Un solo alimento
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Cuando un devastador derrame de petróleo arruina las relaciones comerciales del Puerto, la isla entera queda apartada del mundo durante largas décadas, y sus habitantes se ven obligados a sobrevivir únicamente del consumo de pescado. En el Puerto no existe ninguna comida que no provenga del mar; la tierra es infértil, las granjas están desiertas y feroces tormentas sacuden la isla de forma anual.
Periclo Bonega es un joven que tuvo el infortunio de nacer bajo esa realidad. Pero a diferencia de los demás habitantes de la isla, que no tienen ningún problema en vivir consumiendo un solo alimento, Periclo tiene que cargar con un mal que lleva padeciendo desde que nació… ¡Es alérgico al pescado!
Relato de ficción que incluye temas como el abuso, la presión, los engaños, el delirio y la esperanza, envuelto siempre con toques de humor, sátira, misterio y terror.
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Un solo alimento - Esteban Figuerola
Las redes de pesca emergieron a la superficie levantando toneladas de chorreante contenido marino; una envoltura de viscosas y ennegrecidas algas deslizaban el agua a través de las mallas de nylon. Pequeños y numerosos moluscos traqueteaban entre sí con el mover de la grúa, y por encima brincaban y se revolcaban peces que lentamente morían asfixiados ante la súbita y creciente carencia de agua. La grúa detuvo la red encima de la cubierta del barco, y enseguida dejó caer todo el contenido que conforme se expandía por el suelo emitía sonidos viscosos.
Un negro y palpitante montículo de criaturas marinas yacía en medio de las miradas de los pescadores; no había nada fuera de lo normal; nada que ameritara sonrisas y aplausos. Tan solo era otra rutinaria pesca cuyo resultado era el mismo que el de las generaciones pasadas. Más pescado, más moluscos; alguno que otro calamar o cangrejo. Los otros barcos habían recogido lo mismo. Y al hacerse más densa la contaminada neblina de la tarde, regresaron al Puerto.
El fango de la superficie marina se arrastraba como un largo y arrugado velo adherido a la proa de los barcos que navegaban contra corriente. Era una sustancia negra, burbujeante y espesa que se había convertido en el día a día de los pescadores y los habitantes del Puerto. Los rayos del sol alcanzaron a relevar lo que yacía en el horizonte oculto tras la humareda: la silueta fantasmal de una edificación plantada sobre el mar. Cuatro pilares consumidos por algas y moluscos parasitarios levantaban aquella maraña de tubos, vigas de hierro y chimeneas cuyas chamuscadas torres tocaban el cielo. La petrolera se había mantenido inoperativa durante incontables décadas; pero el daño consumado por su presencia era irreversible.
Había sido un apocalíptico derrame que aniquiló todo a su paso. Las aguas quedaron oscurecidas ante la tóxica sustancia. La vida en las profundidades pereció. Y la industria pesquera abandonó sus negocios con el Puerto, obligando a sus habitantes a sobrevivir únicamente de las reservas de sus almacenes. La pesca quedó parada por muchos años, y las embarcaciones más grandes y potentes tuvieron que ser vendidas a cambio de agua y alimento. Los barcos que sobraron no eran capaces de surcar los amplios mares, confinando así a sus habitantes a aquella isla durante generaciones.
Las reservas se terminaban, y por mucho que racionaban los alimentos, no pudieron evitar que la comida estuviera al borde de acabarse en todo el Puerto. La tierra era infértil, y el agua la obtenían de la lluvia de las tormentas anuales que azotaban la isla y se llevaban consigo casas y personas. Las viviendas tuvieron que construirlas muy pegadas para que pudieran soportar en conjunto las endiabladas venticas. Socavaron el suelo y comenzaron a construir hacia abajo. Cuando lograron fortificarse contra el ímpetu de la tormenta, comenzaron a esperarla ansiosos para poder llenar sus tanques vacíos.
Antes de que la escasez de alimento los hiciera entrar en pánico,