La puerta de las siete cerraduras
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About this ebook
Edgar Wallace
Edgar Wallace (1875-1932) was a London-born writer who rose to prominence during the early twentieth century. With a background in journalism, he excelled at crime fiction with a series of detective thrillers following characters J.G. Reeder and Detective Sgt. (Inspector) Elk. Wallace is known for his extensive literary work, which has been adapted across multiple mediums, including over 160 films. His most notable contribution to cinema was the novelization and early screenplay for 1933’s King Kong.
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La puerta de las siete cerraduras - Edgar Wallace
La puerta de las siete cerraduras
Edgar Wallace
Título: La puerta de las siete cerraduras
Original: The Door with seven Locks (1926)
© De esta edición: Century Carroggio
ISBN: 978-84-7254-500-7
Maquetación: Javier Bachs
Introducción y traducción: Equipo editorial Century Publishers S.L
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de cualquier otro modo, sin el permiso expreso del editor.
Contenido
Introducción
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
INTRODUCCIÓN
Richard Horatio Edgar Wallace nació en el barrio londinense de Greenwich el 1 de abril del año 1875. Y nació mal, pues no se le ocurrió mejor manera de comparecer en la vida que presentarse en la Inglaterra victoriana como el fruto ilegítimo de los escarceos amorosos de dos actores de segunda fila, que bastante trabajo tenían ya con intentar sobrevivir ejerciendo su oficio en el seno de una sociedad puritana para la que los cómicos eran ya, por el simple hecho de serlo, gentes de una reputación más que dudosa. Fue, pues, una fortuna para el recién nacido -al menos según los criterios entonces imperantes- que sus padres determinaran desentenderse de él y que fuera adoptado por un tal George Freeman, pescadero ambulante que tenía su centro de operaciones en el mercado de Billingsgate, el más antiguo de Londres, que por aquellas mismas fechas acababa de ver renovadas sus instalaciones.
De la infancia del joven Edgar se saben pocas cosas. Su padre adoptivo le dio un hogar, unos hermanos y, sin duda, una educación. Porque el muchacho fue a la escuela hasta la edad de doce años y, según cuentan, mostró ya en ella sus inclinaciones por la literatura. E inició en este noble campo de las letras sus primeros pasos, incluso un año antes de abandonar los estudios, voceando periódicos en una de las plazas más céntricas de Londres, Ludlgate Circus, junto a Fleet Street -la calle editorial por excelencia- y cerca del Old Bailey, el tribunal central para las causas criminales. Con las dotes disuasorias y de elocuencia desarrolladas entre los puestos de pescado de Billingsgate, cuyo lenguaje vivo y directo es proverbial en el idioma inglés en el mismo sentido con que decimos por aquí «habla como una verdulera», cabe pensar que Edgar destacó en el oficio de vendedor de prensa. Por lo menos Londres, su ciudad natal, ha querido recordarlo en una placa colocada precisamente en la plaza donde aquella voz infantil pregonó los sucesos más resonantes del momento.
El siguiente trabajo de Edgar, nada más abandonar la escuela, fue el de aprendiz de tipógrafo: todavía una relación más estrecha con el mundo de las letras, ahora en su aspecto más material y concreto, de lo que encontraremos un curioso y significativo recuerdo en una de sus novelas: la famosísima El Día de la Concordia. Pero aquel empleo no le duró. Como tampoco le duraría ninguno de los numerosos oficios que exploró a continuación: ayudante de zapatero, obrero en una fábrica, pinche de cocina en un pesquero, albañil, repartidor, etc. Hasta que a la edad de dieciocho años se alistó en el ejército, en el regimiento real de West Kent. Meses más tarde era enviado a África del Sur, formando parte de un nutrido contingente de tropas británicas.
El envío de aquellas tropas era, más que nada, un acto de fuerza por parte del gobierno de Londres en apoyo de los colonos británicos que se habían establecido en El Cabo y que, progresivamente, iban desplazando a los antiguos colonos de origen holandés: los bóers. Tiempo atrás Inglaterra había llegado a un acuerdo con los bóers por el que se garantizaba la integridad del Transvaal y del Estado Libre de Orange; pero el descubrimiento de importantes yacimientos de oro en la primera de aquellas regiones había hecho que numerosos buscadores de ascendencia británica se instalaran sobre todo en el Transvaal bóer. Mirados por los bóers como extranjeros (uitlanders), el gobierno inglés presionaba al del Transvaal para que les reconociera derechos políticos, amenazando con la guerra: una guerra que, dada la enorme disparidad de fuerzas, tenía de antemano ganada.
El conflicto estalló, en efecto, en 1899, y no fue ni muchísimo menos el paseo militar que los británicos habían previsto. Por el contrario, en los primeros compases de la lucha los bóers tuvieron la iniciativa. Suplieron estos su inferioridad con audaces golpes de mano y luego con una guerra de guerrillas que causó numerosísimas bajas a los ingleses. Las acciones militares se prolongaron durante dos años y medio y concluyeron en 1902 con la paz de Vereeniging, netamente favorable a los intereses británicos.
Edgar Wallace intervino en diversas acciones de la guerra y fue repetidamente condecorado por su valor. En una de ellas cayó prisionero de los bóers, pero logró evadirse, siendo licenciado a continuación. Pero desde su llegada a África del Sur su vocación literaria había empezado a cristalizar de modo decisivo, bien orientada por los consejos de cierto clérigo que conoció en El Cabo y que le ayudó a completar su deficiente formación. Acaso aquella influencia no hubiera sido tan profunda de no ser porque el mencionado clérigo tenía una sobrina casadera a la que el muchacho empezó a cortejar y que se convertiría poco después en su esposa.
Edgar Wallace había publicado ya en 1895 un pequeño librito titulado Canciones. Su primera novela, Mission that failed, vio la luz en 1898, y a ella siguieron algunos relatos también de tema militar, agrupados en Writin Barracks (1900) y Unofficial dispatches (1902). Pero, una vez libre de sus compromisos con el ejército, la puerta por donde se introdujo en las letras fue, más que nada, el periodismo. Sus primeros trabajos se publicaron en el Cape Times y, más ocasionalmente, en la South African Review, y pronto en algunos de los más importantes periódicos de Londres, que lo contrataron como corresponsal de guerra: la agencia Reuters, el Daily News, el Daily Mail, etc. Eran las suyas unas crónicas directas, palpitantes, donde la narración de los hechos primaba sobre su valoración política, al contrario de lo que por entonces solía ser habitual. La guerra era una aventura, y como tal se presentaba en sus vicisitudes. Empezaba a desarrollarse de esta forma una visión del periodismo hasta entonces poco frecuente en la prensa británica y que, sin embargo, tenía precedentes ilustres en la historia de la literatura inglesa. Y aventura era asimismo para el periodista la obtención de la noticia, anticipándose en la medida de lo posible a los demás órganos informativos, sin importar demasiado los medios ni los riesgos. Así Wallace pudo anunciar, por ejemplo, la paz de Vereeniging, que puso fin a la guerra, cuarenta y ocho horas antes de que esta se firmara, arriesgándose a severas sanciones por los medios empleados para conseguir la primicia y por haber ignorado la censura militar impuesta. A consecuencia de aquel incidente, fue incluso desposeído de las condecoraciones que habla obtenido en campaña.
Estos años pasados en África del Sur fueron decisivos para la formación literaria de Edgard Wallace. Tuvo la oportunidad de conocer por entonces a quien a la sazón era una de las jóvenes glorias de la literatura británica: Rudyard Kipling. Diez años mayor que Wallace, Kipling se había introducido en el mundo de las letras por la puerta del periodismo, y acaso vio en Wallace una imagen de lo que él mismo había sido: alguien en quien él mismo podía reconocerse sin esfuerzo, a pesar de la diferente educación recibida. Se hallaba, además, en un momento crucial de su carrera, en el que iba a dejar de lado la poesía- aquellos grandilocuentes poemas que le habían convertido en la pasada década en el cantor por excelencia del imperialismo británico- para abordar de lleno la creación novelística, ya en obras como Kim o en sus relatos cortos.
En la euforia de los meses que siguieron a la guerra, Wallace intentó crear un periódico propio en Johannesburgo, el Rand Daily Mail, que no obtuvo el éxito esperado. Era el momento de regresar a Inglaterra, a la que volvió en cuanto pudo poner orden en los asuntos de su fracasada empresa editorial.
De regreso en Londres, no le costó apenas esfuerzo encontrar colocación en la redacción de alguno de los periódicos para los que ya había servido de corresponsal en Sudáfrica: primero en el Daily News y luego en el Daily Mail. Pronto se especializaría en temas de hípica y de carreras de caballos -de lo que de nuevo encontraremos un eco en el carácter de uno de los protagonistas de sus obras, concretamente en el Benjamín Awkwright de El hombre del hotel Carlton-, firmando una columna extraordinariamente popular, la mantendría durante muchos años, como, en general, siempre seguiría vinculado al periodismo, aun cuando su actividad como novelista y dramaturgo le proporcionara recursos más que sobrados para poder vivir exclusivamente de ella.
Su primera novela de éxito fue la titulada The four just men, publicada en 1905, que sin embargo le proporcionó más fama que beneficios económicos. Y a partir de este momento emprendió una carrera literaria espectacular que, en el transcurso de las tres décadas que duraría, le daría tiempo para escribir unos 175 libros, 15 obras de teatro, innumerables relatos cortos, artículos periodísticos, reportajes, guiones cinematográficos, etc. En 1927, por ejemplo, publicó 26 novelas y vendió cerca de 5 millones de ejemplares; obtuvo unos ingresos anuales por la enorme cifra de 50.000 libras esterlinas (A título de comparación, para valorar lo que suponían esos ingresos, recordemos que el doctor Marford -protagonista de una de las novelas que incluimos en este volumen, El hombre del antifaz blanco- estaba convencido de poder vivir, por la misma época, durante cinco años con su pequeño capital de 1.500 libras; sin darse muchos lujos, por supuesto, pero aun sin conseguir ni un solo paciente). Como dato adicional señalemos que hubo largos periodos de tiempo en los que, de cada cuatro libros vendidos en Londres, uno era un ejemplar de alguna de sus obras.
Con Edgar Wallace se dio también la frecuente paradoja de que, a lo largo de su asombrosa carrera, recibió de los críticos más censuras que elogios, en clamoroso divorcio de aquellos respecto de los gustos y aficiones de los lectores. Se le acusaba de melodramatismo, y se le reprochaban defectos formales, por otra parte muy poco trascendentes. Hoy la polémica ha quedado muy atrás, y podemos acercarnos a las obras de Wallace con una perspectiva bastante más amplia; en particular porque, desde entonces acá, el género policíaco -en el que pueden incluirse la mayoría de sus obras- ha experimentado un notable desarrollo, lo que nos permite valorar con objetividad cuál fue su aportación específica al mismo. Y esto es lo que realmente interesa, porque resulta obvio que el éxito de Wallace no se basó en la repetición de fórmulas antiguas, sino en resortes nuevos o, cuando menos, manejados de un modo enteramente nuevo.
Los críticos norteamericanos suelen referirse a Edgar Wallace como el creador avant la lettre de ese particular género de novelística que se conoce hoy como thriller. No es fácil dar una traducción adecuada a ese término, de resonancia onomatopéyica, que sugiere estremecimiento, escalofrío, ramalazo de temor, y mil cosas más indefinibles. Un thriller es, para entendernos, una obra que provoca en el espectador fuertes reacciones emotivas, en las que hay dosis fundamentales de intriga y de horror, A diferencia del melodrama, estas reacciones no incluyen un juicio moral y, por lo mismo, no se escudan en su legitimación por un final aleccionador.
Suele darse, en efecto, el final feliz, pero no como lección moral, sino como catarsis o anticlimax de aquellas mismas emociones. Así, mientras que el melodrama se nos ofrece como una lección, el thriller -entendido como lo desarrolla Edgar Wallace- es, más que nada, un juego. Y, como todo juego, una diversión, una huida momentánea de la realidad cotidiana.
Habría mucho que escribir sobre esos recovecos de la psiquis humana que hacen posibles paradojas tales como que nos encante la descripción literaria o cinematográfica de horrores que aborreceríamos en la vida real. Personas incapaces de soportar la realidad del dolor o la desgracia ajenos -y muchísimo más de causarlos- gozan leyendo historias en las que se prodigan los crímenes y en las que sus protagonistas arrostran peligros sin cuento, pavorosos. Cierto que es el suyo un placer sui géneris, cohonestado acaso con las emociones de signo contradictorio que simultáneamente lo acompañan: el lector, o el espectador, «sufre» también con los protagonistas, «siente» sus temores, «comparte» sus riesgos. Pero, a la vez, «disfruta». Y llega a meterse incluso en la piel del criminal perseguido en sus esfuerzos por escapar de la justicia. ¿Habrá que ver en esto la oscura acción de nuestro subconsciente, como quieren algunos? ¿O, más bien, nos hallamos ante un puro juego en el que autor y lector son, a la vez, contendientes y cómplices?
La consideración del arte como un juego no es algo peregrino o insólito: fue subrayada ya hace muchos siglos por el propio Santo Tomás. Hay un componente lúdico, por parte del artista, que «juega» con los materiales a su disposición, ya se trate de colores, formas, sonidos o ficciones. Y, si no siempre, es evidente que muchas veces el artista busca la complicidad del público a quien destina su obra. Es este un aspecto del arte que los tratadistas de estética han descuidado frecuentemente. Pero un aspecto que resulta imprescindible para la comprensión del arte contemporáneo, que ha desarrollado ese carácter lúdico por caminos tan diversos como pueden ser las artes de participación, el teatro total, la escultura cinética, y un largo etcétera en el que sin duda puede incluirse justamente la moderna literatura policíaca. Los dos pilares fundamentales sobre los que se apoya la literatura policíaca moderna -en lo que la distingue precisamente de otros géneros literarios de más antigua tradición- son la intriga y el riesgo. Y es curioso observar que así se configura ya en sus momentos iniciales, en las obras de dos grandes maestros: sir Arthur Conan Doyle y Edgar Wallace. El primero de ellos juega, sobre todo, con la intriga; Wallace insiste más en el planteamiento de situaciones aterradoras, «emocionantes». Ni que decir tiene que esto debe entenderse como una simplificación, y abusiva como lo son la mayoría de las simplificaciones. Porque ni Sherlock Holmes escapa al riesgo físico cuando, por ejemplo, recorre el páramo en persecución del sabueso de los Baskerville o cuando se precipita por una cascada alpina en lucha cuerpo a cuerpo con el siniestro doctor Moriarty, ni los intrépidos periodistas y ex oficiales que suelen protagonizar los relatos de Wallace van a la zaga del inquilino de Baker Street en cuanto a dotes deductivas para dar con la clave de sus respectivos misterios. Pero las diferencias entre los dos autores son palmarias. En las obras de sir Arthur hay, sobre todo, un reto a la inteligencia: su Sherlock Holmes es el prototipo de otros grandes detectives de la ficción policíaca: de los Hércules Poirot, Ellery Queen, Perry Mason, etc. Mientras que los habituales protagonistas de las novelas de Edgar Wallace son, en su mayoría, héroes -o antihéroes como los Sam Spade, los Philip Marlowe y tantos otros tipos afines que han nutrido durante décadas los guiones del cine de acción hasta nuestros días: personajes que se juegan el físico en sus investigaciones, sin que su inteligencia venga particularmente reconocida por la policía, a la que, unas veces ayudan como supermanes y otras, las más, entorpecen.
Esta alusión al cine, a propósito de las obras de Edgar Wallace, no es superflua. Cierto que cuando Wallace empezó a escribir sus primeros relatos policíacos el cine estaba aún en sus comienzos. Pero no pasaría una década sin que el nuevo arte encontrara un lenguaje propio. Y no es escaso elogio de las obras de Wallace el afirmar que sus novelas constituyeron una aportación decisiva en la creación de aquel lenguaje cinematográfico.
Lo anterior no ha de entenderse meramente en el sentido de que los relatos de Wallace proporcionaron en los años veinte numerosos argumentos que se transformaron en guiones cinematográficos. Fue así, en efecto. E incluso hay que añadir que en los años finales de su vida marchó a los Estados Unidos, a Hollywood, vinculándose activamente a la producción cinematográfica. Allí le sorprendería la muerte en 1932, poco después de haber colaborado en el guión de lo que sería un gran film: King Kong (1933), de Cooper y Schoedsack. Pero este aspecto es, en cierto modo, secundario. Wallace no es tanto un creador de argumentos, cuanto un revolucionario del arte de narrarlos, con un lenguaje en el que se suceden técnicas y términos perfectamente calificables de
cinematográficos".
Conceptos tales como los de «secuencia», «planificación», «flash-back, «fundido», «travelling», etc., son perfectamente aplicables a las novelas de Edgar Wallace; de forma que, al leerlas, se tiene a veces la sensación de que el escritor no está componiendo una ficción, sino recorriéndola con el objetivo de una cámara. Pero es, principalmente, en lo que con toda propiedad llamaríamos hoy «montaje» donde Wallace se revela un auténtico maestro, con un sentido perfecto del ritmo narrativo, del corte, del cambio de escenario dejando la «secuencia» interrumpida en su instante más álgido. Hoy todos estos recursos nos parecen normales: dotación indispensable de cualquier mediano escritor o guionista del género. Pero ¿habrá que recordar que nos estamos refiriendo a un autor cuya producción se sitúa en las primeras décadas de