno que es más profesional que académico
pues a lo largo de una trayectoria de cincuenta años logró mantenerse gracias a
proyectos relacionados con los medios de comunicación y a las subvenciones
concedidas a la investigación. Se trata de Alan Lomax, descendiente de una conocida
familia de folcloristas americanos cuya obra Folk Song Style and Culture (1968) se ha
convertido, después de decenios de éxito, en un clásico, aun cuando sus premisas se han
quedado a todas luces obsoletas. Éstas eran que las 'sociedades' reconocibles como
entidades con 'estructuras sociales' tipológicas estables, tenían sistemas musicales cuyas
características guardaban una estrecha relación con el tipo de estructura social que
poseían. Desde este punto de vista, algunos tipos de relaciones sociales y de producción
dan lugar a psicologías sociales que se expresan entonces en ciertos tipos de modelos de
sonidos musicales y etnoestética. Actualmente, todas las críticas destructivas, post-
estructuralistas o incluso interpretativas que consideran esta obra como un ejercicio de
'rigidez equivocada' y 'categorías artificiales' siguen sin poder aceptar un aspecto crucial
de la obra de Lomax. ¿Cómo explicar (sin infravalorar) estas sorprendentes y
demostrables correlaciones? Y lo que es más importante, Alan Lomax, trabajando al
margen de la academia, ha realizado una labor de información, educación y divulgación
sobre la índole, los nexos y las transformaciones históricos y valor cultural de la música
folclórica de las Américas mayor que ningún otro erudito de todos los tiempos. Por esta
razón, en 1992 le fue impuesta con todo merecimiento la Medalla Presidencial de los
Estados Unidos por su contribución a la cultura americana.

Casi al final del decenio de 1960, el funcionalismo naturalizado que había permitido
comparaciones isomórficas entre el estilo de la canción popular y la cultura, empezó a
ponerse seriamente en duda. La formulación de Alan Merriam, que estaba en lo cierto,
en la línea de Kwabena Nketia, de la antropología de la música como estudio de la
'música dentro de la cultura' (Merriam 1964) siguió siendo un poderoso paradigma para
la investigación y la etnología musical. John Blacking, uno de los pensadores más
avanzados que ha dado la etnomusicología, contribuyó todavía más a que
entendiéramos bien el valor y significado de la música en la vida social y dio el respaldo
de la filosofía social a los últimos enfoques funcionalistas sobre etnoestética musical.
Lo más importante de la aportación de Blacking fue su explicación de cómo ciertos
factores extramusicales regían la estructura de la música, y su negativa a separar u
oponer ambos análisis, el interno o formal de la música y el de su relación con la vida.

Pero visto retrospectivamente, la publicación de la sucinta y brillante recapitulación que


hizo Blacking How musical is Man (1973) de sus ideas sobre la relación entre estilo,
práctica, significado y proceso social e institución de la música, tuvo menos repercusión
a largo plazo que un volumen de ensayos escritos con un talante similar y publicado en
el mismo año por Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures (1973). Al igual que en
Blacking, el concepto analítico de la cultura como un 'etos' sugería la encarnación del
arte en las orientaciones cosmológicas básicas (la religión, la filosofía y la ciencia) de
un grupo cultural. Su ecléctica obra consolidó la 'teoría interpretativa' como paradigma
principal de la antropología cultural durante más de un decenio, comprendido el campo
de la etnografía musical. El enfoque de Geertz rehuía la investigación causal para
explicar la antropología positivista en favor de una búsqueda interpretativa de
significado en la sensibilidad cultural y su resultado práctico. Las metodologías
'científico-sociales' desaparecieron por considerarse erróneas y el estructuralismo, por lo
menos el estructuralismo francés de Levi-Strauss, y quizá también el americano en su
variedad parsoniana,2 fue abandonado, tachado de formulista, abstracto e
insuficientemente etnográfico.

La antropología interpretativa, interesada en la función de los valores culturales en los


marcos etnográficos donde no se limitaban a ejecutar las 'representaciones colectivas'
sino que éstas se creaban y re-creaban (en un proceso dinámico y de transformación),
tuvo grandes adeptos entre los discípulos de Merriam, Nettl y otros autores de su
generación. No contentos con la metodología programática de 'la música dentro de la
cultura' y la relación 'estructura social/estructura musical', los antropólogos de la música
acogieron con entusiasmo un planteamiento según el cual el estilo expresivo, que
configura la práctica social de una 'sensibilidad' cultural a la vez que es configurado por
ésta (Geertz, 1973), constituía el núcleo del análisis de la descripción cultural y de la
formulación del entendimiento antropológico. El enfoque interpretativo, frente a la
postura estructuralista de que la música refleja algo más, reconocía que la música podía
ser un medio de negociar, discutir, y transformar las disposiciones sociales o también de
reforzarlas. Por ejemplo, en Johanesburgo, ciudad donde vivo, los sudafricanos negros
han recurrido siempre a la música y la danza como medios activos de urbanizar, de
mejorar su condición por medio de la adquisición de signos de identidad de clase
superior, o para protestar por la represión y por su clasificación social inferior, así como
para transformar su ser social junto con su conciencia social (Coplan, 1985). Sin
embargo, como han puesto de manifiesto los mejores estudios, por ejemplo los de
Waterman (1990) en Lagos, no hay ninguna relación directa entre la dinámica de la
clase social y la participación musical. Las complejidades de categoría y posición social
en relación con la selección de signos musicales de estilo cultural siguen siendo objeto
de investigaciones muy útiles para el estudio de la cuestión, como es el caso, por
ejemplo, del estudio de Turino (1993) sobre la migración musical rural-urbana de los
aymara de los Andes en Perú.

Mediado el decenio de 1980 aparecieron algunos artículos y monografías importantes


que consolidaban una antropología de significado musical, entre los que destaca el
brillante tratado de Steven Feld sobre la geografía, narración, estética y comunicación
sonoro-sensorial entre los kaluli de Papua Nueva Guinea (Feld, 1982).3 Otro estudio
ejemplar que supuso un avance significativo sobre las fórmulas ya gastadas del tipo 'la
música dentro de la cultura' y (quizá mejor) 'la música como cultura' de los dos decenios
anteriores, fue el Why Suyá Sing de Anthony Seeger (1987), sobrino del cantante,
compositor y activista social Pete Seeger y nieto de Charles Seeger, brillante
especialista en estética etno-musical. Anthony Seeger se convirtió en una autoridad en
etnología musical por sus muchos años de dedicación al trabajo sobre el terreno en los
bosques húmedos de Brasil cuyo resultado fue una monografía que constituye toda una
antropología de la música, que muestra que ésta podía ser una parte inherente de la
práctica social y cultural; el canto, 'una parte esencial de la producción y reproducción
social' (Seeger, 1987: 128) y la vida social misma, toda una ocupación musical. Seeger
llamó a su estudio 'antropología de la música', lo que invertía los términos de 'la música
dentro de la cultura', de manera que la música dejaba de ser un ámbito para convertirse
en el entorno dentro del cual se puede entender toda una sociedad (la Suyá, compuesta
por unos cuantos miles de personas). De hecho, en la antropología de la música de
Seeger, desaparece la división teórica entre el estudio de la música y el estudio de la
sociedad (Stokes, 1994: 2). Otros autores, que defendían la organización musical de los
procesos sociales, también han mostrado este tipo de adhesión a la etnografía,
imprescindible para su proyecto intelectual. Entre ellos destacan Feld (1982) y Ellen
Basso (1985).

Por supuesto, los Suyá no son más que un ejemplo y no todas las culturas requieren que
los aspectos centrales de su vida social se constituyan por medio de ceremonias
relacionadas con la música. Aun así, la demostración empírica de que la antropología de
la música podía ser más útil e incluso necesaria para la etnografía de algunos grupos
aborígenes americanos que el estudio de cualquier otro ámbito de práctica cultural, abría
nuevas horizontes para convertir la acción musical en un tema disciplinario central en
lugar de marginal. Así, Marina Roseman pudo ver que la música era fundamental para la
antropología médica de los curanderos tradicionales entre los Temiar malasios. O
también que la cultura de los mineros migrantes Basotho y por extensión la etnografía
histórica de Lesotho podía entenderse mejor por medio de un estudio exhaustivo de las
propias autobiografías de los mineros cantadas (Coplan, 1994). Por lo tanto, la música
no está simplemente en un contexto, sino que su ejecución es ella misma un contexto en
el que ocurren las cosas y que contribuye a que las cosas ocurran, sobre todo si la
música es 'buena' (Stokes, 1994: 5). Si un tamborilero africano occidental yoruba no
mantiene el ritmo, el dios (orisha) no descenderá y no poseerá a los bailarines. Si los
Temiar de Roseman no pueden cantar con convicción emotiva, no se producen las
curaciones. La ejecución de la música no es una actividad aparte de la no ejecución sino
que es la continuación de otros modos de acción y ámbitos de la realidad social; no es
que la vida se realice en el arte sino que el arte es la vida misma.

Las inevitables asociaciones entre los medios de expresión hacen que las posibilidades
que ofrece este paradigma se extiendan también al hecho de que de la antropología de la
ejecución haya emergido una 'antropología ejecucionista' radicalmente nueva. Quizá el
texto fundacional de este movimiento sea Power and Performance, de Johannes Fabian
(1990) en el que el autor, famoso teórico de la etnografía, observa la práctica del teatro
musical popular en el Zaire y participa en ella para ofrecer un modelo de lo que él llama
una etnografía participativa. Ésta, entendida como opuesta a la meramente informativa,
se basa en el reconocimiento de que muchos conocimientos culturales prácticos,
entendidos como opuestos a digresivos, sólo se pueden adquirir por medio de la
ejecución y representación (Fabian 1990: 6). Más adelante, Fabian defiende que ''la
ejecución' parecía ser una descripción más apropiada tanto de las maneras en las que los
pueblos realizan su cultura, como de los métodos por los que un etnográfo produce
información acerca de esa cultura' (ibíd.:18). Por lo tanto, la etnografía participativa, en
la que el etnográfo no manda sino que toca como los demás, 'es adecuada tanto para la
naturaleza de los conocimientos culturales como para la naturaleza de los conocimientos
acerca de los conocimientos culturales' (ibíd.:19).

Por supuesto, existen trampas. Una cosa es insistir con Wittgenstein en que ' el
significado sólo existe en el uso' y otra muy distinta es recordar algo que dijo
Wittgenstein cuando uno está haciendo eses en medio de la fiesta agitando una botella
de tequila casi vacía.4 Pero ¿podría ser que la etnografía de la ejecución y su
compañera, la antropología de la música, pudieran ofrecer una salida, aunque sólo fuera
parcial, al dilema poscolonial de la autoridad etnográfica y la fragmentación, y a la
impenetrable auto-ocultación tanto de sí Mismo como del Otro? El propio estudio de
Fabian sobre la interpretación de una obra popular en lengua chiluba no cumple
totalmente la promesa de su modelo. En cualquier caso, está claro que la antropología
de la música tiene mucho que ganar mezclándose en el pot pourri de la antropología de
la ejecución.

Desde luego, las posibilidades que ofrece el hecho de que el concepto analítico de
ejecución pase a ser el centro del trabajo etnográfico han quedado demostradas en una
serie de monografías que tratan de los principales intereses antropológicos actuales. Por
ejemplo, en el campo de los sexos (y en muchos otros) ha habido estudios pioneros,
citados en todas partes, como el de Michael Herzfeld The Poetics of Manhood (1985) y
el de Jane Cowan Dance and the Body Politic in Northern Greece (1990) que
recordaban incluso a los funcionalistas más recalcitrantes de la antropología 'que la
ejecución musical es en muchos casos el principal vehículo por el que se enseñan y
socializan los comportamientos propios de cada sexo' (Stokes, 1994: 22). ¿Qué
comunidad cultural, no clasifica, como mínimo, el repertorio musical, la ocasión, la
ejecución, el ejecutante, y a veces hasta la audiencia atendiendo a consideraciones de
sexo y género? Mi ejemplo preferido de trabajo sobre el terreno es la danza de las
madres, la litolobonya, de los Basotho, que se baila en honor de una nueva madre. Esta
atrevida danza tiene lugar en una casa cerrada de la que los hombres están
absolutamente excluidos. Éstos se reúnen fuera de la casa y están bebiendo cerveza y
charlando animadamente mientras se oyen las canciones y los fuertes aplausos de las
mujeres, procedentes de detrás de las ventanas bien cerradas. Yo fui autorizado a
presenciar dos ejecuciones de litolobonya e incluso a filmarlas, en la idea de que como
yo no era mosotho no era en realidad un hombre. No tengo pruebas de que tener a un
no-hombre como espectador masculino fuera de la norma añadiera algo a la diversión
de las mujeres. Parte de la diversión de la litolobonya no obstante, es con seguridad la
celebración de las mujeres, casadas o solteras, de un emergente mundo femenino
autosuficiente. Esta creciente independencia de las mujeres Basotho se puede considerar
que está dentro de una tendencia mundial que puede tener repercusiones profundas e
irreversibles porque pone en entredicho la relación conyugal y la estructura de la familia
patriarcal (Coplan, 1994: 168).

Uno de los temas que ha preocupado tanto a los antropólogos de la ejecución como los
antropólogos ejecucionistas (¿está clara esta distinción por ahora?) es si algo llamado
ejecución se puede identificar con una forma separada de acción social. En el caso de la
música, dadas sus cualidades sensoriales fáciles de identificar, no parece que sea
problema: la gente la clasifica de diferentes formas pero todo el mundo la reconoce
cuando la oye. En efecto, la estructuración irreducible, inherente a la ejecución musical,
hace que ésta no sea muy apropiada para los análisis post-estructuralistas
contemporáneos pese a la interpenetración y a la mutua co-producción de variables y
prácticas musicales y extra-musicales, a la falta de la conexión necesaria entre los
elementos sonoros y los significados referenciales o textos y a la insegura condición de
autoría del 'compositor'. Desde luego, hay que formular las preguntas del post-
estructuralismo y de los 'estudios culturales': ¿De qué manera influye en la musicalidad
de los productos sonoros el proceso social y material a través del cual se produce, se
difunde y se consume la música? ¿Quién es el compositor de una canción folk o
popular? ¿Puede un músico tocar sin 'componer' de alguna manera? Tomemos un
ejemplo concreto: ¿Qué es una sinfonía de Beethoven? ¿Es la partitura escrita? ¿Todo
un contexto de conceptualización cultural acerca de lo que constituye la forma genérica
de la sinfonía? ¿La interpretación del director de orquesta? ¿La ejecución
(comprendiendo este concepto el espacio 'de diálogo' entre el ejecutante y el oyente, el
espacio fronterizo en el cual cobran forma tanto el arte como la conciencia (ver Barber,
1991: 36)?

Aunque es relativamente fácil contestar que la sinfonía es todas estas cosas y más, los
directores sinfónicos profesionales no cometen estas equivocaciones. Ya advierten a sus
alumnos, caso de ser profesores: la sinfonía es la partitura escrita; por favor, dirigidla o
tocadla como Beethoven la escribió. Pero precisamente el talento, la comprensión, el
juego, el 'arte' de la sinfonía reside en cómo un ejecutante (un director es desde luego un
ejecutante, en algún sentido un compositor, pero posiblemente no un músico) entiende e
interpreta la partitura escrita.5

La música no sólo tiene por definición una estructura cultural, una 'entidad' inevitable
de espacio y tiempo; su materialidad sonora y temporal está regida en parte tanto por un
dinamismo detallado totalmente interno y autorreferencial como por expectativas y
normas culturales demostrables y, posiblemente, incluso fisiológicas. En este sentido, la
música expresa o pone en sonido lo que los antropólogos han dado en llamar 'sistemas
de conocimientos culturales'. Actualmente, la crítica posmoderna ha contribuido mucho
a rebatir el 'sistematismo' de esos conocimientos e incluso, en opinión del antropólogo
lingüista posmoderno Steven Tyler, 'la consideración de conocimientos para las bases
cognitivas de la práctica'. El contenido de la ejecución no es algo que se sabe, dice
Tyler, sino algo que se hace.6 Además, los juicios (por más que sean intuitivos y
acostumbrados) que los músicos y oyentes hacen sobre lo que se debe tocar y cómo
tocarlo mejor en un momento dado, seguramente se pueden considerar como una forma
de teoría 'orgánica' (Blum, 1975) de adecuación expresiva basada en cualidades que son
en principio susceptibles de explicación. A la vista de estas realidades nos será más
provechoso considerar lo que las músicas hacen que lo que (o a quien) representan
(Stokes, 1994: 12).

Por esta razón, nos resultará de gran utilidad el reciente análisis de Greg Urban que
considera las formas de cultura como representaciones de la experiencia y a la vez como
cosas existentes en el mundo. No es sólo una cuestión de construcción social o
recepción o circulación, observa Urban, sino también de códigos culturales. Por lo tanto
la pregunta no es ''Qué relación hay entre la cultura y la experiencia?' sino más bien
'¿Qué relación hay entre la cultura como objeto de experiencia en el mundo y las
representaciones del mundo que están contenidas en ella'' (Urban, 1997:7). En el caso
de la música, igual que en el de las demás formas de expresión, esta relación es
necesariamente compleja. Como explica Fabian, no cabe

... esperar que las relaciones entre los conocimientos y las expresiones culturales sean
directas. Ni basta con saber que pueden ser expresadas y reflejadas por medio de
metáforas. Una de las cosas que conlleva estudiar en serio la idea de ejecución es estar
alerta a las posibilidades aleatorias, artísticas y por lo tanto impredecibles, y, por
supuesto a las de desvío y disimulo de la expresión cultural (1990: 38).

Resumiendo, el estudio de la música en la antropología y el de la antropología como


tipo de análisis de la música, para seguir adelante, sigue precisando igual que antes de
un análisis permanente de las complejas e indeterminadas relaciones existentes entre el
emitir sonidos refinados y crear un sentido cultural en contextos sociales determinados.
En la actualidad, no sólo a la antropología sino a todas las ciencias sociales en su actual
preocupación por el nacionalismo y la identidad étnica, el transnacionalismo, los límites
y fronteras, el mestizaje, las localizaciones múltiples de la cultura -¿es necesario seguir
la lista?-, les resultará de utilidad preguntarse por la función de la música como forma
de ejecución. Tampoco los discípulos de la 'cultura de la política', sujeta a incesantes
cambios, se quedarán decepcionados porque, como Terry Strong ha sugerido
irónicamente, 'la función principal del teórico político en la actualidad es someter al
'teatro' a un fuego cruzado'.

Desde luego es cierto que la música de fanfarria (ya sea tocada con metal o con cañas) y
de los cánticos de alabanzas ha aumentado el capital simbólico, la producción y la
comunicación del gobierno desde la emergencia de sus primeras formas. Ralph Austen,
historiador de la épica real africana ha demostrado cómo la forma y el fondo de las
canciones narrativas heroicas en África, cambiaban con el tiempo conforme a los
altibajos del poder del estado (Austen, 1995). Los cantantes de alabanzas no sólo
añadían al ceremonial un temor reverente en la ejecución de su oficio, sino que también
proporcionaban un documento histórico y una mediación social de las relaciones de
poder, así como un canal necesariamente vertical de comunicación dentro de las
estructuras de desigualdad política. La arqueología del Viejo Mundo también ha
revelado cómo las apariciones públicas y las diversiones privadas de los aristócratas en
los siglos antes de Cristo no contaban con la música como simple acompañamiento,
sino que se solían organizar en torno a ella. En Europa, desde el Renacimiento a la
Revolución Francesa, la realeza aumentaba su legitimidad cultural para gobernar
manteniendo amplios conjuntos orquestales y corales, y patrocinando a los principales
compositores y solistas. Algo parecido ocurría en los estados principescos de la India,
en la China imperial o en los sultanatos del mundo islámico desde España hasta
Indonesia. En los reinos desde África a Japón, algunos instrumentos, conjuntos y tipos
de ejecución eran propiedad exclusiva de los reyes y en algunos sitios de África oriental
por ejemplo lo siguen siendo.

Con la emergencia de los modernos nacionalismos basados en concepciones culturales,


históricas, territoriales y políticas, de las identidades colectivas y exclusivas más que en
la fidelidad o sometimiento a priori a una determinada forma de estado, se diversificó la
función política de la música, pero no decayó. Como primera medida, los gobiernos
escogieron ' himnos nacionales' con la premura de consolidar simbólicamente la
soberanía y la condición de estados e ideologías 'nacionales' modernos. Gran Bretaña
con su gradualismo político (interrumpido sólo ocasionalmente) y su noblesse oblige
imperial, pudo conservar 'God save the King/Queen'; pero ¿qué habrían sido las
sucesivas repúblicas francesas y la Unión Soviética, y desde luego el modernismo
político mismo, sin La Marsellaise ni La (también en francés) Internationale? La
repentina necesidad de himnos nacionales que pudieran tocar las bandas de música
europeas dio lugar a algunos de los acordes más monótonos y estúpidamente
rimbombantes de la creación para ser impuestos en los estados del Tercer Mundo a raíz
de su independencia. Afortunadamente, la mayoría de estas melodías, realmente dignas
del olvido, no han dejado en la práctica ninguna huella en la vida musical de los
ciudadanos, que los oyen casi exclusivamente con ocasión de algún desfile militar o
cuando alguno de sus atletas gana una rara medalla en los Juegos Olímpicos o en otros
juegos internacionales.
Por supuesto, hay excepciones; una de las más claras, Nkosi Sikelel' iAfrika, el himno
del movimiento de liberación sudafricano de los nacionalistas negros, que desde
entonces se ha convertido en el himno nacional de muchos estados subecuatoriales
africanos y de la propia Sudáfrica. El metodismo melancólico de la melodía no ha sido
óbice para su éxito. Por cierto, los arreglos de la canción realizados por la Orquesta
Sinfónica de Londres para la película de Sir Richard Attenborough, Cry Freedom,
['Grita Libertad'] demostraron cómo este himno sencillo, pero trabajado con elegancia,
pudo ser transformado en una agitadora llamada a las armas. Pero la razón más
profunda para su popularidad es la causa a la que se ha asociado y el compromiso
político que se sellaba y fortalecía con su ejecución en miles de reuniones, de mítines y
de campamentos de guerrilla. En 1996, el cementerio de Johannesburgo en el que el
compositor del tema, Enoch Sontonga, fue enterrado en 1900 en una tumba sin nombre,
fue remodelado, convirtiéndose en un hermoso parque en el que los ciudadanos pueden
reflexionar con tranquilidad a la sombra de sus frondosos árboles sobre esta encarnación
musical de la sed de libertad y los sacrificios que se hicieron para aplacarla.

En el otro extremo del espectro se halla 'Waltzing Matilda' de Australia, tan encantador
como poco parecido a un himno. Esta canción que gusta no sólo a los ciudadanos de
Australia sino a los oyentes anglohablantes de todo el mundo, todavía no ha alcanzado
la condición de himno nacional oficial pese a la escasez de competidores adecuados, lo
que quizá sea debido al hecho de que a la minoría gobernante australiana, en su empeño
de lograr para su enorme, remoto y rústico país, la consideración de 'civilizado', no le
satisfacía plenamente un himno que trata de un vagabundo, sentenciosamente escrito en
argot local. Por su parte, el estado de Georgia de los Estados Unidos ha adoptado el
popular éxito lento y sentimental de su hijo nativo Ray Charles 'Georgia on My Mind'
con orgullo y cariño.

En Europa y América Latina, los compositores (igual que los poetas nacionales,
escritores, etc.) han pasado a ser símbolos nacionalistas, sobre todo en casos, como
Chopin en Polonia (Mach, 1994), en los que había pocos compositores mundialmente
famosos y países con una identidad territorial y política históricamente inestable. Los
polacos, pese a haber tenido su territorio frecuentemente repartido y a su desarraigo
político, pueden afirmar que poseen un discurso creíble de cultura nacional. Y hasta
Brasil, enorme y excesivo, con su discordancia de culturas, encuentra su expresión
nacional en las infinitas reproducciones y producciones de la samba y de las
trasposiciones musicales 'artísticas' de la mítica novela posmoderna de Mario de
Andrade en 1928 Macunaíma (Stokes, 1994: 71-96). Estos procesos de apropiación son
históricamente fortuitos. Sin embargo, y, como observa Stokes, 'la significación de un
estilo, de un compositor o de una identidad musical nacional multiétnica reemerge en
determinadas circunstancias ideológicas' (Stokes, 1994: 14).

La ascensión de la idea (al menos) de la democracia a las alturas morales dominantes en


el discurso político durante los últimos cincuenta años, ha dado lugar a la
democratización, aunque parcial y no sin dificultades, de los medios de comunicación
nacionales de muchos países. Como consecuencia, toda una amplia serie de estilos y
lenguajes musicales se ha convertido en fuentes legítimas de identidad cultural a veces
incluso en oposición a las sonoridades oficiales de los estados nacionalistas.

No sólo la existencia de estilos e influencias musicales, sino su 'promiscua' mezcla se


puede considerar una amenaza en la gobernabilidad de un estado nacional. Por algo
fueron atacados los músicos clásicos occidentales con la misma brutalidad que lo fueron
los tradicionalistas artísticos confucianos durante la Revolución Cultural china de los
años sesenta. Y en los setenta, Cuba, comprensiblemente enfadada por el empeño
inflexible de los estados Unidos de aislar y derrocar su régimen comunista, barrió de sus
medios de comunicación nacionales toda la música norte americano (increíblemente
popular). ¿Para ser reemplazada por música folk afro-andaluza- gitano-caribeña de la
gente corriente? No, más bien por el musak popular y por las baladas sentimentales de la
radio de la España contemporánea.

La realidad es que cualquier persona o grupo versado en esta simbología de las artes y
con cierto oído musical se puede apropiar de la expresión musical de ideología e
identidad nacional. Los ejemplos en la Europa del Este fin de soviet son abundantes.
Los grupos de música rock eslovenos pusieron en circulación a las figuras heroicas y
símbolos del pasado nacional para debilitar a un gobierno comunista represivo y obtener
una autonomía pacífica (¡!) del resto de Yugoslavia. ¿Qué entrevistador de la CNN no
estaba hipnotizado al menos momentáneamente por 'Cantando la revolución' de
Estonia? Y por supuesto, todos los alemanes de las dos Alemanias cantaron cuando los
berlineses demolieron el Muro.

Los estados nacionales se ponen comprensiblemente nerviosos por las apropiaciones y


expresiones musicales que se emplean para poner de relieve o moldear una identidad
subnacional 'étnica' -en oposición a la identidad cultural. La noción de una identidad
musical étnica implica una política de la cultura en la que los grupos autoidentificados
emplean formas y conceptos de expresión musical para encarnar, hacer realidad y
movilizar un alineamiento y una identificación social de posible resistencia. La tarea del
investigador de antropología tiene que ser entonces analizar cómo funcionan en realidad
las estrategias musicales, tipos, conceptos, y ocasiones de ejecución. Stokes (1994: 8-9),
estudiando la etnicidad musical de Irlanda del Norte, observa la enérgica agresión que
expresa la batería de 'Lambeg drums' tocado por los caminantes de Belfast el Día de los
Orangistas (el 12 de junio). A modo de réplica, los católicos han politizado
profundamente los conjuntos de folclore irlandeses de danza, violín y bodhrán (tambor)
y los pubs en los que tocan, ya sea en Belfast, Londres o Boston. En resumen, la función
de la música en la materialización de la 'tradición' y por lo tanto en las formas de
identidad en teoría tangenciales al estado, implica una multiplicidad de usos, desde las
ceremonias y rituales de 'resistencia', hasta las llamadas a una comunidad histórica y
cultural más profunda que la que representan la clase o el estado ('Madre Rusia';
'Islam'), pasando por los intentos no disimulados de transferir las lealtades culturales a
instituciones y dirigentes políticos, en la práctica incluso a un tipo de multinacionalismo
nacional que suavice las diferencias culturales en las políticas multiétnicas. Uno de los
mejores ejemplos es Estados Unidos donde el concepto de 'multiculturalismo' ha sido
aceptado sinceramente, tanto por los organismos gubernamentales como por los
educativos, como procedimiento de despojar a la diferencia cultural de su componente
político. Por eso, se anima a los niños de las escuelas mejicano-americanas y a las
organizaciones comunitarias de los estados del suroeste a hacer uso de su legado
cultural de canciones, trajes e historia pero no de su desarraigo, sus discapacidades
lingüísticas y de clase, ni la realidad histórica de que donde viven en este momento
pertenecía a Mexico hasta 1848.

No obstante, la música de los mejicano-americanos ha desempeñado una importante


función en la emergencia de una conciencia cultural del Valle de Rio Grande y de la
literatura sobre fronteras y tierras fronterizas en la Antropología. El texto fundacional
del mestizaje mejicano-americano y de la historia social es sin duda 'With His Pistol In
His Hand' (1958) de Américo Paredes, un estudio exhaustivo de las baladas fronterizas
de Rio Grande o corridos, y concretamente, del clásico del género, 'The ballad of
Gregorio Cortez'.

Muchos estudios excelentes han seguido la línea de Paredes. Lo que esta literatura viene
a demostrar tal y como lo aprendí en Lagos hace ya tantos años, es que todas las
músicas de diferentes formas, con palabras o sin ellas, despiertan un sentido del lugar
porque los conocimientos de lugar no son tanto históricos o culturales como sensoriales
y fruto de la experiencia. Y el sentido del lugar que la música crea conlleva siempre las
nociones de diferencia y de frontera social (Stokes, 1994: 3-5). Sin embargo, este
sentido musical de lugar es básicamente el resultado de nuestras diferentes vivencias en
tanto que individuos. Mi Lagos no es el suyo, aunque a usted y a mí nos pueda fascinar
por igual la música de Sunny Ade. Como prueba, basta ver la colección personal de
discos de cualquier aficionado a la música a lo largo de su vida para ver cuántos
intereses e identidades, cuántos espacios de experiencia frecuenta (Stokes, 1994: 4). Y
esta relación fundamental y profunda entre la música y la experiencia personal afecta a
la producción musical misma. La profesionalización musical, si bien aumenta el nivel
técnico e imaginativo del arte musical, no contribuye necesariamente a que la expresión
de la realidad social y de la experiencia sea más fidedigna ni más profunda.
Permítaseme una observación (probablemente discutible). Las personas que viven y
trabajan en actividades no musicales y sólo tocan los fines de semana tienen menos
capacidad técnica para tocar, pero más capacidad para disfrutar que los músicos
profesionales famosos que han tenido que luchar con los horarios de autobuses y
aviones tanto como tuvieron que luchar para dominar sus instrumentos. De aquí, la ruda
belleza y energía de la música de los trabajadores zulúes de la refinería de azúcar
cuando los domingos cantan y bailan sus identidades de 'regimiento' y de distrito en sus
albergues de Durban. Comparad esto con el sentido del lugar que puede evocar una
estrella sueca del rock cantando letras aprendidas en inglés que cuentan cómo el amor
(sorpresa) no dura para siempre. Puede ser que esta última sea 'mejor música'
(dependiendo de quien la escuche). Y no hay que creer a esos 'comunistas primitivos'
(aunque sus críticas de la cultura capitalista suelen ser tan devastadoramente acertadas)
que desechan los productos de las casas de discos de música comercial por ser algo que
agrede los oídos de los oyentes demasiado dominados culturalmente para darse cuenta.
Lo que indican los estudios existentes sobre esta cuestión es que, sorprendentemente o
quizá no tanto, aunque un 'hit' se debe desde luego en alguna medida a una buena
técnica comercial, no hay publicidad ni técnica de distribución capaz de hacer que una
canción sea un éxito como tampoco de impedirlo.

Al final, aunque la música, como la cultura, se localiza fundamentalmente en la


psicología individual y de las emociones, son sus cualidades sociales las que cobran
más importancia en el programa de investigación de una antropología de la música.
¿Qué es la ejecución en último término? El famoso folclorista americano Richard
Bauman me dijo una vez sencillamente: 'La ejecución es asumir la responsabilidad de
exhibir una competencia comunicativa ante una audiencia'. Sólo eso; y la antropología
de la música consiste en entender las respuestas emotivas e imaginativas de las personas
a la expresión sonora de la experiencia y de la sociabilidad humana. Si la música es el
vino del amor, sigamos bebiendo.
Traducido del inglés

Notas

1. Hay notables excepciones, por ejemplo: la Escuela de Estudios Orientales y


Africanos de Londres, la Universidad de Nueva York - la Universidad de Indiana,
Bloomington, la Universidad de Texas - Austin Northwestern University y mi propia
Universidad de Witwatersrand de Johannesburgo.

2. Clifford Geertz fue un discípulo distinguido del gran sociólogo Talcott Parsons en
Harvard durante el decenio de 1950 y su proyecto interpretativo debe mucho a los
puntos de vista de Parson sobre la cultura, en su última etapa.

3. La modestia debería impedirme mencionar mi propia obra de este período, In


Township Tonight! South Africa's Black City Music and Theatre (1985), un estudio que
combinaba el enfoque interpretativo con una etnología histórica británica post-'Escuela
de Manchester' dominante por entonces en la antropología sudafricana. Esta obra viene
a cuento dentro de este debate porque, aunque trataba de la música, sirvió de
introducción, tolerablemente profunda, a la vida urbana de la comunidad negra en
Sudáfrica.

4. Se trata de una parafrásis mía de la observación que hizo, hace muchos años, Barbara
Babcock-Abrahams a Richard Bauman. Ambos son famosos antropólogos de la
ejecución.

5. Estas afirmaciones proceden de mis contactos con miembros de la Indiana University


School of Music (Bloomington) y del International Council of Symphony and Opera
Musicians (ICSOM) entre los cuales realicé un estudio de investigación sobre
cuestiones profesionales en 1981.

6. Afirmado en repuesta a una ponencia mía sobre la canciones de los migrantes


Basotho en Rice University, Houston, en septiembre de 1994.

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