Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

El futuro es bosque
El futuro es bosque
El futuro es bosque
Ebook242 pages3 hours

El futuro es bosque

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

El cambio climático es una realidad en el planeta Tierra. Nos enfrentamos a un futuro incierto en el que será crucial atender a las políticas gubernamentales y su postura para el fomento de energías alternativas, pero cada habitante tiene la obligación de poner su granito de arena para evitar que una crisis sin precedentes acabe consumiendo el planeta Tierra tal y como lo conocíamos hasta ahora.-
LanguageEspañol
PublisherSAGA Egmont
Release dateApr 28, 2022
ISBN9788726987416
El futuro es bosque

Related to El futuro es bosque

Related ebooks

General Fiction For You

View More

Related articles

Reviews for El futuro es bosque

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    El futuro es bosque - David Luna

    El futuro es bosque

    Copyright © 2018, 2022 Carmen Moreno, Dioni Arroyo, David Luna, Covadonga González-Pola, Giny Valrís, Leonardo Ropero, Josué Ramos, Cristina Jurado and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726987416

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Coordinación:

    Giny Valrís

    David Luna Lorenzo

    Dioni Arroyo

    Carmen Moreno

    Leonardo Ropero

    Covadonga González-Pola Jaquete

    Josué Ramos

    Cristina Jurado

    Giny Valrís

    «La ecología de un bosque es muy delicada. Si el bosque perece, la fauna puede extinguirse junto con él.»

    Ursula K. Le Guin,

    El nombre del mundo es Bosque

    LA FIEBRE

    David Luna Lorenzo

    Relato Ganador del Premio Domingo Santos 2016

    David Luna Lorenzo

    David Luna Lorenzo (Toledo, 1976) se define como escritor de ficción oscura y rarezas varias. Aunque su primera publicación en solitario data de 2016, ya ha recibido algunos de los más importantes reconocimientos dentro del género fantástico.

    Su ópera prima, El Ojo de Dios (Apache Libros), resultó finalista del «Certamen Alberto Magno de Ciencia Ficción» de la Universidad del País Vasco y fue nominada al «Premio Ignotus» a mejor novela corta.

    Su segunda novela (y primera extensa), Laberinto Tennen (Ediciones El Transbordador), en la que mezcla el género fantástico con el de la ciencia ficción, fue finalista del «Premio Ignotus» a mejor novela y del «Premio Guillermo de Baskerville» a mejor novela independiente.

    Su tercera y de momento última obra, Éxodo (o cómo salvar a la reina) (Apache Libros), obtuvo el prestigioso «Premio UPC de Ciencia Ficción» que otorga la Universidad Politécnica de Cataluña y está nominada al «Premio Ignotus» a mejor novela corta.

    Por su parte, el relato La fiebre obtuvo el «Premio Domingo Santos» durante la EuroCon 2016 y actualmente está nominado al «Premio Ignotus» a mejor cuento.

    Como consecuencia de todo lo anterior, David Luna fue galardonado con el «Chrysalis Award» a autor emergente por parte de la ESFS (Sociedad Europea de Ciencia Ficción) durante la EuroCon 2017 celebrada en Dortmund.

    LA FIEBRE

    David Luna Lorenzo
    Relato Ganador del Premio Domingo Santos 2016

    A pesar del tórrido calor, los tres chavales disfrutan corriendo por entre los cascotes. Se divierten utilizando como campo de juego las ruinas de lo que antes de la guerra Xeno fue un parque de atracciones. Poco importa que los colores vivos se hayan ajado y que de las montañas rusas solo resten estructuras de metal desmoronadas, el parque sigue ofreciendo infinidad de posibilidades para pasarlo en grande.

    Los muchachos simulan ser guerrilleros: vuelan en las aeronaves en que la imaginación ha convertido a los inertes coches de choque que ya no chocarán más, se deslizan por las laderas ahora secas del lago artificial y se disparan con sus palos (supuestos rifles de plasma) mientras se escabullen entre las ruinas de lo que otrora fuese un inmenso laberinto de espejos.

    Luchan contra los extraterrestres, por supuesto.

    —¡Pium! ¡Pium! ¡Morid, hijos de puta! —vocifera Pedro, el jefecillo del trío. Un chaval espigado de ojos tristones.

    —No deberíamos decir palabrotas —protesta Vitín, renegrido por el sol, bajando los brazos.

    —Estamos en una guerra. ¿Qué importan las putas palabrotas?

    —¡Ya has dicho otra!

    —Está claro: eres imbécil.

    Pedro, resoplando, echa a correr bajo la sombra de una enorme carpa constituida por un armazón y unas lonas rajadas que combaten como pueden a los rayos inclementes de un sol cargado de odio.

    —Además, ya no estamos en guerra —murmura Vitín para sí. Al darse cuenta de que se ha quedado solo, emprende la carrera en pos de su amigo. Cuando accede al interior de la carpa, se sorprende al encontrarlo muy quieto. Petrificado. Como a la escucha. Casi tropieza con él.

    —¿Lo hueles? —pregunta la estatua de Pedro en voz baja, con un tono levemente tembloroso.

    —¿Y dónde está Sergio?

    —¿Lo hueles o no? —insiste el otro.

    Vitín se pone a olfatear el aire igual que un sabueso. Sus cejas se curvan por el miedo. Consigue articular un susurro:

    —¿Y Sergio?

    El silencio se cierne sobre ellos hasta que las lonas golpetean sobre sus cabezas al recibir una ráfaga de viento.

    —¡Chicoooos! —se oye en la distancia, tras una montaña de escombros—. ¡Mirad esto!

    —¡Es Sergio! —Vitín no duda en correr hacia la voz. A pesar del olor. El olor a xenomorfo. En esta ocasión, es Pedro el que lo sigue.

    Sergio, con su cara pecosa y sus dientes de conejo fuera de la boca sin remedio, los recibe emocionado, los ojos abiertos de par en par.

    —Hay uno ahí. Está atrapado.

    —¡No jodas! —Pedro se asoma a una especie de gruta formada por un derrumbamiento reciente. Lo hace sin demasiada intención de descubrir nada. Aunque no cabe duda: de la oquedad brota una inconfundible peste ácida.

    —Entré para esconderme y lo vi —explica Sergio—. Está vivo. Se movía un poco. Debe de estar atrapado.

    —¿Y estás seguro de que no puede...?

    —Seguro. Si no, estaríamos muertos, ¿no crees? —Se pasa la lengua por los labios resecos, ansioso.

    —Vámonos —implora Vitín—. Avisemos a los cazadores.

    Pedro traga saliva. Vuelve a hacer un amago de asomo.

    —¿Tienes miedo acaso? —le pregunta Sergio.

    —¡Calla!

    Con los puños apretados, Pedro se agacha y se decide a entrar. Consigue reprimir una arcada ante la fetidez que se potencia en aquel lugar cerrado. El corazón le bombea como si pretendiese escapar del pecho a base de pulsaciones. Tres minúsculos haces de luz consiguen introducirse por los intersticios de los escombros que componen la techumbre de la caverna. En el penumbroso espacio, reverbera una respiración agónica.

    —¿Puedes verlo? —susurra Sergio desde la entrada, como temiendo despertar a la bestia.

    Hasta que la vista de Pedro no se acostumbra a la oscuridad, no descubre al monstruo. O más concretamente, a los ojos enrojecidos del monstruo. Se halla sepultado por unas vigas de acero y alza su barbilla picuda en busca de oxígeno. Aun entre tinieblas, Pedro puede distinguir los enormes colmillos babeantes. El xenomorfo, malherido, gira el cuello para observar al muchacho.

    «Ayúdame».

    No pronuncia la palabra: el cerebro de Pedro la procesa sin más. El chico da un respingo, asustado. La telepatía no forma parte de la naturaleza humana y confunde a cualquiera, máxime si es la primera vez que se experimenta. Su respiración se acelera y las piernas se le agarrotan, igual que si las rodillas hubieran perdido el juego y los pies se clavasen en el piso para desarrollar kilométricas raíces.

    «Ayúdame». El xenomorfo de nuevo.

    Pedro solo consigue balbucear algo ininteligible.

    —¿Qué haces? —le pregunta Sergio sin llegar a entrar. En la modulación de su voz se percibe sorpresa... y miedo—. Ya lo has visto. ¡Vámonos!

    Más balbuceos incoherentes.

    «Ven a mí».

    Las piernas de Pedro recuperan un atisbo de movimiento. El preciso para dar un paso en la dirección del monstruo y sus jadeos angustiosos, profundos.

    —¿Qué haces? —El terror ya vence la partida al asombro en Sergio.

    —Sácalo de ahí, sácalo de ahí —le implora Vitín, a punto de romper a llorar.

    «Ven a mí».

    Un segundo paso hipnótico pone a Pedro al alcance del alienígena, que tensa el brazo poliarticulado y crispa los dedos retráctiles. Pero Sergio se adelanta a la acción: engancha a su amigo del cuello de la camiseta y tira de él hacia sí, arrancándolo de su estupor. El xenomorfo, desprovisto de su presa, ruge enrabietado y escupe una lluvia de baba que empapa a los chavales antes de que estos salgan de la cueva. Una vez fuera, empiezan a desnudarse entre arcadas; se limpian como pueden la cara del viscoso líquido mientras corren despavoridos. No se detienen hasta regresar al achicharrante sol del exterior.

    —¡Vamos a morir, vamos a morir! —lloriquea Pedro—. Nos habrá contagiado algo. ¡Enfermaremos!

    Sergio, con una parte milagrosamente seca del pantalón que se ha quitado, se frota el rostro ya casi limpio. Su pelo sigue en cambio cubierto de pegotes.

    —Ellos son los que enferman cuando se acercan a nosotros. Me lo dijo mi padre. Sin sus trajes, nos rehúyen, y ya no tienen armas para disparar a distancia.

    —¿Esto te parece poca arma? —Pedro muestra su mano abierta, el moco extendiéndose entre los dedos como una membrana propia de palmípedos—. Además, ese quería que me acercase, y te aseguro que no llevaba traje de ningún tipo.

    —Yo creo que esto no es peligroso, sino simplemente un asco —replica Sergio con cara de repugnancia, luchando todavía, ya en calzoncillos, con la mucosidad alienígena.

    Vitín no puede soportarlo más y termina vomitando. En cuanto se repone, le dice a Pedro:

    —¿Y se puede saber por qué seguías avanzando hacia el bicho?

    —No sé. Me llamaba y yo no podía ni...

    —Lo mejor será que busquemos a los cazadores —decide Sergio zanjando el tema—. Ellos se encargarán.

    Vitín asiente y, tras dos arcadas, vuelve a vomitar.

    *

    —¿En el parque de atracciones? —pregunta Argo mientras se coloca el chaleco protector con dificultad. No los hay para un corpachón como el suyo, así que no le queda otra que embutirse en él apretando estómago.

    —Eso dicen —contesta Alma mientras se recoge la larguísima melena en una coleta.

    —¿Y se puede saber qué hacían esos idiotas por allí?

    —No lo sé, papá. Luego se lo preguntas. Supongo que pasar el rato. —La chica comienza a rebuscar en los baúles donde guardan las corazas.

    —¿Y tú? ¿Qué se supone que haces tú? —Argo frunce el ceño, los enormes puños sobre las caderas.

    —¿Cómo que qué hago? Prepararme para la expedición.

    —No vas a venir.

    Antes de que Alma abra la boca para replicar, aparece Xav, con sus gafas azuladas y su barba de estropajo blanco. Ya va completamente uniformado.

    —Se lo prometiste —interviene con tono distraído. Examina los rifles, meticuloso, para evitar encasquillamientos.

    La cara de Alma se ilumina con esperanza.

    —¿Lo ves? El tío Xav estaba allí. Lo oyó. ¡Me lo prometiste!

    Argo agarra un par de petates mientras masculla un «joder».

    —Si tu madre siguiera con nosotros no lo permitiría —afirma a la desesperada. Alma frunce el ceño.

    —Pero no está. Ni estará.

    El padre resopla, la mirada baja. Sacude pensativo la cabeza.

    —Entonces nada de rifles. Tienen mucho retroceso —advierte estirando un dedo. Su gesto enmascara una sonrisa—. Tú llevarás un par de pistolas y te quedarás pegada a nuestro culo. Sin heroicidades ni gilipolleces. No dispararás si no es estrictamente necesario, y de hacerlo, lo harás como te he enseñado. Ya sabes, a los ojos; y si están de espaldas, al cuello, a la nuca.

    Pero Alma apenas escucha; lleva ya un rato dando saltos de alegría.

    *

    Cuatro figuras a caballo avanzan despacio por la carretera abandonada. Solo la llanura infinita los contempla. Se curva el mundo con el calor; se cubre de moscas y espejismos. Las chicharras aturden con su sonido incesante. Los equinos cabecean en su esfuerzo.

    —Por allí aparece —informa Alma señalando al horizonte; por él emerge la silueta del ahora devastado parque de atracciones.

    —Puedo oír las risas de los niños del pasado —suelta Xav con ese aire místico que suele envolverlo.

    —¿Y hasta allí se fueron a jugar? —se extraña Argo mientras atusa su bigotón.

    El Mudo, un tipo bajito, robusto, con la cara estrujada alrededor de una narizota, escupe una plasta oscura de tabaco.

    —Tampoco hay nada mejor que hacer —resuelve Alma encogiéndose de hombros.

    Veinte minutos después, se plantan a la entrada de la carpa y descienden de los caballos. El sudor brilla en sus frentes.

    —Ya recuerdo por qué siempre salimos temprano a patrullar. ¡Qué calor! Espero que el bicho no haya conseguido huir —gruñe Argo, y saca una cantimplora cubierta de piel. Da un trago desesperado, pero sin malgastar ni una gota.

    —No. Sigue aquí. ¿No percibís la pestuza? —dice Xav.

    Argo le tiende la cantimplora a su hija, quien hace un gesto con la mano para rehusar el ofrecimiento. No deja de moverse, emocionada.

    —¡Que bebas! —le ordena. Ella obedece para no retrasar más la misión. Tanto el Mudo como Xav dan cuenta de su propia agua. Revisan las armas de agujas por enésima vez, como quien se limpia las uñas, atan los caballos y se introducen bajo la carpa siguiendo las instrucciones que les dieron los chicos y la peste que con las horas ha ido incrementándose.

    —Poneos las mascarillas —dice Argo, entornando los ojos una vez llegan a la boca de la gruta formada entre escombros.

    —Debió de provocar un derrumbe —deduce Xav. El Mudo responde masca que te masca, la mirada hacia la negrura.

    Agachados, acceden en fila india hasta el interior. Alma cierra el destacamento, adosada a la enorme espalda de su padre.

    Con la llegada del cuarteto, el xenomorfo, todavía atrapado, se agita a la desesperada en su penúltimo intento de liberarse.

    —Estate quietecito —le ordena Argo con entonación amenazadora—. Sé que me entiendes. No te muevas y tendrás posibilidades de sobrevivir.

    El bicho detiene su movimiento.

    —Es raro —dice Xav—. Va sin traje y en solitario. Probablemente ya haya enfermado si estuvo cerca de los chavales.

    —Tal vez lo desterraran —aventura Argo.

    —Yo creo que actúan a la desesperada. Cada vez encontramos más. Están por todas partes —interviene Alma. El alienígena se asoma para descubrir a quién corresponde una voz tan joven e insospechada. El Mudo, a modo de advertencia, esputa tabaco cerca del bicho, que de inmediato aparta la mirada.

    Argo se acerca lo justo y se acuclilla para ponerse a la altura propicia. Se pasa la mano por la cabeza, asfixiado, en un intento por limpiarse el sudor que perla su calva.

    —A ver —le dice al alien—. ¿Qué se te ha perdido por aquí? Sabéis que no debemos quebrantar las normas. Que ni nosotros nos acercamos a vuestros territorios, ni vosotros os acercáis a los nuestros.

    —No te contestará —apunta Xav—. Algo están tramando. No es normal. Tal vez sea un explorador o un simple carroñero. No sabemos de qué se alimentan estos bichos, pero desde luego eran muchos. Recuerdo que atestaban la ciudad.

    —Sí, pero nunca hemos visto una sola cría. Me da que no pueden reproducirse y que están empezando a morir — reflexiona Argo—. Hasta sus armas han dejado de funcionar. Y este... —señala al xenomorfo atrapado— está muy flaco.

    «Calor». «Hambre».

    —¿Lo habéis oído? —exclama Alma dando un brinco hacia atrás.

    —Joder, sí —contesta su padre poniéndose en pie, echando mano a la pistola. El Mudo apunta al bicho con el rifle de agujas.

    —¿Y qué comíais hasta ahora, cabrones? —pregunta Argo amartillando su arma.

    —Lo de los bebés es un bulo. Lo sabes —intenta tranquilizarlo Xav—. Eso del ganado humano no es más que una falacia.

    —Son caníbales, seguro —añade Alma.

    —No tiene por qué —responde Xav—. En la gran ciudad contaban con lo que quedó en los supermercados, en los almacenes, en los centros comerciales, en las lonjas… Pueden cazar, pescar... Yo qué sé.

    Argo parece calmarse; sacude la cabeza como saliendo de un estado de enajenación y toma asiento sobre una roca.

    —Tú y tus amiguitos tenéis calor, ¿eh? —le dice al extraterrestre—. Nosotros también. Si no hubieseis venido a tocarnos los cojones a nuestro planeta, si no nos hubiéramos liado a lanzarnos mierda química los unos a los otros...

    «Mucho calor...». «Mucha hambre...».

    Alma saca unos higos de su mochila y se los ofrece con un estirar de brazo.

    —¿Quieres? —dice.

    Argo la mira sorprendido. El Mudo arruga aún más su gesto. La muchacha da dos pasos en dirección al alienígena.

    —Ni siquiera sabemos qué coméis. ¿Coméis fruta? Tenemos huertos. Vamos, dímelo, ¿qué coméis? —Da otro paso.

    Xav está a punto de detenerla cuando el alien profiere un rugido aterrador. Grita: «¡Toooodooooo!» y ataca a una velocidad tremenda, desplegando su cuerpo mucho más lejos de lo que suponían posible. Abre las fauces: colmillos y colmillos.

    Por suerte, las armas de agujas no atruenan o de lo contrario se habrían quedado sordos en un espacio tan escaso. Son simples silbidos, el aire rasgado por las púas ácidas. Ni siquiera hacen ruido alguno al penetrar, al atravesar, la carne grisácea del monstruo. Lo acribillan. Muere de inmediato, la cabeza deshecha por los tóxicos.

    Alma, con un leve temblor de labios, las cejas enarcadas, se sorbe la nariz y dice:

    —Bueno, ya hemos salido de dudas. Está claro que son omnívoros.

    *

    —No podemos obviar que algo está pasando —pronuncia el Gran Jefe. Se sienta en medio de los otros seis miembros del consejo, en el antiguo anfiteatro. Frente a ellos, los componentes de las tres patrullas cazadoras permanecen en pie, iluminados sus rostros por la oscilante luz de las antorchas.

    Sultana, una de los líderes, da dos pasos al frente. La ropa ajustada remarca su cuerpo fibroso. Tiene la cara tostada por el sol. Toma la palabra:

    —Con el de Argo, son ya diez los avisos en menos de una semana. Creo que debemos agilizar la misión de reconocimiento. Hemos de acercarnos a la ciudad y ver lo que se está cociendo, y nunca mejor dicho, allí. Si no nos adelantamos a lo que sea que planean podría suponer nuestro final.

    Morton, otro líder, un tipo pelirrojo, altísimo, interviene:

    —Creo que está muy claro. Organizan la marcha. Nosotros nos topamos con una pareja en las ruinas de Santa Fe. Esos cabrones buscaban comida, pero ni siquiera llevaban dónde almacenarla. —Se gira un momento para mirar a sus hombres—. Estamos seguros de que eran exploradores que se detuvieron para buscar con qué llenar sus buches. Iban asfixiados.

    —El de hoy llegó a decirnos «mucho calor» —apunta Argo—. Estoy con Morton: se preparan para largarse. En mi opinión, se dirigirán al norte, en busca de temperaturas más bajas.

    Sultana vuelve a tomar la palabra:

    —¿Y no será más sensato si mandamos un destacamento para...?

    —Ya sabes lo que pasó con los últimos que se aproximaron a su territorio

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1