La casa de la barranca: Novela policial para chicos curiosos
By Patricia Roggio and Martín Melogno
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La casa de la barranca - Patricia Roggio
· 1 ·
Ruidos
~
Hasta no hace mucho tiempo, a pocas cuadras del arroyo Maldonado, sobre el Camino de las Cañitas que lleva a Belgrano, se veía una casa modesta. A juzgar por su apariencia, debió construirla algún albañil sin muchos conocimientos, que solo había superpuesto grandes ladrillos unidos por una mezcla mal hecha. Y por el estado de su techo de tejas, podía suponerse que muchos chaparrones habían caído sobre ella, durante años.
Los ambientes y su distribución eran los típicos de las casas de los alrededores de Buenos Aires: tres piezas, una a continuación de la otra, mirando hacia un patio. Y a la salida de esas piezas, todo a lo largo del patio, una especie de vereda o corredor con tres columnas de hierro, sin ningún adorno ni estilo particular, sostenían el alero del tejado.
Hacia el fondo, estaban la cocina y las habitaciones de servicio. Por último, un palomar deshabitado, un palenque y un corral, que claramente no había sido usado en mucho tiempo y en el que crecían la quinua, el abrojo, una tuna, una higuera y varios durazneros.
Desde la casa hasta la calle, había un camino lleno de cascotes y pedazos de botellas de barro y vidrio, bordeado por dos filas de árboles: sauces y paraísos vivos y muertos, cuyos gruesos troncos, carcomidos por los taladros, servían de guarida a todas las comadrejas y cucarachas de la ciudad. Y a los costados del camino, en el que alguna vez fue un jardín cuidado por la mano del hombre, ahora crecían yuyos y matorrales enmarañados.
El terreno debía ocupar media manzana y estaba cercado por pitas y cañas. En el interior, los cuises corrían por todos lados, sin preocuparse por la gente que caminaba en la calle, indicio de que allí nadie los molestaba.
La casa lindaba con la barranca y este es un dato que debemos recordar.
Un día de diciembre de 1889, un joven abrió el portón del frente y recorrió a caballo el camino hasta la casa, seguido por su perro. Tenía cerca de treinta años, ojos vivaces, cabello negro y bigote corto. Vestía traje gris, sombrero redondo y botas.
Cuando llegó, se detuvo un instante para examinarla. Después, bajó del caballo, enganchó las riendas en una rama de sauce y caminó hasta el corredor. En las puertas y en las ventanas enrejadas, solo quedaban algunos fragmentos de vidrio. Los postigos se caían a pedazos, carcomidos por la polilla y la intemperie. Y por sus agujeros, un fuerte olor a humedad se escapaba desde el interior.
El joven empujó un postigo, que cayó hecho astillas en la habitación. Metió un brazo por el hueco de un vidrio roto, hizo girar la falleba –que gimió oxidada– y empujó. La puerta se abrió y entró en la habitación central. Inmediatamente, corrió hasta las otras dos y también abrió sus puertas para que entrara el aire. Una ráfaga de viento se coló por las aberturas. Entonces, oyó ruido de tablas que caían, haciéndose pedazos: eran los postigos de algunas ventanas. Volvió al corredor y miró el reloj: las seis de la tarde.
–¡La hora que es y todavía no viene Pedro! –exclamó.
Se acercó a su hermoso caballo tostado y le palmeó el lomo. El animal relinchó, alzó la cabeza y miró hacia la calle.
El joven también miró y vio un grupo de gente que se había detenido y observaba la casa con curiosidad. Por eso, caminó hacia el portón de entrada, con la intención de hablar con el grupo de curiosos.
Pero al verlo, estos siguieron precipitadamente sus respectivos caminos. Los chistó, los llamó inútilmente: lo único que consiguió fue que apuraran más sus caballos.
¿Estarán locos estos?
, pensó.
Al llegar a la calle, vio a un agente de Policía. Estaba parado sobre los estribos de su caballo y observaba la casa por encima del cerco de pitas, con una evidente expresión de sorpresa. Lo chistó.
El policía abrió los ojos y la boca, y movió la cabeza para un lado y para el otro, hasta que vio al joven que, en ese momento, le decía:
–Oiga, agente…
–¿Ese caballo es suyo? –lo interrumpió.
–Es mío. ¿Pasa alg…?
Pero el joven no pudo terminar de hablar. Un frío de hielo había recorrido el cuerpo del policía que, al mismo tiempo que se santiguaba, huía a toda velocidad.
El dogo ladró.
–¡Esto es increíble! –gritó el sorprendido joven, mientras anotaba el número que el agente llevaba bordado en su gorra–. En una casa a dos pasos del centro, sobre una calle que recorren miles de personas, rodeada de mansiones de gente rica y educada; en una casa por donde pasan los cables del teléfono, cerca de las vías del ferrocarril del Norte, del Pacífico y del Rosario; sobre una barranca desde la que se ve el Parque 3 de Febrero, el río con embarcaciones de todos los países, el hipódromo, y se oye la bocina del tranvía a Belgrano… ¿es posible semejante superstición? ¡Maldita! ¡Dicen que está maldita! ¿Pero por qué? ¡Ah, al fin! ¡Allí viene Pedro!
La casa de la barrancaEn efecto, a poca distancia se veía un pequeño carro cargado con algunos muebles. Su conductor, un italiano, manejaba los dos caballos de tiro. A su lado iba Pedro, un muchachito alto