Camino cerrado
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Camino cerrado - Paula Ilabaca Núñez
1
Siempre dijeron que yo era la mejor. Quizás sí, quizás me destaqué, resolví lo que me pidieron, hice lo que me dijeron. Tuve en mis manos la verdad y la justicia y las apliqué; tuve el dolor y la muerte muy de cerca y me adentré en ellos. Con las manos empuñadas o abiertas, ahí estuve. Esta puede ser mi historia y no. Esta puede ser la historia de tres amigos y de su juventud, y de mí cayendo al más profundo encuentro con las imágenes de una espiral que no cesa de moverse. Me veo a mí misma, joven, ingresando en lo que se me sugería y ordenaba, en la vida de otras personas, en sus lamentos y silencios, en sus dificultades. Me veo a mí misma en un eco de cuencas y calabozos, en orificios que llamé recuerdos. Me miro en un espejo que no para de doblarse, en un espejo que es mi rostro. Miento, sueño mucho, diciéndome: es tarde, es tarde, Leiva, y llegarás al trabajo corriendo y lo verás, sí, lo verás de nuevo ante ti, como esa madrugada, pero ya no estará quemado; lo verás vivo y lo tendrás ante ti, Leiva, y no sabrás qué hacer.
2
Fui su mejor detective. Lo imagino mirando los documentos sobre su escritorio, con el celular en la mano. No para de llamarme. Veo prenderse y apagarse la luz anaranjada de mi celular una, dos, tres, cuatro, nueve llamadas perdidas. Seguro está fumando otro cigarro. Al salir de su oficina le preguntarán si necesita que lo vayan a dejar a su casa. Lo conozco, prefiere manejar. Se devuelve a su oficina, se sienta en su silla de jefe y mira la fotografía de su brigada, al lado izquierdo de su escritorio. Nos mira uno a uno, pensando: ella fue mi mejor detective. Imagino que arruga algún papel, el documento de mi situación, lo tira al papelero con rabia. Mira después al tincudo de Urquiza; lo mira de arriba abajo. En qué momento se le ocurrió recibirlo en su Brigada, pagando así un viejo favor. Por qué aceptó mezclarlo con los hombres y mujeres que había formado por años. Urquiza, ubicado en la esquina del grupo, con la mano en la cintura. Urquiza diciendo con su cuerpo que él se coloca ahí porque es más alto. Sonrisa cínica, pelo rubio engominado, serio, pero con los ojos verde pardo mirando fijo a la cámara, dejando ver levemente la sobaquera y su arma de servicio. Yo también estoy en la foto, sentada a la derecha del jefe, lejos de Urquiza, con mi pelo negro hacia atrás en un moño tirante, el rostro limpio, mis ojos oscuros delineados y en mis labios un brillo suave. No sonrío, no sonrío casi nunca; es mi estilo, mi forma de decir que conmigo no se meten. Yo fui su mejor detective, y esta vez, subprefecto Cuevas, le he fallado.
3
No, no le puedo hablar de lo que me pasó. Es decir, sé que tengo que hacerlo, que estoy obligada, pero por mí no lo haría. Sé que viene del Departamento Quinto y yo no puedo negarme a esta entrevista que es parte de un sumario. Sé que usted nos investiga a mí y a los otros que también investigamos. Sí, si le voy a decir, pero deme un tiempo, es que es azaroso y violento lo que me pasó; estúpido también. No sé por dónde quiere partir; a mí me gustaría desde el inicio, pero dígame cuál sería su punto de partida si estuviera aquí, de este lado. Lo miro con su traje de buena marca, que no le quita la apariencia de funcionario. No, no quiero partir por el Urquiza, no es un mal tipo, menos un mal detective. Tiene buen ojo, es agudo, un forense nato, certero, tenaz. No, de él no hablaría mal. Urquiza es ambicioso y competitivo, dos fachadas que, entre nosotros, los que estamos en la Brigada de Homicidios, no manejamos. Tuvo una oportunidad y la aprovechó. No le importó de paso dejarme caer en los rumores y manchar mi hoja de vida. Como me dijeron ayer, la pudo hacer y la hizo. Eso es lo que menos me interesa de lo que podríamos conversar usted y yo, pero, como le digo, señale usted por dónde caminamos. Yo lo sigo.
4
El subprefecto Cuevas ha tenido mucho durante este mes. Partimos con la muerte del dictador, el fin de una era. Se muere el viejo y se convulsiona el país; la pega se pone extraña, densa. Anduvimos todos nerviosos, tomados. No descansamos hasta que el cuerpo del viejo estuvo enterrado en Los Boldos. Atentos, sin dormir. Yo dejaba mi teléfono a todo volumen para partir hacia donde me mandaran. Hubo noches en las que me quedaba vestida, dormitando en el sillón de mi departamento, esperando que me llamaran. Para nada, el dictador sigue como si estuviera vivo. Ha pasado más de un mes y sí, pareciera como si de pronto fuera a salir caminando del fundo de Los Boldos en un acto patético y final. Ese es el orden de los hechos: primero fue su muerte, y cuando comenzamos a estabilizarnos, ocurrió el caso de la mujer que mataron en el supermercado la Nochebuena. Impacto en la prensa, y la tipificación, el nombramiento, de un nuevo crimen: «La acuchillada del supermercado». Una mujer joven y hermosa, dijeron, madre ejemplar. ¿Cómo alguien había podido acabar con su vida? Un nuevo crimen pasional. Mi duda, mi clamor, era más sencillo. Por qué mataron de nuevo a una mujer.
5
Por ese caso estamos acá, frente a frente en esta mesa, en esta oficina, usted y yo. Por ese caso Gabriel Barrios Acuña vino a buscarme y se plantó así, tal como estamos usted y yo. Por ese caso, el de la mujer asesinada, echamos a correr este hilo negro. La madeja se irá poniendo más oscura, como el pelo y el cuerpo de Gabriel cuando lo vi quemado hace cinco años. Este hilo negro está por cortarse, por enredarse justo acá en mi pecho. Ya le dije que le diría todo; necesito un tiempo eso sí. Claro, varios dicen que me desenmascararon, que ya no volveré a ser yo. Pero y yo me pregunto ¿puedo volver a ser yo después de lo que me pasó?, ¿después de verlo en la brigada esa tarde?, ¿de verlo ahí y recordar a su madre, su casa, las fotos de él que vi en ese sitio del suceso hace cinco años? Siento como si mis pensamientos cayeran frente a mí, frente a nosotros, y no puedo ordenarlos. Usted me mira y no dice nada. Indíqueme, de verdad, por dónde llevamos este hilo; que la madeja, al menos a mí, ya se me desarmó.
6
Sí, supe que el subprefecto Cuevas le sugirió tomarse sus vacaciones, que desapareciera de su escritorio y los pasillos, pero también tenía que hablar con usted. Sé que le dicen el traidor, que no lo miran, que llega al casino y todos se ponen de pie, como si fuera un virus. Nadie quiere estar con él, ni acercársele siquiera. Pensé que sería así conmigo, pero no, nadie quiere mirar a Urquiza. Dicen que soy una mujer solitaria, y puede ser, que no tengo novio, no sé cuál es el punto si lo tuviera o no, que no está claro si vivo sola o acompañada, qué les importa. Al único colega que he invitado a mi departamento fue a Urquiza, y mire lo que pasó. Sí, quiero hacer esta pausa y hablar de él. Fíjese lo que pasó: estábamos atendiendo un sitio del suceso en el centro y por radio nos solicitaron que nos quedáramos de punto fijo en una de las marchas de los colegiales, hace pocos meses, en septiembre. Nos dio la hora de almuerzo. Urquiza mencionó algo de ir a un boliche en una esquina de la Alameda. Me dio risa la idea. Imagine a dos policías de servicio almorzando ahí, a la vista de todos. Me miró y murmuró que nunca me había visto sonreír, y puede ser, eso me pareció un halago e impresionable por lo demás, y le dije que almorzáramos en mi departamento. Él compraría algo, que yo subiera mientras. Así lo hicimos; nos separamos en la puerta del edificio. Al rato subió con comida, una botella de vino que no pasé por alto Pusimos la mesa, no parábamos de hablar. Él miraba mucho hacia todos lados: el living amplio con cocina abierta, el pasillo breve que daba a las dos piezas que estaban con las puertas a medio cerrar. Al rato preguntó si compartía con alguien. Le dije que no, que sí me gustaba vivir sola. Le dije que sí. Que si era de hacía mucho ese mi hogar. Asentí también. Se paró de su asiento y fue a encender la radio. Sonó una canción vieja, una conocida, de los años sesenta. Say nighty-night and kiss me, just hold me tight and tell me you miss me. Se sacó su vestón y se quedó mirándome. Me tomaría una copa contigo, eso dijo, y lo encontré lanzado, atractivo, pero respondí que no, que aún seguíamos de turno, que mejor que no.
7
Traté de hablar de trabajo, pero sentía su coqueteo e insistía en esa copa. Nos reíamos. Sé que le dije que nunca me rio, pero con él la risa venía a mí fácil; con él se me destrababa algo. Él me desarticulaba y me sentía cómoda así con él. Preguntó si me gustaba la ciudad, como vivía en pleno centro, y