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La Vitoria de Magallanes
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La Vitoria de Magallanes

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Coincidiendo con el V Centenario de la primera circunnavegación, Ramón Jiménez Fraile desmonta la manera en que la gesta ha sido contada a lo largo de los siglos. Adoptando enfoques inéditos, rescata la memoria de personajes injustamente olvidados (grumetes, mujeres, nativos...) y expone, con rigor, hallazgos que alteran el rumbo de la historiografía en lo relativo a los orígenes de Fernando de Magallanes y el destino de la nao Vitoria, que no Victoria como se le ha venido llamando.
LanguageEspañol
Release dateJul 21, 2022
ISBN9788419137593
La Vitoria de Magallanes
Author

Ramón Jiménez Fraile

Vitoria, 1957. Licenciado en Historia y Civilización por la Universidad de Nancy y en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra. Diplomado en Estudios Europeos por la Escuela Diplomática de Madrid. Fue corresponsal en Bruselas de la Agencia EFE y de El Correo antes de incorporarse, en la década de 1980, a las instituciones de la Unión Europea, donde ha ejercido funciones de responsabilidad en materia de comunicación. De sus viajes e investigaciones, centradas en el mundo de la exploración, ha dejado constancia en varios libros, así como en numerosos artículos publicados por la Sociedad Geográfica Española, de cuyo comité editorial es miembro.

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    La Vitoria de Magallanes - Ramón Jiménez Fraile

    La Vitoria de Magallanes

    El lado insólito de la primera vuelta al mundo

    Ramón Jiménez Fraile

    La Vitoria de Magallanes

    El lado insólito de la primera vuelta al mundo

    Ramón Jiménez Fraile

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Ramón Jiménez Fraile, 2022

    Iraultza Communications

    www.iraultza.com

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: «Arte de Navegar», Madrid, 1673

    Fotografía de solapa: ©Sonia Fraga

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2022

    ISBN: 9788419137227

    ISBN eBook: 9788419137593

    A Haizea, hija del viento y de la aldea global.

    Agradecimientos

    Esta peculiar aventura no hubiera sido posible sin el buen hacer de Guadalupe Fernández Morente, Andrea Cicerchia, Lola Pons y Marisol Encinas, a quienes agradezco la ayuda que me prestaron en materia de documentación, paleografía, lingüística e historia, respectivamente.

    También doy las gracias a los académicos Juan Gil (RAE) y Borja Aguinagalde (RAH) por sus consejos; a Asunción Miralles de Imperial por su asistencia en la Biblioteca de la Real Academia Española de la Historia, y a Clay Stalls por la suya en la Biblioteca Huntington de California.

    Con la condesa de Schönborn y Wiesentheid y el profesor Diogo Ramada Curto mi deuda por el trato que me dispensaron en la Hacienda Palacio Cadaval, en Ribatejo, difícilmente quedará saldada con este mi sincero reconocimiento. Lo mismo puedo decir de los responsables de los Archivos Nacionales Portugueses de Torre do Tombo, en Lisboa, empezando por el doctor Silvestre Lacerda.

    Capítulo aparte merece el Centro de Estudios Benaventanos «Ledo del Pozo», en particular Margarita Llordén y Horacio Navas, que me hicieron sentir en Benavente como en casa. Y Vicente Marín, en cuya fundación de Bretún, Soria, estoy realmente en casa.

    Gracias, asimismo —por su ayuda, comentarios, correcciones, sugerencias—, a Rafa Rodríguez, Paco Góngora, Álvaro Iradier, Txema Calleja, Paco Sánchez, Carlos Romero, Loreto Rosas, Keiko Kawabe, Pep Borrell, Cristóbal Bernal, Diego Roig, Lidia Llordén, Ismael García-Gómez, Xabier Armendáriz, Juan Ladrón de Guevara, Jacinto Vidarte, mi hermano Jimmy…

    Vaya igualmente mi agradecimiento al armador —Pepe Iglesias— y a la tripulación —Juan Manuel, Luis Miguel, Javier— del Íbero III por su hospitalidad. A Pablo Ledezma y Emilio Andia por enseñarme, con piedras, cómo trabajar con las palabras. Y a Asli Güral por el toque final en clave de banda sonora.

    Gracias, por último, a la Fundación La Caixa por su confianza.

    Prólogo

    La historia está para descubrirla. Al investigarla se iluminan sus zonas oscuras y se enmiendan yerros asentados por la mera repetición mimética. Pues de eso, de apasionada investigación histórica, va este libro que tiene entre sus manos. Prepárese para vivir con el autor toda una aventura. Su lectura le permitirá acompañarlo en sus pesquisas en archivos históricos en los que descubrirá auténticos tesoros, viajará con él por geografías diversas, indagará en genealogías perdidas, rastreará etimologías, pura arqueología de las palabras. Aventura, erudición, pasión, curiosidad y sorpresas se trenzan hábilmente para tejer este libro que no será capaz de dejar de leer una vez que sus ojos se hayan posado sobre sus primeras líneas.

    Como bien afirma el autor, en 2019 se celebraron dos aniversarios redondos: medio siglo de la llegada del ser humano a la Luna y medio milenio del inicio de la primera circunnavegación. La misión Apolo 11 tardó en alcanzar el satélite tres días; el barco de la Flota de la Especiería que dio la vuelta al mundo, tres años. La epopeya de Magallanes y Delcano —que no Elcano, como puntualiza el autor— supuso un importantísimo hito en la historia de la humanidad que probablemente no tenga hoy el reconocimiento que merece.

    Hace medio milenio los humanos cobramos conciencia de nuestro planeta gracias al puñado de individuos que, navegando hacia Poniente, regresaron a su punto andaluz de partida. Comprobamos su redondez y nos acercamos a sus dimensiones. Se ha dicho, hasta la saciedad, que la expedición Magallanes-Elcano abrió la Era de la Globalización entendida en términos mercantiles. Poco se ha reflexionado acerca de la Era de la Visión Global inaugurada entonces por la Monarquía Hispánica, ya que los testimonios de sus protagonistas constituyen lo que, en lenguaje de hoy, llamaríamos el primer selfi de la humanidad, el retrato primigenio del género humano en su conjunto. De ahí que los españoles tengamos una responsabilidad especial a la hora de preservar y divulgar el relato de la primera vuelta al mundo, una de las mayores aventuras, si no la que más, de todos los tiempos.

    Los años que llevamos dedicando a conmemorar el V Centenario de la gesta los ha consagrado, por tierra y mar, el autor de este libro a poner patas arriba no la gesta en sí, sino la manera en que ha sido contada a lo largo de los siglos. Animado por un sentido crítico a la altura del desafío, pero sin renunciar ni al humor ni a las referencias personales, Ramón Jiménez Fraile nos restituye, sin trampa ni cartón, una primera circunnavegación como nunca hasta ahora había sido narrada, con personajes —grumetes, mujeres, nativos…— las más de las veces ignorados, y desde perspectivas, empezando por la ibérica, inéditas.

    Puesto que Clío, la musa de la Historia, ha sido siempre generosa con los osados, el autor y su equipo vieron recompensado su tesón investigador con una serie de hallazgos que están llamados a marcar el rumbo de la historiografía de la primera circunnavegación. En lo que a mí concierne, no deja de resultar sugestiva la nueva pista abierta acerca de los orígenes de Fernando de Magallanes, capitán general de la Armada de la Especiería, que apuntan a Juan Alfonso Pimentel, primer conde de Benavente, el iniciador de un linaje español con raíces portuguesas. Un honor compartir apellido con el intrépido portugués que navegó para la corona española y dejó la vida en el empeño.

    En cuanto al hecho demostrado en las páginas que siguen de que el barco más importante de todos los tiempos, puesto que fue el primero en navegar el Orbe en toda su redondez, no se llamó Victoria sino Vitoria, muchos pensarán que se trata de una anécdota, pero ello no nos exime del debido respeto hacia la realidad histórica, máxime cuando la Vitoria de Magallanes abre perspectivas y horizontes hasta ahora insospechados. La investigación del porqué Vitoria y no Victoria me ha parecido un prodigio de tesón y clarividencia, que nos llevará desde los antiguos archivos, anales, grabados y crónicas, hasta monasterios y conventos, llegando el equívoco hasta a mal apellidar a los famosos y sabrosos boquerones vitorianos, que no victorianos, como al final, forzadamente, la RAE ha acabado por admitir.

    Comenta el autor que la historia no es cosa del pasado, que siempre está por escribir. Él mismo ha demostrado que documentos que dormitan en archivos públicos o colecciones privadas pueden salir a la luz en cualquier momento para cuestionar nuestras convicciones. ¿Fueron de verdad dieciocho los hombres que desembarcaron en Sanlúcar de Barrameda? ¿Fue entonces cuando se produjo la primera vuelta al mundo? ¿Seguro que la decisión de llevar a cabo la primera circunnavegación la tomó Juan Sebastián Elcano? ¿Es cierto que la «nao Victoria» desapareció en un naufragio? Dudo que quienes, con amplitud de miras, se aventuren en la lectura de este personalísimo y a la vez riguroso trabajo se atrevan, en el futuro, a poner la mano en el fuego sobre estos y otros muchos asuntos.

    ¡Qué buen libro! Lo he disfrutado, prepárese usted, ahora, para el gozo y asombro de su lectura.

    Manuel Pimentel

    Introducción

    Dice el filósofo Yuval Noah Harari que una de las características fundamentales del ser humano es su capacidad de fabricar relatos. Añade que, si entendemos cómo se fabrican, es decir, cómo se construye la memoria colectiva, seremos menos influenciables y, en consecuencia, más libres.

    Algo parecido creo que quiso transmitir Marshall McLuhan, el profeta de nuestra sociedad de la comunicación, con su epitafio: Veritas liberabit nos, la verdad nos hará libres. McLuhan había llegado a la conclusión de que formamos herramientas de comprensión de la realidad que acaban por suplantarla, y eso que falleció una década antes de que Internet irrumpiera en nuestras vidas. Al igual que Einstein condensó la esencia del Universo en la ecuación E=mc² (energía igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado), McLuhan creyó haber encontrado el santo grial de la comunicación en la fórmula the media is the message (el medio es el mensaje), la cual significa que medio y mensaje no son entidades distintas, sino que constituyen una relación simbiótica que afecta directamente a la asimilación de los relatos.

    La teoría de McLuhan en materia de comunicación social recuerda la de «el observador observado» en el ámbito de la antropología, uno de cuyos exponentes es Nigel Barley, autor de El antropólogo inocente. Barley creyó haber penetrado en la esencia de la tribu africana con la que había convivido durante años, hasta que se percató de que los miembros de esa tribu habían alterado su modo de vida y creado palabras nuevas debido a su presencia. Al parecer, lo mismo sucede en el ámbito científico, en el que el experimentador forma parte, de manera inextricable, del experimento, hasta el punto de condicionar unos resultados que, en teoría, debieran ser objetivos.

    Si aplicamos estos principios a la construcción de los relatos que conforman nuestro inconsciente colectivo, es decir, a la manera en que se fabrica la historia, llegaremos a una conclusión que, a poco que seamos sinceros, ya conocíamos: que ningún historiador es «inocente»; que ninguna narrativa tiene como objeto primordial restituir la realidad de unos hechos, sino servir a unos fines determinados; que los relatos históricos acaban por adquirir vida propia hasta el punto de suplantar a los hechos en los que se fundamentan… si es que alguna vez existieron.

    El material con el que se fabrican los relatos, con el que se escribe la historia, son las palabras. Al igual que una molécula respecto a un organismo, o un ladrillo respecto a un edificio, cada palabra constituye una entidad con cualidades propias, que adquiere una nueva dimensión cuando forma parte de un conjunto. Ese conjunto quedará fatalmente distorsionado si se desconocen, adulteran o malinterpretan las palabras que lo componen.

    En las páginas que siguen me sumo a la gran aventura de la primera vuelta al mundo en clave «mcluhiana», consistente en buscar el mensaje en el medio, el sentido del relato en las palabras. Sin por ello pretender renunciar al rigor, aplico también el enfoque multidimensional y exento de metodología reductora que caracterizaba a mi admirado sociólogo canadiense en sus escritos y disertaciones.

    Queda, pues, dicho que el presente no se trata de un trabajo al uso sobre una temática harto manida, sino de un libro «de autor»; un viaje por y con las palabras que dieron la primera vuelta al mundo; un relato con voz propia cuya pretensión es abrir nuevas perspectivas y recuperar viejas sensaciones sobre una de las más grandes epopeyas que ha vivido la humanidad.

    Y si, además, contribuyo a mejorar el conocimiento de este episodio histórico, al aportar datos nuevos y poner de relieve aspectos poco conocidos, me habré dado por satisfecho.

    Ramón Jiménez Fraile

    I

    Mille milliards de mille sabords.¹

    Archibald Haddock

    De Tintín aprendí que la aventura siempre está al acecho. Un mensaje de radio escuchado al azar, la lectura de un periódico, una visita a un museo o cualquier otro hecho cotidiano son capaces de desencadenar una avalancha de acontecimientos que arrastran al protagonista y le empujan a saciar su curiosidad.

    El secreto del Unicornio, una de las obras maestras de Hergé, comienza en un escenario que me es familiar, al haber vivido cuatro décadas en Bélgica: el Rastro de Bruselas, donde el reportero se encapricha de la maqueta de un barco. Tanta debió ser la admiración hacia el dibujante belga por parte de un Steven Spielberg resueltamente orgulloso de su condición de judío, que decidió llevar esta historia al cine, pasando por alto que fuera publicada por entregas en el diario bruselense Le Soir durante la ocupación nazi de Bélgica, circunstancia que, acabada la guerra, supuso la condena de Hergé por colaboracionista.

    En la película, a cuyo estreno mundial en Bruselas tuve el honor de ser invitado, Spielberg introduce pasajes y personajes procedentes de dos aventuras de Tintín precedentes: El tesoro de Rackman el Rojo y El cangrejo de las pinzas de oro. Es en esta última en la que entra en escena por primera vez el capitán Haddock, con quien se topa Tintín siguiendo la pista de la palabra «Karabudjan» escrita en una lata de conservas. En una taberna de una ciudad portuaria que recuerda a Amberes, Tintín se enterará de que «Karabudjan» es el nombre de un barco, el mismo en el que el capitán Haddock resultará estar retenido por una banda de traficantes de droga. Según los tintinólogos, que los hay y muchos, «Karabudjan» es un nombre inventado por Hergé con resonancias armenias a fin de sustentar la idea de que el barco navegaba bajo bandera de ese país. Un simple aficionado como yo debiera haberse contentado con esta explicación, pero ¿acaso lo hubiera hecho el propio Tintín? Puede que el intrépido reportero se hubiera preguntado por qué Hergé había elegido como origen del barco Armenia, país que no tiene salida al mar y que tampoco figura en las listas de pabellones de conveniencia.

    Hergé murió sin conocer las facilidades que, para bien y para menos bien, ofrece Internet. De haberlas conocido, es muy probable que, en lugar de llevar a su personaje a bibliotecas en las que investigar, le hubiera hecho consultar la pantalla de su ordenador. Eso es lo que hice, obteniendo como respuesta que «karabudjan» no existe en idioma armenio, pero sí en hindi, en el que significa «grosella». A la vista de este curioso hallazgo, y puesto que no creo en la casualidad (a lo sumo estoy dispuesto a aceptar que es ella la que cree en mí), me permito aportar a la Tintinología la hipótesis de que Hergé, que vivía rodeado de libros, periódicos y revistas con los que alimentar sus actividades creativas, entrara en contacto con esa palabra en un contexto relacionado con frutas y con India, del que la acabaría sacando para llevarla a su universo de ficción, en el que empezó a cobrar vida propia. Esta travesura lingüística de Hergé en el mundo del cómic daría pie a que, tal como atestiguan los registros navales de distintos países, no hayan sido pocos los barcos bautizados desde entonces por sus armadores como «Karabudjan» («Karaboudjan» según la versión original francófona empleada por Hergé). Convertido en epítome de intriga y aventura, el término ha llegado incluso a dar nombre a una serie de televisión colombiano-española cuyo protagonista es un ejecutivo que trata de resolver intrincados misterios.

    Por cierto, si hay una ciudad en España donde han oído hablar del Karabudjan del capitán Haddock esa es Vigo, ya que aparece mencionada expresamente en El Cangrejo de las Pinzas de Oro como el lugar en el que los traficantes quisieron borrar el barco del mapa, haciendo creer que había naufragado. En su versión cinematográfica, el autor de películas tan sonadas como Indiana Jones, Tiburón o E.T. pasó por alto ese detalle, lo que llevó al periódico La Voz de Galicia a publicar un artículo titulado: Spielberg se olvida de Vigo² en el que se destaca que esa localidad gallega es la única ciudad española que el autor Hergé menciona en las veintitrés aventuras del periodista belga. Ni que decir tiene que ni los vigueses, ni los creadores de la serie televisiva, ni los propietarios de barcos bautizados con ese nombre asocian la palabra «karabudjan» a «grosella», algo que inevitablemente hará cualquiera que hable hindi, idioma al que se han traducido ocho de los álbumes de Tintín, pero no aún El cangrejo de las pinzas de oro, en el que sale el barco. Cuando a los traductores de Tintín al hindi les toque el turno de traducir ese episodio, se enfrentarán a un dilema ciertamente endiablado: o bien respetan el nombre que Hergé puso al barco o buscan otra palabra con resonancias armenias que no signifique «grosella» en su idioma. Parecida confusión generó la portada original del álbum El loto azul, subastada a principios de 2021 por una cantidad millonaria, puesto que los garabatos de Hergé, que pretenden ser «kanjis» chinos, corresponden a «pescado» y «puntiagudo» en japonés.

    Aun con sus imperfecciones, que no dejan de ser anecdóticas tratándose de una obra de ficción, las aventuras de Tintín han sido y seguirán siendo una deliciosa ventana desde la que asomarse al mundo a cualquier edad. Es en La oreja rota, el sexto episodio de la serie, en el que el reportero entra en contacto con una tribu indígena de América Latina, los arumbaya. La trama se pone en marcha con la desaparición, en un museo etnológico, de un fetiche precolombino y su súbita reaparición en el mismo sitio días después. Al consultar un viejo grabado de tiempos de los conquistadores españoles, Tintín se percata de que el fetiche original que exponía el museo presentaba una muesca en una de sus orejas, mientras que el reaparecido tenía las dos orejas intactas.

    Mi «momento Tintín» en relación con la primera vuelta al mundo tuvo lugar también en un museo, concretamente el Marítimo de San Sebastián, el 28 de diciembre de 2019, tras haber disfrutado de una soleada jornada en esa esplendorosa ciudad, en compañía de mi hijo medio holandés y de su mujer turca. La familia Serrats Urrecha, entroncada con el general Miguel de Álava, amigo y compañero de armas del duque de Wellington en las guerras contra Napoleón, nos había abierto las puertas de su casa, con vistas a la bahía de la Concha. Devolvía así la visita que Gonzalo Serrats Urrecha me había hecho a Bélgica con motivo del segundo centenario de la Batalla de Waterloo, de la que el general Álava había sido testigo. Una de mis mayores satisfacciones de aquella conmemoración fue la de propiciar el encuentro entre Gonzalo y Charles Bonaparte, descendiente de Jérôme Bonaparte, rey de Westfalia, hermano pequeño del emperador. Recuerdo con agrado la animada charla junto al retrato del general vitoriano, el mismo que entraría a caballo en el parisino Museo del Louvre para rescatar obras de arte que los franceses habían robado en España. Aún bajo los efluvios de la sobremesa, aderezada de guerras napoleónicas y de batallas navales como la de Trafalgar, en la que participó el general Álava combatiendo a los ingleses que luego serían sus aliados, me dispuse a rematar la jornada visitando la exposición temporal titulada Elkano (sic). La primera vuelta al mundo, en el museo ubicado en el puerto viejo donostiarra. Hasta entonces, mi dedicación como escritor a la primera vuelta al mundo había tenido que ver con la publicación, en una revista de viajes dirigida por mi amigo Pep Borrell, de una serie por entregas inspirada en el relato del cronista de la expedición, Antonio Pigafetta, así como con un reportaje para el boletín de la Sociedad Geográfica Española, centrado en la figura de Cristóbal de Haro, el financiero de la expedición. Junto al imprescindible relato de Pigafetta, redactado originalmente en dialecto veneciano, mis principales obras de referencia habían sido la exhaustiva compilación de fuentes directas e indirectas del viaje llevada a cabo, en francés, por Pierre Chandeigne, alias Xavier de Castro; las biografías sobre Magallanes de Stefan Zweig, en alemán, y Laurence Bergreen, en inglés, y el erudito trabajo, en francés, de Jean Denucé Magellan. La question des Moluques et la première circumnavigation du Globe, publicado en Bruselas en 1911.

    Pese a no completar la vuelta al mundo, ni ser esa su intención, la figura de Magallanes está estrechamente asociada, fuera de España, a la primera circunnavegación. Prueba de ello es el mencionado compendio coordinado por Chandeigne —sin duda el más importante acerca de esta temática publicado fuera de España—, cuyo título es Le voyage de Magellan 1519-1522,³ pese a que el portugués dejó de formar parte del viaje a medio camino, concretamente el 27 de abril de 1521, día en que murió en Mactán, Filipinas, a resultas de su temerario enfrentamiento con el caudillo Lapulapu. Valga también como ejemplo la siguiente entrada de la Enciclopedia Británica: The first circumnavigation of the globe was led by Portuguese navigator Ferdinand Magellan («La primera circunnavegación del Globo fue liderada por el navegante portugués Fernando de Magallanes»).

    No deja de ser reveladora la ausencia de biógrafos españoles de Magallanes, sobre todo si tenemos en cuenta la profusión de obras dedicadas por estos lares a Cristóbal Colón. A fin de cuentas, fue la Armada de la Especiería capitaneada por Magallanes la que cumplió el sueño de Colón, consistente en llegar a Asia navegando hacia Poniente. Se diría que Magallanes goza fuera de la península ibérica de un prestigio, o al menos de una notoriedad, inversamente proporcional a la devoción que, en España y en particular el País Vasco, aunque por motivos y enfoques diferentes, se profesa hacia Juan Sebastián Elcano, elevado este último a la categoría de héroe con la misma intensidad con la que Magallanes es ignorado o reducido a la condición de villano.

    Ilustración 1. Cartel de la exposición dedicada a Juan Sebastián Elcano en el Museo Marítimo Vasco de San Sebastián, noviembre 2019 - enero 2020.

    La exposición dedicada a «Elkano» en San Sebastián reproducía bien el actual enfoque vasco acerca del personaje y la gesta, al centrarse en las virtudes como marino del admirado hijo de la villa guipuzcoana de Getaria y en la importancia de los astilleros vascos de la época.

    No hace falta ser un genio de la comunicación, ni echar mano de las teorías de McLuhan para deducir que la imagen que se quería transmitir a través del cartel de la exposición (el apellido del marino escrito con «k», con tipografía vasca⁴, sobre una gigantesca ola) era la de un euskaldún glorificado por unos hechos que bien podrían asimilarse a la práctica del surf o de otras competiciones náuticas. El horario de visita tocaba a su fin cuando me percaté de que una de las piezas expuestas era una copia de la carta que Juan Sebastián Elcano había dirigido a Carlos I nada más regresar a Sanlúcar de Barrameda. Algo había leído sobre los documentos de Elcano que el director del Archivo Histórico de Euskadi, Borja Aguinagalde, había encontrado hacía poco tiempo por casualidad, incluida una copia de la carta que contiene la primera mención a la circunnavegación del planeta (hemos descubierto e redondeado toda la redondeza del mundo). Desgraciadamente, la muestra no ofrecía transcripción alguna del documento, y menos aún transliteración, es decir, reproducción exacta de las palabras utilizadas respetando la grafía original. Con el tiempo, y con no pocas dificultades, impropias para un texto de esta importancia, pude procurarme dicha transliteración, la cual me ha parecido oportuno reproducir de manera integral al final de este libro⁵ para que el lector conozca las palabras originales de Elcano tal como le fueron surgiendo de su mente en el preciso momento en que entraba en la historia al modo de un Armstrong retransmitiendo desde la Luna su pequeño gran paso para la humanidad. La carta arranca con el anuncio del regreso, tres años después, de dieciocho hombres en uno solo de los cinco navíos que inicialmente componían la expedición. Haciendo abstracción de los graves sucesos acontecidos durante el primer año —el motín de San Julián, el naufragio de la nao Santiago y la deserción de la nao San Antonio—, el vasco informa del descubrimiento del actual Estrecho de Magallanes y de la posterior travesía del Pacífico en tres meses y veinte días, con vientos favorables.

    Que Elcano evitara mencionar un asunto tan relevante y polémico como el motín y las ejecuciones ordenadas por Magallanes da a entender que, cuando escribió la carta, Elcano ya había sido informado del regreso a España, hacía un año, de la nao desertora, con Álvaro de Mesquita, sobrino de Magallanes, como prisionero. El tema era altamente delicado, puesto que el propio Elcano había sido uno de los condenados a muerte por haber participado en la revuelta, pena que le fue conmutada en degradación a marinero. No tuvieron esa suerte el capitán de la Concepción, Gaspar de Quesada, decapitado, cuyo cadáver fue descuartizado; ni Juan de Cartagena, el veedor general de la flota, máxima autoridad junto a Magallanes, quien, por orden de este último, fue abandonado a su suerte junto a un cura, con apenas víveres, en una isla de la Patagonia. Elcano tampoco menciona ninguno de los numerosos enfrentamientos con nativos que se produjeron a lo largo del viaje y cuando, de manera escueta, se refiere a la muerte de Magallanes, no explica las circunstancias. Respecto a la decisión de destruir, en Asia, la Concepción —una de las tres naves restantes, ya que la Santiago había naufragado antes de penetrar en el Estrecho de Magallanes y la San Antonio había desertado en el estrecho mismo—, tan solo indica que se debió a la falta de hombres disponibles, sin precisar que la expedición había registrado veintiséis bajas, entre muertos y desaparecidos, en la que sería conocida como masacre de Cebú.

    La expedición no había podido empezar peor ni continuar de manera más escabrosa, pero está claro que, en su misiva, Elcano quería destacar los éxitos alcanzados una vez desaparecido Magallanes. Por ello, subraya la llegada de dos de las naves a las Molucas, lo que significaba que el principal objetivo de la expedición (alcanzar las Islas de las Especias navegando hacia Poniente) había sido cumplido, encargándose Elcano de subrayar expresamente que había sucedido ocho meses después de la muerte de Magallanes. El aparente ninguneo del vasco hacia el portugués tiene tintes cómicos, ya que lo mismo le llama Magalas que Malagas, al más puro estilo del personaje de las Aventuras de Tintín Bianca Castafiore refiriéndose a un desesperado capitán Haddock como Harrock, Karpock… y hasta Kodak. En su misiva, el vasco despliega sus dotes de seducción al anunciar al monarca que, en los lugares visitados, encontraron clavo, alcanfor, canela, perlas, nuez moscada, pimienta, sándalo y jengibre, productos de los que decía traer muestras. A buen seguro, lo que más atrajo la atención de quienes, a los pocos días, leyeron la carta en Valladolid, donde estaba instalada la corte del ya emperador Carlos V, fue la afirmación de que la Especiería estaba dentro de la demarcación castellana y que el vasco era portador de documentos en los que reyes y señores de esas tierras aceptaban la soberanía del Habsburgo borgoñón.

    Una vez expuestos los grandes logros de la misión y antes de solicitar las correspondientes recompensas, tocaba destacar los esfuerzos sobrehumanos realizados por quienes, según la carta, habían declarado estar dispuestos a morir con honra al servicio de su soberano. Al respecto, Elcano se refiere a la muerte de veintiún hombres durante la travesía de cinco meses desde Timor hasta Cabo Verde, donde, al verse desenmascarados por los portugueses, huyeron dejando atrás a trece hombres. A los fugados le esperaba aún casi dos meses de navegación en condiciones dramáticas, con trabajos de bombeo que no cesaron día y noche, lo que provocó en los hombres, según Elcano, una delgadez hasta entonces nunca vista.

    No cabe duda de que el viaje de vuelta a España desde la Especiería, capitaneado por Elcano, fue toda una proeza marinera. Las condiciones a bordo debieron ser extremas, con agua y arroz como único medio de subsistencia, tal como precisó el vasco en su misiva. Ahora bien, cualquier persona ajena a la expedición que leyera la cifra de veintiún fallecidos dada por Elcano pensaría que se refería a miembros de la flota que había salido tres años antes de España. De esos veintiún muertos, una docena eran, en efecto, integrantes de la expedición desde el principio, pero los restantes eran nativos de las Molucas de cuya existencia el vasco no dice nada en su carta. Sabemos, sin embargo, que trece indonesios se encontraron a bordo de la Victoria en su viaje de regreso, de los que solo sobrevivieron cuatro: uno que fue hecho prisionero por los portugueses en Cabo Verde y tres que desembarcaron en Sanlúcar de Barrameda. El índice de mortalidad a bordo de la Victoria en el viaje de vuelta capitaneado por Elcano fue, pues, de un 70% entre los nativos frente al 30% entre los europeos. El vasco omite de manera deliberada la existencia de los tres nativos indonesios que llegaron a Sanlúcar al precisar en su carta que somos llegado diez e ocho onbres solamente, cuando en realidad eran veintiuno.

    Comparada con la magnitud de su logro —haber regresado de las Molucas con la cala repleta de especias y traer pruebas de vasallaje de autoridades locales—, la recompensa solicitada en la carta por Elcano para él y los suyos parece discreta, puesto que se limita a pedir un aumento sobre el porcentaje del cargamento pactado al inicio de la expedición. Será en una segunda misiva —cuyo original descubrió Borja Aguinagalde— cuando, a tenor de la entusiasta respuesta que recibió del rey Carlos, Elcano elabore una lista más prolija de peticiones, esta vez en favor de su persona.

    Ilustración 2. Extracto de la carta dirigida por Juan Sebastián Elcano a Carlos I con fecha 6 de setiembre de 1522. El marino vasco firma como «Delcano» y se refiere al barco que capitaneó como «Vitoria».

    Apurando los últimos instantes antes de que tuviera que abandonar el museo donostiarra, puesto que estaba a punto de cumplirse la hora de cierre, detuve mi vista en las últimas líneas del documento. Pude así apreciar la singular fórmula de cortesía utilizada por Elcano (quedo besando pies e manos de tu alta magestad) en la que persiste, como en el resto de la misiva, en el tuteo hacia el ya emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. También pude leer la fecha —6 de setiembre de 1522, aunque algunos pretenden que Elcano debió escribir esa carta uno o dos días después de la llegada del barco a Sanlúcar)— y la manera en que el vasco escribió su propio nombre a guisa de firma: «Juan sabastian delcano», fechando la misiva en la nao vitoria.

    Durante mi viaje de vuelta precisamente a la ciudad de Vitoria-Gasteiz, de la que soy originario, dejé volar mi imaginación sobre lo que podía suponer que Elcano —¿o debería decir Delcano?— llamara «Vitoria», y no de otra manera, a uno de los barcos más importantes, si no el que más, de la historia. Me pregunté si no era cosa de un euskaldún (vascoparlante) que no se manejaba bien en castellano, tal como quedaba de manifiesto por su tendencia al tuteo. También fantaseé con que Elcano pudiera haberse dejado influir por el nombre de la ciudad vasca, a la que el rey Juan II dio título en 1431 («…hago ciudad a la dicha villa de Vitoria y quiero que de aquí en adelante sea ciudad y sea llamada la ciudad de Vitoria»). Fundada en el siglo XII por Sancho el Sabio de Navarra, la villa en cuestión había sido llamada en latín «Nova Victoria», sin que nunca se haya podido determinar a qué hecho de armas quería el rey navarro referirse, en una época en la que su enemigo era Castilla. El acta fundacional de la villa, redactada en latín, menciona Gasteiz como topónimo (...Vobis ómnibus populatoribus meis de Nova Victoria… in praefata villa cui novum nomen imposui scilicet Victoria, quae antea vocabatur Gasteiz), término que en euskera vendría a significar «joven», lo que hace pensar en un poblamiento de nuevo cuño. Imagino que, a nivel de habla, nunca se utilizó la expresión latina «Victoria», siendo lógicamente la denominación «Vitoria» la que consagró Juan II una vez que la villa quedó bajo control de Castilla y que la proclamación como ciudad se hizo en lengua castellana.

    El idioma castellano no estaba estandardizado en la época de Elcano, puesto que el primer diccionario, llamado Tesoro de la lengua castellana o española, no sería publicado, por Sebastián de Covarrubias, hasta entrado el siglo XVII. En el resto de Europa no es que estuvieran más avanzados con sus idiomas, ya que el de Covarrubias fue el primer diccionario monolingüe europeo de una lengua vulgar. Este pionero diccionario dedica dos entradas a la palabra «Vitoria» y ninguna al término «Victoria». Al sustantivo «Vitoria» lo define como el rendimiento del enemigo y la gloria de haberle vencido, recordando que los romanos hicieron estatua y templo a la vitoria, y batieron muchas monedas con su efigie en honra de los Emperadores. En cuanto al topónimo, señala ser ciudad en aquella parte de Vizcaya que se llama Álava, cabeza de provincia, edificada por mandato de Don Sancho Rey de Navarra donde antes estaba una aldea llamada «Gasteiso» (sic). Esto fue cerca de los años de 1180. Por ventura le dieron ese nombre por alguna «vitoria» habida en ese lugar, o cerca de él, salvo si no es nombre vascongado. No deja de ser curiosa esta coletilla (salvo si no es nombre vascongado) del diccionario de Covarrubias al referirse al topónimo Vitoria, puesto que, en efecto, existen voces en euskera tradicional —Bittoixe, Bit(t)o(r)ixa, Bituria— que podrían estar relacionadas. Aunque también los hay que han pretendido, sin mucho fundamento, identificar la ciudad de Vitoria con la Victoriacum fundada por el visigodo Leovigildo. En cualquier caso, la evolución del vocablo parece clara. La palabra latina «victoria» acabó dando lugar a diferentes variantes homófonas en lenguas romances, como el castellano («vitoria»), el portugués («vitória») y el italiano («vittoria»). En un momento dado, el castellano habría introducido el cultismo «victoria», quedando el nombre de la ciudad de Vitoria como una especie de reliquia en el panorama lingüístico castellano.

    Volviendo al barco de la primera vuelta al mundo al que «Delcano» llamó «Vitoria»: ¿Cómo se habrían referido a él los demás protagonistas de la gesta? ¿Cómo figura mencionado en los documentos de la época? ¿Qué relevancia podría tener el hecho de que la nao se llamara Vitoria en vez de Victoria?

    De regreso a Vitoria comenté mi hallazgo con amigos amantes de todo lo relacionado con la historia de nuestra ciudad⁷, a los que propuse investigar este asunto en alguna ocasión. Por aquel entonces —Navidades de 2019—, mis afanes estaban centrados en desvelar los misterios que rodeaban al nombre de un barco, pero no precisamente de la flota de Magallanes, sino el «Lady Alice», la embarcación desmontable con la que el reportero metido a explorador Henry Morton Stanley había sido, en la segunda mitad del siglo XIX, el primero en recorrer el río Congo. Pretendía divulgar ese episodio histórico visitando, en la actual República Democrática del Congo, el lugar en el que Stanley se había visto obligado, tras tres años de viaje, a abandonar la embarcación, a unos 100 km de la costa atlántica. Con ese propósito, acababa de reunirme, en la región checa de Bohemia, con Martin Šíl, excelente fotógrafo y organizador de safaris en África, con el que había convenido desplazarme al antiguo Zaire en mayo de 2020. Por su parte, Martin deseaba recrear los viajes a África del cineasta checo John L. Brom en los años 50 y 60 con una furgoneta de la marca DKW, como las que se fabricaron en su día en Vitoria, a la que puso el nombre de «Platillo Volante». Nuestro pacto, sellado con una auténtica cerveza checa Budweiser —no la homónima e industrial norteamericana—, consistía en que yo ayudara a Martin a encontrar su «ovni» y él a que yo diera con el «Lady Alice». El viaje iba a significar para mí el regreso al continente negro tras una siempre excesiva ausencia en la que no había podido experimentar el proverbio romano «Ex Africa semper aliquid novi» (siempre pasan cosas nuevas en África).

    Ilustración 3. Grabado que representa el transporte del barco desmontable «Lady Alice» con el que Henry Morton Stanley recorrió el curso completo del río Congo.

    De mis vivencias africanas y mi trilogía acerca de exploradores del continente negro⁸, fui invitado a dirigirme, a primeros de enero de 2020, a los alumnos de un Aula de Literatura de la Universidad del País Vasco, a los que expliqué que, hacía veinte años, había publicado, con prólogo de Manuel Leguineche, una biografía acerca del explorador Henry Morton Stanley centrada en sus estancias en España como reportero, antes y después de su mítico encuentro en el corazón de África con el Dr. Livingstone. En ese libro hacía una breve referencia al efímero romance entre el Stanley treintañero que regresó triunfante de su encuentro con Livingstone y una joven norteamericana de familia acaudalada, a la que conoció en Londres cuando ella tenía 17 años. La joven se llamaba Alice Pike y, pese a la oposición de la familia de ella, los dos se comprometieron por escrito a casarse (he tenido en mis manos el trozo de papel que firmaron) cuando el explorador regresara de una nueva expedición en África, destinada a resolver los enigmas geográficos que había dejado pendientes el Dr. Livingstone. Para llevar a cabo esta nueva expedición, Stanley hizo fabricar un barco desmontable al que, como prueba secreta de su amor, bautizó «Lady Alice». Entre 1874 y 1877, el barco atravesó África de este a oeste, ya fuera a hombros de porteadores, ya surcando los Grandes Lagos y los miles de kilómetros del hasta entonces desconocido curso del río Congo. Stanley dejó constancia de esa mítica expedición en su libro Through the Dark Continent, cuya espléndida versión española, editada en 1887 bajo el título El Continente Misterioso (única traducción española autorizada por el autor), contiene la siguiente cita, reflejo del reconocimiento, e incluso amor, que un ser humano puede tener hacia un barco:

    Al caer de la tarde sacamos del agua la intrépida lancha que tan bien se había conducido durante nuestro arriesgado viaje a través del África, y la transportamos sobre unas rocas distantes quinientas yardas y al norte de la cascada, donde debía quedarse. Tres años hacía que Messenger, de Teddington, había empezado la construcción de la Lady Alice; un año más tarde se la veía costear los cerros del Usongora en el lago Victoria; habían transcurrido doce meses desde que emprendió la circunnavegación del lago Tanganika en una extensión de veinte millas, y el día 31 de julio del año de gracia 1877, después de un viaje de cerca 7.000 millas a través del África, quedaba abandonada arriba de la catarata Isanghila, para que fuese adquiriendo un color blanquecino y después de podrida quedase reducida a polvo.

    Comenté a los alumnos que el objetivo de mi expedición al Congo era explorar esa catarata mencionada por Stanley, conocida actualmente como Isangila, en las proximidades del poblado Sangila. Las precisas indicaciones aportadas por Stanley habían permitido a Xabier Armendariz y otros colegas de la Sociedad Geográfica La Exploradora geolocalizar la zona donde tenía intención de llevar a cabo la búsqueda de la embarcación, fabricada a base de hierro, cobre y madera de cedrela, árbol conocido en inglés como «Spanish-Cedar» (cedro español), pese a no tratarse de un cedro ni ser originario de España.

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    Ilustración 4. William Stanley colocando, en julio de 2019, una placa conmemorativa de la visita que 150 años antes hizo a Vitoria su bisabuelo Henry Morton Stanley.

    Con la misma precisión con la que, en sus escritos, Stanley señaló el lugar en el que había abandonado su «Lady Alice», cuatro años antes dejó constancia del lugar donde se encontraba el árbol en el que grabó sus iniciales en la ciudad de Vitoria. Por aquel entonces (julio de 1869), Stanley era un perfecto desconocido que se ganaba la vida con el primer trabajo fijo de su vida: corresponsal del New York Herald en la convulsa España que siguió al derrocamiento de Isabel II. Aprovechando que se encontraba en Álava para informar del linchamiento de un alcalde liberal por parte de exaltados jóvenes carlistas, Stanley se acercó a la ribera del río Zadorra, en las afueras de Vitoria, por ser escenario de la Batalla de Vitoria, la última gran derrota de Napoleón Bonaparte en la península ibérica. Un acontecimiento de esa envergadura histórica, al que Beethoven dedicó una sinfonía, no podía ser obviado por el intrépido reportero que, además de grabar sus iniciales en el árbol, aprovechó para darse un baño en el que calificó de caudaloso río. En julio de 2019, conmemoramos el 150 aniversario de la primera estancia de Stanley en el País Vasco recreando, con el debido humor, el baño que el reportero se dio en el Zadorra. Lo hicimos junto a nuestro invitado especial, William Stanley, biznieto del explorador, quien colocó un código QR (que desde entonces da cuenta de estos hechos) en lo que queda (el tocón) del árbol en el que Stanley dijo haber grabado sus iniciales.

    Al igual que del árbol de Stanley en la ribera del Zadorra quedaba más bien poco, estaba convencido de que no encontraría restos del Lady Alice en la ribera del Zaire, entre otras cosas porque el propio Stanley, con motivo de una expedición posterior, indicó que le habían llegado informaciones en el sentido de que los lugareños habían destrozado el barco para extraer el metal (smashed for the sake of its iron & copper nails). A falta de vestigios materiales del Lady Alice, me dije que tal vez encontraríamos algún elemento de tradición oral. En cualquier caso, mi intención era la de localizar el lugar más probable donde la embarcación fue abandonada y colocar allí algún tipo de recordatorio de la historia de amor que condujo a la completa exploración del segundo río más caudaloso del mundo, cuatro siglos después de que el español Francisco de Orellana hiciera lo propio con el Amazonas. Mi idea era encargar una placa en la localidad inglesa de Teddington, donde fue construido el Lady Alice, que contuviera hierro, cobre y un trozo de madera de cedro español. La placa incluiría la reproducción de un grabado de época de la embarcación y del retrato de Lady Alice que llevó Stanley en su pecho durante la travesía (fotografía cuyo original adquirí en una subasta en Londres). El texto estaría redactado en inglés, francés y español, los tres idiomas utilizados por Stanley en la misiva que, desde Isangila, envió a Boma, en la costa, pidiendo auxilio.

    Recuerdo haber dicho en la charla de Bilbao que, de llevarse a cabo, el «memorial Lady Alice» podría convertirse en un referente para aquellos que quisieran honrar la memoria de barcos que han desempeñado un papel importante en la historia. ¿Qué fue de la Santa María de Colón? —añadí—. Dicen que la nao Victoria con la que regresó a Sevilla Juan Sebastián Elcano acabó perdiéndose en el mar… También comenté que la literatura, en particular la de viajes, no tiene por qué estar reñida con el rigor, sin tener por ello que renunciar a una visión personal, a una voz propia. A fin de cuentas, no hay experiencia que no sea de por sí subjetiva, y menos aún la experiencia viajera. Uno de los pocos consejos que solía dar el añorado Javier Reverte acerca de cómo hacer un buen relato de viajes era que fuésemos lo más subjetivos posible. Más que paisajes y acontecimientos presentes o pasados, lo que cuenta es comunicar vivencias, las propias y las de aquellos que nos precedieron y a quienes seguimos los pasos. Me encandilan los relatos de viajes que enlazan la descripción de lugares visitados con vivencias de personajes históricos en aquellos mismos escenarios. Si el relato está bien construido y documentado, su lectura permite una experiencia inmersiva que bien quisieran para sí las llamadas tecnologías de realidad aumentada.

    Ilustración 5. Retrato a pastel de

    Henry Morton Stanley por Alice Pike.

    Presenté a mis alumnos el romance entre Stanley y la jovencita Alice como ejemplo de temática basada en personajes históricos reales y vivencias rigurosamente ciertas que podía ser comparable en intensidad emocional al argumento de la película Titanic de James Cameron… también con retrato de por medio, puesto que Alice Pike hizo uno del explorador. Les dije que me gustaría narrar ese romance, pero que mi intención por el momento era la de publicar, para finales de 2021, el libro en el que daría cuenta del viaje al Congo que me disponía a realizar. Daba por sentado que, de regreso de África, tendría material para estar ocupado, como poco, los siguientes dos años.

    La persona que había organizado mi charla en la Universidad del País Vasco se llama Victoria —Victoria Zabala—, antigua colega mía en Bruselas. Debido a su nombre, saqué a relucir, en el transcurso del almuerzo con el profesor Haritz Monreal, experto en literatura en euskera sobre temática montañera, mi reciente hallazgo acerca de la nao «Vitoria». Y, puesto que estaba en Bilbao, sede del Archivo Histórico de Euskadi, me dije que pasaría a saludar a su director, Borja Aguinagalde, el descubridor de los archivos de Elcano. Sería una improvisada visita entre colegas, puesto que, durante un tiempo, tuve entre mis responsabilidades la de parte de los archivos de la Unión Europea. De trato exquisito y maneras refinadas —por momentos la conversación viró de manera natural al francés—, Aguinagalde resultó ser, como era de esperar de un académico de la Historia, de una gran erudición. Al evocar sus hallazgos sobre Elcano en la Casa-Torre de Laurgain, en la localidad guipuzcoana de Aia, sus ojos brillaron como los de un buscador de oro ante su mayor pepita⁹. Pronto intuí lo que más tarde pude comprobar: que Borja Aguinagalde sabía todo lo que se puede saber del linaje y la figura del vasco, desde lo más notorio a lo aparentemente más banal, como los seis tipos diferentes de calzas que poseía Elcano al morir. Me dijo que, a tenor de la firma utilizada por el marino de su puño y letra, él era partidario de llamarle «Delcano». Cuando le comenté el asunto de

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