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JULIA FLORIDA: Una sinfonía mortal
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Ebook247 pages3 hours

JULIA FLORIDA: Una sinfonía mortal

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About this ebook

Julia Florida y Sil son los principales sospechosos de la muerte de dos personas tras el «Gran Duelo Apolinario». Deben testificar, pero solo hallan a Sil. ¿Qué hizo la artista calavera? ¿Cómo sucedieron las muertes? Sil debe contarlo todo, sin embargo, el misterio que rodea a esta extraña y paradójica mujer enredará sus recuerdos. Solo hay algo seguro: Julia Florida es la pregunta y la respuesta.
LanguageEspañol
Release dateMay 2, 2022
ISBN9786287540521
JULIA FLORIDA: Una sinfonía mortal

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    Book preview

    JULIA FLORIDA - Miguel Romero

    PRELUDIO

    A

    Muchos libros se podrían llenar –y tantos otros se podrían quemar– en torno a las vivencias de Ada Rama Quizá Laval o, que es la misma, de la magistra Julia Florida. La letra siempre es blasfema o lambona ante una personalidad, o eso que llamamos personalidad, pues la reduce o la amplía en extremo. Sería un disgusto terrible pecar por defecto. En cambio, la exageración es preferida, y no por su irrealidad, sino por su tesón: dado que, de este modo, al menos, se habla con entusiasmo y respeto. Advertido por esto, pero haciendo caso omiso, me dispongo a introducir y recuperar la atmósfera de ese ser de contradictoria memoria.

    Pero déjame repetirme y decir de otro modo lo ya dicho, de verdad que debo hacerlo así, tenme paciencia. Al iniciar el anterior párrafo me propuse ir al grano y ser serio, y ahora como gallina melosa repicoteo en el grano ya desgajado. Digo que sería pernicioso, además de ingenuo, tratar de dar cuenta –de un pincelazo en páginas en blanco– de la unidad total del ser de Julia Florida. Aunque se proponga una mera introducción de defensa, ¿quién se atrevería a pronunciar palabra de entrada? Es mejor callar con una venia sincera y pasar el micrófono con mano temblorosa. No creo que nadie necesite su defensor, su mera presencia debe bastarnos.

    Es que la extraño tanto y, además, está muy desprestigiada entre los nuestros. Ya han pasado dos años y dos meses que no la veo. No sé a ciencia cierta dónde está. Y mi memoria tan tiesa y descarada ya empieza a difuminar su rostro. Y si debo reivindicarla y redimirla no puedo olvidarla. Todo lo cual solicita la ampliación o su transformación como renovación por medio del papel y las letras. No es que escriba solo para no olvidar, escribo sobre todo para hacer comprender. La buena memoria no se despierta por volver a ver la imagen, sino por reinterpretar la experiencia. Para hacer esto, sin embargo, no uso lupa ni hago introspección de las vivencias. Es que ni analizo demasiado la cosa (por una vez debo dejar de hacerlo). Simplemente toco la atmósfera rozándola con los ojos, la nariz, la boca, los oídos y, en especial, con el mejor órgano sensible: el corazón. Ya empiezo a sonar meloso y cursi, me callaré por ahora. Sigamos de otro modo.

    Tal vez aquello que subyacía en toda su música: sus decisiones, sus acciones, su drama; y aquello incluso que tejía el trasfondo de sus pensamientos, deseos e imaginaciones, se nos escapa. Pero puede ser que no. Un gesto, una palabra, unas letras, todo da cuenta del despliegue de un principio espiritual y oculto: aquella sangre vital que da vida al ropaje visible de su existencia. Sería entonces, digo, vano y atrevido exponer esa unidad, pero quizás podremos tocarla suave y con devoción, con el amor, el respeto y el entusiasmo debidos. Acaso, de este modo, se encuentre que la realidad es surreal, que la historia es ficción, que la documentación es magia, pues la verdad es pródiga y prodigiosa. Y así es la magistra Julia Florida: una mujer que traspasa sus límites. Al fin y al cabo, la vida de por sí es excesiva, y una gran vida es una explosión. Así fue ella en la Apolinaria.

    Permíteme hablar de este modo extravagante, sé que debes estar danzante por los incisos y la falta de dirección, pero digamos que escribiré de alguien que no sé quién es a ciencia cierta. Para empezar, su origen –hablando desde un punto de vista metafísico– es incierto. Es como una mentira que se normalizó para mí y la concebía como una verdad eterna. Y ahora pienso en su comienzo quimérico, o al menos no-natural, como algo sobrenatural en su punto de partida, es decir, cuando vino a mí. Todo lo cual hace pensar que fue un ensueño o una aparición febril, irreal y, en últimas, no verdadera, con una certeza de que eso no-puede-ser-así-en-situaciones-normales. Quiero decir, quién sabe qué esperar de lo que no se sabe su causa. Sin pronósticos, sin estadísticas, solo queda la posibilidad de que todo sea inexplicable. Por eso, no puedo decir quién es ella, no sé en realidad quién es… Por favor, pergolarios, no me atosiguen con sus preguntas minuciosas.

    Algo de ser-creador siempre crecía en Julia Florida, como si una y otra vez emergiera ex nihilo junto con una idea nueva y se desplegara en las más pintorescas maneras. De modo que mi mirada frente a ella era siempre primigenia y abrumada. Yo experimentaba todos los días un acontecimiento más excelso que la creación de un mundo, veía a una persona con todo su universo, creándose a sí misma. No solo era una renovación de su ser, sino que consistía en saltos cualitativos que transparentaban un algo-totalmente-otro. Su vida era pasar fronteras de aquí a allá y probar las infinitas maneras en que su ser se podía ejercitar. Siempre viene a mi mente la sorpresa de la magistra Julia cuando cogió una manzana roja, la cortó por la mitad y vio una mariposa pálida. Y decidió no comerla. Entonces, me llamó y me mostró cómo las alas de la mariposa se marchitaban. Esta lección fundamental ahora la entiendo un poco más. Precisamente, Julia Florida era inicio, manzana, mariposa y deceso.

    Esto fue lo que hicieron los elementos de la naturaleza: tan pocos y tan básicos, pero tan creativos. No era que sufrieran metamorfosis adecuadas, lineales, progresivas, esperadas; sino que de ellos surgían cosas impensables, increíbles, monstruosas, algo que no podían ni debían hacer, porque no tenían esa posibilidad. La magistra me enseñó que todo es un fabuloso error. No es evolución, es magia sin el resultado esperado, pero este es mejor aún que lo planeado. Y no solo consiste en la mezcla de los elementos, es la fuerza que los mueve a cada uno, un ímpetu interior del cual surge un fruto tremendo y bárbaro –o, al menos, más sofisticado–: de ser fuego a ser mujer, de ser viento a canción, de ser tierra a casa, de ser agua a guayaba. ¿Esto tiene explicación alguna?

    «Dar cuenta», «explicar» son verbos que aquí no funcionan, como me han pedido de forma equivocada los pergolarios justicieros. «Narrar» parece que sirve mejor, y esto lo entienden bien Phoebe y Curro. Pero el mejor verbo y que reúne todo lo anterior es «reinventar». No es que esto me lo proponga, no se trata ni de mentir ni de hacer un arreglo a su persona, como se hace con una pieza musical para que suene mejor, como adornarla con elementos floridos y reunir su vida en unos fragmentos constitutivos de un florilegio inocente, esto sería una cosa desgajada y muy pobre. Pero no quiero convertirla en un simple argumento literario o en una excusa moral.

    Digámoslo en este sentido: es dar cuenta de ella tal como la memoria me lo dicta. Y de ese modo la explico y la restablezco, narrándola. Y aquí ya no hay distinción entre verdad y falsedad. Está la certeza de que así es la cosa, aunque no sé si es así en realidad. No importa. Lo que sí hay que tener en cuenta fue su influjo, la manera en que fue tomando forma en mí. De esa manera podré ser fidedigno a su espíritu y a mi convicción, y desde ahí delinear en el papel con sus puras abstracciones sensacionales: lo que transparenta la tinta de un universo entero. Es que ella, déjame aclararlo, no es un mito ni una fábula, ni siquiera una leyenda; sino una vida viviente, no abarcada del todo en las palabras y siempre incomprendida e intocada. Lo que hacen el papel y la tinta es tentar con brevedad y expresar, como se pueda, un aprendizaje. Así, se puede vislumbrar que ella supera su forma estética, pero eso está bien, es suficiente: dice al menos algo o insinúa a un ser tremendo, sin ajusticiarlo y dejándolo ser.

    No me pavoneo de haberla conocido. La considero como la Gran Osa o la Osa Mayor. Yo, Sil, soy solo un oso pequeño que rinde sus tributos para restaurarla. Por eso no cacareo como el cazador con su triunfo, pues ella es un don que vino a mí, un regalo caído del cielo o nacido de las entrañas de la tierra; y también un peso, una tentación y una tempestad. Yo quisiera escribir como si fuera un hagiógrafo, porque ella es sublime; pero también soy un periodista que describe, tal vez, a una asesina. La vida de Julia es real, aunque envuelta en una luz claroscura. Lo maravilloso que es lo sagrado hace que las cosas adquieran un nuevo contorno porque «detrás del diablo hay un ángel», así me lo explicó la magistra cierto día, citando a alguien que ya no logro recordar. Las situaciones entonces tienen múltiples coloridos y su vida misma se convierte no solo en un mito compuesto, sino también en una alegoría estética referente a la evolución moral.

    Julia Florida, por eso, no cabe en ningún sitio ni en ningún paisaje fijo. No es posible encartonarla ni en lo uno ni en lo otro. Ella hubiera preferido un fondo complejo, como un rostro característico, nada fiel al hecho objetivo, sino un marco artístico. Pues este escrito es el marco y, con todo, Julia se sale; ella es mucho más. El marco solo deja entrever medio ojo y parte de un brazo, y algo de su tupida melena roja; pero deja intuir, al fin y al cabo, una vivencia misteriosa. Eso fue lo que yo vi en ella.

    En fin, después de que todo se mostrara no tan claro ni tan preciso como para que se pudiera decir sí o no a todas las preguntas que me hacían aquí algunos pergolarios sin mucho detenimiento, sigo escribiendo por obediencia, pues ya he empezado hace algunos días, pero ahora sin tanta congoja ni arrepentimiento. Sigo viendo muy borroso al sujeto de mi memoria. Con todo, como siempre, la felicidad es muy frágil: mi gozo viene empañado por la cicatriz infinita de esas muertes.

    (H)

    B

    Aunque Julia no podría testificar o ser testigo de su nacimiento, es seguro que nació, por ahora lo afirmamos y lo sostenemos con fuerza. Llegará el día en que, como sucede de forma natural con las personas que generan experiencias estrambóticas y fundan una manera de dominar los aires (pues ella con su guitarra dominaba los sonidos y las conciencias), se convierta en memoria, y así su nombre se asociará a algún evento o a un pueblo y será fuente de una etimología o de una nueva palabra. En ese caso, testimoniar su nacimiento no es necesario, la fuerza de su realidad se nos impone. Si es un símbolo, es una tradición, y, por tanto, no importan las fechas. Y tanto mejor, porque las fechas siempre son inventadas. ¿Cuándo en realidad hemos nacido? Nadie lo sabe, solo nacimos, y con eso basta, es más que suficiente. Ya es mucho pedir estar aquí. Y querer encontrar las difíciles leyes del caparazón y del espíritu es camino escabroso aunque no inútil; pero, por fuerza de distracción, se podría pensar que Julia no nació, como el universo tampoco.

    Lo que se recuerda de ese día queda borroso en la penumbra. Lo único que permaneció en la memoria fue una palabra que resonó en la cabeza de Julia por siempre. Cuando el cura de la parroquia preguntó el nombre de la bebé a su padre, este ya lo tenía muy claro, y cuando dijo con voz gruesa «Ada», este nombre empató a la perfección con la niña que era como una pequeña hada. Julia, ya mayor, me confesó que reconocía en su nombre primigenio su mote ancestral. También me contó que la floridez de sus otros nombres los percibía simplemente como un natural despliegue del primero. Esa sensación, entonces, había de sentirla cuando recibiera su nuevo nombre como «Julia Florida». Ahí fue hecha magistra en la Pérgola de Bogotá, como se hace en toda consumación de una iniciación e inauguración de una nueva misión.

    Su padre tenía muy claro el nombre de la niña, pero la madre –sobre quien Julia me ha guardado casi un sepulcral silencio, pero que nos conmocionó a todos con su llamado en la Apolinaria– en la gestación había percibido, según le contó su padre Char, otros nombres que para ella eran más adecuados. Había considerado ponerle Nirvana, Clara o Marina. Pero cuando la vieron nacer, en sus cabezas una ficha cuadró a la perfección en el tablero: el nombre encajaba, en efecto, con Ada Rama. Su madre, de quien ni siquiera sé cuál es su apelativo ni quién es, fue la que le puso el segundo nombre: «Rama». La verdad era que ‘Ada’ a secas sonaba bonito, redondo, lleno de solo una vocal abierta; un solo golpe con eco al final servía tanto para el reproche como para los cariños.

    Sin querer echarle la culpa a los antepasados por la responsabilidad de la estrambótica alma que tenía Julia, algo tuvo que ver para delinear su venturoso espíritu el que a un chico medio viajero y medio loco saliera corriendo de su pequeña villa a hacer dinero por las islas del Caribe y a aprender inglés en las Bermudas. Y el tipo no era desconocido en esas partes: se lo conocía por sus rasgos claramente indígenas y por su nombre un tanto extraño: Char. Un recuerdo de niñez que le quedó a nuestra Ada, antes de que Char Quizá se estableciera en Cali y cogiera seriedad, fueron las historias que él le contaba sobre su vida antes de que ella naciera, y le decía que todos lo concebían a él según la fama de vagabundo y levantapleitos que llevaba.

    Permaneció en la cabeza de Julia, de estos relatos tempranos, una imagen muy visible que daba cuenta de una mesa llena de cervezas desperdigadas en medio de trozos de vidrio, donde se apelotonaban los amigos de Char, oliendo a aguardiente, y se juntaban las revueltas por quisquillosas: volaban platos, uno que otro sonido de pólvora, un latigazo allá y una silla quebrada. El salta-tapias trotamundos, el querido Char de antaño (ya me hubiera gustado conocerlo en carne propia), era todo un drama. La magistra Julia recordaba que, en algún momento de algún relato paterno que describía un pleito, su padre alzaba el vaso de masato frente a la pequeña Ada sorprendida, como si fuera una señal de paz o una bandera blanca, pero en contra de toda premonición, desenvainaba un pequeño cuchillo que llevaba reluciente y, creyéndose algún guerrero calima, trazaba diversos símbolos con su brazo extendido. Luego continuaba su historia del pleito, diciendo que sus compadres lo observaban, por un momento, encantados por la parafernalia y los gestos extravagantes de Char, y al segundo volvían a la algarabía y la juerga.

    Una noche, mientras Julia escarbaba unos discos en el cuarto de rebrujo, como habían dispuesto el altillo, se encontró con dos pesados rosarios de metal ya carcomidos por la herrumbre que la llevaron a imaginar, en su infantil y desbordada imaginación, a un corsario entre su familia o a algún templario que hubiera llevado su sangre en barco a las Américas, y, de sopetón, encontró metido entre la caja de un elepé, unas cartas que según lo que pudo especular provenían de una cárcel. Pensó que su hallazgo era fantástico, salió corriendo al sofá donde reposaba su padre y le pasó las cartas. El señor Char las miró e hizo mala cara.

    —¡Ay!, la negra divina —exclamó. Dobló las cartas y las guardó en su bolsillo. Desde esa vez Julia no las volvió a ver.

    Otro día, encontró a su padre refunfuñando y hablando entre dientes, escondido por las páginas extendidas del semanario, mascullaba:

    —Despilfarradora, negra, ¿quién te enseñó?

    Esta reputación de alguna antecesora morocha –hermosa y gastona– le quedó desde entonces grabada a Julia en su memoria. Ese mismo día, su padre, en un arrebato, le contó las penosas profesiones por las que su abuelo Víctor había tenido que pasar: le dijo que fue primero pollero, después comerciante de carbón y relojero, y por fin fue guía turístico con una lancha que tenía un potente motor. ¡Ah, viejos quizá!

    Una vez me contó algo de su lado materno. Y pude descubrir que parte del romanticismo del alma de Ada, procedía de su bisabuela Georgina, madre de Georgina de Laval, abuela de Julia. Su padre le contó que la bisabuela de Ada estuvo en Cartagena por los tiempos de Soledad Acosta de Samper, y que ella incluso publicó algunos cuentos en la revista La mujer, fundada por doña Soledad. Decía que Georgina fue ‘alentadora’ de muchos hombres en la guerra de los mil días. Además, que ella era famosa en esas latitudes por su extraña belleza, pues era albina. Y Char le contó que en cierto momento le cayó a Georgina un terrible cansancio por la repetición de la política (no sé con exactitud qué quiso decir Julia con esto) y volvió a la fría Bogotá a cuidar de su esposo. Siempre hay breves retazos de la historia de Julia, es que ella callaba muchas veces cuando recordaba un pensamiento antiguo, y entonces volvía a su guitarra y a su silencio. Y yo no la podía sacar de ahí. Y de su madre, nada.

    A veces la magistra me hablaba de un antepasado materno que estuvo en

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