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Mi casa está donde estoy yo
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Mi casa está donde estoy yo

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A partir de sus recuerdos y de las historias que su madre le contaba de niña, Igiaba Scego traza en este libro un mapa de su memoria, marcada por los lugares de la ciudad donde nació y aún habita, Roma, y del país de donde su familia partió exiliada, Somalia. Así, la autora emprende un poético viaje que la llevará a transitar la época del colonialismo, la guerra civil somalí, la llegada de su familia a Italia y una infancia llena de cuentos, preguntas, miedos y anhelos. La palabra configura entonces una topografía interior que restituye la pérdida y da sentido a la búsqueda de una casa propia, de una identidad.
LanguageEspañol
Release dateJan 30, 2023
ISBN9788419320902
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    Mi casa está donde estoy yo - Igiaba Scego

    cover.jpg

    Igiaba Scego

    Mi casa está

    donde estoy yo

    Traducción de

    Blanca Gago

    019

    A Somalia, dondequiera que esté.

    Me he instalado en un territorio de confines inciertos que suelo definir como el país de mi imaginación.

    Nuruddin Farah, Rifugiati

    EL DIBUJO O LA TIERRA QUE NO ESTÁ

    Sheeko sheeko sheeko xariir…

    Historia, historia, oh historia de seda…

    Así empiezan todas las fábulas somalíes. Todas las que mi madre me contaba de pequeña. Fábulas un poco gores, en su mayoría. Fábulas al estilo Tarantino sobre un mundo nómada donde no cabían ni encajes ni miriñaques. Fábulas más duras que un arcón de roble. Con hienas de babas pegajosas, niños destripados y recompuestos, astucias de supervivencia. En las fábulas de mamá no existían princesas, palacios, bailes ni zapatitos. Sus historias reflejaban el mundo en el que ella había nacido, el monte de Somalia oriental por donde hombres y mujeres se desplazaban continuamente en busca de pozos de agua. «Siempre llevábamos la casa a la espalda», solía decirme. Si no era a la espalda de verdad, poco faltaba. El mejor amigo del hombre, el noble dromedario, casi siempre la llevaba por ellos.

    Mamá Kadija llevó una vida dura hasta los nueve años. De niña aprendió a ser una buena pastora. Ordeñaba cabras y vacas, se ocupaba de los camellos pequeños, cocinaba arroz con carne y nunca se lamentaba por los callos que le salían en los pies cada vez que su extensa familia migraba de nuevo. Las historias eran la mejor manera de no pensar en las fatigas de la vida real. Los ginni, demonios peligrosos y lascivos, las fieras feroces sedientas de sangre, los héroes dotados de grandes talentos servían para olvidar que la vida no era un regalo y debía conservarse cada día a fuerza de voluntad. «Porque lo único que de verdad nos hace libres es la voluntad», decía el abuelo, el señor Jama Hussein, padre de mi madre, a quien nunca conocí.

    La vida de mi familia es un prolongado acto de voluntad.

    Cuando mamá me contaba sus historias, yo, nacida y criada en Roma, me echaba a temblar como una hoja. Pero no me escapaba, porque siempre quería llegar hasta el final. Ver al malo castigado y al bueno en el trono. Un mundo maniqueo que me reconfortaba. Un mundo cruel pero claro. Además, como todos los niños que se precien, yo era un poco sádica.

    No, no penséis mal de mí. Soy una mujer dulce y sensible, soy miel y jengibre, soy canela y cardamomo. Soy azúcar de caña. Sé que las palabras hasta ahora pronunciadas me describen como una dhiigmiirad, una bebedora de sangre humana. Pero en las fábulas se escoge un sistema de vida y de muerte ligado al mundo ancestral de nuestros antepasados.

    Cuando estaba en primaria, leí la fábula de Blancanieves en una antología, y entonces comprendí que Europa y África tienen muchos puntos en común. En la versión original de la historia de los hermanos Grimm, el final es muy distinto del que todos conocen. La pérfida madrastra está invitada a la boda, y ahí justamente es donde la reina mala paga todas sus fechorías. «Sobre las brasas ya estaban dispuestas dos zapatillas de hierro: cuando estuvieron incandescentes se las llevaron, y ella se vio obligada a calzar aquellos escarpines candentes y bailar con ellos hasta que los pies se le quemaron miserablemente y cayó al suelo, muerta». ¡Se había hecho justicia! ¡Grimhilde a la hoguera! ¡A la hoguera!

    Grimhilde es como Aarawelo, la resuelta devoradora de hombres; Wil Wal parece sacado del mundo de Andersen. Nuestras fábulas están más próximas de lo que imaginamos. Quizá nosotros también. Roma y Mogadiscio, mis dos ciudades, son como gemelas siamesas separadas al nacer. Una incluye a la otra y viceversa. Al menos, así es en mi universo.

    Lo comprendí una tarde, hace unos años, en una desordenada cocina de Barack Street, en Mánchester. El Barack que daba nombre a esa calle no tenía nada que ver con Obama. En esa época, Obama aún no era nadie, solo un pequeño senador que soñaba lo imposible. En aquella época, el Barack de esa calle me hacía pensar en otras cosas, sobre todo en la raíz de la palabra árabe «bendecir». Ba - Ra - Kaf, tres letras afortunadas que formaban esa bendita palabra. En aquella cocina desordenada de Barack Street, y gracias a la bendición allí presente, yo sentía que podía suceder cualquier cosa y, de hecho, sucedió algo. Describirlo puede convertirlo en un hecho cotidiano y, en el fondo, banal. Pero ahora, al mirar atrás, sé que aquello fue el inicio de un trayecto colectivo sin parangón en la historia familiar.

    Nura, mi cuñada, había guisado un pollo fastuoso. Ese fue el principio. Un ave banal y graznadora, por lo demás muerta, rellena de exquisiteces y embadurnada con toda clase de ungüentos. Yo odio el pollo. Lo como por costumbre, pero siempre me ha parecido un plato sobrevalorado. No sabe a nada, me recuerda los pasillos de los hospitales o las colas de los comedores de empresa, siempre llenas de frustraciones. Es sustento, no placer. Así, cuando Nura, con su buen hacer, anunció «Maanta dooro macaan», hoy toca rico pollo, yo pensé: «Bueno, hoy no comemos». Pero me equivocaba. No sé muy bien qué clase de prodigio alcanzó Nura con el pollo, pero, decididamente, no solo estaba bueno, sino que rozaba lo divino. Se deshacía en la boca y, durante un segundo, cada uno de los comensales tuvimos una visión paradisíaca de nuestro particular jardín del edén. Durante un instante, la tierra desapareció bajo nuestros pies, y fue después de aquel pollo cuando las historias se encontraron y se abrazaron. Con las panzas llenas, nos dejamos llevar por los recuerdos de nuestra vieja tierra, ya lejana, ya perdida. De ahí, un sentimiento difícil de explicar colmó nuestro espíritu. No era melancolía, no era tristeza, no era alegría, no era lamento. Era algo en los confines de todos esos impulsos. El poeta y cantante brasileño Chico Buarque lo habría definido, seguramente, como saudade. ¡Qué bella palabra! Una palabra intraducible, pero tan clara como puede ser solamente nuestro nombre en una noche de luna llena. Una especie de melancolía que se siente cuando se es o se ha sido muy feliz, pero en esa alegría se insinúa un sutil sabor amargo. En esa saudade de exiliados de la propia tierra se sitúa uno de los principios de esta historia. Digo uno de los principios porque, en la vida, no solo comenzamos una vez, y nunca solo por una parte.

    Sheeko sheeko sheeko xariir…

    Historia, historia, oh historia de seda…

    Waxaa la yiri, waxaa isla socday laba nin, wiil yar iyo naag dhallinyaro ah, kooxdii waxay bilaaben in ay sawiraan khariidada magaaladooda.

    Cuentan que dos hombres, un niño y una mujer se encuentran y empiezan a dibujar su propia ciudad.

    Ese grupo estaba formado por mi hermano Abdul, su hijo pequeño Mohamed Deq, el primo O y yo. Estábamos reunidos alrededor de una mesa de madera, delante de una taza de té de especias humeante. A nuestro alrededor se desplegaban los hilos de nuestros viajes y las nuevas posesiones. Formábamos parte de la misma familia, pero todos habíamos recorrido itinerarios distintos. Cada uno guardaba en el bolsillo una nacionalidad occidental diferente. Sin embargo, llevábamos el dolor de una misma pérdida en el corazón. Llorábamos una Somalia perdida por una guerra que nos costaba entender. Una guerra que comenzó en 1991 y cuyo final no podíamos siquiera intuir. Recordábamos un poco uno de aquellos viejos chistes. Esto era un inglés, un italiano, un finlandés…

    Mi hermano era el inglés. Después de haber recorrido el mundo, Abdul se estableció en Gran Bretaña, donde se casó y tiene un hijo. Ahora es ciudadano de Su Majestad y, desde hace unos años, alberga simpatías por los laboristas. Lo único que no soporta de su amada Albión es el olor a fritanga que emana de los fast food. Cada vez que va a Piccadilly en el autobús número treinta y seis, se tapa la nariz con la mano lo más fuerte que puede. Pero la peste a aceite frito le llega de todos modos y lo marea. Para ir tirando, tiene mil trabajos, como todos los somalíes. Su preferido es el taxi. Preferido porque a él le gusta lo nuevo, es decir, llevar a gente desconocida por la ciudad sin saber previamente su destino: en el fondo de sí mismo, lleva enterrada su alma nómada. Conducir lo vuelve manso como un corderito. Además, es un buen negocio, dice. Cada fin de semana, los ingleses blancos y anglicanos (o ateos) se emborrachan y luego toman taxis en los que un montón de Abdules abstemios musulmanes sunitas asumen con pericia su deber.

    El primo O, en cambio, tiene una historia increíble. Su nacionalidad es finlandesa. También la de su mujer y sus siete hijos. Llegó a Gran Bretaña casi por accidente. Quizá solo por desesperación. Su pasaporte muestra un color ácido y, si acercamos el oído al cartón rígido, podemos oír el silbido del viento del norte. El primo O nunca ha soportado ni Helsinki ni su nacionalidad finlandesa. De su país de adopción no le gustaba ni el hielo ni, mucho menos, la lengua. Su mujer y sus hijos aprendieron casi al vuelo, nada más llegar, esa lengua llena de sonidos guturales, pero a él le provocaba urticaria. Finlandia era y es una tierra llena de posibilidades, de eso se daba cuenta el primo O, pero el país seguía sin gustarle en absoluto. Durante muchos meses, Finlandia fue para él ni más ni menos que la tierra de los cabezas rapadas. En las calles del suburbio de Helsinki donde vivía, sentía las miradas feroces y malvadas que se clavaban en él: una sensación que solo había tenido antes en Mogadiscio, en 1991, en vísperas del inicio de la guerra civil.

    La primera señal de que algo no funcionaba la encontró en un par de botas negras con tachuelas expuestas en el escaparate de un zapatero del barrio. Después vio aparecer una esvástica en una pared. Al cabo de una hora, la esvástica ya no estaba. El ayuntamiento, diligente y bien preparado, se había encargado de borrar la menor traza de aquella ignominia. Las esvásticas aparecían y desaparecían a la velocidad de la luz. No daba tiempo a verlas cuando ya alguien había intervenido con prontitud para borrarlas. No solo aparecían en las paredes, sino también en las personas: en la ropa, en los brazos, en el pecho, en los carteles de la escuela, rasuradas en los cráneos de pelo cortísimo. Una noche, alguien llamó a casa del primo O. Era la mujer de un viejo amigo. El primo O no entendió gran cosa de aquella agitada y breve llamada telefónica, solo que alguien había hecho daño a su amigo. Una vez llegado al hospital, pudo entenderlo todo. Un grupo de cabezas rapadas había decidido usar al amigo como saco de boxeo hasta el agotamiento. Pronóstico de recuperación de dos meses. Lo peor fue la esvástica en la frente, no rasurada, sino tatuada en una zona donde no estaba previsto que naciera pelo. Ningún ayuntamiento diligente podría raspar aquella perfidia hasta hacerla desaparecer, pensó el primo O. Pero el amigo, en el fondo, había tenido suerte. Porque, a esas horas, su mujer estaba llorando a un herido, no a un cadáver.

    Esa noche, surgió una decisión del pecho del primo O. Se trasladaría a la vecina Gran Bretaña. Allí estaría cerca de muchos miembros de su familia, algo ideal para volver a empezar —por tercera vez— una nueva vida. Ya había escapado de una guerra y no tenía intención de afrontar otra en suelo europeo.

    Yo, en cambio, era la italiana del chiste. Los somalíes de Gran Bretaña no entendían esa obstinación mía por seguir en la tierra de nuestros antiguos colonizadores. «Pero… ¿qué haces allí?», me preguntaban todos. Algunos añadían maliciosamente: «Si ni siquiera tienes marido». Los somalíes de Gran Bretaña veían Italia como la peor elección posible. Un país donde un prófugo somalí no tiene ayudas

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