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Ética y racionalidad: Discusiones con la filosofía contemporánea
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Ebook287 pages4 hours

Ética y racionalidad: Discusiones con la filosofía contemporánea

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Éste es un libro que explora el pensamiento de un conjunto de destacados filósofos que han reflexionado sobre la dimensión de la experiencia humana a la que se puede distinguir con el término moral (aunque también con el de ética). Los pensadores que protagonizan estas páginas tienen en común su contribución a dilucidar el problema de los fundamentos racionales y cognitivos de los principios, conceptos y juicios morales en tanto manifestaciones prominentes de la experiencia moral. El volumen ofrece una hilvanada muestra de la diversidad de abordajes respecto de la moralidad, la racionalidad y el conocimiento que este debate es capaz de albergar. El objetivo principal del autor es difundir una parte de la mejor filosofía moral contemporánea entre académicos y estudiantes.
LanguageEspañol
PublisherITESO
Release dateSep 28, 2022
ISBN9786078768806
Ética y racionalidad: Discusiones con la filosofía contemporánea

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    Ética y racionalidad - Miguel Fernández Membrive

    Primer capítulo.

    De MacIntyre a Kant… y después de Kant

    Este primer capítulo responde a dos objetivos conectados. El primero es documentar algunas de las vicisitudes históricas y filosóficas en torno a lo que puede considerarse un hito histórico para la filosofía moral: el proceso de modernización que comienza a escindir las nociones de hecho y valor, y que desde entonces alienta cierto tipo de discusión filosófica en la que confluyen ética y epistemología. Mientras que el segundo objetivo es mostrar la relevancia del pensamiento de Kant respecto del mismo acontecimiento y de esta última implicación. Para el cumplimiento del primer objetivo me apoyaré en el filósofo contemporáneo Alasdair MacIntyre, de quien quiero aprovechar la reconstrucción histórica que propone en After Virtue. A Study in Moral Theory, acerca de la esencia, desarrollo y desmoronamiento final de la tradición moral aristotélico–cristiana; a la cual él añade su sentencia sobre el inevitable fracaso de los primeros programas ilustrados de fundamentación de la moral. En este último punto, sin embargo, interrumpiré su relato, pues lo que me interesa, en vista de mi segundo objetivo, es colocar esta sentencia de MacIntyre a contraluz de una suerte de destino de la filosofía moral moderna y contemporánea del que la tematización kantiana de la unidad de la razón es insignia y gesto pionero. A través de estos objetivos, lo que a fin de cuentas espero del presente capítulo es que proporcione un contexto histórico y filosófico que dote de mayor sentido a las exposiciones y discusiones de los siguientes capítulos de este libro.

    1. ALASDAIR MACINTYRE: DE LA TRADICIÓN DE LAS VIRTUDES A LA ESCISIÓN HECHO–VALOR

    En After Virtue,¹ uno de los libros ya clásicos y a mi juicio más originales de la filosofía moral del siglo XX, MacIntyre propone lo que él considera una hipótesis histórica inquietante: hace algunos siglos que tanto la teoría como la práctica de la moral se encuentran en un estado de vacío de fundamentación y desorden; pero no siempre fue así, aunque esto no podremos admitirlo sin una filosofía de la historia capaz de reconstruir y explicar sus principales momentos de esplendor y ocaso. Por supuesto, haber elaborado este tipo de filosofía de la historia es la pretensión de dicha obra.

    Aun cuando algunas de las interpretaciones de la tradición filosófica que soportan la hipótesis de MacIntyre puedan considerarse polémicas, pienso que su narración histórica sí resulta provechosa para comprender tanto el contexto sociocultural en que surgen los programas modernos de fundamentación de la moral como, sobre todo, su especificidad respecto de la filosofía moral premoderna. Por ello voy a servirme en este primer apartado del relato del filósofo escocés sólo hasta cierto punto; hasta el punto de llegar al hito histórico que me interesa documentar y de no comprometerme con las conclusiones y la valoración de MacIntyre acerca de los últimos más de dos siglos de historia de la filosofía moral.

    La hipótesis histórica de MacIntyre requiere la disposición a admitir un muy extenso periodo de esplendor de la teoría y de la práctica de la moral. Este periodo, según su relato, se remonta a Aristóteles y se extiende desde él hasta buena parte de la historia medieval; aunque algunas de sus características son incluso más antiguas que la filosofía práctica del estagirita, pues remiten a una comprensión del hombre y de la perfección humana instalada en formas de vida social, a las que también los teóricos de la tradición clásica —empezando por Aristóteles— prestan expresión.² ¿Cómo se expresa esta comprensión, por lo pronto, en la Ética a Nicómaco? Según MacIntyre, a través de un esquema de fundamentación de los preceptos y virtudes morales que reúne los siguientes elementos: una concepción de la naturaleza humana ineducada o del hombre–tal–como–es, una concepción de los preceptos y virtudes de una ética instruida por la racionalidad y una concepción del hombre–tal–como–podría–ser–si–realizara–su–telos.

    El primero y el tercero de estos elementos quedan tamizados por las nociones aristotélicas de acto (energéia) y potencia (dýnamis). Así, tenemos un ser humano que nace como tal, pero que no es perfectamente hombre hasta que consigue actualizar el telos que, en potencia, corresponde a su esencia racional. Y tenemos, asimismo, un telos concebido por Aristóteles como felicidad (eudaimonía), aunque una felicidad supeditada al cabal ejercicio y desarrollo de la racionalidad en tanto diferencia específica. Ahora bien, ¿qué papel desempeña en este esquema el segundo elemento, referente a los preceptos y virtudes morales? El cumplimiento de tales preceptos y la consiguiente adquisición de las virtudes correspondientes no constituyen la eudaimonía, pero sí la condición necesaria para transitar de la potencia al acto y, por ende, para toda posibilidad de alcanzarla: Desafiarlos [a estos preceptos y virtudes] será sentirnos frustrados e incompletos, fracasar en conseguir ese bien de la felicidad racional que a nuestra especie le es peculiar perseguir.³ Una vida virtuosa es el único camino, entonces, para una vida humana buena, y en ello la razón participa tanto en su calidad de inteligencia teórica como práctica: sólo ella es capaz de instruir acerca del verdadero telos humano y sobre la mejor manera de alcanzarlo.⁴

    De acuerdo con el relato de MacIntyre, este mismo esquema aristotélico adquiere continuidad en la doctrina y el mundo cristianos, aunque con importantes variantes —que lo amplían y complejizan— derivadas de la incorporación de las nociones de Dios y de ley divina: Los preceptos éticos ahora tienen que ser entendidos no sólo como mandatos teleológicos, sino también como expresiones de una ley ordenada por la divinidad. La tabla de virtudes tiene que ser enmendada y ampliada y el concepto de pecado agregado al concepto aristotélico de error.⁵ Y a estas variaciones se añade la reubicación del verdadero telos humano: ya no puede conseguirse completamente en este mundo, sino sólo en otro.⁶ Pese a todos estos cambios, según MacIntyre, esta comprensión mantiene la estructura del esquema tripartita aristotélico e, incluso, retiene el papel correspondiente a la razón: La mayoría de los defensores medievales de este esquema, por supuesto creían que éste era parte de la revelación de Dios, pero también un descubrimiento de la razón y racionalmente defendible.⁷ De manera que, al igual que en la versión aristotélica de dicho esquema, los preceptos y virtudes morales, así como sus contrarios, pueden enjuiciarse como verdaderos o falsos según parámetros en los que interviene la razón: el descubrimiento del fin de la vida humana y la adecuación de los preceptos y virtudes a dicho fin.

    MacIntyre entiende, sin embargo, que esto último deja de ser exactamente así con la irrupción histórica del protestantismo y del catolicismo jansenista. El esquema aristotélico no se resquebraja, pero sí se debilita por el flanco de la nueva concepción de la razón —diferente a la de sus coetáneos escolásticos— abrazada por tales teologías. Tal concepción abreva, por un lado, de su impronta religiosa —y desde este punto de vista considera que el poder racional para descubrir el verdadero fin del hombre, así como para corregir las pasiones humanas, quedó destruido con la caída del hombre—, pero, por otro lado, también se muestra compatible con las concepciones promovidas en la más reciente ciencia y filosofía de su tiempo; de acuerdo con las cuales:

    La razón no comprende esencias ni tránsitos de la potencia al acto […] la razón es calculadora; puede asentar verdades de hecho y relaciones matemáticas, pero nada más. En el ámbito de la práctica, por lo tanto, sólo puede hablar de medios. En cuanto a los fines, debe callar. Y tampoco la razón puede, como lo creía Descartes, refutar al escepticismo […].

    No obstante ello, las teologías protestantes y jansenistas aún disponen, siguiendo el relato del filósofo escocés, de una concepción del ser humano tamizada por las nociones aristotélicas de acto y potencia, así como de los conceptos de ley y gracia divinas, y hacen recaer en esta última la posibilidad de seguir los preceptos de la primera.

    Tal reconfiguración de elementos ciertamente altera el esquema de comprensión de la moral predominante hasta entrada la modernidad; pero este esquema sólo sucumbe del todo con el efecto conjunto del rechazo laico de las teologías protestante y católica y el rechazo científico y filosófico del aristotelismo.⁹ La primera expresión de este doble efecto se refiere, como es obvio, a la tendencia secularizadora que un amplio acervo de la literatura sociológica e historiográfica destaca como uno de los principales rasgos de la transformación moderna del mundo.¹⁰ Y, en cuanto al rechazo científico y filosófico del aristotelismo, lo que el filósofo escocés tiene en mente es, por una parte, la sustitución de las explicaciones teleológicas de la naturaleza por las explicaciones mecanicistas propias de la ciencia natural de los siglos XVII y XVIII,¹¹ y, por otra parte, la desaparición de este mismo componente teleológico en las concepciones de la naturaleza humana representativas de los programas de fundamentación de la moral de los siglos XVIII y XIX.

    Antes de detenernos en algunos pormenores relacionados con este último apunte, es necesario advertir que, en el relato histórico de MacIntyre, el momento arriba descrito corresponde tanto a lo que él concibe como la destrucción de la teoría y de la práctica moral como a los que considera primeros intentos reconstructivos —para él fracasados y condenados de inicio al fracaso— de dicha teoría y praxis. Estos intentos constituirían el germen, de acuerdo con su relato, de lo que podríamos llamar el proyecto ilustrado; y, a su vez, serían parte, junto con la destacada mediación de las doctrinas utilitaristas del siglo XIX, de la construcción de las modernas sociedades liberales; las cuales, al mismo tiempo, conforman el marco sociopolítico ad hoc para la cultura moral individualista y emotivista¹² que el filósofo escocés diagnostica hasta el año de publicación de After Virtue. Esta última parte del relato, por sugerente que pueda ser, es la que ya no voy a seguir; entre otros motivos porque la historia que en este capítulo interesa se dirige a otro lugar distinto de la relatada por el filósofo escocés. Lo que sí haré, antes de interrumpir la narración de MacIntyre, es retomar la principal razón que lo conduce a pensar que el proyecto ilustrado de fundamentación de la moral nace condenado al fracaso.

    Los primeros nombres elegidos por MacIntyre para documentar dicho fracaso son los de Hume, Diderot, Kant y Smith; aunque también figura Enten–Eller, de Kierkegaard, como ejemplar resultado y epitafio¹³ del fracaso en cuestión. ¿Qué tienen en común estos filósofos? En primer lugar, el alto consenso que manifiestan en sus respectivos escritos en lo que se refiere a los preceptos morales que ellos mismos tienen por válidos. Esta coincidencia, según el filósofo escocés, no es difícil de explicar, ya que los cuatro, aun con sus variantes doctrinales (presbiterianas, católicas, luteranas), comparten un pasado cristiano que determina sus propias valoraciones. En segundo lugar —y si bien, advierte MacIntyre, esto no se aplica exactamente para el caso de Kierkegaard—, estos filósofos también coinciden en la convicción de que la moral puede justificarse o explicarse racionalmente. Por último, de ambas coincidencias se desprende un esquema de fundamentación en el cual una cierta concepción de la naturaleza humana (o del rasgo o rasgos de ésta que en cada caso se consideran distintivos, como las pasiones o la razón) se convierte en la premisa fundamental para conferir autoridad racional a aquellas reglas y preceptos morales previamente admitidos como válidos.

    Dicho con esta simplicidad, la interpretación de MacIntyre es, en el mejor de los casos, polémica. Pero en descargo suyo puede decirse que en varios capítulos de su obra analiza con mayor especificidad algunos de los principales planteamientos de los autores aludidos y, del mismo modo, argumenta contra ellos. Lo descrito entonces arriba es sólo el tosco bosquejo que permite al filósofo escocés señalar por qué un proyecto de fundamentación con tales trazos estaba condenado al fracaso. Y la razón de ello también es expuesta con cierta simplicidad: la idea de naturaleza humana que funge como fundamento en dichos planteamientos (aun cuando pueda variar en contenido según el autor del que se trate) consigna únicamente lo que se supone que «el–hombre–es» y ya no lo que «el–hombre–podría–ser–si–realizara–su–telos»; pero, a falta de esta dimensión teleológica, los preceptos morales pierden el único contexto que podía hacerlos inteligibles y justificables. Se produce, pues, un cortocircuito semántico entre aquélla y éstos, que contrasta con su natural ensamblaje en el esquema aristotélico–teológico:

    Dentro de la tradición aristotélica llamar bueno a x (donde x puede ser, entre otras cosas, una persona, un animal, una política o un estado de cosas) es equivalente a decir que es el tipo de x que cualquiera que quisiera un x escogería de acuerdo con los propósitos por los que, característicamente, los x son deseados […]. El presupuesto de este uso de ‘bueno’ es que cualquier tipo de cosa a la que sea apropiado llamar buena o mala —incluyendo personas y acciones— tiene, como una cuestión de hecho, una función o un propósito dados […]. Dentro de esta tradición los enunciados morales y evaluativos pueden ser verdaderos o falsos en el mismo preciso sentido en que cualquier otro enunciado fáctico puede serlo. Pero una vez que desaparece del ámbito moral la noción de propósitos o funciones humanas esenciales, comienza a parecer implausible tratar a los juicios morales como enunciados fácticos.¹⁴

    Al menos así debió parecerle a David Hume, según el famoso pasaje del Tratado de la naturaleza humana en el que expresó el siguiente extrañamiento:

    En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectado con un debe o no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes.¹⁵

    Sin duda, éste es el pasaje del Tratado más referido e interpretado por la filosofía moral de los siglos XX y XXI. Y MacIntyre también lo cita en After Virtue, no tanto para enaltecer el principio ningún debe de un es¹⁶ contenido, según él, en tal pasaje, sino para señalar la inconsistencia de aquellos filósofos señeros del proyecto ilustrado que suscriben en sus argumentos negativos alguna versión de aquél: El mismo principio general, ya no expresado como una pregunta, sino como una afirmación, aparece en la insistencia de Kant en que los mandatos de la ley moral no pueden ser derivados de ningún conjunto de enunciados acerca de la felicidad humana o de la voluntad de Dios, y de nuevo aparece en la exposición de Kierkegaard sobre lo ético.¹⁷ La inconsistencia de ello, según lo interpreta MacIntyre, es que en sus argumentos positivos estos filósofos —incluido el propio Hume— terminan por recaer en lo que tal principio prohíbe: fundamentar o explicar el sentido de las exigencias morales con base en premisas fácticas, a saber, en aquéllas que remiten a los rasgos distintivos de la naturaleza humana seleccionados como premisa fundamental por cada filósofo; y esto una vez que dicho concepto ha sido desprovisto de su dimensión teleológica y los preceptos morales han sido desgajados del único contexto que podía conferirles sentido. Por lo tanto: no es que las conclusiones morales no puedan ser justificadas como alguna vez lo fueron, sino que la pérdida de tal posibilidad es un signo de un cambio correlativo en los significados de los modismos morales.¹⁸ La ley de Hume vale, en todo caso, dentro de un horizonte semántico transformado, en el cual los preceptos y las virtudes morales ya han perdido ese sentido teleológico–funcional que los hacía tan verdaderos o falsos como los conceptos fácticos.

    Y la ley de Hume tampoco es sólo un artificio filosófico. Es, más bien, una resonancia de la nueva comprensión del mundo en la que, a la altura del siglo XVII, confluyen ciencia natural y filosofía empirista, las cuales comparten la resolución de abjurar de su pasado aristotélico. Desde entonces: "«Hecho» se transforma en exento de valor [value–free], ‘es’ en algo ajeno a ‘debe’, y la explicación, al igual que la valoración, cambian su carácter como resultado de ese divorcio entre ‘es’ y ‘debe’".¹⁹ Así se consuma un hito histórico desafiante para las aspiraciones cognitivas y racionales de la moral, dentro del cual, pero también sin conciencia del cual, surgen los programas ilustrados que —a partir de fragmentos de lo que fue alguna vez un esquema coherente de pensamiento y acción²⁰— se afanan en una fundamentación racionalmente independiente de aquélla.

    Por supuesto, el relato histórico de MacIntyre que he seguido hasta aquí, continúa. Lo hace argumentando el proceso filosófico e histórico que, desde el fracaso de estos primeros programas ilustrados de fundamentación de la moral, desemboca en la cultura moral emotivista del siglo XX. Y hacia el final de su libro el filósofo escocés asoma su talante más afirmativo. En la última página afirma que no estamos esperando a Godot sino a San Benito, con lo cual quiere decir que su propia esperanza se emplaza a la posibilidad de construcción de formas locales de comunidad, dentro de las cuales tanto el civismo como la vida moral e intelectual puedan sostenerse […].²¹ Piensa él que sólo en este caldo de cultivo, antimoderno y antiliberal, la confusión y la arbitrariedad emotivista pueden revertirse y la tradición de las virtudes restaurarse, de modo que asegure, como alguna vez lo hizo, la racionalidad de los compromisos morales.

    2. HECHO Y VALOR: KANT EN TORNO AL PROBLEMA DE LA UNIDAD DE LA RAZÓN

    ¿Qué podemos rescatar del anterior relato histórico de MacIntyre? Por un lado, el filósofo escocés coadyuva a reforzar la tesis —aportando una hipótesis específica sobre su tipo de recepción en el cristianismo— de que Aristóteles fue la figura más influyente de la filosofía moral hasta los albores de la modernidad. Y, por otro lado, su relato también ayuda a resaltar una segunda tesis, a saber, que, por contraste con el aristotelismo y el cristianismo, la peculiaridad de los primeros programas filosófico–morales de la modernidad es la búsqueda de una fundamentación de la moral racionalmente independiente. ¿Independiente de qué? Sobre todo, de la religión y de los dogmas religiosos,²² en tanto último reducto de la cosmología teleológica que diluye la frontera entre ser y valor. A ello, como hemos visto, MacIntyre le añade su valoración de que dichos programas modernos nacen condenados al fracaso; pero desde ahora podemos poner en suspenso dicho juicio y los argumentos que pretenden sustentarlo.

    En cuanto a esa segunda tesis, si tomamos como referencia los principales planteamientos filosófico–morales del siglo XVIII tardío y de las primeras décadas del siglo XIX, difícilmente puede negarse su plausibilidad. En efecto, esa búsqueda de una fundamentación o explicación de la moral racionalmente independiente se muestra como un rasgo bastante generalizado; resulta explícito en Kant, pero es por igual reconocible en el utilitarismo de Jeremy Bentham, en los enciclopedistas franceses y en pensadores tan prominentes como Hume o, incluso, Rousseau. Los dos últimos, además, contribuyen a ilustrar que la presencia del insigne rasgo no requiere forzosamente la afirmación de la razón como piedra de toque de la moralidad; aun sin ser así,²³ su presencia queda atestiguada en la pretensión, común a ambos filósofos, de poder descubrir algo en la naturaleza humana —determinadas pasiones y sus dinámicas propias— mediante la investigación racional o intelectual autónomas, y algo que también resulta suficiente como explicación inmanente de su dimensión moral.²⁴ ¿Y qué decir, a este mismo respecto, de Hegel? Por lo pronto, que en su filosofía nada ocurre fuera del concepto de Razón, por tratarse de un concepto histórico y a la vez Absoluto, que todo lo engulle en tanto poder unificador que supera todas las positividades generadas por la reflexión misma […].²⁵ Aquí, ciertamente, no cabe hablar de independencia racional, pero sólo porque nada excede los límites del Absoluto ni contraviene su destino.²⁶

    Junto a las dos tesis anteriores —que el relato histórico de MacIntyre contribuye a respaldar— quiero introducir a partir de ahora una tercera que, a mi juicio, carece del suficiente y merecido relieve en el relato del filósofo escocés: Kant sigue siendo la principal referencia para la filosofía moral desde los albores de la modernidad, como cabe pensar que antes de este periodo lo fue Aristóteles; aunque no de la misma manera, pues este último ejerció su influencia en un contexto y en una tradición de pensamiento más homogéneos que el primero en muchos aspectos. Dicha tesis se podría descomponer en dos afirmaciones más. La primera sostendría que el pensamiento de Kant (en un primer momento, a través de su impronta en el idealismo alemán y de su reivindicación en el neokantismo), por una parte, y el pensamiento de Bentham (a través de la estela seguida y revisada por Mill y Sidwick), por otra, logran consolidarse a lo largo del siglo XIX como dos de las tradiciones de la filosofía moral más influyentes hasta nuestros días; desde luego, en el sentido de su amplia recepción posterior, tanto positiva como crítica.²⁷ Mientras que la segunda afirmación sólo redondea, sobre la base de esta primera, la tesis arriba sugerida: el pensamiento moral de Kant, todavía más que

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