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ASPECTOS COTIDIANOS DE LA FORMACION DEL ESTADO A GILBERT M. JOSEPH « DANIEL NUGENT COMPILADORES Gilbert M. Joseph y Daniel Nugent (compiladores) Aspectos cotidianos de la formacién del estado La revolucién y la negociacion def mando en el México moderno BIBLIOTECA LUISGONZAI EL COLEGIO DE MICHOA' iN Coleccién Problemas de México oO Ediciones Era | el prdlogo, traduccién de Paloma i (pp. 143-74), que tradujo Ramén urmation, (Modern Mexico j1994 as de México: 2002 ‘eproducide totat o parcialmente, por escrito del editor. pur, the publishers, [ [ =} INDICE Prologo a esta edicion ® Gilbert M. Joseph Prdlogo # James C. Scott La formacidn del estado * Philip Corrigan L PROLEGOMENOS TEORICOS . Cultura popular y formacién del estado en el México revolucionario * Gilbert M, Joseph y Daniel Nugent Armas y arcos en el paisaje revolucionario mexicano ® Alan Knight Il. ESTUDIOS EMPIRICOS Reflexiones sobre las ruinas: formas cotidianas de formacién del estado en el México decimonénico ™ Florencia E. Malion Para repensar la movilizacién revolucionaria en México: Las temporadas de turbulencia en Yucatiin, 1909-1915 * Gilbert M. Joseph ‘Tradiciones selectivas en la reforma agraria y la lucha agraria: Cultura popular y formacién del estado en el ejido de Namiquipa, Chihuahua ® Daniel Nugent y Ana Maria Alonso Ii. REGAPITULACION TEORICA // Hegemonia y lenguaje contencioso © William Roseberry Formas cotidianas de formacién del estado: algunos comentarios disidentes acerca de la “hegemonia” ™ Derek Sayer Notas Bibliografia il 17 25 31 53 105, 143 175 213 227 239 259 Ala memoria de Daniel Nugent PROLOGO A ESTA EDICION « Gilbert M. Joseph Este volumen centra su atencién en el México moderno para exa- minar un problema que posee extraordinaria relevancia contempo- rénea: la manera en que las sociedades y culturas locales, los proce- sos de violencia social y los estados se articulan histéricamente. La idea surgi de una serie de discusiones que tuvimos Daniel Nugent, Marfa Teresa Koreck y yo en el Center for US-Mexican Studies en La Jolla, California, donde fuimos investigadores visitantes a finales de los ochenta. Los tres acordamos que, a pesar de los impresio- nantes progresos habidos desde fines de los sesenta, los estudios hist6ricos sobre la revolucién mexicana habian cafdo en una espe- cie de camino trillado. Los investigadores mexicanos y extranjeros seguian emitiendo monografias locales impecablemente funda- mentadas y habjan aparecido en escena, tras varias décadas de es- pera, las primeras sintesis nacionales. Sin embargo, el debate se- guia s6lo canales predecibles. ¢Habia sido la revolucién, con todo y sus lacras, un hecho verdaderamente popular, tan popular que marcé diferencias significativas en la forma en que el poder y los recursos se distribuyeron y administraron a partir de ese momento? 20 habia sido traicionada Ia revoluci6n por sus propios y maquiavé- licos (no tan) revolucionarios lideres y el poderoso estado central que ellos habjan revivido? Desde lnego, ambos bandos tenian argumentos que esgrimir, y los estudiosos los reciclaban interminablemente, afadiéndoles nue- vos datos locales o regionales con cada reiteracin sucesiva. A pesar de ello, nos parecia que desde el punto de vista interpretativo, los investigadores parecian entregados a transformar un complejo pro- ceso revolucionario —que era él mismo parte de un tejido histérico mas amplio y con mtiltiples hebras— en un tinico acontecimiento. Al hacerlo se alineaban con la versién historiogréfica del proverbial “empate mexicano”. En un banda, el acontecimiento era sefialado como el momento culminante de la lucha heroica en Ja historia mexicana; en cl otro, se consideraba que marcaba el triunfo final del estado sobre el pueblo. Infortunadamente, pocas veces se estu- diaba la revolucié6n mexicana como un proceso culturalmente com- Bl plejo e histéricamente generado, de manera que pudiera iluminar Ja relacién reciproca existente entre nociones abstractas tales como “el estado” y “el pueblo”. Como nuestras conversacioues en torno a estas inquietudes em- pefiaban a incluir una gama mas amplia de colegas al norte y al sur del rio Bravo, planeamos un simposio de investigacién que incor- porara personas que estaban trabajando creativa e interdisciplina- riamente sobre temas empiricos y tedricos similares en otras partes del mundo, Se realizé una conferencia internacional sobre “Cul- tura popular, formacién del estado y revolucién mexicana” en el Center for US-Mexican Studies, en 1991. Alli un distinguido con- Junto de “mexicanistas”, tanto reconocidos como mas jévenes, pudo dialogar con William Roseberry, Derek Sayer, Philip Corrigan y James Scott, estudiosos que habian producido estimulantes trabajos sobre temas como la formaci6n del estado, la cultura, la resistencia y Ja conciencia populares en el Sudeste Asiatico, Europa y otras par- tes de América Latina. Los cuatro dias de intensa discusién y deba- te de este elenco diverso e interdisciplinario tuvieron como resul- tado alterar y enriquecer los marcos de referencia en que debfan considerarse el estado y la participacién popular antes, durante y después de “La Revolucién”. Nuestras muchas deudas con las fundaciones, instituciones ¢ in- dividuos que nos permitieron financiar, planear y llevar a cabo el encuentro de La Jolla y después escribir este libro se enumeran en la edici6n en inglés de'1994, Everyday Forms of State Formation, publi- cada por Duke University Press. Aqui, quieso reiterar mi profunda gratitud a Wayne Cornelius, el director de] Center for US-Mexican Studies, y a su-personal, que han impulsado tantos encuentros y han ampliado las fronteras de los estudios mexicanos. También quiero reiterar mi gratitud a aquellos colegas que ayudaron a dar forma al encuentro. Las ideas y la energia de Terri Koreck fueron particularmente utiles en la organizacién del encuentro. Ademas de los autores cuyo'trabajo aparece en este volumen, quiero tam- bién agradecer a las siguientes personas que aportaron en La Jolla hallazgos de investigacidn y comentarios que mejoraron sustan- cialmente el debate que aparece en estas paginas: Roger Bartra, William Beezley, Ann Craig, Adolfo Gilly, Peter Guardino, Alicia Hernandez Chavez, Friedrich Katz, Martha Lampland, Jane-Dale Lloyd, Frans Schriyer, Daniela Spenser (quien generosamente ley6 las galeras de esta edicién), Paul Vanderwood y Eric Van Young. 12 Otros participantes, Romana ol Becker, Armando Bartra, Jan Rus ensayos a la edicién original en estos capitulos en la presente edi jos u otros relacionados con ellos México. El prematuro deceso de mi c: 1997 {y el de Bill Roseberry en 2000) ra de este prefacio, Daniel y yo h; podriamos compartir este volum quienes estaba en. gran medida era su capacidad para reunir a las ras entre campos de estudio, af] ciales, posiciones ideoldgicas, cult grar que realmente hablaran, o mejc entre si. No s6lo aporté sus durad piricas a Ja “historia antropolégi México y América Latina, sino que i hacer las nuestras, Nunca tuve un Hegue a tenerlo. Esta edicién est Como el encuentro de La Jolla volumen est4 estructurado en la for investigaciones empiricas. Los en: en las partes 1 y 3 se ocupan de la cionario y posrevolucionario, la pert ces en fa teorfa social para los estu hegemonia, la naturaleza y el pod ras para el estudio de la cultura pop de localidades tan distantes y dive Ja Sierra de Pucbla; pueblos indig movilizaciones “espontdneas” desorg: formales; la historia académica y la Los acontecimientos que se hi rrido desde que este proyecto sobre del estado fue concebido no han dad del yolumen. En 1987, cuans yecto, tenfamos como el telén de ft México y Ja erupcién de un Soff e ' Los estudios de la abreviada | denismo- que la mayoria de los i manera que pudiera iluminar re nociones abstractas tales como i torno a estas inquietudes em- implia de colegas al norte y al sur sio de investigacién que incor- pindo creativa e interdisciplina- te6ricos similares en otras partes ‘ggncia internacional sobre “Cul- U: revolucién mexicana” en el 1991. Alli un distinguido con- onocidos como mis jévenes, pudo jerek Sayer, Philip Corrigan y roducido estimulantes trabajos sl estado, la cultura, la resistencia ste Asidtico, Europa y otras par £: de intensa discusién y deba- isciplinario tuvieron como resul- s de referencia en que debian f i6n popular antes, durante y 1s fundaciones, instituciones e in- ciar, planear y Hevar a cabo el ir este libro se enumeran en day Forms of State Formation, publi- ai, quiero reiterar mi profunda [ic del Center for US-Mexican 1 impulsado tantos encuentros y fer mexicanos. También 'os colegas que ayudaron a dar mnergia de Terri Koreck fueron nizacién del encuentro. Ademas | en este volumen, quicro tam- nas que aportaron en La Jolla ientarios que mejoraron sustan- estas paginas: Roger Bartra, T Gilly, Peter Guardino, Alicia tz, Martha Lampland, Jane-Dale pger (quien generosamente leyé [fracrwood y Eric Van Young. Otros participantes, Romana Falcén, Elsie Rockwell, Marjorie Becker, Armando Bartra, Jan Rus y Barry Cary, aportaron valiosos ensayos a Ia edicion original en inglés. Ediciones Era ha omitido estos capitulos en la presente edicin, dado que los mismos traba- jos u otros relacionados con ellos ya tenian amplia difusién en México. El prematuro deceso de mi co-compilador Daniel Nugent en 1997 {y el de Bill Roseberry en 2000) me vuelve agridulce la escritu- ra de este prefacio. Daniel y yo habiamos esperado el dia en que podriamos compartir este volumen con los lectores mexicanos a quienes estaba en. gran medida dirigido. El mayor don de Daniel era su capacidad para reunir a las personas -a través de las fronte- ras entre campos de estudio, disciplinas, generaciones, grupos s0- ciales, posiciones ideoldgicas, culturas y nacionalidades- y luego lo- grar que realmente hablaran, o mejor, discutieran productivamente entre si. No slo aporté sus duraderas contribuciones tesricas y em- piricas a la “historia antropolégica” de Namiquipa, Chihuahua, México y América Latina, sino que ayudé a muchos de nosotros a hacer Jas nuestras, Nunca tuve un colega mas generoso y dudo que Negue a tenerlo, Esta edicién estd dedicada a su memoria. Como el encuentro de La Jolla y la edicién original, el presente volumen estd estructurado en la forma de un didlogo entre teorfae investigaciones empiricas. Los ensayos que enmarcan el volumen en las partes 1 y 3 se ocupan de la historiografia del México revolu- cionario y posrevolucionario, la pertinencia de los recientes avan- ces en la teoria social para Jos estudios mexicanos, el cardcter de la hegemonia, la naturaleza y el poder del estado, y las directivas futu- ras para el estudio de Ja cultura popular y la formacion del estado. Los estudios de la abreviada seccién intermedia del libro se ocupan de localidades tan distantes y diversas como Chihuahua, Yucatén y la Sierra de Puebla; pueblos indigenas y comunidades campesinas; movilizaciones “espontineas” desorganizadas y luchas politicas mas formales; la historia académica y la historia popular. : Los acontecimientos que se han presentado en el lapso transcu- trido desde que este proyecto sobre cultura popular y formacién del estado fue concebido no han hecho sino aumentar la actuali- dad del volumen. En 1987, cuando empezamos a planear el pro- yecto, teniamos como el telén de fondo un crecimiento cero en México y la erupcién de un fenémeno politico popular -el neocar- denismo~ que la mayoria de Jos estudiosos, siguiendo al Prr gobier 13 no,| parecian decididos a ignorar. Dos afos més tarde, coincidien- do con el colapso del mal Hamado bloque “soviético” de Europa oriental, e] estado mexicano empezé a desmantelar las institucio- nes y el discurso legitimador de su propia revolucién. Lo hizo con escasa oposicién de Ja izquierda tradicional, que siempre estuvo no- toriamente impreparada para ver mAs alld de sus ortodoxos mode- los europeos. Entre tanto, en el mundo académice occidental, la revolucién y los movimientos sociales estaban dejando de ser mer- cancias intelectuales a la moda. Los estudios “revisionistas” sobre las revoluciones traicionadas estaban en el proscenio. Versiones iz- quierdistas y derechistas de “E] fin de la historia” lenaban las publi- caciones académicas y los circuitos de conferencias. En 1991, nos reunimos en La Jolla en plena Guerra del Golfo, en medio de una tormenta propagandistica del gobierno de Bush (el padre), la ius: tracién mas clara de Ja capacidad del estado para construir marcos discursivos de que se tenga recuerdo. Cuando Everyday Forms of State Formation aparecié por primera vez, en 1994, el orden neoliberal es- taba consolidandose rapidamente a ambos lados de la frontera. En Ia ciudad de México, intelectuales que algunas generaciones atrés podrian haber colaborado en Regeneracién ahora reescribjan los li- bros de texto para Ja educacién publica con el fin de renovar los discursos liberales y modernizadores del pasado para el recién in- augurado Tratado de Libre Comercio. En ese momento, Nugent y yo coincidimos con muchos de nuestros colegas mexicanos en se- fialar que no bastaba escribir un nuevo réquiem de Ja Revolucién Mexicana: eso ya se habia hecho, varias veces y desde distintos sec- tores. Lo que realmente se necesitaba era una nueva forma de in- terpretar el pasado revolucionario mexicano y sus legados popula- res, una nueva forma que pudiera cabalgar sus largas ondas y no fuera sorda a sus multiples voces y dialectos, como Jos que estaban entonces surgiendo de las montarias y las selvas de Chiapas, Ese tipo de critica, generada a través de la experiencia y de una res- puesta imaginativa a las formas de opresién, control y mando, era la que Everyday Forms... queria estimular. Ocho anos después, al entrar en prensa la edicién en espafiol, me parece que ese estimulo nunca ha sido més necesario. Desde julio de 2000, un nuevo gobierno panista ha procurado agresiva- mente borrar los simbolos y el recuerdo del pasado revolucionario 1En espaiiol en el original .[T.] 14 de México asi como los vinculos dl tenia con él. El presidente Vicente F. revolucién mexicana, basada en =f] do, la contraccidn del estado, una 1917 y una sociedad mas estrecha co tras México (y el resto del mundo: neoliberalismo —un proyecto glol vas econdmicas “flexibles”, la “democ Jos inversionistas individuales poi plian las desigualdades econ] mueve la metédica destruccion di vas de sociabilidad-, pareceria habe populares viables. Qj El gran interés suscitado por el populares como El Barzén ha descer han cedido el paso a un embotell: brosa desconexi6n entre el debate} de la gente. FE] estado habla cada vez diciendo y haciendo cada vez me! mexicanos, la “revolucién neolib concatenacién de sonoras cifras macroeconémicos que no los han b beneficien, El pasado revolucionar fl poderosos significados locales, h pero no se ha sustituido con nada. Cc cambiar la Constitucién de 1917 Jas demandas populares y base d muchos mexicanos tienen una intens una expropiacién econémica y ci yuntura, cuando los estudios sobr; procesos revolucionarios ya no est! radigmas inspirados para conectar k Ja accién, un libro cuyo propésicdlt bras de la historia revolucionaria tatal reciprocamente negociada que importancia critica como fuente 4 i... afos mds tarde, coincidien- ado bloque “soviético” de Europa z6 a desmantelar las institucio- propia revolucién. Lo hizo con radicional, que siempre estuvo no- ‘4s alld de sus ortodoxos mode- undo académico occidental, la “Tales estaban dejando de ser mer- Los estudios “revisionistas” sobre 1p en el proscenio. Versiones iz- le la historia” Henaban las publi- tos de conferencias. En 1991, nos PPrra del Golfo, en medio de una lerno de Bush (el padre), 1a ilus- Adel estado para construir marcos go. Cuando Everyday Forms of State en 1994, el orden neoliberal es- a ambos lados de la frontera. En s que algunas generaciones atras ieracién ahora reescribian los li- hiblica con el fin de renovar los lores del pasado para el recién in- cio. En ese momento, Nugent y {S. colegas mexicanos en se- i nuevo réquiem de la Revolucién varias veces y desde distintos sec- [== era una nueva forma de in- 48 mexicano y sus legados popula- 2ra cabalgar sus largas ondas y no | dialectos, como los que estaban jfas y las selvas de Chiapas. Ese 8s de la experiencia y de una res- io” control y mando, era ular. “en prensa la edicién en espafiol, a ha sido mas necesario. Desde oe ha procurado agresiva- Muerdo del pasado revolucionario. Q co | (OE [ tee de México asi como los vinculos institucionales que el estado aun tenia con él. El presidente Vicente Fox ha prometido una segunda revolucién mexicana, basada en las reformas neoliberales al merca- do, la contraccién del estado, una alteracién de la Constitucién de 1917 y una sociedad mas estrecha con Estados Unidos. Pero mien- tras México (y el resto del mundo) sigue en el puiio de hierro del neoliberalismo —un proyecto global que en nombre de las alternati- vas econdmicas “flexibles”, la “democratizacién” y los “derechos” de los inversionistas individuales pone en practica politicas que am- plian las desiguaidades econémicas, siembra la inseguridad y pro- mueve la metédica destruccién de las estructuras y formas colecti- vas de sociabilidad-, pareceria haber menos alternativas politicas populares viables. El gran interés suscitado por el EZLN y otros movimientos sociales populares como El Barz6n ha descendido; las promesas electorales han cedido el paso a un embotellamiento legislativo y a una asom- brosa desconexién entre el debate legislativo y las preocupaciones de la gente. El estado habla cada vez més fuerte, pero parece estar diciendo y haciendo cada vez menos. Para la gran mayoria de los mexicanos, la “revolucién neoliberal” parece un espejismo, una concatenacién de sonoras cifras mercantiles y otros indicadores macroeconémicos que no los han beneficiado y tal vez nunca los beneficien. El pasado revolucionario mexicano, que sigue teniendo poderosos significados locales, ha sido unilateralmente borrado pero no se ha sustituido con nada. Como el estado neoliberal busca cambiar la Constitucién de 1917 -la negociacién quintaesencial de las demandas populares y base del moderno estado mexicano-, muchos mexicanos tienen una intensa sensaci6n de estar sufriendo una expropiacién econémica y cultural. Precisamente en esa co- yuntura, cuando tos estudios sobre los movimientos sociales y los procesos revohicionarios ya no estan de moda, y existen pocos pa- radigmas inspirados para conectar fa investigacién académica con la accién, un libro cuyo propésito es excavar en las miltiples he- bras de la historia revolucionaria de México y en la comunidad es- tatal reciprocamente negociada que surgié de ella adquiere una importancia critica como fuente de empoderamiento popular. New Haven, Connecticut Junio de 2002 15 PROLOGO a James C. Scott La mayoria de Jos simposios y conferencias, y las compilaciones de ensayos a que de vez en cuando dan lugar, alcanzan, en el mejor de los casos, una tenue unidad temitica. Se asemejan, segtin la reve- ladora frase de Barrington Moore, a un “desayuno de perros”. En tales casos los compiladores tienen que esforzarse mucho para ela- borar un tenue hilo conceptual que dé unidad a los ensayos y con- venza al escéptico lector de que todos forman parte de la misma em- presa analitica. A diferencia de ellos, este volumen, asi como la conferencia que Jo generé, comenzaron con wn problema definido de manera muy precisa. El resultado es una recopilacién de ensayos que posee un grado de riqueza empirica y de unidad tematica poco frecuente. En gran medida ello se debe a Gil Joseph y a Daniel Nugent por haber distinguido y planteado con gran claridad los temas relacio- nados con la formacién del estado, la cultura popular y la revolu- cién mexicana. Y también es necesario dar crédito a aquellos auto- res que asumieron la responsabilidad de esclarecer algunos de los principales temas conceptuales, especialmente a Alan Knight, Bill Roseberry y Derek Sayer. Por tltimo, mirabile dictu, los autores de cada uno de estos ensayos empiricos abordan de manera directa las espinosas relaciones entre los procesos hegeménicos y la resisten- cia contra ellos en cada parcela de la experiencia mexicana que examinan. Dicho de otra manera, todos son parte de la misma con- versacién, de la misma comunidad discursiva. No soy, ni siquiera remotamente, un mexicanista. Y aunque he meditado sobre los temas de Ia hegemonia, la dominacién y la resis- tencia en el contexto del sudeste de Asia, un prdlogo dificilmente seria el espacio apropiado para plantear complejos problemas con- ceptuales ya no digamos para resolverlos. Lo que puedo hacer es sugerir algunas lineas de investigacién comparativa que sospecho que podrian ser fructiferas y, si ello no suena demasiado irresponsa- ble, insinuar unas cuantas preguntas provocativas acerca de la hege- monia para las cuales no pretendo tener respuestas definitivas, 17 éCual fue Ja experiencia local de la revoluci6n mexicana? ¢Cémo encarn6 esta experiencia en los valores y las practicas locales? ;Qué relacién guardaron esos valores y practicas locales con el estado pos- revolucionario mexicano y con el culto ala revolucién que el estado oficializé? De una u otra manera, estas preguntas son consideradas por pricticamente todos los autores de este libro. Al leerlos, hago hincapié en evaluar el diverso grado en que los representantes del estado prevalecieron (por ejemplo, al establecer y mantener un alto grado de consenso hegem6nico). Dado que, como la mayoria de los autores concuerda, tales cuestiones son metodolégicas y no permiten respuestas estaticas o binarias, la atencidn se centra en jos términos del equilibrio politico asf creado —sujeto a continuas ne- gociaciones y fragil por naturaleza. También se plantea una cues- tién examinada con mucho menor frecuencia (que es a la vez mas dialéctica y gramsciana): ¢hasta qué punto ha influido sobre el pro- pio proyecto hegemGnico del estado el vigor de la experiencia po- pular y de las expectativas populares movilizadas por la revolucién? Las preguntas planteadas en los ensayos que siguen tienen cierto aire en comtin con el inmenso y erudito didlogo sobre el significa- do y la herencia de la revolucién francesa, Maurice Agulhon, en su memorable trabajo La République aw village, se hizo muchas de las mismas preguntas acerca de las variantes locales de la revolucién francesa (Agulhon 1970). Comprendié que 1a revolucién ostenta- ba, en todas partes, las huellas de su particular desarrollo local. En la medida en que la estructura social y econémica y los actores y tiempos del proceso revolucionario de cualquier localidad eran sin- gulares, podia decirse que cada municipalidad y cada pueblo ha- bian tenido su propia y particular revolucién. Para un pueblo, la quema de las listas de las deudas feudales podia ocupar un lugar central, para otro, lo era la ocupacién de Ios bosques y de las prade- ras; para otro Io fue la conscripcién posrevolucionaria y las amena- zas contra los sacerdotes de Ja parroquia del pueblo (como en la “contrarrevolucionaria” Vendée), y para otro més, el fin de un onero- so diezmo. Desde luego, hubo divisiones en el seno de las comuni- dades y, en principio, hasta podria decirse que cada familia (0, para el caso, cada individuo) tuvo su propia revolucién francesa. Agul- hon también se pregunté, como lo hacen aqui muchos de Ios auto- res, cual habia sido exactamente el sedimento institucional, simbo- lico y ritual de largo plazo que Ja revolucién habia dejado. Si la revolucién francesa puede servirnos aqui como ejemplo (y yo su- 18 i | | | i pongo que si), los. mexicanos y wold en torno de la revolucién mexicana un siglo. Como no mexicanista interesad | asuntos de la dominacién, encuentre fana especificidad y variedad de descritas aqui, Cualquier caso em} es siempre més rico que las gener: de él. Aprovechando la riqueza de los gunas breves observaciones. Una revolucién es también un i que un régimen previo se desinteg nuevo régimen se ha instalado con| que muy pocas veces ha sido ex: descripciones estato-centristas de un nera caracteristica, su anarquia, ¢: para muchos ciudadanos y coef] fiodo notable, sin impuestos ni vigt que pueden revertirse las injusticias; tonomia. En lugar de la “sobera Charles Tilly, el término “vacfo d puede ser mas util. Por lo tanto, cor rregno puede ser concebido com veces pacifica, a veces violenta, po} Uno de los propdsitos de tales recon local “folkisrica” de la revolucién volucionario. Con frecuencia los it Asf, para los habitantes de Namiquipt Alonso, la revolucion no incluyé ale ni sus impuestos tributarios; y pa: -examinado por Elsie Rockwell (Jos ci6n significé el final de los impuesto: Orlando Figes (1989) ha exami sefianza, impuestos, reparto agrari cias de la Rusia europea durante ef b nario para poder comprender algo comunidad campesina. Por divers milar, como la que tan acertadame. * En esta edicion, se ha hecho una sele: cidn original de este libro, Joseph y Nugent i. la revolucién mexicana? sCémo s valores y las practicas locales? ¢Qué i practicas locales con e] estado pos- culto a Ia revolucién que el estado ra, estas preguntas son consideradas, res de este libro, Al leerlos, hago lado en que los representantes del mplo, al establecer y mantener un Enico). Dado que, como la mayoria uestiones son metodoldgicas y no narias, Ja atencidén se centra en los © asi creado ~sujeto a continuas ne- i: También se plantea una cues- or frecuencia (que es a la vez mas 1 qué punto ha influido sobre el pro- do el vigor de la experiencia po- res movilizadas por la revolucién? ‘los ensayos que siguen tienen cierto erudito didlogo sobre el significa- francesa. Maurice Agulhon, en su e au village, se. hizo muchas de las as variantes locales de la revolucién bts que la revolucién ostenta- su particular desarrollo Jocal, En a social y econémica y los actores y rio de cualquier localidad eran sin- | municipalidad y cada pueblo ha- ular revolucién. Para un pueblo, la las feudales podia ocupar un lugar icién de los bosques y de Jas prade- 46n posrevolucionaria y las amena- .parroquia del pueblo (como en la i para otro més, el fin de un onero- ivisiones en el seno de las comuni- dria decirse que cada familia (0, para propia revolucion francesa. Agul- lo hacen aqui muchos de Jos auto- te el sedimento institucional, simbd- la revolucién habia dejado. Si la Fanos aqui como ejemplo (y yo su- anor L. pongo que si), los mexicanos y los mexicanistas todavia debatiran en torno de la revolucién mexicana y su herencia durante mas de un siglo. Como no mexicanista interesado en la historia agraria y en los asuntos de la dominacién, encuentro de abrumador interés la did- fana especificidad y variedad de las experiencias revolucionarias descritas aqui. Cualquier caso empirico cuidadosamente detallado es siempre mas rico que las generalizaciones que puedan extraerse de él. Aprovechando la riqueza de los estudios de caso, aventuro al- gunas breves observaciones. ‘Una revolucién es también un interregno. Entre el momento en que un régimen previo se desintegra y el momento en que un nuevo régimen se ha instalado con firmeza, hay un terreno politico que muy pocas veces ha sido examinado con detenimiento. Las descripciones estato-centristas de un periodo asi subrayan, de ma- nera caracteristica, su anarquia, caos ¢ inseguridad. Sin embargo, para muchos ciudadanos y comunidades, puede representar un pe- riodo notable, sin impuestos ni vigilancia estatal, un periodo en el que pueden revertirse las injusticias; en surna, un paréntesis de au- tonomia. En lugar de la “soberanfa dual”, tan bien descrita por Charles Tilly, el término “vacfo de soberania” o “soberanja local” puede ser mas tiul. Por lo tanto, con frecuencia el final del inte- rregno puede ser concebido como una reconquista del campo, a veces pacifica, a veces violenta, por los agentes del estado sucesor. Uno de los propésitos de tales reconquistas es sustituir la variante local “folklérica” de la revolucién por Ja versién oficial de orden re- yolucionasio, Con frecuencia los impuestos son motivo de disputa. Asi, para los habitantes de Namiquipa que describen Nugent y Ana Alonso, la revoluci6n no incluyé al ejido sancionado por ef estado ni sus impuestos tributarios; y para el campesinado de. Tlaxcala, examinado por Elsie Rockwell (Joseph y Nugent 1994),* Ia revolu- cién significé el final de Jos impuestos a la ensefianza. Orlando Figes (1989) ha examinado las practicas locales de en- sefianza, impuestos, reparto agrario y gobierno en diversas provin- cias de la Rusia europea durante el breve interregno posrevolucio- nario para poder comprender algo de las politicas auténomas de la comunidad campesina. Por diversos motivos, una investigacién si- milar, como la que tan acertadamente se inicia con este libro, pare- + En esta edicién, se ha hecho una seleccién de los articulos incluidos en la edi- cidn original de este libro, Joseph y Nugent 1994, Ver “Prétogo a esta edicién”, p. 11. 19 ce atin mas importante para México. En primer lugar, porque el in- terregno fue mucho mds prolongado en México que en Rusia. En segundo, porque la revolucién mexicana fue, en una medida mu- cho més amplia que la rusa, una constelacion de revoluciones loca- les que se habian arraigado mucho antes de que se creara el nuevo estado. Y por tiltimo, el estado revolucionario mexicano fue (gtuvo. que ser?) mucho més conciliador —que el ruso- con las exéticas va- tiedades locales que encontr6. Los diversos autores de este libro parecen concordar en que si hay un hecho social basico que condiciona la forma posrevolucio- naria de las relaciones del estado con las comunidades, es la expe- riencia local de la movilizacién politica y militar. Esta muy bien exa- minar las diferencias entre los valores y rutinas arraigados en Ja cultura popular y aquéllos representados Por el estado y sus agen- tes. Sin embargo, en este caso, esos valores populares con frecuen- cia fueron la base de la movilizacién que a su vez produjo los sacri- ficios, la ira, la: memoria y los patrones de accién colectiva que transformaron a la gente ya sus comunidades. La gente no “tenia” simplemente los valores que preferia; se habian demostrado a si mismos y a los demas que podian estatuir e imponer esos valores, muchas veces contra circunstancias muy desfavorables. Los ensayos de Joseph, de Knight y de Nugent y Alonso hacen hincapié en el ca- pital simbdlico y politico generado por esa experiencia, en tanto que Florencia Malion nos recuerda que esa movilizacién y los valo- res que la alimentaron tenfan una prehistoria -por lo menos en Puebla~ en Ja guerra civil de finales de la década de 1850. En Rusia también hubo un “ensayo general” en 1905, pero la movilizacién rural no estuvo ni de cerca tan extendida ni tan institucionalizada como en México. Esta diferencia puede servir en parte para expli- car la duracién del.interregno en México, la tenacidad de sus hete- rodoxias locales y las concesiones que el estado estuvo obligado a hacer. Pero tal vez no sirve para explicarla por completo. Aunque el estado posrevolucionario mexicano es indudablemente produc- to de la Ilustracién y de las ideas decimonénicas sobre el progreso cientifico, al parecer estaba mucho menos determinado que Lenin a imponerle a la sociedad, por la fuerza y sin importar el precio, un molde utépico moderno y centralista. 2Cudn “arraigada” esta la revolucién en la comunidad yen la cultura popular? Esta es Ja pregunta que Agulhon se formula, y también muchos de los autores de este libro. Hay que notar, sin 20 embargo, que plantearse esto no ll tan cerca estén —normativa e institu local y nacional de la revolucién. memente arraigada a pesar de pi sustanciales, siempre que el estado n tar esas diferencias. El ensayo de en forma cnidadosa como la cocuel] que se honran criterios minimos nac mismo tiempo, alberga intereses |. rios, por lo menos muy diferentes, coinciden, pero tampoco son fuent! misma manera, uno imagina que el c: cionario de Michoacan, descrito Nugent 1994), pudo no satisfacer arzobispo. No obstante, desde hace : hecho las paces, si no con toda, sf popular. 1] Si el grado de desalineamiento no un indicador confiable de conflic! desalineamiento institucional pue esperar que el sincretismo institucit inconsttil entre la revolucién nacion respuesta -si comprendi el signi (Joseph y Nugent 1994) es jnol Ei dades tradicionales (escribas-principa emplean han legado a representa nario. Yen el proceso, también se centralizacién y de fa influencia ladi: fensa de la tradici6n. Lejos de legit; lizada”, el sincretismo resultante si La dindmica que Rus describe es i andlisis de Romana Falcon (Joseph ra en que el porfiriato asimilé a lo! Jefacuras politicas, y cémo esa asim gimen de Diaz con el ejercicio arbi tandole, por lo tanto, legitimidad el sincretismo institucional no legi mite a los representantes locales del e los valores revolucionarios que s we t 1. En primer lugar, porque el in- ongado en México que en Rusia. En exicana fue, en una medida mu- feces de revoluciones loca- acho antes de que se creara el nuevo volucionario mexicano fue (gtuvo que el raso~ con las exéticas va- libro parecen concordar en que si ondiciona la forma posreyolucio- con las comunidades, es la expe- politica y militar. Esta muy bien exa- alores y rutinas arraigados en la [kes por el estado y sus agen- esos valores populares con frecuen- i6n que a su vez produjo los sacri- ‘Papatrones de accién colectiva que 1s comunidades. La gente no “tenia” feria; se habian demostrado a si In estatuir e imponer esos valores, as muy desfavorables. Los ensayos ent y Alonso hacen hincapi¢ en el ca- i: por esa experiencia, en tanto ida que esa movilizacién y los valo- . una prehistoria —por lo menos en Jes de la década de 1850. En Rusia igeal” en 1905, pero la movilizacién rextendida ni tan institucionalizada ja puede servir en parte para expli- |) México, la tenacidad de sus hete- és que el estado estuyo obligado a ra explicarla por completo. Aunque icano es indudablemente produc- decimondnicas sobre el progreso acho menos determinado que Lenin fuerza y sin importar el precio, un lista. evolucién en la comunidad y en la cegunta que Agulhon se formula, y de este libro. Hay que notar, sin embargo, que plantearse esto no es lo mismo que preguntarse qué tan cerca estan —normativa e institucionalmente— las expresiones local y nacional de ta revolucién, Una revolucién puede estar fir- memente arraigada a pesar de presentar diferencias normativas sustanciales, siempre que el estado no esté comprometido a aplas- tar esas diferencias. El ensayo de Rockwell, por ejemplo, muestra en forma cuidadosa cémo la escuela es un terreno negociado en el que se honran criterios minimos nacionales/burocraticos y que, al mismo tiempo, alberga intereses locales, si no opuestos a esos crite- rios, por lo menos muy diferentes. Las dos visiones de la escuela no coinciden, pero tampoco son fuente de grandes conflictos. De esa misma manera, uno imagina que el catolicismo popular prerrevolu- cionario de Michoacdn, descrite por Marjorie Becker (Joseph y Nugent 1994), pudo no satisfacer los patrones de ortodoxia de un. arzobispo. No obstante, desde hace mucho la iglesia mexicana ha hecho las paces, si no con toda, si con gran parte de la heterodoxia popular. Si el grado de desalineamiento normativo no es necesariamente un indicador confiable de conflicto, entonces quizds el grado de desatineamiento institucional pueda serlo. ;Acaso no deberiamos esperar que el sincretismo institucional sirva para hacer una tama inconsutil enwe Ja revoluci6n nacional y Ja local? La sorprendente respuesta -si comprendi el significado del ensayo de Jan Rus (oseph y Nugent 1994)- es jno! En los Altos de Chiapas, las autori- dades tradicionales (escribas-principales) y el sistema de cargos que emplean han Ilegado a representar el aparato de poder revolucio- nario. Y en el proceso, también se han convertido en agentes de la centralizacion y de la influencia ladina, todo en nombre de la de- fensa de la tradicién. Lejos de legitimar Ja “revolucién instituciona- lizada”, el sincretismo resultante sirve para deslegitimar al estado. La dindmica que Rus describe es impresionantemente parecida al anilisis de Romana Falcén (Joseph y Nugent 1994) sobre la mane- ra en que el porfiriato asimil6 a los caciques locales a través de las jefaturas politicas, y cémo esa asimilacién sirvid para vincular el ré- gimen de Diaz con el ejercicio arbitrario del poder personal, res- tindole, por lo tanto, Jegitimidad entre el pueblo. Evidentemente, el sincretismo institucional no legitimara a un régimen si éste per- mite a los representantes locales del estado violar en forma impune los valores revolucionarios que su pueblo en verdad ha hecho suyos. 21 | | Los estudios empiricos, asi como los ensayos sintéticos de Joseph y Nugent, Knight, Roseberry y Sayer, sugieren de manera enfatica dos conclusiones mas. La primera es que no podemos simplemente dar por sentadé que las élites del estado tienen en verdad un “pro- yecto hegeménico”, Esta es una cuestién empfrica, no un supuesto. La segunda, y atin mds importante, es que aun cuando ocasional- mente podria hablarse de un proyecto econémico de Jas élites del estado, siempre debe hablarse en plural de cultura popular y resis- tencia a tales proyectos. La fuerza y elasticidad de Ia resistencia po- pular ante cualquier proyecto hegeménico reside precisamente en su pluralidad, Como observa Roseberry, la resistencia popular no tiene una contrahegemonia unitaria que imponer; mas bien busca evadir. Puesto que no habla con una sola voz, no puede ser silen- ciada con un solo golpe represivo o retérico. Puede asumir una apariencia hegeménica y continuar con su alegre —o no tan alegre- camino, contraviniendo de manera informal las realidades oficia- les. O puede rechazar esa apariencia, como lo han hecho los deci- didos pobladores de Namiquipa, Chihuahua, descritos por Nugent y Alonso, y sostener sus demandas locales de tierra y estatus. Por tl- timo, puede hablar una lengua que simplemente resulte ininteligi- ble dentro del discurso prevaleciente -como lo hicieron en 1968 los siete acusados durante el juicio de conspiracién que se les si- guid en Chicago, quienes al comparecer en el estrado, en vez de hacer una defensa legal, cantaban “Oocoom, oo000m”. El andlisis de los procesos hegeménicos es una maleza concep- tual en la que més de un inteligente cientifico social se ha perdido. Por afin de provocar y cultivar mi agnosticismo, terminaré con unas cuantas preguntas acerca de la hegemonia que habria que res- ponder con cierta claridad antes de esperar un mayor avance con- ceptual. La primera es: gcudn coherentes son, en tanto que materia histérica, la mayoria de los proyectos hegeménicos de la élite? La segunda: asumicndo que, a nivel de ideas, pueden ser descritos come razonablemente coherentes, ¢qué tan coherentes son cuan- do se traducen a la practica? ¢Cudles son, en esa practica, los pape- Jes relativos de las ideas, las rutinas, los rituales y et “tributo simbéli- co”? La tercera: gqué tan estrechos son los proyectos hegeménicos? ¢Qué tan facil es especificar de manera precisa lo que requieren y lo que exchuyen? Y, por wltimo, cual es el priblico, o los piiblicos, de los procesos hegeménicos? {Qué tan importante es el alinea- miento y el consentimiento normativos de las clases populares en 22 hes comparacién con, digamos, su dj portantes son los procesos hegem6n fianza y propositos morales de las Ystos serén temas a debatir miei ficado y la herencia de la revolucio1 que no hay mejor lugar para com lograda compilacién. T oo cao i. Jos ensayos sintéticos de Joseph Sayer, sugieren de manera enfitica es que no podemos simplemente estado tienen en verdad un “pro- cuestién empirica, no un supuesto. te, es que aun cuando ocasional- ecto econémico de las élites del en plural de cultura popular y resis- ga y elasticidad de la resistencia po- mOnico reside precisamente en ‘Weberry, la resistencia popular no itaria que imponer; mas bien busca luna sola voz, no puede ser silen- i o ret6rico. Puede asumir una yuar con su alegre —o no tan alegre— ra informal las realidades oficia- cia, como lo han hecho los deci- a, Chihuahua, descritos por Nugent locales de tierra y estatus. Por ul- ¢ simplemente resulte ininteligi- lente -como lo hicieron en 1968 uicio de conspiracidn que se les si- parecer en el estrado, en vez de Deo cccom cosoom egemOnicos es una maleza concep- ate cientifico social se ha perdido. imi agnosticismo, terminaré con la hegemonia que habria que res- ag de esperar un mayor avance con- ferentes son, en tanto que materia ctos hegemGnicos de la élite? La vel de ideas, pueden ser descritos $s, ¢qué tan coherentes son cuan- Kes son, en esa practica, los pape- nas, los rituales y el “tributo simbéli- I. son los proyectos hegeménicos? anera precisa lo que requieren y cual es el puiblico, o los pitblicos, zQué tan importante es el alinea- ativos de Jas clases populares en | [ Cm oa costa ram emmy faa comparacién con, digamos, su aceptacién, préctica? zQué tan im- portantes son los procesos hegeménicos para la cohesién, autocon- fianza y propésitos morales de Jas propias élites del estado? Estos serdn temas a debatir mientras sigamos analizando el signi- ficado y Ia herencia de la revolucién mexicana. No obstante, creo que no hay mejor lugar para comenzar a confrontarlos que.en esta lograda compilacién. James C, Scott Universidad de Yale 23 7 LA FORMACION DEL ESTADO » Philip Corrigan Historiadores, antropdlogos y sociélogos han comenzado a reconsti | tuir el paradigma apropiado para estudiar “el Estado”. Aunque la re- levancia de este iiltimo concepto atin es objeto de debate, muchos idealistas (como Cassirer) y materialistas (como Engels o Lenin) han defendido la importancia de este enfoque como esencia, factici- dad objetiva, fenémeno de segundo orden, espiritu, campo cultural, etcétera, Es decir, como una Cosa, Marx intenta disipar este esencia- lismoy-reificacién (cosificacién), empefio en que lo siguicron Mao y Gramsci. Todo este trabajo reciente se concentra en las formas de organizacién social, particularmente en la organizacién documen- tal, como formas de autoridad y de gobierno, Asi, la cuestion clave es NO quién gobierna sino cémo se efecttia ese gobierno. Esta concepciéa ampliada de lo politico (que abarca los rasgos politicos de todas fas relaciones econdmicas, culturales y “privadas") corresponde a un cambio en las practicas dominantes —dentro de las sociedades capi- talistas avanzadas, las formaciones capitalistas dependientes y los paises socialistas~ en las que. términos como “ejercicio del poder” y “empresarial” se utilizan ahora de manera muy amplia. Este replanteamiento de la pregunta “cémo”, de manera que sea necesariamente anterior a las preguntas de “por qué” y “quién” o “a quién”, ha orientado destacados estudios hacia una sociologia his- torica similar a la que Philip Abrams ha fomentado. Se correspon- de con los multiplicados desatios y las crisis que enfrenta la legi midad: formas socialistas, criticas feministas, andlisis antirracistas y dentro del ejercicio del poder de las formaciones capitalistas, y con el redescubrimiento de gran parte del Marx “perdido” (es decir, desconocido) para aquellos que formaron parte de la Segunda y la Tercera Internacional, quienes dieron forma al marxismo tal como se vivie en los afios sesenta y setenta. Aqui el énfasis cruza fronteras disciplinarias (incluyendo teoria politica, ademas de antropologia, sociologia e historia, como ya se indicé) y trasciende las practicas de “mantenimiento de limites” que separan a la subjetividad de Ja cultura, a la cultura del poder, al poder del conocimiento, al “esta- do” de las subjetividades, 25 El argumento (pues eso es lo que es y sigue siendo) que explica la formacién del estado se desarrolla como sigue: ninguna forma his- t6rica © contempordnea de gobierno puede ser entendida (1) en los términos de su propio régimen discursivo o repertorio de imé- genes; (2) sin investigar la genealogia historica, arqueologia, origen (y transmutacién) de tales términos como formas; (3) sin una con- ciencia de “la perspectiva exterior”, como en el “aprendizaje desde ‘el exterior”, que es tan evidente, ya sea como positividad 0 como la negatividad de las imposiciones de imperatives politico-cultura- les (por ejemplo, con relacién a Aid o US AID); y (4) de manera que se silencien los rasgos sexistas y racistas de la “sujecién organiza- da politicamente” (Abrains [1977] 1988). Lo que el enfoque “formacién del estado” promete es una mane- ra de superar (dentro del ambito en que se enfoca) las antinomias (tanto de los estudiosos marxistas como de los burgueses) entre Represién y Consenso, Fuerza y Voluntad, Cuerpo y Mente, So- ciedad y Yo. En suma: lo objetivo y Jo subjetivo (Mao 1966). Se argu- menta que éstos son los arquetipos disciplinados, poderosos y re- conocidos del racionalismo y la Hustracién. En otras palabras, se vuelven visibles el patriarcado, el racismo y ef clasismo como rasgos constitutivos del dominio (tanto precapitalista como capitalista; ca- Pitalista desarrollado y capitalista colonial, socialista de vanguardia y socialista reformista). El ejercicio del poder se unifica con el reino de lo “privado”; de hecho, parece constitutivo de esa crucial divisién “privado"/*piiblico”, y las subjetividades sexualizadas (como parte de los medios de la modernidad) ingresan a la “politica”. Por diltimo, se concentra aqui la materialidad de la regulacion moral y la moralizacién de la realidad material. Lo que es natural, neutral, universal -es decir, “lo Obvio”- se vuelve problemdatico y cuestionable, Socializar a Freud y a Jung significa psicologizar a Marx (por ejemplo, Reich, entre los tedricos politicos mis desa- tendidos del siglo xx). Las cuestiones de “relevancia” y “evidencia” cambian por consiguiente. Sobre todo, estos reines desplazados y condensados de afectividad, conocimiento corporal, aspiraciones es- piricuales, simbologias culturales y asociacionismo personal pasan a ser vistos como sitios/paisajes de formas sociales organizadas en un grado méximo (es decir, experiencias histéricas de desempodera- miento, del poder, explotacidn, opresién, dominacién y subordina- cién). Aqui hay un “feliz isomorfismo” (2“afinidad electiva"?) con el ‘trabajo de notables lingiistas sociales, que se suma a ellos en la expo- 26 im sicién y explicacién de los poderes 9 poderes estatales, como una gran en un sitio diferente, se halla la gr f Q f 0 i i f ll i i i i i fi i i o que es y sigue siendo) ave explica sicin y explicacién de los poderes gobernantes, y en consecuencia a como sigue: ee a 1s poderes estatales, como una gramatica social. Redescubierta, pero jerno puede ser entendida (1) en en un sitio diferente, se halla la gramatica de la politica. men discursivo 0 repertorio de ima- -alogia historica, arqueologia, origen nos como formas; (3) sin una con- 1”, como en él “aprendizaje desde | nte, ya sea como positividad o como i s de imperativos politico-cultura- i Aid o US AID); y (4) de manera as y racistas de la “sujecién organiza- 7] 1988). del estado” promete es una mane- ito én que se enfoca) las antinomias as como de los burgueses) entre Voluntad, Cuerpo y Mente, So- y lo subjetivo (Mao 1966). Se argu- stipos disciplinados, poderosos y re- j Lusiracién. En otras palabras, se racismo y el clasismo como rasgos to precapitalista como capitalista; ca- colonial, socialista de vanguardia y L del poder se unifica con el reino € constitutivo de esa crucial divisién tividades sexualizadas (como parte / ingresan a la “politica”, uf la materialidad de la regulacion realidad material. Lo que es natural, ! Obvio"- se vuelve problemitico y y a Jung significa psicologizar a itre los tedricos politicos mas desa- jones de “relevancia” y “evidencia” -¢ todo, estos reinos desplazados y : Mociiento corporal, aspiraciones es- s y asociacionismo personal pasan a : formas sociales organizadas en un jencias histéricas de desempodera- \, opresion, dominacién y subordina- ismo” (¢“afinidad electiva”?) con el fen que se suma a ellos en la expo- ser y — Loum Fi = [ace I Prolegémenos tedricos CULTURA POPULAR Y FORMACION DEL ESTADO EN EL MEXICO REVOLUCIONARIO! » Gilbert M. Joseph y Daniel Nugent Un rasgo central del pasado de México y de América Latina ha sido la continua tensién entre las culturas populares emergentes y los procesos de formacién del estado. Paraddjicamente, durante mu- cho tiempo esta relacién ha sido mal entendida y ha atraido la atencién de los estudiosos principalmente cuando se ha roto, y en especial cuando ha dado lugar a episodios duraderos 0 apocalipticos de insurreccién masiva o de represién dirigida por el estado. Entre- tanto, la dinémica del trato cotidiano del estado con Ia sociedad de base ha sido ignorada en gran parte; de hecho, los latinoame- ricanistas rara vez han examinado en forma simultdnea las culturas populares y las formas del estado, por no hablar de las relaciones que hay entre ambas. Este libro retine una serie de estudios y refle- xiones que brindan una mueva perspectiva sobre ese complejo asunto, Friedrich Katz expuso atinadamente los términos de una para- doja que nosotros, como historiadores, antropétogos, criticos cultu- rales y socidlogos mexicanistas debemos abordar en nuestro traba- jo. México es el unico pafs en el continente americano en el que “toda transformaci6n social importante ha estado inextricablemen- te ligada con levantamientos rurales populares” (Katz 1981b). De hecho, tres veces en e] curs6 de un siglo ~en 1810, en las décadas de 1850 y de 1860, y una vez mas en 1910- surgieron movimientos sociales y politicos que destruyeron el estado existente y la mayor parte del aparato militar, y después construyeron un nuevo estado y un nuevo ejército. No obstante, en todos los casos los cambios que estos moviinientos produjeron en el campo fueron a final de cuen- tas mas bien modestos. Cada uno de los levantamientos resulté en ta formacién de estados en los que los campesinos (y los obreros ur- banos) desempefiaban un papel subordinado. Los ejércitos, que al principio fueron sobre todo campesinos, pronto se convirtieron en garantes de un orden social cada vez mds represivo, un orden que, con el tiempo, fue nuevamente impugnado y, finalmente, derroca- do. ala conclusién de que “por lo tanto el asunto central no es tanto la revolucién social como el control politico”, Womack explica que su ensayo “sdlo toca brevemente los movimientos sociales porque por importante que sea su surgimiento, su derrota y subordinacién im- portaron mas” (Womack 1986:81-81). Pocos negarfan, en un postrer anilisis, que los movimientos socia- les ms populares en el México del siglo xx fueron derrotados 0 co- optados por el estado, o que se derrumbaron o implosionaron debi- do a contradicciones internas de los propios movimnientos. Tampoco es dificil reconocer el valor de un enfoque como el que Womack es- boz6 en los ochenta para situar la revolucién mexicana en relacién con las fuerzas y estructuras politicas y econdémicas de escala mun- dial. Finalmente, concentar el andlisis en la dimensién politica de la década revolucionaria y en las consecuencias materiales que tuvo el ejercicio del poder al rehacer -y destruir— Jas vidas de millones de personas, tiene 1a utilidad de corregir la imagen romantica de la re- veces asumieron proporciones épi- to fueron habilmente sistematizadas onario (O'Malley 1986; T. Benjamin y comprometida de gran parte de ando Ia revolucién social estaba en onario del régimen comenzaba a crista~ textualizar (y moderar) Jas criticas. tin podamos disfrutar una noche la ata!,3 hace mucho tiempo que la vie- in artefacto historiografico. i recientes representan significati- todoxia, sobre todo porque cuestio- propésito que se ha incorporado a la i6n social articulada por la primera mn mexicana y sistematizada por los fos afios veinte. Es posible identificar nes conceptuales en las obras de es- lgaciones sobre la revolucién mexica-; enta. Por convenir a la exposicién,*! iaciones como “revisionistas” y “neop I que contrastan con Ja antigua pers-! (para un debate detallado véase, por 80; FowlerSalamini 1993; S. Miller tencién a Ja relacién entre Ja revolu- ‘0 el significado de la revolucién con to- wras, La avalancha de estudios -en su /aparecido durante Jos setenta y los fa precisa que aun cuando la revolu- > con Ja activa participacién de grupos regiones de México, muy nntos de aspiraciones burguesas y pe- :mpleaban a veces esquemas tradiciona- ggtercambios patrén-cliente para coop- qj campesinos y obreros. Para Jos afios ites de estos detentadores de poder re- fessoie (sino habian sido ya eli- lo revolucionario. Como un moderno 35 volucién y de lo qué ha pasado por una auténtica insurgencia popu- lar y campesina, imagen que infesta gran parte de Ja literatura sobre movimientos sociales y protestas rurales de América Latina. Las propias interpretaciones revisionistas de la revolucién mexi- cana aparecieron, en gran medida, como respuesta a la crisis hist6- rica del estado mexicano después de 1968, Ese aiio (al que Mar- shall Berman probablemente Hamaria “un gran aiio modernista”, véase Berman 1992:55) se inicié con fa esperanza y la promesa de Ja primera ofensiva Tet en Vietnam, la Primavera de Praga, los dias de mayo en Paris y las movilizaciones estudiantiles a través de Asia, Europa y Estados Unidos, y terminé con una intensificacin de los bombardeos a Jo largo y ancho del sureste de Asia, disturbios en Chicago, tanques rusos en Checoslovaquia y la matanza, en Ia ciu- dad de México, de centenares de civiles inermes en la plaza de Tlatelolco. No es extrafio que en las décadas de 1970 y 1980 los re- visionistas buscaran poner de cabeza Ia vieja ortodoxia revoluciona- ria. Ni tampoco es coincidencia que fuera dentro de ese clima poli tico que la nueva historia regional de México alcanzara la mayorfa de edad, con un gran nitmero de revisionistas entre sus miembros fundadores, Desafiando el saber convencional que reposaba en una envejecida historiograffa capitalina, desmistificando las inter- pretaciones oficiales de los acontecimientos regionales a la vez que reclaman héroes locales, buscando las rafces histéricas y las analo- gias que podsfan guiar Ia actividad politica del presente, los nuevos historiadores regionales y los microhistoriadores expidieron una grave denuncia contra la asfixiante centralizacion del estado posre- volucionario (Martinez Assad 1990, 1991; Joseph 1991b; Van Young 1992b; Lomnitz-Adler 1992; FowlerSalamini 1993). Pero si bien Jos revisionistas han hecho importantes avances al reinterpretar los grandes acontecimientos y el contexto politico econdmico de 1a revolucién mexicana desde puntos de vista regio- nales en vez de metropolitanos, no han logrado del todo extender el andlisis hasta las comunidades rurales.7 De hecho, no sélo no han podido comprender la conciencia politica de la masa revolu- cionaria y la cultura en que se sustenta; en algunos relatos revisio- nistas la dimensién popular de la practica revolucionaria ha sido consignada al basurero de la historia. Pero, como lo expuso sin tapujos uno de los primeros criticos de las descripciones revisionistas, es indudable que ta revolucién fue algo més que “una serie de episodios cadticos, impetuosos, en los que las fuerzas populares, en el mejorkd caciques manipuladores, o de lideres d pequefoburguesas” (Knight 1986a:x1, te libro La revolucién interrumpida el tos populares del sur y del norte se unic en 191415 para enfrentar de mane donde Womack subray6 “la derrota y | mientos sociales populares, Gilly Hamat talidad y la eficacia de Ja presencia po Ja rebelién armada en México, de vf gasolina a este fuego en especial, Ala ra enfatica que “no puede haber una i dosis de baja politica. Esto es especi: creemos, la revolucién fue un wend] y por ende un ejemplo de esos episodic historia en los que /a masa de gente infiy tos acontecimientos” (1986a:X-x1, las 4 | manera, sostiene él, los movimientos p nes que animaron la “baja politica” d ser vistos como “los precursores, los ni volucién ¢étatiste Ja “alta politica”— qué de 1920 y 1930 (1986a:x1). Sin embargo, este tipo de objecién nistas s6lo puede ser convincente oH decir con “popular”, y qué o a quiénes se como las masas populares, Las invocaci pueden ingenuamente prestarse al j de México, un partido politico que, ap! vo de su suefio populista en Ja década guiente todavia insistia en que era el titucionalizada de las clases populares! “el pueblo”, “lo popular’, y otras del mis resucitar el romanticismo caracteristic| las décadas de 1920 y 1930. Sin embai de los neopopulistas y criticos del esta menos de manera potencial, de toma: tos sociales campesinos que han | por todo México desde 1910, asi como Tagega ahora, al caracterizar las intey mexicana formuladas por los revisio1 i por una auténtica insurgencia popu- infesta gran parte de Ja literatura sobre i} rurales de América Latina.¢ 's Tevisionistas de la revohuci6n mexi- iedida, como respuesta a la crisis histd- ués de 1968. Ese aio (al que Mar- llamaria “un gran afio modernista”, ricié con Ia esperanza y la promesa de nam, la Primavera de Praga, los dias crs: estudiantiles a través de Asia, ermin6d con una intensificacién de los 0 del sureste de Asia, disturbios en jecoslovaquia y la matanza, en la ciu- s de civiles inermes en la plaza de ie en las décadas de 1970 y 1980 los re- abeza la vieja ortodoxia revoluciona- EE que fuera dentro de ese clima poli gional de México alcanzara la mayoria de revisionistas entre sus miembros ber conyencional que reposaba en ta capitalina, desmistificando las inter- icontecimientos regionales a la vez que fiw las raices histéricas y las analo- idad politica del presente, los nuevos os microhistoriadores expidieron una ‘ante centralizacién del estado posre- 1990, 1991; Joseph 1991b; Van Young. Fowler-Salamini 1993). s han hecho importantes avances al tecimientos y el contexto politico- mexicana desde puntos de vista regio- (' no han lograde del todo extender des rurales.7 De hecho, no sdélo no nciencia politica de la masa revolu- se sustenta; en algunos relatos revisio- ik Ja practica revolucionaria ha sido storia, tapitjos uno de los primeros criticos de es indudable que la revolucién fue Psodios caéticos, impetuosos, en los que las fuerzas populares, en el mejor de los casos instrumentos de caciques manipuladores, o de lideres de aspiraciones burguesas y pequefioburguesas” (Knight 1986a:x1). Adolfo Gilly, en su influyen- te libro La revolucién interrumpida (1971), demostré cémo los ejérci- tos populares del sur y del norte se unieron (aunque fugazmente) en 191415 para enfrentar de manera directa a la burguesia. Allf donde Womack subrayé “Ia derrota y la subordinacién” de los movi- mientos sociales populares, Gilly ama nuestra atencién hacia la vi talidad y la eficacia de la presencia popular durante el periodo de la rebelién armada en México, de 1910 a 1920. Como para echarle gasolina a este fuego en especial, Alan Knight argumenta de mane- ra enfatica que “no puede haber una alta politica sin una buena dosis de baja politica. Esto es especialmente cierto ya que, segtin, creemos, la revolucién fue un movimiento auténticamente popular, y por ende un ejemplo de esos episodios relativamente raros en laf historia en los que fa masa de gente influye de manera profunda en} los acontecimientos” (1986a:X-XI, las cursivas son nuestras). De esa manera, sostiene él, los movimientos populares de diversas regio- nes que animaron Ja “baja politica” del periodo 1910-1920 deben ser vistos como “los precursores, los necesarios precursores de la re- volucién éatiste-la “alta politica”— que vino después, en las décadas de 1920 y 1930 (1986a:x1). Sin embargo, este tipo de objecion a las interpretaciones revisio- nistas slo puede ser convincente si especifica lo que se quiere decir con “popular”, y qué o a quiénes se quiere designar con frases como las masas populares. Las invocaciones a “el pueblo” en general pueden ingenuamente prestarse al juego del partido gobernante de México, un partido politico que, a pesar del descrédito definiti- vo de su suefio populista en la década de 1980, en la década si- guiente todavia insistia en que era é] partido de una revolucién ins- titucionalizada de las clases populares. De hecho, las invocaciones a “et pueblo”, “lo popular’, y otras del mismo tipo corren el riesgo de resucitar el romanticismo caracteristico de los primeros estudios de las décadas de 1920 y 1930. Sin embargo, los trabajos mas recientes de los neopopulistas y criticos del estado tienen la virtud, por lo menos de manera potencial, de tomar con seriedad los movimien- tos sociales campesinos que han aparecido en forma intérmitente por todo México desde 1910, asf como en las décadas aiitetiores.8 © Higa ahora, al caracterizar las interpretaciones de la revolucion mexicana formuladas por los revisionistas y sus sucesores, hemos 37 igen ubrayado sus diferencias més destacadas como corrientes historio- raficas. No obstante, estas diferencias ocultan el hecho de que en in nivel fundamental ambas lineas de interpretaci6n intentan unir sLmismo conjunto de temas; las dos quieren articular la cultura po- gular, la revolucién y Ja formacién del estado en el andlisis del México moderno. Por ejemplo, tanto revistonistas como neopopulistas han escrito yoliimenes sobre los agravios ¥ demandas locales y ja capacidad que tenfan los actores locales para darles voz (por ejemplo, Knight 1986a; Tutino 1986; Nugent ‘1988a; Joseph [1982] 1988s Katz 4988a).2 También se ha considerado el papel de los grandes deter- minantes estructurales, jncluyendo las crisis ecoldgica ¥ econémica que caracterizaron la subordinacién de México dentro de un dispa- yejo sistema mundial de expansion capitalista al comienzo del siglo xx (Katz, 1981a; Hart 1987; Ruiz 1988; Joseph {19821 1988). Todos los patrones de autoridad, yeclutamiento y movilizacion, y la gama de relaciones entre Jos lideres ¥ seguidores revolucionarios que aparecieron en el variado proceso de mediacion entre el estado, los poderes regionales y la sociedad local han sido explorados en una medida u otra (Brading 1980; Kaw 1988a; Nugent 1988a; T. Ben- jamin y ‘Wasserman 4990; Rodriguez 1990). Sin embargo, &s instructivo distinguir las maneras en que cada corriente interpretativa conceptualiza los vinculos entre el estado y la(s) cultura(s) popular(es) durante la revolucion mexicana. Los revisionists, cuidadosos de Jas criticas de ta jzquierda a Ja “nueva historia social” como un ejercicio apolitico ¥ por ende potencial- smente romantizante (Bernard Cohn, de manera sard6nica la apodd “historia proctolégica” [1980:214]; cf. Judt 1979; Stearns 1983), es tablecieron con éxito la dimension politica en. el centro de la proble- matique. Demostraron asi una conciencia de Tas relaciones de poder que ligan a Ja sociedad y ala cultura locales con Jos contextos mas amplios de regién, nacion, economia jnternacional, y wa arena politica de escala mundial (a propésito del poder local y regional yéanse Joseph 1986; y De la Pefia 1989). Pero como hemos sefiala- do, con frecuencia su trabajo oculta @ Jas personas que hicieron la revolucién mexicana a Ja vez que, como Alan Knight nos Jo ha re- cordado una y otra vez, caen recurrentemente en Ya “estatolatria” (cf. Gramsci 1971:268). Para decirlo de manera tosca, al concentrar sus andlisis en la relacidn entre el estado nacional y los lideres ¥ movimientos regionales (sin extender el andlisis al nivel Jocal) han 38 “yuelto a meter al estado”, pero han Nugent 1988:15ss). Por otra parte, los criticos de Jos “fy prinde mayor atencion ala participacis ja revoluci6n mexicana, y sus reclamos | una lectura sensata de las propies mo: bien documentadas y con una gran ejemplo, V. Garcia 1992, que se apoy? en gionales sobre el Veracruz revolucion: Garcia (1977, 1986] y Fowler-Salamini ih mas recientes hap Jogsado el reconoci do por esas cjases populares en Ja practic Ja articulacién de formas caracteristicd cia. Hasta ahora, sin embargo, ja mayo! cado el revisionismo se ja resistido a con seriedad y detenimiento y 4 examinar pular.!? Pero como el trabajo cetanef| parte de los ensayos de este libro revelat mada con base en tradiciones selectiy memoria histrica que son innerenef] cia” popular y de ellas se nutren (Scot 1990; Adas 1982; Guha 1982a, 1982b, 1 1992b; Hernandez Chavez 1991; Nug: capitulos de Joseph, Mallon, Nugent en Joseph y Nugent 1994, pero cf. Rebel Los ensayos que siguen van. mas allay yes de la revolucion al describir sae xrientes ¥ modalidades @ través de las cue jares influyeron sobre la revoluci6n Y ¢ papel en la transformacién de ta cnef alla de afirmar que Jos movimientos Pp fueron los necesarios precursores de la tuvo lugar en Jas décadas de 1920 y a tran algo de la dinémica de la formaci | te los procesos cotidianos mediante los¢ jo alas clases populares ¥ viceversa. Es aquellos aspectos de Ja experiencia so piado, y buscan jdentificar a los agentes formacion social. Basaclos en Ja interpy y discontinuidades del poder y de las i Boca. como corrientes historio- iferencias ocuitan el hecho de que en eas de interpretacién intentan unir dos quieren articular la cultura po- smacion del estado en el andlisis del tas como neopopulistas han escrito ¥ demandas locales y la capacidad que darles voz (por ejemplo, Knight 1988a; Joseph [1982] 1988; Katz rado el papel de los grandes deter- yendo las crisis ecolégica y econémica cidn de México dentro de un dispa- én capitalista al comienzo del siglo 2uiz 1988; Joseph [1982] 1988). Todos jutamiento y movilizacion, y la gama y seguidores revolucionarios que dceso de mediacién entre el estado, los d local han sido explorados en una Katz 1988a; Nugent 1988a; T. Ben- ’o distinguir las maneras en que cada tualiza los vinculos entre el estado y arante la revoluci6n mexicana. Los las criticas de la izquierda a la “nueva ‘cio apolitico y por ende potencial- Sohn, de manera sardénica la apodé 4]; cf. Judt 1979; Stearns 1983), es- i6n politica en el centro de la proble- onciencia de las relaciones de poder ‘altura locales con Ios contextos mas economia internacional, y una arena bropésito del poder local y regional 1a 1989). Pero como hemos sejiala- > oculta a las personas que hicieron la ‘gque, como Alan Knight nos fo ha re- ‘currentemente en la “estatolatria” ecirlo de manera tosca, al concentrar el estado nacional y los lideres y ender el andlisis al nivel local) han “vuelto a meter al estado”, pero han dejado a la gente afuera (cf. Nugent 1988:15ss). Por otra parte, los criticos de los revisionistas reclaman que se brinde mayor atencién a la participacién de las clases populares en la revolucién mexicana, y sus reclamos se basan en gran parte en una Jectura sensata de las propias monografias de los revisionistas, bien documentadas y con una gran riqueza empirica (véase, por ejemplo, V. Garcia 1992, que se apoya en los excelentes estudios re- gionales sobre el Veracruz revolucionario hechos por Falcén y S. Garcia [1977, 1986] y Fowler-Salamini [1978}). Entretanto, trabajos mas recientes han logrado el reconocimiento teérico de lo realiza- do por esas clases populares en la practica historica, especialmente la articulaci6n de formas caracteristicas de conciencia y experien- cia, Hasta ahora, sin embargo, la mayorfa de aquellos que han criti- cado el revisionismo se ha resistido a considerar esa conciencia con seriedad y detenimiento y a examinar su relacién con la cultura po- pular.!0 Pero como el irabajo de James Scott -entre otros— y buena parte de los ensayos de este libro revelan, tal conciencia es procla- mada con base en tradiciones selectivas (y siempre debatidas) de memoria hist6rica que son inherentes a “subculturas de resisten- cia” popular y de ellas se nutren (Scott 1985; véanse también Scott 1990; Adas 1982; Guha 1982a, 1982b, 1983b, 1984, 1985; Alonso 1992b; Hernandez Chavez 1991; Nugent 1992; Koreck 1991, y los capitulos de Joseph, Mallon, Nugent y Alonso en este libro, y Rus en Joseph y Nugent 1994, pero cf. Rebel 1989). Los ensayos que siguen van mds alld de interpretaciones anterio- res de la revolucién al deseribir minuciosamente ta variedad de co- rrientes y modatidades a través de las cuales los movimientos popu- lares influyeron sobre Ja revolucién y el nuevo estado, y jugaron un papel en la transformacién de la sociedad mexicana. Mas atin: mas alla de afirmar que los movimientos populares de diversas regiones fueron los necesarios precursores de la “revoluci6n estatista” que tuvo lugar en las décadas de 1920 y 1930, estos estudios nos mues- tran algo de la dindmica de la formacién del estado, y especialmen- te los procesos cotidianos mediante los cuales el nuevo estado atra- jo a las clases populares y viceversa. Estos andlisis procuran explicar} aquellos aspectos de la experiencia social que realmente han cam- biado, y buscan identificar a los agentes y las agencias de la trans- formaci6n social. Basados en Ia interpretacién de las continuidades y discontinuidades del poder y de las experiencias de la resistencia 39 popular que han dilucidado las investigaciones recientes sobre el México revolucionario y otros paises, demuestran que la participa- cién popular en los mniltiples campos en que se Hevaban a cabo los proyectos oficiales invariablemente tenfa por resultado negociacio- nes desde abajo. METER OTRA VEZ AL ESTADO SIN DEJAR FUERA A LA GENTE Este volumen va més alld de los trabajos anteriores sobre México porque nuestra preocupacion explicita es disefiar un marco anali co para integrar de manera simulténea visiones de la revoluci6n mexicana “desde abajo”, con una “vision desde arriba” mas exigente y matizada. Esto requiere un concepto de cultura popular que se pueda analizar con relacién a una nocion de la formacion del esta- do que reconozca por igual ta importancia de la dimensidn cultural del proceso histérico y de la experiencia social. En lugar de comen- zar con definiciones abstractas de estos términos, empezaremos por subrayar el inmenso valor de las investigaciones realizadas fuera de México para valorar la relaci6n entre cultura popular y formacion del estado. Por ejemplo, ai dejar al descubierto las ordinarias y cotidianas “armas de los débiles” desplegadas por los campesinos, y al explo- rar las informates “subculturas de resistencia” que las sustentan, los estudios dé James Scott sobre el suireste de Asia redirigen Ja aten- cién hacia los grupos y clases subordinados como protagonistas de la historia (Scott 1977, 1985, 1987). Al criticar el estatus que los es- tudiosos normalmente conceden a los movimientos “organizados” (basados o no en la clase social) como ef tnico marco relevante para comprender lo “revolucionario” y otros episodios de insurgen- cia (Scott 1976, 1985, 1987, 1990), y al emplear nociones de “eco- noma moral” tomadas de E. P. Thompson, el trabajo de Scott y el de otros estudiosos del sureste asidtico (por ejemplo, Adas 1982; Kahn 1985; Scott y Kirkvliet 1986) ha tenido un papel importante en los recientes debates sobre el carécter de la conciencia popular. Igualmente sobresalientes han sido los estudios que aparecieron en Subaltern Studies durante la década de 1980, el libro Elementary “Aspects of Peasant Insuagency in Colonial India (1983) de Ranajit Guha, y las penetrantes y fascinantes resefias y criticas a esa obra del grupo de Subattem Studies (por ejemplo, Bayly 1988; O'Hanlon 1988; Spivak 1985, 1988). De manera semejante, el ensayo progra- 40 mitico de Steve Stern que sirve coll Rebellion, and Consciousness in the Andec critica a la teoria de los sistemas maf} han colaborado a poner nuevamente: tica en la agenda de quienes quieren c en América Latina. Lo que unifica a esos estudios es wf] Ja naturaleza de la experiencia y $a cc puede especificar en contextos hist6y que'se elabora o manifiesta la caw] especialmente del estado capitalista, al suministrar algunos de los términos pos subordinados han iniciado sus fh larmente en el siglo Xx. Recurriendo diferente ~el “campo de fuerza”, Willie colaboracién en este libro, tanto las de la hegemonfa del estado. Una ined] la mayoria de los ensayos que siguen Roseberry llama procesas hegeménicos se han esforzado en distinguir de 1 (véanse también Roseberry y O’Brien FE Nuestra insistencia colectiva en ver] conciencia y Ja experiencia en movimi da motivada por Ja estrecha vinculac tualizacién de Ja formacién del estadc con consecuencias manifiestas en cl 1m to nos apoyamos en el estudio de P. ‘The Great Arch: English State Formation as Al presentar su version de un ori cultural ocurrido en Inglaterra a I Corrigan y Sayer sefialan algo que re marxistas y feministas: que el “triunfo « moderna implicaba también una rev reyolucién tanto en la manera en como en la manera en que los bienes e: biados” (Corrigan y Sayer 1985:1-2). Esta revolucién “en la manera en ocurria (y continta ocurriendo) tanto € ditos del estado elaboraban su experi mas adelante cuando analicemos la i. investigaciones recientes sobre el _ 0s paises, demuestran que la participa- kere en que se levaban a cabo los nte tenia por resultado negociacio- fw FUERA A LA GENTE ‘os trabajos anteriores sobre México ‘xplicita es disehar un marco analiti- imultadnea visiones de Ia revolucién una “visi6n desde arriba” mas exigente | ee de cultura popular que se ina nocién de la formacién del esta- a importancia de la dimensi6n cultural eriencia social. En lugar de comen- E- estos términos, empezaremos por las investigaciones realizadas fuera de i entre cultura’ popular y formacién c ubierto las ordinarias y cotidianas egadas por los campesinos, y al explo- ide resistencia” que las sustentan, los jel sureste de Asia redirigen la aten- 3 subordinados como protagonistas de f 987). Al criticar el estatus que los es- fen a los movimientos “organizados” xtial) como el tinico marco relevante ignario” y otros episodios de insurgen- Je. y al emplear nociones de “eco- , Thompson, el trabajo de. Scott y el ste asidtico (por ejemplo, Adas 1982; 186) ha tenido un papel importante | cardcter de la conciencia popular. n sido Jos estudios que aparecieron en écada de 1980, el libro Elementary Colonial India (1983) de Ranajit scinantes resefias y criticas a esa obra por ejemplo, Bayly 1988; O’Hanlon Pfener semejante, e}] ensayo progra- aan) matico de Steve Stern que sirve como introduccién a Resistance, Rebellion, and Consciousness in the Andean Peasant World (1987) y su critica a la teoria de los sistemas mundiales de Wallerstein (1983) han colaborado a poner nuevamente el tema de Ja conciencia poli- tica en la agenda de quienes quieren comprender la revuelta rural en América Latina. Lo que unifica a esos estudios es su compartida insistencia en que ja maturaleza de la experiencia y 1a conciencia populares solo se puede especificar en contextos histéricos de poder desigual en los que se elabora o manifiesta la cultura popular. Fl poder del estado, y especialmente del estado capitalista, ha sido de notable importancia al suministrar algunos de los términos propios bajo los que los gru- pos subordinados han iniciado sus lnchas de emancipaci6n, particu- larmente en el siglo xx. Recurriendo a una metéfora thompsoniana diferente -el “campo de fuerza”—, William Roseberry explora, en su colaboracién en este libro, tanto las posibilidades como los limites de la hegemonja del estado. Una linea de investigacién adoptada en la mayoria de los ensayos que siguen incluye el examen de lo que Roseberry lama procesos hegeménicos, que él y otros colaboradores se han esforzado en distinguir de la hegemonia como resultado (véanse también Roseberry y O’Brien 1991, Roseberry 1989). Nuestra insistencia colectiva en ver la hegemonia, la cultura, la: conciencia y la experiencia en movimiento histérico esta en gran medi- da motivada por la estrecha vinculacién que guarda con la concep- tualizacin de Ja formacién del estado como.un_proceso cultural con consecuencias manifiestas én el mundo material. En este pun- to nos apoyamos en el estudio de Philip Corrigan y Derek Sayer, The Great Arch: English State Formation as Cultural Revolution (1985). Al presentar su versién de un ejemplo especifico de transformacién cultural ocurrido en Inglaterra a lo largo de ochocientos anos, Corrigan y Sayer sefalan algo que reconocen por igual socidlogos, marxistas y feministas: que el “triunfo de la civilizacién capitalista moderna implicaba también una revolucién cultural masiva -una revolucién tanto en la manera en que el mundo era entendido como en Ja manera en que los bienes eran producidos e intercam- biados” (Corrigan y Sayer 1985:1-2). Esta revolucién “en la manera en que el mundo era entendido” ocurria (y contimia ocurriendo) tanto en la manera en que los stib- ditos del estado elaboraban su experiencia (un tépico que veremos mas adelante cuando analicemos Ja cultura popular) como en la 41 manera en que se elaboraban. “las actividades del estado, las for- mas, rutinas y rituales... para la constitucién y regulacién de las identidades sociales” (Corrigan y Sayer 1985:2). El anlisis de la formacién del estado inglés presentado en The Great Arch se basa en buena medida en las antiguas colaboraciones de Corrigan y Sayer con Harvie Ramsay, inchyendo su critica al bolchevismo en Socialist Construction and Marxist Theory (1978) y For Mao (1979) y su influyente articulo sobre “The State as a Relation of Production” (Corrigan, Ramsay y Sayer 1980). En este tiltimo en- sayo sefialaban: las formas reales de dominacién del estado son los “rituales de mando” aparentemente eternos y ajenos a los conflictos de clase, y las categorias de absolutismo moral, y no lo son menos las de- claraciones relativas “al interés nacional” y la “racionalidad” o “ra- zonabilidad”. Lo que tales rituales y categorfas posibilitan es una manera de analizar prioridades politicas que vuelve inexpresable mucho de Io que se vive como problemas politicos (Corrigan, Ramsay y Sayer 1980:17-19). En escritos posteriores, y especialmente en su ensayo de 1982, “Marxist Theory and Socialist Construction in Historical Perspec- tive”, y en The Great Arch, Corrigan y Sayer se basan en Marx, Weber y Durkheim para elaborar su razonamiento de que “en una socie- dad desigual en términos materiales, la afirmacién de la igualdad formal puede ser violentamente agobiante, [de hecho] es en si misma una forma de dominio” (1985:187). De manera sistematica, ponen al descubierto el repertorio de actividades y formas cultura- les de! estado que han suministrado modos de organizacién, practica social e identidad, pero que con mucha frecuencia los historiado- res han ignorado o desechado como algo natural. Una vez més, en The Great Arch, apuntan el papel fundamental que tienen dentro de las teorias sociales que hemos considerado sobre la formacién del estado y la revoluci6n cultural que ella conlleva en el ordenamiento de una sociedad en la que la economia capitalista es posible -para invertir el dogma marxista “corriente”. Para Marx [...] esas transformaciones [...} son parte de la construccién de un orden social burgués, una civi- lizacién. El capitalismo no es solamente una economia, es un con- 42 junto regulado de formas seciull 1985:187-88). Comprender cémo un conjunto dd vida —por ejemplo, el capitalismo~ surg: lidad tan fuerte no es tarea facil, espe cuencia hist6rica con frecuencia es di una guerra popular campesina. Pero é enfrentan los siguientes ensayos, y br} los estudios empiricos de este libro. #f) a fin es que la cultura popular y la i pueden comprender en términos rela 1975; Mohanty 1992:2). GULTURA POPULAR Hasta hace muy poco, eran sorprena]} sobre cultura popular en América Latinz la, sobre todo, como un asunto de por Lo que se ha hecho en esa vena se ha i grupos urbanos y se ha concentrado raleza, recepcién y consecuencias de la. pitalismo. En lo que respecta a las zo] ~y México era un pais preponderante! do que se analiza en este libro-, la mayo1 cultura popular todavia estén enmar< de una vieja tradicién de estudios sob: Esta venerable tradicién, que a lo Iz mente confiscada y legitimada por el rio de México (O'Malley 1986), | namica sociopolitica en la que estdn rurales. En vez de ello, perpettia nocion gular, auténtica, presentada habitual: la identidad y la virtud nacionales (¢! sivdis 1981; véase también el anilisis de « tas izquierdistas y el Partido Comunis construcciones unitarias), En conson| emplea el término cultura popular para 1 va —la muisica, las artes, la artesania, | tro- del campesinado (y de la clase off i. actividades del estado, las for- ja constitucién y regulacién de las Sayer 1985:2). jel estado inglés presentado en The .edida en las antiguas colaboraciones je Ramsay, incluyendo su critica al ction and Marxist Theory (1978) y For ticulo sobre “The State as a Relation i” Sayer 1980). En este ultimo en- sacién del estado son los “rituales de ie y ajenos a los conflictos de clase, 0 moral, y no Jo son menos las de- srés nacional’ y la “racionalidad” o “ra- 201 ales y categorias posibilitan es una les politicas que vuelve inexpresable mo problemas politicos (Corrigan, B cisenc en su ensayo de 1982, t Construction in Historical Perspec- I: y Sayer se basan en Marx, Weber Jazonamiento de que “en una socie- iteriales, la afirmacién de Ja igualdad a e agobiante, [de hecho] es en si (1985:187). De manera sistematica, rtorio de actividades y formas cultura- rado modos de organizaci6n, practica hn mucha frecuencia los historiado- ‘como algo natural. Una vez mas, en hn dentro de las teorfas sociales que a formacién del estado y Ja revolucién fF ordenamiento de una sociedad en es posible -para invertir el dogma farx [...] esas transformaciones [...] solamente una economia, es un con- if un orden social burgués, una civi- junto regulado de formas sociales de vida (Corrigan y Sayer 1985:187-88). Comprender cémo un conjunto regulado de formas sociales de vida -por ejemplo, el capitalismo~ surgié en México en una moda- lidad tan fuerte no es tarea facil, especialmente desde que su conse- cuencia histérica con frecuencia es disfrazada como el resultado de una guerra popular campesina. Pero ésa es Ia paradoja a la que se enfrentan los siguientes ensayos, y brinda un /eitmotiv que recorre los estudios empiricos de este libro. El supuesto basico de principio a fin es que la cultura popular y la formacién del estado sdlo se pueden comprender en términos relacionales (véanse Corrigan 1975; Mohanty 1992:2), CULTURA POPULAR Hasta hace muy poco, eran sorprendentemente escasos los trabajos sobre cultura popular en América Latina que intentan comprender- la, sobre todo, como un asunto de poder: un problema de politica. Lo que se ha hecho en esa vena se ha restringido generalmente a los grupos urbanos y se ha concentrado abrumadoramente en la natu- raleza, recepcion y consecuencias de la cultura de masas bajo el ca- pitalismo. En lo que respecta a las zonas rurales de América Latina -y México era un pais preponderantemente rural durante el perio- do que se analiza en este libro, la mayor parte de los estudios sobre cultura popular todavia estén enmarcados dentro de los términos de una vieja tradiciGn de estudios sobre folklore. Esta venerable tradicién, que a lo largo de los afios fue sagaz- mente confiscada y legitimada por el populista estado revoluciona- rio de México (O’Malley 1986), ignora en gran parte la amplia di- ndmica sociopolitica en la que estan incrustadas las comunidades rurales. En vez de ello, perpetiia nociones de una cultura rural sin- gular, auténtica, presentada habitualmente como el repositorio de la identidad y la virtud nacionales (cf. R. Bartra 1987, 1991; Mon- sivais 1981; véase también el andlisis de Carr!! sobre cémo los artis- tas izquierdistas y el Partido Comunista de México indujeron esas construcciones unitarias). En consonancia con esa perspectiva, se emplea el término cultura popular para referirse a la cultura expresi- va ~la misica, las artes, Ia artesania, los relatos, los rituales, el tea- tro~ del campesinado (y de Ia clase obrera y-urbano-popular). Sin 43 II embargo, por mucho que los folkloristas lamenten que ta pureza de esa cultura campesina esté siendo degradada por la inexorable embestida de 1a industrializacion y de las modernas “culturas indus- triales”, su saber generalmente es incapaz de relacionar asuntos de significacién con cuestiones de poder. ‘Algunos trabajos recientes sobre cultura popular en América La- tina han tomado un giro diferente. Influidos por Ia obra de Gramsci y de escritores italianos mas recientes (por ejemplo, Cirese 1979; Lombardi Satriani 1975, 1978), asf como por los estudios tedricos y empiricos del critico de arte y socidlogo argentino Néstor Garcia Canclini (1982, 1987, 1988, 1990), los estudiosos han Iegado a reco- nocer que la cultura popular no puede ser definida en términos de “sus” propiedades intrinsecas. En vez de ello, sdlo puede ser conce- bida en relacién con las fuerzas politicas y las culturas que la em- plean, Como ha escrito Garcia Canclini, “Sdlo puede establecerse la naturaleza ‘popular’ de alguna cosa o fenémeno por la manera en que es empleada o experimentada, no por el lugar donde se origi- na” (1982:53). Si las antiguas nociones de folklore tefifan la cultura popular de una solidez primordial, los trabajos recientes sobre comunicacién y medios de difusién masiva bajo el capitalismo se han ido con dema- siada frecuencia al extremo opuesto y la han despojado de cual- quier contenido. Basandose en una definicién de “cultura masifica- da”!2 como aquella cultura producida por los medios de difusién masiva, Ia educacién y la tecnologia informativas, los estudios he- chos desde tal perspectiva tienden a contemplar Ia cultura popular sélo como una expresidn -o sintoma- de un proceso global de do- minacién cultural y homogeneizacién (por ejemplo, Mattelart y Siegelaub 1979-83; Fernandez Christlieb 1982, y muchos de los en- sayos de la compilacién de Aman y Parker 1991). Esta visién mani- quea y apocaliptica de la cultura masificada con frecuencia conlle- va algunas de las asunciones roménticas que infestan el enfoque folklorista; principalmente, que los medios de difusién masiva estén destruyendo todo lo que es pristino y auténtico en la esfera cultural y, ademas, que esa estrategia manipuladora se esta aplican- do sobre sujetos pasivos.!3 La contrargumentacion empirica a tal tipo de razonamiento ha sido expuesta de manera persuasiva por Garcia Canclini (1982) y Rodrigo Montoya y otros (1979) en lo que toca a México y a Pert, respectivamente. Primero, el capitalismo en América Latina no 44 ha tenido éxito en erradicar los wll precapitalistas de produccién 0 formg frecuente que éstos se hayan cons} tegracién parcial”. Ademas, las lec’ cultura de masas no advierten Ia varic medios son “recibidos” y sus conse| terreno. Jestis Martin-Barbero (1987; s/f) de combatiendo las versiones unilateral to de los medios de difusién wore] foco de la investigacién, de la propiz medios para transmitir un mensaje ide rales del puiblico receptor. (Para un: de critica a los estudios sobre cine; Burch 1969.) Segin Ia lectura de Mart: fusién masiva acttian como vehiculo| tos especificos en la Sprsiteacon fuente. Asi, “la culeura de masas no esi que subvierte lo popular desde afue: desarrollo de ciertos potenciales wf] de lo popular” (Martin-Barbero 1987° 1990; Yuidice et al. 1992). En otras pala. y Falc6n Io indican en sus respectivo: 1994-— los medios de difusién masiva, estado, e incluso los agentes e instrume tal represiva no solamente pueden st cia a proyectos del estado sino oni y la reconstituci6n de tradiciones popu En un esfuerzo por ir més alla d de cultura popular que hay en el enfo masas; nosotros emplearemos e] térm! y significados incrustados en las practi subordinados (véase especialmente en este mismo libro). Esta manera di no excluye el andlisis de las formas de ¢ niega la posibilidad de una “cultura nantemente a través de los medios por las “industrias de la cultura”. Per practicas significativas que han sido terpretaciones del término y, con. al BIBLIOTEC. EL COLEGK | lamenten que la pureza 4 siendo degradada por la inexorable i y de las modernas “culturas indus- ‘es incapaz de relacionar asuntos de le poder. bre cultura popular en América La- Be: Influidos por la obra de Gramsci recientes (por ejemplo, Cirese 1979; asi como por Ios estudios teéricos y socidlogo argentino Néstor Garcia ), los estudiosos han legado a reco- no puede ser definida en términos de a vez de ello, sdlo puede ser conce- politicas y las culturas que fa em- a Canclini, “Sdlo puede establecerse la cosa 0 fenémeno por la manera en h::: no por el lugar donde se origi- folklore tefian Ja cultura popular de ajos recientes sobre comunicacion y el capitalismo se han ido con dema- opuesto y la han despojado de cual- 1 una definicién de “cultura masifica- \ducida por los medios de difusién snologia informativas, los estudios he- den a contemplar la cultura popular [icone de un proceso global de do- eneizacién (por ejemplo, Mattelart y Joven 1982, y muchos de los en- ‘an y Parker 1991). Esta vision mani- ira masificada con frecuencia conlle- s romdnticas que infestan el enfoque i los medios de difusién masiva E es pristino y auténtico en la esfera strategia manipuladora se esta aplican- Pica a tal tipo de razonamiento ha irsuasiva por Garcia Canclini (1982) y ) en lo que toca a México ya Pera, capitalismo en América Latina no [ ha tenido éxito en erradicar los Ilamados.modos tradicionales 0 precapitalistas de produccién o formas de vida social; ha sido mas frecuente que éstos se hayan conservado en un estado de “in- tegraci6n parcial”. Ademas, las lecturas mas apocalfpticas de la cultura de masas no advierten la variedad de maneras en que los medios son “recibidos” y sus consecuencias negociadas sobre el terreno. Jestis Martin-Barbero (1987; s/f) desarrolla esta critica ain mas, combatiendo las versiones unilaterales y deshistorizadas del impac- to de los medios de difusién sobre la sociedad, y trasladando el foco de fa investigacién, de la propia capacidad tecnolégica de los medios para transmitir un mensaje ideolégico, a los recursos cultu- rales de! publico receptor. (Para una aplicacién previa de este tipo de critica a los estudios sobre cine, véanse Seren Reader 1 1977; Burch 1969.) Segtin la lectura de Martin-Barbero, los medios de di- fusién masiva actian como vehiculos o “mediaciones” de momen- tos especificos en la “masificacién” de la sociedad, no como su fuente. Asi, “la cultura de masas no es algo completamente externo que subvierte lo popular desde afuera, sino que en realidad es un desarrollo de ciertos potenciales que ya se encontraban en el seno de lo popular” (Martin-Barbero 1987:96; cf. De Certau 1984; Mahan. 1990; Yiidice et al. 1992). En otras palabras -como Bartra, Rockwell y Falcén lo indican en sus respectivos capitulos de Joseph y Nugent 1994-los medios de difusién masiva, la educacién subsidiada por el estado, e incluso los agentes e instrumentos de una burocracia esta- tal represiva no solamente pueden servir como puntos de resisten- cia a proyectos del estado sino también permitir el apuntalamiento y la reconstitucién de tradiciones populares. En un esfuerzo por ir mas alld de los defectos de las nociones de cultura popular que hay en el enfoque folklorista y el de cultura de masas, nosotros emplearemos el término para designar fos simbolos y significados incrustados en las practicas cotidianas de Jos grupos subordinados (véase especialmente el ensayo de Nugent y Alonso en este mismo libro), Esta manera de entender la cultura popular no excluye el andlisis de las formas de cultura expresiva, y tampoco niega la posibilidad de una “cultura de masas” constituida predomi- nantemente a través de los medios de difusidn masiva controlados por las “industrias de la cultura”. Pero incluye un sinnimero de practicas significativas que han sido soslayadas por las otras dos in- terpretaciones del término y, con Martin-Barbero, insiste en criticar BIBLIOTECA LUIS GONZALEZ 45 EL COLEGIO DE MICHOACAN Ja proposicién de que los instrumentos de la cultura de masas pue- den Hegar a tener efectos homogéneos en fa sociedad entera.'4 El propésito de designar la cultura popular como los simbolos y i significados incrustados en las practicas cotidianas de grupos subal- i ternos no es inventar una rigida formulacion que pueda permitir- [nos especificar qué son los contenidos de esos simbolos y significa- ‘dos —un ejercicio estitico y reificante, en ¢] mejor de los casos. Mas ‘bien, nuestra definici6n subraya su naturaleza procesal, e insiste en jue ese conocimiento popular esta siendo constantemente reelabo- do y “lefdo” (cf. Rebel 1989) en el seno (y por encima) de la ima- winaci6n subordinada. “Constituida socialmente (es un producto de la actividad presente y pasada) y a la vez constitutora social (es parte del significativo contexto en el que la actividad tiene lugar)” (Roseberry 1989-42), la cultura popular no es un dominio auténo- mo, auténtico y limitado, y tampoco una versién “en pequefio” de la cultura dominante. En vez de ello, Jas culturas popular y domi- nante son preducto de una relacién mutua a través de una “dialéc- tica de lucha cultural” (S. Hall 1981-233) que “tiene lugar en con- textos de poder desigual y entraiia apropiaciones, expropiaciones y transformaciones reciprocas” (cf. el ensayo de Nugent y Alonso). Como Nugenty Alonso seiialan, el tipo de reciprocidad indicada aqui no implica igualdad en Ia distribucién del poder cultural, sino una secuencia de intercambios entre ~y de cambios dentro de- los participantes en el intercambio (cf. Mauss [1925] 1967). Lo esencial para la definici6n de cultura popular son las relacio- nes que definen “cultura popular” en-una tensién continua (re- jacién, influencia y antagonismo) con la cultura dominante. Es una concepcién de cultura polarizada en torno de esta dialéctica cultural {...] Lo que importa no son los objetos de cultura fija- dos intrinseca o histéricamente, sino el estado de funcionamien- to de las relaciones culturales [...] (S. Hall 1981:235). Esta manera de interpretar Ja cultura popular postula un conjun- to de vinculos entre Ja produccién de significado y unas relaciones de poder que son radicalmente distintas de aquellas que figuran en las conceptualizaciones folklorista o de cultura de masas. Es posible, por ejemplo, contemplar “el estado de funcionamiento de Jas rela- ciones culturales” en términos espaciales. Mirando las cosas desde este Angulo, donde los folkloristas podrian percibir las culturas (2) popular y dominante como dominios? tedricos de la cultura de masas consi integradas jerarquicamente, con los té pulados por Ja propia cultura dominaree gariamos por entender la cultura popt precisamente, una serie de sitios disp”? populares, como entidades distintas d gobernantes, se forman” (Rowe y Schelli lidad de sitios o (mejor) espacios dese histricamente diversas posibilidades «| Sayer 1985). Esta perspectiva informa‘? unitarias de la cultura popular mexicanz cimiento de los multiples ejes de difere | que el populismo oficial se ha empefise nos del estado, advierte Carlos Monsivais lar termina unificando caprichosamerl nales [...] de clase [y, afiadirfamos, «2 mismo en el lenguaje politico” (Monsiva e FORMACION DEL ESTADO OS . LE i Si las relaciones entre las culturas popul biando constantemente y son parte ¢” poder, entonces ef estudio de la cults conducido junto o en concierto con un nante y un examen del propio poder? organizaciones de poder que rat “lucha cotidiana”. Una organizacion de « poder que es crucial en este sentido es, Aunque se ha tocado el punto una y} | que el estado no es una cosa, un objetst Jo tanto asir, golpear o destruir) (Corrigz z%in 1989). La dificultad de especificar : ha sido resuelta de diversas maneras. Paes tado era una instituci6n activa y wansform to del reconocimiento social general” sé? cl “derecho” de una clase para explota_| Weber el estado era una “comunidad hur gitimo monopolio sobre el uso de la fuss Weber [1918] 1958-78). Un rasgo com! : weed 3 € (4 3 — de Ia cultura de masas pue- iogéncos en la sociedad entera.!4 tultura popular como Ios simbolos y ricticas cotidianas de grupos subal- ida formulaci6n que pueda permitir- enidos de esos simbolos y significa- | en el mejor de los casos. Mas ya su naturaleza procesal, e insiste en ‘std siendo constantemente reelabo- f- el seno (y por encima) de Ia ima- “Mtuida socialmente (es un producto iada) y a la vez constitutora social (es en el que la actividad tiene lugar)” popular no es un dominio auténo- anpoco una versién “en pequefio” de fe ello, Jas culturas popular y domi- cidn mutua a través de una “dialéc- 111981:233) que “tiene lugar en con- fia apropiaciones, expropiaciones y I: el ensayo de Nugent y Alonso). fan, el tipo de reciprocidad indicada a distribucién del poder cultural, sino ntre ~y de cambios dentro de- los (cf. Mauss [1925] 1967). a de cultura popular son las relacio- pular” en una tensién continua (re- mismo) con la cultura dominante. Es solarizada en torno de esta dialéctica |: no son los objetos de cultura fija- Bhte, sino el estado de funcionarien- les [...] (S. Hall 1981:235). cultura popular postula un conjun- ccién de significado y unas relaciones distintas de aquellas que figuran en ta o de cultura de masas. Es posible, estado de funcionamiento de Jas rela- spaciales, Mirando las cosas desde [sas podrian percibir las culturas popular y dominante como dominios auténomos y singulares, los tedricos de la cultura de masas considerarian ambas como esferas integradas jerarquicamente, con los términos de su integracién esti- pulados por la propia cultura dominante. Nosotros, en cambio, abo- garfamos por entender Ia cultura popular como “un sitio -o mas precisamente, una serie de sitios dispersos [...] donde los sujetos populares, como entidades distintas de los miembros de Jos grupos gobernantes, se forman” (Rowe y Schelling 1991:20). Dada la plura- lidad de sitios o (mejor) espacios descentralizados, pueden surgir hist6ricamente diversas posibilidades de resistencia (cf. Corrigan y Sayer 1985). Esta perspectiva informa nuestra critica a las lecturas unitarias de la cultura popular mexicana y también nuestro recono- cimniento de los multiples ejes de diferencia en la sociedad mexicana que el populismo oficial se ha empefiado en oscurecer, En Jas ma- nos del estado, advicrie Carlos Monsivdis, “el término cultura popu- lar termina unificando caprichosamente diferencias étnicas, regio- nales [...] de clase [y, abadirfamos, de género] y se inscribe a si mismo en e} lenguaje politico” (Monsivais 1981:33). FORMACION DEL, ESTADO Si las relaciones entre las culturas popular y dominante estan cam-, biando constantemente y son parte de la lucha cotidiana por el poder, entonces el estudio de la cultura popular sélo puede ser; conducido junto o en concierto con un estudio de la cultura domi- nante y un examen del propio poder, y especialmente de aquellas organizaciones de. poder que proporcionan el contexto para la’ “lucha cotidiana”. Una organizacién de o una forma para regular el poder que es crucial en este sentido es el estado. Aunque se ha tocado el punto una y otra vez, es pertinente repetir que el estado no es una cosa, un objeto que se pueda sefialar (y por Io tanto asir, golpear o destruir) (Corrigan 1990b; Sayer 1987; Oyar- zn 1989). La dificultad de especificar qué es el estado exactamente ha sido resuelta de diversas maneras, Para Engels, por ejemplo, el es- tado era una institucion activa y transformadora que “fijaba el contra- to del reconocimiento social general” sobre nociones de propiedad y el “derecho” de una clase para explotar a la otra; en tanto que para Weber el estado era una “comunidad humana” que disfrutaba del le- gitimo monopolio sobre el uso de la fuerza (Engels [1884] 1942:97; Weber [1918] 1958:78), Un rasgo comun de estas caracterizaciones 47 del estado es que indican una relacién de poder. Un rasgo adicional, quizds expuesto de manera mds matizada y compleja en Weber ~y posteriormente en Gramsci~ que en Engels, es que ambos Haman Ja atencién sobre cémo se dan los efectos del poder en el seno de la so- ciedad (la “legitimicdad” de Weber, el [frecuentemente mal compren- dido] “consentimiento activo” de Gramsci; cf. Weber [1938] 1958; Gramsci 1971:244). Pero ya sea considerado como una institucién.o como una comunidad humana, el problema que persiste en cada una de estas formulaciones es que todavia estén casadas con la no- cidn del estado como un objeto material que puede ser estudiado. Y es precisamente este punto de vista lo que hay que criticar. En un briliante ensayo titulado “Notas sobre la dificultad de es- tudiar el estado”, Philip Abrams escribi Debemos abandonar la idea del estado como un objeto material de estudio concreto o abstracto sin dejar de considerar la idea del estado con absoluta seriedad [...] El estado es, entonces, en todos los sentidos del término, un wiunfo del oculamiento. Oculta la historia real y las relaciones de sujecién detrds de una mascara ahis- t6rica de ilusoria legitimidad [...] En suma:; el estado no es la reali- dad que se encuentra detrés de la mascara de la prctica politica. El mismo es la mascara [...] (Abrams (1977] 1988:75, 77, 82). Abrams no sdélo razona en favor de examinar los efectos del poder (“la historia real y las relaciones de sujeci6n”), sino también sehala que para poder apartarnos de las nociones instrumentalistas o reificadas del estado debemos destacar las dithensiones practica y procesal de “su” evolucién dindmica 0 formacién. + Revyelando su deuda con Abrams en The Great Arch, Corrigan y “Sayer, como ya hemos visto, consideran la formacion del estado nada menos que como una “revolucidn [cultural] en la manera de ‘entender el mundo” (1985:1-2). Influido por Durkheim, para iquien “el estado es el 6rgano mismo del pensamiento social [y], sobre todo, el 6rgano de la disciplina moral” (Durkheim 1957:50, 72, citado en Corrigan y Sayer 1985:5), y también influido por Mao Tse-Tung, su estudio centra la atencién en la dimensién totalizante de la formacién del estado, vinculada a sus estructuras de “caracter nacional” e “identidad nacional” (cf. Anderson 1983), Pero The Great Arch también considera la dimensién individuatizante de la formacién del estado, organizado a través de titulos impositivos | i 48 | lencarnados en categorfas especificas dl ante fiscal, jefe de hogar, ejidatario, etc las por ejes de clase, ocupacion, géner ez de extenderse en las rcoeseacied | cientificos sociales, como la “construcci: de ciertas élites modernizadoras), 0 e1 de poder llamado habitualmente “el 4) Ja construcci6n del estado” representad? Harding 1984), Corrigan y Sayer recons Inglaterra, un proceso cultural de val] rutinas, rituales y discursos de gobiern: Desafortunadamente -sefialan— en el do “han sido entendidas dentro de los salizantes de la formacién del sacl] consecuencias determinadas que tiene ti ditados al estado. A los subordinados su identidad de subordinados median\ lacién moral, y no sélo a través de su of ta. En sintesis, “el estado afirma” (“stat tanto Sayer como Roseberry en sus caf] afirmar puede parecer que se ha estab! marco discursivo comiin, que deja a un rededor de los cuales ~y en los cuales— luchas. EI marco discursivo comin pro| Jado lo mismo mediante licencias de cc que mediante palabras. Ademds, coms yandose una vez mds en The Great 4 opera no sélo en términos de palabr: implica necesariamente un proceso soc ciones sociales concretas y el establecii instituciones que “operan en nosotros en el mismo punto a propésito de cual dos y valores dominantes y eficaces qu tos sino organizados y vividos” (wien Estas observaciones sirven para desta nawuraleza material de! poder del esta; cién relacional vis-é-vis “sus” subordi: en cuenta solamente “el estado” oscu: mas alternativas de poder e identidad, de crean las culturas populares opositora: Drei de poder. Un rasgo adicional, mas matizada y compleja en Weber -y I: en Engels, es que ambos Ilaman la efectos del poder en el seno de la so- ‘eber; ef [frecuentemente mal compren- de Gramsci; cf. Weber [1918] 1958; considerado como una institucién o ana, el problema que persiste en cada 2g que todavia estén casadas con Ia no- Gps que puede ser estudiado. Y ista lo que hay que criticar. sulado “Notas sobre fa dificultad de es- i escribié: tea del estado como un objeto material cto sin dejar de considerar la idea del [..-] El estado es, entonces, en todos un triunfo def ocultamiento. Oculta la le sujecién detras de una mascara ahis- [...] En suma: el estado no es Ja reali- de la mascara de la practica politica. _] (Abrams [1977] 1988:75, 77, 82). }\ favor de examinar los efectos del relaciones de sujecién”), sino también J nos de las nociones instrumentalistas indmica 0 formacién. \brams en The Great Arch, Corrigan y (consideran la formacion del estado volucién [cultural] en la manera de -2). Influido por Durkheim, para mismo del pensamiento social [y], sciplina moral” (Durkheim 1957:50, er 1985:5}, y también influido por Mao tencién en la dimensién totalizante culada a sus estructuras de “cardcter ional” (cf. Anderson 1983). Pero The! ja dimension individualizante de la fe a wavés de titules impositivos | [ [ jencarnados en categorias especificas (por ejemplo, ciudadano, cau- jsante fiscal, jefe de hogar, ejidatario, etcétera) que estan estructura- fdas por ejes de clase, ocupacién, género, edad, etnicidad y lugar. En vez de extenderse en las preocupaciones tradicionales de algunos cientificos sociales, como la “construccién de nacién” (el proyecto de ciertas élites modernizadoras), 0 en los orfgenes de un aparato de poder llamado habitualmente “el estado” (cf. la “literatura sobre la construccion del estado” representada en Skocpot 1979; Bright y Harding 1984), Corrigan y Sayer reconstruyen, concentrandose en Inglaterra, un proceso cultural de siglos encarnado en las formas, rutinas, rituales y discursos de gobierno. Desafortunadamente -sefialan- en e] pasado las formas del esta- do “han sido entendidas dentro de los propios vocabularios univer- salizantes de la formacién del estado” (1985;7) sin considerar las consecuencias determinadas que tiene tal error para aquellos supe- ditados al estado. A los subordinados se les recuerda repetidamente su identidad de subordinados mediante rituales y medios de regu- lacion moral, y no sdlo a través de su opresién concreta y manifies- ta. En sintesis, “el estado afirma’” (“states state”) y, como sostienen tanto Sayer como Roseberry en sus colaboraciones en este libro, al afirmar puede parecer que se ha establecido de manera exitosa un marco discursivo comtin, que deja a un lado términos centrales al- rededor de los cuales ~y en los cuales— puede haber controversias y luchas. El marco discursive comin proporciona un lenguaje articu- lado lo mismo mediante licencias de conducir, lemas 0 banderas, que mediante palabras. Ademas, como lo sugiere Roseberry ~apo- yandose una vez mas en The Great Arch, este marco discursivo opera no sdlo en términos de palabras y signos sino que también implica necesariamente un proceso social material, es decir, rela- ciones sociales concretas y el establecimiento de rutinas, rituales e instituciones que “operan en nosotros”. Raymond Williams insiste en ef mismo punto a propésito de cualquier “sistema de significa- dos y valores dominantes y eficaces que no sean solamente abstrac- tos sino organizados y vividos” (Williams 1980:38). Estas observaciones sirven para destacar no sélo la formidable naturaleza material del poder del estado, sino también su constitu- cién relacional vis-a-vis “sus” subordinados. La tendencia a tomar en cuenta solamente “el estado” oscurece la comprensién de for- mas alternativas de poder identidad, de movimiento y accién, que crean las culturas populares opositoras. Corrigan y Sayer escriben: 49 | Con gran frecuencia éstas han sido divididas. Las formas del es- - tado han sido entendidas [...] sin referencia a aqueilo contra lo que se han formado [..-] Por el contrario, las culturas opositoras son entendidas a través de la cuadricula de las diversas tradicio- nes selectivas impuestas como si fuesen todo lo que se puede decir y saber acerca de Ja “cultura” (Corrigan y Sayer 1985:7). La Ultima oracién Hama nuestra atencién hacia uno de los pro- blemas que han infestado lo que se ha escrito sobre movilizaciones populares € insurgencia campesina. En gran parte de esos estudios, hha habido una tendencia a insistir en la autonomia y singularidad de formas de resistencia “popular”, como si fueran fendmenos au- togenerados que brotasen en un terrarium sociocultural. Ranajit Guha, por ejemplo, identifica Tas politics subalternas como “un dominio auténemo”, ¥ “la ideologia operativa cn ese dominio” como si constituyera un “flujo” de conciencia o discurso diferente (Guha 1982b:4, 5). “Habia ~escribe Guha- vastas zonas en) Ja vida y en la conciencia de la gente que nunca fueron integradas @ [la] he- gemonia de la burguesia” (Guha 1982b:5-6; cf. Scott 1985, 1990). Pero aun cuando estas estimulantes y provocativas formulaciones han inspirado algunas investigaciones Jatinoamericanistas (por ejemplo, Joseph 1990, 1991a, y 1 ensayo incluido en fa version en inglés de este \ibro; Nugent 1988b, 1993; el ensayo de Mallon aqui jncluidos Seed 1991; Escobar 4992), el trabajo de} grupo de Sub- ‘Lttern Studies ha sido criticado por hacer afirmaciones extraordina- vas acerca de fa autonomia de “lo popular” 0 de 16 subalterno (por jejemplo, O'Hanlon 1988; Spivak 1985, 1988; Prakash 1992a) y no menos por los propios Subalternistas (Chakrabarty 1985, 1991; ha. 1989) 15 Pero si la cultura popular no es un dominio por completo autd- nomo, tanrpoco “los significados y simbolos producides y disemina dos por el estado {son} simplemente reproducidos por Jos grupos subordinados ly consumidos de una manera inmediata y acritica}. La cultura popular es contradictoria puesto que incorpora y elabo- ca simbolos y significados dominantes, pero también debates, criti- cas, rechazos, revaloraciones [..-]y presenta alternativas” (Nugent y Alonso, en este libro; ef. Gramsci 1971:333; Williams YO7T7ALS- 14). Nuestra conceptualizaci6n de la relaci6n entre la formacién del estado y la cultura popular no considera a esta Ultima como una categoria anidada semanticamente en la cultura del estado de la 50 misma manera en que las clases popull estado, el proletariado por Ja burguesia, Ja articulacién de la formacién del _cada una de ellas vinculada con Ja all ja otra (sobre la “articulacién” véanse Fos Sin embargo, si bien Ja cultura pop estén mutuamente imbricadas, “las Al Estado’ [son] las ‘mismas’ represent ‘abajo’ [son] entendidas de manera di 1985:6). Este punto est4 amphiamentef | siguen. Por ejemplo, Mallon, Joseph, y Rus y 1994), exploran cémo Jos subordinadl tén, Chiapas y Tlaxcala trataron inces discursos liberal ¥ “revolucionario” acer! do éstos demostraron ser una amena: jdentidad. De manera similar, sogend] Nugent 1994): sondean las diferentes m: tivo a la tierra y Jas formas de posesion, rante mucho tiempo los pobladores 4 han estado reiiidos con el régimen Pp! razones muy diferentes. Colectivamente rabilidad y flexibilidad de las tradicior las cuales tanto el estado como sus ° mar sus luchas, un punto que parecer mexicana de otros movimientos social Debe quedar claro que cua México de comienzos del siglo xx imp un acontecimiento ~“La Revolucién”-, cado como el punto empirico de ref de anilisis. Los cambios que México st cadas del siglo XX pueden ser conter como un objeto tedrico, uniendo lo: formacién del estado y el rene cd local. Los ensayos de este libro no ac como un acontecimiento circunscritoy vision multifacética, procesal, de las cultura popular, y entre cultura popul ‘Una manera de reformular las i Karz, al preguntarse cudles eran los té i. sido divididas. Las formas del es- ] sin referencia a aquello contra lo x el contrario, las culturas opositoras a cuadricula de las diversas tradicio- Tomo si fuesen todo lo que se puede c (Corrigan y Sayer 1985-7). estra atencién hacia uno de los pro- que se ha escrito sobre movilizaciones ke En gran parte de esos estudios, istir en la autonomia y singularidad pular”, como si fueran fenémenos au- un terrarium sociocultural. Ranajit i las politicas subalternas como “un Ideologia operativa en ese: dominio” jg” de conciencia o discurso diferente Icribe Guha~ vastas zonas en Ja vida y ¢ nunca fueron integradas a [la] he- auha 1982b:5-6; cf. Scott 1985, 1990), Re y provocativas formulaciones igaciones Jatinoamericanistas (por ,y el ensayo incluido en la versién en 8b, 1993; el ensayo de Mallon aqui iss el trabajo del grupo de Sué- o por hacer afirmaciones extraordina- “lo popular” o de lo subalterno (por ak 1985, 1988; Prakash 1992a) y no ternistas (Chakrabarty 1985, 1991; I es un dominio por completo auté- s y simbolos producidos y disemina- dlemente reproducidos por los grupos /€ una manera inmediata y acritica]. ‘toria puesto que incorpora y elabo- ‘minantes, pero también debates, criti- if .-] y presenta alternativas” (Nugent amsci 1971:333; Williams 1977:113- de la relacién entre la formacién aw no considera a esta ultima como una {Irs en la cultura del estado de Ia misma manera en que las clases populares son subordinadas por el estado, el proletariado por la burguesia, etcétera. Mas bien, pol vy a articulacién de ta formacién del estado y la cultura popul: ~cada una de ellas vinculada con Ia otra y, asimismo, expresada en la otra (sobre la “articulacién” véanse Foster-Carter 1978; Post 1978). Sin embargo, si bien la cultura popular y la cultura dominante estin mutuamente imbricadas,. “las que desde la perspectiva ‘del Estado’ [son] las ‘mismas’ representaciones unificadoras, desde ‘abajo’ [son] entendidas de manera diferente” (Corrigan y Sayer 1985:6). Este punto esté ampliamente ilustrado en los ensayos que siguen. Por ejemplo, Mallon, Joseph, y Rus y Rockwell (Joseph y Nugent 1994), exploran cémo los subordinados al estado en Puebla, Yuca- t4n, Chiapas y Tlaxcala trataron incesantemente de reelaborar los discursos liberal y “revolucionario” acerca de la nacionalidad cuan- do éstos demostraron ser una amenaza para las formas locales de identidad. De manera similar, Nugent y Alonso y Becker (Joseph y Nugent 1994)sondean las diferentes maneras de interpretar lo rela- tivo a la tierra y las formas de posesién de la tierra por las que du- rante mucho tiempo los pobladores de Chihuahua y de Michoacan han estado refidos con el régimen posrevolucionario —si bien por razones muy diferentes. Colectivamente, los ensayos sefialan la du- rabilidad y flexibilidad de las tradiciones revolucionarias a través de jas cuales tanto e] estado como sus oponentes han buscado legiti- mar sus luchas, un punto que pareceria distinguir a la revolucién mexicana de otros movimientos sociales del siglo xx. Debe quedar claro que cualquier intento de comprender el México de comienzos del siglo xx implica mas que interesarse por un acontecimiento —“La Revolucién”~ que habitualmente es desta- cado como el punto empirico de referencia y objeto privilegiado de anilisis. Los cambios que México sufrié durante las primeras dé- cadas del siglo xx pueden ser contemplados en nuestro andlisis como un objeto tedrico, uniendo los procesos simultaneos de la formacién del estado y el surgimiento de formas de conciencia local. Los ensayos de este libro no acentian ya a “la Revolucién”! como un acontecimiento circunscrito; en cambio, promueven una, vision multifacética, procesal, de las relaciones entre revolucién vy cultura popular, y entre cultura popular y estado. Una manera de reformular las interrogantes planteadas por Katz, al preguntarse cudles eran los términos de compromiso entre 51 los campesinos de México y los detentadores del poder, y como eran negociados esos términos, es sugerir que el problema tiene que ver con el complejo asunto de [a relacién entre autonomia y subordinacién. Para formular un anilisis procesal de este proble- ma, varios de los colaboradores de este libro integraron miiltiples escalas de tiempo en sus marcos analiticos, como lo han hecho con gran éxito los estudiosos de la resistencia en ef mundo andino’ (Stern 1987), Esto les permite comprender mejor cémo las culturas populares y las formas de dominacién engranan reciprocamente durante coyunturas particulares, y a mediano y largo plazo; dicho de otra manera: antes, durante y después de “la Revolucién”. Tam- bién les ayuda a clasificar las multiples formas que esa resistencia asume, y le da al lector una idea de cémo los protagonistas histéri- cos, al igual que los estudiosos, intentan comprender la transici6n de una forma a otra en el contexto de las cambiantes modalidades de dominacién. En este aspecto, se presta especial atencidn a los valores, recuerdos y visiones particulares incrustados en la sociedad local. Cada uno de ellos es construido y reconstruido -o, mejor, “imaginado” (véanse Anderson 1983; Roseberry 1991 y su ensayo en este libro)— en contextos politicos especificos modulados por distinciones de clase, etnicidad y género (cf. Comaroff 1987). Tales valores, visiones y recuerdos, sostienen Jos colaboradores de esta obra, definen la conciencia del poder del estado y dan forma a la resistencia contra él. Estos estudios sobre las sociedades locales mexicanas durante tiempos de crisis, revueltas populares y represién estatal nos brin- ‘dan el comienzo de una historia politica de los campesinos de ‘México y sus progresivas negociaciones tanto con facciones de la élite como con el naciente Estado Revolucionario. Al mismo tiem- 6, iluminan el caracter y la forma de un proceso de formacién del stado que es cultural tanto como politico. Y aunque este proceso hegem6nico nunca dio origen en México a nada parecido al “Gran Arco” de Inglaterra, una y otra vez preparé ¢] terreno para una tra- duccién entre las ideologfas popular y estatal, y para la construccién de las historias de México. Asi, estos ensayos no sdlo nos permiten re- cuperar de manera mas completa los programas y la conciencia de los participants en diferentes niveles del espectro de las clases so- ciales; también profundizan nuestra valoracién de los incesantes es- fuerzos del estado por abarcarlos y representarlos. 52 i ARMAS Y ARCOS EN EL PAISAJE REV! MEXICANO f] » Alan Knight ( En este capitulo busco vincular ~por us debates concernientes a la historia cuestiones tedricas mas generales velad | Pprotestas populares, la formacién del es Lo hago estimulado por el consejo dj campo de una manera rela] alarmado por el simple tamafio del cai pografia y la formidable reputacion der resultado es un ensayo exploratorio q) dad, necesariamente es superficial (a esencialmente erréneo) en su tratamien rica como de la teorfa social compara tres secciones. La primera brinda al} md acerca del anilisis de la revolucién; la s1 ren a dos importantes paradigmas tedrj comprender los fenédmenos histérico: J James Scott, por un lado, y con Philip otro (Scott 1976, 1985, 1990; ey “Hace mucho, mucho tiempo —nos dij una escuela de fildsofos en China cuya cidn de los nombres’. Obviamente ellos la sabiduria politica era lamar a las cog (Moore 1969:162). Siguiendo el cen lettre, podria valer Ja pena tratar de cla (y quizas algunos prejuicios). Confieso zan con una larga perorata sobre la i me causan un poco de impaciencia. El dos por los socidlogos que se han “con Michael Mann y Anthony Giddens— a tismo en masa de viejas ideas con eal i. detentadores del poder, y cémo nos, es sugerir que el problema tiene to de Ja relacién entre autonomia y un anilisis procesal de este proble- ores de este libro integraron multiples! s analiticos, como lo han hecho con } i: resistencia en el mundo andino’ comprender mejor cémo fas culturas + lominacién engranan reciprocamente * les, y a mediano y largo plazo; dicho } y después de “la Revolucion”. Tam- * 1s multiples formas que esa resistencia a de cémo los protagonistas histori- , intentan comprender Ia transicién yntexto de las cambiantes modalidades to, se presta especial atencidn a los erste incrustados en la sociedad nstruido y reconstruido —o, mejor, son 1983; Roseberry 1991 y su ensayo oliticos especificos modulados por Ei y género (cf. Comaroff 1987). Tales 8, sostienen los colaboradores de esta | poder del estado y dan forma a la i sociedades locales mexicanas durante pulares y represién estatal nos brin- ‘toria politica de los campesinos de 2Bociaciones tanto con facciones de la Estado Revolucionario. Al mismo tiern- ma de un proceso de formacién del ‘omo politico, Y aunque este proceso en en México a nada parecido al “Gran vez prepar6 el terreno para una tra- pular y estatal, y para la construccién i, estos ensayos no sdlo nos permiten re- eta los programas y la conciencia de niveles del espectro de las clases so- stra valoracion de los incesantes es- arlos y representarlos. ARMAS Y ARCOS EN EL PAISAJE REVOLUCIONARIO MEXICANO = Alan Knight En este capitulo busco vincular -por una parte- datos empiricos y debates concerientes a la historia de México con por Ja otra— cuestiones tedricas mas generales retacionadas con la revolucién, las protestas populares, Ia formacién del estado y la “cultura popular’. Lo hago estimulado por el consejo de que yo deberia explorar el campo de una manera relativamente desinhibida, pero también alarmado por el simple tamafio del campo, la complejidad de su to- pografia y la formidable reputacién de muchos de sus habitantes. El resultado es un ensayo exploratorio que, por virtud de su generali- dad, necesariamente es superficial (aunque confio en que no sera esencialmente erréneo) en su tratamiento tanto de la historia emp rica como de la teoria social comparativa. El ensayo esti dividido en tres secciones, La primera brinda algunos puntos de vista personales acerca del anilisis de la revolucién; la segunda y la tercera se refie~ ren a dos importantes paradigmas tedricos que pueden ayudamos a comprender los fendmenos histéricos: sobre todo, los asociades con. James Scott, por un lado, y con Philip Corrigan y Derek Sayer, por el otro (Scott 1976, 1985, 1990; Corrigan y Sayer 1985). “Hace mucho, mucho tiempo -nos dice Barrington Moore- habia una escuela de fildsofos en China cuya doctrina exigia una ‘rectifica- cién de Ios nombres’. Obviamente ellos crefan que el comienzo de la sabiduria politica era llamar a las cosas por su nombre correcto” (Moore 1969:162). Siguiendo el ejemplo de estos filésofos avant ta Jetive, podria valer la pena tratar de clarificar unos cuantos conceptos (¥ quizas algunos prejuicios). Confieso que los ensayos que comien- zan con una larga perorata sobre la “denominacién de las partes” me causan un poco de impaciencia. Ese tipo de ejercicios -preferi- dos por los socidlogos que se han “contagiado de historia”, como Michael Mann y Anthony Giddens-~ a veces parecen implicar el bau- tismo en masa de viejas ideas con recientes neologismos. Las etique- 53 tas y el vocabulario se han renovado, pero los fenémenos detras de los nombres siguen estando borroses, y con frecuencia no son mas claros que bajo su antigua nomenclatura. (Parte del supuesto de que hay fendmenos “detrds de los nombres” y que estamos compro- metidos en algo mas que el arbitrario cambalache de nombres y el desciframiento de textos fluctuantes.) . Muchos de los conceptos encontrados en el curso de esta pesquisa son grandes, yoluminosos y amorfos: revolucion, cultura popular pue- blo, mentalidad, hegemonia. Mi prosaica conviccién es que la utilidad. de tales conceptos se hace evidente sélo cuando ~y en la medida en que- proporcionan la maquinaria para comprender ejemplos con- cretos; en este caso, la historia del México moderno. Son conceptos aplicados o “conceptos organizativos”. En algunos casos {pensemos con hegemonia, consenso, mistificacién, falsa conciencia, ideologia dominan- te) hay un considerable traslapamiento entre conceptos que pueden provenir de autoridades y paradigmas sociales muy diferentes. En . vrevta medida, e] historiador puede escoger entre ellos (en otro ¢ crito he dignificado tal conducta calificandola como el principio de eclecticismo controlado: Knight 1986a:2:83-84). Por lo tanto, la elec- cién y el refinamiento de los conceptos dependen de un didlogo sostenido y critico con Ios datos empiricos, ese “arduo {..-] compro- miso entre el pensamiento y sus materiales objetivos: el didlogo C.J gracias al cual se obtienen todos los conocimientos” (Thompson 1978a:229). Desde luego, una vez que el didlogo ha sido establecido, es posible sustituir y reintroducir los conceptos (“itiles” y “fructife- ros”) a manera de predmbulo. De modo que aqui esta mi propio y breve conjunto de preferencias conceptuales. Primero esta la definicién misma de lo que constituye ¢] explana- dum: la reyolucion mexicana 0, para ponerlo de otra manera, pero todavia como peticién de principio: Ja historia del México revolu- cionario. Podemos elegir concentrarnos en la revolucién armada, mas 0 menos lo que va de 1910 a 1920, pero no debemos soslayar ciertos movimientos armados “precursores”, anteriores a 1910, las principales rebeliones posteriores a 1920 (ninguna de las cuales tuvo éxito a escala nacional), la Guerra Cristera de los afios veinte y Ja violencia rural endémica que sufrid gran parte del pais a lo largo del periodo. De manera que Tas fechas son un tanto arbitrarias. ‘Atin més arbitrario es el criterio de violencia. La nocion de revo- lucién —como la utilizamos aqui- implica violencia, desde nego, pero implica muchas cosas mas, que mencionaré mas adelante (cf. 54 Hobsbawm 1986:7). Ademés, el hacer de revolucién social o popular- nos portantes de la agenda. El propio wal vidirse grosso modo en Sus estudios inicial dios revolucionarios, y su trabajo m: campesinas de resistencia en situaci narias. Ambas son —parafraseando a He misma nuez, tanto teérica como “[ “ pecialmente la violencia “de abajo -{] cién de por qué “los hombres se ref interpretacién de por qué no se rebela cidn, la desigualdad, los abusos (tot tamente estin detras de una ria] con la quietud (en términos de acc! creencias) (Knight 1986a: 2165-66). ¥« habré de senalarlo, existen obvias ‘f) revuelta y levantamiento generalizat dirfa yo, la violencia popular estaba m precedente y posterior, de mayor paz Una perspectiva cronolégica tan Qj segunda razon, relacionada con mi otra cial: el andlisis.de la revoluci6n wn caso, otra vez, 1a violencia es s6lo uni lucién armada sélo es una fase (si mucho mas largo de cambios sociales, turales. Por lo tanto, desde ambos p' de mirar a largo plazo, y debemos tr revolucién armada dentro de un cont Qué tan amplio dependeré en bueny que deseemos hacer. Por ejemplo, aid] lucién armada subrayan las causas inin 1907 (Ruiz 1980: capitulo 8; Hart 1987; san hasta el siglo XIX, en busca de} “| el contrario, las corrosivas consecue: coy liberal (Tannenbaum [1933] 199¢ ~para poder apoyar muchos de los raj interesa desplegar- situarme mas o a 1910 (Knight 1986a:1:153-54). El cas co debe estar abierto, al igual que debe ocurris con la cuestidn del “re enovado, pero los fenémenos detris de orrosos, y con frecuencia no son mas menclatura. (Parte del supuesto de los nombres” y que estamos compro- arbitrario cambalache de nombres y el Ree contrados en el curso de esta pesquisa amorfos; revolucién, cultura popular, pue- rosaica conviccién es que la utilidad lente s6lo cuando ~y en la medida en inaria para comprender ejemplos con- del México moderno. Son conceptos fev: En algunos casos (pensemos jin, falsa conciencia, ideologia dominan- apamiento entre conceptos que pueden radigmas sociales muy diferentes. En uiede escoger entre ellos (en otro es- jucta calificandola como el principio de Fr 1986a:2:83-84). Por lo tanto, la elec- conceptos dependen de un didlogo atos empiricos, ese “arduo [...] compro- gu materiales objetivos: el didlogo [...] [- dos los conocimientos” (Thompson ‘vez que el didlogo ha sido establecido, ducir los conceptos (“itiles” y “fructife- +. De modo que aqui esta mi propio y s conceptuales. a misma de lo que constituye el explana- , para ponerlo de otra manera, pero Dedpie: la historia del México revolu- oncentrarnos en la revolucién armada, 110 a 1920, pero no debemos soslayar if, “precursores”, anteriores a 1910, las iors a 1920 (ninguna de las cuales ), la Guerra Cristera de los afios veinte y e sufrié gran parte del pais a lo largo s fechas son un tanto arbitrarias. criterio de violencia. Ia nocién de revo- ui- implica violencia, desde luego, » que mencionaré mas adelante (cf. Hobsbawm 1986:7). Ademas, el hacer hincapié en la violencia ~es- pecialmente la violencia “de abajo hacia arriba” que es diagnéstico de reyolucién social o popular- nos distrae de algunos temas im- Portantes de la agenda. El propio trabajo de James Scott puede di- vidirse grosso modo en sus estudios iniciales de caracteristicas y episo- dios revolucionarios, y su trabajo mas reciente sobre estrategias campesinas de resistencia en situaciones claramente no-revolucio- narias. Ambas son ~parafraseando a Harry Truman~ mitades de la misma nuez, tanto tedrica como histéricamente: toda interpreta- cién de por qué “los hombres se rebelan” debe cotejarse con la interpretacién de por qué no se rebelan; de por qué la subordina- cion, la desigualdad, los abusos (todos los factores que supues- tamente estén detrds de una rebelién) también pueden coexistir con la quietud (en términos de acciones, no necesariamente de creencias) (Knight 1986a:1:165-66). Y en el caso de México, como habré de sefialarlo, existen obvias razones para comparar la fase de revuelta y levantamiento generalizados -época durante la cual, diria yo, Ja violencia popular estaba muy difundida~ con las fases precedente y posterior, de mayor paz y tranquilidad. Una perspectiva cronolégica tan amplia es importante por una segunda raz6n, relacionada con mi otra preocupacién tedrica esen- cial: el andlisis de la revolucién en un nivel macrosocial. En este caso, otra vez, la violencia es slo una parte de Ja historia, y la revo- lucién armada sélo es una fase (si bien erucial) en un proceso mucho. mas largo de cambios sociales, politicos, econdémicos y cul- turales. Por lo tanto, desde ambos puntos de vista, debemos tratar de mirar a largo plazo, y debemos tratar de situar el periodo de la revolucién armada dentro de un contexto histérico mds amplio. Qué tan amplio dependera en buena parte de los razonamientos que deseemos hacer. Por ejemplo, algunas explicaciones de la revo- lucién armada subrayan las causas inmediatas, como la recesin de 1907 (Ruiz 1980: capitulo 8; Hart 1987: capitulo 6). Otros se regre- san hasta el siglo XIX, en busca del opresivo legado colonial 0, por el contrario, las corrosivas consecuencias del reformismo borbéni- co y liberal (Tannenbaum [1933] 1996; Guerra 1985). Yo prefiero —para poder apoyar muchos de los razonamientos causales que me interesa desplegar— situarme mas o menos en la generacion previa a 1910 (Knight 1986a:1:153-54). El caso es que el marco cronolégi co debe estar abierto, al igual que nuestro enfoque, Y lo mismo debe ocurrir con la cuestién del “resultado” (un término cargado 55 de implicaciones excesivamente conclusivas, incluso teleolégicas). No quiero repetir aquellos viejos debates sobre qué tan muerta esta la revolucion mexicana (Ross 1966). Si se Ja define con suficiente ingenio (0 casuistica), la revolucién nunca morird; goza de ta in- mortalidad de los linajes reales ~la révolution est morte, vive la révolu- tion!-; ésa es ta posicion del actual gobierno. Pero inmortal 0 muerta, concebir y describir asi la revolucion es evidentemente una reificacién: se le convierte en una entidad defini- da, poseedora de un alma inmortal y un ciclo de vida cuasi-biolégico. En contraste, casi todos los recientes estudiosos de fa reyoluci6n hacen bincapié en el caracter cambiante y multifacético de “la Re- volucién”, un fenémeno que aparece bajo distintos disfraces depen- diendo del punto de vista cronolégico y -sobre todo espacial que haya tomado el observador. De acuerdo con este enfoque relativista que me parece que debemos adoptar con firmeza- el término la ‘Revolucién es, en el mejor de los casos, una especie de armario mis- celdneo, titil para la conversacién general pero fatal para el andlisis detaliado. Asi pues necesitamos, por Jo menos, afadir a nuestro (es peramos) detallado andlisis algunos lineamientos: que tal 0 cual argu- mento o generalizacién se relaciona especificamente con la revolu- cién armada, con el anticlericalismo revolucionat 40, con la revoluci6n en Chihuahua o en el valle Papagochi, 0 con el general Fulano de Tal y los fulanistas. Esto no significa, dicho sea de paso, que deba descar- tarse la nocién de una revolucién nacional, que ef tinico terreno de andlisis adecuado sea ja region, el valle, ef municipio o {como tienden asugerir algunos historiadores orales) el individuo. Aunque cada uno de esos terrenos de andtisis €s jndudablemente util, en si mismo es un tanto arbitrario: captura algo, pero pierde mucho. Las regiones 0 los estados comprenden amplias diferencias den- tro de sus propios limites. Fi bistoriador nacional puede generali- zar acerca de Morelos (un estado muy pequeho), pero Jos especia- Tistas en Morelos bardn hincapié en las variaciones regionales dentro del estado. Aun dentro de las regiones ~como la Ciénaga de Chapala, en el noroeste de Michoacan- hay marcadas diferencias entre las comunidades, y € el seno de las comunidades hay dife- rencias de clase, de faccién y de barrio. (La relacién entre Ta lealtad espacial y la de clase me parece una cuestion viva que Ja literatura re- ciente, con il, con frecuencia trae a su fuerte acento en lo regional colacién, pero que muy vara vez explica; por ejemplo, T. Benjamin y Wasserman 1990.) 56 it Esto me conduce al siguiente razona parte, necesitamos anteceder nuestros nes con indicadores claros (sobre el =f] generalizacion), también necesitamos te adecuados para evaluar argumentos Y § rentes niveles. No debemos tratar de ij dades parsec o Jas érbitas planetarias ejemplo, una monografia sobre una cor toda Ja razén en demorarse en los det cotidianas de los grupos y alianzas q\ olitico. Un estudio mas amplio, nacior abarcar tales detalles; por fuerza habr: infringird algunos de los matices del dio, por supuesto, habra infringido la: Mientras tanto, arriba en Ja estratosfera, J raran hacia abajo, generalizaran y, al if) los matices del estudio tematico o nac debate de Stern-Wallerstein: Stern 1988 luego, de esto no se desprende que la diales sea inferior a la historia nacional a la historia regional y local, o viceversa. decidir cudles son los niveles adecuado son los criterios para juzgar el valor de ] Para poner un ejemplo crudo pero i do en lo concerniente a la participaciép cién (por el momento, no nos preocu) campesino y revolucién). Se puede poner tables: gcudntos campesinos participaron pregunta mds til) gcudntos de los re’ nos? O podemos preguatar cuan sad campesinos 0 las acciones campesinas (t de las haciendas, macheteando mayo: gramos yeunir mucha informacién, tall concordar en su significacién. Primero, tar las intenciones de manera diferente; mo es un ejemplo de venganza de case yeterada enemistad personal, un acto dt el resultado de demasiado aguardiente? y Wells 1990a:173, n. 26; Scott 1990:18| ‘demos estar en desacuerdo porque, des| ste conclusivas, incluso teleolégicas). jos debates sobre qué tan muerta esta Si se la define con suficiente tucién nunca moriré; goza de la in- les —la révolution est morte, vive la révolu- i gobierno. cebir y describir asi la revolucién es n: se Je convierte en una entidad defini- rial y un ciclo de vida cuasi-biolégico. ‘cientes estudiosos de la revolucién xv cambiante y multifacético de “la Re- arece bajo distintos disfraces depen- olégico y -sobre todo~ espacial que acuerdo con este enfoque relativista os adoptar con firmeza- el término fa rf casos, una especie de armario mis- Jén general pero fatal para el andlisis 10s, por lo menos, afiadir a nuestro (es- nos lineamientos: que tal o cual argu- ciona especificamente con la revolu- ismo revolucionario, con la revolucién gochi, 0 con el general Fulano de Tal ‘a, dicho sea de paso, que deba descar- i6n nacional, que el unico terreno de a, el valle, el municipio o (como tienden pee) el individuo. Aunque cada uno dudablemente util, en sf mismo es un pero pierde mucho. vomprenden amplias diferencias den- [ixoriador nacional puede generali- stado muy pequefio), pero los especia- apié en las variaciones regionales fe: las regiones ~como la Ciénaga de fichoacin— hay marcadas diferencias vel seno de las comunidades hay dife- barrio. (La relacién entre la lealtad ina cuestion viva que la literatura re- » en lo regional, con frecuencia trae a a explica; por ejemplo, T. Benjamin Esto me conduce al siguiente razonamiénto: aunque, por una parte, necesitamos anteceder nuestros argumentos y generalizacio- nes con indicadores claros (sobre el alcance de dicho argumento o generalizacion), también necesitamos tener en mente los criterios adecuados para evaluar argumentos y generalizaciones en esos dife- rentes niveles. No debemos tratar de medir las moléculas en uni- dades parsec o Jas drbitas planetarias en unidades angstrom. Por, ejemplo, una monografia sobre una comunidad o regién tendré} toda Ia razon en demorarse en los detalles de, digamos, las luchas, cotidianas de tos grupos y alianzas que buscan posicién y poder’ politico, Un estudio mas amplio, nacional o tematico, no puede abarcar tales detalles; por fuerza habra de generalizar, y al hacerl infringird algunos de Jos matices del microestudio (el microestu- dio, por supuesto, habrd infringido la “realidad” de gran escala). Mientras tanto, arriba en la estratosfera, los tedricos del sistema mi- rardn hacia abajo, generalizaran y, al hacerlo, infringiran a su vez los matices del estudio temAtico o nacional (considérese el reciente debate de Stern-Wallerstein: Stern 1988; Wallerstein 1988). Desde luego, de esto no se desprende que la teorfa de los sistemas mun- diales sea inferior a Ja historia nacional, que a su vez seria superior a la historia regional y local, o viceversa. Es mas bien cuestion de decidir cuales son los niveles adecuados de generalizacién y cudles son los criterios para juzgar el valor de las generalizaciones. Para poner un ejemplo crudo pero importante: no hay un acuer- do en lo concerniente a la participacién campesina en fa revolu- cién (por el momento, no nos preocupemos por lo que significan campesino y revolucién). Se puede poner el asunto en términos con- tables: ecudntos campesinos participaron en la revoluci6n? O (una pregunta mas wtil) gcudntos de los revolucionarios eran campesi- nos? O podemos preguntar cudn importantes fueron los agravios campesinos o las acciones campesinas (tomando tierras, huyendo de las haciendas, macheteando mayordomos, etcétera). Aun si lo- gramos reunir mucha informaci6n, tal vez no seamos capaces de concordar en su significaci6n. Primero, porque podemos interpre- tar las intenciones de manera diferente: gmachetear a un mayordo- mo es un ejemplo de venganza de clase, la consecuencia de una in- yveterada enemistad personal, un acto de criminalidad individual o el resultado de demasiado aguardiente? (Scott 1985:295-96; Joseph y Wells 1990a:173, n. 26; Scott 1990:188). Enseguida, también po- demos estar en desacuerdo porque, desde nuestras diferentes pers- 57 pectivas, podemos adoptar criterios o significados distintos. Desde una perspectiva local, por ejemplo, una rebelién puede parecer ¢s- trechamente clientelista en su constitucién; pero vista desde lejos, puede parecer que embona en un patrén mucho mas amplio de protesta socioeconémica. Al hacer hincapié en una determinada rebelion, el punto de vista local puede dar la impresién de un po- deroso compromiso revolucionario, mientras que desde una pers- pectiva regional o nacional su significado puede disminuir. O vice- versa. Todo esto puede parecer una perogrullada, pero sirve para prevenimos contra posibles fuentes de confusién y polémica, sobre todo, los diferentes criterios de relevancia y significacién que tien- den a adoptarse dependiendo del nivel de anilisis que se esté in- tentando. Permitaseme consignar otras dos fuentes de ofuscacién concep- tual: los propios términos revolucién y cultura popular. Comencemos con el segundo, sobre el que me siento menos calificado para ha- blar, Al igual que revolucién, cultura popular es, en mi opinion, un til término valija, que podemos utilizar legitimamente para cargar una cantidad de conceptos cuando queremos movernos rapido, pero que debemos desempacar con prontitud cuando queremos ponernos a hablar de asuntos serios. O, para usar otra metéfora, es un titil perchero para colgar un debate importante, pero en cuanto el debate se inicia, lo mas probable es que el perchero se esfume ~sin que ello implique necesariamente que el debate caeré por los suelos por falta de soporte. Digo esto porque comparto con Char- tier y con otros un cierto escepticismo hacia un término tan amplio y abarcante (Chartier 1987:3-4, 11; cf. Kaplan 1984:1-2; Geertz 1973:4-5). Gran parte de Jo que podriamos designar como cultura popular es ompartide por grupos no populares (¢élites?, gclases superiores?); or ejemplo, ciertos simbolos y prdcticas nacionales y religiosos. Desde luego, los diferentes grupos asimilan, reelaboran y se apro- {pian de los simbolos de diferentes maneras. Scott acenttia con raz6n “la importancia de la “negacion discursiva” -la tacticamente astuta apropiacién de los discursos de la élite por los grupos subordinados (Scott 1990:1046). Pero de ctlo no se desprende que la divisi6n po- pular/élite sea siempre capital, o (yo afiadirfa) que ta apropiacion popular sea invariablemente instrumental. Por ejemplo, en el caso de la religién (mexicana) ciertos aspectos del catolicismo “popular” ‘no estén confinados a las clases populares, mientras que, por el con- 58 trario, el anticlericalismo ha asumido fon elitistas, Por lo tanto, el catolicismo y el ballo entre dos clases, Pueden permitiry cos e institucionales, entre las distintas ejemplo, a la Liga Nacional para la Def Unién Popular, ambas de los afios vein! les el liberal, ef patridtico y el mum: bros provenientes de un ancho espectro s. De manera mas general, las llamada bido enormes variaciones culturales ‘{) ideologia, etnicidad, y la (frecuentemente bano (Knight 1984a:52-56). Los critiggy raz6n la simplicidad y abstraccion af] “Pequeiias” de Robert Redfield; per radicién” en favor de “cultura popular” formulacién semantica en vez de un a En lo que respecta a revolucién, m forma més definida y ser menos negatt abundan. Muchas de ellas son bastantqy que cominmente se le usa y define, 7 fuerte movilizacién y un conflicto como ~ politica sustantiva. La mayorfa de los andj dos aspectos, que se hallan asociados ticos son distintos (Huntington 1971: otras ocasiones he analizado la revolucit medida, otras revoluciones, en términ: yo distinguirfa como el descriptivo y € EI primero implica una definicin o desc meja una revolucién: algo que cl cién sostenida (no meramente de tips ideologias, grupos y clases rivales; tal che Ja creencia de que su resultado tiene que, a su vez, conduce a ivanamenf| impliquen la situacién de “soberanfa les Tilly (Skocpol 1979:11). Esta definicic car no sélo las Hamadas grandes revo fan una guerra civil, sino también -s! anticoloniales 0 movimientos de liberacic lino), asi como revoluciones “fallidas” beliones campesinas ~del tipo de las A i i criterios © significados distintos. Desde plo, una rebelién puede parecer es constituci6n; pero vista desde lejos, "2n un patrén mucho mas amplio de 1 hacer hincapié en una determinada i. puede dar Ja impresién de un po- nario, mientras que desde una pers- su significado puede disminuir. O vice- + una perogrullada, pero sirve para mtes de confusién y polémica, sobre rde relevancia y significacién que tien- del nivel de andlisis que se esté in- ‘s dos fuentes de ofuscacién. concep- volucion y cultura popular. Comencemos me siento menos calificado para ha- itura popular es, en mi opinién, un -mos utilizar legitimamente para cargar uando queremos movernos rdpido, ar con prontitud cuando queremos 38 serios. O, para usar otra metdfora, es in debate importante, pero en cuanto |pbable es que el perchero se esfume vriamente que el debate caerd por los Digo esto porque comparto con Char- ir hacia un término tan amplio 34, 11; cf. Kaplan 1984:1-2; Geertz {amos designar como cultura popular es ‘Epulares (célites?, eclases superiores?); os y practicas nacionales y religiosos. pos asimilan, reelaboran y se apro- ates maneras. Scott acentiia con razon 8n discursiva” -la técticamente astuta de la élite por los grupos subordinados jo no se desprende que la divisién po- ll, o (yo afiadiria) que_la apropiacion 2 instrumental. Por ejemplo, en el caso 10s aspectos del catolicismo “popular” t populares, mientras que, por el con- trario, el anticlericalismo ha asumido formas tanto populares como elitistas. Por lo tanto, el catolicismo y el anticlericalismo estan a ca- ballo entre dos clases. Pueden permitirse tender puentes, ideolégi- cos é institucionales, entre las distintas clases. (Cabe considerar, por ejemplo, a la Liga Nacional para la Defensa de 1a Religion y ala Uni6n Popular, ambas de los afios veinte, 0 a los clubes anticlerica- les ef liberal, el patristico y el mutualista~ que reclutaron miem- bros provenientes de un ancho espectro social.) De manera mas general, las Ilamadas clases populares han exhi- bido enormes variaciones culturales basadas en regién, religion, ideologfa, etnicidad, y la (frecuentemente crucial) divisién rural/ur- bano (Knight 1984a:52-56). Los criticos han sefialado con toda razén la simplicidad y abstraccién de las Tradiciones “Grandes” y “Pequefias” de Robert Redfield; pero abandonar Ja “Pequena Tradicién” en favor de “cultura popular” puede ser una simple re- formulacién semantica en vez de un avance analitico importante. En lo que respecta a revolucién, me gustaria pronunciarme en forma més definida y ser menos negativo. Definiciones y teorias abundan. Muchas de ellas son bastante intitiles. Por Ja manera en que comiinmente se le usa y define, revolucién implica tanto una fuerte movilizacién y un conflicto como una transformacidn socio- politica sustantiva, La mayoria de los andlisis parece incorporar estos dos aspectos, que se hallan asociados aun cuando para fines anali- ticos son distintos (Huntington 1971:264; Skocpol 1979:4-5). En otras ocasiones he analizado la revoluci6n mexicana y, en menor medida, otras revoluciones, en términos de esos dos aspectos, que yo distinguirfa como el descriptivo y el funcional (Knight 1990d). El primero implica una definicién o descripcién de aquello que sc- meja una revolucién: algo que involucra violencia, una moviliza- cidn sostenida (no meramente de tipo coercitivo) y el chaque de ideologias, grupos y clases rivales; tal choque se da por sentado en la creencia de que su resultado tiene una profunda importancia que, a su vez, conduce a levantamientos significativos, que quizds impliquen la situacion de "soberania multiple” analizada por Char- les Tilly (Skocpol 1979:11). Esta definicin descriptiva puede abar- car no sdlo las Hamadas grandes revoluciones sociales, que entra- flan una guerra civil, sino también -si asi se desea~ revoluciones anticoloniales o movimientos de liberacién nacional (como el arge- lino), asi como revoluciones “fallidas” (como la de Taiping). Las re- beliones campesinas cel tipo de las analizacdas por Scott forman. 59 % parte, y con frecuencia una parte crucial, de estos episodios hist6ri- cos mas grandes (Scott 197 Wolf 1969, 1973). Podriamos discutir acerca de los criterios de afiliacién a tan selecto club (cudn profun- do es lo profundo, por ejemplo), € incluso podriamos endurecer Jas reglas de admisién. Pero desde un punto de vista histérico, creo que es tan probable como titit distinguir esa categoria tan amplia de raros episodios hist6ricos y diferenciarlos, por lo menos dentro de algtin continuum, de los golpes y las revueltas individuales. Desde mi punto de vista, los autores de estudios comrparativos de “grandes” revoluciones, o de revoluciones “sociales”, no estaban in- ventando quimeras. Sin embargo, esto no quiere decir que ellos hayan logrado explicaciones causales significativas, pues no creo que esta categoria, por selecta que pueda ser, se ajuste a claros pa- trones etiolégicos. Y tampoco es sorprendente: lo que he ofrecido es wna definicién puramente descriptiva una revoluci6n se aseme- jaa algo como esto- que no implica un yinculo causal comin. ‘Tampoco creo que las revoluciones exhiban una morfologia co- mitin, No ayanzan -para tomar como ejemplo una version favorita- a través de fases: moderada, radical y termidor (cf. Brinton 1965: capitulos 3, 5-8). Generalmente, desde luego, es posible identificar tales fases si uno observa con suficiente atencién € imaginacion. Pero esa identificacién suele implicar presunciones a priori y una cierta cantidad de maniobras procusteanas. No creo que la revolu- cién mexicana se ajuste a un patron semejante; no slo porque los patrones que siguié la revolucién (pues Ja revolucién encarné par trones, no fue sdlo una serie de acontecimientos al azar) fueron de- masiado variados, espacial y temporalmente, como para admitir una configuracién tan clara y tan simple. En cila ocurrieron mu- chas mini-radicalizaciones y mini-termidores que afectaron a ta ad- ministracién nacional, los gobiernos estatales ¢ incluso la politica local. Hubo, por supuesto, algunas burdas concordancias, en espe- cial después de que se puso en. marcha la revolucidn “institucional” de los aiios veinte (vaga etiqueta y vaga cronologia también): una tendencia radical durante mediados de los afios treinta y una ten- dencia conservadora ~quizas un Termidor moderado, largo y lento- a partir de entonces. Pero estas tendencias no casan realmente con el itinerario revolucionario derivado de la revolucion francesa. De hecho, asi como hemos dejado de utilizar la reyolucién industrial britdnica como criterio para juzgar los procesos posteriores de la industrializacién, probablemente también deberfamos abandonar 60 el arquetipo revolucionario francés. “Ya gan y Sayer— de que la biisqueda de un vez por todas” (1985:202). En efecto: al rio, sobre todo porque ese arquetipo p: revolucién francesa, Si, con respecto a la etiologia y la m revoluciones son suficientemente vari los relatos”, segdin Ja frase de Wolf (19 acerca de sus resultados, Ciertas revolug) tesco en cuanto a sus logros, y —afiadiri resultados comparables se derivan de cos comunes. En otras palabras, los result manera menos azarosa que las causas, f tudios “macro” de la revolucién, como} velan similitudes interesantes y en ocasi casos modestos (por ejemplo, Knight capitulo 17). En este punto pasamos de la descripch la consecuencia, el resultado, la “cont, demos decir que una revolucién “descr ha fracasado porque fue esencialmente sociedad, Una vez mds, podemos discutir “transformacién”. (En mi parecer ae transformaciones revolucionarias sean| que descalifican con facilidad a casi todi ser verdaderamente “revolucionarias”. nario” es habitualmente menos abrupt que por lo general se supone; las revoluct: tifiquen el término- pueden ser mas ¢ samos.) Asi como existen revoluciones luciones “exitosas”, casos en los que las' ~el estruendo revolucionario— han waido revolucionarias funcionales; es decir, f Dia-bla vacio de sentido”. La dees “fl Yo irfa todavia més lejos y sefialarfa que: conformé a varios de los caprichosos ri fucién “burguesa”, y tal vez de esa mai ese subconjunte de la categoria “revoluci Esta distincién entre descripcidn y fi sultado, tiene sus aspectos problernatic| parte crucial, de estos episodios histéri- 3; Wolf 1969, 1973). Podriamos discutir cién a tan selecto club (cudén profun- Jo), e incluso podrfamos endurecer ‘desde un punto de vista hist6rico, creo 1 distinguir esa categoria tan amplia ferenciarlos, por lo menos dentro de Ipes y las revueltas individuales. s autores de estudios comparativos de evoluciones “sociales”, no estaban in- abargo, esto no quiere decir que ellos causales significativas, pues no creo que pueda ser, se ajuste a claros pa- es sorprendente: lo que he ofrecido te descriptiva una revolucién se aseme- res un vinculo causal comtin. uciones exhiban una morfologfa co- nar como ejemplo una versién favorita— radical y termidor (cf. Brinton 1965 ite, desde luego, es posible identificar Zon suficiente atencién e imaginacién. implicar presunciones a priori y una } procusteanas. No creo que la revolu- {patron semejante; no sélo porque los ucién (pues la revolucién encarné pa- ile acontecimientos al azar) fueron de- , temporalmente, como para admitir ‘ay tan simple. En ella ocurrieron mu- rgnini-termidores que afectaron a la ad- i 'biernos estatales ¢ incluso la politica gunas burdas concordancias, en espe- n marcha la revolucién “institucional” feta y vaga cronologia también): una diados de los afos wreinta y una ten- sun Termidor moderado, largo y lento~ £ tendencias no casan realmente con rivado de la revolucién francesa. De jado de utilizar la revoluci6n industrial uzgar los procesos posteriores de la Pine también deberfamos abandonar ere ma So Sho fa el arquetipo revolucionario francés. “Ya es.hora ~advierten Corri- gan y Sayer— de que Ja biisqueda de un ‘1789 inglés’ cese de una vez por todas” (1985:202). En efecto: abandonarla se antoja necesa- rio, sobre todo porque ese arquetipo probablemente caricaturiza la reyolucién francesa. Si, con respecto a la etiologia y la morfologia, encuentro que las revoluciones son suficientemente variadas y dispares —“igual que los relatos”, segtin Ja frase de Wolf (1971:12)-, no dirfa lo mismo acerca de sus resultados. Ciertas revoluciones comparten un paren- tesco en cuanto a sus logros, y -anadiria de manera tentativa— esos resultados comparables se derivan de ciertos rasgos socioeconémi- cos comunes. En otras palabras, los resultados estan distribuidos de manera menos azarosa que las causas, y es por esta razén que los es- tudios “macro” de la revolucién, como los de Corrigan y Sayer, re- velan similitudes interesantes y en ocasiones muy estrechas entre casos modestos (por ejemplo, Knight 1986a:2:517-27; Doyle 1990: capitulo 17). En este punto pasamos de la descripcion a la funci6n; es decir, a la consecuencia, el resultado, la “contribucién a la historia”. Po- demos decir que una revolucién “descriptiva’, como la de Taiping, ha fracasado porque fue esencialmente incapaz de transformar a la sociedad. Una vez mas, podemos discutir acerca de lo que implica “transformacién”. (En mi parecer algunos analistas esperan que las transformaciones revolucionarias sean tan répidas y extremadas que descalifican con facilidad a casi todas las revoluciones por no ser verdaderamente “revolucionarias”. Quizds el cambio “revolucio- nario” es habitualmente menos abrupto y menos extremado de lo que por Jo gencral se suponce; las revoluciones ~no obstante que jus- tifiquen e] término~ pueden ser mas conservadoras de lo que pen- samos.) Asi como existen revoluciones “fallidas”, también hay revo- luciones “exitosas”, casos en los que las revoluciones “descriptivas” el estruendo revolucionario~ han traido consigo transformaciones revolucionarias funcionales; es decir, fueron algo mas que un “bla- bla-bla vacio de sentido”. La revolucién mexicana es una de ellas. Yo irfa todavia mds lejos y sefialaria que el resultado en México se conformé a varios de los caprichosos requerimientos de una revo- lucién “burguesa”, y tal vez de esa manera justifica su afiliacién a ese subconjunto de la categoria “revolucién social”. Esta distincién entre descripcién y funcidn, o entre proceso y re- sultado, tiene sus aspectos problematicos, algunos de los cuales ya 61 sera han sido mencionados. Esta el acostumbrado problema de la inter pretacién: gcudn profundo es lo profundo? ¢Qué es “transforma- Uién"? (Estas preguntas todavia surgen, desde luego, aunque igno- remos las consideraciones sobre el estatus “reyolucionario”. Debatir ese estatus es s6lo uno entre Jos multiples medios para tratar de ca- librar el cambio histérico.) También esta el problema de distinguir al proceso del resultado. Dado que es discutible cuando se ha al- canzado un “resultado”, podemos adoptar diferentes perspectivas cronolégicas desde las cuales observernos jos efectos transformado- res de la revolucion. 2Qué habia cambiado hacia, digamos, 1917 0 4934, 1940 o 1992? Aqui volvemos a la vieja cuestion de la morta- lidad de Ja revolucién. Como ya he dicho, es una falacia antro- pomérfica asumir que Jas revoluciones tienen un ciclo de vida: las viejas revoluciones mueren, jas generaciones yevolucionarias mue- ren, pero el legado hist6rico de las revoluciones (especialmente el de las exitosas) nunca se gasta del todo; pervive en Jas estructuras socioeconémicas, en las instituciones politicas, en Ia retérica, los mi- tos, los recuerdos, las canciones, los relatos, las estatuas, en los pro- yectos individuales y colectivos, en Jas vendettas famitiares y en las Jémicas intelectuales. La campaia presidencial de 1988 mostrd que el legado histérico (cardenista) de la revolucién de ninguna manera se habia agotado. De modo que nunca es posible cerrar el libro y evaluar el resultado “definitivo” de una revoluci6n (recuér- dese la famosa cita de Mao en Knight 1985b:28). No obstante, con el paso del tiempo y el beneficio de la retrospecci6n, sin duda es posible debatir sobre las consecuencias -el resultado, Ta funcién- de Jas grandes revoluciones, aclarando, al hacerlo, el punto de vista gue adoptamos. Una evaluacién de la revoluci6n mexicana hecha en 1920 sera completamente distinta de una evaluacidn de la revo- lucién hecha en 1930 o 1940. Creo que esta distincién entre proceso y resultado es wtil y puede ser especialmente yaliosa en el contexto presente, dado que muchos de los debates -empiricos y tedricos~ que surgen en el curso de esta inquisicidn intelectual pueden subsumirse bajo algu- no de estos dos apartados. De hecho, la distincién entre proceso y resultado corresponde en alguna medida a Jos dos campos de anali- sis asociados a Scott, por una parte, y 2 Corrigan y Sayer, por la otra. Por lo tanto ordenaré el resto de esta ponencia en conform)- dad con ello. La segunda parte considerara el proceso de la revolu- cién a la luz de los trabajos de Scott, En cuanto al periodo, me con- 62 centro en la revolucién armada «aaa 1910 y 1920), sus causas (que veo arraige el porfiriato) y su secuela (principalm: cién “institucional”, 1920-1940). De m: dedor ce 1880-1940 el que reclama mi at Al tratar de comprender qué fue lo debemos tener en cuenta no sélo las “| res (quiero decir, Jas condiciones que protestas y rebeliones: la comercializacy las exportaciones, la concentracién de ficacién, la proletarizacion, la constru zacién del poder, et caciquismo, la repr lizacién del poder politico, la recesié1 Jos lentes mas subjetivos a través de ‘of diciones (por ejemplo, las mentalidades cias individuales y colectivas). El pri ciones -el material de las historias ejemplo, Ochoa Campos 1967, 1968)~ im cién, macroanilisis, un enfoque cial vador supuestamente imparcial (Harry estrechamente asociado con la histori ahora predomina, implica una general veces, ay, casi nada de generalizacién), ponde a la “nicrohistoria”) y un enfoq a los puntos de vista, preocupaciones ym historicos. Este segundo enfoque (el "g cién cuando consideramos el proceso lugar, porque esta fuertemente represer reciente; en segundo; porque indudal motivacién y la participacién “popular" cula con uno de tos dos principales p: proponemos examinas: el de James Scott. El trabajo de Scott es sumamente perti tacién del proceso de la revolucién “sf amplios sentidos. Como yo lo entiendo dos grandes mitades: la primera, repr none} (1976), se propone explicar las p' Lsnton) i, acostumbrado problema de la inter- es lo profundo? .Qué es “transforma- ‘ia surgen, desde luego, aunque igno- re el estatus “revolucionario”. Debatir 2 los miiltiples medios para tratar de ca- pmbién esta el problema de distinguir lo que es discutible cudndo se ha al- ‘cmos adoptar diferentes perspectivas 23 observemos los efectos transformado- bia cambiado hacia, digamos, 1917 0 emos a la vieja cuesti6n de la morta- ‘mo ya he dicho, es una falacia antro- joluciones tienen un ciclo de vida: las i: generaciones revolucionarias mue- o de las revoluciones (especialmente el a del todo; pervive en las estructuras iciones politicas, en la retorica, los mi- es, los relatos, las estatuas, en los pro- ivos, en las vendettas familiares y en las mpafia presidencial de 1988 mostré lenista) de la revolucién de ninguna Je modo que nunca es posible cerrar et flefinitivo” de una revolucién (recuér- |a Knight 1985b:28). No obstante, con ieficio de la retrospecci6n, sin duda es ssecuencias -el resultado, la funcioén— -clarando, al hacerlo, el punto de vista, ién de la revoluciéa mexicana hecha te distinta de una evaluacion de la revo- ,entre proceso y resultado es util y liosa en el contexto presente, dado que piricos y tedricos— que surgen en el Jectual pueden subsumirse bajo algu- De hecho, la distincién entre proceso y na medida a los dos campos de anali- la parte, y a Corrigan y Sayer, por la resto de esta ponencia en conformi- arte considerara el proceso de la revolu- Scott. En cuanto al periodo, me con- Conneat 4 j centro en Ja revolucién armada (fijada conyencionalmente entre 1910 y 1920), sus causas (que veo arraigadas en primer término en el porfiriato) y su secuela (principalmente el periodo de la revolu- ci6n “institucional”, 1920-1940). De manera que es el periodo alre- dedor de 1880-1940 el que reclama mi atencién. Al tratar de comprender qué fue lo que cupo en Ia revolucién, debemos tener en cuenta no sélo Jas “causas” que nos son familia- res (quiero decir, las condiciones que supuestamente generaron « protestas y rebeliones: la comercializacién, Ia inversidn extranjera y las exportaciones, la concentracién de la tierra, la creciente estrati- ficacion, la proletarizacién, la construccién del estado, la centrali- zacion det poder, el caciquismo, la represién militar, la monopo- lizacion del poder politico, la recesion econdmica), sino también tos lentes mds subjetivos a través de los cuales se percibian esas con- diciones (por ejemplo, las mentalidades, las ideologias, las creen- cias individuales y colectivas). El primer conjunto de considera- ciones -el material de las historias nacionales del pasado (por ejemplo, Ochoa Campos 1967, 1968)— implica una gran generaliza- cién, macroanilisis, un enfoque “ético” que dé prioridad al obser- vador supuestamente imparcial (Harris 1979:32-41). El segundo, estrechamente asaciado con la historia regional, local y oral que ahora predomina, implica una generalizacién de bajo nivel (a veces, ay, casi nada de generalizacién), microanilisis (como corres- ponde a la “microhistoria”) y un enfoque “émico” que da prioridad a los puntos de vista, preocupaciones y motivos de los participantes histéricos. Este segundo enfoque (el “émico”) merece gran aten- cién cuando consideramos el proceso de la revolucién: en primer lugar, porque esté fuertemente representado en ta historiografia reciente; en segundo, porque indudablemente echa luz sobre la motivacién y la participacién “popular”; y en tercero porque se vin-, cula con uno de los dos principales paradigmas tedricos que nos proponemos examinar: el de James Scott. M EI trabajo de Scott es sumamente pertinente para nuestra interpre- tacion del proceso de la revolucién ~armada e institucional en dos amplies sentidos. Como yo lo entiendo, su trabajo se divide en dos grandes mitades: la primera, representada por The Moral Eco- nomy (1976), se propone explicar las protestas y movilizaciones es- 63 pecificamente campesinas en el marco de circunstancias rebeldes e incluso revolucionarias (circunstancias, sin duda, que podrian cate- gorizarse como descriptivamente revolucionarias; en Jas cuales, por ejemplo, no obstante el resultado, existe una sustantiva moviliza- cién no-coercitiva en pos de metas que provocan oposicidn, contra movilizaciones, represién y conflicto). La segunda contribucion im- portante de Scott, representada por Weapons of the Weak (1985) y Domination and the Arts of Resistance (1990; Los dominados y el arte de la resistencia, Era, 2000), versa en gran medida sobre campesinos constrefiidos por poderosos sistemas de dominacién (algo que ocu- rre con mucha mas frecuencia, desde luego). En este punto, aun- que el conflicto sea endémico, es limitado, de tono menor y no re- belde -y, a fortiori, no-revolucionario (Scott 1990:102, 136, 199). Con frecuencia, cuando los cientificos sociales exponen dicotomias (izquierda-derecha, estableinestable, popular-elitista), es necesario hacer hincapié al mismo tiempo en que se trata de puntos de un continuum y no de casilleros separados. En este caso, esa aclara- cién en cierto modo viene al caso. Pero sélo en cierto modo. Es un. rasgo de las revoluciones (sin duda, dirfa yo, de la revoluci6n mexi- cana, y creo que también de la francesa, la rusa, la alemana, la boli- viana, la irani y, quizds, la cubana) que acontezean de manera re- pentina, que tomen por sorpresa a los observadores e incluso a los participantes. Como le dijo Lenin a Trotsky: “Acceder al poder en forma tan repentina, después de haber sido perseguidos y vivir en la clandestinidad [...] Es schwindelt! [jEs intimidantel]” (Hunting- ton 1971:272). Asi, como habré de sefalarlo mas adelante; las revoluciones re- velan algunas de las caracteristicas de un “mundo puesto de cabe- za”, Pero aunque esto es cierto, el paso de una situacién no-revolu- cionaria a una revolucionaria —con todo lo que ello implica en términos de calculos, temores y anhelos subjetivos~ puede ser muy repentino y dramatico: mas acorde con la teoria de Jas catastrofes que con la metéfora febril y organicista (de una enfermedad cre- ciente que leva a una fiebre predecible) por la que se opta la mayoria de las veces en el anilisis revolucionario (por ejemplo, Brinton 1965:69, 72, 250-53). También significa que ¢l campesina- do, dominado, simulador, de pronto puede encontrarse “autorizado”, brevemente capaz de enunciar el “oculto trasunto” de les pobres, en tanto que sus antiguos dominadores de pronto tienen que velar por sus defensas de clase (Scott 1990:102, 224). El modus operandi 64 cambia: las “armas de los débiles” —la simu, cia tactica, las apelaciones al paternalisy descartadas en favor de los machetes, | puesto que estamos hablando de arm: como materiales, focos de guerrilla, ligas “estructurales” mds radicales. Segtin Scott, las nuevas circunstanci: expresiOn de sentimientos populares que, terréneas que hacen su curso a través d se encontraban latentes, sofocados por Asi —sostiene en forma convincente-, el ¢ volucién popular no es una nueva inv manifestacién exterior de cavilaciones sil to, igual que las corrientes surgen a la suj por los pefiascos. Ahora los sentimientos vyuelven evidentes, la “furia moral” popu de Moore) o la “justa ira” (Scott) se ool impasible y aguantador abandona la masc protagonista de una revuelta, un pand Moore 1978; Kaight 1986a:1:162, 167-68 catarsis, la “electricidad politica” de este ¢ sociales, se antoja inadecuado mezclar ¢| plo, cita a Pedro Martinez como un exp: débiles” en medio del tumulto de la reve trataba de un caso de “resistencia” schweil individual 0, incluso, de un “aprovechall 1985:294; 1990:206.) Si el paso de tranquilidad a rebelidén, de arsenal de la furia moral, es repentino existencia, enmascarada de seaamienlf vos-, qué hay del posterior retorno a fa menos, de la terminacién de la revolnei base de represién y concitiacién, de wn] bernantes y gobernados? En el caso del “fallidas”, la represion es Ja norma, aunqt por divisiones entre Ios campesinos, c sembrar o de cosechar, sea en la Fra Yucatan del siglo xix o en el México del sig Reed 1964:99; Knight 1986a:1:277, 315, 1985:2:29). i a el marco de circunstancias rebeldes e ‘cunstancias, sin duda, que podrian cate- inte revolucionarias; en las cuales, por tado, existe una sustantiva moviliza- ¢ metas que provocan oposicién, contra- nflicto). La segunda contribucién im- dda por Weapons of the Weak (1985) y istance (1990; Los dominados y el arte de ersa en gran medida sobre campesinos istemas de dominacién (algo que ocu- ia, desde luego). En este punto, aun- ico, es limitado, de tono menor y no re- cionario (Scott 1990:102, 136, 199). Bone sociales exponen dicotomias Hinestable, popular-elitista), es necesario i@™mpo en que se trata de puntos de un ' separados. En este caso, esa aclara- caso. Pero s6lo en cierto modo. Es un sin duda, diria yo, de la revoluci6n mexi- ila francesa, la rusa, la alemana, la boli- bana) que acontezcan de manera re- ourpresa a los cbservadores e incluso a los ‘Lenin a Trotsky: “Acceder a! poder en [: de haber sido perseguidos y vivir en schwindelt! [jEs intimidante!}” (Hunting- Jee més adelante, las reyoluciones re- ISristicas de un “mundo puesto de cabe- igrto, el paso de una situaci6n no-revolu- - -con todo lo que ello implica en 2s y anhelos subjetivos- puede ser muy as acorde con la teoria de las catastrofes organicista (de una enfermedad cre- e predecible) por la que se opta la el andlisis revolucionario (por ejemplo, . También significa que el campesina- onto puede encontrarse “autorizado”, iar el “oculto trasunto” de los pobres, dominadores de pronto tienen que velar jcott 1990:102, 224). El modus operandi U cambia: las “armas de fos débiles” -la simulacion, la condescenden- cia tactica, las apelaciones al paternalismo del terrateniente- son descartadas en favor de los machetes, los garrotes, las escopetas y, puesto que estamos hablando de armamentos tanto metaféricos como materiales, focos de guerrilla, ligas campesinas, demandas “estructurales” mas radicales. Segtin Scott, las nuevas circunstancias también permitieron la expresin de sentimientos populares que, como las corrientes sub- terrdneas que hacen su curso a través de cavernas invisibles, antes se encontraban latentes, sofocados por el sistema de dominacién. Asi -sostiene en forma convincente~, el discurso radical de la re yolucién popular no es una nueva invencién, sino mas bien la manifestacion exterior de cavilaciones silenciadas hasta ese momen- to, igual que las corrientes surgen a la superficie y caen en cascada por los pefascos. Ahora los sentimientos Iatentes “auténticos” se vuelven evidentes, la “furia moral” popular (para emplear la frase de Moore) o la “justa ira” (Scott) se muestra tal cual; el campesino. impasible y aguantador abandona Ia mascara y se convierte en el protagonista de una revuelta, un pandemonium (Scott 1976:167; Moore 1978; Knight 1986a:1:162, 167-68). (Dada la importancia, la catarsis, la “electricidad politica” de este cambio en las relaciones sociales, se antoja inadecuado mezclar el arsenal. Scott, por ejem- plo, cita a Pedro Martinez como un exponente de las “armas de los débiles” en medio del tumulto de Ia revolucién zapatista; gpero se trataba de un caso de “resistencia” schweikiana, de autopreservacién individual 0, incluso, de wn “aprovecharse de los demas”? (Scott 1985:294; 1990:206.) Si el paso de tranquilidad a rebelidn, de las “armas del débil” al arsenal de la furia moral, es repentino ~y esta posibilitado por la existencia, enmascarada de acatamiento, de sentimientos subversi- yos-, qué hay del posterior retorno a la tranquilidad 0, por lo menos, de Ja terminacién de la revolucién y la creacién, sobre una base de represién y conciliacién, de una nueva relacién entre go- bernantes y gobernados? En el caso de las rebeliones y revoluciones “fallidas”, la represi6n es la norma, aunque puede verse apoyada por divisiones entre los campesinos, cansancio, la necesidad de sembrar o de cosechar, sea en la Francia del siglo xvi, en el Yucatan det siglo XIX 0 en el México del siglo xx (Cobb 1972:xv; N. Reed 1964:99; Knight 1986a:1:277, 315, 318, 378; Garcia de Leon 1985:2:29). 65 | i Asi, la movilizacién campesina se convierte en un breve episo- dio, inspirador, horripilante, pero a final de cuentas fitil (por ejemplo, al carecer de consecuencias practicas, es decir, del tipo de las que los campesinos tenfan en mente). Asi sucedié con las re- vueltas campesinas francesas, la revuelta campesina inglesa, la gue- rra de los campesinos alemanes, la rebelién Taiping y la guerra de castas de Yucatan. Desde luego, éstas no carecieron de consecuen- cias; sirvieron, por lo menos, como sefiales de alerta, refrenando Jas exigencias de Ia élite 0 del estado, pero terminaron en claras vic- torias para las élites, y ciertamente no revohicionaron la sociedad. Pero en el caso de la revolucién mexicana, al igual que de otras “grandes” revoluciones (indudablemente la francesa y la bolivia- na), el campesinado no fue sélo reprimido sino también concilia- do. Tuvo un éxito parcial en la consecucién de sus metas, mientras que, por el contrario, Ia clase terrateniente sufrid auténticas pérdi- das en términos de poder politico y econémico. Sin embargo, el campesinado siguid siendo el campesinado ~definido como una clase rural subordinada. En muchos aspectos (como han subra- yado, en especial, los revisionistas), el campesinado “victorioso” cambié un conjunto de amos por otro. Asi pues, con el tiempo el campesinado tuvo que dejar sus armas revolucionarias, literales y metaféricas, y volver a tomar las “armas de los débiles”. Pero este cambio no fue repentino -ni es, en el caso mexicano, total. Como observa Cobb, quizds con demasiada cautela, “Siempre es posible tomar un poco de tiempo para impulsar a las personas a que aban- donen una situacién revolucionaria (0 facilitarles que lo hagan) una vez que ya no son indispensables” (Cobb 1972:85). Si la génesis de wna revolucién social exitosa es con frecuencia repentina y dra- mitica, lo mas probable es que su terminacion —con la advertencia apenas expresada, esa terminacién es una nocién resbaladiza~ sea morosa y mundana, y por ende, quizds, menos estudiada (razén por la cual Hobsbawm [1986;7] se refiere al “desatendido proble- ma de cémo y cuando acaban las revoluciones”). ; Enel caso mexicano, la franca resistencia, la violencia, ef vigoro- js cabildeo y la movilizacién politica continuaron durante Jos aftios jveinte y treinta y, aun cuando los cuarenta trajeron consigo un es- cenario sociopolitico distinto, caracterizado por un campesinado | més apacible, es una caricaturizaci6n de la historia contemporanea “ considerar esa década -o, de hecho, los witimos cincuenta afios en | gu conjunto- como un periodo de tranquilidad, docilidad ¢ inercia 66 J popular (cf. Voss 1990:31; Rnight 19902 lejos de la insurgencia popular de 1910, murias y tacticas de? campesinado nex] nera marcada y, en cierta medida, ese c: cacién y el despliegue de nuevas “armas ¢ para las batallas del periodo posterior a de los cuarenta. {] Por el mismo motivo, las élites han ter nuevas circunstancias: han cambiado en, representacién politica, y en modus ope tes” ya no son las que eran en 1910. Perot larga odisea posrevolucionaria, los camp: ver patrocinadores de una revolucién si trehidos por un nuevo sistema de domi: gia desarrollar nuevas “armas de los déb: feas y aguzadas que las esgrimidas por (Podria hacerse un razonamiento sre] revolucionaria. Véanse Koh! 1982; Albé 1¢ Por lo tanto, el paradigma dual de adecuada a través de la cual se puede c revolucién. Pero, gqué tan util es? A ries que etimoldgicamente es una caracter{ no), permitaseme abordar de manera en los que el andlisis de Scott tiene un poder concentrarme en areas mas deba -compartida por otros, come John Tul economfa moral es invaluable para ayu curso de la revolucién mexicana (Knigk 1986:16-17, 24; Joseph y Wells 1990a:1. cuando y por qué se rebelaron los cai contrar una correlacién clara ni-con to duales, colectivos o regionales) ni con | némico. Como ha comentado E. P. Thi que el “radicalismo popular puede ser del costo-de-vida” (Thompson 1963:222). de Guerra, que pone un gran ace ideas de los librepensadores y en las dad, tampoco explica la protesta campes ria a la protesta de la clase media (Guei Protesta y revuelta parecen derivar ll 4 a i fpesina se convierte en un breve episo- nte, pero a final de cuentas futil (por cuencias pricticas, ¢s decix, del tipo de fan en mente). Asi sucedié con las re- sas, la revuelta campesina inglesa, la gue- nes, la rebelién Taiping y la guerra de go, éstas no carecieron de consecuen- nos, como sefiales de alerta, refrenando 1 estado, pero terminaron en claras vie- mente no revolucionaron la sociedad. cidn mexicana, al igual que de otras ndudablemente la francesa y la bolivia- fee reprimido sino también concilia- la consecucién de sus metas, mientras lase terrateniente sufrid auténticas pérdi- ‘olitico y econdimico. Sin embargo, el el campesinado —definido como una .n muchos aspectos (como han subra- igionistas), el campesinado “victorioso” s por otro. Asi pues, con el tiempo el i sus armas revolucionarias, titerales y nar las “armas de los débiles”. Pero este Ei es, en el caso mexicano, total. Como emasiada cautela, “Siempre es posible para impulsar a las personas a que aban- facionaria (o facilitarles que lo hagan) [erate (Cobb 1972:85). Si la génesis 2xitosa es con frecuencia repentina y dra- jue su terminacion ~con la advertencia naci6n es una nocién resbaladiza— sea nde, quizés, menos estudiada (razén 986:7] se refiere al “desatendido proble- las revoluciones”). anca resistencia, la violencia, el vigoro- 6n politica continuaron duranre los afios lo los cuarenta trajeron consigo un es- iho, caracterizado por un campesinado aturizaci6n de la historia contempordnea ff hecho, los tiltimos cincuenta afios en idl lo de tranquilidad, docilidad e inercia a mn) fee pon Cent eee {popular (cf. Voss 1990:31, Knight 1990a). Cierto: ahora estamos “lejos de la insurgencia popular de 1910-1920. Las condiciones, pe- nurias y tacticas del campesinado mexicano han cambiado de ma- nera marcada y, en cierta medida, ese cambio ha implicado la fabri- cacion y el despliegue de nuevas “armas de los débiles”, adecuadas para las batallas del periodo posterior a los veinte y, especialmente, de los cuarenta. Por el mismo motivo, las élites han tenido que responder a esas nuevas circunstancias: han cambiado en términos de maquillaje, de representacién politica, y en modus operandi, Las “armas de los fuer tes” ya no son las que eran en 1910. Pero el punto es que durante Ja larga odisea posrevolucionaria, los campesinos de México, alguna vez patrocinadores de una revolucién social, estaban otra vez cons- trenlidos por un nuevo sistema de dominacién, que a su vez les exi- gia desarrollar nuevas “armas de los débiles”, aunque mucho més feas y aguzadas que las esgrimidas por los campesinos de Sedaka. (Podria hacerse un razonamiento parecido acerca de la Bolivia pos- revolucionaria. Véanse Kohl 1982; Albé 1987.) Por lo tanto, el paradigma dual de Scott brinda una lente util y adecuada a través de la cual se puede contemplar el proceso de Ia revolucién. Pero, zqué tan til es? A riesgo de parecer ristico (lo que etimolégicamente es una caracteristica de un buen campesi- no), permitaseme abordar de manera répida los muchos puntos en los que ef andlisis de Scott tiene un tono de autenticidad, para poder concentrarme en areas mas debatibles. Soy de la opinion -compartida por otros, como John Tutino~ de que la nocién de economia moral es invaluable para ayudar a explicar las causas y el curso de Ja revolucién mexicana (Knight 1986a:1:158-60; Tutino 1986:16-17, 24; Joseph y Wells 1990a:182). Si uno observa donde, cuando y por qué se rebelaron los campesinos, no alcanza a en- contrar una correlacién clara ni con los niveles de vida (indivi- duales, colectivos o regionales) ni con la fluctuacién det ciclo eco- némico. Como ha comentado E. P. Thompson, es un error creer que el “radicalismo popular puede ser incluido en las estadisticas det costo-de-vida” (Thompson 1963:222), Y el argumento idealista de Guerra, que pone un gran acento en la diseminacién de las ideas de Jos librepensadores y en las nuevas formas de sociabili- dad, tampoco explica la protesta campesina, en tanto que contra- ria a la protesta de la clase media (Guerra 1985). Protesta y revuelta parecen derivar en particular de la experien- 67 cia de comunidades que enfrentaban un grave riesgo, practicamen- te mortal, a su existencia ~econdémica, politica, social y cultural (Warman 1976:89). El riesgo emanaba de una clase terrateniente expansionista (incluyendo a algunos pequefios rancheros y caci- ques lo mismo que a grandes latifundistas), una clase que disfruté de considerables beneficios politicos durante el porfiriato; y de un estado que a la vez consentia la expansion de los terratenientes y buscaba implementar su propio proyecto de centralizacién y con- trol social (Helguera R. 1974:70, 72; Knight 1986a:1:92-95, 115-17). Fstas son aseveraciones hechas grosso modo. Nose aplican, por st- puesto, a todos los movimientos campesinos, y mucho menos a todos los movimientos revolucionarios. (No estoy explicando el ma- derismo civil de 1909-1910 en términos de “economia moral” -aun- que “sensibilidades morales” podria ser un concepto valido.) La prueba de este punto de vista se encuentra al revisar los numerosos movimientos campesinos que poblaron Ia revolucion, muchas veces bajo los més diversos marbetes nacionales. (No me detendré a con- siderar si esos movimientos campesinos eran suficientemente pode- rosos y numerosos para calificar a la reyolucién mexicana como una “revolucion campesina” o una “guerra campesina”. En mi opi- nidn sf lo eran, pero ésa no es la cuestidn que ahora nos importa.) Un “movimiento campesino” no esta, desde luego, compuesto enteramente por campesinos. Ni tiene que ser dirigido, en todos los casos, por campesinos. Mas bien debe mostrar, a través de una gama de indicadores, que cuenta con el apoyo espontineo (no coercionado) de los campesinos para perseguir objetivos que éstos suscriben por voluntad propia ~de hecho, con gran afan. En lo que toca al liderazgo, me impacientan los subterfugios con que se quie- re convertir a Zapata en un ranchero y, por ende, en un lider no-re- presentativo del campesinado. En realidad, es probable que Zapata haya sido tan campesino como la mayoria de sus seguidores. Elar gumento de que era un. “ranchero” es, en este caso, una especie de“ pista falsa. En otros casos por ejemplo, el intento de Carrillo Puerto para organizar a los campesinos de Yucatén~ la distancia con un lider de clase media (co pequefia burguesia?) puede ser més significativa; y esa distancia se ensancha mucho si considera- mos a mediadores arquetipicos, como Portes Gil en Tamaulipas. El liderazgo debe ser juzgado a la luz del apoyo que recibe, su progra- ma y sus logros. Portes Gil buscé de manera muy clara el apoyo campesino de un. modo coadyuvatorio, en pos de sus propias metas 68 politicas (Fowler-Salamini 1990). Eso no campesina que organizé fuera irrelevante, el psF de Portes Gil como un “movimief] que el término se dilate en forma injusti zadores” (o mediadores, intermediarios, habrA mds términos que afiadiremos al movimientos campesinos sin ser Tenet cieron de manera honesta y con repres¢ capitulos 4, 5). Lo que esté en cuestion solidaridad que existe entre lideres y s mos llamar la organicitd del liderazgo 1980:138). Pero si el programa y los logros son if] el estilo y la cultura. Los lideres de los cualquiera que sea su origen social, tiene normas; si no pertenecen al campesinad: tcién (como en realidad ocurrié con mu demostrar que forman parte de él en-cuat tumbres, y lo hacen ~algunos cfnica, otr te su “vestimenta, su comportamiento | Una burguesia campesina en la revolucién ‘Wells 1996a:183). Los movimientos campesinos fueron Morelos, Guerrero, Tlaxcala, La Lagunal xico, Michoacan, Puebla, Veracruz, San L Sinaloa y Chihuahua, y en algunas dreas ‘Tabasco y Yucatén. La revuelta estaba cull con los pueblos “libres” (para emplear lat baum, Sus estadisticas pueden ser defect su perspicacia en lo que respecta al reef poblado libre: Tannenbaum [1933] 1 1986). A la inversa, aunque muchos peone: a la revolucién, fueron mucho menos m tanto, la explicacién de la economia m! ~en parte por falta de datos histéricos— nov en forma definitiva. Existen evidencias v: que impulsé a los campesinos a rebelars dicho, mucha correlacion entre niveles de y la abstraccién de cubiculo sobre el de: ‘buena base para una explicacién signin Doses un grave riesgo, practicamen- -econémica, politica, social y cultural emanaba de una clase terrateniente algunos pequeiios rancheros y caci- tes latifundistas), una clase que disfruté oliticos durante el porfiriato; y de un 4 la expansidn de los terratenientes y ropio proyecto de centralizacién y con- 70, 72; Knight 1986a:1:92-95, 115-17). as grosso modo. No se aplican, por su- nlos campesinos, y mucho menos a lucionarios. (No estoy explicando el ma- términos de “economia moral” —aun- } podria ser un concepto valido.) La sta se encuentra al revisar los numerosos poblaron la revolucion, muchas veces s nacionales, (No me detendré a con- campesinos eran suficientemente pode- ificar a la revoluci6n mexicana como fo una “guerra campesina”. En mi opi- s la cuestidn que ahora nos importa.) sino” no est, desde luego, compuesto 's. Ni tiene que ser dirigido, en todos ‘14s bien debe mostrar, a través de una : cuenta con el apoyo espontineo (no inos para perseguir objetivos que éstos {jla-de hecho, con gran afan. En lo que cientan los subterfugios con que se quie- vanchero y, por ende, en un lider no-re- o. En realidad, es probable que Zapata 0 la mayoria de sus seguidores. El ar- anchero” es, en este caso, una especie de |_por ejemplo, el intento de Cartillo campesinos de Yucatan— la distancia dia (co pequefia burguesia?) puede ser cia se ensancha mucho si considera- ‘os, como Portes Gi] en Tamaulipas. El ‘ala luz del apoyo que recibe, su progra- fase de manera muy clara el apoyo iyuvatorio, en pos de sus propias metas i politicas (Fowler-Salamini 1990). Eso no hizo que la movilizacién campesina que organiz6 fuera irrelevante, pero impide que veamos e] psF de Portes Gil como un “movimiento campesino”, a menos que el término se dilate en forma injustificable. Pero otros “movili- zadores” (o mediadores, intermediarios, comisionistas -sin duda habra mds términos que ariadiremos al vocabulario) encabezaron movimientos campesinos sin ser campesinos ellos mismos, y lo hi- cieron de manera honesta y con representatividad (Craig 1983: capitulos 4, 5), Lo que estd en cuestion es el grado de relacién y solidaridad que existe entre I{deres y seguidores: lo que podria- mos lamar la organicitd del liderazgo (Knight 1989:42; Sassoon 1980:138) Pero si el programa y los logros son importantes, también lo son el estilo y la cultura, Los Jideres de los movimientos campesinos, cualquiera que sea su origen social, tienen que ajustarse a ciertas normas: si no pertenecen al campesinado por nacimiento y ocupa- cidn (como en realidad ocurrié con muchos de ellos), tienen que demostrar que forman parte de él en cuanto a la cultura y las cos- tumbres, y lo hacen -algunos cinica, otros genuinamente- median- te su “vestimenta, su comportamiento y su habla” (Schryer 1980:15; Una burguesia campesina en la revolucién mexicana, Era, 1986; Joseph y Wells 1990a:183). Los movimientos campesinos fueron numerosos y poderosos: en Morelos, Guerrero, Tlaxcala, La Laguna, partes del Estado de Mé- xico, Michoacan, Puebla, Veracruz, San Luis, Zacatecas, Durango, Sinaloa y Chihuahua, y en algunas dreas de Sonora, Jalisco, Oaxaca, Tabasco y Yucatan. La revuelta estaba estrechamente correlacionada con Jos pueblos “libres” (para'emplear la terminologia de Tannen- baum. Sus estadisticas pueden ser defectuosas, pero eso no invalida su perspicacia en to que respecta al papel central que desempeité el poblado libre: Tannenbaum [1933] 1966: capitulo 16; J. Meyer 1986). A ia inversa, aunque muchos peones de hacienda se unieron a la revolucién, fueron mucho menos numerosos y notables. Por lo tanto, la explicacidén de la economia moral es sugerente, aunque -en parte por falta de datos histéricos~ ne creo que pueda probarse en forma definitiva. Existen evidencias validas sobre la “furia moral” que impuls6 a los campesinos a rebelarse, pero no hay, como ya he dicho, mucha correlacién entre niveles de vida objetivos y rebelidn, y la abstraccién de cubjculo sobre el desposcimiento relativo no es. buena base para una explicacién significativa (cf. Nickel 1998:379- 69 82; Scott 1976:32, 187). La descripcién de los zapatistas hecha por Womack —“gente del campo que no queria moverse y por Io tanto se embarcé en una revolucién”— podria extenderse a una legién de re- volucionarios campesinos (Womack 1968:1x). La tesis de Scott también es confirmada por el caracter general- mente moderado y retrospectivo de la revuelta campesina. Los za- patistas adoptaron un programa moderado de reforma agraria que sOlo se radicalizé al paso del tiempo, como respuesta a los aconteci- mientos. (Este proceso de radicalizacién es importante y merece atencion. Los moderados titubeantes pueden convertirse en decidi- dos radicales bajo la presién de las circunstancias; las revoluciones, como las guerras, tienen un fmpetu inherente. O, para decirlo en la terminologia de Scott, las revoluciones no sélo pueden revelar discursos ocultos, sino dar pie a otros nuevos.) Desde Inego, esta moderacién de propésito (por lo menos inicialmente) y la tenden- cia a mirar hacia el pasado son rasgos compartides por muchos mo- vimientos campesinos que aspiraban a la restauracién de una pre- via situacién -en cierta medida, quizés dorada~ de seguridad, subsistencia, autonomia parcial y reciprocidad de la élite (Scott 1976:187; Cobb 1972:80). Algunas autoridades -en especial Amaldo Cordova~ han buscado por lo tanto negar el estatus revolucionario de esos rebeldes: puesto que carecen de un proyecto convenientemente radical, nacional y de gran envergadura, no pueden ser revolucionarios, y el propio térmi- no 7evolucién campesina se convierte en un oximoron (Cérdova 1973: capitulo 3). Aquellos que, como Womack 9 yo, han aceptado el papel en efecto revolucionario de los campesinos rebeldes -sin im- portar la ideologia formal (el proyecto 0 propésito de cardcter poli 6) son tildados de campesinistas romanticos (Cordova 1989:14). Las severas criticas de Scott, que hacen eco a las de Lawrence Stone, son pertinentes: “Un examen histérico de los miembros de casi cualquier movimiento masivo revolucionario mostrard que usualmente los ob- jetivos buscados son limitados, incluso reformistas, en tono, aunque los medios adoptados para alcanzarlos puedan ser revolucionarios” (Scott 1985:317-18, véanse también Scott 1990:77, 106; Knight 1986a: 4:61, $14). El no saber reconocer esto habla no sélo de una cierta incomprension de la historia sino también, como sefiala Scott, de una peregrina adherencia a las gastadas certidumbres del leninismo (Scott 1985:297; 1990:151, que ademds argumenta en favor del supe- rior valor tactico de la protesta popular “primitiva”). 70 Por tiltimo, ef argumento de Scott 4 sentimientos subversivos —y su critica a la corroborado de manera sustantiva perf] Carecemos, desde luego, de estudios nado de finales del porfiriato: ningun pr los campesinos de esa €poca con resp: con los terratenientes y caciques, 0 a |: abrigaban debajo de una mascara de do de la época solian estar muy ocupados mj en cl sur de México, en la parte indige rebelde del pais (por ejemplo, Gadow I generacién posterior de antropdlogos (tr posrevolucionario), que podria haber ‘f dos de anino prerrevolucionarios, ten de instantdneas sincrénicas, muchas de-¢] lente del funcionalismo durkheimiano. ante la historia y el conflicto por igual cuantos historiadores han recurrido a la tos judiciales con la esperanza de recony tal como era en visperas de la rela con estudios del calibre y la magnitud d Por mi parte, me quedé impresionado la insurreccién popular en y después q caida de Madero en 1913. Cf. Tutino mas de protesta reconocidas por Ja histor rrecciones campesinas, las tomas de tit res hubo también muchas protestas “e: “discurso oculto” popular imbuido de a se: humillacion de los ricos, linchamie: espacio ptiblico, por ejemplo cuando i tanciosamente las lodosas calles de T pagar, desayuné en Sanborns, ent a las virtié el decoro tradicional del paseo forzando a las hijas de la gente eel rrapastrosos (Knight 1986a:1:210, 2:40, 1 bién sonaba subversivo. Se corrié la v pagar impuestos; “la Revolucién” ivi (Knight 1986a:1:220, 244-45, 280-81). impopulares —terratenientes, mayordor duefios de casas de empefio, ceotsus Docsccice de los zapatistas hecha por > que no queria moverse y por Io tanto se podria extenderse a una legion de re- Jomack 1968:1x). n es confirmada por el cardcter general: tivo de Ja revuelta campesina, Los za- ma moderado de reforma agraria que ‘tiempo, como respuesta a los aconteci- dicalizacién es importante y merece fhe: pueden convertirse en decidi- de las circunstancias; las revoluciones, in impetu inherente. O, para decislo en revohuciones no sélo pueden revelar hi: a otros nuevos.) Desde Inego, esta (por lo menos inicialmente) y la tenden- n rasgos compartides por muchos mo- piraban a la restauracién de una pre- tmedida, quizds dorada~ de seguridad, varcial y reciprocidad de la élite (Scott special Arnalde Cérdova— ban buscado, s revolucionario de esos rebeldes: puesto nvenientemente radical, nacional y de i revolucionarios, y ¢l propio térmi- onvierte en un oximoron (Cérdova 1973: somo Womack o yo, han aceptado el {. de los campesinos rebeldes ~sin im- él proyecto o propésito de cardcter polit [= romanticos (Cérdova 1989:14). Las aacen eco a las de Lawrence Stone, son iérico de los miembros de casi cualquier nario mostrara que usualmente los ob- 5, incluso reformistas, en tono, aunque icanzarlos puedan ser revolucionarios” cambién Scott 1990:77, 106; Knight 1986a: ocer esto habla no sdlo de una cierta sino también, como sefiala Scott, de ahs gastadas certidumbres del leninismo ve ademas argumenta en favor del supe- yj popular “primitiva”). Por tiltimo, el argumento de Scott acerca de la latencia de los sentimientos subversivos ~y su critica a la nocién de hegemonia- es corroborado de manera sustantiva por la experiencia de 1910-11. Carecemos, desde luego, de estudios adecuados sobre el campesi- nado de finales del porfiriato: ningtin proto James Scott sondes a jos campesinos de esa época con respecto a sus luchas cotidianas con los terratenientes y caciques, o a las actitudes subversivas que abrigaban debajo de una mascara de docilidad. Los antropélogos de la época solian estar muy ocupados midiendo créneos, sobre todo en el sur de México, en la parte indigena, que era la regién menos rebelde del pais (por ejemplo, Gadow 1908; Starr 1908). Inchuso la generacién posterior de antropélogos (trabajando ya en el periodo posrevolucionario), que podria haber tratado de explorar los esta- dos de 4nimo prerrevolucionarios, tendié a confinarse a una serie de instantdneas sincrénicas, muchas de ellas tomadas a través de la lente del funcionalismo durkheimiano. Se hicieron de Ja vista gorda ante la historia y el conflicto por igual. Mas recientemente, unos cuantos historiadores han recurvido a la historia oral o a documen- tos judiciales con la esperanza de reconstruir Ja mentalidad popular tal como era en visperas de la revolucién, pero atin no contamos con estudios del calibre y la magnitud de la escuela francesa. Por mi parte, me quedé impresionado ante las proporciones de la insurreccién popular en y después de 1910 (sic: no aguardé la caida de Madero en 1913. Cf, Tutino 1990:41). Aparte de las for- mas de protesta reconocidas por la historia convencional —las insu- rrecciones campesinas, las tomas de tierras y las campafias milita- res~ hubo también muchas protestas “expresivas”, indicadoras de un “discurso oculto” popular inibuido de antipatias éticas y de cla- se: humillacién de los ricos, linchamiento de catrines, invasién del espacio piiblico, por ejemplo cuando la horda salvaje recorrié jac- tanciosamente las lodosas cailes de Torreén, viajé en tranvia sin pagar, desayuné en Sanborns, entré a las cantinas a caballo o sub- virtié el decoro tradicional del paseo dominical en Guadalajara, forzando a las hijas de la gente decente a bailar con campesinos za- rrapastrosos (Knight 1986: 10, 2:40, 177, 577). Su discurso tam- bién sonaba subversivo. Se corrié la voz de que no era necesario pagar impuestos; “la Revoluci6n” justificaba las tomas de tierras (Knight 1986a:1:220, 244-45, 280-81). Mientras tanto, los grupos impopulares —terratenientes, mayordomos, funcionarios, militares, duefios de casas de empefio, agiotistas, espafioles, chinos~ eran ob- “ 71 jeto de frecuentes ataques, tanto en las ciudades como en el campo (Knight 1986a:1:206-8, 212-13, 279, 286, 343-44, 382-83, 2:38, 44, 119-20). Se vefa a las mujeres campesinas entrando en las ciudades provistas de canastas, para Jlevarse los frutos del previsible saqueo. En Chiapas, los indios de la sierra tomaron sus viejas armas, iconos y estandartes y, bajo los auspicios clericales, se levantaron en rebe- lién, aterrorizando a la poblacién de Jadinos con “la sangrienta imagen de una guerra de castas” (T. Benjamin 1989:108-10; Garefa de Leén 1985:2:37-41). Los ejemplos podrian multiplicarse; su in- cidencia y significacién podrian debatirse extensamente, Pero es dificil eludir la conclusién de que México, durante y después de 1910, experimenté en buena medida un “mundo de cabeza”, ese dramatico trastocamiento de posicién y clase que histéricamente ha caracterizado la revuelta popular y la revolucién (Hill 1975; Scott 1990:166-72). En términos de conducta, el cambie fue pasmoso. Perplejo, Luis Terrazas larnentaba que los peones, antes leales, se hubiesen arma- do y amenzaran a sus amos (Knight 1986a:1:182). Dado lo inespe- rado del levantamiento, parece dificil creer que estas nociones ra- dicales y populares hubiesen nacido de novo en 1910 o que fueran producto del programa politico de Madero, sumamente moderado y yespetable. Las actitudes populares (0 jdeologia o cultura) proba blemente estan arraigadas mucho mas profundamente y son mas resistentes a los vaivenes repentinos. En otras palabras, la conducta es mas elastica que la cultura. Admito que éste fue un problema que examiné pero que nunca traté de resolver en.mi estudio de la revolucién (Knight 1986a:1:528, n. 577). En mi opinién, lo impor- tante no era e] sustrato prerrevolucionario de la cultura popular —cuyo aspecto sociopolitico era muy dificil de comprender-, sino mas bien los dramaticos y decisivos acontecimientos de 1910-1911 y lo que ocurrié después. Desde mi punto de vista, esos aconteci- mientos emanaron de una generacién o mds de abusos y tensiones crecientes, aunque no de crecientes protestas populares, De hecho, en este respecto, la segunda mitad del porfiriato —es decir, la poste- rior a 1893- fue més apacible que Ia primera, y el porfiriato en su conjunto fue més apacible que la década de 1840 0 que 1os afios de la Reptiblica restaurada (véanse F. Katz 1986a:11, 1988b:11; Coats- worth 1988a:39). Mi razonamiento acepta, y ciertamente acoge con beneplicito, la idea de un sustrato latente de oposicién campesina que, como 72 indiqué-sucintamente, estaba establecid munidades y familias, y se manifestab: ticas tradicionales, muchas de ellas | (Knight 1985a:83, 1986a:1;162-64). Ell campesina estaba lejos de la violencia br que algunos estudios han sugerido. Los| a los animales politicos aristotélicos of las palomas de Skinner (Knight 1986a: protesta campesina derivé de afliccion micas basicas del tipo que han subray: les” de Ja revolucién (Tannenbaum y 01 bien vaga y simplista, con apoyo en la socioeconémicas encontraron exprenf] normativas, muchas de las cuales se aj porque eran retrospectivas, nostalgicas 3 especial al principio. Hasta ahora he sefialado, como lo pri dancias con muchos de los argumentos de vista, operan muy bien para la revoluci hay algunos problemas. Sus argumentos zonas y actores “revolucionarios”: region clientelas, clanes, familias e individuos. P, yolucionario”. Sin acudir a la burda dif lucionarios y no revolucionarios”, tene! México, al igual que en Francia o Rusia o revohucién tenia una geografia precisa. México fueron especialmente eel plo, gran parte del noreste (Nuevo Leén Centro y del Bajio (Aguascalientes, Gu parte del sur y del sureste (Yucatan, fl Podriamos discutir detalladamente la inci las protestas campesinas en estos y otras como una especie de taquigrafia ser] habido una uniformidad dentro de ellost te, que nadie cree que la protesta campes manera uniforme a Jo largo y ancho | mente inexistente fuera de Morelos, cot Negaron a afirmar (Ruiz 1980:7-8), entone patron de protesta 7elativa, En mi opinis: lucionarios estados de Morelos y Tiel i. en las ciudades como en el campo 13, 279, 286, 343-44, 382-83, 2:38, 44, freee entrando en las ciudades arse los frutos del previsible saqueo. sierra tomaron sus viejas armas, fconos fics clericales, se levantaron en rebe- cidn de ladinos con ‘la sangrienta stas” (T. Benjamin 1989:108-10; Gareja pes podrian multiplicarse; su in- in debalirse extensamente. Pero es que México, durante y después de a medida un “mundo de cabeza”, ese ese y clase que histéricamente opular y la revolucién (Hill 1975; nes, antes leales, se hubiesen arma- ight 1986a:1:182), Dado lo inespe- f: dificil creer que estas nociones ra- bo fue pasmoso. Perplejo, Luis ( acido de novo en 1910 © que fueran de Madero, sumamente moderado »pulares (0 ideologia 0 cultura) proba- Ie mds profundamente y son mas :tinos. En otras palabras, la conducta ca. Admito que éste fue un problema graté de resolver en mi estudio de la |8, n. 577). En mi opinién, lo impor rrevolucionario de Ja cultura popular a muy dificil de comprender-, sino i vos acontecimientos de 1910-1911 y e mi punto de vista, esos aconteci- sneracién o més de abusos y tensiones A protestas populares. De hecho, tad del porfiriato ~es decir, la poste- que la primera, y el porfiriato en su la década de 1840 0 que los atios de ql: F Katz 1986a:11, 1988b:11; Coats- jertamente acoge con heneplacito, le oposicién campesina que. como [ indiqué sucintamente, estaba establecido en ciertas regiones, co- munidades y familias, y se manifestaba en ciertas adhesiones poli- ticas tradicionales, muchas de ellas de matiz “patridtico-liberal” (Knight 1985a:83, 1986a:1:162-64). Ello significaba que la protesta campesina estaba lejos de Ia violencia brutal, muda e inarticulada que algunos estudios han sugerido. Los campesinos se parecen més a los animales politicos aristotélicos que a los perros de Pavlov o a las palomas de Skinner (Knight 1986a:1:527, n. 558), aunque la protesta campesina derivé de aflicciones y tendencias socioeconé- micas basicas del tipo que han subrayado las historias “tradiciona- les” de la revolucién (Tannenbaum y otros) de una manera mas bien vaga y simplista, con apoyo en las estadisticas. Las penurias socioeconémicas encontraron expresién en formas ideoldgicas y normativas, muchas de las cuales se ajustaron al modelo de Scott porque eran retrospectivas, nostdlgicas y bastante moderadas, en especial al principio. Hasta ahora he sefalado, como lo prometi, mis estrechas concor- dancias con muchos de Jos argumentos de Scott. Desde mi punto de vista, operan muy bien para la revolucién mexicana. Pero también hay algunos problemas. Sus argumentos se pueden aplicar a muchas zonas y actores “revolucionaries”: regiones, comunidades, barrios, clientelas, clanes, familias e individuos. Pero no todo México era “re- volucionario”. Sin acudir a la burda dicotomia de “campesinos revo- lucionarios y no revolucionarios”, tenemos que reconocer que en México, al igual que en Francia o Rusia o China o Bolivia o Cuba, la revolucién tenia una geografia precisa. ¢Por qué algunas partes de México fueron especialmente apacibles después de 1910, por ejem- plo, gran parte del noreste (Nuevo Le6n, Tamaulipas), partes del Centro y del Bajio (Aguascalientes, Guanajuato, Querétaro), gran parte del sur y del sureste (Yucatan, Campeche y Quintana Roo)? Podriamos discutir detalladamente la incidencia y el significado de Jas protestas campesinas en estos y otros estados (cito los estados como una especie de taquigrafia geografica, sin presumir que haya habido una uniformidad dentro de ellos). Si suponemos, no obstan- te, que nadie cree que la protesta campesina se haya extendido de manera tniforme a lo largo y anche del pais, ni que fuera absoluta- mente inexistente fuera de Morelos, como algunos revisionistas casi Hegaron a afirmar (Ruiz 1980:7-8), entonces debe haber existido un patrén de protesta wlativa. En mi opinién, el contraste entre los revo- lucionarios estados de Morelos y Tlaxcala, por un lado, y por otro 73 4 : i los, digamos, no revolucionarios Yucatan 0 Jalisco, es obvio y precisa una explicacion. Pero, gqué hay detras? Aqui los argumentos de Scout enfrentan, a mi parecer, algunos problemas. De acuerdo con la tesis de la “economia moral”, Ja protesta se deriva de Ja ruptura, bajo el impacto del mercado 0 del estado, de un equilibrio preexistente que, aunque explotador, era tolerable en la medida en que no implicaba la negacién de los derechos basi- cos de subsistencia ni la eliminacion de toda reciprocidad en fa re- lacién del campesinado con los terratenientes y €l estado. Asi como esta tesis sirve para explicar la revuelta popular en las regiones re- volucionarias, como Morelos o Chihuahua, también explica la tan- quilidad -es decir, la relativa ausencia de revuelta popular~ en algu- nas otras. En una comunidad como San José de Gracia, donde los excesos de riqueza no rebasaban ciertos limites y donde el acceso a los recursos, aunque distaba de ser igualitario, no estaba sufriendo ningén gran trastorno, no es sorprendente la ausencia de impulso revolucionario; es Ia excepcidn que prueba la regla de la economia moral. (De manera que los josefinos pasaron los primeros meses de la revolucién observando el cometa Halley o los fallidos intentos de Elias Martinez por volar con alas de paja lanzindose desde !o alto de un fresno [Gonzalez [1968] 1972:114, 118].) En algunas otras reas apacibles ~quizds la mayoria~ lo que garan- tiz6 la tranquilidad, por lo menos durante un tiempo, no fue tanto la ausencia de abusos 0 penurias como el predominio y la eficacia del control social. En un grado muy importante, la coercién mantuvo la plantocracia en Yucatan, asi como en otras partes de} sur: Campeche, Valle Nacional, las monterfas de Chiapas. Aqui ingresamos a un pai- saje de “armas de los débiles”, como diria Scott. No era que los peo- nes de Yucatén no padecieran penurias ~éstas se pueden inferir no sdlo de las escandalosas revelaciones de John Kenneth Turner, sino también del registro de esporddicas protestas populares en los vilti- mos afios del porfiriato Joseph y Wells 1990a:169-74; C. Gill 1991). Mas bien, carecfan de la libertad para expresarlas, o para enfrentarse ala plantocracia, que manejaba un sistema de control social -excep- cional incluso para los parametros del porfirismo~ que inclufa la cuasi esclavitud, cazadores de esclavos, mano de obra deportada y castigos corporales (Joseph [1982] 1988b:71-80; Knight 1986: 7- 89). De manera que la revolucién popular en Yucatan fue mds bien esporddica, confinada principalmente al interior, hasta Ya dramatica irrupcién del general Alvarado en 1915. 74 l Sin embargo, no creo que estos casos tranquilidad idilica de San José 0 Ia tra: males de Yucatén— puedan explicarse ef] de los dos principales argumentos de Si los campesinos apacibles no estaban nece suerte (aunque era un destino tolerablk tencia adecuada), pero tampoco habia: nados a Ia inaccién por un sistema de cot deracién, aplicable en cierta medida e: muchos otros, era la de “hegemonia”, 0 cartado, Desde mi punto de vista, la noc diversas alternativas: mistificacion, «f) conciencia) debe ser empleada con cuij mente no como una especie de explicat descuidados passe-partouts: “cardcter nacic na’. Pero en algunas circunstancias la b| parece ajustarse al patron historico, asi Jas “armas de los débiles” parecen ajusta Al descartar las nociones de hegemi (especialmente en Weapons of the Weak y resistencia) una condicién constante de ¢ subversién potencial en las sociedach 1985:317, 1990:70, 72), En este roel gumento implicito de Skocpol: que la ¥ campesinos son dads, y por Io tanto las pi voluciones estén determinadas por ac| que acttian sobre el estado, en especiall internacional -un argumento que resulta tallido de la revolucién mexicana (Kni labras y dicho en términos de la cono presién,! Scott y Skocpol imaginan un co por una tapadera firme. (Scott tambié: tapa estd tan bien sellada que el svi nimamente.) Las explosiones sélo ocur: pulada de manera indebida. En contraste, podria alegarse que i | tintos niveles de actividad. Algunas so} estallar en cualquier momento (por ejemp tales casos, la tapa no puede soportar lag ~ nipulacidn externa puede o no ser imp: 4. Yucatan o Jalisco, es obvio y precisa &é hay detris? Aqui los argumentos de Igunos problemas. la “economfa moral”, la protesta se impacto del mercado o del estado, de xe, aunque explotador, era tolerable | la negacién de los derechos basi- minacién de toda reciprocidad en la re- terratenientes y el estado. Asi como fa revuelta popular en las regiones re- 'o Chihuahua, también explica la tan- a.ausencia de revuelta popular en algu- eon: San José de Gracia, donde los an ciertos limites y donde el acceso a ade ser igualitario, no estaba sufriendo sorprendente la ausencia de impulso i: que prueba la regla de la economia osefinos pasaron los primeros meses de la meta Halley o Jos fallidos intentos de alas de paja lanzindose desde lo alto } 1972:114, 118].) sacibles ~quizds la mayorfa~ lo que garan- [nos durante un tiempo, no fue tanto la !s como el predominio y la eficacia del muy importante, la coercién mantuvo la lomo en otras partes del sur: Campeche, ‘{[de Chiapas. Aqui ingresamos a un pai- :s", como dirfa Scott. No era que los peo- mn penurias —éstas se pueden inferir no laciones de John Kenneth Turner, sino radicas protestas populares en los wilti- seph y Wells 1990a:169-74; C. Gill 1991). ad para expresarlas, 0 para enfrentarse 4 un sistema de control social -excep- rametros del porfirismo- que inciuia la esclavos, mano de obra deportada y 1982] 1988b:71-80; Knight 1986a:1:87- slucién popular en Yucatan fue mas bien eer al interior, hasta la dramatica en 1915. oe Sin embargo, no creo que estos casos de inmovilidad —fuese la tranquilidad idilica de San José o la tranquilidad alo Granja de ani- males de Yucatin— puedan explicarse por completo en los términos de los dos principales argumentos de Scott. Dicho de otra manera, los campesinos apacibles no estaban necesariamente felices con su suerte (aunque era un destino tolerable, que implicaba una subsis- tencia adecuada), pero tampoco habjan sido intimidados y conde- nados a la inaccion por un sistema de coercion. Una tercera consi- deracidn, aplicable en cierta medida en los dos casos, asi como en muchos otros, era la de “hegemonia”, que Scott parece haber des- cartado. Desde mi punto de vista, la nocién de hegemonia (0 sus diversas alternativas: mistificacién, dominacién ideoldgica, falsa conciencia) debe ser empleada con cuidado y parquedad, y cierta- mente no como una especie de explicacién global, andloga a esos descuidados passe-pariouts: “caracter nacional” o “naturaleza huma- na”, Pero en algunas circunstancias la hegemonia, o algo parecido, parece ajustarse al patrén histérico, asi como la “economia moral” o las “armas de los débiles” parecen ajustarse en otros casos. Al descartar las nociones de hegemonia, Scott parece postular (especialmente en Weapons of the Weak y Los dominados y el arte de ta resistencia) una condicién constante de descontento campesino y subversi6n potencial en las sociedades agrarias (Scott 1976:4, 1985:317, 1990:70, 72). En este respecto parece aproximarse al ar- gumento implicito de Skocpol: que la opresién y el descontento campesinos son dados, y por lo tanto las principales rebeliones y re- voluciones estin determinadas por acontecimientos y presiones que actiian sobre el estado, en especial a través del sistema estatal internacional -un arguments que resulta intidl para explicar el es- tallido de la revoluciéu mexicana (Knight 1990d:2-3). En otras pa- labras y dicho en términos de la conocida metafora de la olla de presion,! Scott y Skocpol imaginan un cocido humeante, cubierto por una tapadera firme. (Scott también hace hincapié en que la tapa esta tan bien sellada que el guisado se cocina sitenciosa y and- nimamente.) Las explosiones sdlo ocurren cuando la tapa es mani- pulada de manera indebida. En contraste, podria alegarse que distintas ollas despliegan dis- tintos niveles de actividad. Algunas son muy inestables, prontas a estallar en cualquier momento {por ejemplo, Morelos en 1910). En tales casos, la tapa no puede soportar las presiones internas; la ma- - nipulacién externa puede o no ser importante, y en todo caso sera 75 i i més ef gatillo que ta causa de la explosién. Y cuando la explosion suceda, el guiso Negara al techo. Otras oflas estaran en ebullicién, pero la tapa es tan fuerte que podra aguantar la presion, por lo menos hasta que empiecen de veras las manipulaciones indebidas (por ejemplo, Yucatan antes de 1915). Una tercera categoria de ollas, me atreveria a sugerir, est4 apenas a fucgo lento. Las tapas fir- mes son innecesarias, porque hay poca lumbre bajo la olla, y aun si se quita la tapa, el guiso seguird en su lugar. Es esta tercera categoria la que merece algo de atencidn. En pri- mer lugar: puede presumirse que exista tal categoria? ¢O quizds s6lo existe en las sociedades industriales desarrolladas? Me parece que la evidencia de cierta especie de “hegemonia” condicionante de actitudes y conducta en, digamos, los Estados Unidos, es fuerte, y (pace Giddens y tal vez Scott) no me convence totalmente el ar- guinento de que Jos estados modernos tienen una capacidad de producir hegemonia fuera de toda proporcién con los estados tra- dicionales (Giddens 1987:71-78, 209-12; Scott 1985:320-21, 1990:21, n, 3). Desde luego, los argumentos de Scott derivan en su mayor parte de sociedades puramente campesinas, de alli que las compa- raciones con sociedades no campesinas puedan ser invlidas. Con- forme los campesinos pierden su estatus como tales y cambian el cultivo de subsistencia por empleos asalariados, dice Scott, se con- vierten en “una especie hibrida con caracteristicas winicas” (1976: 214-15). Quizas esas caracteristicas Unicas incluyen una vulnerabilidad a la “mistificacién” de Ja que carecian sus ancestros campesinos, No obstante, incluso en Jo que se refiere a esos ancestros, Scott reconoce, en The Moral Economy, que el descontento no es algo determinado, que hay grados de descontento, que a su vez ayudarfan a explicar la incidencia de la revuelta en tanto que opuesta a la inmovilidad (1976:239, n. 103). En contraste, todo Weapons of the Weak sostiene que la sumisidn se consigue por coercién, no slo fisicamente, sino también por la “mondtona compulsion de las relaciones econémi- cas”, de la que hablaba Marx (1985:246, 1990:66), La sumisién no significa aceptacién por parte del campesinado o legitimacion del statu quo; y dado cierto relajamiento del sistema de dominacién, cierta apertura tentadora, la mascara de la sumisién caerd, y la su- misién dara paso a la protesta y la rebelion. Eso ocurrié en muchas partes del México revolucionario conforme los discursos ocultos se hicieron publicos. Podemos suponer que los subordinados de Te- 76 rrazas, inquilinos y peones experimentaz milar en Chihuahua en 1910. Pero no sucedié asf en muchas ours | esa ausencia de protesta, no puede ser: bienestar material ni a la abierta coercidr plos, tanto durante como después de la| pesinos que desdejiaron la tentadora aj guieron siendo leales al cacique o terrate reformas revolucionarias que les pro: desaparicién de la autoridad del terra linck de Bontempo 1982; Gonzalez [191 Margolies 1975:39). Incluso en el re‘ campesinos ~como los de Tenango~ wf] gados solidariamente a la hacienda de dian percibir la magnitud de la relacién d (Helguera R. 1974:68). Y al contrario| eran los mas pobres, aquellos que estab| | las crisis de subsistencia; en realidad, ) México porfiriano sufrié alguna vez ui comparase remotamente con la sans] 45. Lo mas cerca que México estuvo det durante la revolucién, y especialmente e} (Coatsworth 1976; Knight 1986a: 2a cCémo deben explicarse estos casos’ en muchos de ellos un calculo racional b campesinos temian oponerse a terran cuya pérdida de autoridad quizds s6l podia haber represalias. La reforma agra cuentemente fue obstruida por la indy cidén de Jos peones, que temfan que una Ja ira del terrateniente local y de sus pist Friedrich 1977:90-92). Peones, inquilin abandonar viejos convenios con el terral co beneficio futuro (Knight 1991:93-9: significativo, que corrobora tanto The Mo. of the Weak, he argumentado en repeti extranjeras no figuraron entre los prin dad y los ataques populares durante la re empresas extranjeras en cuestidn, com neras y petroleras, no eran comitersall a. explosién. Y cuando la explosién echo. Otras ollas estardn en ebullicion, e podra aguantar la presién, por lo ¢ veras las manipulaciones indebidas vs de 1915). Una tercera categoria de sta apenas a fuego lento. Las tapas fir- hay poca lumbre bajo la olfa, y aun si uird en su lugar. que merece algo de atencién. En pri- Je que exista tal categoria? ¢O quizds industriales desarrolladas? Me parece ie de “hegemonia” condicionante igamos, los Estados Unidos, es fuerte, t) no me conyence totalmente el ar 5s modernos tienen una capacidad de toda proporcién con los estados tra- E:: 209-12; Scott 1985:320-21, 1990:21, umentos de Scott derivan en su mayor f: campesinas, de alli que las compa- mpesinas puedan ser invilidas. Gon- In su estatus como tales y cambian el empleos asalariados, dice Scott, se con- i con caracteristicas tinicas” (1976: as “inicas incluyen una vulnerabilidad a arecian sus ancestros campesinos. No Uotere a esos ancestros, Scott reconoce, of descontento no es algo determinado, (“ que asu vez ayudarfan a explicar la tanto que opuesta a la inmovilidad te, todo Weapons of the Weak sostiene { coercién, no sélo fisicamente, sino lompulsién de las relaciones econémi- | (1985:246, 1990:66). La sumi rte del campesinado o legitimacion del jamiento del sistema de dominaci6n, mascara de la sumision caer, y la su- sta y la rebelion. Eso ocurrié en muchas rio conforme los discursos ocultos se [Pevoner que los subordinados de Te- pore rrazas, inquilinos y peones experimentaron una transformacion si- milar en Chihuahua en 1910. Pero no sucedié asf en muchas otras partes del pais. Y ese hecho, esa ausencia de protesta, no puede ser atribuido enteramente nial bienestar material ni a la abierta coercion. Existen suficientes ejem- plos, tanto durante como después de la revolucién armada, de cam- pesinos que desdefiaron la tentadora apertura. No se levantaron, si- guieron siendo leales al cacique o terrateniente, se opusieron a Tas yeformas revolucionarias que les prometian tierra, escuclas, y a la desaparicién de la autoridad del terrateniente (por ejemplo, Amer- linck de Bontempo 1982; Gonzalez [1968] 1972:174; Gledhill 1991; Margolies 1975:39). Incluso en el revolucionario Morelos hubo campesinos -como los de Tenango~ que supuestamente estaban “Hi- gados solidariamente a la hacienda de una manera tal que no po- dian percibir la magnitud de la relacién de explotacién” que sufrian (Helguera R. 1974:68). ¥ al contrario: quienes se Jevantaban no eran los mds pobres, aquellos que estaban mis cerca de la miseria y Jas crisis de subsistencia; en realidad, podemos cuestionar si el México porfiriano sufrié alguna vez una crisis malthusiana que se comparase remotamente con la hambruna norvietnamita de 1944- 45. Lo mas cerca que México estuvo de una crisis malthusiana fue durante la revolucién, y especialmente en 1917, el “aijo del hambre” (Coatsworth 1976; Knight 1986a:2:412-18). zCémo deben explicarse estos casos de quietud? No niego que en muchos de ellos un célculo racional haya inducido cautela. Los campesinos temfan oponerse a terratenientes o jefes poderosos, cuya pérdida de autoridad quizds slo fuera temporal. Después podfa haber represalias. La reforma agraria posrevolucionaria fre- cuentemente fue obstruida por Ja indiferencia o Ia franca oposi- cidn de los peones, que teméan que una solicitud ejidal tes acarreara la ira del terrateniente local y de sus pistoleros (Craig 1983:74-75; Friedrich 1977:90-92). Peones, inquilinos y aparceros se resistian a abandonar viejos convenios con el terrateniente en pos de un tedri- co beneficio futuro (Knight 1991:93-95). Para trazar un paralelo significativo, que corrobora tanto The Moral Economy como Weapons of the Weak, he argumentado en repetidas veces que las ernpresas extranjeras no figuraron entre los principales objetos de la hostili- dad y los ataques populares durante la revolucién, puesto que las empresas extranjeras en cuestién, como las grandes compatiias mi- neras y petroleras, no eran consideradas ni como usurpadoras del V7 patrimonio agrario de los campesinos ni como amenazas para la se- guridad campesina (Knight 1987:21-25, 53-69). Muy por el contra- rio: proporcionaban empleos y salarios més altos. En el Valle del Mayo, Ja United Sugar Company disfrutaba de relaciones bastante buenas con el campesinaclo indigena local; sf fueron objeto de Ja aversién de los campesinos los ladinos y mestizos de Ia élite terrate- niente (M. Gill 1955). Una relacién similar unié a los indios de los Altos de Chiapas y fos cafetaleros alemanes de las tierras bajas (Knight 1986b:56-60). Nadie sostendria que existia un poderoso vinculo afectivo entre los jefes extranjeros y los campesinos y obre- ros mexicanos; sin embargo, la relacién, que sobrevivi6 al colapso de la autoridad durante la revolucién, tampoco se puede explicar en términos de coercién. Mas bien, la relacién era tactica, calcula- dora y utilitaria, susceptible de un andlisis modificado de las “armas del débil”, que hiciera hincapié en Ja “monétona compulsién” de la economia sobre la coercidn abierta. Por Ja misma raz6n, algunos terratenientes mexicanos conserva- ron la “lealtad” es decir, la persistente sumisién- de sus trabajado- res campesinos durante y después de Ia revolucién. E] célculo eco- némico, no ta coercidn -ni el afecto-, fue lo que prevalecié. Pero aunque el célculo econémico explica muchas cosas, no aclara todo el cuadro, 2A qué se debe que Ja sumisin persistiera mientras, en el estado vecino, en el valle cercano, en el municipio mas préximo, fos campesinos se estaban movilizando, marchando y atacando a los mayordomos a machetazos? 2 por qué, si de acuerdo con las evi- dencias que tenemos, la situaci6n econdémica de las comunidades “sumisas” en tanto que opuestas a Jas “insurgentes” no siempre era distinta, y de hecho algunas veces era parecida? Desde Iuego, algunas lineas de fractura obedecian a motivos eco- némicos, ya fuera entre estados (un sumiso Aguascalientes compa- rado con un Morelos insurgente) 0 en el interior de ellos (un norte de Tlaxcala sumiso, un sur insurgente) (Buve 1990;:239-40). Sin em- bargo, en el interior de estados como Puebla o Michoacan, y de re- giones como la Ciénega de Chapala o los Once Pueblos, también existian’ marcadas discrepancias que aparentemente no se reducian a diferencias econémicas bien delineadas. Cheran tenia “campos divididos muy inequitativamente”, y sin embargo era un bastion del conservadurismo clerical, y era el coco de su vecino agrarista, Naranja (Friedrich 1986:162). Parece que la geografia de la revolu- ci6n no puede reducirse a patrones econdmicos. Las comunidades 78 “rojas”, “revolucionarias”, “agraristas” se des conservadoras, clericales, antiagragy dades habia divisiones internas. Ello correlacionara claramente con Ia abs. sahucio y el conflicto agrario. De alli que cionarios enfrentaran graves dificult) sinado, especialmente en aquellas 4 campesina era “secundaria” -es decir, d previa insurgencia campesina auténon Mi argumento, entonces, es que I. campesina no se puede explicar solams cidn. (Ia que no podia impedir que ia muchos lugares) ni por los cuidadosos dos en consideraciones econdmicas -e cia. Después de todo, muchas revueltas c rante 1910-1915, se produjeron conf] calculos mas racionales. Como Scott h na no obedece a un cdlculo utilitarista, d Es imiprobable que el cAlculo individu revueltas; los rebeldes pueden tener q vueltas pueden surgir “aunque todo pare 1976:3, 191, pero véase Scott 1990:220, “actos de locura” son “excepcionales”) han comenzado, las revueltas atraen a | turizar a Ia revolucién el atribuir la movi, mente al calculo, el interés propio y | Ples tasas de mortandad lo refutarfan suponer que los campesinos eran demas ciar el riesgo de la revuelta. A final de Je pudo ir bien, pero muchos de sus se: En owas palabras, asi como la protest dimensién normativa e ideolégica, tam la inmovilidad, que tampoco pueden s riales, aunque con frecuencia éstos er: mas importante, como en Sedaka. El mejt en el apoyo campesino a la igiesia y la lucionario, una posicién claramente ‘4d los peones de Ja hacienda Guaracha di queremos tierra, sino nuestra fe” (Gledjgy t6pico central para nuestra comprensiff ] | 3 i ampesinos ni como amenazas para la se- 987:21-25, 53-69), Muy por el contra- s y salarios mds altos. En ef Valle del any disfrutaba de relaciones bastante o indigena local; si fueron objeto de la i ladinos y mestizos de la élite terrate- Jacién similar unié a los indios de los fetaleros alemanes de las tierras bajas sostendria que existia un poderoso 5 extranjeros y los campesinos y obre- 0, la relacién, que sobrevivié al colapso volucién, tampoco se puede explicar bien, la relacién era tactica, calcula- le un andlisis modificado de tas “armas apié en Ia “monétona compulsién’” de la bierta. s terratenientes mexicanos Conscrva- tpersistente sumisién— de sus trabajado- pués de la revolucion. El calculo eco- ] afecto-, fue lo que prevalecié. Pero To explica muchas cosas, no aclara todo la sumision persistiera mientas, en el cano, en el municipio mas préximo, wilizando, marchando y atacando a los 2? &Y por qué, si de acuerdo con fas evi- jae econémica de las comunidades ‘stas a las “insurgentes” no siempre era 3 veces era parecida? 4s de fractura obedecian a motivos eco- los (un sumiso Aguascalientes compa- gente) o en el interior de ellos (un norte jpsurgente) (Buve 1990:239-40). Sin em- Jos como Puebla o Michoacan, y de re- Bchapala o los Once Pueblos, también neias que aparentemente no se reducian a delineadas. Cheran tenia “campos Inte”, y sin embargo era un bastion del y era el coco de su vecino agrarista, fh Parece que la geografia de la revolu- trones econdmicos. Las comunidades 3 [ [ “rojas”, “revolucionarias”, “agraristas” se enfrentaban a comunida- des conservadoras, clericales, antiagraristas, y en algunas comuni- dades habja divisiones internas. Ello no prueba que la rebeldia se correlacionara claramente con Ja absoluta pobreza ni con el de- sahucio y el conflicto agrario. De alli que con frecuencia tos revolu- cionarios enfrentaran graves dificultades para movilizar al campe- sinado, especialmente en aquellas 4reas donde la movilizacion campesina era “secundaria” -es decir, donde no se basaba en una previa insurgencia campesina auténoma (Knight 1991:86, 89). Mi argumento, entonces, es que la incidencia de inmovilidad campesina no se puede explicar solamente en términos de coer- cin (la que no podia impedir que hubiese rebeliones exitosas en muchos lugares) ni por los cuidadosos célculos campesinos, funda dos en consideraciones econdmicas especificarnente, la subsisten- cia. Después de todo, muchas revueltas campesinas, en especial du- rante 1910-1915, se produjeron contra lo que acons¢jaban los cAlculos mas racionales. Como Scott ha dicho, la rebelién campesi- na no obedece a un calculo utifitarista, de brisqueda de Ia felicidad. Es improbable que el calculo individual y el interés propio desaten revueltas; los rebeldes pueden tener que “arriesgarlo todo”, las re- yueltas pueden surgir “atngue todo parezca estar en contra” (Scott 1976:3, 191, pero véase Scott 1990:220, n. 38, que considera que los “actos de locura” son “excepcionales”). Y aun cuando, una vez que han comenzado, las revueltas atraen a sus oportunistas, seria carica- turizar a la revolucién el atribuir la movilizacién popular principal- mente al calculo, el interés propio y la biisqueda de éxito. Las sim- ples tasas de mortandad Jo refutarian, a menos que hayamos de suponer que los campesinos eran demasiado estiipidos para apre- ciar el riesgo de Ja revuelta. A final de cuentas, a Saturnino Cedillo le pudo ir bien, pero muchos de sus semejantes murieron. En otras palabras, asi como Ia protesta y Ja revuelta tienen una dimension normativa e ideoldgica, también la tienen la sumision y la inmovilidad, que tampoco pueden ser reducidas a calculos mate- riales, aunque con frecuencia éstos eran importantes, y a veces lo més importante, como en Sedaka. El mejor ejemplo de esto se halla en el apoyo campesino ala iglesia y Ja oposicién al agrarismo revo- lucionario, una posicién claramente resumida en las palabras que los peones de Ia hacienda Guaracha dirigieron a Cardenas: “No queremos tierra, sino muestra fe” (Gledhill! 1991:36, 97). Este es un tdpico central para nuestra comprensién de ta historia revoluciona- 79 tia. En su refutacién de la nocién de hegemonia, Scott soslaya en gran medida cuestiones de religién y magia (1985:820, 384; pero cf 1976:220-21, 236-87; y 1990:24, 115). En el caso mexicano ~en comparacin con el malasio-, éste no es un desvio que debamos se- guir, En México, religion y revoluci6n fueron inseparables. Tanto durante la revolucién armada como después, la iglesia se opuso ge- neralmente a la revolucién, y lo hizo con el beneficio de un consi- derable respaldo popular, especialmente en los estados de Jalisco y Michoacan, en el Bajfo y en zonas del norte, principalmente Za- catecas, Durango y Nayarit. Este fenémeno —que alcanzé su apogeo en la guerra de los cristeros de 1926-1929 es complejo, y aunque. existen algunos buenos estudios y una destacada magnum opus, to- davia estamos lejos de comprenderlo. La convencional explicacién revolucionaria ligé a Ia iglesia con Ja “reaccién”. La iglesia se alineé con los terratenientes, en oposi- cién a las promesas de reforma de la revolucién, en especial la de reforma agraria. Por lo tanto los cristeros fueron actores econémi- os: por una parte los terratenientes y los rancheros, deseosos de preservar sus propiedades, y por la otra sus déciles adherentes, peo- nes en ambos sentidos de la palabra. Algunos estudios recientes también interpretan la Cristiada en términos de simples factores econémicos (Tutino 1986:343-45; Larin 1968). Pero por otro Jado, Ramén Jrade brinda un panorama més sutil: hace hincapié en las divisiones politicas y de clase y argumenta que “los levantamientos cristeros fueron principalmente una respuesta [...] a los esfuerzos de la coalicion revolucionaria por consolidar y centralizar su poder sobre los estados” (Jrade 1985, 1989:13). (Esto, aunque ¢s cierto, supone una cuestién que todavia est por responder: por qué esos esfuerzos, que abarcaron todo el pais, produjeron. una resistencia catélica tan tenaz en algunas 4reas pero no en otras?) En contraste, al sostener la fundamental religiosidad del movi- miento, Jean Meyer mantiene que la Cristiada fue un movimiento sumamente heterogéneo, que inclufa representantes de todos los estratos de la sociedad (1974c). Para Meyer, el cristero no era un homo economicus, Mas bien, la Cristiada conjunt6 diversos segmentos de la sociedad catélica e incluyé un masivo contingente popular, que no era de ninguna manera el décil instrumento de las élites dominantes. En realidad, alega Meyer ~tal vez. exagerando, pero el punto es valido-, los caciques estaban escasamente representados en las filas de los cristeros, y éstos representaban una fuerza popu 80 lar genuina, auténoma, andloga en wall patistas de la década anterior. En mi puede verse en Ia obstinada y prota] durante 1926-1929 (y en menor grado, da” de los afios treinta). Sea que tos caciq estado presentes 0 no, esa resistencia, clasica guerra de guerrillas, no habria qj participacién y un muy arraigado apoyo liamaban sus enemigos). También hay década de los treinta, cuando el eal régimen de Cardenas fue desafiado tant¢ por la franca hostilidad populares, espec comunidades de tradicién cristera, De de agraristas —recipientes de titulos efi fervientemente (“fandticamente”) catélic cién Publica [sep] 1935). 2A qué habria que atribuir este consd] pular -que recuerda el de la Vendée? Cc cidn de las élites no es suficiente. M abandonaron la regién durante Ja re Aquellos que se quedaron dificilmente tener y dirigir una gran rebelién sobre la mos que aceptar que la Cristiada tuvo y, en menor medida, también el antical década de los treinta, particularmente } menor medida” porque, hacia la décaj abierta habia terminado y las élites | radicalismo del gobierno central, mejor si toridad y defender su posicion). La fuerza de esa base popular ~a la excomunién y el fuego infernal; endo que “el gobierno de México es 0 de cambiar la religion de nuestro oicoteaban las escuelas piiblicas y aisla- sapmaban las armas, ya fuera en valien- dir de manera brutal a los vulneya- 4 | bles maestros rurales (Gruening 1928:282; Raby 1974: capitulo 5; sep, 1935). Esa hegemonia eclesidstica parece indudable ~aunque no asi sus aleauices geograficos ni sus origenes histéricos. La tradicional expli- cacién revolucionaria, que hace hincapié en ta confabulacién cleri- cal con os terratenientes explotadores, casa c6modamente con Ja hipstesis de Ja “falsa conciencia’. De hecho, los radicales de Jos aries treinta hablaban virtualmente en estos términos; la educacion socia- lista habia sido concebida para romper la hegemonia ideolégica de los clérigos, terratenientes y capitalistas (ser 1935). Si tenfan razon, una gran parte del campesinado mexicano Janguidecia, no obstante su experiencia revolucionaria, atrapado en Ia falsa conciencia. No sélo no emplearon las armas de los débiles, sino que tomaron las armas para apoyar a sus explotadores clérigos y terratenientes. Evidentemente, esto no encuadra bien con el andlisis general de Scott. Pues aunque Scott acepta que “las principales formas histori- cas de dominacién se han presentado bajo Ja forma de una metafi- sica, de una religion, una vistdn del mundo”, duda de que tales pre- sentaciones hayan tenido influencia. Et narcético (la “anestesia general”, en palabras de Scott) no funciona; la gente comun abraza Ta religion en Ia medida en que ésta es subversiva, disicdente, susten- tadora del “discurso oculto” (Scott 1990:68, 115, 215).? Una explicacién més sutil, que adoptan Jrade y hasta cierto punto Meyer, amplia los principales motivos del catolicismo y los ve como un arma, un simbolo y un premio en la vieja batalla entre centro y periferia, una batalla agravada por la experiencia de la re- yolucion. Por consiguiente, los cristeros no pelearon simplemente en defensa de los caciques y Jos terratenientes, sino en defensa de la patria chica, para mantener a distancia ta detestable revoluci6n, para conservar su autonomia local. Aunque este razonamiento no da por cierto el burdo argumento de una “alsa conciencia” -la mo- yilizacion catélica no servia a los intereses de la élite terrateniente tout court-, si inyplica una nocién de hegemonia. El conflicto enue la revolucion y la iglesia, escenificado en los campos de batalla de Jalisco y Michoacén, es una lucha por la supremacia ideolégica € institucional (J. Meyer 1974c:63-68). Volveremos sobre esto en Ja conclusién. Una version atin mas franca de esta interpretaciGn es evidente en algunos recientes estudios revisionistas, sefialadamente el de Marjorie Becker (1987, 1988a, b). El andlisis de Becker tiene una 83 / { | particular relevancia porque ella trabaja explicitamente empleando el paradigma de las “armas de] débil” (es decir, el paradigma que rechaza las nociones de hegemonia e interpreta las politicas cam- pesinas en términos de una resistencia cotidiana a la dominacion, indicativa de una mentalidad subversiva latente). Segtin Becker, el campesinado catélico de Michoacan ~en particular, el campesina- do catélico de Juandcuaro- combatié la imposicién cardenista de un programa revolucionario que era anticlerical, agrarista y “so- cialista”, Al hacerlo asf, utilizaron su propia visién del mundo y sus tradiciones, y buscaron defender Ia integridad y autonomia de su comunidad. De acuerdo con este escenario, los campesinos de Michoacan desplegaron Jas armas de los débiles contra una nueva y amenazadora méquina de dominacién: el estado revolucionario. Los cardenistas desempefaron el mismo papel que los ricachones de Ja UMNO de Sedaka, Nétese que esto significa un completo tras- tocamiento de la interpretacin wadicional (es decix, revoluciona- tia) de los acontecimientos, que consideraba que estos mismos campesinos sufrian la “reaccionaria” dominacién de los terrate- nientes, sacerdotes y caciques, dominacién que la reyolucién busca- ba romper en nombre del progreso, la emancipacién y el igualita- rismo. Aunque no cuestiono tanto el andlisis de Juanacuaro que hace Becker, tengo dudas sobre su anilisis del cardenismo en general {sea considerado como un movimiento de Michoacdn o como un movi- miento nacional). Hay dos problemas importantes que interfieren de manera directa con la utilidad del paradigma de Scott para el ana- lisis de este fendmeno. Primero, es dudoso hasta qué punto puede considerarse al cardenismo como una eficaz maquina de domina- cidn, Las imperfecciones, limitaciones y lagunas en su radio de ac- cin efectiva eran impresionantes (Knight 1990b). Esto es evidente a partir de los propios datos de Becker, asi como de muchas otras furen- tes. El proyecto cardenista no le fue impuesto a un campesinado amedrentado, ni era la obra de una élite indisputable. En ambos res- pectos, por lo tanto, los cardenistas en general no se asemejaban a la Gite pueblerina incuestionablemente poderosa de Sedaka. El poder de los cardenistas era politico y dependfa de un gobierno central dis- tante y a veces incierto, en tanto que la-élite de Sedaka disfrutaba de un poder econémico garantizado en la localidad. En algunas ciuda- des los cardenistas eran los amos del cotarro, es cierto, pero en mu- chas no lo eran -estaban aislados, eran vulnerables y a final de cuen- 84 tas, en algunos casos, fueron asesinados Vaughan 1987, 1991). Como esta compar: litico segufa siendo sumamente matizad (a veces Iiteralmente) con comunidades dia establecer un amplio monopolio politic politicos municipales eran vulnerables. mentada y conflictiva, el argumento de idl rece un tanto inadecuado y sin duda forzad: Esto nos Heva al segundo problema i tal monopolio, el campesinado conserval cia politica, mucho mayor que la que los ¢ recen haber disfrutado. Pero fueran catd]j, pesinos del México de la década de 19: posrevolucionaria, la marea de la insurg nuido, pero las aguas seguian agitadas. La una sostenida movilizacién popular, proj competitivas (aunque sucias) y una nell mundo tan hobbesiano atin no existfa (pac un Leviatén, una élite dominante firme, ng mente dominado. Los dias de Ja gran gu terminado pero, invirtiendo la célebre frase decir que las politicas (agrarias) de la dé muchos sentidos, la continudcién de Ia gu La sola heterogeneidad del paisaje pl pero en particular en Michoacn- requie vaya mas alla de la coerci6n o de la renul —esos gemelos determinantes de las ae | fandamentalmente, de una vuelta cuidado hegemonia. En mi opinién, las polariza posrevolucionario implicaban una batalt élites rivales (y aqui defino élites de manera sultard claro por lo que ya he dicho, no c como sujetos inertes de esta batalla: un nivel afectan las relaciones o coaliciont ticos. Los discursos y los movirnientos p' do influencia y teniendo importancia sido reprimidos o hundidos. En este ensayo, contribuyo a la arqui mostrando los efectos subterraneos qu movimientos populares del siglo XIx sob siglo xx, cuando los creadores del estador ciles decisiones entre hegemonia y domi algunos de los procesos hegeménicos d Puebla que tienen importancia directa pa de Ja revolucién mexicana de 1910. Al dio de caso especialmente rico, pnedo c comunales, regionales y nacionales, En | sacuerdos entre las facciones se negociabs vés de separaciones de género, etnicida cias ecolégico/espaciales. En la region, 16° reconstrujan y redefinfan continuamente, ra politica. ¥ en el nivel nacional, las é Juchaban entre sf por la hegemonia m coaliciones suprarregionales que podian cc poder del estado. No es posible compren| dad de una consecuencia hegeménica aa nacién de estos tres niveles. La titima parte de mi ensayo ubica marco mexicano mucho mds amplio -€ ménicos produjeron la hegemonia re: apoya en una comparacién con Perti, donc procesos hegeménicos han resultado en tica, Al comparar México con Pert no di ruano de manera sistematica, cosa que, de de los limites de este ensayo y de este lib! especificos del sistema politico mexica duda hay que hacer hincapié en la represi¢ sién que formaron parte importante de k institucionalizadas en México durante a a. tos niveles de la sociedad. Seguin esta s proceso hegeménico: puede existir y lo momento. De acuerdo con fa segun- o final real: el resultado de un proceso equilibrio siempre dindmico o precario, fuerzas disputantes. Quienes se hacen , a través de wna combinacién de coer- 1 palabras de Philip Corrigan y Derck gp cultural”: la generacién de un proyec- ij: incluye nociones de cultura politica semonia como un proceso, todos los nive- k. en terrenos intervinculados, en los gitimado y redefinido. Unos proyectos cén a otros, y unas facciones predomina- jones entre diferentes terrenos politi- BPorrvniaces y las regiones, o entre las al- no solo redefinen a cada uno interna- olaboran a redefinir el equilibrio de onstante y compleja interaccién entre Mfinza, existen momentos de cambio o wy envergadura: movimnientos revoluciona- | en que, segtin las palabras de James gada” (Scott 1985:329). Esos momentos ando la articulacién histérica de diferen- ‘Fn una coalicién o movimiento politico definicion de hegemonia como resultado avimiento determinado o de una coali- final sélo cuando retinen efectivamente ‘ros. ¥ lo logran si incorporan de mane- oliticas o los discursos de los partidarios 'o elementos de procesos hegeménicos nénico naciente. Sdlo entonces pueden binacién de coercién y consentimiento, iscurso politico a través de la incorpora- lucir en efecto una revolucién cultural. mite contemplar el poder politico como gt! acumulacién como una serie de pro- ndientes. Si los conceptos de hegemo- U Creme Erseaas fee) ie oom Soom nia y contrahegemonia estan siempre ligados, cada impulso hege- ménico implica un impulso contrahegeménico. La hegemonia no puede existir o reproducirse sin la constante ~aunque parcial= in- corporacién de la contrahegemonia.} Las alianzas cambiantes en un nivel afectan las relaciones o coaliciones en otros terrenos poli- ticos. Los discursos y los movimicntos politicos contindan gjercien- do influencia y teniendo importancia incluso después de haber sido reprimidos o hundidos. En este ensayo, contribuyo a la arqueologia politica en general mostrando los efectos subterrineos que tuvieron los discursos y movimientos populares del siglo x1x sobre las primeras décadas del siglo xx, cuando los creadores del estado mexicano encararon diff ciles decisiones entre hegemonia y dominacién. Excavo con detalle algunos de los procesos hegemSnicos del sigio xIx en la Sierra de Puebla que tienen importancia directa para nuestra comprensién de Ja revolucién mexicana de 1910. Al concentrarme en un estu- dio de caso especialmente rico, puedo combinar niveles de analisis comunales, regionales y nacionales, En las comunidades, los de- sacuerdos entre las facciones se negociaban constantemente a tra- vés de separaciones de género, etnicidad, edad, riqueza y diferen- clas ecolégico/espaciales. En la regién, los conflictos por el poder reconstrujan y redefinfan continuamente el contenido de fa cultu- ra politica. ¥ en el nivel nacional, las élites politicas y econdmicas luchaban entre si por la hegemonia mediante la construccién de coaliciones suprarregionales que podian conquistar y reconstruir el poder del estado. No es posible comprender realmente la compleji- dad de una consecuencia hegeménica si no es a través de la cormbi- naci6n de estos tres niveles. La Ultima parte de mi ensayo ubica la Sierra de Puebla en un marco mexicano mucho mas amplio ~en el que los procesos hege- ménicos produjeron la hegemonfa resultante hacia 1940- y se apoya en una comparacién con Pert, donde hasta el dia de hoy los procesos hegeménicos han resultado en una refragmentacién poli- tica. Al comparar México con Perti no deseo desarrollar el caso pe- ruano de manera sistemitica, cosa que, desde luego, esta mas alla de los limites de este ensayo y de este libro, sino destacar los logros especificos del sistema politico mexicano entre 1920 y 1940. Sin duda hay que hacer hincapié en Ja represién, la violencia y la exclu- sién que formaron parte importante de las politicas revolucionarias institucionalizadas en México durante aquellos anos. Pero el colo- 107 cara México al lado de Pert -donde no se ha alcanzado una hege- monia resultante final en toda la historia poscolonial de ese pais-, sirve también para subrayar la exitosa construccién de la sociedad civil y politica del México del siglo xx. Asimismo, ello nos permitira trazar algunas continwidades politicas que persistieron incluso du- rante la crisis de los ochenta. LOS PROCESOS HECEMONICOS EN LA SIERRA DE, PUEBLA? LA REVOLUCION DE 1910 DESDE LA PERSPECTIVA DEL SIGLO XIX Uno de los factores que explican la estabilidad del estado mexica- no posrevolucionario fue su capacidad de Hegar hasta el nivel local. Después de 1920, los forjadores del estado revolucionario iniciaron un proceso de articulacién que pondria a pueblos y municipios en relacién directa con el gobierno central. Ese proceso alcanzé su culminacién durante la presidencia de Lazaro Cardenas, quien ins- titucionaliz6 la revolucién a través de Ja reforma agraria, la educa- cién socialista, el apoyo a los obreros y et nacionalismo econdémico. Kse habria de ser el statu quo hasta que en los noventa Carlos Salinas de Gortari revirtiera la mayoria de las politicas revoluciona- rias del estado mexicano.4 Hasta aqui podemos concordar, por lo menos en un nivel abs- tracto. Sabemos menos sobre cémo se elaboraron esas politicas y por qué alcanaaron resonancia, aunque conflietiva, a nivel local. Es- pero mostrar, a través del examen de procesos hegemSnicos especi- ficos en la Sierra de Puebla durante el siglo x1x, que los elementos para muchas de esas politicas ya habfan sido generados, en pueblos y en ciudades, durante la “revolucién liberal” y !a Reptiblica Res- taurada. El genio de los forjadores del estado revolucionario del siglo Xx fue que Iegaron hasta el fondo de la reserva de esas tradi- ciones populares. E] “gran arco” que construyeron tenia, por ello, sélidos cimientos en la cultura popular local. EL DISCURSO SOBRE LA TIERRA: LOS EJIDOS REVOLUCIONARIOS DESDE LA PERSPECTIVA DEL SIGLO XIX Para comenzar con una de las principales piezas del discurso revolu- cionario mexicano, tomaremos el ejido y la reforma agraria. Como muestran varios autores de este libro, y como ya han sefialado Jean Meyer y Marjorie Becker (Joseph y Nugent. tatales de efidos fueron frecuentemente Las dotaciones casi nunca conesponei los campesinos habfan hecho suyas a tr personales de trabajo, denominacién y luc revolucionario, a través de un higienizadf] rosidad, se presentaba a si mismo como recreaba las comunidades campesinas a st estos problemas, la reforma agraria fue w pecial de} régimen cardenista. ¢A qué se 4] Una posible explicacién es que la polit vinculaba con anteriores discursos estad las tierras de los pueblos, que se renonsf] “revolucion liberal” de 1855. Como es bi les originales sobre Ja privatizaci6n de las se aplicaban tanto a las tierras de Ja iglesi nales, y convocaban a la privatizacion de llar una sociedad de mercado de individuo: pletamente iguales ante la ley. No obst principios resultaron ilusorios J. Meyer después de la aprobacién original de la ley junio de 1856, Miguel Lerdo de Tejada ¢: tos esclarecedores sobre la desamortizac piedades municipales 0 comunales, que como una reinterpretacién de la manera & ley liberal al campesinado comunal y peq Como lo explicé Miguel Lerdo de Tej y mas importante, dada a conocer el $ de: tentos de aplicar las leyes agrarias de ju: serie de confusiones y abusos. Los camp sido excluidos del proceso de adjudicacion nero para pagar las cuotas necesarias 0 pr Jes habian adelantado a presentar solicit) cas. Era necesario remediar esos abusos do pobre con pequeiias propiedades de qu para beneficiarlo; de otra manera, “ta ley sus principales propésitos, que era el de agricola”. Asi pues, Lerdo ordené que toda ran un valor inferior a los doscientos pe: forma gratuita y necesariamente a sus | ru ~donde no se ha aleanzado una hege- -gda la historia poscolonial de ese pais~, i: exitosa construccién de la sociedad siglo xx. Asimismo, ello nos permitira les politicas que persistieron incluso du- EN LA SIERRA DE PUEBLA? i LA PERSPECTIVA DEL SIGLO XIX splican la estabilidad del estado mexica- ‘apacidad de Hegar hasta el nivel local. fe: del estado revolucionario iniciaron (que pondria a pueblos y municipios en jerno central. Ese proceso alcanz6 su dencia de Lazaro Cardenas, quien ins- través de la reforma agraria, la educa- os obreros y e] nacionalismo econémico. rk: hasta que en tos noventa Carlos la mayoria de las politicas revoluciona- cémo se elaboraron esas politicas y | nia, aunque conflictiva, a nivel local. Es- | syamen de procesos hegeménicos espect- durante el siglo XIX, que los elementos dis ya habian sido generados, en pueblos _| “revolucién liberal” y la Republica Res- Jeers del estado revolucionario del sta el fondo de la reserva de esas tradi- 1 arco” que construyeron tenia, por ello, i popular local. oa por lo menos en un nivel abs- A: LOS EJIDOS REVOLUCIONARIOS DESDE las principales piezas del discurso revolu- nos el ejido y la reforma agraria. Como [fr libro, y como ya han seftalado Jean Meyer y Marjorie Becker (Joseph y Nugent 1994), las dotaciones es- tatales de ejidos fueron frecuentemente problemiticas a nivel local. Las dotaciones casi nunca correspondian a las mismas tierras que los campesinos habfan hecho suyas a través de procesos locales y personales de trabajo, denominacién y lucha. De hecho, el estado revolucionario, a través de un higienizado discurso oficial de gene- rosidad, se presentaba a sf mismo como el magndnimo patron que recreaba las comunidades campesinas a su imagen.5 No obstante estos problemas, la reforma agraria fue un éxito espectacular, en es- pecial del régimen cardenista. ¢A qué se debi Una posible explicacién es que la politica ejidal de} estado se vinculaba con anteriores discursos estado-pueblo sobre tos ejidos y las tierras de los pueblos, que se remontaban por lo menos hasta la “revolucién liberal” de 1855. Como es bien sabidao, las leyes libera- les originales sobre la privatizacién de las propiedades corporativas se aplicaban tanto a las tierras de la iglesia como a las tierras comu- nales, y convocaban a la privatizacién de unas y otras, para desarro- Har una sociedad de mercado de individuos que pudiesen ser com- pletamente iguales ante la ley. No obstante, en la practica, tales principios resultaron ilusorios (J. Meyer 1971, 1984). Por Io tanto, después de la aprobacién original de la ley de desamortizacién en junio de 1856, Miguel Lerdo de Tejada expidio una serie de decre- tos esclarecedores sobre la desamortizacién de las pequefias pro- piedades municipales 0 comunales, que pucden ser considerados como una reinterpretacién de la manera en que podia aplicarse la ley liberal al campesinado comunal y pequeiio propietario. Como lo explicé Miguel Lerdo de Tejada en su circular original y mas importante, dada a conocer el 9 de octubre de 1856, los in- tentos de aplicar las leyes agrarias de junio habian generado una serie de confusiones y abusos. Los campesinos mas pobres habfan sido excluidos del proceso de adjudicacién porque no tenfan el di- nero para pagar las cuotas necesarias o porque los especuladores se les habfan adelantado a presentar solicitudes de parcelas especifi- cas. Era necesario remediar esos abusos y convencer al campesina- do pobre con pequefias propiedades de que la ley se habfa hecho para beneficiarlo; de otra manera, “la ley seria nulificada en uno de sus principales propésitos, que era el de subdividir la propiedad agricola”. Asi pues, Lerdo ordené que todas las parcelas que tuvie- ran un valor inferior a los doscientos pesos fuesen adjudicadas en forma gratuita y necesariamente a sus propietarios de facto, a menos 109 que ellos renunciaran en forma clara y especifica a su derecho a tales parcelas.6 Un mes més tarde, ante un caso que le fue presentado por el po- blado de Tepeji del Rio, el presidente decidié declarar la tradicién de la propiedad comunal —que él interpretaba como la propiedad de ia tierra otorgada a las comunidades indigenas por Ia corona ¢sp2- jiola junto con Ja prohibicién de venderla o transferirla— totalmen- te pertinente y legitima en el contexto liberal. Los pobladores de Tepeji habian solicitado, slo una semana después de Ja circular original de Lerdo, que sus tierras comunales de repartimiento no fue- sen incluidas entre aquéllas afectadas por los procedimientos de adjudicacién. El presidente respondis: Jas tierras de! caso deben ser conservadas y disfrutadas en propie- dad absoluta por los indios referidos, que reciben de esta manera el derecho a empefiarias, rentarlas y yenderlas, y a disponer de ellas como cualquier propietario hace con sus cosas, y sin que los mencionados indios necesiten pagar ningiin costo, puesto que who estan recibiendo las tierras por adjudicaci6n, dado que ya Is poseian, sino que simplemente estan siendo librados de impedi- rrentos inadecuados y anémalos vinculados a esa propiedad. Con esta interpretacion, la Jegislaci6n liberal s6lo modificaba los derechos de la propiedad comunal permitiendo la libre circulacién de las parcelas; por lo demas, la identidad de los propietarios y la tradicién de su calidad de propietarios debian permanecer inmuta- bles.” En la Sierra de Puebla, la interpretacion alternativa de la ley agraria liberal, presente ya en los debates en el seno del estado libe- ral, se articulaba con un naciente discurso regional acerca del sig- nificado de la propiedad. En tres contextos especificos — de la negociacién y la incorporaci6n ‘vy la dominacién (Mallon 1995: capitu- rse, en 1876 y después, era lo que Diaz sta cierto punto, cumplid sus promesas ft por lo menos en el centro del pais. tdores y otros functonarios politicos de los teranos de luchas liberales anteriores [fosnca de su electorado, Servian como [) | mediadores entre la politica local populista’y el gobierno nacional. Incluso cuando se consolidé el poder, los movimientos y las coali- ciones regionales siguieron siendo escuchados -si bien no siempre atendidos. Ese fue ¢l caso durante las administraciones de Juan Nepomuceno Méndez y Juan Crisdstomo Bonilla en Puebla; ése fue el caso, en cierta forma mas tardjamente, de] gobierno de Manuel Alarcén en Morelos. Pero en algiin punto del camino, el equilibrio de Ia coalicién que mantenia a Diaz en el poder comenz6 a cam- biar. Su centro empezé a apoyarse cada vez menos en las alianzas 0 movimientos populares que lo habjan ilevado al poder, y se trasladé a la clase empresarial ubicada en la Ciudad de México y a los socios que habia hecho entre los inversionistas extranjeros (Guerra 1985, 1988:1:78, 79, 98, 101; ; Womack 1968:13-15; Goldfrank 1979: 15153). Este cambio de fuerzas en el equilibrio porfiriano fue un impor- tante factor desencadenante de los movimientos populares que en- cabezaron la revolucién de 1910. En Puebla, el octagenario Juan Francisco Lucas rehus6 responder la Hamada de su compadre Diaz yse unié a la revolucién debido a que tenja la sensacién de que las promesas se habfan roto. En Morelos, cuando los poblados de Ane- necuilco y de Ayala, anteriormente porfiristas, se declararon en favor de Ja revolucién, ello se debié a la eleccién abiertamente fraudulenta que le robs la gubernatura a Patricio Leyva, el hijo de Francisco Leyva, ¢ instalé al primer representante directo de la cla- se propietaria de las plantaciones. Cuando el terrateniente Pablo Escand6n hizo campafia en Cuautla en 1909, las primeras palabras en boca de la multitud que lo recibié en la estacién del tren fueron las mismas del tema contrahegemonista de 1810 y 1855-61: “|Mue- ran los gachupines!”35 En Perti, por contraste, Nicolés de Piérola recibié el poder de manos de un descolorido cacerismo incapaz de estabilizar una coa- licién gobernante. Después de la Guerra det Pacifico (1879-1884), el presidente Andrés Caceres se nego a identificarse por entero con sus enemigos de antatio, los terratenientes que habian colaborado con la ocupacién chilena, o con sus ex aliados, las guerrillas campe- sinas que habian encabezado ta resistencia contra el ejército chi- Jeno (Mallon 1983, 1987; Manrique 1981, 1988), Hacia 1894, la muerte del presidente cacerista Remigio Morales Bermudez inicié un conflicto armado por el control del estado entre los caceristas y el Partido Demécrata lidereado por Piérola. Para marzo de 1895, 139 Piérola habia tomado Lima y habfa comenzado la reorganizacién del estado. Los pierolistas anbelaban construir un estado que fuera “relati- vamente auténomo”, libre de los intereses de clase especificos de Jas facciones politicas. Segtin su razonamiento tal estado, situado por encima de los antagonismos politicos, podria evar a un verda~ dero progreso a todos los ciudadanos del pais y establecer una au- toridad efectiva y legitima en todo el territorio nacional. Sin embar- go, esa autoridad eféctiva contradecia directamente Ia autonomfa del estado, y esa contradiccidn se hallaba en el centro del proceso por el que el estado pierolista establecié su dominacién. Por debajo del discurso positivista de progreso y modernizacién, yacfan las antiguas pricticas de favoritismo politico y represion vio- jenta. El “moderno” estado peruano, en su inicial forma pierolista, se construyé a través de una serie de negociaciones zigzagueantes entre esos contradictorios creadores de progreso y amiguismo, mo- dernizacién y represion.% Asi, Piérola edificé el estado sobre el ca- daver del movimiento popular del siglo xix, a través de una alianza con sectores de la clase hacendaria en diferentes vegiones peruanas. El impacto de esas alianzas y contradicciones fue especialmente claro en las nuevas definiciones de ciudadania y nacién. En 1896, el primer congreso picrolista ratificé una reforma constitucional he- cha por Ia tltima legislatura cacerista, que limitaba el derecho al voto a aquellos que supieran leer y escribir, Por primera vez desde la independencia, los indigenas y otros miembros de la comunidad quedaban excluidos del sufragio. La comisién del senado de 1895 dejé en claro la justificacién de este cambio: “El hombre que no sabe leer ni escribir no es, ni puede ser, un ciudadano en Ia socie- dad moderna”.3” Asi, mas que a través de una consideracién seria de las inquietu- des y exigencias de los movimientos campesinos, se restablecié la dominacién mediante la fragmentacién y el aislamiento de los elec- tores politicos y su capacidad de defenderse. Dividir y dominar antes que incorporar; reunificacién neocolonial antes que consoli- dacién nacional. De hecho los discursos sobre salvajismo y primi- tivismo que acompafiaban y legitimaban la jerarquia fueron gene” rados por una alianza entre Jos ambiciosos notables locales y el estado supuestamente “nacional” incapaz de incorporar de manera efectiva las demandas y visiones de las guerrillas indigenas campesi- nas, Ese mismo estado, en su forma pierolista, trep6 hasta el siglo Xx sobre-las espaldas del campesinado Fé Un estado que, sin embargo, se construyg ta benevolente, mito paralelo al de oof] vo sin interés por el mundo exterior. La-subsecuente historia politica de Pen cién y el clientelismo también impidie! de un estado verdaderamente eon) luego otra vez en la de 1960, cuando las nu tos populares renovaron la posibilidad se extendié y fortalecié en cambio et le} Ja fragmentacién. No seria sino hasta cuando volveria a concederse el voto a los: Volviendo a la imagineria de Corriga’ rar la formacién del estado en México y! culturales que se prolongan durante un ¢ el cual la gente construye cada “gran a ¢ histéricamente distintos. No he exami del proceso, pero espero haber dejado er, cada “gran arco” en su nacimiento. En drillos y rellenos, se terminé fa segun mientos se han sostenido bastante bien. la fuerza de Ia cultura politica popular, st rante el siglo XIX pero reorganizada y mitad del xx. Su parcial incorporacién ayud6 a construir la hegemonia en Méxi: del establecimiento de un proyecto mot se trata de un asunto discutible, la at | década de los ochenta de ese proyecto, ¢ maltrecho desde 1968, ayuda a explicar los Gltimos afios todavia se ha peleado d tatales existentes. En Pert, la construccion sélida del “grar momento a la mitad de la tarea, y el rest el revestimiento. La mayor fragmentaci: populares, su eficaz represién segtin el lem rs”, impidié que Negara a desafiarse la afios veinte. Por lo tanto, la historia subs do er Ja repetida marginacién de los movi cos y la imposibilidad de construir un pr -aunque no por falta de intentos. En fl ay habia comenzado la reorganizacién fe un estado que fuera “relati- los intereses de clase especificos de tin su razonamiento tal estado, situado 0s politicos, podria llevar a un verda- dadanos del pais y establecer una au- :n todo el territorio nacional. Sin embar- intradecia directamente la autonomia n se hallaba en el centro del proceso sta establecid su dominacién. sitivista de progreso y modernizacién, ¢ favoritismo politico y represion vio- ruano, en su inicial forma pierolista, aa serie de negociaciones zigzagueantes ee de progreso y amiguismo, mo- i, Piérola edificé el estado sobre el ca- ular del siglo xix, a través de una alianza daria en diferentes regiones peruanas. y contradicciones fue especialmente ones de ciudadania y naci6n, En 1895, ef ratificé una reforma constitucional he- I cacerista, que limitaba el derecho al A leer y escribir. Por primera vez desde zenas y otros miembros de la comunidad vagio. La comisin del senado de 1895 A de este cambio: “E] hombre que no ni puede ser, un ciudadano en la socie- | sderacion seri an: yma consideracién seria de las inquietu- dvimientos campesinos, se restablecié la ggmentacion y el aislamiento de los elec- [ de defenderse. Dividir y dominar Hicacién neocolonial antes que consoli- © los discursos sobre salvajismo y primi- legitimaban la jerarqufa fueron gene- a los ambiciosos notables locales y el cional” incapaz de incorporar de manera ir de las guerrillas indigenas campesi- forma pierolista, trep6 hasta el siglo XX sobre las espaldas del campesinado reprimido a sangre y fuego. Un estado que, sin embargo, se construyé una imagen de indigenis- ta beneyolente, mito paralelo al de un campesinado aislado y pasi- vo sin interés por el mundo exterior. La subsecuente historia politica de Pert indica que la fragmenta- cién y el clientelismo también impidieron la posterior consolidacién de un estado verdaderamente nacional. En la década de 1920, y luego otra vez en la de 1960, cuando las nuevas olas de los movimien- tos populares renovaron la posibilidad de una revolucién nacional, se extendié y fortalecié en cambio el legado de represi6n a través de la fragmentacidn. No seria sino hasta finales de los afios setenta cuando volverfa a concederse el voto a Jos analfabetas en Perti.38 Volviendo a la imagineria de Corrigan y Sayer, podemos conside- tar la formacién del estado en México y en Pera como revoluciones culturales que se prolongan durante un dilatado periodo, durante el cual la gente construye cada “gran arco” con materiales cuitural e hist6ricamente distintos. No he examinado aqui toda la duracién del proceso, pero espero haber dejado en claro cuan diferente era cada “gran arco” en su nacimiento. En México, aunque faltaran la- Grillos y rellenos, se terminé la segunda mitad del arco, y los ci- mientos se han sostenido bastante bien: Tal perduracién se debe a Ia fuerza de la cultura politica popular, sumergida y reprimida du- rante el siglo XIX pero reorganizada y reconstruida en la primera mitad del Xx. Su parcial incorporacién al estado posrevolucionario ayud6 a construir la hegemonja en México, precisamente a través del establecimiento de un proyecto moral y social comin. Aunque se trata de un asunto discutible, la sobrevivencia hasta entrada la década de los ochenta de ese proyecto, cada vez mas desgastado y maltrecho desde 1968, ayuda a explicar por qué la crisis politica de Jos Ultimos afios todavia se ha peleado dentro de las estructuras es- tatales existentes, En Peri, la construccién sélida del “gran arco” se detuvo en algtin momento a Ia mitad de la tarea, y el resto de la estructura sdlo tenia el revestimiento. La mayor fragmentacién de las culturas politicas populares, su eficaz represién segiin el lema colonial “divide y vence- rds”, impidié que Megara a desafiarse la autoridad del estado en los afios veinte. Por lo tanto, la historia subsecuente de Perd ha consisti- do en la repetida marginacién de los movimientos contrahegemén cos y la imposibilidad de construir un proyecto social y moral comin ~aunque no por falta de intentos. En este contexto, la crisis de los 141 ochenta aparece como un colapso de Ia autoridad del estado. Se ha combatido, no dentro de las estructuras estatales, sino a través de los conflictos armados que crecen cada vez mas en sus margenes. Percibimos una diferencia parecida si comparamos los procesos hegeménicos. En México, la naturaleza de los procesos hegemoni- cos del siglo XIX permiti6 el resurgimiento de un amplio y poderoso movimiento popular que transformé 1a crisis de la sucesién de 1910 en una muy importante revolucién social. Hacia 1940, ésta se habia convertido en un estado eficaz y hegeménico. Por otro lado, en Pert, el legado popular, més fragmentado, fue incapaz de transfor- mar las crisis de los arios veinte y sesenta en revoluciones sociales. Aunque tuvieron lugar movimientos populares agrarios y urbanos bastante amplios, en especial en los afios sesenta, el resultado final fue mayor represion y crisis en vez de hegemonia. Esta disparidad en los procesos hegemsnicos se halla en la raiz de la diferencia entre el estado mexicano de los afios noventa, maltrecho pero atin en funciones, y el estado peruano, en un avanzado estadio de des- composicién. Una ultima imagen remacha esas diferencias: la del contraste en- tre Cuauhtémoc Cardenas, héroe contrahegemonico por lo menos parcialmente ya que su padre construyé el estado hegeménico, y Sendero Luminoso, activo precisamente en aquellas areas del Pert central donde también combatieron las guerrillas decimondnicas. Para Cardenas, el conflicto borda sobre lo que realmente significa _ el legado hegeménico. Para Sendero, tiene que ver con la total bancarrota del estado peruano. En Puebla y en Morelos, en 1988, los ciudadanos lucharon por Ia legitimidad del proceso mediante el cual se contaron sus votos; a comienzos de Ios afios noventa, lucha- ron por el anténtico significado del legado agrario de 1910. En Junin y en Ayacucho, las luchas entre los senderistas y las milicias antisenderistas formadas por campesinos —llamadas rondas- siguen reproduciendo Ia figura de una guerrilla que vigila eternamente en los margenes de una nacidn inexistente. PARA REPENSAR LA MOVILIZACION ite EN MEXICO: Las temporadas de turbulencia en Yucataf] = Gilbert M. Joseph Para los historiadores del México mnoaed | rio emprender un andlisis sugerente del pe conects la caida del viejo régimen porfi un nuevo estado revolucionario, Intriga 1909-1913, que marcan el surgimiento y i nacional de reformas liberales de Franci muchas de las restricciones impuestas a if] por el estado porfiriano fueron revocada: derista, lo que hizo emerger movimientos kc gentes en distintas regiones de México. Sorprende entonces que -con excep tes sobre lo-que ocurria en Morelos, Puebla central de México, y lo recientemente in’ estado de San Luis Potosi- poco se ha ned] vimientos o por examinar la suerte que co Buve 1975; LaFrance 1984, 1989, 1990; 1984). Sin embargo, tiene enorme impel ter de la “revolucién épica” (1910-1917) y' gid de ésta. La variante yucateca de la apertura m. particular. Como en otras regiones dé M do Yucatan presencis la apertura de un nu movimiento de nuevos actores y alianzas en apretada sucesidn, una serie de revue otras mas espontineas y faltas de coordina que en el resto de México esa intensific: condujo inexorablemente a la guerra «] orden oligarquico tradicional, en Yucatan! vid. En consecuencia, en marzo de 1915 1 tuvo que abrirse camino desde fuera. I} Esa notoria diferencia enmarca las ind estudio mas amplio que emprendi con Alten litica y la sociedad del wltimo periodo po do revolucionario (Joseph y Wells 1997). Hasso de la autoridad del estado. Se ha las estructuras estatales, sino a través de los n cada vez mas en sus margenes. kr parecida si comparamos los procesos , la naturaleza de los procesos hegeméni- resurgimiento de un amplio y poderoso nsforms la crisis de la sucesién de 1910 evolucion social. Hacia 1940, ésta se habia ficaz y hegeménico. Por otro lado; en fragmentado, fue incapaz de transfor- inte y sesenta en revoluciones sociales. aovimientos populares agrarios y urbanos en los atios sesenta, el resultado final fe: vez de hegemonia. Esta disparidad nicos se halla en fa raiz de la diferencia Jos afios noventa, maltrecho pero atin ruano, en un avanzado estadio de des- ‘éroe contrahegem6nico por lo menos re construy6 el estado hegemédnico, y 2 precisamente en aquellas areas del Peri batieron las guerrillas decimonénicas. sborda sobre lo que realmente significa "| ara Sendero, tiene que ver con Ia total iano. En Puebla y en Morelos, en 1988, 4 + la legitimidad del proceso mediante el 3, 4 comienzos de los afios noventa, lucha- jficado del legado agrario de 1910. En ichas entre los senderistas y las milicias lor campesinos —llamadas rondas- siguen je una guerrilla que vigila eternamente en i inexistente. i: esas diferencias: la del contraste en- PARA REPENSAR LA MOVILIZACION REVOLUCIONARIA. EN MEXICO: Las temporadas de turbulencia en Yucatan, 1909-1915 » Gilbert M. Joseph Para los historiadores del México moderno, sigue siendo priorita- rio emprender un andlisis sugerente del periodo de transicién que conect6 la caida del viejo régimen porfirista con la emergencia de un nuevo estado revolucionario. Intrigan especialmente los afios 1909-1913, que marcan el surgimiento y la caida del movimiento nacional de reformas liberales de Francisco Madero, Es claro que muchas de las restricciones impuestas a los movimientos populares por el estado porfiriano fueron revocadas durante el interludio ma- derista, lo que hizo emerger movimientos locales en extremo diver- gentes en distintas regiones de México. Sorprende entonces que con excepcién de trabajos importan- tes sobre lo que ocurria en Morelos, Puebla y Tlaxcala cn el nicleo central de México, y lo recientemente investigado para el caso deb estado de San Luis Potosi poco se ha hecho por explicar tales mo- vimientos o por examinar la suerte que corrieron (Womack 1968; Buve 1975; LaFrance 1984, 1989, 1990; Ankerson 1984; Falcon 1984). Sin embargo, tiene enorme importancia entender el cardac- ter de la “revolucidn €pica” (1910-1917) y el tipo de estado que sur- gid de ésta. La variante yucateca de la apertura maderista guarda un interés particular. Como en otras regiones de México, durante este perio- do Yucatén presencié la apertura de un nuevo espacio politico, el movimiento de nuevos actores y alianzas politicas en este espacio y, en apretada sucesidn, una serie de revueltas, algunas orquestadas, otras mas espontaneas y faltas de coordinacién. No obstante, aun- que en el resto de México esa intensificacién surgida en lo local condujo inexorablemente a la guerra civil y a la destruccién del orden oligarquico tradicional, en Yucatan el viejo régimen sobrevi- vi6. En consecuencia, en marzo de 1915 la revolucién mexicana tnyo que abrirse camino desde fuera. Esa notoria diferencia enmarca las interrogantes basicas de un estudio mas amplio que emprendi con Allen Wells en torno a Ja po- Iitica y la sociedad del Ultimo periodo porfirista y del primer perio- do revolucionario (Joseph y Wells 1997). 143 Primero, como es que a mediados de 1913 el orden oligarquico tradicional se las arregl6 para torear los primeros desafios a su poder, pese a las protestas y revueltas, frecuentes y extendidas, que se habian producido por todo el ambito rural yucateco en los cua- tro afios precedentes. Segundo, cual era la naturaleza de esta protesta rural; qué for- mas caracteristicas asumié la resistencia entre los comuneros cam- pesinos y los peones de hacienda. Y de igual importancia: cémo se tejié dicha resistencia hasta configurar tendencias de largo plazo. Por tiltimo, cémo fue que durante el periodo maderista, en repeti- das ocasiones, la resistencia se movilizé y luego se disolvié, qué papel jugaron Jas élites regionales y el estado en el control de la in- surgencia.! El rompecabezas de las fallidas rebeliones rurales en Yucatin es también campo férti] para examinar. una de las preocupaciones centrales que tienen hoy los historiadores de los movimientos revo- lucionarios en México y otras partes: el grado de continuidad entre las formas de autoridad en Ja era revolucionaria y la conciencia de las formas propias del viejo orden. Por ejemplo, quiénes eran esos nuevos hombres que condujeron las revueltas yucatecas He- nando el vacio creado en 1910 por el debilitamiento del estado. central? gCémo reclutaban y mantenian a sus seguidores? gEn qué medida estas revueltas, encabezadas por los jefes locales (sus contempordneos los denominaban cabecillas 0 caciques), abrevaron en las subculturas de resistencia locales y configuraron rebeliones auténomas verdaderamente “populares” en contra de los intereses yvalores del viejo régimen? Es esto lo que arguye Alan Knight, otor- gandole voz nueva a la venerable corriente populista de interpreta cidén revolucionaria. 20 fue més significativo que permitieran a Jos elementos méviles y en ascenso (ligados a las élites existentes) un primer acceso a una clientela lograda entre las masas y sobre cuyas espaldas algin dia consolidarian una version més eficiente del viejo régimen? Esto es lo que han argumentado recientemente numerosos autores auto- proclamados “revisionistas” (ver Carr 1980; Brading 1980; S. Miller 1988; Fowler-Salamini 1993, para profundizar en esta discusién).2 Es claro que los revisionistas han logrado situar Ja revolucién mexicana en relacion con las fuerzas de cambio a escala mundial y Hamar la atencién sobre importantes continuidades entre ef régi- men porfirista y el nuevo estado revolucionario. Empero, junto con 144 Alan Knight, sostendrfa que con frecuenc: “una serie de episodios casticos, produc cuales las fuerzas populares aparecen, a i de los caciques manipuladores” (Knight queville, colocan como elemento clave d surgimiento de un estado central maq argumentan que éste es el tinico elem “estatoldtria”, como Ja denomina Knight, ¢ geneidad a la compleja historia’ de la atin, ignora las presiones, surgidas de aj enfatiza erréneamente la inercia que impt ros y la hegemonia intacta de las éli punto de vista tiene problemas para exo] terior a 1910 y es particularmente sesgadt previo a 1920, o del sexenio cardenista (195 Finalmente, y hasta ahora, pese a atrib tado Leviatan”, los revisionistas no han si en qué es exactamente este estado o cém: tragarse las culturas populares de Méxic los peces. De hecho, el estado revolucion; especie de caja negra a nivel conceptual y« le figura como una presencia ominosa i pero que se mantiene (siniestramente) al danos de la sociedad mexicana. En ef capitulo introductorio de este vol yo planteamos que es necesario sina pulista y revisionista y arribar a una que i y, en el proceso, las trascienda. Esto entraii plitud, el tipo de andlisis que proporcio: de este libro: una reconstruccién a | vilizaciones de campesinos y obreros (y 5t una evaluacién més profunda del impac nal y en ocasiones internacional- que t populares sobre los proyectos de transfo! porfirista y del estado revolucionario. En movilizaciones de la era revolucionaria de aseveraciones dogmaticas y nora I listas vuelcan en sus historias nacionales a cia y el ejercicio de un poder real (véansqgy 1987; Silva Herzog 1963; Valadés 13685 i | de 1913 et orden oligdrquico ara torear los primeros desafios a su evueltas, frecuentes y extendidas, que lo el ambito rural yucateco en los cua- raleza de esta protesta rural; qué for- resistencia entre los comuneros cam- cienda. Y de igual importancia: cémo se configurar tendencias de largo plazo. ante el periodo maderista, en repeti- %& se moviliz6 y luego se disolvid, qué ionales y el estado en el control de la in- | rebeliones rurales en Yucatan es a examinar una de las preocupaciones istoriadores de los movimientos revo- partes: el grado de continuidad entre ‘fla era revolucionaria y la conciencia icjo orden. Por ejemplo, zquiénes eran ndujeron las revueltas yucatecas lle- '910 por el debilitamiento del estado mantenian a sus seguidores? :En qué ‘cabezadas por los jefes locales (sus inaban cabecillas 0 caciques), abrevaron tencia locales y configuraron rebeliones Jee toa en contra de Jos intereses ls esto fo que arguye Alan Knight, otor- erable corriente populista de interpreta- I: permitieran a los elementos méviles ites existentes) un primer acceso a una masas y sobre cuyas espaldas algtin dia 4s eficiente del viejo régimen? Esto es Leste: numerosos autores auto- (ver Carr 1980; Brading 1980; S. Miller ara profundizar en esta discusién).? stas han logrado situar la revolucién las fuerzas de cambio a escala mundial y ortantes continuidades entre el régi- do revolucionario. Empero, junto con coo fo € 3 = = Alan Knight, sostendria que con frecuencia reducen la revolucién a “una serie de episodios caéticos, producto de profesionales, en los cuales las fuerzas populares aparecen, a lo sumo, cual instrumentos de los caciques manipuladores” (Knight 1986a:1:xi). Al estilo de Toc- queville, colocan como elemento clave de la revolucién épica el surgimiento de un estado central maquiavélico -algunos incluso argumentan que éste es el tinico elemento importante. Pero tal “estatolatria”, como la denomina Knight, confiere una falsa homo- geneidad a la compleja historia de la revolucién mexicana. Mas atin, ignora las presiones, surgidas de abajo que sufre un estado; enfatiza erréneamente la inercia que impulsa a campesinos y obre- ros y la hegemonia intacta de las élites y los estratos medios. Tal punto de vista tiene problemas para explicar cualquier década pos- terior a 1910 y es particularmente sesgado en su visin del periodo previo a 1920, o del sexenio cardenista (1934-1940) (Knight 1984). Finalmente, y hasta ahora, pese a atribuirle existencia real al “Es- tado Leviatin’, los revisionistas no han sido particularmente claros en qué es exactamente este estado 0 cémo “esta cosa” ha logrado tragarse las culturas populares de México como si fueran mintiscu- los peces. De hecho, el estado revolucionario permanece como una especie de caja negra a nivel conceptual y con mucha frecuencia se le figura como una presencia ominosa que ronda en las alturas, pero que se mantiene (siniestramente) alejada de los avatares mun- danos de la sociedad mexicana. En el capitulo introductorio de este volumen, Daniel Nugent y yo planteamos que es necesario sintetizar las interpretaciones po- pulista y revisionista-y arribar a una que integre sus contribuciones y, en el proceso, las trascienda. Esto entrafia aplicar, con mayor am- plitud, el tipo de andlisis que proporcionan muchos de los autores de este libro: una reconstruccién mucho mis sofisticada de las mo- vilizaciones de campesinos y obreros (y sus desmovilizaciones), y una evaluacién més profunda del impacto -local, regional, nacio- nal y en ocasiones internacional- que tuvieron estos movimientos populares sobre los proyectos de transformacién social del estado porfirista y del estado revolucionario. En esto, los anilisis de las movilizaciones de la era revolucionaria deben ir més all4 del tipo de aseveraciones dogmiaticas y generales que los académicos popu- listas vuelcan en sus historias nacionales a proposito de la resisten- cia y el ejercicio de un poder real (véanse Tannenbaum 1933; Hart 1987; Silva Herzog 1963; Valadés 1963-1967).3 En cambio, median- 145 te un examen munucoso de Jas cuituras polticas populares, los aca- démicos deben dedicarse a deconstruir lo “popular”, es decir, mos- trar lo aparentemente “primordiales” que son las formas socio- culturales -las nociones de comunidad, economia campesina, identidades étnicas o de géncro- y cémo, de hecho, se construyen histéricamente (O’Brien y Roseberry 1991). En el proceso, tal aproximacién comenzaria a generar elaboraciones empiricas del cardcter y las limitaciones de la conciencia subalterna, situando la produccién de esta conciencia en la relacién dinamica entre proce- sos de dominacién y formacién del estado que son, con frecuencia, cotidianos y continuos. Esto evitarfa los excesos que se perciben en gran parte del trabajo académico reciente en torno a la resistencia en América Latina y otras partes, el cual sobredimensiona la “au- tenticidad”, la “irreductible integridad” de las culturas subalternas, y en consecuencia asigna una autonomia injustificada ala politica y Ja ideologia de las luchas populares. Sélo con estos elementos conceptuales en su sitio podremos te- ner la posibilidad de reconstruir, con mayor precisién, el modo en que la iniciativa popular tipicamente condujo a cierto grado de ne- gociacién desde abajo, en los multiples espacios en los que se pro- movian los proyectos del estado. (Sobre algunos de jos resultados ya logrados pueden evaluarse consultando los ensayos de Mallon, Nugent y Alonso, Becker, Rus y Rockwell, incluidos en la edicién en inglés.) Con el 4nimo de practicar algo de lo que predico, me permitiré abocarme a examinar las temporadas de turbulencia que intermi- tentemente dominaron Yucatan durante el periodo maderista. Mi investigacién, que en gran medida abreva en el extraordinario con- junto de testimonios personales que se hallan en las actas de los tri- bunales recogidas en el Archivo General del Estado de Yucatan {aGEY)® -y de tradiciones orales y otras fuentes mas convenciona- les-, me permite enfocar el estudio en Jos habitantes de los pueblos y en los peones que participaron en Jas revueltas encabezadas por los incipientes jefes revolucionarios y por los forjadores del estado en Yucatan. Esto es justamente lo que no han hecho las “historiografias de élite”, ni de Ja izquierda ni de Ja derecha. Muchos de los historiado- res de Yucatan se han saltado el periodo maderista para enfocarse en los mas connotados regimenes radicales de Salvador Alvarado (1915-1918) y Felipe Carrillo Puerto (1922-1924), épocas en que 146 Yucatin era vitoreado como laboratorio soci xicana (Joseph 1986; capitulo 5). Cuan abordado las temporadas de turbuiencia maderista, las han mostrado, por lo gener’ “oficial” de entonces -como inttiles moting: carentes de representacién y plenos de bi cales, dé tendencia conservadora o mai desencadenamiento de esos estallidos viole: tan slo del trabajo de “agitadores exte: quierdistas 0 hacendados, ustedes elijan), crédulas mentes de los campesinos ignoran es ya posible negarle al campesinado atribr légicos, equipararlo con ‘la idiotez de la si el contenido ideolégico de la conciencia re" sino es necesariamente una importaci6n de través de contactos urbanos, o gracias a | partido de vanguardia o cualquier agencia EL VERANO DE DESCONTENTO? f} Jas limitaciones de las revueltas de] period: a la historia de las dos décadas previas. © México regional, durante el ultimo cuarto de mientos del capitalismo industrial estadou ritmos impulsaron en Yucatin una profunt rante el Porfiriato la produccién de heneq mente y las exportaciones anuales se in pacas de fibra cruda a mas de 600 mil oe | rrateniente de entre trescientas y cuatrocie1 henequén en predios situados en el sco] v4 Las pistas més significativas para per ninsula. Estos hacendados no eran actor grupo menor, mucho mas cohesionado, de milias, constituia la camarilla hegemsnica, ¢ ban la casta divina, término que ellos mism principios del siglo xx). Esta faccion domi rentesco entre Olegario Molina y Avelino M familia extensa), tenia intereses homogéne: tivamente cerrada y -gracias a su colaborh I. culturas politicas populares, los aca- a deconstruir lo “popular”, es decir, mos- ros que son las formas socio- comunidad, economia campesina, inero~y cémo, de hecho, se construyen oseberry 1991). En el proceso, tal generar elaboraciones empiricas del le la conciencia subalterna, situando la ja cn la relacién dindmica entre proce- mn del estado que son, con frecuencia, vitaria los excesos que se perciben en lémico reciente en torno a la resistencia tes, el cual sobredimensiona la “au- tegridad” de las culturas subalternas, na autonomia injustificada a la politica y julares.4 | en su sitio podremos te- struir, con mayor precisién, el modo en ig2mente condujo a cierto grado de ne- muiltiples espacios en los que se pro- do. (Sobre algunos de los resultados rse consultando los ensayos de Mallon, A y Rockwell, incluidos en la edicién en ar algo de lo que predico, me permitiré aporadas de turbulencia que intermi- au durante el periodo maderista, Mi medida abreva en el extraordinario con- Jes que se hallan en las actas de los tri- ihivo General del Estado de Yucatén ‘ales y otras fuentes mas convenciona- tudio en los habitantes de los pueblos oe en las revueltas encabezadas por narios y por los forjadores del estado no han hecho las “historiografias de la derecha. Muchos de los historiado- do el periodo maderista para enfocarse enes raclicales de Salvador Alvarado [Prvera (1922-1924), &pocas en que fc C= t= = = «xs Yucatan era vitoreado como laboratorio social de la revolucién me- xicana (Joseph 1986: capitulo 5), Cuando los historiadores han abordado las temporadas de turbulencia ocurridas en el periodo maderista, las han mostrado, por lo general, al modo del discurso “oficial” de entonces —como imiitiles motines de peones vengativos, carentes de representacién y plenos de brutalidad. Los autores }o- cales, de tendencia conservadora o marxista, han “explicado” el desencadenamiento de esos estallidos violentos como si se tratara tan s6lo de! trabajo de “agitadores externos” sin escrapulos (iz quierdistas o hacendados, ustedes elijan), que hicieran presa en las crédulas mentes de fos campesinos ignorantes.6 Por supuesto, “no es ya posible negarle al campesinado atributos intelectuales 0 ideo- légicos, equipararlo con ‘la idiotez de la vida rural’, ni asumir que el contenido ideotégico de la conciencia revolucionaria del campe- sino es necesariamente una importacién del ‘exterior’, Iegada a través de contactos urbanos, © gracias a la intervencién de algun partido de vanguardia o cualquier agencia extemma” (Knight 1981). EL VERANO DE DESCONTENTO? Las pistas mds significativas para entender tanto el estallido como Jas limitaciones de las revueltas del periodo maderista, nos remiten a la historia de las dos décadas previas. Como buena parte del México regional, durante el tiltimo cuarto del siglo x1x los requeri- mientos del capitalismo industrial estadounidense y sus fluctuantes ritmos impulsaron en Yucatan una profunda transformacién. Du- rante el Porfiriato la produccién de henequén aumenté furiosa- mente y las exportaciones anuales se incrementaron de 40 mil pacas de fibra cruda a mas de 600 mil pacas. Una pequenia élite te- rrateniente de entre trescientas y cuatrocientas familias cultivaba henequén en predios situados en el cuadrante noroeste de la pe- ninsula, Estos hacendados no eran actores independientes. Un grupo menor, mucho mas cohesionado, de entre veinte y treinta fa- milias, constituia la camarilla hegemonica, oligdrquica (les Nama- ban la casta divina, término que ellos mismos comenzaron a usar a principios del siglo xx). Esta faccién dominante, basada en el pa- rentesco entre Olegario Molina y Avelino Montes (una verdadera familia extensa), tenfa intereses homogéneos, una membresfa rela- tivamente cerrada y ~gracias a su colaboracién con el principal 147 i i 4 comprador de fibra, la International Harvester Company- un con- cas de} poder, que le fue trol tal de las palancas politicas y econémi posible bloquear los jntentos de otros grupos de élite rivales, que surgieron en los ultimos estadios de la sociedad porfiriana. El poder econémico que le confiriera la aseciacion entre Inter- national Harvester y el clan Molina-Montes tuvo un efecto comple- mentario de agitaci6n sobre la arena politica. No sdlo era Olegario Molina el gobernador del estado de Yucatan durante la primera dé- ociados ocupaban los cada del siglo Xx, sino que sus parientes y ast escalafones superiores de la burocracia estatal. Como fue tfpico en el México porfiriano, esta clique oligarquica en el poder fue incor- porada a la superestructura nacional. En 1907, al término de su pri- mer periodo como gobernador, Molina mismo se unié al gabinete de Diaz en calidad de secretario de Fomento. El boom henequenero le reditué millones al.clan Molina-Montes. No obstante, para Ja gran mayoria de los hacendados henequeneros de Yucatén, que juntos constituian una de las clases ms adineradas del México porfiriano, las condiciones econémicas eran de lo mas inseguras. En Ja mayoria de los casos no sélo gastaban en grande sino que especulaban constantemente, buscando nuevas formas de maximizar sus ganancias enmedio de las problematicas fluctuacio- nes de una economia de exportacién, y en el proceso con frecuen- cia se sobregiraron. Por cada caso de éxito genuino, muchos mas henequeneros vivian en un perpetuo estado de endeudamiento e. jnestabilidad fiscal que los condujo periédicamente a ja bancarrota. Entre 1902 y 1918, cada vez era més frecuente que los miembros de la burguesia henequenero-mercantil se endeidaran con la casta diyina de los Molina. Para cumplir con sus obligaciones, se vieron forzados a comprometer sus productos a futuro, a un precio ligera- mente menor al del mercado. Es més, fue el tener acceso a capital extranjero y la capacidad de Jnternational Harvester para concen- trar grandes sumas en Jas coyunturas criticas, lo que sirvié a Molina ya su faccion oligarquica para allegarse bienes hipotecados, com- prar fincas al contado y consolidar su influencia sobre Jas comuni- caciones, la infraestructura y las operaciones bancarias regionales. Todo io anterior Je garantizé el controt de la produccién local de fibra pero, por lo general, hizo bajar su precio. La caida del precio de la fibra durante los tiltimos afios del Por- firiato bizo aumentar las tensiones dentro de Ja élite regional y cris- talizé la creencia, comun entre la mayoria de los hhacendados, de 148 J que la camarilla de Molina se resistfa a ce control econémico. Para 1909, la situa i pensaba que la actividad politica y, al] eran los tinicos medios para restaurar wu! los dividends del henequén. - Con su retérica democratica, el mor] mas liberales encabezado por Francisco ciones subordinadas de la clase henequen clases medias a desafiar a la oligarquia d partidos rivales, encabezados por ‘accion | terrateniente, entraron a escena tan prontc liticos en el periodo maderista. Estos dos, nivel popular como los “morenistas” y wf] representantes visibles, Delio Moreno Sudrez, ambos periodistas. Financiados por queneros, cada uno de estos partidos int Ja intelectualidad de la clase media, con fl yay artesanal urbana y, lo que es mas impor do maya —cosa que hasta ahora realmente} Para los propésitos de este ensayo, me en ese campesinado diverso. El surgimiento nequén transformdé dramaticamente afl 2 de campesinos que conformaban la fuer: més detallado de las condiciones sociales puede hallarse en Joseph y Wells 1988.) Las acasi todas las comunidades campesinas if henequenera, localizada, a grandes rasg\ setenta u ochenta kilémetros a partir de Mr do (ver mapa). A la vuelta del siglo, la Ines mayas de ta zona habian perdido =f] Para el final del periodo colonial, los jado a estos pueblos de fa riqueza de sus “{} religiosas). Ahora, la erosion de las tie: obsoletas las redes de parentesco patrilin cambios de trabajo, y a las cuales subyacfav sa hereditaria. Al presidir el ciclo anual de rencia religiosa de la comunidad, esta un catolicismo sincrético que resistié la dor -y promovid lo que Nancy Farriss ha den lectiva de sobrevivir” (1984)- 1 | i 3 Dio Harvester Company- un con- liticas y econémicas del poder, que le fue s de otros grupos de élite rivales, que os de la sociedad porfiriana. ue le confiriera la asociaci6n entre Inter- Molina-Montes tuvo un efecto comple- la arena politica. No sélo era Olegario estado de Yucatan durante la primera dé us parientes y asociados ocupaban los burocracia estatal. Como fue tipico en ®ique oligarquica en el poder fue incor- ‘a nacional. En 1907, al término de su pri- dor, Molina mismo se unié al gabinete tio de Fomento, 2 reditué millones al clan Molina-Montes, yoria de los hacendados henequeneros os una de Jas clases mas adineradas 3 condiciones econémicas eran de lo mas los casos no sélo gastaban en grande intemente, buscando nuevas formas de medio de las problematicas fluctuacio- xportacion, y en el proceso con frecuen- ta caso de éxito genuino, muchos mas s perpetuo estado de endeudamiento e i condujo periddicamente a la bancarrota. i ez era mas frecuente que los miembros ‘o-mercantil se endeidaran con la casta a cumplir con sus obligaciones, se vieron gs productos a futuro, a un precio ligera- jo. Es mds, fue el tener acceso a capital International Harvester para concen- coyunturas criticas, lo que sirvid a Molina jara allegarse bienes hipotecados, com- solidar su influencia sobre las comuni- ‘ay las operaciones bancarias regionales. 5 el control de la produccién local de zo bajar su precio. Ja fibra durante los iiltimos afios del Por- tre la miayoria de los hacendados, de fp dentro de Ia élite regional y cris- que la camarilla de Molina se resistfa a ceder parcela alguna de su control econdmico. Para 1909, la situacién se hizo imposible. Se pensaba que la actividad politica y, de ser necesaria, la rebelién eran los tinicos medios para restaurar un reparto mas equitativo de los dividendos del henequén. Con su ret6rica democritica, el movimiento nacional de refor- mas liberales encabezado por Francisco Madero estimulé a las fac- ciones subordinadas de la clase henequenera y a sus aliados de las clases medias a desafiar a la oligarquia dominante en Yucatan. Dos partidos rivales, encabezados por facciones descontentas de la élite terrateniente, entraron a escena tan pronto se abrieron espacios po- liticos en el periodo maderista. Estos dos partidos eran conocidos a nivel popular como {os “morenistas” y los “pinistas”, en alusién a sus representantes visibles, Delio Moreno Canton y José Maria Pino Suarez, ambos periodistas. Financiados por sus simpatizantes hene- queneros, cada uno de estos partidos intenté construir alianzas con ja intelectualidad de la clase media, con la pequefia clase trabajado- Tay artesanal urbana y, lo que es mas importante, con el campesina- do maya —cosa que hasta ahora realmente no se ha explicado. Para los propésitos de este ensayo, me enfocaré particularmente en ese campesinado diverso. El surgimiento del monocultivo del he- nequén transformé dramdticamente las vidas de decenas de miles de campesinos que conformaban la fuerza de trabajo. (Un examen més detallado de las condiciones sociales en las fincas henequeneras puede hallarse en Joseph y Wells 1988.) Las plantaciones devoraron a casi todas las comunidades campesinas independientes en la zona henequenera, localizada, a grandes rasgos, dentro de un radio de setenta u ochenta kilémetros’a partir de Mérida, la capital del esta- do (ver mapa). A Ja vuelta del siglo, Ja gran mayoria de los pueblos li- bres mayas de la zona habian perdido su tierra.é Para el final del periodo colonial, los blancos ya habian despo- Jado a estos pueblos de la riqueza de sus cofradias (o hermandades religiosas). Ahora, la erosién de las tierras de la comunidad hizo obsoletas las redes de parentesco patrilineal, que mantenjan inter- cambios de trabajo, y a las cuales subyacia una élite politico-religio- sa hereditaria, At presidir el ciclo anual de fiestas, centro de la expe- riencia religiosa de la comunidad, esta élite maya pudo orquestar un catolicismo sincrético que resistié la dominacién de los blancos ~¥ promovis lo que Nancy Farriss ha denominado “la empresa co- lectiva de sobreyivir” (1984). 149 (© ceners apatite ‘Frcapant octal 1 2ora honecemners HH Fern == Lite de pace — Lirstes eamtaon vy tetoestoe Yucatn durante el periods revolucionario Ahora, la incapacidad creciente para contener Ja expansién de Jas plantaciones de henequén empujaba a los campesinos de Yuca- tén hacia las fincas y luego los aislaba relativamente en ellas. Los henequeneros se aseguraron de que su fuerza laboral fuera un grupo heterogéneo, para lo cual mezclaron grandes concentracio- nes de peones mayas con grupos menores de extranjeros étnicos y lingitisticos -deportados yaquis, inmigrantes asidticos precontrata- dos y enganchados provenientes del centro de México. No sdlo los peones mayas tenian escaso contacto con sus compaficros de owas fincas; quedaron también aislados de sus posibles aliados urbanos. Los propietarios yucatecos confiaron en que estas precauciones, aunadas a un régimen de trabajo intenso y un sistema de vigilancia y represion de varios niveles ~que inclufa a la guardia nacional, a jos batallones federales y estatales, a cazadores de recompensas pri- vados y a la agencia estatal de investigacién (ominosamente deno- minada “policfa secreta”)-, impedirian otra Guerra de Castas. Esta estrategia preventiva se extendié también al plano discursi- yo: la élite henequenera intent reinventar los términos usuales de la etnicidad regional. Durante los dias‘més oscuros de 1a Guerra de Castas cuando los insurgentes mayas rebeldes tenfan sitiados a los 150 plancos en Mérida-, se les concedi, por J hidalgos a aquellos peones y comunerog | lado de Ios blancos 0 que cumplieron tar pas (ver Bojérquez Urzdiz 1977, 1979). blancos conquistaron las tierras altas y los se retiraron a los chaparrales que se ex frontera con Quintana Roo, se les coment | misticamente, a aquellos mayas que permar nequenera del noroeste. Asi, al menos e! oficial, en Yucatin dejé de existir ofiialnl | ca de indio.? De hecho, los testimonios campesinos de orales que he recogido pasan por alto el el término mestizo ha legado a diferir del Ahora connota a una persona o atributo -ur. rada~ que tiene sus raices en Jo maya, pert bié la influencia de la cultura hispdnica q] 7-40, esp. 29). Ciertamente, mucho antes de nes y comuneros hablantes de maya se dj de los indios bravos que nunca capitularon y federal.!9 De hecho la constante es que como “mestizos” o “campesinos”, o simplen nunca como “indios” o “mayas”.!! Al mis: y los habitantes de los pueblos se hacian dzules -los sefores, los patrones blancos que ' regional- los consideraran algo mas que Es verdad que éstos eran los términos que plantaciones al describir a sus trabajadores minos que de tan repetidos Negaron hasta, la época.!? El aforismo tpico de tos due referirse a su fuerza de trabajo maya era: s las nalgas”, evidentemente una justificacién : Pese a las varias precauciones tomad: naturaleza draconiana de algunas de ella: Yucatan vivian en constante miedo de algt: Los temores de los hacendados eran justifi Es interesante que, a diferencia de las q res modernos menosprecien la capacidad de ante las exigencias de sus amos, excepto, jos trabajadores Hegaron a un punto aff Bo YUCATAN O cabana doperiio ‘Frcapial enmtl Zora neeuerera HH Ferma = kate on partis —untes ensistee terrae ante el periado revolncionario q.... para contener la expansién de quén empujaba a los campesinos de Yuca- los aislaba relativamente en ellas. Los on de que su fuerza laboral fuera un lo cual mezclaron grandes concentracio- grupos menores de extranjeros étnicos y igaquis, inmigrantes asidticos precontrata- jientes del centro de México. No sélo los 0 contacto con sus compaiieros de otras ‘Jaislados de sus posibles aliados urbanos. ss confiaron en que estas precauciones, 2 trabajo intenso y un sistema de vigilancia k: que inclufa a la guardia nacional, a tatales, a cazadores de recompensas pri- tal de investigacién (ominosamente deno- impedirian otra Guerra de Castas. a se extendié también al plano discursi- ntent6 reinventar los términos usuales de la e los dias mas oscuros de la Guerra de Intes mayas rebeldes tenian sitiados a los U blancos en Mérida-, se les concedié, por sus esfuerzos, el titulo de hidalgos a aquellos peones y comuneros mayas que pelearon al lado de los blancos 0 que cumplicron tareas esenciales para sus tro- pas (ver Bojérquez Urzdiz 1977, 1979). Luego, una vez que los blancos conquistaron las tierras altas y los amados indios bravos se retiraron a los chaparrales que se extendfan al otro lado de la frontera con Quintana Roo, se les comenz6 a Ilamar mestizos, eufe- misticamente, a aquellos mayas que permanecieron en la zona he- nequenera del noroeste. Asi, al menos en lo tocante a la politica oficial, en Yucatan dejé de existir oficialmente la clasificacién étni- ca de india. De hecho, los testimonios campesinos de la época y las historias orales que he recogido pasan por alto el hecho de que en Yucatdn el término mestizo ha Negado a diferir del uso mexicano corriente. Ahora connota a una persona o atributo -un estilo de vestide o mo- rada— que tiene sus raices en lo maya, pero que con el tiempo reci- bid ta influencia de Ja cultura hispdnica (ver Joseph y Wells 1987: 27-40, esp. 29). Ciertamente, mucho antes del final del siglo, los peo- nes y comuneros hablantes de maya se diferenciaban a sf mismos de los indies braves que nunca capitularon ante los gobiernos estatal y federal.!0 De hecho la constante es que se refirieran a si mismos como “mestizos” o “campesinos”, o simplemente come “pobres”, y nunca como “indios” o “mayas”.!1 Al mismo tiempo, estos peones y tos habitantes de los pueblos se hacfan pocas ilusiones de que los dzules los sefiores, los patrones blancos que dominaban la sociedad regional- los consideraran algo més que indios ignorantes y borrachos. Es verdad que éstos eran los términos que usaban los duefios de las plantaciones al describir a sus trabajadores “fuera de escena”, tér- minos que de tan repetidos Hegaron hasta los archivos judiciales de la época.!2 El aforismo tipico de los duefos de plantaciones para referirse a su fuerza de trabajo maya cra: “El indio no oye, sino por las nalgas”, evidentemente una justificacién sard6nica del ltigo.!8 Pese a las varias precauciones tomadas -y a no dudarlo, por la naturaleza draconiana de algunas de ellas-,.los patrones blancos de Yucatan vivian en constante miedo de algtin levantamiento maya. Los temores de los hacendados eran justificados. Es interesante que, a diferencia de las élites porfiristas, los auto- res modernos menosprecien la capacidad de protesta de los peones ante las exigencias de sus amos, excepto, quiza, en los casos en que los trabajadores Hegaron a un punto de ebullicién y estallaron.14 151 | i : ' No cabe duda de que los duefios de las plantaciones utilizaban el palo y la zanahoria con efectividad, mezclando incentivos paterna- istas y medidas de seguridad basadas en mecanismos restrictivos de coercién y aislamiento. No sorprende entonces que estos peones carecieran del poten- cial revolucionario -o como dice Eric Wolf, la “movilidad tactica”— de los habitantes de los pueblos, los vaqueros, Jos ‘mineros y los se rranos que formaron los ejércitos revolucionarios del centro y el norte de México. No obstante, los estudios hechos por Wells y yo en Jos archivos ju- diciales matizan la nocién predominante: que los peones eran in- capaces de resistir ante sus patrones. Pese a que Ja estructura de do- minacién caracteristica de la cultura del henequén restringia el potencial para una jnsurreccién autogenerada desde las fincas, vere- mos que con frecuencia no pudo evitar que los peones se unieran a Jas revueltas que se originaron en la periferia de la zona henequene- ra durante Jos primeros aiios de la era revolucionaria. Mas atin, aun- que los peones yucatecos no fueran abiertamente rebeldes, como si Jo fueron los comuneros de la periferia o de fuera de la zona, esto no significa que no resistieran al régimen del monocultivo. ‘Sus testi- monios personales ~as{ como una lectura cuidadosa de los archivos de las fincas, de la correspondencia entre obispos y duefios, y de los relatos de los viajeros~ sugieren que los peones participaron en “for- mas de resistencia cotidianas” y “mds calladas”, que ademas de ser més seguras lograron ~en el largo plazo- combatir mejor, en jo ma- terial y en lo simbélico, Jos acelerados ritmos de trabajo y otros aspectos explotadores del monocultivo del henequén.!6 Por lo ge- peral, los peones rechazaban el ethos débil y paternalista de sus pa- trones, y mostraban su insatisfaccién de varias maneras: las mas co- munes eran huir, eludir las tareas y recurrir al alcohol. En menor medida, quemaban clandestinamente Jos campos de henequén, par- ticipaban en actos puntuales de violencia, a fin de cuentas fitiles, y —en un niimero aterrador de casos~ s¢ suicidaban.}7 Mientras tanto, en los margenes de la zona henequenera, a 1o Jargo de la cadena sur de colinas enanas conocidas come el Puuc, y al sur y al oriente de las principales haciendas de Temax, los peque- fos propietarios independientes defendfan obstinadamente sus tie- rras y su autonomia en contra de las incursiones de jos hacendados jocales y de los jefes politicos molinistas. Los propietarios y contra- tistas blancos ejercian ya cierto control sobre un numero significati- 152 vo de estos campesinos de base comunitar hubiera facciones dentro de cada pueblq4 las tierras tradicionales de la comunidad; acentuaban los lazos de solidaridad entre casos, grupos significativos de comuneros o tra las autoridades locales antes que som: laci6n de sus tierras tradicionales.!9 A partir de 1907, las autoridades tuvieror cidad para contener el desasosiego social ya que los insurgentes y los “bandidos” qj pese a los sobrenombres deslegitimadores q do~ se escabullian facilmente hacia los ch los margenes del régimen de monocief] hombre libre ingresé al léxico cotidiano d rios, de los mercaderes ambulantes, de los a las villas y los pueblos rurales.22 Casi no ‘{| estas dreas transicionales fucran un suelo cabecillas y a las bases de las primeras rebelior TEMPORADAS DE TURBULENCIA: LAS MOVILIZACIO! gCémo fue entonces que el pendenciero q en Yucatan se pudrid hasta crear numeros: lencia que sacudieron el orden oligarquico? insurgencia, entre 1909 y 1910, ecémo s orden para aplazar una conflagracién gene| ble ejército constitucionalista del general Sa porté a la entidad en 1915? Aunque aqui debo limitarme a los , zar los mecanismos y las consecuencias de desmovilizaciones que acaecieron en Yucat4, el proceso, procuraré enfocar los pine con que las élites y los campesinos particip: tos del periodo. No importa qué tan furiosos estén, | hasta constatar que los detentadores del oll Jes o divididos, antes de afrontar los riesgos di Las élites disidentes eran quienes, con fi los campesinos de que existia fa oporunidl i... de las plantaciones utilizaban eb ctividad, mezclando incentivos paterna- re en mecanismos restrictivos de que estos peones carecieran del poten- ice Eric Wolf, la “movilidad tactica’~ los, los vaqueros, los mineros y los se citos revolucionarios del centro y el lechos por Wells y yo en los archivos ju- edominante: que los peones eran in- patrones. Pese a que la estructura de do- i cuhura del henequén restringia el n autogenerada desde las fincas, vere- pudo evitar que los peones se unieran a qf la periferia de la zona henequene- le Ja era revolucionaria. Mas atin, aun- jueran abiertamente rebeldes, como si ela periferia o de fuera de la zona, esto al régimen del monocultivo. Sus testi- una lectura cuidadosa de los archivos nndencia entre obispos y duefios, y de los C que los peones participaron en “for- » y “mds calladas”, que ademés de ser largo plazo- combatir mejor, en lo ma- acelerados ritmos de trabajo y otros nocultivo del henequén.15 Por lo ge- el ethos débil y paternalista de sus pa- tisfaccién de varias maneras: las mas co- fess y recurrir al alcohol. En menor ‘@aamente los campos de henequén, par- ss de violencia, a fin de cuentas fiitiles, y icasos— se suicidaban.17 E de la zona henequenera, a lo olinas enanas conocidas como el Puuc, y ipales haciendas de Temax, los peque- tes defendian obstinadamente sus tie- de las incursiones de los hacendados :9s molinistas. Los propietarios y contra- 0 control sobre un ntimero significati- serene pian vo de estos campesinos de base comunitaria, y era corriente que hubiera facciones dentro de cada pueblo.!8 No obstante, cuando las tierras tradicionales de Ja comunidad estaban amenazadas, se acentuaban los lazos de solidaridad entre sus pobladores. En varios casos, grupos significativos de comuneros optaron por pelear con- tra Jas autoridades locales antes que someterse al deslinde y parce- lacién de sus tierras tradicionales.19 A partir de 1907, las autoridades tuvieron cada vez menos capa- cidad para contener el desasosiego social en estas reas periféricas, ya que los insurgentes y los “bandidos” ~a veces la misma gente, pese a los sobrenombres deslegitimadores que les endosaba el esta- do~ se escabullian facilmente hacia los chaparrales.20 Fue aqui, en los margenes det régimen de monocultivo, donde el concepto de hombre libre ingres6 al léxico cotidiano de los pequefios propieta- rios, de los mercaderes ambulantes, de los artesanos que poblaban las villas y los pueblos rurales.?! Casi no sorprende, entonces, que estas dreas transicionales fueran un suelo fértil para reclutar a tos cabecillas y a las bases de las primeras rebeliones del maderismo. ‘TEMPORADAS DE TURBULENCIA: LAS MOVILIZACIONES, Los recuerdos de uno de ellos sugieren que las responsabilidades familiares y los agravios de muchos afios jugaron un papel importante en su calculo.36 "No obstante, a ojos de los peones no todos los henequeneros pa- recfan perder control ni habjan abandonado su modo paternal de incentivarlos; pese a que las condiciones eran deplorables, variaban de finca a finca.3? Sin duda, muchos sirvientes prefirieron la estra- tegia de continuar obteniendo la mayor seguridad posible, y se re- sistieron a las exigencias del régimen de monocultivo en formas més “rutinarias” y menos riesgosas. Algunos peones, como los acasi- lados de Alonso Patron Espadas en Sacapuc, permanecieron ge- nuinamente leales (incluso afectuosos) con un patron conocido ampliamente por su generosidad y afabilidad.3* Al igual que los lideres de otras revueltas de campesinos © es- clavos, Jos cabecillas de Yucatan no pudieron evitar ejercer “presio- nes” para asegurarse reclutas. Tampoco podian darse el lujo de no hacerlo, si querfan desafiar a tan formidable régimen de mono- cultivo. Como regla, el primer esfuerzo era apelar, en maya, a los yinculos familiares y de origen comunitario que frecuentemente uunfan a Jos babitantes de tos pueblos y los peones, € invocar los dos agravios de clase y origen étnico. Cuando habia tiem- comparti Jas puertas de la tienda de po, los insurgentes solian echar abajo raya, mataban el ganado del patron y ofrecian a los peones un ban- quete improvisado, mostrindose espléndidos y solidarios, sin olvi- dar remarcar la jmpotencia del amo. Es mds, como primera accién, Jos cabecillas intentaban siempre amedrentar, manipular o coercio- nar al personal de la finca que tu era el mayor grado de influencia sobre los peones: al maestro, a Jos capataces y mayorales (lamados mayocoles) € incluso, en ocasiones, al propio encargado, el administra- dor del hacendado. Esta tarea se facilitaba cuando la inteligencia de jos cabecillas les hacia suponer que tales individuos —-ocupantes 158 Se ri oe de los rangos medios en Ia sociedad rural-F 10s con su acomodo vigente y ansiaban algy fallaban tales modos de incentivo y rch cabecillas a intimidar directamente a los p amenazas y luego infligiendo castigos viole sirvientes favoritos del patrén. Era frecuente que juntaran a los peon, sus chozas, quemar su milpa y confiscar s unfan ala revuelta -y peor si los delataban Por supuesto, siempre arrecia el debate Genovese denomina, al escribir sobre asunto contexto de las revueltas de esclavos afroat cionario”. Genovese usa el término acc] aprobacién. En otras palabras, Jos lideres dl © de los alzamientos campesinos se percatan nes no proceden en lo abstracto. Los cab que pese a que los peones hubieran ont} Ja causa, llevaban mucho tiempo condicionat drian miedo de recurrir a la violencia. Siens nes debia “confrontarseles con una nueva “f} ‘Aquellos [rebeldes} que no han perdi chuir que no tienen posibilidad alguna| costo de la colaboracién hasta igualars lidn. Porque solo entonces Ja gente estar. bando sobre la base del deber. ¥ no sirvé la gente inocente -personalmente in neutral— deba ser respetada. El opresor n tralidad politica para seguir haciendo Fsta es su sine qua non. Aquel que an! contexto que no permite el cambio pacit revolucionario. Ninguna revuelta de esq en convocar terror ha tenido oportunid: Por supuesto, esta necesidad de emplear solidaridad ~una factible contradiccién de a los oponentes de !a insurgencia a ignora cién unificadora de la presion. El “pensamies considera la presi6n como una prueba dey de la rebelién, 0 por lo menos asi Ja ha di 4 informacion antes de enfrentarse al ‘esamente. Los testimonios de la épocay is recientemente revelan que en va- lo individual o en grupos) negociaban ideza, un sirviente le pregunté a un jefe ctamente qué jornal nos da su revolu- i el arribo de una banda morenista y a discusién, varios peones le notificaron ornento mismo: “Patrén, nos vamos a ranquilidad”.35 Los recuerdos de uno Sbonsabilidades familiares y los agravios apel importante en su cdiculo.36 peones no todos los henequeneros pa- ian abandonado su modo paternal de s condiciones eran deplorables, variaban muchos sirvientes prefirieron la estra- lo Ia mayor seguridad posible, y se re- del régimen de monocultivo en formas jgggosas. Algunos peones, como los acast- adas en Sacapuc, permanecieron ge- 38 afectuosos) con un patrén conocido osidad y afabilidad.28 le otras revueltas de campesinos o es- {tan no pudieron evitar ejercer “presio- tas. Tampoco podian darse el lujo de no a tan formidable régimen de mono- V3 esfuerzo era apelar, en maya, a los igen comunitario que frecuentemente os pueblos y los peones, e invocar los He y origen étnico, Cuando habja tem- ‘char abajo las puertas de la tienda de el patron y ofrecfan a los peones un ban- _dose espléndidos y solidarios, sin olvi- el amo. Es mas, como primera accién, empre amedrentar, manipular 0 coercio- ¢ tuviera el mayor grado de influencia f a los capataces y mayorales (Ilamados siones, al propio encargado, el administra- se facilitaba cuando la inteligencia de Pres que tales individuos -ocupantes Cc ES Coo fs oo Co de los rangos medios en la sociedad rural~ podian estar desconten- tos con su acomodo vigente y ansiaban algtin avance. Sélo cuando fallaban tales modos de incentivo y reclutamiento comenzaban los cabecillas a intimidar directamente a los peones, primero mediante amenazas y luego infligiendo castigos violentos y ejemplares a los sirvientes favoritos del patron. Era frecuente que juntaran a los peones y amenazaran arrasar sus chozas, quemar su milpa y confiscar sus posesiones si no se unjan a la revuelta -y peor si los delataban ante las autoridades."” Por supuesto, siempre arrecia el debate en torno a lo que Eugene Genovese denomina, al escribir sobre asuntos semejantes pero en el contexto de las revueltas de esclavos afroamericanos, “terror revolu- cionario”. Genovese usa el término descriptivamente, incluso con aprobacidn. En otras palabras, los Ideres de las revueltas de esclavos 0 de ios alzamientos campesinos se percatan de que sus movilizacio- nes no proceden en lo abstracto. Los cabecillas de Yucatan sabian que pese a que los peones hubieran alimentado alguna simpatia por la causa, llevaban mucho tiempo condicionados a la sumisién y ten- drian miedo de recurrir a la violencia. Siendo ése el caso, a tales peo- nes debfa “confrontarseles con una nueva realidad”. Genovese anota: Aquellos [rebeldes] que no han perdido la cabeza deben con- cluir que no tienen posibilidad alguna mientras no se eleve el costo de la colaboracién hasta igualarse con el costo de la rebe- lidn. Porque solo entonces la gente estard en libertad de elegir bando sobre la base del deber. Y no sirve de nada pretender que la gente inocente —personalmente inofensiva y politicamente neutral~ deba ser respetada. El opresor no necesita sino la neu- tralidad politica para seguir haciendo negocios como siempre. Esta es su sine gua non. Aquel que anhele la liberacién en un contexto que no. permite el cambio pacifice favorecera el terror revolucionario. Ninguna revuelta de esclavos que haya dudado en convocar terror ha tenido oportunidad alguna. Por supuesto, esta necesidad de emplear Ja fuerza para generar solidaridad —una factible contradiccién de términos~ ha conducido a los oponentes de la insurgencia a ignorar, universalmente, la fun- cién unificadora de la presin. El “pensamiento oficial’ del estado considera la presién como una prueba de Ja naturaleza coercitiva de la rebelién, o por lo menos asi la ha descrito. Lo cierto es que 159 los finqueros yucatecos y Jas autoridades estatales no paraban de hablar de sus sirvientes como si los hubieran “capturado”, como si rzado” a ser parte de un “contagio” Jos “fuerefios” los hubieran “for creciente. Muchos historiadores de épocas ulteriores han Hegado a ‘ones.4! Pero esas representaciones unilaterales de la presion, ya lo ha sefialado el historiador indio Ranajit Guha, no pueden captar la ambigiedad esencial del fenédmeno, la cual es sintomatica de la falta de uniformidad de Ja propia conciencia cam- pesina. “Pues no hay clase ni comunidad que sean siempre tan y disparidades en la monoliticas que uno pueda descartar atrasos respuesta de sus miembros ante ja rebelién”. En este contexto, sos- tiene Guha, ejercer presion “es primordialmente un instrumento de {..] unificacion y no de castigo”. Los insurgentes hacen uso de “sus masas y militancia {...] para resolver una contradiccién entre los propios [subalternos], y no entre ellos y sus enemigos” (Guha 1985:197-98). Por su propio deseo 0 mediante algo de persuasi6n, un ntimero significativo de peones asumié el riesgo y 8¢ unié a Jos comuneros rebeldes en sus alzamientos. A to largo de 1910 y a principios de 1911, la tenue alianza entre as élites disidentes de las ciudades y los intermediarios rurales con influencia en el interior continué forta- leciéndose conforme las élites aseguraban armas y efectivo, y los nuevos cabecillas locales reclutaban gente en sus pueblos o en las fincas aledafias. Sin embargo, en apretada sucesién, las élites morenistas ¥ pinis- tas se pusieron a reconsiderar si era sensato movilizar a campesinos y acasillados. Para la primavera de 1911, habfa comenzado la ultima yuelta de motines y revueltas locales y ya sé salia de control. Lo que las élites no consideraron a plenitud al tejer estas rudi- mentarias redes de insurgencia fue que los incipientes rebeldes ru- rales tenian también sus propios planes, que rara vez coincidian con los limitados proyectos politicos de aquéllas. Gradualmente, a artir de Ja abortada conjura de Candelaria en octubre de 1909, durante fa fallida rebelién de Valladolid a finales de la primavera de 1910# y hasta las revueltas desatadas que sacudieron Ja entidad durante 1911, 1912 y los primeres meses de 1913, las movilizacio- nes locales de base popular comenzaron a cobrar vida propia y @ hacer caso omiso de las posturas politicas de las élites. Compitien- do por Yucatan, las élites habfan abierto la caja de Pandora y por mucho que se esforzaron, nunca pudieron acotar ja rabia que esta- Jas mismas conclusi 160 ee age nerrciaeeentante Jlaba en las areas periféricas como Hunut oriental de Temax. Aqui, en los margenes del régimen ad] vieron rebasadas por las bandas que mer nes y propiedades —despojando incluso ¢ miorenistas o pinistas que inicialmente he zacion. Esto ocurrié a Jo largo de 1911 y| municipales, los rebeldes dinamitaron las « tables, atacaron los depésitos de armas guardia nacional y “enjuiciaron”, sumar abusivos, a las autoridades municipales y Se apoderaron durante dos dias de Halacht tamafio en el Puuc, y conenzaron a no: dades municipales.#4 Ocasionalmente, IL cidas por cabecillas, a los que se les unieror taron las moradas de los hacendados, Ine| procesadoras de henequén y levantaron ‘f) ville, al mejor modo ludita. Pese a que el dafio era enorme, rara vei violencia, Los objetivos se eligieron con m tres facciones de la élite -morenistas, pini Fue frecuente el esfuerzo, muy elaborado,, te el poder del patrén y manifestar que § habjan invertido. Por ejemplo, en el dis margenes occidentales de la zona heneque tento agrario se habfa ido caldeando desi vo de Ja fibra en los ochenta y rene despacharon a sus victimas de modo ritua hacienda San Pedro, Bonifacio Yam, un pietario, Pedro Telmo Puerto, fue decap! presencia de los peones."3 En la hacie Balam degollé de orgja a oreja a Miguel X finca, y lego bebié del hilo de sangre anf su mano, del borbotén. “Qué agridulce s tarde a los miembros de su familia y a sus ar En estos.ajusticiamientos populares, p' maderismo, era comtin que las Conan ran con los agravios comunitarios mas ane} prada conducta de Pedro Crespo, un cabag to de Temax. Ei 4 de marzo de 1911, off las autoridades estatales no paraban de como si los hubieran “capturado”, como si In “forzado” a ser parte de un “contagio” ores de épocas ulteriores han Iegado a 41 Pero esas representaciones unilaterales alado et historiador indio Ranajit Guha, edad esencial del fendmeno, fa cual es e uniformidad de la propia conciencia cam- ¢ ni comunidad que sean siempre tan a descartar atrasos y disparidades en la s ante la rebelién”. En este contexto, sos- ssién “es primordialmente un instrumento le castigo”. Los insurgentes hacen uso de } para resolver una contradiccién entre s], y no entre ellos y sus enemigos” (Guha Bresiane algo de persuasién, un ntimero asumi6 el riesgo y se unié a los comuneros s. Alo largo de 1910 y a principios de e las élites disidentes de las ciudades y los influencia en el interior continué forta- etada sucesiOn, las élites morenistas y pinis- erar si era sensato movilizar a campesinos avera de 1911, habia comenzado la tiltima reltas locales y ya se salia de control. nsideraron a plenitud al tejer estas rudi- fe { ncia fue que los incipientes rebeldes ru- ’propios planes, que rara vez. coincidfan ctos politicos de aquéllas. Gradualmente, a £': de Candelaria en octubre de 1909, un de Valladolid a finales de fa primavera vueltas desatadas que sacudieron Ja entidad primeros meses de 1918, las movilizacio- lar comenzaron a cobrar vida propia y a 5 posturas politicas de las élites. Compitien- t [ haban abierto la caja de Pandora y por nunca pudicron acotar la rabia que esta- [ ful cS Haba en las dreas periféricas como Hunucma, el Puuc y el distrito oriental de Temax. Aqui, en los margenes del régimen de monocultivo, las fincas se vieron rebasadas por las bandas que merodeaban “liberando” peo- nes y propiedades —despojando incluso en ocasiones a finqueros morenistas 0 pinistas que inicialmente habjan fomentado Ia movili- zacion. Esto ocurrié a Io largo de 1911 y 1912. En varias cabeceras municipales, los rebeldes dinamitaron las casas y tiendas de los no- tables, atacaron Jos depésitos de armas de los destacamentos de la guardia nacional y “enjuiciaron”, sumariamente, a los comisarios abusivos, a las autoridades municipales y al personal de jas fincas.43 Se apoderaron durante dos dias de Halaché, una cabecera de buen tamano en ef Puuc, y comenzaron a nombrar a sus propias autori- dades municipales.*# Ocasionalmente, las bandas populares condu- cidas por cabecillas, a los que se les unieron los peones locales, asal- taron las moradas de los hacendados, luego destruyeron las plantas procesadoras de henequén y levantaron rieles del ferrocarril decau- ville, al mejor modo ludita. Pese a que el dario era enorme, rara vez fue atbitraria o gratuita la violencia. Los objetivos se eligieron con mucho tino y ninguna de las tres facciones de la élite -morenistas, pinistas 0 molinistas— se salvé. Fue frecuente el esfuerzo, muy elaborado, de negar simbélicamen- te el poder del patron y manifestar que las relaciones de poder se habian invertido. Por ejemplo, en el distrito de Hunucmé, en los margenes occidentales de la zona henequenera, donde el descon- tento agrario se habia ido caldeando desde la penetracién del culti- vo de la fibra en los ochenta y noventa del siglo xIx, Ios rebeldes despacharon a sus victimas de modo ritualista y brutal. Asi, en la hacienda San Pedro, Bonifacio Yam, un odiado contratista del pro- pietario, Pedro Telmo Puerto, fue decapitado con un machete en presencia de fos peones.4} En la hacienda Hoboyna, Herminio Balam degollé de oreja a oreja a Miguel Negrén, el capataz de la finca, y luego bebié del hilo de sangre que recogié, en Ja palma de su mano, del borbotdn. “Qué agridulce sabia la sangre”, dirfa mas tarde a los miembros de su familia y a sus amigos de confianza.46 En estos .ajusticiamientos populares, perpetrados a espaldas del maderismo, era comtin que las venganzas personales se entretejie- ran con los agravios comunitarios mas afiejos. Considérese la cele- brada conducta de Pedro Crespo, un cabecilla morenista del distri- to de Temax. El 4 de marzo de 1911, Crespo entré a la cabecera 161 | a pnuiuapad justo antes ael ainanecer, revanto de Ja cama al corrupto jefe politico, e} coronel Antonio Herrera, y al tesorero, Nazario Aguilar Brito, y los levd a empujones, aunque se hallaban en patios menores, hasta la plaza central. Mientras los miembros de su banda gritaban *jAbajo el mal gobierno!” y “jViva Maderot”, Crespo des- cargé toda su ira en el aturdido Herrera: “Cabron, ti mataste a mi padre. Por nueve afios mangoneaste y me chingaste a mi y al pue- blo, pero ahora va la mia” 47 La situaci6n ciertamente se habja invertido. Designado a princi- pios de siglo como prefecto del distrito de Temax por los poderosos hhacendados molinistas, Herrera habia sido la figura dominante en la vida politica del distrito, y su presencia fisica lo hacia atin mas amenazador para los campesinos locales. Voluminoso de comple- xin, con Ja cabeza rapada y una larga barba gris, Herrera cobraba en ocasiones las dimensiones de un monje loco o de un profeta ven- gador. Tan sélo unos dias antes, durante las jaranas del Martes de Carnaval, los temaxefios, todavia demasiado intimidados como para emprenderla contra el jefe politico, se nabjan burlado de su subordinado, Aguilar Brito, al que designaron Juan Carnaval, y ha- bian fusilado una efigie del recaucador de impuestos frente al pala- cio municipal. Ahora, en esa misma plaza, con los primeros rayos del sol, Pedro Crespo ponfa en su exacta dimensién al odiado pre- fecto. En un acto final de humillacién, Crespo amarr6 a Herrera y a Aguilar a unas sillas y Jos acribill6 a balazos frente al cabildo, en el mismo sitio. donde habfan “fusilado” a Aguilar durante et carnavak Apilaron los cuerpos en un carreton de carnicero y los fueron a botar a Jas puertas del cementerio del pueblo, (Es una ironia sinies* tra que pocas horas después, él recaudador fuera enterrado en el mismo ataid que Juan Carnaval habia ocupado el Martes de Carnaval.)4 Después de aiios de explotacion y degradacién racial, los campé- sinos mayas se hallaron, de pronto, discutiendo entusiasmados sus acciones en los tendajones rurales y en las jaranas del sabado por k noche, Lo que sigue es la reconstruccién de un didlogo tipico, éx trafdo de testimonios de la época: “Yo prendi Ja dinamita que vol 6 la caldera”, dijo fulano. “Yo tiré las mojoneras que rodean el campo nuevo”, comenté mengano. “Només vean”, intervino zutano, “todas estas ropas finas se pagaron con el botin que los daules juntaronil costillas de nuestro pueblo”. Entre 1911 y 1912, tal insurgenda 162 popular amenaz6 en varias ocasiones con incendiar ° quenera. Es claro que el movimiento liberal maderista e1 contradicciones, pero la fisura mayor estaba en la m cia entre la visi6n del mundo de las élites urbanas, y le gentes rurales que elias mismas habian destapado. tos, las élites morenistas y pinistas favorecian por igut algo parecido al liberalismo politico de Benito Juare: de sus declaraciones ideolégicas y su maquillaje retéy el deseo de retornar al modelo de poder politico ol del siglo xix, que les permitirfa obtener su propia tajac dendos de la economia henequenera. Ese liberalisngs supuesto, habia dado su aval para la cragmentaci ] communitarias en nombre del progreso. Mientras tanto, los testimonios personales y un “p: extraordinario y digresivo titulado “El quince de of] to por un comunero insurgente de veinte anos p! Puuc, de nombre Rigoberto Xiu, revelan que los rebe res de Yucatan estaban también imbuidos de liberal| indole muy distinta."0 Su liberalismo invocaba a los hy | diciones liberales: el padre Hidalgo y la Independenci: guerra contras los franceses. Y no obstante, en conso1 testimonios personales de otros tantos insurgentes, beral a que apelaba Xiu no era Ja inevitable marcha’ greso que las élites celebraban, sino una lucha sangrie sombria pero absolutamente “moral”, que leva si; preservar su libertad y dignidad contra las fuerzas 4 opresion. A fin de cuentas, varias de las estrategias emprendida: tos de las plantaciones y por el estado, asi como ciert tucturales, explican por qué el conflicto politico y Iai popular en Yucatan no alcanzaron las dimensiones generalizada que se produjo en otras partes de la Re| empezar, e] antiguo orden de Yucatan contaba con cier “propias” que le permitieron contener el desbordado y reajustarlo a sus Ifmites. La lejanfa de Ja peninsula 1 ‘TEMPORADAS DE TURBULENCIA: LAS DESMOVILIZACIONES |

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