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El Novio Desconocido
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El Novio Desconocido

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En 1819, Lady Vesta Cressinton-Font viaja sola a la pequeña isla mediterránea de Katona como esposa por poder de su Príncipe hereditario. Tan pronto como dejó su barco y puso un pie en Katona, Vesta, de ojos azules y exquisitamente hermosa, se sintió asustada y totalmente sola. Ciertamente no fue la recepción que esperaba. ¿Dónde, se preguntó, estaban los representantes del Príncipe Alejandro? Seguramente Su Alteza Real no dejaría que su futura esposa llegara a Katona sin recibirla con un saludo formal. Realmente, nunca imaginaria viajar desde Inglaterra para casarse con un hombre al que nunca había conocido y ser recibida con esa extrema rudeza, pero al bajar del barco, la recibe el Conde Miklos Czako, que se pone bajo su mando y dice a Vesta que la revolución ha estallado y ella debe regresar inmediatamente a Inglaterra. Pero, Vesta se niega a hacerlo y ordena al noble, a llevarla a la Capital junto a su Príncipe. Después de un viaje peligroso y con captura por parte de bandidos, Vesta llega al Palacio Royal Hunting Lodge y inevitablemente debe enfrentarse también a nuevos peligros, pues el Conde, elegante y atractivo, le pareció inmensamente guapo y despertó en ella un éxtasis como nunca había imaginado…

LanguageEspañol
Release dateMar 11, 2023
ISBN9781788676021
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    El Novio Desconocido - Barbara Cartland

    CAPÍTULO I

    1819

    Vesta puso pie en el malecón y sintió que el suelo se tambaleaba aún bajo sus plantas. Avanzó unos pasos y se detuvo un momento mirando a su alrededor.

    Había esperado que Katona fuera un bello lugar, pero no supuso, ni por un instante, que se tratara de un sitio tan hermoso como para quitarle a uno la respiración.

    La pequeña bahía, con sus casas de madera y sus techos de losetas rojas, era muy pintoresca. Más allá, borrosos en la lejanía, se divisaban el verde oscuro de los olivares y las montañas de espesos bosques y, en siluetas apenas dibujadas contra el cielo intensamente azul, las cumbres nevadas de una cordillera

    Por todas partes se veían flores.

    Flores en las jardineras de las casitas, flores en la parte inferior de las laderas de las montañas, en los barrancos, bajo los olivos y, al contemplar aquellos mantos de brillantes colores, Vesta se quedó casi sin aliento

    «Mi nueva patria», murmuró para sí.

    Brillaron los ojos azules en la pequeña cara, de forma de corazón, mientras miraba acercarse a ella por el malecón a un hombre que vestía el uniforme de suboficial de Marina.

    El, saludándola marcialmente, le dijo.

    —Le he pagado a diez hombres para que lleven su equipaje a la posada, milady. ¿Me permitirá acompañarla?

    —No, gracias, señor Barnes— contestó Vesta—, sé que ahí Capitán le está costando mucho trabajo mantener estable el barco en este mar tan agitado. Estará ansioso de verlo regresar a usted lo más pronto posible.

    —Pero, milady, alguien debió venir a recibirla.

    —Supongo que estarán esperándome en la posada. Después de todo, no podían saber la hora exacta de nuestra llegada y creo que ni siquiera el día.

    —Desde luego que no milady, y aún deben dar gracias-de que, al menos, hayamos llegado con bien

    El suboficial sonrió al hablar y Vesta correspondió con otra sonrisa.

    —Fue un viaje bastante difícil, en ocasiones— comentó ella—, pero ya estamos aquí, por fortuna. ¿Tendría la bondad de hacer llegar a toda la tripulación mi agradecimiento?

    —Lo haré con gusto, milady. Ha sido un privilegio y un honor tenerla a usted a bordo

    —Gracias, señor Barnes.

    Vesta le extendió la mano y él le dijo, estrechándosela:

    —Me agradaría, milady, en nombre propio y en el de todos los miembros de la tripulación, expresarle nuestros deseos de que sea usted muy feliz en el futuro

    —Gracias; señor Barnes— dijo Vesta de nuevo.

    Él se llevó la mano a la gorra, despidiéndose, y se alejó con paso marcial hacia el remolcador que había transportado a Lady Vesta Cressington-Font desde el barco, junto a su equipaje.

    El bote era maniobrado por ocho marineros ingleses y Vesta tuvo que reprimir el impulso de agitar la mano en señal de despedida, considerando que aquel habría sido un gesto demasiado familiar

    Volviéndose, siguió lentamente a los hombres que llevaban sus baúles a la espalda. Consternada, observó que algunos de ellos eran tan viejos, que se doblaban bajo el peso de Ja carga.

    Era extraño, pensó, que los elegantes y vaporosos vestidos que integraban su trousseau pesaran tanto

    Pero no estaba particularmente interesada en sus baúles en esos momentos, sino en la gente que veía de pie frente a sus casas, o trabajando alrededor de la bahía Sabía que su propio destino estaba ahora ligado a ellos

    Los hombres eran morenos y de constitución robusta, con facciones fuertes y bien definidas; las mujeres, regordetas, de Amplio busto y, sin lugar a dudas, muy atractivas

    Sus rostros sonreían y todos tenían la tez tostada por el sol, de un suave tono dorado.

    Los niños, de brillantes e inquisitivos ojos negros, iban tocados con gorras de color rojo y grandes borlas, que constituían parte del traje típico nacional.

    «Es un país hermoso, con gente encantadora», pensó Vesta Recordó entonces que, cuando su padre mencionó a Katona por primera vez, ella lo había mirado sorprendida

    —¿Katona?— le había preguntado

    —¿Sabes dónde está?— inquinó a su vez el Duque de Salfont Vesta titubeó un momento.

    —¿En el Mediterráneo?— había dicho, vacilante, lanzando a continuación un pequeño grito—, pero… qué tonta soy… ¡Por supuesto que lo sé ! Se encuentra entre Albania y Grecia y es independiente del imperio Otomano que gobiernan los turcos

    —Así es— aprobó el Duque—, me alegra que seas tan instruida

    —Debo confesar que no sé mucho acerca de ese país— había admitido Vesta—, pero creo estar en lo cierto al decir que no fue afectado por la guerra

    —Tienes razón Napoleón Bonaparte no conquistó Katona por lo que ésta escapó a la devastación que afectó a la mayor parte de Europa, y no sufrió la pérdida de hombres que soportaron los demás países Había dicho aquello con cierta amargura, que no pasó desapercibido a Vesta. Cualquier referencia a la guerra hacía que su padre recordara con intenso dolor, que había perdido a su único hijo varón en Waterloo

    Vesta se dio cuenta de que, frente a ella, los cargadores del equipaje entraban al patio de una pequeña posada Los siguió y un hombre, obviamente el posadero, apareció en la puerta y se inclinó casi hasta tocar el suelo cuando ella llegó a su lado

    En aquel momento, Vesta se decidió a hacer uso de sus conocimientos del idioma del país, que había estudiado arduamente durante el largo viaje desde Inglaterra

    —¿Me estaban esperando— preguntó con gentileza, esperando que el hombre la comprendiera

    —Sí, sí, milady.

    —¿Ha llegado alguien en mi busca?

    Él sacudió vanas veces la cabeza y se enfrascó en una larga explicación, de la cual ella comprendió apenas una palabra en cada diez, aunque pudo sacar en claro que no había nadie ahí esperándola

    Sin embargo, el posadero, no sólo parecía haber sido advertido de su llegada, sino de la de importantes personajes que acudirían a darle la bienvenida

    Sin dejar de hablar, el hombre condujo a Vesta a lo largo de un angosto pasillo, hacia un saloncito privado, un recinto muy agradable

    Tenía ventanales que daban, por un lado, al malecón y por el otro a un pequeño jardín lleno de flores de brillantes colores y Vesta pudo contemplar, por primera vez, un árbol de naranjo repleto de la dorada fruta

    En aquel momento, apareció una robusta mujer de edad madura, la posadera, sin duda alguna, quien, después de hacerle a Vesta una cortés reverencia, se dispuso a conducirla a los altos

    Vesta penetró en un dormitorio y pensó que allí podría lavarse y cambiarse de ropa si así lo deseaba

    Pero, como acababa de bajar del barco, se limitó a quitarse la pesada capa que llevó en el bote y la depositó sobre la cama Luego, se dispuso a descender de nuevo por la angosta escalera de madera para dirigirse al salón

    Acercándose a la ventana, pudo ver, en la bahía, el bergantín que la había traído de Inglaterra y que se movía considerablemente, a pesar de estar-anclado. En aquel instante izaban un bote y Vesta sintió un poco de temor, al comprender que desaparecía su último contacto con Inglaterra

    En el barco había cincuenta hombres que la conocían y hablaban su propio idioma, que eran sus conciudadanos y que ahora la estaban dejando sola, en un país extraño que no se había molestado siquiera en enviar a un representante para recibirla a su llegada

    ¡No podía entenderlo!

    El Primer Ministro, Su Excelencia, Janos Sutez, había sido muy explícito al explicarle lo que podía esperar

    —Su Alteza Real no la recibirá en el puerto— le había dicho—, la esperará en el Palacio, en Djilas. Pero irá a recibirla el Barón Milovan, un noble muy distinguido que posee un magnífico Castillo a mitad del camino entre Jeno, donde usted desembarcará, y Djilas, donde se le recibirá con la pompa que le corresponde.

    —¿Quién más estará con el Barón?— había preguntado Vesta, diciéndose que debía estar preparada para todo.

    El Primer Ministro había comprendido su inquietud y le explicó con lujo de detalles todas las cuestiones de linaje, hablándole de la personalidad de aquellos a quienes encontraría al principio en su nuevo país.

    Habría dos damas, además de la esposa del barón, y cierto número de cortesanos, estadistas y nobles que la escoltarían hasta la capital

    —El primer día será bastante informal— le había aclarado el Primer Ministro—, todos comprenderán que estará cansada, después de tan largo viaje, y la conducirán al Castillo del barón, donde pasará la noche. Al día siguiente, sólo le tomará dos horas llegar a Djilas, pero almorzará en otra hermosa mansión de las afueras de la ciudad, perteneciente a un distinguido miembro del gobierno del Príncipe

    El Primer Ministro había añadido con una sonrisa.

    —Ahí podrá ponerse su mejor vestido, para que deslumbre a la gente que, sin duda alguna, llenará las calles para vitorearla cuando entre en la ciudad.

    —¿Y el Príncipe?— había preguntado Vesta.

    —Su Alteza Real la estará esperando en la escalinata del palacio. Conocerá desde luego, la hora de su llegada y cuando los carruajes se detengan descenderá hasta la mitad de la escalinata para salir a su encuentro. Si yo pudiera estar allí, tendría el honor de presentarla, pero, en mi ausencia, será el barón quien realice esta pequeña ceremonia.

    Vesta había lanzado entonces un profundo suspiro. Sabía que el instante de conocer al Príncipe sería el más difícil de todo su viaje.

    Cruzó ahora el pequeño salón. ¿Qué podía haber pasado? ¿Cómo era posible que no hubiera nadie ahí para esperarla?

    El Primer Ministro había dicho con perfecta claridad que se esperaba que ella desembarcara en Jeno. Existía un puerto más grande, pero Jeno quedaba más cercano a la capital. En realidad, se encontraba a sólo cinco horas de viaje, pero se había planeado que ella se detuviera en el Castillo del Barón

    —Tal vez se equivocaron acerca de la fecha de mi llegada— se dijo Vesta.

    Pero sabía que el Primer Ministro había hecho saber que ella llegaría sin falta entre el 25 de mayo y el primero de junio.

    Apenas se encontraban a 26 de mayo, de modo que no venía retrasada. Y suponiendo que hubiera llegado el día anterior, ¿esperarían acaso que permaneciera sola en aquella pequeña posada?

    Se contestó en parte a su pregunta recordando que no esperaban verla llegar sola.

    Sin embargo, se imaginaba lo furioso que se habría puesto el Primer Ministro si, al acompañarla, se hubiera visto tratado en forma tan descortés.

    El posadero entró en la habitación con grandes aspavientos y Vesta comprendió que le estaba preguntando si deseaba algo de comer.

    —Gracias— contestó ella—, me gustaría mucho.

    Apenas era mediodía, pero tenía mucha hambre.

    El barco había logrado aprovisionarse nuevamente en Nápoles, pero, después de un viaje tan largo, llegó a cansarse de la escasa variedad de platillos que preparaba el cocinero y empezó a comer cada vez menos

    Colocaron una mesa para ella junto a la ventana que daba al jardín y, un momento más tarde, una jovencita de piel dorada y dos largas trenzas de cabello muy negro, entró en la habitación con una fuente en las manos, que despedía un aroma delicioso.

    Cuando Vesta se sentó a la mesa, descubrió que se trataba del pescado fresco, cubierto con una salsa de huevo, aceite, y limón, que el asistente del Primer Ministro, le había descrito con tanto entusiasmo.

    Él había sido su maestro, no sólo con respecto al idioma, que ella comenzó a aprender con el Primer Ministro, sino en cuanto a las costumbres del país, la comida, y las distracciones de todo tipo.

    —Como usted sabe— le había dicho el asistente—, nuestro pueblo es una mezcla de griegos, húngaros y albanos. Los húngaros son los que ocupan los lugares más prominentes en la sociedad, pero hemos adquirido los gustos y las características de los tres países.

    —En lo que a comida se refiere— había agregado sonriendo—, tal vez fueron los griegos quienes influyeron más en nuestra cocina. Como tenemos muchas costas, contamos con buena provisión de pescados y mariscos. Y aunque las mujeres fallen en otros aspectos culinarios, nos ofrecen excelentes guisos de todo lo que sacamos del mar.

    No había la menor duda de que el pescado que Vesta devoraba en esos momentos era exquisito en extremo

    Después, le sirvieron cordero, joven, y tierno, cocinado en un pincho largo, con tomates y un vegetal de color verde que ella no reconoció, pero que le hizo recordar al pimiento.

    El cordero estaba aderezado con yerbas y Vesta se dijo que, apenas llegara a la capital, debía aprender más sobre la vegetación del país.

    Había descubierto, de hecho, que ni el asistente, ni el propio Primer Ministro, habían podido responder a la mitad de las preguntas que ella les formuló.

    El posadero le trajo para beber un vino blanco y ligero, y aunque ella sólo había pedido agua, lo probó, descubriendo que tenía un sabor muy. agradable.

    Hubiera querido preguntar si era de fabricación local, pero le resultaba imposible por lo limitado de su vocabulario.

    No sólo le costaba mucho trabajo entender lo que le decía el posadero, pues tenía un acento distinto al del Primer Ministro y su asistente, sino que apenas lograba hacerse comprender a medias por él.

    Cuando terminó de almorzar, se percató de que debía ser cerca de la una. Los habitantes del pequeño puerto dormirían la siesta en breve, sin duda.

    Al asomarse a la ventana vio a varios ancianos, que se habían instalado en sus sillas o en los escalones de las puertas y empezaban a cabecear con los ojos cerrados, para protegerse de los brillantes reflejos del sol.

    «¿Qué haré», se preguntó de pronto, «si a nadie se le ocurre venir a buscarme nunca?»

    Aquel pensamiento la llenaba de temor. ¿Se habrían olvidado de ella? ¿La dejarían sentada allí, días tras días, mes tras mes? y, ¿qué haría cuando se le acabara el dinero y no tuviera para pagar siquiera su comida?

    Era posible que tuviera que trabajar para subsistir, Pero, ¿qué podría hacer? ¿Trabajar en los olivares, ayudar en la posada?

    Se obligó a una pequeña sacudida mental Aquél era el tipo de ensueño por el que su madre solía reprenderla con frecuencia.

    —Tienes demasiada imaginación, Vesta— solía decirle—, debes aprender a ser más práctica, más realista. ¡No tiene objeto vivir en un mundo de cuento de hadas!

    Ese era, se dijo Vesta con severidad, su mayor defecto. Sin embargo, se resistía a abandonar aquel hábito que en ocasiones le deparaba mágicas experiencias.

    Recordaba una conversación, hacía dos o tres años, cuando sus padres pensaron que ella no los escuchaba.

    —Me preocupa Vesta— había dicho la Duquesa.

    —¿Por qué?— había inquirido el Duque.

    —Es demasiado introspectiva, muy distinta a las otras chicas. Vive en un mundo muy suyo, de fantasía, y la mitad del tiempo no se da cuenta de lo que sucede a su alrededor.

    —Tal vez eso sea mejor para ella— repuso sonriendo el Duque.

    —!Nada de eso!— había protestado la Duquesa con brusquedad—. Vesta espera demasiado de la gente. Siempre piensa que se comportará de acuerdo a los ideales que se ha hecho de ella.

    —Entonces, va a sufrir muchas desilusiones— predijo el Duque.

    —La lastimarán y se sentirá infeliz— había insistido la Duquesa—, porque cuando uno espera tanto de los demás, sufre profundos desencantos.

    La Duquesa, entonces, había suspirado.

    —Vesta es demasiado sensitiva; muy introspectiva, imaginativa en exceso.

    —Cambiará con el tiempo, ya verás— había respondido el Duque con firmeza.

    Pero Vesta comprendía que no había cambiado. En realidad, su imaginación parecía haber aumentado con el tiempo.

    No obstante al salir de Inglaterra, se propuso comportarse con mucha circunspección y sensatez, sin sorprenderse por nada, a pesar de lo extraño o inexplicable que pudiera parecerle.

    «No debo esperar demasiado de nadie»

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