Cuando se pierde un sacramento
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"Nunca prives a nadie de la esperanza; puede ser lo único que una persona posea."
Madre Teresa de Calcuta
Esta historia se desarrolló gracias a una gran conversación con mi monja r
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Cuando se pierde un sacramento - Carmen Serrano Bruno
Cuando se pierde un sacramento
Carmen Serrano Bruno
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El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.
Publicado por Ibukku, LLC
www.ibukku.com
Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico
Copyright © 2021 Carmen Serrano Bruno
Edición: Marioantonio Rosa
Diseño de Portada: Marioantonio Rosa
Corrección y consejo editorial: Marioantonio Rosa
ISBN ebook: 978-1-68574-210-2
Del Tiempo Espíritu
Índice
I. En plena desesperación
II. La realidad ante la desesperación
III. De regreso a la realidad
IV. La desesperación en carne propia
V. Escape natural
VI. Chocando a ciegas
VII. Resistencia total
VIII. Vaivén de un pasado
IX. Tratando de caminar
X. El primer paso
XI. Un poco de estabilidad
XII. Tratando de pisar firme
XIII. Nuevos lazos
XIV. Algo sorprendente
XV. Estrechando lazos
XVI. El segundo paso
XVII. Un nuevo sendero
XVIII. No hay justificación científica
XIX. Un nuevo cristiano
XX. Contra la pared
XXI. La gracia se desvanece
XXII. La autosuficiencia
XXIII. Todo a su debido tiempo
XXIV. Todos se han enterado
XXV. Alivio en el alma
XXVI. Abriendo el corazón
XXVII. Tremenda sorpresa
XXVIII. Tan seguro como el Sol
XXIX. Reafirmando el compromiso
XXX. Algo inesperado
XXXI. Tremendo día
Epílogo
Carta de Viaje
Nunca prives a nadie de la esperanza; puede ser lo único que una persona posea.
Madre Teresa de Calcuta
Esta historia se desarrolló gracias a una gran conversación con mi monja rebelde, Maribel O’neill.
Gracias por estar y apoyar muchos proyectos. Dios te bendiga.
I. En plena desesperación
Cada mañana al hacer sus oraciones, Milagros lloraba sin consuelo. Ella sufría demasiado. Los últimos diez años de su mediana existencia habían sido de agobio total. Apenas tenía treinta y ocho años. A esa edad, algunas personas comienzan a vivir, pero esa desconsolada mujer, parecía que le habían pasado cien años por encima.
—¡No puedo más! ¡Me rindo! —repetía a menudo.
Milagros vivía, junto a su esposo e hijos, cerca de una carretera principal, en una humilde casa; la cual, en estos tiempos pudiera ser de clase pobre, pero si se remontara uno a la época de su niñez, ciertamente se pensaría que vivía como millonaria. Esa vivienda apenas había visto pintura en sus paredes. Las ventanas de aluminio perdieron su brillo hace mucho tiempo. Las puertas estaban descoloridas y con su marco carcomido por la polilla. Muy parecido al paisaje de su niñez, solo que la casa de sus padres tuvo techo en cinc por muchos años.
El aspecto de su casa materna no fue importante, en cuanto a su vida se refiere, pues Milagritos, como le llamaron cariñosamente desde pequeña, creció en el seno de una familia muy cristiana. Desde su infancia, aprendió los valores religiosos que sus padres le inculcaron.
Todos ellos, demostraban ser una familia ejemplar. Los vecinos los miraban y trataban con respeto. Nadie tuvo queja alguna sobre ninguno de ellos.
Sin embargo, según iba creciendo, ella fue aprendiendo valores culturales y sociales, que poco a poco le alejarían de sus raíces innatas. A la edad de quince años, mostró señales de cierta rebeldía. Razón suficiente para que sus padres la llevaran al cura del pueblo, para que le orara. De esa forma, le sacaría los malos espíritus. Había que ver, cómo esa familia tan católica creía en cosas sobrenaturales. No obstante, el padre Andrés ya estaba acostumbrado a la manera de ser y pensar de los habitantes del poblado.
Al instante, el sacerdote le preguntó, a los padres, si su niña había recibido los Santos Sacramentos. Claro- respondieron, casi a coro. Los que correspondían a su corta edad. Ellos sin titubear dijeron que la niña había sido bautizada. Si él quería le podía preguntar al boticario, pues era el padrino de ella. El religioso le comentó que el bautismo es solo la iniciación de un niño como cristiano, como hijo de Dios. Les recordó que un buen hijo cristiano debe permanecer en constante renovación de fe con su Padre. De inmediato, comenzaron los preparativos para que la joven recibiera su primera comunión, confesión y confirmación. Todo de un buen sopetón.
Así fue, como la pequeña Milagros, se entregó y respetó los preceptos de la Iglesia, y las reglas de sus padres hasta la edad de los 21 años. Esa es la edad donde las personas comienzan a demostrar cierta madurez, pero, también, podría ser una en la cual creen saberlo todo. Ellos piensan que nada les pasará ni les faltará. Se convierten, en esa etapa de sus vidas, en seres invencibles.
Aunque ella continuaba yendo a misa los domingos, aparentaba para sus padres estar sacando las garras. Parecía como si su hija estuviera desarrollando doble personalidad. Ellos sabían que pronto la perderían, en el sentido de que crecería y sería independiente. Estaban conscientes de la labor que le correspondía. Sus padres, ante tales circunstancias de vida, trataron de darle a sus hijos lo mejor que podían, según estuviera a su alcance. A pesar de los esfuerzos parentales, la realidad social y económica de la familia empujó a Milagros en la búsqueda del cómo ganarse el pan de cada día. Ella deseaba sobrevivir.
—Necesito ser como los demás jóvenes de este vecindario. No puedo seguir encerrada en esta jaula. Tengo que conocer el mundo. Ser feliz—pensaba hora tras hora, minuto tras minuto.
En poco tiempo, decidió que requería vivir una vida normal. Leía y compraba revistas. Se emocionaba cuando se compraba algo nuevo. Soñaba con tener, algún día, lo que sus padres no podían darle. Quería ser como la gente de su edad.
Según ella veía en las revistas que iba adquiriendo. Poco a poco, se alejó de todo y de todos los que la querían para bien. La calle, lo mundano, la atrajo como un imán a cualquier metal. Perdió la noción de su tiempo y espacio.
Su rutina diaria cambió por completo de una familiar a una social liberal. Llegaba a su casa de madrugada. Le negaba ayuda a sus padres, tanto en las tareas domésticas como en lo económico. Hizo de sus nuevos amigos una nueva familia. En fin, le demostró a los suyos que era una persona diferente, que ya no era la misma. Cosa innecesaria, pues ellos muy bien se habían percatado. Sus padres fueron comprendiendo que Milagritos, se alejaba poco a poco de ellos. Les dolía sus insinuaciones, muchas veces humillantes, hacia todo lo que ellos entendían era lo mejor que pudieron darle, con mucho sacrificio, pero también mucho amor, su familia.
II. La realidad ante la desesperación
Un día despertó, encontrándose que tenía 28 años, dos niños y un hombre al que debía llamar mi marido
. El dolor en su pecho, le prohibía respirar con facilidad. Las tareas domésticas la atormentaban. Aunque todos a su alrededor la consideraban una buena ama de casa, sintió que sus fuerzas y deseos de ser mejor se terminaban.
—¿Qué estoy viviendo? ¿Cómo estoy viviendo? ¿Acaso estoy teniendo una pesadilla? —se preguntaba sin parar.
Ella reconoció que ya no era la misma. Sin embargo, para otros todo seguía normal. Sus vecinos la respetaban, pues atendía con esmero y dedicación a sus dos hijos. Esos ojos extraños, observaban a diario como ella luchaba día a día por su familia. Ellos reconocieron, en Milagros, una mujer fuerte, que no se amilanaba ante ninguna situación, por más difícil que esta fuese. Veían como ella levantaba su núcleo familiar, distinguiéndose ante su comunidad como la verdadera jefa de familia. La comunidad se adaptó a su estilo de vida y ella a su vez a su diario vivir.
Ese día, importante para cualquier persona en un calendario, se apresuró en llevar los niños a la escuela.
—¡Dense prisa, chicos! Es tarde ya, rápido— les gritaba desde su habitación.
Se había despertado con mucha inquietud. Necesitaba enfrentarse con su realidad. Milagros apurada y desganada, se vistió con su traje azul marino, el de siempre. Se puso unas zapatillas blancas, las que combinó con su cartera. Al salir del plantel escolar, decidió caminar hasta el hogar de su madre, a quien no visitaba desde que se fue con Rafael.
—Tengo que hacerlo. Hace tiempo debí hacerlo. ¿Qué dirán cuando me vean? — repetía intrigada.
El camino se le hizo largo y pesado.