Lenguaje figurado y educación: Creencias implícitas, usos e implicaciones prácticas
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Lenguaje figurado y educación - Elena Marulanda Páez
CAPÍTULO 1
LENGUAJE FIGURADO: UNA INTRODUCCIÓN
Mercedes Belinchón Carmona*
Algunas ideas para romper el hielo
En 1973, el etólogo austriaco Karl von Frisch recibió el Premio Nobel de Fisiología/Medicina por, entre otros méritos, haber descifrado la danza
mediante la cual las abejas exploradoras indican a sus compañeras de colmena, con una impresionante precisión, la ubicación de las fuentes de polen o néctar que acaban de descubrir. Tras observar la conducta de estos insectos, tanto en su hábitat natural como en situaciones experimentales, Von Frisch concluyó que existe una correspondencia objetivable y exacta entre ciertos rasgos de los movimientos que realizan esas abejas exploradoras cuando vuelven a la colmena (concretamente, la inclinación y posición del eje de su abdomen respecto al sol, la amplitud y configuración de sus desplazamientos circulares, la velocidad con la que hacen vibrar las alas y otros signos) y la ubicación (distancia y orientación) del filón alimenticio, al que, tras observar y descifrar esa danza
, se dirigirán las demás abejas obreras de la colmena (Von Frisch, 1927/1984, cap. 11). Por contraste, cuando observamos la comunicación humana, comprobamos que uno de sus rasgos más llamativos (quizá porque resulta contraintuitivo) es que muchos de los mensajes que nos intercambiamos son objetivamente imprecisos (porque no aportan información suficiente), son ambiguos (porque admiten más de una interpretación), son paradójicos (porque aportan informaciones contradictorias entre sí) o incluso son absurdos (porque tomados literalmente parecen no tener nada que ver con la situación o porque incluso no tienen ningún sentido, como, por ejemplo, cuando alguien dice que su marido es un mirlo blanco o que no sabe cómo matar el tiempo).
Mensajes así (ambiguos, imprecisos, irrelevantes, etc.) podrían parecer a priori casos aislados, chapuceros, defectuosos y desde luego disfuncionales para el buen fluir de la comunicación con nuestros congéneres. Sin embargo, la realidad es que, lejos de constituir una excepción o de ser usados solo por personas con competencias comunicativas muy disminuidas, estos mensajes se encuentran profusamente en el lenguaje (oral, signado y escrito) y en la comunicación no verbal de todas las personas, en todas las edades y en todo tipo de situaciones (interacciones y conversaciones espontáneas, discursos formales, textos literarios, escolares, científicos, etc.). Tal ubicuidad impide pensar que esos mensajes reflejan características o limitaciones intrínsecas de los códigos comunicativos humanos per se, del mismo modo que obliga a descartar la hipótesis de que esa forma de comunicarse (aparentemente tan imperfecta) derive de dificultades o características (físicas y/o psicológicas) exclusivas de unas pocas personas o grupos. Más bien, el hecho de que estos mensajes estén tan omnipresentes en las interacciones comunicativas humanas invita a pensar que este fenómeno tan singular (del que no hay parangón en ninguna otra especie) refleja de alguna manera rasgos intrínsecos de cómo usamos los humanos los códigos comunicativos de que disponemos, algo sin duda potencialmente revelador de cómo somos, y que a nosotros nos interpela a la vez en un triple sentido: como miembros de una especie que aspira a conocerse a sí misma, como estudiosos de la condición humana comprometidos con prácticas educativas que puedan optimizar su desarrollo y también, desde luego, como docentes.
En el plano de los actos comunicativos no verbales, encontramos gestos ambiguos o imprecisos de distintos tipos. Por ejemplo:
•Gestos emocionales , como fruncir el entrecejo, que puede expresar enfado, pero también preocupación y/o concentración; o como (son)reír y llorar, que, aunque expresan emociones opuestas, pueden darse simultáneamente en momentos de intensa alegría y placer, pero también de dolor o miedo.
•Gestos deícticos , como señalar y mostrar, que pueden usarse para pedir algo (cumpliendo, por tanto, una función comunicativa imperativa ), pero también para compartir con el interlocutor la atención e interés sobre algo (cumpliendo entonces una función comunicativa declarativa ).
•Gestos simbólicos , como es el caso de apoyar la palma de la mano derecha abierta sobre la zona del corazón, que convencionalmente se toma como un signo de afecto y/o lealtad, pero que podría considerarse también la respuesta refleja de alguien que en ese momento sufre dolor cardiaco.
En cuanto a los actos comunicativos verbales, la cantidad y diversidad de los posibles ejemplos se amplía hasta límites insospechados, pudiendo detectarse imprecisión, ambigüedad, etc., en un sinfín de ítems lingüísticos diferentes (p. ej., en distintas clases de palabras, sintagmas, oraciones y textos). Así, cuando oímos/vemos, por ejemplo, que en la sala se produjo un estruendoso silencio, que alguien se fue de la lengua y se pasó de la raya, que no debe venderse la piel del oso antes de cazarlo, que el profesor de Matemáticas es un hueso o que Israel ha suprimido el uso obligatorio de mascarillas, nos encontramos ante formas indirectas o figuradas (no literales) de expresar el contenido semántico de los enunciados (su significado conceptual o proposicional). A su vez, cuando para pedir educadamente que se cierre una ventana alguien afirma: Tengo frío (o pregunta: ¿Puedes cerrar la ventana?); o cuando para criticar cortésmente la escasa habilidad culinaria de quien acaba de servirle un trozo de bizcocho chamuscado alguien profiere una ironía (p. ej., el falso elogio hiperbólico Nunca había comido un postre más rico), nos encontramos ante formas igualmente indirectas u oblicuas de expresar el significado pragmático de las locuciones (p. ej., la función comunicativa que cumple cada una de ellas y/o la intención con que el hablante las profirió).¹
Las estructuras, recursos o dispositivos lingüísticos que, como en los ejemplos anteriores, permiten expresar el significado de los mensajes de forma indirecta o figurada suelen recibir desde antiguo el nombre de tropos.²
Los tropos forman parte del acervo de todas las lenguas, lo que significa: 1) que los conocen y aplican con mayor o menor frecuencia y eficacia todos los usuarios de esas lenguas; 2) que esos usuarios adquieren o aprenden los tropos junto con el vocabulario y gramática del idioma, y 3) que el uso de los tropos, como también el del léxico, la prosodia y otros componentes de la lengua, está regulado y constreñido en parte por capacidades y sesgos que forman parte de nuestra naturaleza, pero en parte también por normas socioculturales. Así, pueden darse diferencias de estilo comunicativo entre los hablantes de distintos países, entre los de grupos distintos del mismo país o comunidad e incluso entre los hablantes de un mismo núcleo familiar o social (pensemos, como ejemplo, en la proverbial flema que tópicamente se atribuye a los británicos —derivada de un aparente uso frecuente de expresiones indirectas, irónicas y de cortesía— o en la impresión contraria, de excesiva rudeza, que produce en los países latinoamericanos y en otros lugares el modo —menos retórico y más directo— con que se utiliza el español en España; también, podríamos pensar cómo diferencias en la personalidad, temperamento, etc., de los miembros de una misma familia se asocia a estilos también diferentes de comunicación —más directos en unos y más oblicuos en otros—).
En los ejemplos de lenguaje figurado o indirecto presentados más arriba (algunos de los cuales podrían contrastarse con sus equivalentes en otras lenguas —como hacen, entre otros, los especialistas en fraseología comparada—), los tropos empleados han sido los siguientes:
•En el primer ejemplo, se han incluido aditivamente en un mismo sintagma dos términos ( silencio y estruendoso ) cuyos significados son incompatibles entre sí, de modo que se conforma un oxímoron , esto es, una figura retórica que a través precisamente de la contraposición consigue crear significados nuevos.
•En el segundo ejemplo, encontramos dos modismos ( Irse de la lengua y Pasarse de la raya ) que en español expresan, respectivamente, ‘contar algo que debía permanecer en secreto’ y ‘decir algo o cometer una acción que no está bien o que no es tolerable’. El segundo modismo, además, contiene un término ambiguo, pues el sustantivo raya posee varias acepciones en el Diccionario de esa lengua. ³
•El ejemplo que menciona al oso , por su parte, es un proverbio que se usa con frecuencia para aconsejar ‘no dar por hechas cosas que todavía no han ocurrido’.
•La metáfora que equipara profesor y hueso (proyectando las propiedades de este sobre aquel) es también un tropo común que se usa para resaltar el quizá excesivo nivel de exigencia (o de intransigencia) de ciertos docentes.
•Por último, el titular periodístico que informa de cómo, gracias al programa de vacunación contra la covid-19 aplicado en Israel, este país ha sido el primero en relajar una medida excepcional de protección sanitaria, como es el uso obligatorio de mascarillas en los espacios públicos, utiliza una metonimia , pues con el nombre del país (el todo ) se ha sustituido el de las personas o instancias concretas que han adoptado tal decisión (la parte ).
La comunicación humana, pues, vemos que cuenta con recursos lingüísticos concretos para generar mensajes que no trasladan de un modo transparente o directo las emociones, deseos, intenciones, creencias, etc., de los emisores. Este rasgo, y el hecho de que muchas de esas expresiones estén altamente convencionalizadas, podría dar pie a pensar que se pueden reconocer y diferenciar fácilmente los enunciados figurados (no literales) de los enunciados no figurados (literales). Los primeros derivarían o incluirían fórmulas y tropos convencionales, como las metáforas, los modismos, las metonimias, las peticiones directas y las hipérboles irónicas de nuestros ejemplos. Los segundos, paradójicamente, serían mucho más difíciles de definir, como ha mostrado Gibbs (1994) al presentar al menos cinco modos distintos en que los trabajos referidos al lenguaje figurado definen la literalidad.⁴
Muchos textos académicos sobre lenguaje (incluidos capítulos de nuestra autoría en manuales de psicolingüística y neurociencia, p. ej., Belinchón [1999] e Igoa et al. [2011]) han usado como eje argumental la contraposición entre lenguaje literal y no literal o entre expresiones figuradas y literales, en buena medida por la utilidad pedagógica que tienen siempre las dicotomías. Sin embargo, argumentos teóricos de diverso tipo, igual que evidencias empíricas procedentes de estudios propios y de otros autores, muestran que las cosas en este ámbito (como en casi ninguno de la realidad) no se pueden categorizar así, como si estuviéramos ante dos clases de lenguaje distintas y con límites bien definidos. Por ejemplo, en un estudio normativo realizado por Marulanda et al. (2010), que permitió seleccionar los materiales del estudio al que nos referiremos en el capítulo 4, pedimos a estudiantes colombianos y españoles de Secundaria que juzgasen en una escala de 1 a 5 puntos el grado de idiomaticidad/metaforicidad de, entre otras muchas, las expresiones Guardar las distancias y Ser (alguien) duro. Estas dos expresiones son, respectivamente, un modismo y una metáfora convencionales y altamente familiares, que además tienen la particularidad de que no son ambiguos (es decir, carecen de una interpretación no figurada plausible). En este pilotaje, sin embargo, los dos ítems antedichos recibieron puntuaciones promedio muy bajas (2,72 en el primer caso y 1,8 en el segundo), lo que muestra que, aunque esas frases derivan de tropos comunes, y por tanto lingüísticamente constituirían muestras de lenguaje figurado, los y las jóvenes participantes de ese estudio no las juzgaron así, otorgándoles puntuaciones cercanas a las de los ítems de lenguaje literal (sin tropos). En otro trabajo, cuyos participantes eran estudiantes del 2.º curso de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid (España), Igoa et al. (2017) pidieron etiquetar varios ítems como metáforas, modismos, ironías y otros tropos, e igualmente obtuvieron datos sorprendentes: por ejemplo, la metáfora poética Pozo de placeres, alud de tormentos (la pareja) solo fue etiquetada correctamente (es decir, fue identificada como metáfora) por un 74,2 % de los participantes (el 19,35 % la etiquetó como modismo y el 6,4 %, como ironía). Por su parte, la pregunta irónica ¿No te apetece otro pedazo?, dirigida por una chica a su hermano, tras comprobar que este había devorado casi todo el pastel de cumpleaños de ella, fue etiquetada correctamente como ironía por el 46,7 % de los estudiantes y como metáfora por el 53,3 % restante, lo que evidenció que, aunque nuestros estudiantes conocen y usan muy hábilmente en sus interacciones cotidianas todos los tropos utilizados en los ítems de ese ejercicio, su conocimiento metalingüístico al respecto es más bien pobre. En la misma línea de destacar la dificultad para delimitar con claridad unos tropos de otros, habría otros muchos ejemplos de expresiones metafóricas tan frecuentes y cristalizadas por el uso que se podrían considerar también expresiones idiomáticas o modismos (como, por ejemplo, cuando decimos de alguien que es una joya, una afirmación que, por otro lado, también podríamos usar irónicamente para referirnos a alguien que por alguna razón consideramos, no menos metafóricamente, que es un desastre
).
Por otro lado, sin necesidad de desplegar las dotes y la paciencia de etólogos tan perspicaces como Von Frisch, observar la comunicación humana nos permite comprobar también que muchos enunciados que no contienen tropos (y que, en consecuencia, consideraríamos muestras de lenguaje no figurado o literal) muestran el rasgo que se ha llamado infradeterminación lingüística. Con este término se hace referencia al hecho de que ni el vocabulario ni la gramática de esos enunciados resultan suficientes para entender el significado proposicional de estos. En esos casos (si es que no en todos, como proponen las versiones más radicales de esta posición, p. ej., Carston [2002] y Travis [2008]), ni siquiera el significado lingüístico del enunciado (la información que aportan sus morfemas y palabras constituyentes) puede completarse al margen de la información referente al contexto, pudiendo entenderse por contexto varias cosas: 1) la situación concreta en la que tiene lugar o a la que se refiere el mensaje (con sus condiciones físicas, históricas, geopolíticas y de relación o estatus de los interlocutores, entre otras); 2) el conocimiento general sobre el mundo físico y social que tienen los interlocutores; 3) el conocimiento sobre los principios generales (universales) y las convenciones (particulares de cada comunidad) que regulan el uso social del lenguaje y la dinámica de las interacciones y actos comunicativos humanos (p. ej., las normas de cortesía y principios como el de cooperación, establecido por Grice [1975/2005]);⁵ 4) el conocimiento y la atribución mutua entre los interlocutores (o entre el escritor y su audiencia) de estados internos intencionales, como creencias, deseos, emociones, etc., referidos a aquello sobre lo que trata el enunciado o texto y/o sobre los elementos del contexto antedichos, y 5) las palabras y frases que preceden al enunciado o las palabras mismas (el llamado por algunos autores contexto local o cotexto).
Un caso extremo de infradeterminación lingüística y dependencia del contexto físico lo constituyen los enunciados que contienen términos deícticos, es decir, términos que identifican a las personas y coordenadas espacio-temporales mencionadas en la conversación; estos términos carecen de referentes fijos, pues varían su significado exacto en función de la perspectiva del hablante y de su interlocutor (p. ej., los pronombres yo, tú, ellos, o los adverbios aquí, allí, delante, cerca, hoy, mañana, etc.).
Igualmente, podemos ejemplificar la necesidad de completar el significado lingüístico del mensaje con elementos de conocimiento general del mundo imaginándonos un frigorífico con una mancha de leche, pero sin cartones ni botellas de leche, y dos conversaciones diferentes. En la primera conversación, una persona va a servir café en dos tazas y una segunda persona le dice: Hay leche en el frigorífico. En la segunda, dos personas están discutiendo sobre si el frigorífico está limpio, y una de ellas abre el frigorífico y dice: Hay leche en el frigorífico.⁶ Como habrá comprobado el lector, solo gracias a información y supuestos extralingüísticos podremos establecer el valor de verdad de ese enunciado y, además, reconocer la intención comunicativa que se traslada en cada situación (en concreto, reconocer que, en la primera situación, el enunciado es falso, y quien habla está usando ese enunciado para guiar o ayudar a quien tan amablemente está sirviendo los cafés; mientras que en la segunda conversación el enunciado es verdadero, y se está usando para reprochar al interlocutor la suciedad observada en el frigorífico).
Por último, tampoco será muy difícil darnos cuenta de que, a diferencia de lo que ocurre con los tropos que expresan oblicuamente el contenido semántico de los mensajes (la metáfora, el oxímoron, la metonimia y otros), para reconocer y comprender los tropos que expresan oblicuamente la función pragmática de los mensajes (p. ej., las peticiones indirectas y las ironías) ni siquiera basta con detectar que el significado lingüístico del mensaje es contextualmente irrelevante (como ocurre con las peticiones indirectas) o simplemente falso (como ocurre en las ironías). Así, por ejemplo, interpretaríamos pragmáticamente de forma errónea una ironía y la confundiríamos con una mentira si nos limitáramos a contrastar el significado literal de lo proferido con el contexto físico observable (pensemos, por ejemplo, en alguien que, mirando por la ventana la nevada que está arruinando la excursión que había previsto hacer esa mañana, exclama: ¡Vaya día estupendo tenemos!). Para evitar tal error, debemos tomar en consideración también el contexto cognitivo o mental de los interlocutores: así, por seguir con el mismo ejemplo, tendríamos que saber o considerar: 1) que quien ha proferido ese comentario quería irse ese día de excursión; 2) que él sabe que nosotros conocíamos su plan; 3) que él supone que podemos imaginar la sensación de frustración que le habrá provocado no haber podido realizar la excursión prevista; 4) que nuestro interlocutor sabe que sabemos que su comentario es literalmente falso (por lo que no creerá que lo podemos confundir con una mentira), y 5) que, en consecuencia, no pensaremos que nuestro interlocutor pretendía engañarnos, sino que concluiremos, más bien, que con ese comentario solo pretendió manifestarnos o expresar de un modo atenuado (por tanto, socialmente aceptable) su disgusto por la excursión fallida.⁷
De un modo similar, en el ámbito de la comunicación no verbal, la dependencia de la comprensión respecto al contexto se puede constatar muy fácilmente. Así, por ejemplo, el gesto de mostrarle ostensiblemente a alguien un vaso vacío se interpretará como una petición de bebida en algunas circunstancias concretas, pero no en todas: ocurrirá así, con toda probabilidad, si estamos en un bar, y la persona a quien le mostramos el vaso es el camarero o camarera que nos atiende, pero no se interpretará de ese modo si acabamos de sacar el vaso del lavavajillas y queremos compartir con alguien nuestro desagrado porque, una vez terminado el programa de lavado, ese vaso siga sucio.⁸
Llegados a este punto, y a tenor de lo dicho hasta ahora (incluida la comparación inicial, algo capciosa, de la comunicación de las abejas con la humana), debemos mencionar y reconocer la extraordinaria importancia de otras aportaciones pioneras de Paul Grice, uno de los filósofos del lenguaje más relevantes del siglo XX, cuyos trabajos han servido de base a muchas de las actuales teorías pragmáticas, y nos resultan imprescindibles no solo para entender los ejemplos comentados hasta aquí, sino para presentar de aquí en adelante otras cuestiones.
Una de esas aportaciones seminales de Grice (1975/2005) fue establecer que las expresiones figuradas son una manifestación más (en cierto sentido, extrema) de un rasgo que a su entender muestran todos los actos comunicativos humanos, a saber, la distancia más o menos amplia existente entre lo que decimos (o el gesto concreto que realizamos) y lo que realmente comunicamos.⁹ Esa distancia, como hemos visto, se manifiesta ubicua y espontáneamente en el habla o lenguaje común, y parecería ser más amplia en el lenguaje figurado e indirecto (con algún tropo). Por otro lado, esa distancia se exagera a propósito en ciertos casos, como en ciertos estilos y géneros literarios y también en las piezas retóricas. Así, en la