Cuentos laterales
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Estos cuentos movilizan de tal forma que comenzamos a ver más allá, a leer entre sus párrafos el lado real de sus historias.
Como una catarata imponente e hipnótica, caen, página a página. Atravesados por una realidad contundente, por dolores lacerantes, necesarias metamorfosis, amores que curan pero no salvan, pasiones inexplicables y lucidez más allá de la locura.
Graciela Maschi,
escritora
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Cuentos laterales - Norma G. Sanchez
Prólogo
Para hacer literatura hace falta imaginación. Jugar con hechos conocidos, familiares, y con otros no tanto. Crear mundos donde se subvierten las coordenadas de la realidad. O no, tal vez la realidad sea un poco así, como la cuenta la autora, un entramado de historias paralelas, un baile, al decir de Antonio Skármeta, que nunca se sabe cómo termina.
Las historias son encantadoras, en el sentido más literal del término. La pluma se desliza y los hechos narrados van y vienen. El lector las lee y escucha cantos de sirenas, es extraviado adrede, hábilmente conducido a los laberintos de la ilusión. Las palabras son las notas de la flauta del encantador de serpientes, seducen, despistan, entre-tienen, y de ese modo la autora nos prepara, potencia el efecto de la caída en la realidad.
El paso del sueño a la vigilia, de lo pensado a lo concretado, del soñante al soñado, de la cordura a la locura, de finales que parecen ser y acaban no siendo, transita envuelto en la neblina de la incredulidad propia del después de las tragedias. No hay personaje que no pierda la inocencia, y el lector con ellos. La autora juega con nosotros como lo hace la vida misma, engolosinándonos con los días felices. No hay fiesta que no se pague, todo tiene sus consecuencias. Hay fiestas que se pagan de más, otras sin comerla ni beberla. No hay oficinas de reclamo. Solo la ruptura uraniana de la cotidianeidad y el después, como canta Serrat, chupando un palo sentados sobre una calabaza.
La niñez entre el lugar común de la inocencia y la profundidad, oscuridad de las experiencias infantiles con la muerte, con el poder, las ansias de dominio, la magia, la fantasía. Lo prohibido y la culpa, resultante del discurso castrador de la educación familiar y religiosa, como obstáculo a la exploración. La culpa como la verdadera asesina de la genuina curiosidad infantil.
Adultos ajenos o enajenados, el uno confundido con el otro, testigos mudos, a las pajaritas les vuelan las plumas. Hay que leer y re-leer, el lector decide redireccionar o seguir a ciegas y entregarse. Encuentros en otras dimensiones, el sueño, la locura, y todo es tan parecido a la realidad, que cualquier semejanza no es coincidencia. El galpón de la casa, el hospital, el manicomio, un telo
, la alta sociedad y su impunidad, el mundial y la pandemia, pero también Malvinas y la dictadura militar. Llega el día de la factura y la vida se cobra, los locos y las ratas zafan, los clásicos se rebelan. Los hermanos mayores son crueles, la vida ¿es una hermana mayor? ¿Cómo se sigue después de ciertos finales? ¿Se sigue? Una constante, casi una obsesión de la autora: el dilema de estar entre la orilla y el mar profundo.
Personajes no anticipados, se cuelan, entran lateralmente a la historia y la re- significan por completo. La autora lo logra con maestría. La narración es sutil y tierna cuando tiene que serlo. De pronto cobra ritmo, el paso se acelera, cabalgamos vertiginosamente. Nos pasamos de la esquina, seguimos de largo, un final y no, abruptamente, abismalmente el camino de al lado es, precisamente, donde la historia muere.
En otras ocasiones la entrada es por el absurdo y la ironía, cobran vida los objetos y los animales mantienen soliloquios internos acerca de sus dueños.
A todo ello debemos sumar el exquisito estilo de su narrativa. Prepárese el lector para una experiencia estética y original como pocas. Cuentos laterales, historias con revés y doble faz, descubrirá que el centro es la periferia. Las leerá con el pensamiento lógico, la intuición y el corazón.
Mariela Borello
Escritora
Bebé de Sultán
He sido Sultán desde que Amo sintió piedad de mi existencia y apartó con asco las miserias en las que me hallaba para darme un lugar en su casa. Fui recibido con desdén por Señora que, enguantada, me sumergió en el primer baño de agua clara. Saco de huesos por desparasitar. Temor a la barbarie que mi falta de raza podría suscitar.
Comprendí de sus ojos el juicio constante de mis acciones. Jamás oriné en sus pisos o alfombras. Jamás mastiqué sus zapatos ni aullé inoportuno en la noche consternada por evocar a la manada. Aprendí a reservar los espasmos de mi cola al juego repetido de alcanzar la pelota. Crecí sano, fuerte, guardián y me entregué a su servicio.
Amo me olvidó poco a poco tras las lunas que aumentaban la curva inesperada del vientre de Señora. Algo nuevo se avecinaba y era más importante que todo lo visto hasta ahora. Algo capaz de volverme prescindible, atormentado en el recuerdo de la calle, el hambre ajustado entre el cuero y las costillas. Me pensé irreconocible invitado al cortejo del frío pasado.
Tres días con sus noches pasaron desde que Señora gritó al mojar, con sus propios líquidos, los pisos y las alfombras que siempre evité. Amo la subió al auto con prisa. Temí que la abandonara en la calle en la que fuera encontrada (si es que Amo encontró a Señora en la calle). La desesperación al pensar en cuál sería la represalia que pudiera recibir un Sultán como yo tan inferior a Señora y no poder interceder con mi lenguaje sencillo de ladrido y llanto. Pero Amo y Señora volvieron envueltos en palabras amables, dulcísimos con una cría entre los brazos. Bebé sería desde entonces mi responsabilidad.
Fui Sultán para Bebé desde que arrastrándose por el piso llegó hasta mí para jalar mi pelo. Resguardé su olor en mi olfato por sobre todos los olores del mundo. Fui almohada en su siesta, compañero en la carrera, confidente, buen amigo, guardaespaldas y hasta muñeca. Fui su risa certera y él, amor verdadero.
Cuando Bebé se irguió en sus dos patas traseras supe que debía esforzarme más allá de mis propios límites para protegerlo. Cuando Bebé obtuvo el reconocimiento de Amo con un juego de llaves que le permitía cruzar a su antojo el perímetro de rejas comprendí con dolor cuáles eran mis propios límites.
Aun con amigos, Bebé continuaba siendo mi bebé. Se sujetaba con fuerza a la soga que adosaba a